Isak Dinesen
(1885–1962)


Alkmene
“Alkmene”
(Vinter-eventyr, 1942)
Cuentos de invierno (1942)


      La propiedad de mi padre se hallaba en una parte solitaria de Jutlandia, y yo era su único hijo. Al morir mi madre, no le importó mandarme a un internado; pero cuando cumplí los siete años me contrató un preceptor.
          Este preceptor se llamaba Jens Jespersen; era estudiante de teología y, creo, el hombre más honrado que he conocido en mi vida. Era hijo de un modesto párroco de pueblo. Había tenido que trabajar mucho para cursar sus estudios en la Universidad de Copenhague, cuyos profesores esperaban grandes cosas de él. Pero su salud se había resentido durante los años de estudio, y por este motivo había abandonado la ciudad, hacía ya cinco años, y había aceptado el puesto de profesor en el campo.
          Bajo su dirección, me entregué a los libros con más gusto de lo que yo mismo habría podido imaginar, y me sentí completamente feliz en la escuela, y en compañía de nuestros celadores y mozos de cuadra. Y de este modo conseguí adquirir algunos conocimientos de matemáticas y lenguas clásicas, así como sobre caballos y caza.
          Dos años después mi padre se marchó a un balneario, me llevó con él y me dejó en un colegio de Holstein; pero tras otro período igual de tiempo, me mandó llamar otra vez. Durante mi ausencia había muerto el viejo y borracho párroco de nuestro dominio, y mi padre había ofrecido el beneficio eclesiástico a mi antiguo preceptor. Ahora se encontraba instalado en la casa parroquial y se había casado con una muchacha con la que llevaba prometido cinco años. A partir de entonces continué mis clases, acudiendo diariamente a caballo a la casa parroquial. A veces, me quedaba también a dormir una noche o dos.
          La casa parroquial era un edificio viejo y ruinoso, y sus moradores eran pobres, ya que el beneficio eclesiástico era muy pequeño, y mi antiguo profesor todavía arrastraba grandes deudas de sus tiempos de estudiante. Sin embargo, era un lugar alegre, porque el párroco era muy feliz en su matrimonio. Su mujer se llamaba Gertrud. Tenía doce años menos que su marido, y doce más que yo, de manera que unas veces me parecía de la misma edad que el párroco y otras su alumna. Era una mujer joven y alta, aunque en la parroquia no la consideraban guapa porque tenía la cara ancha, y en verano se le ponía llena de pecas como un huevo de pavo. Pero tenía unos ojos claros y relucientes —al punto de que cuando leí la descripción que hace Homero de la viva mirada de la joven Criseida, pensé en ella—, y un cabello abundante y rojizo. Recuerdo la primera vez que me di cuenta de lo mucho que me gustaba. Una tarde de verano estábamos un grupo de chicos de la vecindad jugando al escondite por todos los rincones de la casa parroquial. Yo me había ocultado en un pequeño cuarto trastero del ático. Estando allí, entró ella precipitadamente y, sin verme, se pegó contra la puerta. Se quedó allí, jadeando, porque había subido corriendo, y se llevó un dedo a los labios. Un momento después debió de ocurrírsele un escondite mejor: salió sigilosamente y desapareció. Me pareció bonito que se portase con tanta ingenuidad y gracia cuando creía que estaba sola.
          Un verano tuvimos una visita distinguida en la casa parroquial: uno de los amigos del párroco de sus tiempos de estudiante, aunque más viejo que él, y ahora profesor de la Royal Opera o del Ballet de Copenhague, no recuerdo qué. Visitó también la mansión, tocó en nuestro viejo piano y encantó a mi padre como a todo el mundo. Una de las veces nos quedamos solos él y yo en la habitación de la casa parroquial; él estaba de pie junto a la puerta abierta que daba al jardín, observando a la mujer del párroco, que cogía manzanas bajo los árboles.
          —Desde luego, es sorprendente —dijo, más para sí mismo que para mí— que las buenas gentes de la parroquia de Hover consideren a esta mujer carente de belleza. Es cierto que tiene una cabeza toscamente modelada. Pero si viviese en el gran mundo, donde las señoras son más liberales a la hora de enseñar sus encantos, sería el ídolo de uno de los sexos y la envidia del otro. Pues en mi vida había visto una Venus de carne y hueso como ella. Eclipsa a la misma Henriette Hendel-Schutz en su Morgenscenen. Pero ¿haría entonces —prosiguió— una esposa modelo junto a nuestro santo párroco? Para las mujeres de rostro simple y cuerpo divino, la virtud parece a veces extrañamente paradójica.
          Quizá fue éste un discurso frívolo para pronunciarlo en presencia de un muchacho; sin embargo, no recuerdo que sus palabras produjeran en mí tal impresión. Sólo parecieron aclararme por qué me sentía tan a gusto en compañía de Gertrud.
          Pero en el transcurso del año siguiente, la feliz vida doméstica del párroco se vio oscurecida por una sombra negra y horrible. De cuando en cuando, la joven ama de casa aparecía mortalmente pálida, con los ojos enrojecidos de llorar, petrificada, y rehuía a su marido como con miedo o con odio. Me alarmó y apenó verla así. Pensé que el párroco mostraba escasa comprensión hacia su sufrimiento, y la situación me parecía misteriosa y lamentable.
          Un día me estaba explicando el párroco, en su despacho, un capítulo del Génesis. Cuando llegó al versículo en el que Raquel dice a Jacob: «Dame hijos, o me moriré», dejó el libro y comentó:
          —Raquel era una buena mujer; pero tenía poca paciencia con su marido o con el Señor. Habrás visto en esta casa, Vilhelm, lo duro que es no tener hijos para una mujer. Mi corazón sufre por mi esposa; no obstante, me temo que carezco de compasión cristiana y de conocimientos sobre la naturaleza femenina. Porque es mejor cristiana que yo y, sin embargo, clama y se enfurece contra el Señor, y se niega a rendir su corazón a Su voluntad. Creo que yo no sería capaz de lamentarme con tanta vehemencia y tanta persistencia de una desdicha de la que no tengo ninguna culpa. Aunque —añadió con gravedad un momento después, con las manos entrelazadas— sabe Dios. Es sabio el hombre que puede decir de sí mismo: «Jamás sería yo capaz de tal cosa».
          Estas últimas palabras se me quedaron grabadas en la memoria, y las recordé más tarde, en una hora infausta y terrible.
          Al cabo de un rato dijo otra vez, con una leve sonrisa:
          —El buen Jacob, sin embargo, en Judea, estuvo en condiciones de probar a su esposa que la culpa no era de él.
          Así fue como recibí explicación sobre la congoja de Gertrud. No obstante, la situación era algo enigmática para mí, ya que no podía comprender que nadie desease tener hijos tan ardientemente como para morirse por falta de ellos.
          En aquel tiempo, el correo sólo llegaba un par de veces al mes, y recibir carta era un acontecimiento raro. Un día de octubre al párroco le llegó una de Copenhague. Le dio la vuelta, me informó de que era de su amigo el profesor y se preguntó por qué razón le había escrito. Pero después de leerla un par de veces, dijo:
          —Voy a darte libre la tarde, ya que esto me tiene tan absorto que no voy a poder atender debidamente la clase.
          Unos días después, estábamos juntos en el establo examinando una vaca enferma, ya que el párroco creía firmemente que yo tenía buena mano para los animales. Cuando terminamos de reconocerla, se quedó pensando y, con el establo a oscuras, me contó lo que pensaba:
          —Creo, Vilhelm —dijo—, que tu madre debió de ser una mujer juiciosa; porque tienes una cabeza equilibrada, y eso no lo has heredado del Squire. Y voy a confesarte algo que no he dicho nunca a nadie, ya que afirman las Sagradas Escrituras que la sabiduría puede encontrarse en la boca de los niños.
          El profesor, dijo, le explicaba en su carta que, por una extraña aventura, tenía en sus manos a una niña de seis años, singular y trágicamente situada en la vida, al punto de que podía haberse llamado Perdita, como la heroína de la tragedia de Shakespeare. No podía revelar su cuna. No era sorprendente, añadía, que la visión de una niña sin hogar ni amigos le evocase el cuadro del hogar feliz de su amigo, en el que sólo faltaba una criatura. Pero de ningún modo pretendía convencer al párroco de que adoptase a la niña; dadas las circunstancias, sería impropio. Sólo le informaba de que, si había algún cristiano, hombre o mujer, que se apiadara de ella y la adoptase, jamás la reclamaría ningún pariente o conocido. «Y otra cosa considero mi deber dejar claro —terminaba la carta—. Si no encontramos a nadie que adopte a esta criatura, su destino, por la naturaleza misma de las cosas, será sumamente incierto y peligroso; de hecho, no conozco a ningún ser humano que cumpla más patética y completamente el proverbio del tizón sacado del fuego». Le daba el nombre de la niña: se llamaba Alkmene.
