Iván S. Turguénev
(Orel, Rusia, 1818 - Bougival, Francia, 1883)


Dos amigos (1854)
(“Два приятеля”)
Originalmente publicado en la revista Современник [El Contemporáneo]
Núm. 1 (enero de 1854), págs. 97–134);
Повестей и рассказов [Relatos y novelas cortas]
(San Petersburgo, 1856)



      En la primavera de 184… Borís Andreich Viazovnín, un joven de unos veintiséis años, llegó a su casa natal, en una de las provincias de la parte central de Rusia. Acababa de solicitar la excedencia, “por razones de índole personal”, y tenía intención de ocuparse de la administración de la hacienda. Una decisión acertada, sin duda, pero que Borís Andreich había tomado, como sucede en la mayor parte de los casos, en contra de su voluntad. Sus ingresos iban disminuyendo de año en año, al tiempo que las deudas crecían. Al final acabó convenciéndose de la imposibilidad de seguir sirviendo en la administración y residiendo en la capital; en suma, de vivir como había vivido hasta entonces, y resolvió, haciendo de tripas corazón, consagrar varios años a poner en orden esos asuntos “de índole personal” en virtud de los cuales se veía de pronto en ese rincón perdido en medio del campo.
       Viazovnín encontró su propiedad en un estado lamentable, las tierras abandonadas, la casa casi en ruinas. Sustituyó al starosta, disminuyó el sueldo de los criados. Arregló dos o tres habitaciones para su uso personal y ordenó poner chillas nuevas en aquellos puntos del tejado que dejaban pasar el agua; sin embargo, no tomó ninguna medida radical ni introdujo ninguna clase de mejora, por la simple razón de que para ello se necesita saber de antemano lo que se quiere mejorar… Así pues, procuró familiarizarse con las labores de la aldea y, como suele decirse, fue “al meollo de la cuestión”. Hay que reconocer que entró en materia sin demasiado celo y sin apresurarse. Falto de costumbre, se aburría muchísimo en el campo y a menudo no sabía adónde ir ni en qué emplear las largas horas. Tenía bastantes vecinos, pero apenas los trataba, no porque los rehuyera, sino porque no tenía ocasión de toparse con ellos. Por fin, ya en otoño, trabó conocimiento con uno de los más próximos. Se llamaba Piotr Vasílich Krupitsin, había servido en la caballería y se había retirado con el grado de teniente. Sus campesinos y los de Viazovnín disputaban desde tiempos inmemoriales por unos prados de unas dos hectáreas y media. No era raro que los bandos rivales llegaran a las manos; a menudo montones de heno pasaban misteriosamente de un lugar a otro, y, en fin, se producían muchos sucesos desagradables. Es probable que la cuestión hubiera tardado muchos años en resolverse si Krupitsin, tras enterarse por comentarios ajenos del carácter pacífico de Borís Andreich, no se hubiera dirigido a su casa para tener una explicación personal. Las consecuencias de esa entrevista fueron bastante beneficiosas: en primer lugar, la querella se zanjó de una vez para siempre, a plena satisfacción de ambos propietarios; en segundo, se cayeron bien el uno al otro, empezaron a verse a menudo y, cuando llegó el invierno, se habían vuelto tan íntimos que casi nunca se separaban.
       Y, sin embargo, tenían muy pocas cosas en común. Viazovnín, aunque no era rico, descendía de padres acaudalados y, en consecuencia, había recibido una educación esmerada, había estudiado en la universidad, hablaba varios idiomas, era aficionado a la lectura y, en general, podía pasar por una persona culta. Krupitsin, por el contrario, apenas chapurreaba el francés, no cogía nunca un libro a menos que fuera estrictamente necesario y pertenecía más bien a la categoría de las personas incultas. Físicamente tampoco se parecían en nada: Viazovnín era bastante alto de estatura, delgado, rubio, de tipo inglés; cuidaba mucho de su limpieza personal, sobre todo de sus manos; vestía con elegancia, se ponía corbata… ¡costumbres capitalinas! Krupitsin, en cambio, era más bien bajo, algo cargado de espaldas, moreno, de piel atezada, y tanto en invierno como en verano llevaba una especie de abrigo-chaqueta de color bronce con los bolsillos deformados. “Me gusta este color —decía Piotr Vasilich— porque es muy sufrido.” El color era en verdad muy sufrido, pero el paño estaba lleno de lamparones. Viazovnín era aficionado a la buena mesa y le gustaba hablar de los placeres de la comida y de lo que significa tener gusto en esa materia; Krupitsin comía todo le que le venía a mano, con tal de que se le pudiera hincar el tenedor o meter la cuchara. ¿Que le servían una sopa de verdura o unas gachas? Pues engullía con gusto una y otra cosa. ¿Que le ofrecían un potaje de tipo alemán? Pues se lo tomaba con la misma satisfacción y, si había unas gachas a mano, se lo echaba todo en el mismo plato y santas pascuas. Tenía tanto aprecio por el kvas como por su propio padre, según se expresaba él mismo, pero no podía soportar los vinos franceses, sobre todo los tintos, que calificaba de posca. En general, Krupitsin no era muy refinado que digamos, mientras que Viazovnín cambiaba de pañuelo dos veces al día. En definitiva, los dos amigos, como hemos consignado más arriba, no se parecían en nada. Sólo tenían una cosa en común: ambos eran lo que se conoce como “buenas personas”, sin dobleces de ningún tipo. Krupitsin lo era de nacimiento, Viazovnín por inclinación. Además, ambos se distinguían por no tener ninguna afición especial, es decir, no les apasionaba ni les interesaba nada en particular. Krupitsin era unos seis u ocho años mayor que Viazovnín.
       Los días pasaban de manera bastante monótona. Normalmente, por la mañana, aunque no muy temprano, a eso de las diez, Borís Andreich estaba ya sentado al pie de la ventana, delante de un libro y una taza de té, peinado, lavado, con una camisa tan blanca como la nieve y la elegante bata abierta. La puerta chirriaba y en el umbral aparecía Piotr Vasiilich con su habitual aspecto descuidado. Su aldehuela se encontraba a media versta como mucho de Viazovna (así se llamaba la propiedad de Borís Andreich). Además, no era raro que se quedara a pasar allí la noche. “¡Ah, buenos días! —decían ambos al unísono—. ¿Qué tal ha descansado?” Y en ese mismo instante Fediushka (un muchacho de unos quince años, vestido de cosaco, con los cabellos de la nuca levantados como las plumas del chorlito en primavera y aspecto de no haber dormido bien) llevaba a Piotr Vasiilich su batín de tela de Bujará, que éste se ponía de inmediato, no sin antes soltar un gruñido de satisfacción; a continuación se sentaba a tomar el té y fumarse una pipa. Entablaban entonces conversación, una conversación pausada, entreverada de silencios y largas pausas. Hablaban del tiempo, de la jornada anterior, de las labores del campo, del precio del grano; también hablaban de los propietarios y propietarias de la vecindad. En los primeros días de su amistad con Borís Andreich, Piotr Vasiilich se creyó en la obligación (compromiso que le procuró no poca satisfacción) de interrogar a su vecino acerca de la vida en la capital, la ciencia y la instrucción en general; en definitiva, acerca de cuestiones elevadas. Las respuestas de Borís Andreich le interesaban, le sorprendían a menudo y despertaban su curiosidad, pero al mismo tiempo le causaban cierta fatiga, de manera que al poco tiempo dejaron de lado esa clase de conversaciones, sobre todo porque el propio Borís Andreich no mostraba el menor deseo de reanudarlas. Sólo alguna que otra vez Piotr Vasiilich le preguntaba de pronto a Borís Andreich, por ejemplo, qué diablos era eso del telégrafo eléctrico, y, después de escuchar la explicación un tanto enrevesada de su amigo, guardaba silencio y al cabo de un rato decía: “Sí, es sorprendente”. Y pasaba mucho tiempo hasta que volvía a interesarse por alguna cuestión de índole científica. La mayor parte del tiempo sus conversaciones se desarrollaban más o menos de la siguiente manera. Piotr Vasiilich daba una chupada a la pipa, y, después de echar el humo por la nariz, preguntaba, pongamos por caso:
       —He visto una muchacha nueva al lado de la puerta trasera. ¿Quién es, Borís Andreich?
       Borís Andreich, a su vez, se llevaba un cigarrillo a los labios, daba un par de chupadas y, tras tomar un sorbo de té con una nube de crema, respondía:
       —¿Qué muchacha nueva?
       Piotr Vasiilich se inclinaba ligeramente a un lado, echaba un vistazo al patio, donde un perro acababa de morder en la pantorrilla a un muchacho descalzo, y replicaba:
       —Una rubia… nada fea.
       —¡Ah! —exclamaba Borís Andreich al cabo de un momento—. Es mi nueva lavandera.
       —¿De dónde viene? —preguntaba Piotr Vasílich con cierta sorpresa.
       —De Moscú. Estaba aprendiendo allí.
       Ambos guardaban silencio.
       —¿Y cuántas lavanderas tiene, Borís Andreich? —volvía a la carga Piotr Vasílich, mirando con atención cómo se quemaba el tabaco con seca crepitación bajo la brasa incandescente de la pipa.
       —Tres —respondía Borís Andreich.
       —¡Tres! Yo sólo tengo una y se pasa la mayor parte del tiempo mano sobre mano. ¡Es verdad que, como usted bien sabe, en mi casa no perdemos mucho tiempo con la colada!
       —¡Hum! —profería Borís Andreich.
       Y la conversación se interrumpía en ese punto.
       En esas ocupaciones pasaban la mañana, hasta que llegaba el momento del almuerzo, la comida favorita de Piotr Vasílich, quien aseguraba que las doce era la hora en que más ganas tiene uno de comer. Y, en efecto, a esa hora comía con tanta fruición, tan voraz apetito y tanta jovialidad que hasta un alemán se llenaría de gozo al verlo, tan divinamente almorzaba. Borís Andreich comía mucho menos. Le bastaban unas croquetas de gallina o dos huevos pasados por agua, con mantequilla y una de esas salsas inglesas con un envase muy ingenioso y patentado, por el que había pagado un dineral y que en su fuero interno consideraba repugnante, aunque afirmaba que sin ella no podía llevarse nada a la boca. Después del almuerzo, y hasta la hora de la comida, los dos amigos, si el tiempo lo permitía, recorrían la propiedad o bien, simplemente, daban un paseo, contemplaban cómo domaban los potros, etcétera. Algunas veces se llegaban hasta la aldea de Piotr Vasí ich y de vez en cuando entraban un ratito en su casa.
       Esa casa, pequeña y vetusta, guardaba más parecido con una chabola de criados que con una casa señorial. En el techo de paja, lleno de nidos de gorriones y cornejas, crecía un musgo verdoso. De los dos armazones de madera de álamo, antaño ensamblados y ajustados, uno se había vencido hacia atrás, el otro se había caído a un lado y se había hundido en el suelo. En suma, la casa de Piotr Vasflich tenía un aspecto destartalado tanto por fuera como por dentro. Pero Piotr Vasflich no se lamentaba: al ser soltero y, en general, poco exigente, se preocupaba poco de los goces de la vida y se contentaba con disponer de un rinconcito donde protegerse del frío y la intemperie en caso necesario. Del gobierno de la casa se ocupaba Makedonia, su ama de llaves, una mujer ya entrada en años, muy aplicada y hasta honrada, pero con unas manos que eran una maldición: nada se le resistía. Rompía la vajilla, rasgaba la ropa blanca, dejaba la comida a medio hacer o la quemaba. Piotr Vasílich le había dado el nombre de Calígula.
       Inclinado por naturaleza a la hospitalidad, a Piotr Vasílich le gustaba recibir invitados y agasajarlos, a pesar de la escasez de sus medios. Se afanaba y se desvivía de manera especial cuando le visitaba Borís Andreich; pero, por la especial virtud de Makedonia, que estaba a punto de despegar los pies del suelo a cada paso, tal era su apresuramiento, los convites del pobre Piotr Vasilich acababan siempre mal y se reducían la mayor parte de las veces a un pedazo de esturión rancio y una copita de vodka, al que hacía plena justicia cuando decía que era excelente contra el estómago. Más tarde, los dos amigos regresaban a la casa de Borís Andreich y comían sin prisas. Después de atiborrarse como si no hubiera almorzado, Piotr Vasílich se retiraba a un rincón solitario y dormía dos o tres horas; Borís Andreich, por su parte, ocupaba ese tiempo en leer revistas extranjeras. Por la tarde volvían a reunirse, tan grande era la amistad que los unía. A veces se sentaban a jugar a las cartas o simplemente charlaban como por la mañana. En ocasiones Piotr Vasilich descolgaba la guitarra de la pared y cantaba diversas romanzas con agradable voz de tenor. A Piotr Vasilich le gustaba mucho la música, bastante más que a Borís Andreich, que sin embargo no podía pronunciar el nombre de Beethoven sin entusiasmarse y siempre estaba planeando traer un piano de Moscú. En los momentos de tristeza o melancolía, Piotr Vasilich tenía por costumbre cantar una coplilla que se remontaba a los tiempos en que servía en el regimiento… Lo hacía con un sentimiento particular y pronunciaba con una entonación nasal los siguientes versos:

No tenemos franceses en la cocina,
nuestra comida la preparamos en nuestra ordenanza…
El célebre Rodé no toca para nosotros.
No escuchamos nunca la voz de Catalini…
Al alba nos despierta la trompeta
y al punto aparece el sargento con el informe.

      De vez en cuando Borís Andreich le acompañaba, pero tenía una voz desagradable y además desafinaba. A eso de las diez, y a veces incluso antes, los amigos se separaban… Y al día siguiente otra vez lo mismo.
       Un día, sentado enfrente de Borís Andreich, como de costumbre, y un poco ladeado en la silla, Piotr Vasiilich se quedó mirando fijamente a su amigo y al cabo de un rato dijo en tono pensativo:
       —Sólo hay una cosa que me sorprende, Borís Andreich…
       —¿De qué se trata? —respondió el interpelado.
       —Pues verá. Es usted joven, inteligente, educado. ¿Cómo puede gustarle vivir en el campo?
       Borís Andreich miró con sorpresa a su vecino.
       —Ya sabe usted, Piotr Vasflich —dijo por fin—, que de no ser por las circunstancias… Las circunstancias me obligan, Piotr Vasilich.
       —¿Las circunstancias? Su situación no es tan grave… Con sus medios se puede vivir. Ingrese usted en el ejército. —Y al cabo de un rato anadió—: Si yo estuviera en su lugar, entraría en el cuerpo de ulanos.
       —¿En el cuerpo de ulanos? ¿Y por qué precisamente en el cuerpo de ulanos?
       —Porque me parece que es el que le va mejor.
       —Pero, permítame, ¿no ha servido usted en los húsares?
       —¿Yo? Claro que sí —repuso con animación Piotr Vasílich—. ¡Yen qué regimiento! ¡No encontrará usted en el mundo entero otro regimiento como ése! ¡Daba gloria verlo! ¡Una gente estupenda, tanto los jefes como los compañeros! Pero en su caso… no sé… A usted, en mi opinión, le convendrían más los ulanos. Usted es rubio, de figura esbelta: todo eso le iría bien.
       —Pero permítame, Piotr Vasílich, olvida usted que, en virtud de los reglamentos militares, tendría que ingresar con el grado de cadete. Y a mis años resultaría algo difícil. Hasta creo que está prohibido.
       —Es verdad —observó Piotr Vasilich, bajando la vista—. Pues entonces cásese —añadió de pronto, levantando la cabeza.
       —¡Hay que ver qué cosas más raras se le ocurren hoy, Piotr Vasílich! —exclamó Borís Andreich.
       —¿Y qué tienen de raras? ¿Acaso está bien la vida que lleva? ¿Cómo acabará? Lo único que está haciendo es perder el tiempo. Haga el favor de decirme qué ventajas le reporta no estar casado.
       —No se trata de eso —intentó replicar Borís Andreich.
       —No, permítame —le interrumpió Piotr Vasílich, presa de una exaltación repentina—. ¡Nunca dejará de sorprenderme por qué los jóvenes de hoy le tienen tanto miedo al matrimonio! No puedo entenderlo. No, Borís Andreich, no me mire como si quisiera decirme: “Tampoco usted se ha casado”. Tal vez lo haya deseado y hasta pretendido, pero mire lo que me respondieron —y en ese punto levantó el dedo índice de la mano derecha, señalando a Borís Andreich—. En cambio, ¡no casarse con el dinero que tiene usted! —Borís Andreich miró con atención a Piotr Vasllich—. ¿Acaso le divierte la vida de soltero? —prosiguió Piotr Vaslich—. ¡Vaya una cosa! ¡Menuda alegría! La verdad es que los jóvenes de hoy me sorprenden.
