Isak Dinesen
(1885–1962)


Las perlas
“The pearls”
(Vinter-eventyr, 1942)
Cuentos de invierno (1942)


      Hace unos ochenta años, un joven oficial de la guardia real, último hijo de una vieja familia campesina, se casó en Copenhague con la hija de un rico comerciante en lanas cuyo padre había sido vendedor ambulante y había llegado de Jutlandia a la capital. En aquel tiempo, un matrimonio así era algo insólito. Dio mucho que hablar, e hicieron una canción sobre él que se cantó en las calles.
          La novia tenía veinte años y era una belleza, una muchacha alta, de cabello negro y color de piel encendido, con una distinción en su persona como si estuviese toda tallada en madera. Tenía dos viejas tías solteronas, hermanas de su abuelo el vendedor ambulante, a quien la creciente fortuna de la familia paró en seco en una carrera de arduo trabajo y de ahorro, y le obligó a permanecer lujosamente sentado en un salón. Cuando la mayor de las dos se enteró del compromiso matrimonial de su sobrina, fue a hacerle una visita, y en el curso de la conversación le contó una historia:
          —Cuando yo era niña, cariño —dijo—, el joven barón Rosenkrantz se prometió con la hija de un rico orfebre. ¿Te lo han contado alguna vez? Tu bisabuelo le conocía. El novio tenía una hermana gemela que era dama de la corte. Un día, la hermana fue a casa del orfebre a visitar a la novia. Al marcharse, ésta le dijo a su enamorado: «Tu hermana se ha reído de mi vestido, y también porque al hablarme en francés, no he sabido contestar. Tiene un corazón de piedra, me he dado cuenta. Si queremos ser felices, no debes volver a verla nunca más; no podría soportarlo». El joven, para consolarla, le prometió no volver a ver más a su hermana. Poco después, un domingo, llevó a la joven a comer con su madre. Cuando regresaban en el coche, le dijo a su prometido: «Tu madre tenía lágrimas en los ojos al mirarme. Esperaba otra esposa para ti. Si me amas, tienes que romper con ella». Otra vez prometió el joven enamorado hacer lo que le pedía, aunque le costó mucho, pues su madre era viuda y él era su único hijo. Esa misma semana, el joven mandó a su criado con un ramo para su prometida. Al día siguiente le dijo ella: «No puedo soportar la expresión de tu criado cuando me mira. Debes despedirle a primeros de mes». «Mademoiselle —dijo el barón Rosenkrantz—, no puedo tener una esposa que se deja impresionar por la expresión de un criado. Aquí tiene usted su anillo. Adiós para siempre».
          La anciana, mientras hablaba, mantenía sus ojillos relucientes fijos en la cara de su sobrina. Poseía un carácter enérgico, hacía mucho tiempo que había decidido vivir para los demás, y se había erigido en conciencia de la familia. Pero, carente de esperanza o de temores propios, era en realidad un viejo y vigoroso parásito moral del clan entero, y en especial de los miembros más jóvenes. Jensine, la prometida, era una criatura joven, llena de vitalidad y huésped gratificante para su parásito. Además, la joven y la vieja solterona tenían cualidades comunes. Ahora, la muchacha sirvió el café con el semblante sereno; pero por dentro estaba furiosa, y se decía a sí misma: «Tía Maren me pagará esto». No obstante, como solía ocurrir, la admonición de la tía caló hondamente en ella, y la meditó en su corazón.
          Después de la boda en la catedral de Copenhague, un hermoso día de junio, la pareja de recién casados se marchó a Noruega en viaje de novios. En aquel entonces hacer un viaje a Noruega era una empresa romántica, y las amigas de Jensine le preguntaron por qué no iban a París; pero a ella la atraía la idea de iniciar su vida de casada lejos de la civilización y a solas con su marido. No necesitaba ni quería impresiones o experiencias nuevas. Y añadió para sus adentros: «Que Dios me ayude».
          Los cotilleos de Copenhague decían que el novio se había casado por dinero y la novia por el apellido; pero todos se equivocaban. El matrimonio tuvo una motivación amorosa, y la luna de miel fue, técnicamente, un idilio. Jensine jamás se habría casado con un hombre al que no amase; sentía un gran respeto por el dios del amor, y ya llevaba unos años elevándole diariamente una pequeña oración: «¿Por qué tardas?». Ahora pensaba que quizá le había concedido de veras lo que ella le pedía, y que los libros le habían facilitado muy poca información sobre la verdadera naturaleza del amor.