          Escuché todo esto, y le dije que sonaba a historia sacada de un libro.
          —Sí —dijo el párroco—. Y muy probablemente lo es. Porque mi viejo amigo es hombre de pocos escrúpulos. Puede que una de esas mamzells de Copenhague que cantan y bailan haya ido a pedirle ayuda para librarse de una hija inoportuna, y allá va él: inventa, fabula, llora incluso, para engañar a su amigo, un simple párroco de pueblo. Conque Alkmene —prosiguió—: ¿será ése, de verdad, el nombre de la niña? Cuando yo era un joven estudiante y soñaba con ser poeta escribí un poema épico titulado «Alkmene»; y él lo sabe porque se lo leí.
          Yo cité la Ilíada y dije:
          —«Ni Alcmene de Tebas...»
          —«... que dará a Heracles un hijo de mi corazón fiel» —terminó el párroco por mí—. Sí. Quiere que vuelva al Olimpo.
          »Vilhelm —prosiguió al cabo de un rato—, voy a decirte algo que no creo que pueda repetir a ningún adulto. Es absurdo, y te hará reír; no obstante, para mí fue en otro tiempo algo absolutamente serio. He dicho siempre que me marché de Copenhague por motivos de salud. Pero no fue sólo por eso. Me fui porque allí caí en la tentación; sí, en el pecado. No se trataba de vicios ni debilidades, sino de esa maldad más grave por la que cayeron los ángeles. En Copenhague tenía demasiado trabajo, poca comida y ninguna distracción natural. Me encerraba con mis libros, y me pasaba los meses sin hablar con ningún ser humano. Y me ocurrió que llegué al firme convencimiento de que me había elegido el Señor para llevar a cabo grandes cosas; sí, creía que cuanto acontecía en el mundo lo hacía el Señor con vistas a mi alma y mi destino. Cuando el viejo y loco rey murió, pensé: “¿De qué manera quiere el Señor que esto me afecte a mí?”; y cuando, más tarde, el emperador Napoleón fue derrotado por los rusos en Moscú, me dije: “Ahora ha desaparecido el hombre que habría hecho que los ojos del mundo se apartasen de las grandes cosas que el Señor ha dispuesto que yo lleve a cabo”. Menos mal que me di cuenta de mi estado antes de que fuera demasiado tarde. Vi con enorme miedo que estaba al borde del abismo de la locura, y que tenía que salvarme a costa de lo que fuese, a costa de mis estudios. Cuando me vine a vivir aquí, al campo otra vez, entre gentes buenas y sencillas, mi cabeza recobró el equilibrio. Y más tarde, mi querida esposa acabó de ponerme bien. Pero incluso aquí, Vilhelm, incluso aquí, me han vuelto mis viejas tentaciones. Cuando me siento junto al lecho de muerte de mis feligreses, y escucho sus confesiones (a veces se les oyen cosas espantosas a estos campesinos), y cuando debía ocuparme tan sólo del alma del pobre pecador, me quedo abstraído, preguntándome: “¿Por qué pone el Señor estas cosas en mi camino? ¿Acaso quiere probar mi fe enfrentándola con el poder de las tinieblas?”.
          »Ahora bien, este viejo amigo mío adivinó hace mucho tiempo casi todo lo que me pasaba. Una vez se interesó por mí, y creyó en mi talento; se decepcionó cuando hui de Copenhague. ¿No es su carta, ahora, una pequeña venganza, o una broma que me quiere gastar? Me devuelve a la gran ciudad, y al ambiente del teatro, que en otro tiempo significó tanto para mí. El mismo nombre de Alkmene tiene resonancias del mundo griego, con sus dioses y ninfas, y de mi antigua ambición de ser poeta. Durante estos últimos días, como entonces en mi buhardilla, he pensado: “¿Qué quiere el Señor de mí? ¿Acaso considera que mi vida ha sido demasiado fácil hasta ahora, y que tengo necesidad de tentaciones?”. Sí, me he vuelto a encontrar con aquel estudiante joven, impetuoso, aturdido, que hace diez años deambulaba por las calles de Copenhague. Y, al mismo tiempo, me doy cuenta de que debería preocuparme de otras cosas, como de la felicidad de mi esposa... Y en primer lugar, quizá, del destino de esa pobre criatura llamada Alkmene.
          No recuerdo si hice algún comentario sobre el discurso del párroco. Mientras hablaba, pensé que yo habría razonado de manera muy parecida a la que él había descrito. Pero si bien resultaba disparatado en él, en mí habría sido lícito, ya que yo era hijo del Squire, y aquí en Norholm, al menos, las cosas se hacían para mí y por mi interés. Esa noche soñé con la niña Alkmene. La encontraba en un campo, y la A mayúscula de su nombre brillaba como si fuese de plata.
          Dos semanas después la mujer del párroco se me echó al cuello y me dijo que su marido había decidido adoptar una niña de Copenhague... exactamente como si me revelase que estaba embarazada. No habló del misterio sobre el origen de la niña. Más tarde anunció a unas cuantas amigas que la niña era de una prima suya, viuda de un militar; y creo que, efectivamente, existía tal persona.
          Transcurrió algún tiempo antes de conseguir encontrar plaza de viaje para la niña. El párroco, en broma, hablaba de estos meses como si se tratase del período de embarazo de su mujer. Ella se mostraba muy contenta y amable con todos nosotros; pero se conmovía a menudo de manera extraña. Cada vez que nos encontrábamos a solas ella y yo, me hablaba de la niña, y decía que iba a ser como una hermanita para mí.
          —Dime, Vilhelm —susurraba—, ¿qué te parece que traigamos una pequeña esposa a la casa parroquial de Hover?
          La idea me pareció ridícula; y de haber sido hija suya, a Gertrud jamás se le habría ocurrido. Después de la llegada de Alkmene, sin embargo, jamás la volvió a repetir; porque a partir de entonces, creo, no soportó la idea de que la niña pudiese abandonarla, ni para casarse con el hijo del rey.
          Por último, a finales de diciembre, la niña iba a llegar a Vejle desde Copenhague, y el párroco fue a traerla. Yo había ido ese día a la casa parroquial a recoger unos libros. Estando allí se levantó aire, y empezó tal ventisca que no pude regresar a caballo, y me quedé a pasar la noche. De cuando en cuando, la mujer del párroco y yo salíamos a echar una ojeada al tiempo. El viento venía cargado de nieve: ésta corría a ras de tierra como el humo, y se depositaba en los escalones de piedra con tanto espesor que costaba trabajo abrir la puerta. Era la primera vez que Gertrud y yo estábamos solos en la casa. Empezó a hablarme de su niñez. Su padre, dijo, era un importante tratante de ganado del oeste que había trabajado mucho y había prosperado; hasta que, en la gran bancarrota de 1813, perdió su dinero. Cuando le dijeron que todos sus ahorros ascendían tan sólo a cincuenta rixdales, se le partió el corazón; desde entonces vivió sumido en la melancolía. Su esposa, para salvar a la familia, empezó a criar ovejas; y Gertrud, la mayor de los nueve hijos, que tenía entonces once años, se puso a ayudar en el trabajo. Era una vida dura.
          —Pero ¿qué otra cosa se puede encontrar en nuestro mundo —dijo Gertrud— sino el trabajo duro y honrado que Dios nos ha mandado hacer? No debemos dudar.
          Gertrud tenía todavía el corazón puesto en las ovejas. Estaba deseosa de revelarme lo que sabía sobre ellas, y aprendí mucho sobre cómo parían y se esquilaban, mientras esperaba que pasase la tormenta de nieve.
          Poco después de las doce de la noche oímos cascabeles, y corrimos a abrir la puerta a los viajeros, que saltaron del trineo completamente blancos de nieve. Se habían atascado siete veces desde que salieron de Vejle. El párroco entró a la niña y la depositó en el suelo junto a la estufa. Estaba envuelta en una amplia capa. Al quitarle el gorro, se le levantó con él su cabello rubio y corto como una llama por encima de la cabeza, y recordé las palabras del profesor sobre el tizón sacado del fuego. Pensé también que jamás habrían podido engendrar mi buen predicador y su esposa una niña de tan singular, sorprendente y noble belleza. Su carita, con grandes cejas elegantemente arqueadas, estaba blanca como el mármol por el frío y el cansancio. Gertrud se arrodilló ante ella, entrelazó las manos sobre las suyas para calentárselas y le dio unas palmaditas en la mejilla. La niña se ruborizó como una rosa, tembló y sonrió.