       Golpeó la pipa con enfado contra el brazo del sillón y a continuación sopló con fuerza por el tubo.
       —Pero ¿quién le ha dicho a usted, Piotr Vasílich, que yo no tengo intención de casarme? —respondió lentamente Boris Andreich.
       Piotr Vaslich, que acababa de hundir los dedos en su petaca de terciopelo color massacat, bordada de lentejuelas, se quedó inmóvil. Las palabras de Boris Andreich le habían dejado estupefacto.
       —Sí —prosiguió éste—, estoy dispuesto a casarme. Búsqueme una novia y me casaré.
       —¿De verdad?
       —De verdad.
       —No, ¿en serio?
       —Cómo es usted, Piotr Vasílich. En serio. Le aseguro que no estoy bromeando.
       Piotr Vaslich llenó su pipa.
       —En ese caso, Borís Andreich, le encontraré una novia.
       —Muy bien —replicó el interesado—. Pero, dígame, en realidad, ¿por qué quiere usted casarme?
       —Porque no hay más que echarle un vistazo para darse cuenta de que, en estas condiciones, es usted incapaz de hacer nada.
       Boris Andreich sonrió.
       —Y yo que pensaba que era un maestro en ese arte.
       —No me ha comprendido usted —repuso Piotr Vasílich, y cambió de conversación.
       Dos días mas tarde Piotr Vasílich se presentó en casa de su vecino no con su habitual abrigo-chaqueta, sino con una levita color ala de cuervo, alta de talle, con botones minúsculos y mangas muy largas. A fuerza de tinte, sus bigotes parecían casi negros, y los cabellos, rizados por delante en forma de dos salchichas apretadas, tenían tanta pomada que relucían. Una gran corbata de terciopelo, con vuelta de raso, ceñía con fuerza su cuello y confería una inmovilidad solemne y un aire festivo a la parte superior de su cuerpo.
       —¿Qué significa esa ropa? —preguntó Borís Andreich.
       —Esta ropa significa —respondió Piotr Vasílich, sentándose en un sillón con gesto menos indolente que de costumbre— que debe usted mandar que enganchen el coche. Nos vamos.
       —¿Adónde?
       —A casa de la novia.
       —¿De qué novia?
       —¿Ya se ha olvidado usted de la conversación que tuvimos hace tres días?
       Aunque Borís Andreich se echó a reír, en el fondo se sentía desconcertado.
       —Pero, por el amor de Dios, Piotr Vasílich, si no era más que una broma.
       —¿Una broma? ¿No me había jurado usted que hablaba en serio? No, perdóneme, Borís Andreich, pero tiene que cumplir su palabra. Ya he tomado las medidas oportunas.
       Borís Andreich se turbó aún más.
       —¿A qué medidas se refiere? —preguntó.
       Ah, no se preocupe… ¡No vaya usted a pensar! No he hecho más que avisar a una vecina nuestra, una criatura adorable, de que teníamos intención de visitarla hoy.
       —¿Y quién es esa vecina?
       —Ya la conocerá usted. Un poco de paciencia. Primero tiene que vestirse y ordenar que enganchen los caballos.
       Borís Andreich miró a su alrededor con aire indeciso.
       —La verdad, Piotr Vasílich, es que ha tenido usted una ocurrencia… Mire qué tiempo hace.
       —¿Qué tiempo va a hacer? El de todos los días.
       —¿Y queda muy lejos?
       —A unas quince verstas.
       Borís Andreich guardó silencio.
       —Pero ¡al menos almorcemos algo primero!
       —¿Almorzar? Bueno, no me parece mal. Pero mejor vaya usted a vestirse, Borís Andreich, y yo me encargaré de dar las disposiciones necesarias: un vasito de vodka, una pizca de caviar. Eso se prepara en seguida. Además, seguro que la viuda nos ofrece algo, no se preocupe usted.
       —Entonces, ¿es viuda? —preguntó, dándose la vuelta, Borís Andreich, que ya casi había llegado a la puerta de su despacho.
       Piotr Vasílich sacudió la cabeza.
       —¡Ya la verá usted, ya la verá!
       Borís Andreich salió y cerró la puerta tras él, dejando solo a Piotr Vasílich, que empezó a dar las órdenes oportunas para que prepararan el almuerzo y sacaran el coche.
       Borís Andreich tardó mucho tiempo en vestirse. Piotr Vasílich ya había vaciado dos vasos de vodka, que bebía frunciendo un poco el ceño y adoptando una expresión triste, cuando el dueño de la casa apareció en el umbral del despacho. Se había acicalado a conciencia. Llevaba una amplia levita negra, de corte elegante, cuyo tono mate creaba un agradable contraste con el discreto brillo de sus pantalones gris claro, una corbata estrecha, también negra, y un precioso chaleco azul oscuro; una cadenita de oro, enganchada con un broche al ojal más bajo, se perdía discretamente en uno de los bolsillos laterales. Sus botas finas emitían un crujido distinguido. Nada más aparecer, se esparció en el aire una oleada de perfume Ess-bouquet, mezclada con el olor de la ropa interior recién lavada. Piotr Vasílich sólo acertó a proferir un “¡ah!”, y se aprestó a coger su gorro.
       Borís Andreich se puso en la mano izquierda un guante charolado de color gris, después de haber soplado en su interior; luego, con esa misma mano se sirvió nerviosamente un cuarto de vaso de vodka y lo vació; por último cogió su sombrero y salió al recibidor en compañía de Piotr Vasílich.
       —Lo hago únicamente por usted —dijo Borís Andreich, mientras subía a la calesa.
       —Supongamos que sea así —dijo Piotr Vasílich, visiblemente impresionado por el elegante aspecto de su amigo—, pero tal vez tenga que acabar dándome las gracias.
       Y a continuación le dijo al cochero adónde se dirigían y el itinerario que debían seguir. La calesa se puso en marcha.
       Vamos a casa de Sofia Kiríllovna Zadneprovskaia —dijo Piotr Vasílich, después de un silencio bastante prolongado, en el transcurso del cual los dos amigos no habían movido un dedo, como si se hubieran quedado petrificados—. ¿Ha oído hablar de ella?
       —Me parece que sí —respondió Borís Andreich—. Entonces, ¿ésa es la novia que me ha buscado?
       —¿Y por qué no? Es una mujer de gran inteligencia, con bastante dinero y unos modales dignos de la capital, podríamos decir. En cualquier caso, no pierde nada por echar un vistazo. Eso no le compromete a nada, desde luego.
       —¡Sólo faltaba! —replicó Borís Andreich—. ¿Y cuántos años tiene?
       —Andará por los veinticinco o veintisiete. No más. En la flor de la edad, como suele decirse.
       La finca de la señora Zadneprovskaia no se encontraba a quince verstas, sino a veinticinco, de manera que Borís Andreich, al final, se quedó completamente aterido y se vio obligado a esconder la enrojecida nariz bajo el cuello de castor del capote. Piotr Vasílich, en general, no le tenía miedo al frío, y mucho menos cuando iba vestido de domingo. Con esa ropa era más bien propenso a transpirar en exceso. La propiedad de la señora Zadneprovskaia se componía de una casita blanca bastante nueva, con tejado verde y aspecto de dacha, de estilo más bien urbano, con unjardincillo y un patio. En fin, ese tipo de construcción tan frecuente en los alrededores de Moscú, pero tan raro en provincias. Era evidente que la señora Zadneprovskaia se había instalado allí no hacía mucho. Los amigos se apearon de la calesa. En la escalinata salió a su encuentro un lacayo con pantalones color guisante y una chaqueta gris de faldones redondos y botones blasonados. En el vestíbulo, bastante acogedor y amueblado con un cofre rústico, se encontraron con otro lacayo. Piotr Vasílich le pidió que informara a la señora de su llegada, pero el lacayo no se movió de su sitio, porque, según dijo, ya había recibido órdenes de hacerlos pasar.
       Los invitados atravesaron el comedor, donde un canario cantaba a grito pelado, entraron en el salón, adornado con muebles a la moda, procedentes de un almacén ruso, muy historiados y de líneas retorcidas, pensados para asegurar la comodidad de quien se sentara en ellos, pero en realidad muy incómodos. Al cabo de dos minutos se oyó el susurro de un vestido de seda en la habitación contigua, el portier se levantó y la dueña de la casa entró en la habitación con pasos ligeros. Piotr Vasílich saludó entrechocando los talones y le presentó a su amigo.
       —Encantada, hace mucho que deseaba conocerle —dijo la dama con desenvoltura, después de dirigirle una rápida mirada—. Le estoy muy agradecida a Piotr Vasílich por haberme proporcionado este placer. Hagan el favor de sentarse.
       Y la dueña de la casa, con un rumor de seda, tomó asiento en un sofá bajo, se recostó en el respaldo, estiró los pies, calzados con unos preciosos botines, y cruzó los brazos. Llevaba un vestido verde de glasé, con reflejos blanquecinos y varias hileras de volantes.
       Borís Andreich se sentó en un sillón enfrente de ella. Piotr Vasílich, por su parte, se acomodó a cierta distancia. Se pusieron a conversar. Borís Andreich examinaba atentamente a Sofia Kiríllovna. Era una mujer esbelta, alta, de talle fino, morena y bastante bonita. La expresión de su rostro, y en especial de sus ojos, grandes, brillantes y un poco oblicuos, como los de los chinos, revelaba una extraña mezcla de audacia y timidez, que de ningún modo podía calificarse de natural. Tan pronto entornaba los párpados como los abría; y a sus labios asomaba a cada momento una sonrisa que trataba de aparentar indiferencia. Todos sus ademanes eran muy desenvueltos, casi bruscos. En cualquier caso, su aspecto gustó mucho a Borís Andreich. Lo único que le causó una mala impresión fue la raya a un lado de su peinado, porque daba a sus rasgos un aire arrogante, de muchacho. En su opinión, se expresaba en un ruso demasiado correcto y puro… Borís Andreich compartía la opinión de Pushkin; a saber, que no se puede amar la lengua rusa sin faltas gramaticales, como tampoco unos labios rojos sin sonrisa.
       En una palabra, Sofia Kiríllovna pertenecía a esa clase de mujeres que los galanteadores suelen llamar con admiración astutas, los maridos atrevidas y los viejos solterones desvergonzadas.
       Al principio la conversación giró en torno a lo aburrida que resulta la vida en el campo.
       —No hay un alma, no se puede intercambiar una palabra con nadie —dijo Sofia Kiríllovna, pronunciando con especial énfasis las eses—. No acabo de entender qué clase de gente vive aquí. Y aquellos a quienes a una le gustaría conocer —añadió con un mohín— no salen de casa y nos abandonan, pobres de nosotras, a nuestra triste soledad.
       Borís Andreich se inclinó un poco hacia delante y farfulló una torpe disculpa, mientras se quedaba mirando a su amigo como diciendo: “Y bien, ¿qué le había dicho? Como ve, no tiene pelos en la lengua”.
       —¿Fuma usted? —preguntó Sofia Kirillovna.
       —Sí… pero…
       —Haga el favor… Yo también fumo.
       Y, al tiempo que pronunciaba esas palabras, la viuda cogió de una mesita una cigarrera de plata bastante grande, sacó un pitillo y se lo ofreció a sus invitados. A continuación llamó a un muchacho vestido de chaleco rojo y le ordenó que trajera lumbre. El muchacho volvió al cabo de un momento, con una vela de cera en una bandeja de cristal. Los cigarros empezaron a echar humo.
       Vean, por ejemplo, lo que voy a decirles, aunque tal vez no lo crean —prosiguió la viuda, ladeando ligeramente la cabeza y lanzando hacia el techo una fina columna de humo—. Hay aquí gente que encuentra que las mujeres no deben fumar. En cuanto a montar a caballo, ¡Dios nos guarde! Nos tirarían piedras. Sí —prosiguió, al cabo de una breve pausa—, todo lo que se sale de la norma, todo lo que infringe las leyes de cierto decoro imaginario, se enfrenta en estos parajes a la más severa de las condenas.
       —Son sobre todo las damas las que mas se soliviantan —observó Piotr Vasffich.
       —Sí —repuso la viuda—, ¡pobre de aquella a quien le hincan el diente! En cualquier caso, no tengo la menor relación con ellas. Sus chismorreos no penetran en mi refugio solitario.
       —¿Y no se aburre usted? —preguntó Borís Andreich.
       —¿Aburrirme? No. Leo… Y, cuando me canso de los libros, sueño, escruto el porvenir, hago conjeturas sobre mi destino.
       —Entonces ¿adivina usted el futuro? —preguntó Piotr Vasílich.
       La viuda esbozó una sonrisa condescendiente.
       —¿Y por qué no? Ya soy bastante vieja para poder hacerlo.
       —Pero ¡qué dice usted! —exclamó Piotr Vasílich.
       Sofia Kiriflovna entornó los ojos y se lo quedó mirando.
       —Pero dejemos esa conversación —añadió, dirigiéndose con animación a Borís Andreich—. Escuche, señor Viazovnín, estoy segura de que le interesa a usted la literatura rusa.
       —Sí… desde luego, yo…
       A Viazovnín le gustaba leer, pero leía pocos libros en ruso y no de muy buena gana. La literatura más reciente le resultaba especialmente desconocida: se había detenido en Pushkin.
       —Dígame, por favor, ¿por qué en los últimos tiempos Marlinskil [seudónimo del escritor Aleksandr A. Bestuzhev, 1797-1837] se ha vuelto tan impopular? En mi opinión se trata de una enorme injusticia. ¿Qué piensa usted?
       —Marlinski es un escritor de indudable mérito, naturalmente —contestó Borís Andreich.
       —Es un poeta. Con la imaginación le traslada a una a un mundo… a un mundo maravilloso, encantado. En los últimos tiempos, todo el mundo se ha puesto a describir la vida cotidiana. Pero, dígame, ¿qué tiene de interesante nuestra existencia cotidiana y terrenal?
       Y Sofia Kiríllovna hizo con la mano un gesto circular.
       Borís Andreich le dirigió una mirada significativa.
       —No estoy de acuerdo con usted. Soy de la opinión de que hay muchas cosas buenas también aquí —dijo, recalcando de manera especial la última palabra.
       Sofia Kiríllovna estalló de pronto en una risa estridente, mientras Piotr Vasílich levantó bruscamente la cabeza, se quedó pensativo y de nuevo se puso a dar chupadas al cigarro. La conversación prosiguió de la misma manera que había comenzado hasta la hora de la comida, pasando sin solución de continuidad de un tema a otro, algo que no suele suceder cuando una conversación se vuelve de verdad interesante. Entre otras cosas, se habló del matrimonio, de sus ventajas e inconvenientes, y, en general, de la situación de las mujeres. Sofia Kirillovna mostró su rechazo frontal al matrimonio, acabó excitándose y, dejándose llevar de su propio acaloramiento, se expresó de manera muy elocuente, aunque sus interlocutores apenas la contradecían: no en vano admiraba a Marlinski. También sabía recurrir a florituras estilísticas muy en boga en los últimos tiempos. Las palabras “artístico”, “estética” y “determinar” salían una y otra vez de sus labios.
       —¿Qué puede ser más preciado para una mujer que la libertad? ¡La libertad de pensar, de sentir y de obrar! —exclamó por último.
       —Pero permítame —la interrumpió Piotr Vasílich, en cuyo rostro empezaba a asomar poco a poco una expresión de desagrado—. ¿Para qué necesita una mujer la libertad? ¿Qué haría con ella?
       —¿Cómo? ¿Y para el hombre, en su opinión, sí es necesaria? Ah, ya lo veo. Ustedes, señores…
       —Tampoco el hombre la necesita —volvió a interrumpirla Piotr Vasflich.
       —¿Que no la necesita?
       —Así es. ¿De qué le vale al hombre esa tan cacareada libertad? Un hombre libre, como todo el mundo sabe, o bien se aburre o hace el tonto.
       —Eso quiere decir que se aburre usted —observó Sofia Kiríllovna con una sonrisita irónica—, pues, sabiendo como sé que es una persona razonable, no puedo suponer que se dedique a hacer tonterías, como dice usted.
       —Soy capaz tanto de lo uno como de lo otro —dijo Piotr Vasflich con tranquilidad.
       —¡Muy ingenioso! Por lo demás, debo estarle agradecida a su aburrimiento, pues de otro modo no habría tenido el placer de recibirlos hoy aquí…
       Y, muy satisfecha de la soltura con la que se había expresado, la dueña de la casa echó un poco hacia atrás la cabeza y añadió a media voz:
       —Por lo que veo, a su amigo le gustan las paradojas, señor Viazovnín.
       —Pues no me había dado cuenta —replicó Borís Andreich.
       —¿Qué es lo que me gusta? —preguntó Piotr Vaslich.
       —Las paradojas.