          El paisaje de Noruega, en el que tuvo su primera experiencia de la pasión, contribuyó a hacer más abrumadoras sus impresiones. La Naturaleza estaba en su momento más glorioso. El cielo era azul, el cerezo silvestre florecía por todas partes e impregnaba el aire de una fragancia dulce y amarga, y las noches eran tan claras que se podía leer a medianoche. Jensine, con crinolina y un bastón de montañero, subía por numerosos y empinados senderos del brazo de su marido... o sola, ya que era fuerte y andariega. Se quedaba de pie, en lo alto de las cimas, con las ropas azotadas a su alrededor, y pensaba y pensaba. Había vivido siempre en Dinamarca, y un año en un internado en Lübeck, y su noción de la tierra era que debía de extenderse horizontalmente, plana y ondulada, a sus pies. Pero en estas montañas, extrañamente, todo parecía elevarse de manera vertical, como se levanta un gran animal sobre sus patas traseras, no se sabe si para jugar o aplastarla a una. Estaba más arriba de lo que había estado nunca, y el aire se le subía a la cabeza como el vino. Y hacia donde miraba, veía correr el agua, precipitarse desde las montañas inmensas a los lagos, en plateados arroyos o en rugientes cascadas nimbadas por el arco iris. Era como si la Naturaleza misma llorase, o riese, en voz alta.
          Al principio, todo esto resultaba tan nuevo para ella que sentía que sus viejas nociones del mundo se henchían en todas direcciones, como se henchían su falda o su chal. Pero no tardaron en converger sus impresiones en una sensación de la más profunda alarma, en un pánico como jamás había experimentado.
          Se había educado en un ambiente de prudencia y previsión. Su padre era un honrado comerciante a quien le asustaba perder dinero y perder clientes. Algunas veces, este doble riesgo le había sumido en la melancolía. Su madre había sido una joven temerosa de Dios, miembro de una secta pietista; sus dos viejas tías eran personas de principios morales estrictos, atentas a las opiniones del mundo. En casa, Jensine se había considerado a veces un espíritu atrevido, y había anhelado la aventura. Pero en este paisaje impresionantemente romántico, cogida por sorpresa, y abrumada por las fuerzas violentas, desconocidas y formidables que se agitaban en su corazón, miraba en torno suyo en busca de apoyo. ¿Dónde debía buscarlo? Su joven marido, que la había traído aquí, y con el que estaba a solas, no la podía ayudar. Muy al contrario, era la causa de la turbulencia que se agitaba en su interior, y se encontraba también, a los ojos de ella, particularmente expuesto a los peligros del mundo exterior. Pues muy poco después de la boda, Jensine se dio cuenta —como sin duda sabía ya, vagamente, desde que se conocieron— de que era un ser humano totalmente carente, e incapaz, de temor.
          Había leído historias sobre héroes en los libros, y los había admirado de todo corazón. Pero Alexander no era como los héroes de los libros. No desafiaba o vencía los peligros de este mundo, sino que ignoraba su existencia. Para él, las montañas eran un patio de recreo, y todos los fenómenos de la vida, el amor incluido, eran sus compañeros de juego. «Dentro de cien años, cariño —le decía a Jensine—, todo dará igual». No podía imaginar cómo se las había arreglado para vivir hasta ahora; pero sabía que su vida había sido, en todos los sentidos, distinta de la de ella. Ahora se daba cuenta con horror de que aquí, en un mundo de alturas y profundidades insospechadas, estaba en manos de una persona totalmente ignorante de la ley de la gravedad. En tal situación, sus sentimientos respecto a él se intensificaron, transformándose a la vez en una profunda indignación moral, como si la hubiese traicionado deliberadamente, y en una extrema ternura, como la que habría sentido por un niño desamparado y abandonado. Éstas eran las dos pasiones más fuertes de que su naturaleza era capaz; se aceleraron en su interior, y se convirtieron en una posesión. Recordó el cuento del niño que es enviado al mundo para que aprenda a tener miedo, y decidió que, por ella misma y por él, para su autodefensa, y para protegerle y salvarle a él también, debía enseñar a su marido a tener miedo.