          —¿Ha tenido frío en el viaje mi preciosa palomita? —le preguntó.
          La pálida niña ni avanzó ni retrocedió: se quedó de pie, muy tiesa, y abarcó la habitación y a las personas que había en ella con ojos claros, graves, muy abiertos.
          —¿Cómo te llamas, bonita? —prosiguió Gertrud.
          —Alkmene —dijo la niña.
          Cuando Gertrud hubo conseguido que se bebiese un tazón de leche caliente, la llevó en brazos al dormitorio. A través de la puerta la oímos parlotear y arrullar a la niña, y una o dos veces la voz baja y clara de la niñita. Al cabo de un rato salió Gertrud y se detuvo en la puerta sin poder hablar, ya que estaba llorando.
          —¡Ay, Jens —dijo por fin a su marido—, no lleva camisa!
          A continuación volvió a cerrar la puerta. El párroco estaba calentando una jarra de café con ron en la estufa.
          —El viejo zorro —me dijo, y se echó a reír—. Lee en el corazón de las mujeres como en un libro. Seguro que le ha quitado la camisa a la criatura con sus propias manos para conmover el corazón de mi pobre esposa.
          Esas Navidades, tenía yo entonces catorce años, mi padre me regaló una escopeta. Salía todos los días a cazar, siguiendo el rastro de la caza en la nieve; y salvo cuando me tocaba clase, no solía ver a los moradores de la casa parroquial. Pero cada vez que Gertrud me cogía por banda, me hablaba de Alkmene. Al principio la llamaban Alkmene; pero a Gertrud le parecía un nombre extraño, así que lo abrevió, reduciéndolo a Mene; y por este nombre acabaron conociendo a la niña de la casa parroquial en la vecindad. Recuerdo cuando se celebró, aquel verano, una asamblea de clérigos en la casa parroquial, y un viejo párroco de Randers oyó el nombre, y exclamó:
          —Mene, mene tekel upharsin!
          Pero ni al párroco ni a su esposa les gustó la gracia.
          Para Gertrud, la niña fue maravillosa desde el principio; le fascinaba todo lo que hacía. Lo primero que me contó de ella fue que parecía no tener miedo de nada. Ni el toro ni el ganso la asustaban; eran los animales que más le gustaban de toda la granja. Se subió por la escalera al caballete del granero cuando estaban reparando la techumbre de paja, después de la tormenta de nieve. A Gertrud le inquietaba este rasgo de la niña. A propósito de la falta de camisa, se le disparó la fantasía: imaginó que la niña había estado lo bastante abandonada como para no tener conciencia de ningún peligro en la vida. Quizá estaba en lo cierto. Así que consideró que su primer deber como madre era enseñar a la niña, como en los cuentos infantiles, a conocer el miedo. A continuación me confió que Mene no parecía distinguir entre la verdad y la mentira. No mentía en interés propio; pero las cosas le parecían diferentes de como eran para los demás, a menudo de la manera más sorprendente. Si Gertrud hubiese vivido a solas con la niña, no le habría importado, porque le gustaban las fábulas y las fantasías como a los campesinos; pero sabía que su marido juzgaba estas cosas de modo muy distinto, y se esforzaba, con paciencia y tesón, en corregir los defectos de la niña. Alkmene era sumamente manirrota, también; tenía muy poco aprecio a sus cosas y perdía o se desprendía a menudo de lo que Gertrud había conseguido reunir con gran trabajo para ella. Esto indignaba y ofendía a Gertrud; se lo tomaba muy a pecho, y a veces no podía evitar pensar que la niña no estaba bien de la cabeza. Sin embargo, había algo en ello que la impresionaba también: había visto, u oído decir, que la gente importante se comportaba así.
          Cuando, en la primavera, empecé a ir con más frecuencia a la casa parroquial, encontré un ambiente idílico, como se cuenta en los libros. Creo que ese año y el siguiente fueron para mi amiga Gertrud los más felices de su vida. La niña llamaba al párroco y a su esposa padre y madre, y al cabo de un tiempo pareció haber olvidado la época anterior a su llegada, y considerarse perteneciente a la casa parroquial. Gertrud no la dejaba alejarse de su vista; y Mene, también, aunque no le gustaba que la acariciasen o la mimasen, retozaba alrededor de su madre como el cabrito alrededor de la corza. Como si hubiese sido aleccionada por el profesor, manifestaba una sincera adoración por la belleza de Gertrud. Hablaba a menudo de ella, ensartaba cuentas para hacerle collares y en verano le hacía centenares de guirnaldas de flores para su precioso cabello. Hasta entonces, Gertrud no había sido admirada jamás por su belleza; ni el párroco, creo, había sido un amante con imaginación. Este gracioso y grave galanteo era nuevo para ella, y aunque delante de nosotros se reía de él, yo me daba cuenta de que le encantaba y la hacía disfrutar. El párroco enseñó a Mene a leer y escribir, ya que no sabía ninguna de estas dos disciplinas. Descubrió que aprendía con rapidez, y de este modo formaron los tres un grupo feliz en todos los sentidos.
          Aunque al principio me reí de todo el revuelo que se había armado en torno a la niña de Copenhague, al poco Alkmene y yo llegamos a pasar juntos buena parte de nuestro tiempo. La cosa empezó cuando pidió permiso para venir conmigo cuando saliese de caza o de pesca. Tenía tal rapidez de mirada y de movimientos que era como llevar una perrita vivaracha. Comprobé entonces que la intrépida niña se asustaba ante la visión de la muerte. La primera vez que me vio coger en mis manos un pájaro muerto, todavía caliente, sintió repugnancia y horror. Pero le gustaba coger culebras y llevarlas en la mano. Le entusiasmaban toda clase de aves, y aprendió a conocer sus nidos y sus huevos. En verano, daba gusto oírla imitar y contestar a la paloma torcaz y al cuco de los bosques.
          Nos hicimos amigos, creo, de una manera poco común en un chico mayor y una niña pequeña. Éramos como hermana y hermano, tal como la mujer del párroco quería que fuésemos; y sin embargo, me parece, no exactamente de la misma manera que ella quería. Cuando Gertrud dijo que la niña podía ser una esposa para mí, la idea me pareció ridícula. Ya a los catorce años sabía yo lo bastante del mundo como para decidir que la hija de un párroco no era pareja apropiada para mí. Más tarde, cuando se hizo tan guapa, alguien habría podido imaginar que yo soñaría con seducir a la dulce muchacha de la casa parroquial. Pero eso estuvo tan lejos de mi pensamiento como el matrimonio. Nuestra amistad fue siempre casta, y no recuerdo haber llegado siquiera a cogerle la mano. A veces discutíamos hasta enfadarnos, como hacen los amigos o los hermanos, aunque ninguno de los dos discutíamos con nuestras respectivas familias; y una vez, furiosa, llegó incluso a tirarme una piedra. Pero la principal característica de nuestra relación era un entendimiento profundo, callado, del que los demás no sabían nada. Parecía como si tuviésemos conciencia de ser iguales en un mundo diferente de nosotros. Más tarde me he explicado a mí mismo el hecho diciéndome que éramos, entre las gentes de nuestro alrededor, las dos únicas personas de sangre noble, y que la suya debía de ser, con mucho, la más noble. Asimismo, nuestro compañerismo se manifestaba principalmente en el campo y los bosques; cuando regresábamos a casa, permanecía en suspenso, o latente.
          Un detalle curioso de nuestra amistad era que yo soñaba a menudo con Alkmene, aun cuando durante el día no hubiera pensado en ella ni una sola vez. En mis sueños, desaparecía con frecuencia, y se perdía. Cabría imaginar que estos sueños, al final, me inspirarían un verdadero miedo a perderla. Pero no fue así; al contrario, y por mi cuenta y riesgo, me convencieron de que, aunque parecía haber desaparecido, volvería en cuanto amaneciese.