       Piotr Vasffich miró a los ojos a Sofia Kirillovna y no respondió nada, contentándose con decirse para sus adentros: “Ya sé yo lo que te gusta a ti…”.
       El muchacho del chaleco rojo entró y anunció que la comida estaba lista.
       —Hagan el favor —dijo la dueña de la casa, poniéndose en pie.
       Pasaron los tres al comedor.
       La comida no fue del agrado de los huéspedes. Piotr Vasílich se levantó de la mesa con hambre, a pesar de que se habían servido muchos platos; en cuanto a Boris Andreich, quedó descontento en su condición de gastrónomo, aunque las viandas se traían en fuentes cubiertas de campanas metálicas y la vajilla estaba caliente. Los vinos tampoco eran de calidad, por más que las botellas estuvieran adornadas con suntuosas etiquetas doradas y plateadas. Sofia Kiríllovna no dejada de hablar; sólo de vez en cuando dirigía miradas significativas a los criados encargados de servir la mesa, y vaciaba una copa tras otra, observando a ese respecto que en Inglaterra todas las damas bebían, mientras que en Rusia se consideraba inconveniente. Después de la comida la dueña de la casa invitó a Borís Andreich y Piotr Vasílich a que pasaran de nuevo al salón y les preguntó qué preferían, café o té. Borís Andreich eligió té y, después de apurar su taza, se arrepintió de no haber pedido café; Piotr Vasflich, por su parte, se decantó por el café, pero después de la primera taza, pidió té, lo probó y volvió a dejar la taza en la bandeja. La dueña de la casa tomó asiento, encendió un cigarrillo y pareció dispuesta a entablar una conversación muy animada: le brillaban los ojos y le ardían las atezadas mejillas. Pero los invitados respondían con escaso interés a sus audaces palabras, atendían sobre todo a sus cigarros y, a juzgar por las miradas que dirigían a los rincones de la pieza, esperaban el momento de la partida. Por lo demás, es probable que Borís Andreich hubiera convenido en quedarse hasta el atardecer, pues acababa de enzarzarse en una discusión con Sofia Kiríllovna a propósito de una cuestión que esta última había planteado con cierta coquetería: ¿no se sorprendía de que viviera sola, sin una dama de compañía? Pero Piotr Vasilich manifestó sin ambages que tenía prisa por volver. Se levantó, salió al recibidor y ordenó que engan charan los caballos. Cuando, por último, los dos amigos empezaron a despedirse, la dueña hizo intención de retenerlos, reprochándoles en tono afectuoso que se hubiesen quedado tan poco tiempo. Entonces Borís Andreich inclinó el busto con indecisión, al tiempo que esbozaba una sonrisa, dando a entender que los reproches de la dama habían causado cierto efecto. Pero Piotr Vasílich, por el contrario, no dejaba de farfullar: “Imposible, señora, es hora de partir. Tenemos asuntos que atender, hay que aprovechar la luz de la luna…”, y retrocedía con obstinación hacia la puerta. En cualquier caso, Sofia Kiríllovna les arrancó la promesa de que volverían a visitarla al cabo de unos días y les tendió la mano para proceder a un shake-hands [“apretón de manos”] a la inglesa. Sólo Borís Andreich aceptó su proposición y le estrechó con bastante fuerza los dedos. Ella entornó los ojos y sonrió. En ese momento Piotr Vasílich, que había salido al recibidor, estaba metiendo ya los brazos en las mangas del capote.
       La calesa aún no había abandonado la aldea, cuando Piotr Vasilich rompió el silencio con la siguiente exclamación:
       —¡De ninguna manera! ¡Ni pensarlo! ¡No le conviene!
       —¿Qué quiere usted decir? —le preguntó Borís Andreich.
       —¡De ningún modo! ¡De ningún modo! —repetía Piotr Vasílich, mirando a un lado y volviéndose ligeramente.
       —Si se refiere usted a Sofia Kiríllovna, debo decirle que no comparto su opinión: es una mujer muy agradable, con ciertas pretensiones, pero muy agradable.
       —¡Faltaría menos! Si fuera sólo, por ejemplo, para… Pero ¿con qué fin quería yo que la conociera?
       Borís Andreich no respondió.
       —¡Le digo a usted que no le conviene! Yo mismo me doy cuenta. No tengo nada en contra de que vaya diciendo: “Soy una epicúrea”. Pero permítame: a mí me faltan dos dientes del lado derecho. ¿Acaso está bien que vaya por ahí hablando de esa cuestión? Todo el mundo se da cuenta sin necesidad de que yo lo diga. Además, ¿qué clase de anfitriona es? Poco le ha faltado para matarnos de hambre. No, en mi opi nión, puede comportarse con desenvoltura, ser muy leída, si así se le antoja, dar muestras de buen tono, pero ante todo debe ser señora de su casa. No, no le conviene, no le conviene, no es lo que usted necesita. Para deslumbrarle a usted se necesita otra cosa que esos chalecos rojos y esas campanas de metal.
       —Pero ¿qué necesidad tiene usted de que me deslumbren? —preguntó Borís Andreich.
       —Yo sé lo que le hace falta, ahora lo sé.
       —Le aseguro que le agradezco la oportunidad que me ha deparado de conocer a Sofia Kiríllovna.
       —Tanto mejor. Pero vuelvo a repetirle que no le conviene.
       Los dos amigos llegaron muy tarde a casa. Al separarse de Borís Andreich, Piotr Vasflich le cogió la mano y le dijo:
       —En cualquier caso, no abandonaré mi propósito. No le devuelvo la palabra que me ha dado.
       —Ya sabe usted que estoy a su disposición —replicó Borís Andreich.
       —¡Estupendo!
       Y Piotr Vasffich se alejó.
       Transcurrió una semana entera de la forma acostumbrada, con la única novedad de que Piotr Vasilich se ausentó durante un día entero para ir no se sabe adónde. Por último, una mañana apareció de nuevo vestido de domingo y volvió a proponer a Boris Andreich que le acompañara a hacer una visita. En cuanto a éste, que por lo visto esperaba esa proposición con cierta impaciencia, aceptó sin rechistar.
       —¿Y adónde quiere llevarme esta vez? —le preguntó a Piotr Vasílich, sentándose a su lado en el trineo.
       Desde su expedición a casa de Sofia Kiríllovna el invierno se había echado encima.
       —En esta ocasión, Borís Andreich, le llevo a casa de los Tijodúiev, una gente digna de toda estima —respondió Piotr Vasllich, separando mucho las palabras—. Se trata de una familia muy distinguida. El padre es coronel retirado y una excelente persona. Su esposa es también una mujer excelente. Tienen dos hijas, unas criaturas adorables, que han recibido una educación esmerada y gozan de medios de fortuna. No sé cuál le gustará más: una es más viva, la otra más tranquila, y hasta podría decirse que demasiado tímida. Pero tanto una como otra son muchachas de mucho mérito. En fin, ya las verá.
       —Muy bien, ya las veré —replicó Borís Andreich, al tiempo que pensaba para sus adentros: “Como la familia Larin en Yevgueni Onieguin”.
       Y, ya fuera por efecto de ese recuerdo o por cualquier otra razón, su rostro adoptó por unos instantes una expresión de fastidio y desencanto.
       —¿Cómo se llama el padre? —preguntó con desinterés.
       —Kalimón Ivánich —respondió Piotr Vasílich.
       —¡Kalimón! ¡Vaya un nombre!… ¿Y la madre?
       —Pelagueia Ivánovna.
       —¿Y las hijas?
       —Una se llama también Pelagueia. La otra Emerentsia.
       —¿Emerentsia? En mi vida he oído semejante nombre… Y encima Kalimónovna.
       —Sí, la verdad que el nombre es un poquito raro… Pero, en cambio, ¡qué muchacha! Puede decirse, así sin más, que es un dechado de virtudes…
       —¡Por Dios, Piotr Vasiilich! ¡Qué expresiones más poéticas emplea usted! ¿Y cuál de ellas es Emerentsia? ¿La más callada?
       —No, la otra… Pero ya la verá usted.
       —¡Emerentsia Kalimónovna! —exclamó una vez más Viazovnín.
       —Su madre la llama Emérance —observó en voz baja Piotr Vasilich.
       —¿Y a su marido Calimon?
       —Eso no se lo he oído. Pero espere un poco.
       —De acuerdo.
       La finca de los Tijodúiev quedaba también a unas veinticinco verstas, como la de Sofia Kiríllovna; pero su vieja vivienda no se parecía en nada a la elegante casita de la desenvuelta viuda. Era una morada desproporcionada, voluminosa e inmensa, un armazón enorme de tablas denegridas, con cristales oscuros en las ventanas. A cada lado se elevaba una hilera de esbeltos abedules, y detrás, por encima del tejado, despuntaban las parduscas copas de unos tilos enormes: toda la casa parecía rodeada de árboles. En verano esa vegetación probablemente daba un aspecto más animado a la casa, pero en invierno aumentaba su melancolía. La impresión que producía el interior tampoco podría calificarse de alegre: todo era sombrío y apagado, todo parecía más viejo de lo que era en realidad. Los dos amigos se hicieron anunciar, y al poco tiempo los condujeron al salón. Los dueños de la casa salieron a su encuentro, pero durante un buen rato se contentaron con recibir con gestos y ademanes a los invitados, a los que éstos sólo fueron capaces de responder con sonrisas e inclinaciones de cabeza: tan ensordecedores eran los ladridos que lanzaban cuatro gozquecillos blancos que, al entrar extraños en la habitación, se levantaron de un salto de los cojines bordados en los que estaban echados. Poco a poco, sacudiendo pañuelos en el aire y recurriendo a otros métodos, consiguieron aplacar a los alborotados perrillos, aunque una criada tuvo que sacar de debajo de un banco a uno de ellos, el más viejo y de peor carácter, y llevárselo a otra habitación, no sin antes recibir un mordisco en la mano derecha.
       Piotr Vasílich aprovechó el silencio que se produjo para presentar a su amigo a los dueños de la casa, quienes manifestaron a una voz que se alegraban mucho de conocerlo. Luego Kalimón Ivánich presentó a Borís Andreich a sus hijas, a las que llamó Polenka y Emenka. En el salón había otras dos mujeres, ya entradas en años: una tocada con un gorro, la otra con un pañuelo oscuro, pero Kalimón Ivánich no juzgo necesario presentárselas a Borís Andreich.
       Kalimón Ivánich era un hombre de unos cincuenta años, alto, robusto, de pelo cano; su rostro, de rasgos toscos y sencillos, con una expresión de indiferencia, bondad y pereza, no tenía nada de particular. Su mujer, pequeña, delgada, con una cara consumida y cabellos rojizos recogidos dentro de un gorro bastante alto, parecía vivir en un estado de agitación continua; en toda su figura se apreciaban aún vestigios de una melindrería desaparecida hacía mucho tiempo. Una de las hijas, Pelagueia, de cabellos negros y piel atezada, miraba de reojo y parecía amedrentada; la otra, por el contrario, Emerentsia, rubia, rolliza, de mejillas redondas y encarnadas, boquita de piñón, nariz respingona y ojos acariciadores, estaba siempre a la vista: era evidente que la tarea de entretener a los invitados había recaído sobre sus hombros y que no le pesaba lo más mínimo. Las dos hermanas llevaban vestidos blancos, adornados de cintas azules que se agitaban al menor movimiento. Ese color le quedaba bien a Emerentsia, pero no a Polenka… por lo demás no había muchas cosas que pudieran sentarle bien, aunque no se podría decir que fuese fea. Los invitados se sentaron. Los anfitriones les hicieron las preguntas de rigor, pronunciadas con esa expresión almibarada y afectada que adoptan hasta las personas más distinguidas en los primeros instantes de una conversación con nuevos conocidos. Los invitados respondieron de la misma manera. Todo eso producía una impresión bastante penosa. Kalimón Ivánich, que no era muy ingenioso por naturaleza, preguntó a Borís Andreich si “hacía mucho tiempo que se había trasladado a esas regiones”, algo a lo que el interpelado había contestado apenas unos segundos antes, a requerimiento de Pelagueia Ivánovna. La dueña de la casa, con esa voz melosa que suele emplearse cuando se traba conocimiento con alguien, reprochó a su marido esa distracción. Kalimón Ivánich dio muestras de cierta turbación y se sonó ruidosamente la nariz con un pañuelo a cuadros. Ese sonido alarmó a uno de los gozquecillos, que se puso a ladrar, pero Emerentsia se acercó en el acto y lo calmó con caricias; a continuación acudió en ayuda de sus padres, a quienes se veía ya algo apurados: animó la conversación, se sentó al lado de Borís Andreich, con modestia, pero al mismo tiempo con resolución, y, adoptando un aire de lo más complaciente, se puso a hacerle preguntas que, aun careciendo de importancia, resultaban agradables y motivaban respuestas divertidas. La situación no tardó en enderezarse, y pronto se suscitó una discusión general, en la que participaron todos, excepto Polenka, que seguía mirando el suelo con obstinación, en tanto Emerentsia se reía alegremente, levantando con donosura una mano, al tiempo que adoptaba una actitud como si quisiera decir: “Mirad, mirad qué educada y amable soy y cuánta graciosa jovialidad y gentileza derrocho con los invitados”. Se diría que hasta ceceaba a fuer de bondadosa. Estallaba en risas prolongadas y melifluas, aun antes de que Borís Andreich hubiera dicho nada digno de tal reacción. Y aún se rió más cuando éste, estimulado por el éxito de sus palabras, empezó a hacer comentarios realmente ingeniosos y ocurrentes… Piotr Vasílich la secundaba. En un determinado momento Viazovnín señaló que le gustaba mucho la música.
       —¡Pues a mí me gusta tanto que es una barbaridad! —exclamó Emerentsia.
       —No sólo es que le guste, sino que además es usted una consumada artista —observó Piotr Vasílich.
       —¿De veras? —preguntó Borís Andreich.
       —Sí —prosiguió Piotr Vasílich—, tanto Emerentsia Kalimónovna como Pelagueia Kalimónovna cantan y tocan el piano de maravilla, sobre todo la primera.
       Al oír su nombre, Polenka se ruborizó y estuvo a punto de salir corriendo, mientras Emerentsia bajaba modestamente los ojos.
       —¡Ah, mesdemoiselles! —dijo Borís Andreich—. ¿Serían ustedes tan amables… querrían hacerme el favor?
       —La verdad… no sé… —murmuró Emerentsia y, mirando de soslayo a Piotr Vasílich, añadió en son de reproche—: ¡Hay que ver cómo es usted!
       Pero Piotr Vasílich, como hombre positivo que era, se volvió en el acto a la dueña de la casa.
       —Pelagueia Ivánovna —dijo—, pídale a sus hijas que nos canten o nos toquen algo.
       —No sé si estarán hoy en voz —replicó Pelagueia Ivánovna—, pero se puede probar.
       —Sí, que prueben, que prueben —terció el padre.
       Ah, maman, pero cómo es posible…
       —Emérance, quand je vous dis... [“Emérance, cuando te digo…”] —pronunció en voz baja, pero con mucha firmeza, Pelagueia Ivánovna.
       Tenía la costumbre, común a muchas otras madres, de dar órdenes o hacer reproches a sus hijas en francés delante de otras personas, aunque esas personas lo entendiesen también. Y esa manía era tanto más extraña cuanto que ella misma hablaba bastante mal esa lengua y tenía una pronunciación horrible.
       Emerentsia se puso en pie.
       —¿Y qué quiere que cantemos, maman? —preguntó sumisa.
       —Vuestro dúo: es muy bonito. Mis hijas —prosiguió Pelagueia Ivánovna, dirigiéndose a Borís Andreich— tienen voces diferentes: Emerentsia de tiple…
       —De soprano, querrá usted decir.
       —Sí, sí, de “somprano”. Y Pelagueia de “controalto”.
       —¡Ah, de contralto! Estupendo.
       —Yo no puedo cantar hoy —profirió Polenka con esfuerzo—. Estoy ronca.
       En efecto, su voz parecía más bien de bajo que de contralto.
       —¡Ah! Bueno, en ese caso, Emérance, cántanos tu aria favorita, ya sabes, esa italiana. Polenka te acompañará.
       —Esa aria en la que haces gorgoritos —corroboró el padre.
       —Un aria muy briosa —explicó la madre.