          Alexander no sabía nada de lo que ocurría en el interior de su mujer. Estaba enamorado de ella, y la admiraba y la respetaba. Era inocente y pura; provenía de una estirpe de personas capaces de hacer fortuna con su ingenio; hablaba francés y alemán, y sabía geografía e historia. Y sentía por todas estas cualidades una veneración religiosa. Estaba preparado para descubrir sorpresas en ella, ya que no se conocían a fondo y no habían estado a solas en una habitación más que tres o cuatro veces antes de la boda. Además, él no pretendía comprender a las mujeres, y consideraba más bien que su imprevisibilidad formaba parte de su gracia. El malhumor y los caprichos de su joven esposa le confirmaban su convicción, que ella le había inspirado al conocerse, de que era lo que él necesitaba en la vida. Pero quería hacerla su amiga, porque pensaba que no había tenido un amigo de verdad. No le hablaba de sus aventuras amorosas del pasado —en realidad, no habría podido hablarle de ellas aunque hubiese querido—, pero en otros terrenos le contaba cuanto podía recordar de sí mismo y de su vida. Un día le confesó cómo había jugado en Baden-Baden, arriesgando hasta el último céntimo, y había ganado. Ignoraba que ella pensó para sus adentros: «En realidad, es un ladrón; o si no, ha recibido bienes robados, así que no es mejor que un ladrón». Otras veces se reía de las deudas que había tenido, y de sus apuros para evitar encontrarse con su sastre. Todo esto sonaba realmente extraño a los oídos de Jensine. Porque para ella las deudas eran una abominación; y que él hubiera vivido entrampado sin angustiarse, confiando en que la fortuna pagase sus deudas, le parecía contra natura. Sin embargo, ella, la muchacha rica con la que él se había casado, pensaba, había llegado a tiempo, como servicial instrumento de la fortuna, para justificar su confianza a los ojos de su mismo sastre. Le habló de un duelo que había tenido con un oficial alemán y le enseñó la cicatriz que le había dejado. Cuando finalmente la tomó en sus brazos, arriba en las cumbres, con el cielo como testigo, Jensine exclamó en su interior: «Si es posible, aparta de mí este cáliz».
          Cuando Jensine se dispuso a enseñar a su marido a tener miedo, tuvo presente el cuento de tía Maren, y se prometió a sí misma no pedir tregua nunca, y dejar que lo hiciera él. Como la relación entre los dos era para ella el factor central de la existencia, era natural que tratase primero de asustarle con la posibilidad de perderla. Era una muchacha sencilla y recurría a procedimientos sencillos.
          A partir de entonces se volvió más imprudente que él en las ascensiones. Se colocaba en el borde de un precipicio, apoyada en su sombrilla, y le preguntaba cómo era de profundo. Se balanceaba en estrechos y frágiles puentes, por encima de torrentes espumeantes, sin parar de parlotear. Salió a remar al lago, en una pequeña barquichuela, un día de tormenta. Por la noche soñaba con los peligros del día, y se despertaba gritando, de manera que él la cogía en sus brazos para tranquilizarla. Pero de nada servían estas temeridades. Su marido estaba encantado y sorprendido ante su transformación de modesta doncella en valquiria. Lo atribuyó a la influencia de la vida de casada, y se sintió no poco orgulloso. Ella misma, al final, se preguntó si no la empujaban a estas hazañas el orgullo y las alabanzas de él, tanto como su propia decisión de conquistarle. Entonces se irritó consigo misma, y con todas las mujeres, y se compadeció de él y de todos los hombres.
          A veces, Alexander salía a pescar. Estas ocasiones las aprovechaba Jensine para estar sola y ordenar sus pensamientos. Entonces la joven esposa vagaba solitaria, figura minúscula en los montes, con su vestido de tela escocesa. Una o dos veces, durante estos paseos, pensó en su padre, y el recuerdo de su ansiosa preocupación por ella hizo que le asomasen lágrimas a los ojos. Pero las reprimió: debía estar sola para aclarar cuestiones de las que él no podía saber nada.
          Un día que estaba sentada en una piedra, descansando, se acercaron unos niños que cuidaban ganado y se la quedaron mirando. Les llamó y les dio unos caramelos que llevaba en su pequeño bolso. A Jensine le habían entusiasmado sus muñecos, y hasta donde una jovencita pudorosa de la época se atrevía, había deseado tener hijos propios. Ahora pensó con súbito terror: «¡Jamás tendré hijos! ¡Mientras tenga que mostrarme fuerte frente a él de esta manera, jamás tendré un hijo!». Este pensamiento la afligió tan profundamente que se levantó y se fue.