          Como niña y pequeña que era, Mene tenía una asombrosa soltura de movimientos. Sólo levantar el brazo para alisarse el pelo era algo que dejaba a uno boquiabierto, por la gracia impecable con que lo hacía. Y cuando triscaba por el bosque, me hacía pensar en una corza, o en un pez saltando en un arroyo. Más tarde he visto a algunas bailarinas famosas en el teatro; pero, en mi opinión, ninguna de ellas podría igualarse en suavidad y armonía de movimientos con la niña de la casa parroquial. Me di cuenta de eso desde el principio, aunque no creo que los demás lo hayan notado nunca; para Gertrud formaba parte sencillamente de la excelencia general de la niña. Mi padre, sin embargo, llegó a comentarlo. Ahora bien, en la casa parroquial estaba prohibida toda clase de baile. Además, para Gertrud, el arte de la danza estaba relacionado en cierto modo con el teatro y con los primeros años de la niña, de los que estaba muy celosa, por lo que no quería ni oír hablar de ellos. Así que a Alkmene no se le permitió bailar jamás. Pero el párroco le enseñó muchas otras cosas. Durante un tiempo, incluso se puso a enseñarle griego, materia que, me comentó a mí, se le daba extraordinariamente bien. Era capaz de recitar versos de comedias y tragedias griegas.
          Durante los años siguientes Alkmene intentó escaparse dos veces de casa. La primera, un día de marzo en que la nieve había desaparecido del suelo, emprendió el camino directamente hacia el sur, a través de los campos; había recorrido más de doce millas antes de que el vaquero del párroco, enviado en su busca en esa dirección, la alcanzara y la llevase de vuelta a casa. Gertrud había estado convencida de que se había ahogado; había pasado una angustia horrorosa. Ahora apretó a la niña contra su pecho, se quedó mirándola, sin parar de preguntarle por qué les había dado ese disgusto tan tremendo. Al día siguiente, creyendo que estaba a solas con la niña, oí que le preguntaba:
          —¿Por qué te fuiste? ¿Por qué nos querías dejar?
          Pero tampoco obtuvo respuesta.
          Dos años más tarde, cuando cumplió los once, se volvió a escapar, y esta vez el susto de sus padres fue mayor. Porque había pasado por el pueblo un grupo de gitanos; se habían ido la noche anterior con su caravana, habían cruzado los pantanos que hay al oeste de las tierras de mi padre y era evidente que Mene se había ido tras ellos. Estas gentes tenían mala fama en la comarca: se decía que habían matado a un buhonero el año anterior. Ahora fui yo quien salió en su busca y la devolvió. Había dejado de dar clase con el párroco. Había viajado también; aunque seguía visitando a menudo la casa parroquial.
          Fue un día caluroso de pleno verano; había un aire tembloroso y grandes espejismos en los marjales. Dos veces me pareció divisar a la niña en el paisaje inmenso, pero sólo se trataba de un almiar o una carbonera. Finalmente vi su pequeña figura en la lejanía. Caminaba deprisa; un rato después, echó a correr. Me reí, porque yo iba a caballo y no se me podía escapar. Sin embargo, había algo de triste en la escena también. Al llegar a su altura no la detuve, sino que cabalgué a su lado. Ella seguía su marcha apresurada. Iba con la cabeza descubierta, muy pálida, y la cara empapada de sudor. No pudo mantener el paso del caballo. Un gallo silvestre surgió de repente de una mata de brezo que había delante de ella, y alzó el vuelo con ruidosos aletazos; Alkmene dio un traspié y se paró en seco. La compadecí. Pensé que iba a llorar.
          —Dame el caballo, Vilhelm —dijo—, y los alcanzaré.
          —No —dije—, vas a volver. Pero te dejaré que montes, y yo iré a pie.
          No dijo nada. Así que la acomodé en la silla.
          Era un día apacible. Empecé a cantar, y al poco rato Alkmene se unió a mí con su voz clara. Cantamos muchas canciones, y al final una canción popular sobre una madre que lloraba a su hijo muerto. Le dije:
          —Cada vez que te escapas le das un susto a tu familia, boba.
          Ella dijo:
          —¿Por qué no dejan que me vaya?
          Canté otro estribillo, y luego dije:
          —La gente es diferente. Mira mi padre: nada de lo que hago le parece bien, y siempre le estoy estorbando. Pero los tuyos te quieren y te consideran una niña maravillosa sólo con que accedas a estar con ellos.
          Alkmene guardó silencio largo rato; luego preguntó:
          —¿Qué piensas de las niñas que no quieren que las quieran, Vilhelm?
          Regresamos tarde. Había salido la luna de verano, aunque el cielo todavía seguía completamente claro. Al entrar en las tierras de mi padre cruzamos un campo de cebada. El cereal crecía ralo en el suelo arenoso, pero había tal cantidad de caléndulas amarillas que parecía que la luna se reflejaba en el campo como en un lago.
          Gertrud, antes de que llegáramos, había hecho prometer a su marido que escarmentaría a la niña esta vez; pero todo fue olvidado cuando llegó. No obstante, la madre, todavía muy pálida de susto, no conseguía calmarse. Dijo:
          —Quieres más a esas gentes malvadas que a nosotros; preferirías estar con ellas a vivir con tu padre y conmigo. ¿No sabes que te matarían y te comerían?
          Alkmene la miró con los ojos muy abiertos.
          —¿Me habrían comido? —preguntó.
          Gertrud creyó que se estaba burlando de ella:
          —¡Oh, eres una niña exasperante! —exclamó.
          Cuando llegó el momento de la confirmación de Mene, se les plantearon dos problemas a los moradores de la casa parroquial. En primer lugar, el párroco cayó en la cuenta de que no había visto la fe de bautismo de la niña, y no podía estar seguro de que hubiera sido bautizada. Escribió al profesor, pero tuvo que esperar mucho tiempo la contestación, ya que el anciano se había marchado de Copenhague y ocupaba un alto cargo en una corte alemana. Cuando finalmente le llegó la carta, el profesor no pudo aportar más que su palabra de honor de que la niña estaba bautizada. El párroco, ahora, no sabía si confirmarla sin más, o bautizarla privadamente para asegurarse. Su esposa me contó que este dilema le ocasionó muchas noches de insomnio. Y él me dijo:
          —Algunos teólogos sostienen que el bautismo no es más que un símbolo. Que Dios nos asista; pues los símbolos son cosa poderosa. Puede que yo mismo haya manejado grandes símbolos con demasiada ligereza.
          A partir de entonces dejó de enseñarle griego a Alkmene. Al final, no obstante, hizo caso de los consejos de su mujer, y confirmó a Mene junto con otros niños de la parroquia.
          Pero en la clase de confirmación, Mene se juntó con otras niñas, y escuchó sus conversaciones. Y aquí, entonces, el párroco y su mujer tuvieron motivo para creer que había oído rumores de que no era hija de ellos. Alkmene no habló de esto; alguien había oído casualmente la conversación de las niñas. El párroco meditó el caso, y un día, estando yo delante —porque me parece que temía abordar el problema a solas con su mujer—, dijo que había decidido explicárselo todo a la niña, y decirle la verdad. Gertrud se puso instantáneamente en contra suya. Nunca la había visto tan irritada con él desde la llegada de Mene. Era como si hubiese olvidado que no era la verdadera madre de la niña, y ahora le acusó de querer privarla deliberadamente de su hija.
          —De ningún modo —dijo el párroco—; pero voy a imponer la mano sobre la cabeza de la niña en nombre del Señor. ¿Qué ocurriría si en ese momento supiese la niña, en el fondo de su corazón, que la estoy engañando?
          Gertrud se levantó.
          —¿Acaso quieres apartarla de mí definitivamente? —exclamó ella—. ¿Acaso no has visto que ya me odia y me teme? Si ahora se entera de que no soy su madre, no habrá medio de retenerla; ¡me despreciará y me volverá la espalda!
          El párroco enmudeció ante esta acusación. Sin embargo, mientras hablaba, creo que nos dimos cuenta los dos de que tenía razón. Durante los dos últimos años Alkmene había cambiado y se había endurecido respecto a su madre; a veces mostraba una desconfianza, una rebelión y una hostilidad extrañas. Por último, dijo el párroco:
          —Querida esposa, habría sido mucho mejor no haber asumido nunca esta tarea, y haber seguido aquí, en nuestra casa parroquial, como un matrimonio que envejece apaciblemente sin hijos.
          Gertrud se quedó mirándole, perpleja.
          —Pero hemos echado mano del arado —prosiguió él—. Así que tenemos que llevar a término el trabajo de acuerdo con nuestras luces.
          Gertrud se echó a llorar.
          —Haz lo que creas que es mejor —dijo, y salió de la habitación.
          Pero cuando iba a marcharme, la encontré esperándome. Me cogió de la mano, me miró a la cara y dijo:
          —Vilhelm, tú eres amigo de mi hija. ¿Quieres hacerme un favor? Vigílala. Cuando su padre haya hablado con ella, observa de qué manera afectan sus palabras a la pobre criatura, y cuéntame lo que te diga sobre el particular. Porque bien sabe Dios que a mí no me dirá nada.