       Las dos muchachas se acercaron al piano. Polenka levantó la tapa, desplegó en el atril un cuaderno de música manuscrita y se sentó; Emerentsia, por su parte, se colocó a su lado y, al sentirse mirada por Borís Andriech y Piotr Vasiilich, adoptó una actitud algo afectada, aunque no carente de encanto, al tiempo que se llevaba de vez en cuando el pañuelo a los labios. Por último se puso a cantar como cantan la mayor parte de las señoritas: con voz estridente y en ocasiones hasta chillona. Pronunciaba las palabras de modo apenas comprensible, aunque, a juzgar por los sonidos nasales, podía adivinarse que cantaba en italiano. Al final lanzó efectivamente un gorgorito tras otro, para gran satisfacción de su padre, que se incorporó un tanto en el sillón y exclamó: “¡Vamos allá!”. Pero la joven profirió el último trino un poco antes de tiempo, de suerte que la hermana tuvo que tocar unos compases sola. Eso no impidió que Borís Andreich manifestara su entusiasmo y dedicara un cumplido a Emerentsia; en cuanto a Piotr Vasiilich, después de repetir un par de veces “Muy bien, muy bien”, añadió:
       —¿No puede cantarnos ahora algo ruso, El ruiseñor, por ejemplo, o El sarafán [el vestido tradicional de las campesinas rusas] o alguna canción gitana? Esas piezas extranjeras, a decir verdad, no han sido escritas para nosotros.
       —Estoy de acuerdo con usted —afirmó Kalimón Ivánich.
       —Chantez… Le Sarafane —indicó la madre en voz baja, con la misma severidad de antes.
       —No, El sarafán no —intervino Kalimón Ivánich—. Mejor Somos dos gitanas o Quítate el sombrero y salúdame como es debido… ¿Vale?
       —¡Papá siempre con lo mismo! —replicó Emerentsia, y cantó Quítate el sombrero, y además bastante bien. Kalimón Ivánich la acompañó con la voz y con los pies. Piotr Vasílich quedó totalmente entusiasmado.
       —¡Esto ya es otra cosa! ¡Esto es nuestro! —aseveraba—. ¡Qué placer me ha deparado usted, Emerentsia Kalimónovna! ¡Ahora veo que tiene pleno derecho a que la llamen artista y virtuosa! ¡Eso es lo que es: una artista y una virtuosa!
       —¡Ah, qué exagerado es usted! —replicó Emerentsia e hizo intención de volver a su asiento.
       —À present Le Sarafané [“y ahora El sarafán”] —dijo la madre.
       Emerentsia cantó El sarafán, con menos éxito que Quítate el sombrero, pero con éxito en cualquier caso.
       —Ahora deberíais tocar vuestra sonata a cuatro manos —observó Pelagueia Ivánovna—, pero será mejor que lo dejemos para otra ocasión, pues temo que estemos aburriendo al señor Viazovnín.
       —Por favor… —empezó a decir Borís Andreich.
       Pero Polenka se apresuró a cerrar la tapa del piano y Emerentsia declaró que estaba cansada. Borís Andreich consideró necesario repetir su cumplido.
       Ah, monsieurViazovnín —respondió la joven—. Supongo que habrá escuchado usted a cantantes de más categoría. Imagino lo que valdrán mis canciones al lado de las suyas… Claro que cuando Bomerius pasó por aquí me dijo… Porque me figuro que habrá usted oído hablar de Bomerius.
       —No. ¿Quién es?
       —¡Ah, no puedo creerlo! Es un violinista magnífico, que ha estudiado en el Conservatorio de París. Un músico magnífico… Pues bien, esto es lo que me dijo: “Mademoiselle, con la voz que usted tiene y los consejos de un buen profesor, llegaría usted lejos”. Y me besó los dedos uno tras otro… Pero ¿dónde voy a estudiar aquí?
       Y Emerentsia lanzó un suspiro.
       —Sí, desde luego… —respondió cortésmente Borís Andreich—, con su talento… —Y turbado, miró a un lado con mayor cortesía aún.
       —Emérance, demandez pourquoi que le diner [“Emérance, pregunta qué pasa con la cena”] —profirió Pelagueia Ivánovna.
       —Oui, maman —contestó Emerentsia y salió de la habitación, después de dar un simpático saltito delante de la puerta, algo que no habría hecho de no haber invitados.
       Borís Andreich se dirigió a Polenka.
       “Si ésta es la familia Larin —pensaba—, ¿no será ella Tatiana?”
       Y se acercó a Polenka, que siguió su aproximación no sin espanto.
       —Ha acompañado usted de maravilla a su hermana —dijo—. ¡De maravilla!
       Polenka no respondió palabra, pero se puso colorada hasta las orejas.
       —Lamento mucho no haber podido escuchar su dúo… ¿De qué ópera es?
       Los ojos de Polenka se movían inquietos.
       Viazovnín esperó un momento una repuesta, pero la muchacha tampoco le contestó esta vez.
       —¿Qué música le gusta más —preguntó al cabo de un rato—, la italiana o la alemana?
       Polenka bajó la cabeza.
       —Pelagie, répondez donc —dijo en un susurro, con evidente nerviosismo, Pelagueia Ivánovna.
       —Cualquiera —se apresuró a responder Polenka.
       —¿Y cómo es eso? —replicó Borís Andreich—. Me cuesta creerlo. Beethoven, por ejemplo, es un genio de primera magnitud, y sin embargo no todo el mundo lo aprecia.
       —No —respondió Polenka.
       —El arte es de una variedad infinita —prosiguió Borís Andreich, inasequible al desaliento.
       —Sí —respondió Polenka.
       La conversación no se prolongó mucho tiempo.
       “No —pensó Borís Andreich, apartándose de ella—. ¡Qué va ser ésta Tatiana! ¡No es más que el terror personificado!”
       Esa noche, al acostarse, la pobre Polenka se quejaba con lágrimas en los ojos a su doncella de que un invitado la había asediado a preguntas sobre la música a las que no había sabido qué responder y le confesaba lo mal que lo pasaba cuando recibían gente en casa, porque después su madre no hacía más que reñirla. Eso era lo único que sacaba de esas reuniones…
       En la mesa Borís Andreich estuvo sentado entre Kalimón Ivánich y Emerentsia. Sirvieron un almuerzo ruso, sin grandes refinamientos, pero copioso, que fue mucho más del agrado de Piotr Vasiilich que los artificiosos manjares de la viuda. A su lado tenía a Polenka que, habiendo superado al fin su timidez, al menos fue capaz de responder a sus preguntas. Emerentsia, por su parte, puso tanto celo en entretener al invitado que éste acabó agotado. La muchacha tenía la costumbre de inclinar la cabeza a la derecha, al tiempo que se acercaba el bocado a la boca por la izquierda, como si estuviera jugando con él. Esa costumbre desagradó mucho a Borís Andreich. Tampoco le gustó que hablara constantemente de sí misma, confiándole con mucho sentimiento los detalles más menudos de su vida; pero, como era un hombre educado, no dejó traslucir lo más mínimo sus impresiones, de modo que Piotr Vasiilich, que le observaba desde el otro lado de la mesa, no pudo hacerse la menor idea de la impresión que la joven había causado a su amigo.
       Después de la comida Kalimón Ivánich se sumió de pronto en honda meditación, o, para decirlo sin ambages, cayó en una suerte de ligera somnolencia. Estaba acostumbrado a descabezar un sueñecito a esa hora; por ello, aunque al constatar que los invitados se aprestaban a partir repitió varias veces: “Pero ¿por qué, señores, por qué? ¿No les apetece que echemos una partidita…?”, en el fondo se sintió muy satisfecho cuando por fin los vio con la gorra en la mano. Pelagueia Ivánovna, por el contrario, se animó un poco en ese preciso instante e insistió una y otra vez en que se quedaran. En ese propósito contó con el decidido apoyo de Emerentsia, que trató por todos los medios de retenerlos. Hasta Polenka les dijo: “Mais, messieurs…”. Piotr Vasilich no respondía ni que sí ni que no y no hacía más que mirar a su compañero, quien con la mayor cortesía, pero también con firmeza, insistía en la necesidad de regresar. En definitiva, sucedió todo lo contrario de lo que ocurriera cuando se despidieron de Sofia Kirillovna. Tras dar su palabra de repetir la visita en poco tiempo, los invitados se marcharon por fin. Las miradas afables de Emerentsia les acompañaron hasta el comedor; en cuanto a Kalimón Ivánich, salió incluso al vestíbulo y, después de contemplar cómo el solícito servidor de Borís Andreich ayudaba a su señor a ponerse la pelliza, le envolvía el cuello con la bufanda y le calzaba las botas forradas, se retiró a su despacho, donde inmediatamente se quedó dormido; Polenka, por su parte, amonestada por su madre, subió a su habitación, mientras las dos mujeres, la del gorro y la del pañuelo, que no habían abierto la boca, felicitaban a Emerentsia por su nueva conquista.
       Los dos amigos viajaban en silencio. Borís Andreich sonreía, protegido de las miradas de Piotr Vasílich por el cuello levantado de su pelliza de piel de castor, y esperaba a que su compañero dijera algo.
       —¡Tampoco ésta le conviene! —exclamó Piotr Vasiilich.
       Pero esta vez se apreciaba en su voz cierta indecisión. Haciendo un esfuerzo, contempló a Borís Andreich por encima del cuello del abrigo y añadió en tono interrogativo:
       —¿No es verdad que no le conviene?
       —No —respondió Borís Andreich y se echó a reír.
       —Eso es lo que yo pensaba —afirmó Piotr Vasílich y, al cabo de un rato, agregó—: Pero, en el fondo, ¿por qué no le conviene? ¿Qué es lo que le falta a esa muchacha?
       —No le falta nada. Al contrario, más bien le sobran demasiadas cosas.
       —¿Cómo que le sobran cosas?
       —¡Así es!
       —Permítame, Borís Andreich, pero no le entiendo. A su educación no se le puede poner ni un pero. Y en lo que respecta a su carácter, a su modo de comportarse…
       —¡Ah, Piotr Vasílich —replicó Borís Andreich—, me sorprende que usted, por lo común tan clarividente, no haya calado a la ceceante Emerentsia! Esa empalagosa afabilidad, esa continua exaltación de su persona, esa modesta afirmación de sus propios méritos, esa indulgencia angelical con que nos contempla desde las alturas celestes… pero ¡para qué hablar! En caso de que tuviera que casarme inexorablemente con una de las dos, preferiría mil veces a su hermana: ¡al menos ella sabe estarse calladita!
       —Desde luego, tiene usted razón —respondió en voz baja el pobre Piotr Vasiilich.
       La inesperada salida de Borís Andreich le había desconcertado.
       “No —se dijo para sus adentros, y era la primera vez que semejante idea se le pasaba por la cabeza desde que conocía a Viazovnín—. No estoy a su nivel… Es demasiado culto.”
       Viazovnín, por su parte, miraba la luna, que se alzaba a muy poca altura por encima de la blanca línea del horizonte, y pensaba: “También eso se corresponde con Onieguin… "Su cara es redonda y rubicunda…" ¡Pero vaya Lenski que hace mi amigo! ¡Y menudo Onieguin estoy hecho yo!”.
       —¡Vamos, vamos, Lariushka! —añadió en voz alta.
       Y Lariushka, el cochero de barba gris, azuzó a los caballos.
       —¿Entonces, Piotr Vasiilich, no me conviene? —preguntó en broma a su amigo, mientras descendía del trineo con la ayuda de un lacayo y empezaba a subir los peldaños de la escalinata.
       Pero Piotr Vasiilich no respondió palabra y se marchó a su casa a dormir. En cuanto a Emerentsia, al día siguiente escribía a una amiga suya lo siguiente (mantenía una animada y copiosa correspondencia): “Ayer nos visitó por primera vez nuestro vecino Viazovnín. Es un hombre muy amable y simpático, y no hay más que verlo para darse cuenta de que ha recibido una educación esmerada. ¿Quieres que te diga una cosa al oído? Tengo la sospecha de que le he causado una honda impresión. Pero no te inquietes, mon amie, no ha conmovido mi corazón, así que Valentín no tiene nada que temer”.
       Ese Valentín era un profesor del instituto provincial. En la ciudad se entregaba a toda suerte de excesos, pero en el campo suspiraba por Emerentsia, por quien alimentaba un amor platónico y sin esperanzas.
       A la mañana siguiente nuestros amigos volvieron a juntarse, como de costumbre, y la vida retomó su curso habitual.
       Transcurrieron dos semanas. Borís Andreich esperaba cada día una nueva invitación, pero Piotr Vasiilich parecía haberse olvidado por completo de su decisión. El propio Borís Andreich llegó a aludir a la viuda y a los Tijodúiev, y hasta observó que cualquier cosa debe intentarse al menos tres veces; pero daba la impresión de que Piotr Vasiilich no había captado la indirecta. Por último, un día, Borís Andreich no pudo contenerse más y le habló de este modo:
       —¿Qué es lo que pasa, Piotr Vasílich? Por lo visto, voy a tener que recordarle su promesa.
       —¿Qué promesa?
       —¿Ya se ha olvidado de que quería usted casarme? Estoy esperando.
       Piotr Vasiilich se volvió en la silla.
       —¡Pero es que es usted muy complicado! No logro comprenderle. Sólo Dios sabe lo que quiere. Con los gustos de usted, no creo que encuentre novia por estos parajes.
       —Eso no está bien, Piotr Vasiilich. No debe usted desanimarse tan pronto. Que no hayamos tenido suerte las dos primeras veces no es ninguna desgracia. Además, la viuda me gustó. Si renuncia usted a ocuparse de mí, iré a verla.
       —Pues vaya usted con Dios.
       —Piotr Vasiilich, le aseguro que no bromeo cuando le digo que quiero casarme. Lléveme a algún otro sitio.
       —Pero es que ya no nos queda nadie más a quien visitar por estos andurriales.
       —No puede ser, Piotr Vasiilich. ¿Es que no va a haber una sola muchacha bonita en toda la vecindad?
       —Pues claro que sí. Pero ninguna le conviene.
       —Da lo mismo, indíqueme al menos una.
       Piotr Vasiilich apretó entre los dientes la boquilla de ámbar de su pipa.
       —Como no sea Vérochka Barsukova —dijo por fin—. No hay nada mejor. Pero no es para usted.
       —¿Por qué?
       —Porque es demasiado sencilla.
       —¡Tanto mejor, Piotr Vasílich, tanto mejor!
       —Y su padre es algo raro.
       —No importa… Piotr Vasílich, amigo mío, presénteme a esa… ¿cómo ha dicho usted que se llamaba?
       —Barsukova.
       —Presénteme a Barsukova… Por favor…
       Y Borís Andreich no dejó en paz a Piotr Vasílich hasta que éste no le prometió llevarlo a casa de los Barsukov.
       Al cabo de dos días partían para allí.
       La familia Barsukov se componía de dos personas: el padre, de unos cincuenta años, y la hija, de veinticinco. Piotr Vasílich no había exagerado al calificar al padre de raro. La verdad es que era un tipo de lo más estrafalario. Después de concluir de manera brillante sus estudios en un establecimiento estatal, ingresó en la marina, donde no tardó en suscitar la atención de sus superiores, pero inopinadamente pidió el retiro, se casó y se estableció en el campo, donde poco a poco fue abandonándose y apoltronándose, hasta que al final acabó por no ir a ningún sitio, ni siquiera a salir de su habitación. Con una zamarra corta de piel de liebre y unas pantuflas, las manos metidas en los bolsillos, se pasaba el día entero yendo de un rincón a otro, tan pronto canturreando como silbando, y, a cualquier cosa que le dijeran, respondía siempre con una sonrisa: “¡Brau, brau!”. Es decir: “¡Bravo, bravo!”.
       —¿Sabe una cosa, Stepán Petróvich? —le decía, por ejemplo, algún vecino que iba a verlo (y a los vecinos les gustaba visitarle porque no había en el mundo persona más hospitalaria y cordial)—. Dicen que en Beliov el precio del centeno ha llegado a trece rublos en papel moneda.
       —¡Brau, brau! —respondía tranquilamente Barsukov, que acababa de venderlo a siete con cincuenta.
       —¿Y ha oído usted que su vecino, Pável Fomich, ha perdido veinte mil rublos a las cartas?
       —¡Brau, brau! —respondía Barsukov con la misma tranquilidad.
       —En Shlikovo el ganado tiene epizootia —observaba otro vecino que estaba presente.
       —¡Brau, brau!
       —La señorita Lapin se ha fugado con el administrador…
       —¡Brau, brau, brau!
       Y lo mismo en cualquier circunstancia y situación. Ya le comunicaran que el caballo estaba cojo, que había llegado un judío con mercancías, que el reloj de pared había desaparecido, que el muchacho había metido sus botas no se sabía dónde, se oía siempre la misma respuesta: “¡Brau, brau!”. Y, sin embargo, en su casa no se advertía un excesivo desorden. Sus campesinos prosperaban y él no contraía deudas. El aspecto de Barsukov predisponía en su favor: su cara redonda, sus grandes ojos castaños, su nariz recta y fina y sus labios rojos sorprendían por su frescura casi juvenil. La blancura nívea de sus cabellos hacía que esa frescura resaltara aún más. A sus labios asomaba en casi todo momento una leve sonrisa, aunque su aire risueño no se debía tanto a la curvatura de los labios como a los hoyuelos de las mejillas. No se reía nunca, pero en muy raras ocasiones estallaba en carcajadas histéricas, y después de cada uno de esos ataques se sentía siempre indispuesto. Hablaba muy poco, más allá de su acostumbrada expresión, sólo lo indispensable, empleando, además, todas las abreviaturas posibles.