          En otro de sus paseos solitarios le vino a la cabeza el recuerdo de un joven de la oficina de su padre que había estado enamorado de ella. Se llamaba Peter Skov. Era un brillante joven de negocios, y le conocía de toda la vida. Ahora recordó cómo, cuando tenía el sarampión, se sentaba a leerle todos los días, y cómo la acompañaba cuando salía a patinar, y le preocupaba que ella pudiese resfriarse, o caerse, o chocar con el hielo. Desde donde se había detenido podía ver la minúscula figura de su marido a lo lejos. «Sí —pensó—, es lo mejor que puedo hacer. Cuando vuelva a Copenhague, entonces, por mi honor, que aún es mío —aunque le asaltaron dudas sobre este particular—, Peter Skov será mi amante».
          El día de la boda Alexander le había regalado a su esposa un collar de perlas. Pertenecieron a su abuela, que había llegado de Alemania, y fue una belleza y un bel esprit. Se lo había legado a él para que se lo regalase a su futura esposa. Alexander le había hablado mucho a Jensine de su abuela. Se había enamorado de ella, le dijo, porque se parecía un poco a su abuela. Le pidió que llevase siempre este collar. Jensine nunca había tenido un collar de perlas, y estaba orgullosa del suyo. Últimamente, en que tan a menudo había tenido necesidad de apoyo, había adquirido la costumbre de retorcer el collar, y tirar de él con los labios.
          —Si sigues haciendo eso —dijo un día Alexander—, romperás el hilo.
          Ella le miró. Fue la primera vez que le vio presagiar el desastre. «Quería a su abuela —pensó ella—; ¿o es que ha de estar muerta una para tener peso para este hombre?». Desde entonces pensaba a menudo en la anciana. Ella, también, procedía de un medio propio y había sido una extraña en la familia y el círculo de amistades de su marido. Se las había arreglado para conseguir del abuelo de Alexander este collar de perlas, y que la recordasen por él durante generaciones. ¿Eran las perlas, se preguntó, un símbolo de victoria o de sumisión? Jensine llegó a considerar a la abuela como su mejor amiga en la familia. Le habría gustado hacerle una visita como nieta y confiarle sus tribulaciones.
          La luna de miel estaba llegando a su fin, y esta guerra extraña, cuya existencia sólo conocía uno de los beligerantes, no había llegado a ninguna conclusión. Los dos jóvenes estaban tristes de tener que marcharse. Sólo ahora se daba cuenta plenamente Jensine de la belleza del paisaje que la rodeaba, porque al final lo había convertido en su aliado. Aquí, pensaba, los peligros del mundo eran evidentes, estaban siempre a la vista. En Copenhague, la vida parecía segura, pero podía revelarse aún más temible. Pensó en su preciosa casa, esperándola allí, con cortinas de encaje, arañas y armarios de ropa blanca. No tenía ni idea de cómo sería la vida en ella.
          La víspera del día en que debían embarcar estaban en un pueblecito desde donde quedaban seis horas de viaje en carruaje hasta el embarcadero donde atracaba el vapor. Habían salido antes del desayuno. Al sentarse Jensine y desatarse el sombrero, se le enganchó la pulsera en el collar, y se le desparramaron todas las perlas por el suelo como si hubiese estallado en una explosión de lágrimas. Se agachó Alexander y, a medida que las recogía una a una, se las iba poniendo a ella en el regazo.
          Jensine sintió una especie de dulce pánico. Había roto lo único en el mundo que le había dado miedo romper. ¿Qué presagio anunciaba para ellos?
          —¿Sabes cuántas eran? —preguntó a Alexander.
          —Sí —dijo él desde el suelo—; mi abuelo le regaló el collar a mi abuela al celebrar sus bodas de oro, con una perla por cada uno de sus cincuenta años. Pero después fue añadiendo una cada año, por el cumpleaños de ella. Hay cincuenta y dos. Es fácil de recordar: es el número de cartas de la baraja.
          Por último las tuvieron todas, y las envolvieron en el pañuelo de seda de él.
          —Ahora no me las podré poner hasta que estemos en Copenhague —dijo Jensine.
          En aquel momento entró la patrona con el café. Observó la catástrofe, e inmediatamente se ofreció a ayudarles. El zapatero del pueblo, dijo, podía arreglarles el collar. Hacía dos años, un señor inglés y su esposa habían visitado las montañas con un grupo; y cuando a la joven señora se le rompió su collar de perlas de la misma manera, él se las había ensartado a su completa satisfacción. Era un honrado viejecito, aunque muy pobre y tullido. De joven se había perdido en los montes, en medio de una tormenta de nieve; lo encontraron dos días después, y le tuvieron que cortar los pies. Jensine dijo que le llevaría las perlas al zapatero, y la patrona le indicó la dirección de su casa.
