Italo
Calvino
(1923-1985)
Los hijos holgazanes
Ultimo viene il corvo (1949)
Al alba mi hermano y yo dormimos con las caras hundidas en la almohada, y ya se oyen los zapatos claveteados de nuestro padre que ronda por las habitaciones. Nuestro padre hace mucho ruido cuando se levanta, quizás a propósito, y se las arregla para ir y venir por las escaleras con sus zapatos claveteados veinte veces, todas inútiles. Tal vez toda su vida es así, un despilfarro de fuerzas, un gran trabajo inútil, y tal vez lo hace para protestar contra nosotros dos, que tanto lo hacemos rabiar.
Mi madre no hace ruido pero también ella está en pie en la gran cocina, atizando el fuego, mondando con esas manos cada vez más negras y cortajeadas, limpiando vidrios y muebles, revolviendo trapos. Y es también una protesta contra nosotros ese estarse siempre callada trabajando y llevando adelante la casa sin criadas.
«Vended la casa y comámonos el dinero» digo yo, encogiéndome de hombros cuando me angustian con eso de que no se puede seguir así, mi madre afanándose callada, día y noche, que no se sabe cuándo duerme, y entretanto las grietas son cada vez más largas en los cielos rasos y filas de hormigas recorren las paredes y las malas hierbas y las zarzas suben desde el jardín abandonado. Tal vez dentro de poco nuestra casa no será más que una ruina cubierta de plantas trepadoras. Por la mañana nuestra madre no viene a decirnos que nos levantemos quizá porque sabe que de todos modos es inútil, y ese atarearse callada con la casa que se le cae encima es su manera de perseguirnos.
En cambio mi padre a las seis abre de par en par nuestra puerta y grita:
—¡Os moleré a palos! ¡En esta casa todo el mundo trabaja salvo vosotros! ¡Pietro, levántate si no quieres que te ahorque! ¡Despierta al canalla de tu hermano Andrea!
Todavía dormidos lo oímos acercarse y tenemos la cara hundida en la almohada y ni siquiera nos volvemos. Protestamos gruñendo de vez en cuando, si tarda en callar. Pero enseguida se marcha: sabe que todo es inútil, que la suya es una comedia, una ceremonia ritual para no darse por vencido.
Volvemos a hundirnos en el sueño: las más de las veces mi hermano ni siquiera se despierta, tan acostumbrados estamos, y a él le importa un bledo. Mi hermano es egoísta e insensible: a veces me da rabia. Yo hago como él, pero por lo menos comprendo que no debería ser así y el primer descontento soy yo. Sin embargo continúo pero con rabia.
—Perro —le digo a mi hermano Andrea—, perro, estás matando a tu padre y a tu madre —no contesta: sabe que soy un hipócrita y un bufón, que a holgazán no hay quien me gane.
Diez, veinte minutos después mi padre está de nuevo en la puerta, angustiado. Ahora emplea otro sistema: propuestas casi con indiferencia, bonachonas: una comedia lastimosa. Dice: «A ver, ¿quién viene conmigo a San Cosimo? Hay que atar las viñas».
San Cosimo es nuestro campo. Todo se nos seca y no hay brazos ni dinero para sacarlo adelante.
—Hay que desenterrar las patatas. ¿Vienes tú, Andrea? Eh, ¿vienes tú? Te estoy hablando, Andrea. Hay que regar las alubias. Qué, ¿vienes?
Andrea levanta la boca de la almohada, dice:
—No —y se duerme.
—¿Por qué? —mi padre sigue representando la comedia—, ¿le tocaba a Pietro? ¿Vienes tú, Pietro?
Después se desata de nuevo y de nuevo se calma y habla de las cosas que hay que hacer en San Cosimo como si se diera por entendido que iríamos con él. Perro, pienso de mi hermano, perro, podría levantarse y darle por una vez ese gusto, pobre viejo. Pero no me siento con ánimos para levantarme y me esfuerzo por volver a conciliar el sueño que ha desaparecido.
—Bueno, daos prisa que os espero —y se va como si nos hubiéramos puesto de acuerdo.
Lo oímos moverse y desgañitarse abajo, preparando los abonos, el sulfato, las semillas que va a llevar, cada día sale y regresa cargado como una mula. Cuando creemos que ya se ha marchado, vuelve a gritar desde el fondo de la escalera:
—¡Pietro! ¡Andrea! ¡Por Cristo! ¿No estáis listos?
Es el último arrebato; después oiremos sus suelas claveteadas detrás de la casa, el golpe de la puertecilla y él que se aleja por el sendero expectorando y quejándose.
Ahora es posible volver a dormir varias horas seguidas, pero no consigo conciliar el sueño y pienso en mi padre que sube cargado por el camino de herradura, expectorando, y después furioso contra los braceros que le roban y dejan que todo se vaya al demonio. Y mira las plantas y los campos y los insectos que roen y taladran por todas partes y el amarillo de las hojas y la espesura de las malas hierbas, todo el trabajo de su vida derrumbándose como los muros de los bancales que se desmoronan con cada lluvia, y blasfema contra sus hijos.
Perro, digo pensando en mi hermano, perro. Prestando atención me llega desde abajo algún ruido de cacerolas, el mango de una escoba que cae al suelo. Mi madre está sola en la enorme cocina y la luz apenas ilumina los cristales de las ventanas y ella se desloma por gentes que le vuelven la espalda. Lo pienso y me duermo.