       Su hija, Vérochka, se le parecía mucho de cara; además, tenía la misma sonrisa ylos mismos ojos oscuros, que parecían más oscuros aún merced a la delicada tonalidad rubia de los cabellos. No era demasiado alta, pero estaba muy bien formada. No tenía un atractivo particular, pero bastaba con echarle un vistazo o escuchar su vocecilla para que uno se dijera: “Qué muchacha tan agradable”. Padre e hija se tenían mucho cariño. La administración de la casa recaía por entero en la muchacha, que sobrellevaba esa carga de muy buena gana… No conocía otras ocupaciones. Piotr Vasilich no se había equivocado al calificarla de sencilla.
       Cuando Piotr Vasílich y Borís Andreich llegaron a casa de Barsukov, éste, según su costumbre, estaba paseándose de un lado a otro de su despacho. Ese despacho, que podía llamarse también salón y comedor, pues en él se recibía a los invitados y se ponía la mesa, ocupaba casi la mitad de la pequeña casita de Stepán Petróvich. Los muebles eran bastante feos, pero muy cómodos: a todo lo largo de una de las paredes se extendía un sofá anchísimo, mullido y provisto de gran cantidad de cojines, un sofá bien conocido de todos los propietarios de los alrededores. En las demás habitaciones no había más que sillas, alguna que otra mesilla y armarios. Eran habitaciones de paso, nadie vivía en ellas. El reducido dormitorio de Vérochka, que daba al jardín, no contaba con más mobiliario que una cama muy limpia, un tocador y un sillón; en cambio, por todos los rincones había botellas de licores y tarros de mermelada, que la propia Vérochka había etiquetado.
       Al entrar en el recibidor, Piotr Vasílich pretendió que les anunciaran, pero el criado que los recibió, ataviado con una levita de faldón largo, se contentó con mirarle y, al tiempo que le ayudaba a quitarse la pelliza, dijo: “Hagan el favor de pasar”. Los dos amigos entraron en el despacho de Stepán Petróvich Barsukov, y Piotr Vasílich presentó a Borís Andreich.
       Stepán Petróvich le estrechó la mano y dijo: “Contento… Mucho. Está usted helado… ¿Vodka?”. Y, señalando con la cabeza unos entremeses que había en una mesita, siguió recorriendo la habitación.
       Borís Andreich se tomó una copita, Piotr Vasílich le imitó, y a continuación ambos se sentaron en el espacioso sofá de los innumerables cojines. Al punto Borís Andreich tuvo la impresión de que se había pasado la vida entera en ese sofá y de que conocía al dueño de la casa desde tiempos inmemoriales. Esa misma sensación experimentaban todos los que acudían a casa de Barsukov.
       Ese día el anfitrión no estaba solo; por lo demás, era bastante raro no encontrarlo acompañado. Había allí un chupatintas con cara de vieja surcada de arrugas, nariz aquilina y ojos inquietos, un auténtico despojo. Hasta hacía poco había trabajado en una oficina, pero ahora lo habían llevado ante la justicia. Con una mano en la corbata y la otra en la parte delantera de la levita, seguía con la mirada a Stepán Petróvich. Esperó a que los visitantes se instalaran y entonces exclamó con un profundo suspiro:
       —¡Ah, Stepán Petróvich, Stepán Petróvich! Es fácil condenar a un hombre. Pero ya conoce usted el proverbio: “Peca el justo, peca el bribón, todo el mundo peca, ¿cómo no íbamos a pecar también nosotros?”.
       —Brau… —se aprestaba a pronunciar Stepán Petróvich, pero a mitad de camino se detuvo y declaró—: Un proverbio absurdo.
       —¿Y quién dice lo contrario? Claro que es absurdo —respondió ese despojo humano—. Pero ¡qué se puede hacer! La necesidad no es buena compañera: puede acabar con tu honradez. Estoy dispuesto a apelar al juicio de estos señores de la nobleza, si no tienen inconveniente en que les exponga mi caso…
       —¿Se puede fumar? —preguntó al dueño de la casa Borís Andreich.
       Stepán Petróvich asintió con la cabeza.
       —Desde luego —prosiguió aquel individuo—, yo mismo, más de una vez, he llegado a enfadarme conmigo mismo y con el mundo entero, he sentido, por decirlo de algún modo, una noble indignación…
       —Eso es propio de bribones —le interrumpió Stepán Petróvich.
       El caballero se estremeció.
       —¿A qué se refiere, Stepán Petróvich? ¿Quiere usted decir que la noble indignación es algo propio de bribones?
       Stepán Petróvich volvió a asentir con la cabeza.
       El señor guardó silencio y de pronto estalló en una risa cascada, con lo que todos pudieron apreciar que no le quedaba un solo diente, a pesar de lo cual pronunciaba bastante bien.
       Je, je, Stepán Petróvich, usted siempre con lo mismo. Con razón dice nuestro letrado que es usted un verdadero calamburista…
       —¡Brau, brau! —exclamó Barsukov.
       En ese momento se abrió la puerta y entró Vérochka. Avanzó con paso firme y ligero, llevando una bandeja redonda de color verde con dos tacitas de café y una jarra de crema. Vestía un traje gris oscuro que resaltaba su fino talle. Borís Andreich y Piotr Vasílich se levantaron a la vez del sofá. Ella les correspondió con un saludo, se acercó a la mesa, depositó la bandeja y dijo:
       —Aquí tienen el café.
       —Brau —respondió su padre—. Dos más —añadió, señalando a los invitados—. Borís Andreich, mi hija.
       Borís Andreich la saludó por segunda vez.
       —¿Quiere usted café? —le preguntó, mirándole a los ojos con toda tranquilidad—. Falta hora y media para la comida.
       —Con mucho gusto —contestó Borís Andreich.
       Vérochka se dirigió entonces a Krupitsin.
       —¿Y usted, Piotr Vasílich?
       —Yo también.
       —Ahora mismo lo traigo. Hace mucho que no le veo, Piotr Vasffich.
       Y, tras pronunciar esas palabras, Vérochka salió de la habitación.
       Borís Andreich la siguió con la mirada, se inclinó hacia su amigo y le susurró al oído:
       —Pero si es encantadora… Y qué modales tan desenvueltos…
       —¡La costumbre! —contestó Piotr Vasílich—. Tenga usted en cuenta que esta casa es como una fonda. En cuanto se va uno, llega otro.
       Como para confirmar las palabras de Piotr Vasílich, en ese momento entró en la habitación un nuevo visitante. Era un hombre muy corpulento —o, para decirlo a la manera que se usaba antaño en estos contornos, “tenía un corpachón”—, de cara voluminosa, ojos grandes, labios abulta dos y una copiosa mata de cabellos alborotados. En sus rasgos se percibía una expresión constante de descontento, de amargura. Llevaba un traje muy amplio, y cada vez que daba un paso se balanceaba de un lado a otro con todo el cuerpo. Se desplomó en el sofá y sólo entonces dijo: “¡Buenos días!”, aunque sin dirigirse a ninguno de los presentes en particular.
       —¿Vodka? —le preguntó Stepán Petróvich.
       —¡No! ¡Ni pensarlo! —respondió el recién llegado—. No estoy para vodka. Buenos días, Piotr Vasílich —añadió, echando un vistazo a su alrededor.
       —Buenos días, Mijéi Mijeich —contestó Piotr Vasílich—. ¿De dónde diablos viene usted?
       —¿De dónde va a ser? Pues de la ciudad. Sólo ustedes, los afortuna dos, no tienen necesidad de trasladarse a la ciudad. Yo, en cambio, por culpa de la tutela y de algunos caballeros como éste —añadió, señalando con el dedo en dirección al individuo que había sido llevado ante la justicia—, he reventado a mis caballos de tanto ir a la ciudad. ¡Que el diablo se los lleve!
       —Mis respetos a Mijéi Mijeich —dijo el señor al que había aludido el recién llegado en términos tan poco ceremoniosos.
       Mijéi Mijeich lo miró.
       —Dime una cosa, por favor —declaró, cruzando los brazos—, ¿cuándo te ahorcan de una vez?
       El otro se ofendió.
       —¡Es lo que tendrían que hacer! ¡Ya lo creo! ¡El gobierno es demasiado condescendiente con la gente como tú! ¡Eso es lo que pasa! ¿Acaso te preocupa que te hayan llevado ajuicio? ¡Para nada! Lo único que te fastidia, supongo, es que ya no puedes haben Sie gewesen[conjunto de palabras alemanas, desprovistas de sentido, que designaba, en el lenguaje oficinesco, el hábito de recibir propinas] —Y Mijéi Mijeich hizo un gesto con la mano, como si atrapara algo en el aire y se lo metiera en un bolsillo lateral—. Pero ¡dejémoslo! A vosotros todo os va bien, lo mismo lo grande que lo pequeño.
       —Usted se lo toma todo a broma —replicó el escribiente expulsado del servicio—, pero lo que no quiere entender es que quien da es libre de dar y quien recibe, libre de recibir. Además, no actué por cuenta propia: la parte más importante corrió a cargo de otra persona, como ya le he explicado.
       —Desde luego —observó con ironía Mijéi Mijeich—. Como el zorro que se protegía de la lluvia debajo de un rastrillo y estaba tan contento porque no le caía tanta agua. Pero reconoce que el jefe de policía te ha dado un buen repaso. ¿Eh? ¡Vaya repaso que te ha dado!
       El otro se estremeció.
       —Cuando se trata de meter en cintura a alguien, no deja títere con cabeza —dijo por fin, no sin titubeos.
       —¡Ya lo creo!
       —En cualquier caso, también de él habría mucho que decir…
       —Es un hombre intachable, un auténtico tesoro —le interrumpió Mijéi Mijeich, dirigiéndose a Stepán Petróvich—. ¡Un auténtico gigante para estos tunantes y también para los borrachos!
       —¡Brau, brau! —exclamó Stepán Petróvich.
       Verochka entró con otras dos tazas de café en la bandeja.
       Mijéi Mijeich la saludó.
       —Una más —dijo el padre.
       —¿Por qué se toma usted esa molestia? —le preguntó Borís Andreich, cogiendo una de las tazas.
       —No es ninguna molestia —respondió Vérochka—. Prefiero no encargárselo al muchacho porque me figuro que así quedará más apetitoso.
       —Desde luego, viniendo de sus manos…
       Pero Vérochka no oyó el cumplido, pues salió a toda prisa en busca de otro café para Mijéi Mijeich.
       —¿Y se han enterado —preguntó este último, después de apurar su taza— de que Mavra Ilínichna se ha quedado sin habla?
       Stepán Petróvich se detuvo y levantó la cabeza.
       —Como se lo digo —prosiguió Mijéi Mijeich—. Una parálisis. Ya saben que le gustaba mucho comer. Pues anteayer estaba sentada a la mesa, en compañía de unos invitados… Le sirvieron botvina [una sopa fría preparada con kvas, cereales y pescado] y ella se tomó dos platos. Pidió un tercero… pero de pronto miró a su alrededor y dijo sin apresurarse: “Que se lleven la sopa. Todo el mundo aquí se ha vuelto verde”, y se cayó de la silla. Acudieron a levantarla, le preguntaron qué le había pasado… Ella se explicaba por gestos, porque no podía hablar. Según he oído, el médico del distrito se lució en este caso… Pegó un salto y gritó: “¡Un médico! ¡Que traigan un médico!”. Se le veía apuradísimo. Pero, claro, ¿qué práctica tiene? ¡Puede decirse que se gana la vida con los muertos! [es decir, aceptando sobornos y propinas para que no se practicara la autopsia en los casos dudosos]
       —¡Brau, brau! —exclamó Barsukov con aire pensativo.
       —Pues también nosotros vamos a tener hoy botvina —observó Vérochka, que se había sentado en un rincón, en el borde de la silla.
       —¿Con qué? ¿Con esturión? —se aprestó a preguntar Mijéi Mijeich.
       —Con esturión fresco y curado.
       —Estupendo. No obstante, dicen que no es bueno tomar botvina en invierno, porque es un plato frío. Una bobada… ¿No es verdad, Piotr Vasilich?
       —Una auténtica bobada —respondió Piotr Vasílich—. ¿Acaso no está caliente la habitación?
       —Muy caliente.
       —¿Y por qué no va a poder comerse un plato frío en una habitación caliente? No lo comprendo.
       —Yo tampoco.
       La conversación se prolongó en ese tono bastante rato. El dueño de la casa apenas tomaba parte y no hacía más que pasearse por la habitación. Cuando llegó la hora del almuerzo, todos comieron con apetito, pues los platos eran sabrosos, aunque preparados con sencillez. Vérochka, sentada en el lugar de honor, servía la botvina, repartía los platos, se aseguraba de que los invitados comieran y trataba de anticiparse a sus deseos. Viazovnín, sentado a su lado, no le quitaba la vista de encima. Vérochka no podía hablar sin sonreír, como su padre, y esa sonrisa le sentaba muy bien. De vez en cuando Viazovnín le dirigía alguna pregunta, no tanto por escuchar una respuesta como por volver a contemplar esa sonrisa.
       Después de la comida Mijéi Mijeich, Piotr Vasilich y el señor al que habían llevado ajuicio, cuyo nombre era Onufri Ilich, se pusieron a jugar a las cartas. Mijéi Mijeich ya no le trataba con tanta rudeza, aunque seguía haciéndole rabiar. Tal vez esa nueva actitud se debiera a que durante la comida se había bebido una copa de más. Aunque es verdad que cada vez que repartían afirmaba que todos los ases y todos los triunfos acababan en manos de Onufri, que esa semilla de ortiga marcaba los naipes, que tenía unas manos desvalijadoras; no obstante, después de ganarle una mano, Mijéi Mijeich se puso inesperadamente a alabarle.
       —Digan lo que digan, no cabe duda de que eres un perfecto canalla —le dijo—, pero te tengo cariño, qué diablos. En primer lugar porque ésa es mi naturaleza, y en segundo porque, silo piensa uno bien, los hay peores que tú; hasta puede decirse que, en tu género, eres un hombre decente.
       —Ha dicho usted la verdad, Mijéi Mijeich —repuso Onufri Ilich, a quien esas palabras habían comunicado un considerable aplomo—, la pura verdad, pero, cuando le persiguen a uno, naturalmente…
       —Bueno, reparte, reparte —le interrumpió Mijéi Mijeich—. ¡Persecuciones! ¿De qué persecuciones hablas? Da gracias a Dios de que no te hayan encerrado, cargado de cadenas, en la torre de Pugachov…[1742-1775, cosaco que, haciéndose pasar por el zar Pedro III, dirigió una sublevación popular; una vez derrotado, fue conducido a Moscú, donde pasó dos meses en la Casa de la Moneda; fue ejecutado en esa ciudad el 10 de enero de 1775] Reparte.
       Y Onufri Ilich se puso a repartir, sin parar de guiñar los ojos y hume deciéndose una vez tras otra el pulgar de la mano derecha con su lengua larga y delgada.
       Entre tanto Stepán Petróvich continuaba con su ir y venir por la habitación y Borís Andreich seguía al lado de Vera. La conversación que habían entablado se desarrollaba a tirones, pues ella salía a cada momento, y era tan insulsa que resultaría difícil reproducirla. Él le preguntaba quién vivía en la vecindad, si iba a menudo de visita, si le gustaba ocuparse de las labores de la casa. A la pregunta de qué leía, ella respondió: “Me gustaría leer, pero no tengo tiempo”. Y cuando, al atardecer, entró el criado en el despacho para anunciar que los caballos estaban listos, le dio pena marcharse y dejar de ver esos ojos bondadosos, esa sonrisa luminosa. Si Stepán Petróvich hubiera hecho algún intento de retenerlos, seguramente se habrían quedado. Pero Stepán Petróvich no dio ningún paso en ese sentido, no porque no le hubiera gustado el nuevo huésped, sino porque era costumbre en la casa que, quien quisiera quedarse a pasar la noche, ordenara él mismo que le preparasen la cama. Así lo hicieron Mijéi Mijeich y Onufri Ilich, que se acostaron en la misma habitación y se quedaron charlando hasta pasada la medianoche. Sus voces llegaban de manera confusa hasta el despacho. El que más hablaba era Onufri Ilich, que parecía estar contando algo o tratando de persuadir de alguna cosa a su interlocutor; éste, por su parte, se contentaba con emitir de vez en cuando un “hum”, en el que se traslucía tan pronto la desconfianza como una tácita aprobación. A la mañana siguiente se marcharon juntos a la aldea de Mijéi Mijeich, y de allí a la ciudad, también juntos.