          Fue sola, mientras su marido ataba con correas el equipaje, y encontró al zapatero en su pequeño y oscuro taller. Era un viejecito flaco, con delantal de cuero, y una sonrisa tímida y astuta en su rostro agobiado por largos sufrimientos. Jensine contó las perlas y las depositó gravemente en sus manos. Él las miró, y prometió tener arreglado el collar para el día siguiente a mediodía. Después de acordar el precio, siguió sentada en una silla pequeña, con las manos en el regazo. Por decir algo, le preguntó cómo se llamaba la señora inglesa a la que se le había roto el collar también; pero el zapatero no se acordaba.
          Jensine paseó la mirada por la habitación. Era pobre; carecía de muebles y tenía un par de estampas religiosas clavadas en la pared. Extrañamente, tuvo la impresión de haber vuelto a casa. Un hombre honrado, tratado con dureza por el destino, había pasado largos años en este cuchitril. Era un sitio donde se trabajaba, se soportaban con paciencia las preocupaciones y se afanaba uno por el pan de cada día. Jensine estaba tan cerca todavía de sus libros de colegio que los recordaba todos; y ahora empezó a pensar en lo que había leído sobre los peces de las profundidades, tan acostumbrados a soportar el peso de miles de brazas de agua que si saliesen a la superficie reventarían. ¿Era ella, se preguntó, un pez de las profundidades que sólo se sentía a gusto bajo la presión de la existencia? ¿Y su padre, su abuelo, y sus antecesores, lo habían sido también? ¿Qué debía hacer un pez de las profundidades, siguió pensando, si se casaba con uno de esos salmones que había visto saltar en las cascadas? ¿O con un pez volador? Se despidió del zapatero y se fue.
          Cuando regresaba divisó a un hombre bajo y corpulento, con sombrero negro y abrigo, que caminaba con paso vivo. Recordó haberle visto anteriormente, incluso creía que se alojaba en la misma casa que ella. Había un banco en el sendero desde el que se dominaba una vista magnífica. El hombre de negro se sentó en él, y Jensine, para quien era su último día en las montañas, se sentó también en el otro extremo. El desconocido se levantó un poco el sombrero a modo de saludo. Jensine le había tomado por una persona de edad, pero ahora vio que no tenía mucho más de treinta años. Su rostro era enérgico, y sus ojos claros y penetrantes. Un momento después se dirigió a ella con una leve sonrisa:
          —La he visto salir del taller del zapatero —dijo—. ¿No habrá perdido una suela en las montañas?
          —No; le he llevado unas perlas —dijo Jensine.
          —¿Le ha llevado perlas? —dijo el desconocido jocosamente—. Eso es lo que voy a recoger de él.
          Jensine se preguntó si no estaría un poco chiflado.
          —Ese viejo —dijo el desconocido— tiene en su casa gran cantidad de nuestros viejos tesoros nacionales, perlas en concreto, cosa que casualmente ando yo recogiendo ahora. En caso de que necesite usted cuentos infantiles, no hay nadie en toda Noruega que pueda facilitarle mejor surtido que nuestro zapatero. Una vez soñó con ser estudiante y poeta, ¿sabe?; pero el destino le asestó un duro golpe, y tuvo que dedicarse al oficio de zapatero.
          Tras una pausa comentó:
          —Me han dicho que usted y su marido han venido de Dinamarca en viaje de novios. No es corriente eso: estas montañas son muy altas y peligrosas. ¿Quién de los dos sugirió venir aquí? ¿Usted?
          —Sí —dijo ella.
          —Claro —dijo el desconocido—. Me lo figuraba: que quizá fuera él el pájaro que se remonta hacia arriba, y usted la brisa que lo lleva. ¿Conoce la cita? ¿Le dice algo?
          —Sí —dijo ella, algo desconcertada.
          —Hacia arriba —dijo él, y se echó hacia atrás, en silencio, con las manos sobre el bastón. Al cabo de un rato prosiguió—: ¡Las cumbres! ¿Quién sabe? Compadecemos al zapatero por la desgracia que le obligó a renunciar a sus sueños de poeta, a la fama y al nombre. ¿Cómo sabemos que no ha sido eso lo mejor? ¡La grandeza, el aplauso de las masas! En efecto, mi joven señora, quizá sea lo mejor que haya renunciado a ellos. Quizá no hubiera podido comprar con ellos, en el mercado corriente, un anuncio de zapatero y el arte de poner suelas. Puede que uno haga bien en deshacerse de ellos a precio de costo. ¿Qué opina usted, señora?