          Me pareció triste y conmovedor que Gertrud acudiese a mí en busca de ayuda, ya que hasta ahora había estado convencido de que nadie más que ella conocía o comprendía a su hija. Así que le prometí hacer lo que me pedía.
          Sin embargo, un par de semanas después me dijo:
          —Dios es misericordioso, Vilhelm, o Jens es sabio. Desde que ha hablado con la niña, está cambiada. Ha vuelto a mí, y se porta conmigo igual de cariñosa que cuando era pequeña. Hasta me hace sentirme joven. Incluso me he mirado en el espejo hoy. Puedes reírte, pero era el rostro de una joven el que he visto en él. No sé por qué, pero presiento que esta concordia buena y cariñosa entre nosotras va a durar mientras vivamos.
          Se olvidó por completo de preguntarme sobre el particular, como había dicho que haría.
          —Pero ¿no es extraño —añadió al cabo de un rato— que no haya hecho una sola pregunta sobre sus verdaderos padres? No sabe que no habríamos podido contestarle.
          Alkmene jamás me habló de las explicaciones que había recibido. Pero creo que el párroco, en el curso de su conversación, debió de mencionar el nombre del profesor, porque un día Alkmene me preguntó si le conocía. Le dije que le había visto.
          —A mí me gustaría verle también —dijo— alguna vez.
          Gertrud se me quejó de que Mene era despreocupada con su ropa, y de que no tenía más cuidado con el vestido de los domingos que ella le había hecho que con las ropas descoloridas de entresemana. Pero un día la niña oyó hablar a nuestra ama de llaves de los preciosos vestidos de mi madre, guardados en un gran cofre del ático, porque mi padre no quería verlos, ni dejaba que nadie se los pusiese. A partir de entonces no me dejó en paz hasta que, un día que mi padre estaba fuera, descerrajé el cofre y los saqué. Alkmene los extendió uno al lado del otro y permaneció largo rato sentada contemplándolos; por último, me pidió que le diese uno. Era un vestido de gruesa seda verde con un dibujo amarillo. Cuando lo veo ahora, me recuerda un poco a un tilo en flor. Me reí de ella y le pregunté si pensaba ponérselo para ir a la iglesia.
          —No —dijo; pero se lo pondría alguna vez.
          Poco después, una tarde de junio, Gertrud había estado cociendo pan, y Alkmene le pidió permiso para ir conmigo —en aquella ocasión me encontraba pasando las vacaciones de verano en casa— a llevarle un poco a la vieja Madame Ravn, viuda de nuestro difunto párroco, que vivía al otro lado del pueblo. Pero cuando íbamos de camino, me dijo que no tenía la menor intención de ir a casa de Madame Ravn; quería ponerse el vestido de seda verde e ir a pasear por el bosque y el campo. Guardaba el vestido en una cabaña cercana que pertenecía a una mujer que había trabajado antes en la casa parroquial, pero a la que habían echado porque bebía. Entró allí y poco después salió con el vestido verde y amarillo. No se había peinado ni lavado las manos; sin embargo, no creo haber visto a ninguna mujer más digna y natural que ella, entonces.
          Nos internamos en el bosque, y ella iba callada. El vestido le quedaba un poco largo, y le arrastraba por el suelo. Le hablé del nuevo caballo que acababa de comprarme, y de una pelea que había tenido con mi padre. Si nos hubiésemos encontrado con alguien, se habría asombrado y se habría reído al ver a una niña tan magníficamente vestida en un sendero del bosque. Sin embargo, en cierto modo parecía natural que pasease de este modo por allí. El bosque era fresco. Donde el sol bajo daba en el follaje, era todo verde y amarillo como un vestido; y al andar, la seda producía un leve siseo, como un pájaro rezagado en un árbol. Nos topamos con un zorro en el sendero, pero no vimos a ningún ser humano.
          Cuando el sol rozaba ya el horizonte, salimos a campo abierto. Aquí había una colina alta. Subimos hasta arriba, y desde allí dominamos una gran perspectiva, en torno nuestro, por encima de las doradas llanuras y marjales, y su esplendor. Alkmene se quedó inmóvil, contemplándolo todo largamente. Su rostro era tan puro y radiante como el aire. Al cabo de un rato aspiró con alegría, y yo pensé en lo ridículas criaturas que son las niñas, que se contentan con estar de pie en lo alto de una colina con un vestido de seda. Más tarde nos sentamos a comernos el pan que Gertrud nos había dado para la vieja viuda. Todavía estaba caliente del horno. Desde entonces, cuando pruebo pan reciente, me acuerdo de aquella tarde en la colina.
          Al regresar a la casa parroquial, después de cambiarse Alkmene de vestido en la cabaña, encontramos a Gertrud junto a una vela de sebo, con las gafas puestas, ante un montón de calcetines blancos de la niña que tenía que zurcir. Había zurcido ya bastantes, pero pensé que si tenía que terminarlos todos, le tocaría quedarse hasta altas horas de la noche. Nos sonrió y nos pidió que le diésemos noticias de Madame Ravn. Alkmene se situó detrás de ella, la miró, miró los calcetines y me pareció que palidecía.
          —Deja que te ayude a zurcir calcetines, madre —dijo.
          —No, cariño —dijo Gertrud, y despabiló la vela—. Te has dado una gran caminata y debes irte a acostar.
          En el otoño de ese mismo año sucedió algo que tuvo alguna repercusión en mi vida. Una muchacha del pueblo llamada Sidsel y que, dicho sea de paso, era hija de la mujer en cuya cabaña guardaba Alkmene su vestido, tuvo un niño que se murió, y me atribuyeron a mí su paternidad. No creo que fuese cierto, ya que ella no era precisamente un dechado de virtudes. Sin embargo, la gente habló de ello. Mi padre me dijo:
          —El niño ha muerto y Sidsel se casará con el guardabosques. Pero no harás el tonto en tu propio pueblo mientras esperas a que la mocita de la casa parroquial sea bastante mayor para ti. Ahora mismo te vas a ir a casa de tu tío de Rugaard, Djursland, a pasar seis meses. Su hija es dos años mayor que tú, y algún día será una muchacha rica. En todo caso, puedes aprender allí algo de agricultura; ya es hora de que sientes cabeza.
          Esta última parte del sermón fue injusta conmigo, ya que hasta ahora mi padre se había reído de mí, y me había llamado gañán, cada vez que yo había mostrado interés por los trabajos de la propiedad, que por entonces andaban bastante mal.
          No me importó marcharme; pero me pregunté qué pensarían de mí en la casa parroquial. El párroco estaría sumamente decepcionado; porque toda su vida había predicado contra el libertinaje de su parroquia, y dado que yo había sido discípulo suyo tanto tiempo, había llegado a considerarme obra suya. Gertrud quizá me perdonase: ella era una muchacha campesina, y estaba habituada a los modos de comportamiento del campo; aunque se esforzaría en mantener este rumor alejado de Mene, y quizá intentase también mantener a la niña alejada de mí.
          Una tarde que mi padre había ido a Vejle, me encontraba yo en la biblioteca sacando libros cuando se abrió la puerta y apareció Alkmene en el umbral. Nuestra biblioteca está orientada al norte; el sol le daba a Alkmene por detrás, y su pelo brillaba como una llama. Me preguntó:
          —¿Es verdad lo que dicen de ti y de Sidsel?
          Me quedé sorprendido al verla, ya que nunca había venido sola a la casa de mi padre. Pero me hizo la pregunta con tanta energía que no tuve más remedio que contestar.
          —Sí —dije.
          Y exclamó:
          —¡Cómo te has atrevido, Vilhelm!
          Pues bien, era raro, pero hacía algún tiempo que tenía yo una especie de resentimiento contra ella, como si tuviese la culpa de lo que había sucedido. Al ver que empezaba a hablarme con las mismas palabras de la gente mayor, le pedí con pesar que me dejase solo. Pero no hizo caso; entró en la habitación, con la cara encendida de excitación.
          —¿Cómo te has atrevido? —volvió a exclamar.
          Entonces recordé que, tratándose de ella, por lo general sus palabras significaban exactamente lo que decían. Me di cuenta de que me estaba haciendo una pregunta, quería saber, como solía ocurrir a menudo. No pude por menos de echarme a reír.
          —Tal vez —dije— no se necesite tanto valor como puede parecerle a una niña.
          Me miró, grave y orgullosa.
          —Ahora irás al infierno, ¿no crees? —dijo.
          —Todos dicen que voy a ir allí —dije yo—. Mi padre me ha echado de casa; los tuyos no me quieren hablar. Tú y yo, Alkmene, podríamos seguir siendo amigos el tiempo que nos queda.