       En el camino de vuelta Piotr Vasílich y Borís Andreich guardaron silencio largo rato. El primero llegó incluso a echar un sueñecito, mecido por el tintineo de la campanilla y el movimiento regular del trineo.
       —¡Piotr Vasílich! —dijo por fin Borís Andreich.
       —¿Qué? —respondió el otro medio dormido.
       —¿Por qué no me pregunta usted nada?
       —¿Y qué quiere que le pregunte?
       —Pues como las otras veces.
       —¿Acerca de Vera?
       —¡Sí!
       —¡Vaya! Pero si yo no se la he propuesto. No le conviene.
       —Se equivoca usted. Me ha gustado mucho más que todas sus Emerentsias y sus Sofias Kiríllovnas.
       —Pero ¿qué dice?
       —Lo que oye.
       —Pero, permítame, si es una muchacha sencillísima. Puede que sea una buena ama de casa, eso no lo discuto. Pero ¿acaso es eso lo que usted necesita?
       —¿Y por qué no? Quizá sea eso precisamente lo que ando buscando.
       —Pero ¡qué dice, Borís Andreich! ¡Haga usted el favor! ¡Si ni siquiera sabe hablar francés!
       —¿Y qué importancia tiene eso? ¿Es que no puede pasarse uno sin el francés?
       Piotr Vasílich guardó silencio unos instantes.
       —Jamás me habría esperado esto… de usted. Es decir, me parece que está usted bromeando.
       —No, no bromeo.
       —¡Cualquiera le entiende a usted después de esto! Yyo que creía que esa muchacha sólo servía para un tipo como yo. Por lo demás, no cabe duda de que vale su peso en oro.
       Y Piotr Vasílich se ajustó el gorro, recostó la cabeza en el cojín y se quedó dormido. Borís Andreich siguió pensando en Vera. Veía su sonrisa, la elegre mansedumbre de sus ojos. La noche era luminosa y fría, la nieve resplandecía de lucecillas azules que parecían diamantes; el cielo estaba sembrado de estrellas, las Pléyades centelleaban con vivo resplandor, el hielo crujía y chirriaba al paso del trineo; las ramas de los árboles, recubiertas de escarcha emitían un débil tintineo y brillaban a la luz de la luna como si fueran de cristal. Con ese tiempo la imaginación se dispara. Y eso es lo que le sucedió a Viazovnín. Cuántas fantasías no se le pasarían por la cabeza, hasta que el trineo, por fin, se detuvo delante de la casa. Pero en cualquier caso la figura de Vérochka no se apartaba ni un instante de sus pensamientos, acompañando en secreto todas sus ensoñaciones.
       Piotr Vasílich, como ya se ha dicho, se sorprendió de la impresión que Vérochka había causado en Borís Andreich; pero aún se sorprendió más al cabo de dos días cuando su amigo le anunció que se moría de ganas de ir a casa de Barsukov y que se dirigiría allí solo si no se decidía a acompañarlo. Naturalmente, Piotr Vasilich respondió que le acompañaría de muy buena gana, y ambos regresaron a la casa, donde de nuevo pasaron el día entero. Como la vez anterior, se encontraron con otros invitados, a los que Vérochka también sirvió café y, después de la comida, mermelada. Pero Viazovnín conversó más con ella en esta ocasión, es decir, tuvo oportunidad de dirigirle la palabra más tiempo. Le habló de su vida pasada, de San Petersburgo y de sus viajes; en una palabra, de todo lo que se le pasó por la cabeza. Ella le escuchaba con serena curiosidad, sin dejar de sonreír y mirándole a la cara, aunque sin olvidar ni por un instante sus obligaciones de señora de la casa: se levantaba en cuanto reparaba en que uno de los invitados necesitaba alguna cosa, y se la llevaba ella misma. Cuando se alejaba, Viazovnín no se movía de su sitio y miraba tranquilamente a su alrededor. Vérochka regresaba, se sentaba a su lado y retomaba su labor, y entonces él reanudaba su relato. Stepán Petróvich, que se paseaba arriba y abajo por la habitación, a veces se acercaba a ellos, prestaba oídos a las palabras de Viazovnín y farfullaba: “¡Brau, brau!”. Así iba pasando el tiempo… Esta vez Viazovnín y Piotr Vasilich se quedaron a pasar la noche y no emprendieron la marcha hasta al día siguiente, a última hora de la tarde. Al despedirse de Vérochka, Viazovnín le apretó la mano. La joven se ruborizó ligeramente. Ningún hombre le había apretado la mano hasta entonces, pero ella pensó que tal vez fuera una costumbre de San Petersburgo.
       Los dos amigos empezaron a visitar con asiduidad la casa de Stepán Petróvich; Borís Andreich, sobre todo, se sentía allí como en su propia casa. En ocasiones era tal su deseo de ir que no podía contenerse y partía solo. Vérochka le gustaba cada vez más. Entre ambos se había establecido una especie de amistad, y ya empezaba él a considerar que era una amiga demasiado fría y juiciosa. Piotr Vasílich dejó de hablar de Vérochka con él… Pero una mañana, después de mirarlo un rato en silencio, como tenía por costumbre, dijo con tono decidido:
       —¡Borís Andreich!
       —¿Qué? —respondió éste y, sin saber él mismo la razón, se puso ligeramente colorado.
       —Lo que quería decirle, Borís Andreich… Mire… El caso es que… creo que no estaría bien que, por ejemplo…
       —¿A qué se refiere? —replicó Borís Andreich—. No le entiendo.
       —Se trata de Vérochka…
       —¿De Vérochka?
       Y Borís Andreich se puso aún más colorado.
       —Sí. Mire, en cualquier momento se puede producir una desgracia… causar una ofensa… Perdone mi franqueza, pero considero mi deber, en mi condición de amigo…
       —Pero ¿a qué viene todo esto, Piotr Vasílich? —le interrumpió Borís Andreich—. Vérochka es una muchacha de una conducta intachable. Además, entre nosotros no hay nada, más allá de una relación de simple amistad.
       —¡Bueno, basta, Borís Andreich! —declaró a su vez Piotr Vasffich—. ¿Por qué razón, siendo usted un hombre instruido, ha trabado amistad con una joven aldeana que, más allá de las paredes de su casa…?
       —¡Ya vuelve usted con lo mismo! —le interrumpió por segunda vez Borís Andreich—. ¿Qué tiene que ver mi educación con todo esto? No lo entiendo.
       Borís Andreich estaba un poco enfadado.
       —Bueno, escuche usted, Borís Andreich —dijo Piotr Vasílich con impaciencia—, ya que hemos llegado a este punto, déjeme que le diga una cosa. Tiene usted todo el derecho a ocultarse de mí, pero, si cree usted que me engaña, se equivoca. Yo también tengo ojos en la cara. Ayer —ambos habían estado la víspera en casa de Stepán Petróvich— me di cuenta de muchas cosas…
       —¿De qué, por ejemplo? —preguntó Borís Andreich.
       —De que está usted enamorado y de que hasta siente celos.
       Viazovnín se quedó mirando a Piotr Vasílich.
       Vale, pero ¿me ama ella a mí?
       —Eso no puedo decírselo con certeza, pero me extrañaría que no fuera así.
       —¿Porque soy un hombre educado, quiere usted decir?
       —En parte por eso y en parte también porque goza usted de una buena posición. También es posible que le guste su aspecto. Pero lo principal es la posición.
       Viazovnín se levantó y se acercó a la ventana.
       —¿Y en qué ha notado usted que tengo celos? —preguntó, volviéndose de pronto a Piotr Vasílich.
       —Ayer parecía usted fuera de sí hasta que no se marchó ese granuja de Karántev.
       Viazovnín no respondió nada, pero en lo más profundo de su alma reconoció que su amigo tenía razón. Ese Karántev era un estudiante que había dejado la carrera a medias, alegre y nada tonto, de gran corazón, pero completamente desorientado y echado a perder. Las pasiones habían agotado sus fuerzas dede muy joven. A muy temprana edad se había quedado sin nadie que le cuidara. Tanto su cara como su aspecto general recordaban los de un gitano atrevido; además, como si no fuera suficiente con eso, cantaba y bailaba como un gitano. Se enamoraba de todas las mujeres. Vérochka le gustaba mucho. Borís Andreich lo conoció en casa de Barsukov y en un principio le cayó muy bien; pero, un día, después de advertir una expresión peculiar en el rostro de Vérochka mientras le escuchaba cantar una canción, cambió de opinión.
       —Piotr Vasilich —dijo Borís Andreich, acercándose a su amigo y deteniéndose delante de él—, debo reconocer… Me parece que tiene usted razón. Hace tiempo que lo presentía, pero usted ha acabado de abrirme los ojos. A decir verdad, Vérochka no me deja indiferente. Pero, dígame, Piotr Vasílich, ¿qué resultará de todo esto? Ni ella ni yo tenemos intenciones deshonestas; además, me parece haberle dicho ya que no he observado en ella ningún indicio de que sienta una especial inclinación por mí.
       —Puede ser —respuso Piotr Vasílich—, pero el maligno es muy poderoso.
       Borís Andreich guardó silencio unos instantes.
       —¿Qué debo hacer, Piotr Vasílich?
       —¿Qué? Pues dejar de aparecer por su casa.
       —¿Cree usted?
       —Desde luego… ¡No va usted a casarse con ella!
       Viazovnín guardó silencio una vez más.
       —¿Y por qué no iba a casarme con ella? —exclamó por fin.
       —Ya se lo he dicho en otra ocasión, Borís Andreich: porque no es pareja para usted.
       —No comparto su opinión.
       —Pues entonces haga lo que le parezca. Yo no soy su tutor.
       Y Piotr Vasílich se puso a llenar su pipa.
       Borís Andreich se sentó al pie de la ventana y se abismó en sus pensamientos.
       Piotr Vasílich, sin molestarle, lanzaba nubecillas de humo con la mayor tranquilidad del mundo. Por último Borís Andreich se puso en pie y con visible agitación ordenó que engancharan los caballos.
       —¿Adónde va? —le preguntó Piotr Vasiilich.
       —A casa de los Barsukov —respondió Borís Andreich con voz entrecortada.
       Piotr Vasiilich soltó unas cinco bocanadas de humo.
       —¿Quiere que le acompañe?
       —No, Piotr Vasílich. Hoy prefiero ir solo. Necesito tener una explicación con Vérochka.
       —Como guste.
       “Por lo visto —se dijo para sus adentros, mientras se despedía de Borís Andreich— lo que empezó en broma se ha vuelto asunto serio… Y todo por no tener nada que hacer”, añadió, acomodándose en el sofá.
       En la noche de ese mismo día Piotr Vasílich se aprestaba a meterse en la cama, sin esperar el regreso de su amigo, cuando de pronto Borís Andreich irrumpió en la habitación, todo salpicado de nieve y, sin pronunciar palabra, se arrojó sobre su cuello.
       —¡Piotr Vasiilich, amigo mío, felicítame! —exclamó, tuteándole por primera vez desde que se conocían—. Ha dado su consentimiento, y también su padre… ¡Todo está arreglado!
       —Pero… ¿de qué me hablas? —balbuceó Piotr Vasilich, estupefacto.
       —¡Me caso!
       —¿Con Vérochka?
       —Sí… Todo está resuelto y decidido.
       —¡No puede ser!
       —¡Hay que ver cómo eres!… ¡Te digo que todo está decidido!
       Piotr Vasílich se calzó en un santiamén las zapatillas en los pies descalzos, se echó una bata sobre los hombros y gritó:
       —¡Makedonia, té! —y añadió—: Si todo se ha arreglado definitivamente, no hay nada más que hablar. ¡Que Dios os asista y os conceda prosperidad! Pero haz el favor de contarme cómo sucedió todo.
       Es digno de nota que a partir de ese momento los dos amigos empezaran a tutearse, como si nunca se hubieran tratado de otro modo.
       —Desde luego, con mucho gusto —respondió Viazovnín, y dio inicio a su relato.
       En realidad, los acontecimientos se desarrollaron de la siguiente manera:
       Al llegar Borís Andreich a casa de Stepán Petróvich, no encontró a ningún invitado, en contra de lo que era habitual, y el dueño tampoco se paseaba arriba y abajo por la habitación, sino que estaba sentado en un sillón Voltaire, pues se sentía indispuesto. Cuando le pasaba algo así, no pronunciaba palabra; por eso saludó a Viazovnín con un amistoso gesto de la cabeza, le señaló con la mano primero una mesa con entremeses, después a Vérochka, y a continuación cerró los ojos. Viazovnín no necesitaba otra cosa: se sentó al lado de Vérochka y se puso a conversar con ella en voz baja. Hablaron de la salud de Stepán Petróvich.
       —Cada vez que no se encuentra bien, me asusto —dijo en un susurro Vérochka—. Porque él es así, no se queja ni pide nada. No le sacará usted ni una sola palabra. Por muy enfermo que esté, no dirá nada.
       —¿Le quiere usted mucho? —le preguntó Viazovnín.
       —¿A quién? ¿Ami papaíto? ¡Más que a nada en el mundo! Si le ocurriera alguna cosa, Dios no lo quiera, creo que me moriría.
       —En ese caso, supongo que le resultaría imposible separarse de él.
       —¿Separarme de él? Pero ¿por qué?
       Borís Andreich la miró a la cara.
       —Una muchacha no puede vivir toda la vida en la casa de su padre.
       —¡Ah! Se refiere usted a eso… Bueno, en ese sentido, me siento muy tranquila… ¿Quién iba a interesarse por mí?
       “¡Yo!”, estuvo a punto de decir Borís Andreich, pero se contuvo.
       —¿Por qué está usted tan ensimismado? —le preguntó ella, mirándole con su sonrisa habitual.
       —Estoy pensando —respondió él—, estoy pensando… que… —Y de pronto, cambiando de tono, le preguntó si hacía mucho tiempo que conocía a Karántev.
       —La verdad es que no me acuerdo… Son tantos los que vienen a ver a papá. Creo que nos visitó por primera vez el año pasado.
       —Y dígame, ¿le gusta?
       —No —respondió Vérochka, después de unos instantes de reflexión.
       —¿Por qué?
       —Porque va muy sucio —respondió ella con sencillez—. Por lo demás, debe de ser una buena persona, y canta de maravilla… Cuando canta, se le encoge a uno el corazón.
       —¡Ah! —profirió Viazovnín y, al cabo de una beve pausa, añadió—: ¿Y quién le gusta a usted?
       —Mucha gente. Usted, por ejemplo.
       —Nosotros somos amigos, desde luego. Pero ¿no hay nadie que le guste de manera especial?
       —¡Qué curioso es usted!
       —Y usted qué fría.
       —¿Cómo dice? —preguntó Vérochka con ingenuidad.
       —Escuche… —empezó Viazovnín.
       Pero en ese momento Stepán Petróvich se revolvió en su sillón.
       —Escuche —prosiguió con voz apenas audible, mientras la sangre se le agolpaba en la garganta—, tengo que decirle algo, algo muy importante… pero no aquí.
       —¿Dónde, entonces?
       Al menos en la habitación de al lado.
       —¿Qué será? —preguntó Vérochka, incorporándose—. ¿Tal vez un secreto?
       —Sí, un secreto.
       —Un secreto —repitió la joven con asombro y se dirigió a la habitación contigua.
       Viazovnín la siguió en un estado febril.
       —Bueno, ¿de qué se trata? —preguntó ella con curiosidad.
       A Borís Andreich le habría gustado dar algún rodeo, pero al ver aquel rostro juvenil, animado de esa leve sonrisa que tanto le gustaba, y aquellos ojos claros de mirada tan dulce, perdió la cabeza y, de forma completamente inesperada para él mismo, sin preámbulo alguno, le preguntó de buenas a primeras:
       —Vera Stepánovna, ¿quiere usted ser mi esposa?
       —¿Cómo? —exclamó la joven, sintiendo un calor repentino y enrojeciendo hasta las orejas.
       —¿Quiere usted ser mi esposa? —repitió maquinalmente Viazovnín.
       —Yo… Yo, la verdad, no sé, no me esperaba… Es tan… —murmuró Vera, apoyando las manos en el antepecho de la ventana para no caerse. Y de pronto salió corriendo de la habitación y se refugió en su dormitorio.
       Borís Andreich se quedó un momento donde estaba y, al cabo de un rato, regresó al despacho en un estado de profunda agitación. Sobre la mesa había un número de Novedades de Moscú. Lo cogió, se sentó y se puso a recorrer las líneas, sin entender nada. La verdad es que ni siquiera tenía la menor idea de lo que acababa de sucederle. Llevaba un cuarto de hora en esa misma posición cuando de pronto oyó a sus espaldas un leve susurro y, sin necesidad de volverse, sintió la presencia de Vérochka.