Todavía no son las diez y nuestra madre se pone a gritar desde las escaleras:
—¡Pietro! ¡Andrea! ¡Ya son las diez!
Es una voz muy furiosa, como si algo inaudito la sacara de sus casillas, pero es así todas las mañanas.
—Síii… —gritamos.
Y nos quedamos en la cama una media hora más, ya despiertos, para acostumbrarnos a la idea de levantarnos. Entonces empiezo a decir:
—Hale, despiértate, Andrea, hale, levantémonos. Vamos, Andrea, empieza a levantarte. —Andrea gruñe.
Al fin nos ponemos en pie con muchos bufidos y estirones. Andrea da vueltas en pijama con movimientos de viejo, la cabeza hirsuta y los ojos medio ciegos y ya está lamiendo el papel de liar y se pone a fumar. Fuma junto a la ventana, después se decide a lavarse y a afeitarse.
Entretanto ha empezado a canturrear y el canturreo se convierte en una canción. Mi hermano tiene voz de barítono, pero cuando está en compañía es siempre el más triste, no canta nunca. En cambio cuando está solo, mientras se afeita o se baña, ataca con voz profunda uno de sus temas cadenciosos. Canciones no sabe y siempre termina arremetiendo con un poema de Carducci que aprendió de niño: «Sul castello di Verona/ batte il sole a mezzogiorno…».
Yo me estoy vistiendo del otro lado y coreo sin alegría, con una especie de violencia: «Mormorando per l’aprico/ verde il grande Adige va…».
Mi hermano sigue con la cantilena sin saltarse ni una estrofa hasta el final, mientras se lava la cabeza y se cepilla los zapatos. «Nero come un corvo vecchio/ e negli occhi aveva carboni…».
Cuanto más canta más me lleno de rabia y también yo canto con saña: «Mala sorte è questa mia/ mala bestia mi toccò…».
Es el único momento en que hacemos ruido. Después nos callamos durante casi todo el día.
Bajamos y calentamos la leche, hacemos sopas de pan y comemos con mucho ruido. Mi madre nos ronda y habla lamentándose pero sin insistir de todo lo que hay que hacer, de las compras necesarias. «Sí, sí», contestamos y lo olvidamos enseguida.
Por las mañanas en general no salgo. Me quedo deambulando por los pasillos con las manos en los bolsillos, o reordeno la biblioteca. Hace tiempo que no compro más libros: haría falta demasiado dinero y además he dejado pasar demasiadas cosas que me interesaban y, si ahora me pusiera, querría leerlo todo y no tengo ganas. Pero sigo reordenando los pocos libros de mi anaquel: italianos, franceses, ingleses, o por temas: historia, filosofía, novelas, o bien todos los encuadernados y las ediciones bonitas a un lado, y los estropeados a otro.
En cambio mi hermano va al café Imperia a ver jugar al billar. Él no juega porque no sabe: se pasa las horas mirando a los jugadores, siguiendo las carambolas, fumando, sin apasionarse, sin apostar porque no tiene un céntimo. A veces le encomiendan que tome nota de los puntos, pero suele distraerse y se equivoca. Hace pequeños negocios, los necesarios para comprarse tabaco; hace seis meses solicitó un empleo en la administración del acueducto que le permitiría mantenerse, pero no hace nada por conseguirlo; de todos modos no le falta qué comer.
Mi hermano llega tarde al almuerzo y comemos los dos en silencio. Nuestros padres discuten siempre sobre gastos e ingresos y deudas, y sobre qué hacer para seguir adelante con dos hijos que no ganan nada, y nuestro padre dice: «Fijaos en vuestro amigo Costanzo, fijaos en vuestro amigo Augusto». Porque nuestros amigos no son como nosotros: han formado una sociedad para la compraventa de bosques de leña y viajan siempre comerciando y contratando, incluso con nuestro padre, y ganan un montón de dinero y pronto tendrán camión. Son unos tramposos y mi padre lo sabe, pero le gustaría que fuéramos como ellos y no como somos: «Vuestro amigo Costanzo ha ganado mucho con ese negocio», dice. «¿Por qué no tratáis de meteros vosotros?». Nosotros con nuestros amigos salimos a pasear, pero negocios no nos proponen: saben que somos unos holgazanes y que no servimos para nada.
Por la tarde mi hermano duerme otra vez: no se sabe qué hace para dormir tanto, pero duerme. Yo voy al cine: todos los días, aunque pasen películas que ya he visto, así no me esfuerzo en seguir el argumento.
Después de cenar, tendido en el diván, leo ciertas novelas largas, traducidas, que me prestan: suelo perder el hilo y no consigo retomarlo. Mi hermano apenas termina de comer sale: va a ver jugar al billar.
Mis padres se acuestan enseguida porque se levantan temprano. «Vete a tu cuarto, que estás malgastando luz», me dicen cuando suben. «Voy», digo, y no me muevo.
Ya estoy en la cama y hace un rato que duermo cuando a eso de las dos regresa mi hermano. Enciende la luz, da vueltas por la habitación y fuma el último cigarrillo. Cuenta cosas de la ciudad, hace juicios benévolos sobre la gente. Es la hora en que está realmente despierto y dispuesto a hablar. Abre la ventana para que salga el humo, miramos la colina con el camino iluminado y el cielo oscuro y límpido. Yo me incorporo, me siento en la cama y charlamos largo rato de cosas indiferentes, con ánimo ligero, hasta que nos entra sueño.
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