          —¿Te ha echado tu padre? —preguntó—. ¿No tienes casa ahora? Entonces me iré contigo. Podemos ir por los caminos juntos. Y entonces —añadió, y suspiró profundamente— yo haré algo para que no tengamos que mendigar. Aprenderé a bailar.
          —No —dije yo—; me voy a Rugaard, a casa de mi tío.
          Al oír esto palideció.
          —¿Te vas a casa de tu tío? —dijo—. Yo creía que te habían echado para que fueses por el mundo. Creía que nadie había hecho una cosa tan mala como la que has hecho tú.
          Yo me estaba poniendo cada vez más contento.
          —Pero tú, que has leído historias sobre los dioses griegos —dije—, sabrás que esas cosas han sucedido ya en el mundo.
          —No —dijo ella—, no me han vuelto a dejar leer más esos libros. No me quieren decir nada. ¿Qué voy a hacer ahora?
          En ese momento vi con claridad que ella y yo nos pertenecíamos mutuamente, y me acerqué para preguntarle:
          —¿Me esperarás hasta que vuelva, Alkmene? Entonces nadie nos separará.
          Pero pensé en lo joven que era, y me pareció que no había elegido bien el momento. Estaba de pie, delante de mí, retorciéndose las manos.
          —¿Me escribirás? —preguntó—. No —se interrumpió—, sólo en los libros recibe cartas la gente. Pero si vuelves a hacer otra vez algo terrible, ¿me lo harás saber por carta?
          —Volveré dentro de seis meses —dije—. No me olvides, Alkmene.
          —No —dijo ella—, no te olvidaré. Eres mi único amigo. No te olvides tú de Alkmene, Vilhelm —y dicho esto se marchó tan de repente como había venido. Unos días después me fui a Rugaard.
          No hablaré de mi vida en Rugaard, ya que esta historia es sobre Alkmene. Las fincas se hallan en Djursland unas cerca de otras. Conocí a muchos jóvenes de mi misma edad, y no pensé mucho en las personas y las cosas de casa. Pero aquí también soñaba con Alkmene.
          Cuando llevaba tres meses en Rugaard recibí una carta de mi padre en la que se quejaba de su gota y me pedía que volviese. No le di mucha importancia hasta que recibí otra carta de la misma naturaleza: entonces regresé.
          La primera pregunta que mi padre me hizo fue si le había hecho el amor a mi prima de Rugaard. Pareció aliviarse cuando le dije «No»; y se frotó las manos.
          —Aquí, en tu antiguo distrito, están ocurriendo cosas —dijo—; ha habido grandes cambios en la casa parroquial.
          Le pregunté a qué se refería, y me contestó:
          —Será mejor que vayas a averiguarlo por ti mismo.
          Al día siguiente fui a pie a la casa parroquial.
          El párroco estaba solo; su mujer y su hija habían ido a visitar a un enfermo. Estaba cambiado, tal como mi padre me había adelantado. Le noté grave, absorto en sus meditaciones, y pensé que así debió de ser su aspecto en sus tiempos de juventud, de los que me había hablado. Había olvidado por completo el penoso asunto de Sidsel, y me recibió con afecto. Cuando ya llevábamos hablando un rato sobre otras cuestiones, me dijo:
          —Tengo que ponerte al corriente, Vilhelm, de lo que nos ha sucedido aquí, en tu vieja casa parroquial —y pasó a contarme lo ocurrido.
          Su amigo el viejo profesor le había escrito poco después de marcharme yo para informarle de que su hija adoptiva había heredado —como de costumbre, no podía o no quería decir por qué medios—, como si hubiese entrado, decía en la carta, en la cueva maravillosa de Aladino, de nuestro inmortal Oehlenschlager. Fiel —el profesor era muy aficionado a hablar de fidelidad— al primer trato con ellos, no intentaría convencerle, sino que dejaría a su amigo que decidiera aceptar o no dicha fortuna en nombre de la niña.
          El párroco dijo que había pensado el caso antes de tomar una decisión.
          —Y es extraño —comentó— que en todo lo que concierne a nuestra hija, parece que mi esposa y yo jamás vemos las cosas de la misma manera. Gertrud no quiere aceptar ese dinero. Ahora bien, si hubiese sido una cantidad más pequeña, probablemente la discusión habría sido al revés: entonces se habría alegrado de ver a la niña segura en la vida, mientras que yo habría preferido que siguiese siendo de nuestra propia posición social, hija de un párroco de pueblo. En cambio así, la inmensidad de esa herencia asusta a mi pobre esposa —el párroco me dio la cifra exacta: ascendía a más de trescientos mil rixdales—. Gertrud no deja de pensar que ese montón de oro debe de proceder necesariamente de una fuente demoníaca. Para mí, también, la cuestión se ha convertido en algo distinto.
          Se quedó abstraído un rato en sus pensamientos.
          —Jamás —dijo— he ansiado poseer dinero. Ni siquiera en los sueños de mi juventud. He deseado y he rezado por conseguir otras cosas; pero jamás ha sido el oro una tentación para mí. Sin embargo, en este caso, el dinero adopta un cariz nuevo: se convierte en un símbolo. Lo he visto —prosiguió—. He ido a Copenhague; y allí, en el banco, me lo han enseñado. Lo he tocado. Allí duerme, esperando la mano que lo convierta en realidad. ¡Cuánto bien se podría hacer, con una fortuna como ésa, en el mundo! Ten en cuenta, Vilhelm, que no ignoro el poder de Mammón. Al tocar ese oro, he reconocido el peligro que encierra. Pero si ha de haber aquí una prueba de fuerza entre Dios y Mammón, ¿debo renunciar a asumir la causa del Señor?
          Le pregunté al párroco si Alkmene estaba al tanto de su buena suerte. Sí, contestó; se lo había dicho. Era todavía una niña; le había causado muy poca impresión; a juzgar por su actitud, parecía como si lo hubiese sabido de toda la vida. La obra era, pues, mucho más sagrada para él, ya que debía emprenderla en nombre de una criatura. Y en efecto, añadió, desde el principio había sabido que por mediación de Alkmene le vendría una gran empresa.
          —Y cuando haya muerto —dijo—, seguiré viviendo en sus buenas obras, pues hay una gran fuerza en esa muchacha, Vilhelm.
          Su discurso me dio mucho que pensar. Me hizo reír para mis adentros. Pensaba que quizá conocía yo a Alkmene mejor que su padre.
          Mi padre, cuando llegué a casa, me interrogó ansioso acerca de mi visita, y le conté casi todo lo que el párroco me había dicho.
          —¿Y le has pedido a la muchacha en matrimonio? —preguntó.
          —No —dije.
          —Eres tonto —dijo mi padre—. Una fortuna como ésa compensa la oscuridad de su cuna; en cierto modo, arroja una luz nueva sobre ella. A cambio, tú puedes ofrecerle tu apellido.
          No le contesté; empezó a perorar sobre los méritos de la muchacha como hablan los tratantes de un caballo, y me sorprendió descubrir lo mucho que la había observado, cuando yo creía que no había dedicado un solo pensamiento a la hija del párroco. Al final, le dije que consideraría muy poco elegante por mi parte ir a pedir la mano de Alkmene al enterarme de su herencia, cuando nunca había dado a su familia el menor motivo para que supusiese que podía hacer una cosa así. Mi padre repitió que era tonto, y nos acaloramos en nuestra discusión. Por último declaró que si yo era lo bastante imbécil como para rechazar mi suerte, iría él en persona y la pediría en matrimonio para sí.
          Me avergüenza decir que efectivamente lo hizo, y de la manera más estúpida. Mandó aparejar el tiro de cuatro caballos que apenas utilizaba y se fue a la casa parroquial a pedir la mano de Alkmene. Lo que sucedió en la entrevista no lo sé. Puede que mi padre consiguiera explicar con claridad al párroco y a su esposa el motivo de su visita. Pero aun después de su fracaso, siguió estudiando las mejoras y embellecimientos que podían hacerse en sus tierras con el dinero de la muchacha. Me cansaban y aburrían tanto sus desvaríos que me marché otra vez sin haber visto a Gertrud ni a Alkmene.