       Transcurrieron unos instantes más. Viazovnín echó un vistazo por encima de las páginas del periódico. La joven estaba sentada al pie de la ventana, con la cabeza vuelta del otro lado, y parecía pálida. De pronto Viazovnín recobró el ánimo, se levantó, se acercó a ella y se sentó a su lado en una silla…
       Stepán Petróvich seguía inmóvil en el sillón, con la cabeza reclinada en el respaldo.
       —Perdóneme, Vera Stepánovna —empezó Borís Andréich con cierto esfuerzo—. Es culpa mía, no debía haber sido tan brusco… además, desde luego… no tenía ningún motivo…
       Vérochka no le contestó.
       —Pero ya que las cosas han salido así —prosiguió Borís Andreich—, al menos me gustaría saber la respuesta…
       Vérochka inclinó levemente la cabeza; sus mejillas volvieron a cubrirse de rubor.
       —Vera Stepánovna, dígame aunque sólo sea una palabra.
       —La verdad, no sé, Borís Andreich —dijo por fin—. Eso depende de mi papá…
       —¿Te encuentras mal? —se oyó de pronto la voz de Stepán Petróvich.
       Vérochka se estremeció y se apresuró a levantar la cabeza. Los ojos de Stepán Petróvich, que no dejaban de mirarla, expresaban inquietud. La joven corrió a su lado.
       —¿Me pregunta a mí, papaíto?
       —Je encuentras mal? —repitió Stepán Petróvich.
       —¿Quién? ¿Yo? No… ¿Por qué dice eso?
       El viejo no le quitaba los ojos de encima.
       —¿Seguro que estás bien? —preguntó una vez más.
       —Pues claro. ¿Y cómo se siente usted?
       —Brau, brau —profirió Stepán Petróvich en voz baja y volvió a cerrar los ojos.
       Vérochka se encaminó a la puerta, pero Borís Andreich la detuvo.
       —Dígame al menos si me permite que hable con su padre.
       —Como usted quiera —susurró ella—, pero me parece, Borís Andreich, que no soy pareja para usted.
       Borís Andreich hizo ademán de cogerle la mano, pero ella le esquivó y salió de la habitación.
       “¡Qué extraño! —pensó—. ¡Dice lo mismo que Krupitsin!”
       Una vez que se quedó a solas con Stepán Petróvich, Borís Andreich se prometió tratar el asunto de una manera más sensata y, en la medida de lo posible, prepararlo para una petición tan inesperada; pero la cosa se reveló aún más difícil que con Vérochka. Stepán Petróvich, que tenía un poco de fiebre, tan pronto se sumía en sus pensamientos como se quedaba adormilado, y respondía tarde y de mala gana a las preguntas y observaciones diversas con que Borís Andreich intentaba acercarse poco a poco al verdadero objeto de la conversación… En suma, Borís Andreich, viendo que todas sus alusiones caían en saco roto, decidió, aunque no le hiciese la menor gracia, ir al grano.
       Varias veces tomó aliento, como si se dispusiese a hablar, pero al final se detuvo sin pronunciar palabra.
       —Stepán Petróvich —dijo por último—, quisiera hacerle una proposición que va a sorprenderle mucho.
       —Brau, brau —profirió tranquilamente Stepán Petróvich.
       —Una proposición totalmente inesperada para usted.
       Stepán Petróvich abrió los ojos.
       —Lo único que le pido es que no se enfade conmigo.
       Los ojos de Stepán Petróvich se abrieron aún más.
       —Yo… quisiera pedir la mano de su hija Vera Stepánovna.
       Stepán Petróvich se levantó bruscamente de su sillón Voltaire.
       —¿Cómo? —preguntó con el mismo tono de voz y la misma expresión que Vérochka.
       Borís Andreich tuvo que repetir su propuesta.
       Stepán Petróvich clavó los ojos en Viazovnín y lo contempló en silencio tanto tiempo que este último acabó sintiéndose incómodo.
       —¿Lo sabe Vera? —preguntó Stepán Petróvich.
       —He tenido una conversación con Verá Stepánovna, y ella me ha dado permiso para que hablara con usted.
       —¿Esa conversación se ha producido ahora?
       —Sí, hace un momento.
       —Espere usted —dijo Stepán Petróvich y salió de la habitación.
       Borís Andreich se quedó solo en el despacho del viejo chiflado. Lleno de confusión, miraba tan pronto las paredes como el suelo. De pronto se oyó el rumor acompasado de unos cascos de caballo delante de la escalinata, la puerta del recibidor se cerró de golpe y una voz gutural preguntó: “¿Está en casa?”. A continuación resonaron unos pasos y en el despacho apareció Mijéi Mijeich, a quien ya conoce el lector.
       Borís Andreich no cabía en sí de rabia.
       —¡Qué calorcito hace aquí! —exclamó Mijéi Mijeich, dejándose caer en el sofá—. ¡Ah, hola! ¿Dónde está Stepán Petróvich?
       —Acaba de salir. Vendrá en seguida.
       —Hoy hace un frío terrible —observó Mijéi Mijeich, sirviéndose una copita de vodka, y, nada más engullirla, añadió con animación—: Pues yo vengo otra vez de la ciudad.
       —¿De la ciudad? —preguntó Viazovnín, ocultando a duras penas su preocupación.
       —De la ciudad —repitió Mijéi Mijeich—, y todo por culpa de ese bandido de Onufri. Me ha calentado las orejas hablándome el diablo sabe de qué, me ha mareado con sus patrañas. Que si patatín, que si patatán. Tengo un asunto para usted, decía, como no ha habido otro igual en el mundo. Tantos rublos le van a caer que tendrá que recogerlos con una pala. Al final, todo el asunto acabó como sigue: me pidió prestados veinticinco rublos, me hizo perder el tiempo en vano en la ciudad y me obligó a reventar los caballos.
       —¡Qué me dice usted! —farfulló Viazovnín.
       —Lo que oye. Es un bandido. Un bandido redomado. Lo único que le falta es recorrer los caminos con un garrote. La verdad es que no entiendo qué es lo que hace la policía. A este paso, acabará uno mendigando por las calles, palabra.
       Stepán Petróvich entró en la habitación.
       Mijéi Mijeich se puso a contarle sus aventuras con Onufri.
       —¡Cómo es posible que nadie le dé una buena zurra! —exclamó.
       —Una buena zurra —repitió Stepán Petróvich, y de repente se retorció de risa.
       Mijéi Mijeich, al verlo, también se echó a reír, y hasta repitió: “Así es, habría que darle una buena zurra”. Pero cuando Stepán Petróvich acabó cayéndose del sofá, sacudido por los espasmos de una risa histérica, Mijéi Mijeich se dirigió a Borís Andreich y dijo, separando ligeramente los brazos:
       —Siempre le pasa lo mismo. De repente se parte de risa, vaya usted a saber por qué. En fin, una pequeña rareza.
       Vérochka entró toda alterada, con los ojos enrojecidos.
       —Papá hoy no se encuentra bien del todo —le confió en voz baja a Mijéi Mijeich.
       Éste asintió con la cabeza y se llevó a la boca un pedazo de queso. Por último Stepán Petróvich se calló, se incorporó, reposó un momento y empezó a pasearse por la habitación. Borís Andreich evitaba sus miradas. Estaba en ascuas. Mijéi Mijeich volvió a echar pestes de Onufri Ilich.
       Se sentaron a la mesa, pero también allí el único que hablaba era Mijéi Mijeich. Por último, ya poco antes del atardecer, Stepán Petróvich cogió de la mano a Borís Andreich y se lo llevó en silencio a otra habitación.
       —¿Es usted un buen hombre? —le preguntó, mirándole a los ojos.
       —Soy un hombre honrado, Stepán Petróvich —respondió Borís Andreich—. Eso puedo garantizárselo. Y quiero a su hija.
       —¿La quiere? ¿De veras?
       —La quiero y me esforzaré por ser digno de su amor.
       —¿No se cansará usted de ella? —volvió a preguntar Stepán Petróvich.
       —¡Jamás!
       El rostro de Stepán Petróvich se contrajo en un gesto de dolor.
       —Bueno, mire… Ámela usted… Doy mi consentimiento.
       Borís Andreich quiso abrazarlo, pero Stepán Petróvich le dijo:
       —Más tarde. Está bien así.
       Y, dándose la vuelta, se acercó a la pared. Borís Andreich pudo observar que estaba llorando.
       Stepán Petróvich se enjugó los ojos sin volver la cabeza y a continuación se dirigió al despacho. Al pasar junto a Borís Andreich, le dijo con su habitual sonrisa, sin mirarlo:
       —Si le parece bien… dejémoslo por hoy… mañana… todo… lo que sea necesario…
       —Bueno, bueno —se aprestó a responder Borís Andreich y, al entrar en el despacho tras él, intercambió una mirada con Vérochka.
       Sentía alegría y a la vez pesadumbre. No podía quedarse mucho tiempo en casa de Stepán Petróvich, en compañía de Mijéi Mijeich; le apetecía muchísimo estar a solas; además, tenía ganas de ver a Piotr Vasílich. Así pues, partió al poco rato, no sin antes prometer que regresaría al día siguiente. Al despedirse de Vérochka en el vestíbulo, le besó la mano. Ella le miró.
       —Hasta mañana —dijo él.
       —Adiós —respondió ella en voz baja.
       —Mira, Piotr Vasílich —dijo Borís Andreich, una vez concluido su relato, poniéndose a pasear arriba y abajo por el dormitorio—, he estado dándole vueltas en la cabeza a la siguiente cuestión: ¿cuál es la razón de que los jóvenes no se casen? Y ésta es la conclusión a la que he llegado: les da pavor perder su libertad. Piensan: “¿Para qué apresurarse? Aún tengo tiempo. Tal vez se me presente una oportunidad mejor”. Y la historia suele terminar de una de estas dos maneras: o bien se convierte en un solterón, o bien se casa con la primera que encuentra. ¡Y todo por culpa del amor propio y el orgullo! Si Dios te depara una joven dulce y buena, no dejes escapar la oportunidad, sé feliz y déjate de caprichos. Nunca encontraré una mujer mejor que Vérochka. Yen cuanto a las lagunas que pueda presentar su educación, será mi deber llenarlas. Tiene un temperamento bastante flemático, pero eso no es ningún mal. Al contrario. Por eso me he decidido tan deprisa. Tú mismo me aconsejabas que me casara. Y, si me equivoco —añadió, deteniéndose un momento con aire pensativo, para a continuación proseguir—, el daño no será muy grande. De la vida que llevo, en cualquier caso, no habría podido esperarse nada.
       Piotr Vasílich escuchó a su amigo en silencio, tomando de vez en cuando en su mano un vaso rajado y bebiendo un sorbo del repugnante té preparado por la solícita Makedonia.
       —¿Por qué no dices nada? —le preguntó por fin Boris Andreich, deteniéndose delante de él—. ¿Acaso no tengo razón? ¿No estás de acuerdo conmigo?
       —Has hecho la petición —respondió Piotr Vasílich, separando mucho las palabras—, el padre te ha dado su bendición, la hija no te ha rechazado, así que no hay nada más que hablar. Es probable que todo sea para bien. Ahora es necesario pensar en la boda, no perderse en razonamientos. Pero éstas no son horas para tratar de esa cuestión… Mañana hablaremos como es debido. ¡Eh! ¿Quién anda por ahí? ¡Que alguien acompañe a Borís Andreich!
       —Pero ¡al menos abrázame, felicítame! —exclamó Borís Andreich—. ¡Hay que ver cómo eres!
       —Pues claro que te doy un abrazo. Y con mucho gusto.
       Y Piotr Vasílich abrazó a Boris Andreich.
       —¡Que Dios te conceda toda la felicidad del mundo!
       Los dos amigos se separaron.
       —Y todo esto —se dijo a sí mismo en voz alta Piotr Vasffich, después de pasar un rato en la cama, mientras se volvía del otro lado— por no haber servido en el ejército. Está acostumbrado a la buena vida y no sabe lo que es la disciplina.

       Al cabo de un mes Viazovnín se casó con Vérochka. Él mismo había insistido en que la boda no se demorase más. Piotr Vasílich fue su padrino. En el transcurso de ese mes, Viazovnín visitó a diario la casa de Stepán Petróvich, pero en sus relaciones con Vérochka y en las de Vérochka con él no se produjeron cambios apreciables, sólo que la joven se mostraba aún más retraída. Él le llevó un ejemplar de Yuri Miloslavski [1829, novela histórica, la primera en Rusia, escrita por Mijaíl N. Zagoskin, 1789-1852] y le leyó algunos capítulos. La novela de Zagoskin le gustó mucho; pero, al terminarla, no le pidió otra. Karántev vino una vez a ver a Vérochka, después de que se prometiera. Llegó borracho, hay que reconocerlo, se la quedó mirando como si se dispusiera a decirle algo, pero no abrió la boca. Cuando le pidieron que cantara alguna cosa, entonó una canción melancólica y luego otra más alegre; a continuación arrojó la guitarra sobre el sofá, se despidió de todo el mundo, se sentó en el trineo, se dejó caer de bruces en el heno que tapizaba el fondo y estalló en sollozos. Un cuarto de hora más tarde dormía a pierna suelta.
       La víspera de la boda a Vérochka se la vio muy triste, y a Stepán Petróvich completamente abatido. Había esperado que Borís Andreich aceptara vivir en su casa; pero éste no sólo no dijo una sola palabra al respecto, sino que, por el contrario, propuso a Stepán Petróvich que se estableciera por un tiempo en Viazovna. El anciano se negó: estaba acostumbrado a su despacho. Vérochka le prometió visitarlo al menos una vez a la semana, y su padre le respondió con profunda tristeza: “¡Brau, brau!”.
       Así pues, Borís Andreich inició su vida de casado. En un primer momento todo iba a las mil maravillas. Vérochka, que era una excelente ama de casa, lo puso todo en orden. Él admiraba su diligente y discreta actividad, su carácter siempre sereno y sumiso, la llamaba su pequeña holandesa y repetía una y otra vez, cuando hablaba con Piotr Vasílich, que sólo ahora sabía lo que era la felicidad. Debe señalarse que, desde el día de la boda, Piotr Vasílich ya no visitaba a Borís Andreich con la asiduidad de antes ni se quedaba en su casa tanto tiempo, aunque el anfitrión le recibía con la misma cordialidad de siempre y Vérochka sentía por él un afecto sincero.
       —Tu vida ya no es la misma —le decía a Viazovnín, que le reprochaba en términos amistosos esa nueva frialdad—. Tú eres un hombre casado, y yo soltero. Podría estorbaros.
       Al principio Viazovnín no le contradecía, pero poco a poco empezó a darse cuenta de que sin Krupitsin se aburría en la casa. Su mujer no le molestaba lo más mínimo; al contrario, a veces hasta se olvidaba de su existencia y se pasaba mañanas enteras sin dirigirle la palabra, aunque contemplaba siempre su cara con satisfacción y ternura; además, cada vez que pasaba a su lado con sus andares ligeros, él le cogía la mano y se la besaba, y entonces a los labios de Vérochka asomaba una sonrisa, esa sonrisa que tanto le gustaba. Pero ¿puede uno contentarse con una sonrisa?
       Tenían muy pocas cosas en común, y era ahora cuando empezaba a percatarse.
       “Lo que no puede negarse es que mi mujer no tiene muchas luces”, pensó un día Borís Andreich, sentado en el sofá con los brazos cruzados.
       Y resonaban en su alma las palabras que Vérochka había pronunciado el día de la declaración: “No soy pareja para usted”.
       “Si yo fuera un alemán o un sabio —siguió reflexionando—, o tuviera una ocupación constante que absorbiera la mayor parte de mi tiempo, una mujer así sería un verdadero hallazgo. Pero ¡en mi situación! ¿No me habré equivocado…?” Esa última consideración le atormentó más de lo que habría cabido esperar.
       Cuando esa misma mañana Piotr Vasílich volvió a repetirle que podía estorbarlos, no fue capaz de contenerse y exclamó:
       —¡Por Dios! No nos estorbas en absoluto. Al contrario, en tu presencia nos sentimos mucho más alegres… —estuvo a punto de decir “aliviados”. Y era verdad.