          —Creo que tiene razón —dijo ella despacio.
          El desconocido le dirigió una mirada penetrante con sus ojos azules como el hielo.
          —¿Es ésa su opinión —dijo— en este hermoso día de verano? Zapatero, a tus zapatos. ¿Cree usted que haría mejor uno en dedicarse a confeccionar pociones y píldoras para las personas enfermas y el ganado de este mundo? —rió brevemente—. Es un chiste muy bueno. Dentro de cien años se escribirá en un libro: «Una pequeña señora de Dinamarca le aconsejó que siguiera siendo zapatero. Por desgracia, él no siguió aquel consejo». Adiós, señora, adiós —y tras estas palabras, se levantó y reanudó su paseo.
          Jensine observó cómo se perdía su figura entre las colinas. La patrona había salido a ver si había encontrado al zapatero. Jensine seguía mirando al desconocido.
          —¿Quién es aquel señor? —preguntó.
          La mujer se protegió los ojos con la mano.
          —¡Ah, ya! —dijo—. Es un señor muy culto; un hombre importante. Ha venido a recoger historias y canciones antiguas. En otro tiempo era boticario. Pero tenía un teatro en Bergen, y escribía obras para representarlas en él también. Se llama Herr Ibsen.
          Por la mañana llegó noticia del embarcadero de que el barco iba a llegar antes de lo previsto, y hubo que ponerse en marcha a toda prisa; la patrona mandó a su hijo pequeño a casa del zapatero a recoger las perlas de Jensine. Cuando los viajeros estaban ya sentados en el coche, llegó el chico con las perlas, envueltas en una hoja de libro y ensartadas en un cordón encerado. Jensine las desenvolvió y se dispuso a contarlas, pero lo pensó mejor y se abrochó el collar, sin hacerlo, alrededor del cuello.
          —¿No debías contarlas? —le preguntó Alexander.
          Ella le dirigió una mirada larga.
          —No —dijo.
          Fue callada durante el trayecto. Aún resonaban las palabras de él en sus oídos: «¿No debías contarlas?». Iba sentada a su lado, triunfal. Ahora sabía lo que sentía un triunfador.
          Alexander y Jensine estuvieron de vuelta en Copenhague en una época en que la mayoría de la gente estaba fuera de la ciudad y no había grandes acontecimientos sociales. Pero Jensine recibía visita de muchas esposas de jóvenes militares amigos de él, e iban todos juntos al Tívoli de Copenhague en las noches veraniegas. Todos hacían elogios de Jensine.
          Su casa se hallaba al lado de uno de los viejos canales de la ciudad y daba fachada al museo Thorwaldsen. A veces, de pie junto a la ventana, contemplaba las embarcaciones, y pensaba en Hardanger. En todo este tiempo no se había quitado las perlas ni las había contado. Estaba convencida de que al menos faltaría una. Imaginaba que el peso que notaba en el cuello era distinto del de antes. ¿Cuánto sería, pensaba, lo que había sacrificado por la victoria sobre su marido? ¿Un año, o dos, de su vida de casados, antes de sus bodas de oro? Esas bodas de oro parecían muy lejanas; sin embargo, cada año era precioso; ¿cómo iba a poder desprenderse de uno de esos años?
          En los últimos meses de ese verano la gente empezó a hablar de la posibilidad de una guerra. La cuestión Schleswig-Holstein se había vuelto inminente. Una proclama real danesa, en marzo, había rechazado todas las pretensiones alemanas sobre Schleswig. Ahora, en julio, una nota alemana exigía, so pena de ejecución federal, la retirada de dicha proclama.
          Jensine era una patriota apasionada, y leal al rey, que había dado al pueblo una constitución libre. Estos rumores la pusieron en un estado de gran nerviosismo. Consideraba frívolos a los jóvenes oficiales, amigos de Alexander, por su manera frívola y jactanciosa de hablar sobre el peligro que corría el país. Si quería hablar en serio de la crisis tenía que recurrir a su propia familia. Con su marido era imposible; pero en su fuero interno sabía que él estaba tan convencido de la invencibilidad de Dinamarca como de su propia inmortalidad.