          La siguiente noticia que recibí de casa fue que el párroco había muerto. Hacía muchos años que su salud era frágil; el viaje a Copenhague en pleno invierno le había agotado. Cogió un resfriado que desembocó en una neumonía. En su funeral, me impresionó el profundo pesar que manifestaron todos los feligreses por su párroco. Gertrud, en su gran aflicción y dolor, me habló de su paciencia durante la enfermedad, y cómo, en su lecho de muerte, le había parecido tener una súbita y espléndida revelación, y exclamó que ahora comprendía los caminos del Señor. Me enseñó un periódico que había recibido de Copenhague. Contenía una reseña necrológica de su marido, con tan encendidas alabanzas a su persona y sobre el papel que, de haber tenido ambición, podía haber desempeñado en el escenario del mundo, y sobre su talento en su juventud, que incluso me sorprendió a mí, que tenía un elevado concepto de él. El artículo iba sin firma, pero ella y yo pensamos que lo había escrito su viejo amigo el profesor.
          Unos meses después, durante su año de cortesía en la casa parroquial, Gertrud se marchó a visitar a una hermana suya enferma. Mi padre, al mismo tiempo, se había ido a Pyrmont por motivos de su gota. Alkmene se quedó sola en la casa parroquial, como yo en la mansión. Entonces me mandó recado de que fuese a visitarla.
          Tenía ahora quince años; estaba alta para su edad, pero delgada, y muy parecida a la primera vez que llegó a la casa parroquial. Me dijo:
          —¿Te acuerdas, Vilhelm, de que me prometiste que si alguna vez te pedía un favor importante me lo harías?
          Recordé aquella ocasión y le pregunté qué quería de mí.
          —Quiero ir a Copenhague —dijo—, y tienes que llevarme. Ha de ser ahora, mientras mi madre está ausente. Pero sólo quiero estar allí un día.
          No era una empresa fácil. Con el viaje de ida y vuelta, estaríamos ausentes una semana, y nadie debía vernos. Pero Alkmene estaba decidida, y, puesto que le había dado ya mi palabra, ahora no podía negarme a ayudarla. Pensé también que sería una aventura deliciosa. Así que accedí a lo que me pedía. Primero se marchó ella a Vejle, y allí, de madrugada, me reuní con ella en la parada de la diligencia. Afortunadamente, ni en Vejle ni después nos encontramos, entre los pasajeros, con nadie conocido.
          Era el mes de mayo. El campo por el que viajábamos estaba recién desplegado y verde; los bosques daban una sombra suave y delicada. Las madrugadas eran frescas, y todo estaba cubierto de rocío; pero las alondras volaban ya en el cielo. Cuando nos detuvimos en Soro, oímos al ruiseñor en el atardecer primaveral. Ahora que evoco ese viaje me parece que por entonces había decidido casarme con Alkmene, si ella accedía; porque iba sumamente preocupado por su buen nombre. En todas partes decía que la preciosa muchacha era mi hermana, y no había nada en nuestra actitud que hiciese dudar a la gente de mi palabra. Pero yo tenía el corazón inundado de un placer y una emoción más grandes que los de un hermano. Pensaba que jamás había sido feliz hasta ahora. Imaginaba cómo en el futuro viajaríamos juntos a menudo. La muchacha acogía los rápidos cambios de escenario con la avidez de un niño. El mar en especial, cuando cruzamos el Gran Belt al segundo día, con sol y una brisa ligera, la llenó de asombro y alegría. Sólo el misterio de nuestro destino y algo que asomaba a veces a su semblante me producían una vaga inquietud.
          Yo había estado en Copenhague más de una vez. Antes de llegar había hecho las reservas en el hotel donde íbamos a alojarnos. Era un establecimiento tranquilo. Entramos en la ciudad por la tarde. Alkmene iba mirando a la gente de la calle y los vestidos de las mujeres, pero no decía nada.
          Después de cenar en el hotel, le pedí que me contase por qué había ido a Copenhague. Entonces ella sacó de su bolsa el periódico que Gertrud me había enseñado tras la muerte del párroco y dijo:
          —He venido por esto.
          En la última página había una noticia sobre un famoso asesino llamado Ole Sjaelsmark, al que iban a ejecutar en el terreno comunal del norte de Copenhague. El periódico informaba de que el público tendría acceso a la ejecución. También daba la fecha y la hora: era a la mañana siguiente.
          Al leer la noticia, un miedo tremendo se apoderó de mí. Vi y comprendí claramente que las fuerzas entre las que me había estado moviendo eran más poderosas y formidables de lo que yo había sospechado, y que mi propio mundo podía estar a punto de hundirse bajo mis pies. Le dije a la muchacha:
          —Será una escena horrible. Mucha gente sostiene que es una costumbre bárbara dejar que la multitud convierta en diversión el suplicio y la muerte de un hombre, por espantosas que sean las cosas que haya hecho.
          —No —dijo ella—; no es una diversión. Es una advertencia a los que pueden estar a punto de hacer lo mismo; a los que ninguna otra cosa los puede advertir, el ver la muerte de este hombre los contendrá de llegar a ser como él. Mi padre —prosiguió— me leyó una vez un poema sobre una niña a la que cortaron la cabeza. Recuerdo lo que decía:

       Sobre cada cabeza ha temblado
       la hoja que ahora tiembla sobre la mía.

       »Pues únicamente Dios lo sabe todo —dijo—. Y ¿quién puede decir de sí mismo: “De esa acción jamás podría yo haber sido culpable”?
          Por la madrugada nos dirigimos Alkmene y yo en coche al terreno comunal del norte, que estaba bastante lejos. Junto al patíbulo había reunida ya una gran multitud, la mayoría gente tosca y vulgar; pero había entre ella muchas mujeres, algunas de las cuales habían llevado incluso a sus hijos. Al abrirnos paso entre la muchedumbre, se quedaban mirando a la grácil y mortalmente pálida muchacha que yo conducía del brazo. Pero a continuación volvían los ojos otra vez hacia donde se alzaba la espantosa construcción, con el verdugo y su ayudante ya esperando.
          Cuando la carreta, con el condenado y el capellán de la prisión, se acercaba despacio por encima de las cabezas de la gente, Alkmene se puso a temblar tan violentamente que la rodeé con mis brazos; lo cual, aunque me sentía aterrado y sobrecogido, me produjo un dulce contento. El asesino pasó sentado con la cara vuelta hacia nosotros. Por un instante, me pareció que sus ojos buscaban el rostro de la muchacha. El capellán subió al patíbulo con él, y allí le cogió la mano y le habló, antes de mandarle que se arrodillase delante del tajo; luego se hizo atrás para dejar que el verdugo ocupase su sitio. Un instante después cayó el hacha.
          Pensé que Alkmene se desmayaría, pero se mantuvo de pie. La multitud se agolpó ahora alrededor del patíbulo, muchos de ellos para mojar trozos de tela en la sangre, que según la creencia popular curaba la epilepsia; pero nosotros nos marchamos.
          Yo no había dormido esa noche, y el espantoso espectáculo me había puesto de punta los pelos de la cabeza. Iba sosteniendo a la muchacha, pero no encontraba qué decirle. En nuestro camino de regreso, mientras se hacía más de día, me acordé de los planes que me había hecho durante el viaje de enseñarle la ciudad, y me reí de mi penoso papel: era un asno. No obstante, le dije que antes de marcharnos —pues le había prometido llevarla de regreso esa misma tarde— debíamos ver el palacio real. Así que dejamos nuestro carruaje en la casa de alquiler de coches y nos dirigimos allí a pie. No pude por menos de observar lo bien que iba ella por la calle, con qué gracia y dignidad andaba, con su sombrero y su vestido pueblerinos. Y al detenernos ante el palacio, y verla contemplarlo gravemente, pensé que había nacido para vivir en un lugar como aquél.
          Estando allí, pasó un anciano con un gran ramo en la mano, miró a la muchacha, y cuando se había alejado ya un trecho, dio media vuelta y volvió a pasar y a mirarla. Le reconocí, aunque estaba muy viejo y encorvado, e iba teñido y pintado: era el profesor. Observé que nos seguía a cierta distancia por las calles; y cuando entramos en el hotel, se quedó enfrente, mirando hacia todas las ventanas. Pensé: «Ahora irá a llevarle el ramo a quien sea, y luego volverá. Pero entonces, como le he prometido a Alkmene, ya nos habremos ido».
          En el hotel me encontré casualmente con un conocido que me habló de un barco que zarpaba para Vejle esa misma tarde. Pensé que sería más fácil hacer el viaje por mar; además, no me apetecía regresar por el mismo camino que habíamos hecho de ida. Así que, al marcharnos del hotel, nos dirigimos al puerto.
          Tuvimos una agradable tarde de primavera, con un suave vientecillo del sur, durante nuestra travesía hasta el Sound. Íbamos sentados en cubierta contemplando la costa; vimos surgir unas cuantas luces en los litorales sueco y danés, y seguimos allí casi toda la noche. Alkmene se había quitado el sombrero y se había atado el chal alrededor de la cabeza. Cuando pasamos frente a Elsinor y el castillo de Kronborg, salió la luna.
          Le dije:
          —Alkmene, he pensado que podríamos unir completamente nuestras vidas.
          —¿Eso has pensado? —dijo ella—. Pues ahora ya es tarde para hablar de eso.
          —Nunca ha habido nada, en realidad, que me hiciera dudar de que fuera factible —dije.
          —No —dijo ella—; ahora he aprendido que hay muchas maneras de ver las cosas. Tú hablas de mi vida ahora. Pero antes, cuando era el momento, no intentaste aprovecharlo.
          —Sin embargo, quiero preguntarte una cosa —dije—. ¿Sabías que te he querido desde siempre?
          —¿Que me has querido? —dijo ella—. Todos querían a Alkmene. Tú no la ayudaste. ¿No sabes, no supiste siempre, que todos se ponían en su contra, todos?
          Medité un momento sus palabras.
          —Para mí, no era en serio —dije—; lo hacían sólo por bromear. Creo incluso que lo sentía por ellos. Siempre pensé que eras la más fuerte.
          —Sí, pero no era así —dijo ella—. Eran ellos los más fuertes. No podía ser de otra manera, cuando eran tan buenos y cuando siempre tenían razón. Alkmene estaba sola. Y cuando se murieron, y la obligaron a presenciarlo, ya no pudo volver a levantarse más contra ellos. Alkmene no pudo encontrar otra salida que morir también.
          Se quedó callada, inmóvil; parecía muy pequeñita en la cubierta del barco.
          —¿Y no te sale, siquiera —me preguntó—, decir ahora «pobre Alkmene»?
          Lo intenté, pero no me salió.
          —¿Recordarás —le pregunté por fin— que soy tu amigo?
          —Sí —dijo—, siempre recordaré que me has llevado a Copenhague, Vilhelm. Has sido muy bueno.
          La dejé en su casa a los dos días, y nadie de la parroquia pensó sino que había estado con sus amigos de Vejle todo el tiempo.
          Poco después, mi padre me escribió diciendo que me reuniese con él en Pyrmont, dado que estaba enfermo y no se atrevía a emprender el viaje de regreso solo. Pensé que no tenía nada que hacer en Norholm; así que fui. En Pyrmont, mi padre y yo tuvimos sendas cartas de Gertrud, en las que nos comunicaba su decisión de dejar la casa parroquial antes de finalizar su año de cortesía. Pues su hija había comprado tierras en la región oeste con una pequeña granja para criar ovejas. Gertrud no era ninguna gran escritora de cartas. A mi padre le escribía en tono humilde y agradecido. Pero en mi carta leí, entre líneas, una demanda de explicación; ¿por qué las cosas habían tomado el curso que habían tomado? Había, también, una angustia muda, como si, en el fondo, tuviese miedo de abandonar su casa y salir al mundo a solas con su hija. No veía yo cómo podía tranquilizarla. Le contesté, le di las gracias por su amabilidad conmigo durante tantos años y me despedí.
          No me queda mucho más que contar de esta historia sobre Alkmene.
          Dieciséis años después de nuestro viaje a Copenhague, una cuestión de negocios me llevó al oeste, a la región donde se encontraba la granja de Alkmene. Mi camino pasaba cerca de ella. Pensé que podía visitarla, y tomé el estrecho e incómodo camino hasta la casa.
          Iba por un paisaje extenso, solitario, con marjales, charcas y largas colinas. Era un día de finales de agosto; las nubes estaban bajas; había llovido, pero hacia el atardecer se levantó viento, y la puesta de sol era espléndida. En el camino me crucé con una carreta tirada por bueyes y cargada de sacos; supuse que serían lana de Alkmene. La granja, cuando llegué, tenía un enorme granero y algunos establos, con varios almiares alrededor. La casa propiamente dicha era un edificio largo, bajo y con techumbre de paja. Todo estaba meticulosamente ordenado, aunque era muy pobre. Un viejo y algunos niños se quedaron mirándome, como si fuese raro ver visitas por allí. Al llegar con mi coche ante la puerta, salió del establo una campesina con los pies descalzos y un pañuelo alrededor de la cabeza: era la propia Gertrud.
          Había envejecido. Ya no tenía la cintura esbelta y el busto redondo, sino que era ancha como un montón de leña. Tenía la cara huesuda y curtida, como si todas sus pequeñas pecas se hubiesen fundido en una sola, y había perdido un diente o dos. Pero aún era de pies ligeros y ojos claros, una vieja granjera tiesa y cordial.
          En la casa solitaria, cualquier visita habría sido bien acogida; pero al verme, Gertrud se alegró como si fuese su hijo. Estaba sola en la granja, me dijo. Alkmene había ido a Ringkobing a llevar lana y meter dinero en el banco... En efecto, debí de cruzarme con ella en el camino. Me hizo pasar a la mejor habitación, que evidentemente no se utilizaba jamás, y fue a hacer café, el cual sacó con aire solemne de una cajita secreta que guardaba detrás del armario. Mientras esperaba, eché una mirada a mi alrededor. Todo estaba limpio, aunque era muy pobre. Pensé en el pasado, en la niña que había conocido entonces, y me invadió una especie de terror.
          Durante nuestro café, hablamos de los viejos tiempos. Gertrud guardaba un recuerdo vivo de las personas y los lugares, pero los acontecimientos se le habían vuelto borrosos. Confundía su orden sucesivo, como si hiciese mucho tiempo que no los recordara ni hablara de ellos. Me preguntó si me había casado. Le dije que había estado prometido con mi prima de Rugaard, pero que al morir mi padre acordamos romper nuestro compromiso.
          Después, nos pusimos a hablar de la granja y de las ovejas. Me pidió consejo a propósito de una oveja enferma, acordándose de cómo había atendido la vaca de la casa parroquial. Les iba bien a ella y a la hija, dijo, después de unos primeros años en que habían cometido errores y las habían engañado. Habían aumentado el ganado, y cada mes Alkmene iba a Ringkobing a meter dinero en el banco. Pero aún seguían trabajando con tesón, de sol a sol, sin permitirse malgastar nada. Encontraban muy poca ayuda en el viejo que tenían como único peón. Gertrud se animó hablando de sus ovejas; le asomaban dos rosas en las mejillas, y empleaba un lenguaje atrevido, directo, que yo no le había oído antes. Pensé que las ovejas y el paisaje habían devuelto a Gertrud a su niñez y adolescencia, y que me encontraba, en realidad, ante la joven campesina de la que mi antiguo preceptor se había enamorado. En este sentido, también, su hija había ocupado el lugar de su madre; hasta el punto de permitirse el pequeño engaño, cuando la tenía de espaldas, de la cajita secreta de café.
          Había oído hablar mucho de la tacañería de Alkmene. Durante estos dieciséis años, la rica mujer de la granja solitaria se había convertido en una especie de mito en la región, y la gente le tenía un poco de miedo: pensaban que estaba loca. Todo cuanto me rodeaba aquí confirmaba dichos rumores. Entonces me di cuenta de lo viejos que nos habíamos hecho: el mundo me parecía un lugar infinitamente triste, y me pregunté, a la vez con tristeza y humor, si no encontraría Gertrud buena intención, y algo que hacer, también, en el infierno.
          Le pregunté a Gertrud qué pensaban hacer con el dinero que ahorraban cada mes. Ella eludió la pregunta con indulgencia, como si yo fuese un niño.
          —Habría estado muy bien que mi pobre padre hubiese tenido ese dinero en el banco, ¿verdad? —dijo.
          Cuando, al cabo de un rato, volví a la carga, decidió sermonearme un poco:
          —El mundo es, desde luego, un lugar peligroso, Vilhelm —dijo—; y ¿qué otra cosa encontraremos mejor en él que el trabajo duro y honrado que el Señor nos ha mandado que hagamos? No debemos preguntar.
          Sin embargo, mi comentario había tocado un tema al que ella concedía, quizá sin proponérselo, mucha importancia. Se quedó meditando, y al cabo de un rato me confesó que Mene era demasiado austera para sí misma, y muy benévola para con su madre. No pude por menos de coincidir con ella; pero le dije que era demasiado severa consigo misma.
          Gertrud me miró; la red de delicadas arrugas de su cara se contrajo. En sus ojos brillaron un momento dos lágrimas menudas. Me cogió la mano y me la apretó.
          —¿Sabes una cosa, Vilhelm? —dijo—. ¡No lleva camisa!


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