          Jensine se leía los periódicos de cabo a rabo. Un día, en el Berlingske Tidende se tropezó con la siguiente frase: «El momento es grave para la nación. Pero confiamos en la justicia de nuestra causa, y no tenemos miedo».
          Fueron, quizá, las palabras «no tenemos miedo» las que la animaron. Se sentó en una silla junto a la ventana, se quitó las perlas y se las puso en el regazo. Permaneció un momento con las manos entrelazadas sobre ellas, como en oración. Luego las contó. Había cincuenta y tres perlas en el collar. No dio crédito a sus ojos y volvió a contarlas; pero no había error: eran cincuenta y tres y la de en medio era la más gruesa.
          Jensine siguió largo rato sentada en la silla, completamente confundida. Sabía que su madre había creído en el diablo. En este instante, a la hija le ocurrió lo mismo. No la habría sorprendido oír una carcajada detrás del sofá. ¿Se habían confabulado las potencias del universo, pensó, para reírse de una pobre chica?
          Cuando consiguió ordenar otra vez sus pensamientos, recordó que antes de que Alexander le regalase el collar, el viejo joyero de la familia de su marido le había arreglado el cierre. Así que sin duda conocía las perlas, y podía decirle algo al respecto. Pero estaba tan asustada que no se atrevía a ir a verle. Sólo unos días más tarde le pidió a Peter Skov, que pasó a visitarla, que le llevase el collar.
          Volvió Peter y le contó que el joyero se había puesto los lentes para examinar las perlas; y luego, asombrado, declaró que había una más desde la última vez que las había visto.
          —Sí, la que me dio Alexander —comentó Jensine, ruborizándose intensamente ante su propia mentira.
          Peter pensó, lo mismo que el joyero, que era una generosidad barata en un teniente, hacerle un regalo costoso a la rica heredera con la que se había casado. Pero le repitió las palabras del anciano. «El señor Alexander —había declarado— ha demostrado ser un extraordinario entendido en perlas. No vacilaré en declarar que esta sola perla vale tanto como todas las demás juntas». Jensine, aterrada aunque sonriente, le dio las gracias a Peter; aunque éste se marchó con cierta desazón, ya que tenía el convencimiento de que la había molestado o asustado.
          Hacía algún tiempo que Jensine no se sentía bien; y cuando, en septiembre, hubo unos días de tiempo bochornoso y pesado en Copenhague, Jensine palideció y perdió el sueño. Su padre y sus dos viejas tías estaban preocupados por ella, y trataron de convencerla para que fuese a pasar una temporada en la residencia que su padre tenía en Strandvej, en las afueras de la ciudad. Pero Jensine no quiso dejar su casa ni a su marido; ni quería tampoco ponerse bien, pensó, hasta haber llegado al fondo del misterio de las perlas. Una semana después decidió escribir al zapatero de Odda. Si, como Herr Ibsen había dicho, había sido estudiante y poeta, sabría leer, y contestaría a su carta. Le pareció que, en su actual situación, no tenía ningún amigo en el mundo más que a este anciano tullido. Deseó poder volver a su taller, a las paredes desnudas y a la silla de tres patas. Por las noches soñaba que estaba allí. El viejo le había sonreído con dulzura: sabía muchos cuentos infantiles. Quizá sabría consolarla. Sólo durante un momento tembló al pensar que quizá había muerto y entonces no lo averiguaría nunca.
          Durante las semanas siguientes la sombra de la guerra se hizo más densa. Su padre estaba preocupado por las perspectivas, y por la salud del rey Federico. En esta nueva situación, el viejo comerciante empezó a enorgullecerse de que su hija se hubiese casado con un soldado, cosa que antes no podía haber estado más lejos de su pensamiento. Él y las viejas tías mostraron gran respeto por Alexander y Jensine.
          Un día, medio en contra de su voluntad, Jensine le preguntó a Alexander sin rodeos si creía que habría guerra.
          —Sí —contestó él con convencimiento—, habrá guerra. No puede evitarse.
          Siguió silbando una canción de soldados. La visión de la cara de ella le hizo detenerse.
          —¿Te da miedo? —preguntó.
          A Jensine le pareció inútil, incluso indecoroso, explicarle sus sentimientos respecto a la guerra.
          —¿Tienes miedo por mí? —preguntó él otra vez.
          Ella desvió la cabeza.
          —Ser la viuda de un héroe —dijo él— sería el papel más apropiado para ti, cariño.
          A Jensine se le llenaron los ojos de lágrimas, tanto de ira como de dolor. Alexander se acercó y le cogió la mano.
          —Si caigo —dijo—, será un consuelo para mí recordar que te he besado todas las veces que me has dejado —la volvió a besar ahora, y añadió—: ¿Será un consuelo para ti?
          Jensine era una joven sincera. Cuando le preguntaban, trataba de encontrar respuesta veraz. Ahora pensó: «¿Sería un consuelo para mí?». Pero no pudo encontrar la respuesta en su corazón.
          Todo esto dio a Jensine mucho que pensar, así que medio se olvidó del zapatero; y cuando, una mañana, encontró su carta en la mesa del desayuno, por un momento creyó que era de un mendigo, de los que recibía muchas. Un instante después palideció intensamente. Su marido, enfrente de ella, le preguntó qué le pasaba. No le contestó, sino que se levantó, se retiró a su propio cuartito de estar y abrió la carta junto a la chimenea. Los caracteres cuidadosamente trazados le recordaron el rostro del anciano como si le hubiese enviado su retrato.
          «Estimada señora danesa —decía la carta—. Sí; yo le puse la perla en el collar. Quería darle una pequeña sorpresa. Concedía usted demasiada importancia a sus perlas cuando me las trajo, como si temiese que fuera yo a robarle alguna. Los viejos, igual que los jóvenes, tienen que divertirse a veces. Si la he asustado, le ruego, por favor, que me perdone. La perla esa vino a mis manos hace dos años, cuando le arreglé el collar a la señora inglesa. Se me quedó olvidada, y la encontré después. La he tenido dos años, pero no la necesito para nada. Es mejor que la tenga una joven señora. La recuerdo a usted sentada en mi silla, muy joven y bonita. Le deseo suerte, y que le ocurra algo agradable el mismo día que llegue esta carta. Y que pueda llevar la perla mucho tiempo, con corazón humilde, firme confianza en Dios y un pensamiento amable para este viejo de aquí, de Odda. Adiós.
          Su amigo,
          Peter Viken.»
          Jensine había leído la carta acodada en la repisa de la chimenea, para sostenerse. Al levantar la vista, se encontró con los ojos graves de su propia imagen en el espejo que había encima. Eran severos; como si le estuvieran diciendo: «Eres una verdadera ladrona; o si no, has recibido objetos robados; así que no eres mejor que un ladrón». Permaneció de pie largo rato, inmóvil. Por último pensó: «Todo ha terminado. Ahora sé que jamás conquistaré a los que no conocen las preocupaciones ni el temor. Es como la Biblia; yo les heriré en el talón, pero ellos me herirán en la cabeza. En cuanto a Alexander, debía haberse casado con la señora inglesa».
          Para su enorme sorpresa, descubrió que no le importaba. Alexander se había convertido en una pequeña figura en el fondo de su vida; no importaba lo más mínimo lo que hiciera o pensara. No importaba que la hubiesen ridiculizado. «Dentro de cien años —pensó—, todo dará igual».
          ¿Qué importaba entonces? Trató de pensar en la guerra, pero encontró que la guerra tampoco le importaba. Sentía un extraño vértigo, como si la habitación se hundiese a su alrededor, aunque no de manera desagradable. «¿No quedaba nada notable —pensó— bajo la luna visitante?». Ante las palabras «la luna visitante» los ojos de la imagen del espejo se abrieron como asombrados; las dos jóvenes se miraron mutuamente. Algo de suma importancia, concluyó, había surgido en el mundo ahora, y seguiría en él cien años. Las perlas. Durante cien años, un joven se las regalaría a su mujer y le contaría su propia historia sobre ellas, igual que Alexander se las había regalado a ella y le había contado la historia de su abuela.
          El pensar en estos dos jóvenes dentro de cien años le produjo tal ternura que se le llenaron los ojos de lágrimas, y se sintió feliz, como si fuesen viejos amigos suyos con los que se hubiese reencontrado. «¿No pedir tregua? —pensó—. ¿Por qué no? Sí, la pediré; gritaré lo más fuerte que pueda. Ahora no consigo recordar por qué razón no debía pedir tregua».
          La figura minúscula de Alexander, en la ventana de la otra habitación, le dijo:
          —Por ahí viene tu tía mayor, con un gran ramo de flores.
          Lenta, muy lentamente, Jensine apartó los ojos del espejo y volvió al mundo del presente. Fue a la ventana.
          —Sí —dijo—, son de Bella Vista —que era como se llamaba la residencia de su padre. Desde la ventana, marido y mujer miraban hacia la calle.


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