       Borís Andreich charlaba de buena gana con Piotr Vasílich, exactamente igual que antes de la boda. A Vérochka también le gustaba hablar con él. A su marido lo respetaba y le profesaba un indudable afecto, pero no sabía qué decirle, cómo entretenerlo…
       Además, veía que la presencia de Piotr Vasiilich le animaba. En resumidas cuentas, al cabo de algún tiempo Piotr Vasiilich se convirtió en un personaje absolutamente indispensable en casa de Borís Andreich. A Vérochka la quería como a una hija. ¡Y cómo no iba a querer a una criatura tan bondadosa! Cuando Borís Andreich, en un acceso de debilidad humana, le confió, en su condición de amigo, sus cuitas y sus reflexiones más íntimas, Piotr Vasiilich le acusó con palabras muy duras de ingratitud y pasó a enumerarle todos los méritos de Vérochka. Un día, cuando Borís Andreich le señaló que también él, Piotr Vasiilich, había encontrado pocas similitudes entre ambos, este último respondió con mucho sentimiento que no se la merecía.
       —No he encontrado nada en ella —farfulló Borís Andreich.
       —¿Cómo que no has encontrado nada? ¿Acaso esperabas algo extraordinario? Has encontrado una mujer maravillosa. ¡Así de claro!
       —Eso es verdad —se apresuró a responder Viazovnín.
       En la casa todo seguía el curso de siempre, un curso sereno y pacífico, porque con Vérochka no había posibilidad de discutir; ni siquiera se producían malentendidos entre ella y su marido; pero una ruptura profunda se percibía en todo: así va afectando a la vida entera de una persona la existencia de una invisible herida interior. Vérochka no estaba acostumbrada a quejarse; además, ni siquiera con el pensamiento acusaba de nada a Viazovnín, y a él no se le pasó por la cabeza ni una sola vez que le resultase difícil vivir en su compañía. Sólo dos hombres se daban perfecta cuenta de su situación: su anciano padre y Piotr Vasiilich. Stepán Petróvich acariciaba a su hija con cierta compasión particular y escudriñaba sus ojos cuando ella iba a verle. No le hacía ninguna pregunta, pero suspiraba con mayor frecuencia que antes, al tiempo que recorría su habitación, y sus “¡brau, brau!” ya no reflejaban, como antes, la inconmovible serenidad de su alma, alejada de todo lo terreno. Al separarse de su hija, había enflaquecido y perdido el color. A Piotr Vasiilich tampoco se le escapaba lo que sucedía en el alma de la joven. Vérochka no exigía en absoluto que su marido se ocupara mucho de ella, ni siquiera que le diera conversación. Pero le atormentaba la idea de que era una carga para él. Un día Piotr Vasiilich la encontró de pie, inmóvil, de cara a la pared. Como su padre, a quien se parecía mucho, no le gustaba mostrar sus lágrimas y se volvía cuando lloraba, aunque no hubiese nadie en la habitación… Piotr Vasiilich pasó en silencio a su lado, sin hacer el menor gesto que pudiera dela tar que estaba enterado de la razón de esa actitud. En cambio, a Viazovnín no le dejaba tranquilo. Cierto que ni una sola vez pronunció en su presencia esas palabras inútiles, ofensivas y vanidosas: “Ya te lo había advertido”, palabras que, señalémoslo de pasada, hasta las mujeres más delicadas encuentran oportuno pronunciar en los instantes de más efusiva compasión; pero le echaba en cara despiadadamente su indiferencia y su melancolía, y una vez hasta le obligó a ir corriendo en busca de Vérochka, a quien estuvo examinando y haciendo preguntas, lleno de inquietud. Ella le miró con tanta mansedumbre y le respondió con tanta serenidad que, a pesar de que los reproches de Piotr Vasiilich le habían escocido, él se fue bastante satisfecho, pues era evidente que no sospechaba nada… Así pasó el invierno.
       Las relaciones de ese tipo no pueden durar mucho. O bien acaban en ruptura o bien se modifican, aunque rara vez para mejor…
       Borís Andreich no se volvió irritable y exigente, como sucede a menudo con las personas que juzgan injusta su propia conducta, ni se permitió entregarse al placer mezquino y grosero, en el que incurren a menudo los ingenios más discretos, de burlarse y tomarse las cosas a broma; tampoco se sumió en profundas reflexiones. Simplemente empezó a acariciar la siguiente idea: qué hacer para escapar de allí, claro que sólo por cierto tiempo.
       “¡Un viaje!”, se dijo con determinación una mañana al levantarse.
       “¡Un viaje!”, susurró al meterse en la cama; esas palabras encerraban para él un encanto irresistible. En una ocasión, con intención de distraerse, había visitado a Sofia Kiríllovna, pero su elocuencia, su desenvoltura, sus sonrisitas y sus remilgos le parecieron harto empalagosos. “¡No puede compararse con Vérochka!”, pensaba al contemplar a la desenfadada viuda, y sin embargo la idea de separarse de esa misma Vérochka no le abandonaba…
       El soplo de la incipiente primavera, de esa primavera que llama y atrae a las aves de allende los mares, le trastornó la cabeza y acabó de disipar sus últimas dudas. Se marchó a San Petersburgo poniendo como excusa un asunto urgente e importante, del que hasta entonces no había hecho la menor mención… Al despedirse de Vérochka, sintió de pronto que se le encogía el corazón y se le desgarraban las entrañas: le daba pena de su bondadosa y silenciosa mujer, algunas lágrimas asomaron a sus ojos y humedecieron su frente pálida, en la que acababa de posar los labios. “¡Volveré en seguida, en seguida, alma mía! —afirmaba—. Te escribiré.” Y después de encomendarla a los cuidados y amistad de Piotr Vasiilich, se subió a la calesa, triste y emocionado… Su tristeza desapareció en cuanto surgieron los primeros sauces de color verde claro a ambos lados de la carretera que pasaba a dos verstas de su aldea. Un entusiasmo inexplicable, casi juvenil, embargó su corazón. Se le ensanchó el pecho y clavó con avidez la mirada en la lejanía.
       —No —exclamó—, ya veo que

No pueden tirar del mismo carro
un caballo y un tembloroso gamo…

[“Poltava”, Pushkin]

      Pero ¡vaya un caballo estaba hecho él!
       Vera se quedó sola. No obstante, Piotr Vasiilich la visitaba a menudo; además, su anciano padre había decidido abandonar su querida morada y trasladarse por un tiempo a casa de su hija. ¡Qué bien lo pasaban los tres juntos! ¡Tanto congeniaban sus gustos y sus costumbres! En cualquier caso, no se olvidaban de Viazovnín; al contrario, les servía de invisible lazo espiritual. Hablaban continuamente de él, de su inteligencia, de su bondad, de sus conocimientos y de la sencillez de su trato. Era como si, no teniéndolo allí delante, lo apreciaran aún más. Hacía un tiempo espléndido. Los días no volaban, no, sino que se deslizaban serenos y alegres, como nubes altas y luminosas por un cielo claro y azul. Viazovnín escribía rara vez; sus cartas se leían y releían con enorme placer. En todas hablaba de su próximo regreso… Por último, un día Piotr Vasiilich recibió la siguiente carta:

    ¡Mi querido y excelentísimo amigo Piotr Vasflich! He pasado mucho tiempo reflexionando cómo iniciar esta carta y creo que lo mejor es comunicarte sin más rodeos que me marcho al extranjero. Sé que esta noticia te sorprenderá e incluso te ofenderá, pues es algo que no espe rabas de ninguna manera. Puedes llamarme atolondrado e irresponsable. No tengo la menor intención de justificarme; en realidad, en este mismo instante siento que me suben los colores a la cara. Te ruego, no obstante, que me escuches con un poco de indulgencia. En primer lugar, me marcho por muy poco tiempo, y en tan buena compañía y tan excelentes condiciones como no puedes imaginar; en segundo, estoy firmemente convencido de que, después de haber hecho el imbécil por última vez, después de haber satisfecho por última vez mi pasión de verlo y experimentarlo todo, me convertiré en un marido excelente, en un padre de familia amante de su hogar, y demostraré que soy capaz de apreciar la gracia inmerecida que me ha concedido el destino al depararme por esposa a una mujer como Vérochka. Te suplico que procures convencerla de mis palabras y que le muestres esta carta. De momento no voy a escribirle nada, porque me falta el valor, pero lo haré sin falta desde Stettin, adonde se dirige el vapor. Entre tanto, dile que me postro de hinojos ante ella y le pido humildemente que no reniegue del tonto de su marido. Conociendo su carácter angelical, estoy convencido de que me perdonará. Por lo demás, juro por lo más sagrado que dentro de tres meses a lo sumo regresaré a Viazovna, y que entonces ya no habrá fuerza capaz de arrancarme de allí hasta el fin de mis días. Adiós, o, mejor, hasta la vista. Un abrazo para ti y un beso para mi querida Vérochka. Os escribiré desde Stettin, adonde debéis mandarme las cartas. En caso de que se produzca algún imprevisto y, en general, para todo lo concerniente a la administración de la hacienda, deposito en ti mi plena confianza.
     Tuyo,

BORÍS VIAZOVNÍN

P.S. Da órdenes de que en otoño empapelen mi despacho… ¿Lo oyes? Sin falta.

      ¡Ay, las esperanzas expresadas por Borís Andreich en esa carta jamás habrían de realizarse! Una vez en Stettin, sus muchos quehaceres y la multitud de impresiones nuevas le impidieron escribir a Vérochka; no obstante, le envió una carta desde Hamburgo en la que le anunciaba su intención de establecerse en París, a fin de examinar de cerca ciertas empresas industriales y también de asistir a ciertas conferencias indispensables, y le rogaba que en adelante le enviase allí las cartas a lista de correos. Viazovnín llegó a París por la mañana y, después de recorrer en el transcurso de esa jornada los bulevares, el jardín de las Tullerías, la plaza de la Concordia, el Palais Royal, y de subirse a la columna Vendóme, cenó copiosamente y con aire de habitué en Chez Véfour, y esa misma tarde se dirigió al Cháteau-des-Fleurs para observar, en calidad de espectador, en qué consistía el cancán y de qué manera ejecutaban ese baile los parisinos. El baile en sí no le gustó, pero sí una de las danzarinas, una morena vivaracha y esbelta, de nariz respingona y mirada penetrante. Empezó a detenerse a su lado cada vez más a menudo, intercambió con ella primero miradas, luego sonrisas y a continuación palabras… Al cabo de media hora la joven iba de su brazo, le decía su petit nom,, julie, y le participaba que tenía apetito y que no había nada mejor que una cena á la Maison d’Or, dans un petit cabinet particulier. Borís Andreich no tenía nada de hambre; además, no entraba en sus planes cenar en compañía de mademoiselle Julie… “No obstante, si eso es lo que se estila aquí —pensó—, supongo que no habrá más remedio que aceptar.”
       —Partons —dijo en voz alta.
       Pero en ese mismo instante alguien le piso el pie, haciéndole muchísimo daño. Pegó un grito, se dio la vuelta y vio enfrente a un individuo de mediana edad, rechoncho, ancho de espaldas, con una corbata anudada al cuello, una levita abrochada hasta arriba y unos pantalones anchos de corte militar. Con el sombrero calado hasta la nariz, por debajo del cual se despeñaban como pequeñas cascadas las guías teñidas de los bigotes, y los grandes dedos de sus peludas manos hundidos en los bolsillos del pantalón, ese señor, según todas las apariencias un oficial de infantería, se quedó mirando fijamente a Viazovnín. La expresión de sus ojos amarillentos, de sus mejillas ásperas y descarnadas, de sus pómulos salientes y azulados y, en fin, de todo su rostro, era de lo más insolente y grosera.
       —¿Me ha pisado usted el pie? —preguntó Viazovnín.
       —Oui, monsieur.
       —En tales casos… uno suele disculparse.
       —¿Y si yo no quiero disculparme ante usted, monsieur le Moscovite?
       Los parisinos en seguida reconocen a los rusos.
       —Por lo que veo, ha querido usted ofenderme —dijo Viazovnín.
       —Oui, monsieur. Me desagrada la forma de su nariz.
       —Fi, le gros jalouxn! [“¡vaya, el muy celoso!”] —susurró mademoiselle Julie, para quien, al parecer, el oficial de infantería no era ningún extraño.
       —En ese caso… —pronunció Viazovnín, con cierto aturdimiento.
       —Quiere usted decir —le interrumpió el oficial— que en ese caso tenemos que batirnos. Desde luego. Muy bien. Ahí tiene mi tarjeta.
       —Tenga usted la mía —respondió Viazovnín, con el mismo aturdimiento, y, como si todo aquello fuera un sueño, el corazón alterado por desordenados latidos, echó mano de un lapicero de oro que acababa de comprar como adorno para la cadena de su reloj y garrapateó sobre la satinada cartulina de su tarjeta de visita estas palabras: Hótel des Trois Monarques, número 46.
       El oficial asintió con la cabeza, anunció que tendría el honor de enviar sus padrinos al señor… al señor… (acercó la tarjeta de visita de Viazovnín al ojo derecho)… al señor de Vazavononin, y dio la espalda a Borís Andreich, que abandonó en ese mismo instante el Cháteau de Fleurs. Mademoiselle Julie trató de retenerlo, pero él la miró con mucha frialdad… Entonces ella se fue alejando poco a poco. Al cabo de un buen rato, sentada en un rincón apartado, le explicaba algo al enojado oficial, que seguía con las manos en los bolsillos y movía el bigote con expresión severa.
       Una vez en la calle, Viazovnín se detuvo al pie del primer farol que encontró y leyó por segunda vez, con gran atención, la tarjeta que le habían entregado, en la que podía leerse lo siguiente: Alexandre Leboeuf, capitaine en second au 83-me de ligne [“Alexandre Leboeuf, capitán ayudante del 83 regimiento de infantería de línea”].
       “¿Tendrá todo esto alguna consecuencia? —iba pensando, de camino a su hotel—. ¿Es posible que acabe batiéndome? ¿Y por qué razón? ¡Y al día siguiente de mi llegada a París! ¡Qué tontería!” Empezó a escri bir una carta para Vérochka y Piotr Vasílich, pero al punto la rompió y arrojó los pedazos. “¡Qué bobada! ¡Qué comedia!”, repitió y se fue a la cama.
       Pero sus pensamientos tomaron otro rumbo cuando, a la mañana siguiente, a la hora del desayuno, aparecieron en su habitación dos caballeros, muy parecidos al señor Leboeuf, aunque algo más jóvenes (todos los oficiales franceses de infantería tienen la misma cara). Se presentaron (uno se llamaba monsieur Lecoq y el otro monsieur Pinochet, ambos tenientes au 83-me de ligne) y declararon que eran los padrinos de notre ami, monsieur Leboeuf, quien les había enviado para que tomaran las medidas oportunas, ya que su amigo, monsieur Leboeuf, no admitía excusas de ningún tipo. Viazovnín, por su parte, se vio obligado a anunciar a los señores oficiales amigos de monsieur Leboeuf que, al ser forastero en París, aún no había tenido tiempo de arreglar las cosas y procurarse un padrino (“Supongo que uno será suficiente, ¿no?”, señaló. “Desde luego”, respondió monsieur Pinochet); en consecuencia, rogaba a los señores oficiales que le concedieran cuatro horas de plazo. Los señores oficiales intercambiaron una mirada y se encogieron de hombros, pero al final mostraron su conformidad y se levantaron de sus asientos.
       —Si monsieur le désire —dijo de pronto el señor Pinochet, deteniéndose delante de la puerta (de los dos testigos, por lo visto, era el que tenía la lengua más suelta y quien se encargaba de llevar las negociaciones; monsieur Lecoq se limitaba a gruñir de vez en cuando en señal de aprobación)—, si monsieur le désire —repitió (en ese momento Viazovnín se acordó de monsieur Galicy, su peluquero de Moscú, que solía emplear la misma frase)—, podemos recomendarle a uno de los oficiales de nuestro regimiento, le lieutenant Barbichon, un garçon très dévoué [“el teniente Barbichon, un muchacho muy servicial”], que seguramente aceptará rendir un servicio á un gentleman —el señor Pinochet pronunció esa palabra a la francesa: chantleman—, sacarle de un apuro y actuar como padrino suyo, tomándose a pecho sus intereses (prendra á couer vos intéréts).
       En un principio Viazovnín se sorprendió de semejante proposición, pero, al recordar que en París no conocía a nadie, le dio las gracias al señor Pinochet y le dijo que esperaría al señor Barbichon. Y el señor Barbichon no se hizo esperar. Ese garcon tras dévoué resultó ser una persona muy diligente y eficaz. Tras declarar que cet animal de Leboeuf n’en fait jamais d’autres… c’est un Othello, monsieur, un véritable Othello —preguntó a Viazovnín—: N’est-ce pas, vous désirez que 1 affaire soit sériense? —Y, sin esperar la respuesta, exclamó—: G est tout ce que je désirais savoir! Laissez-moi faire! [“ese animal de Leboeuf no sabe hacer otra cosa… Es un Otelo, señor, un verdadero Otelo. (…) Usted, desde luego, desea que las cosas se hagan en serio. (…) ¡Es lo único que deseaba saber! Yo me ocuparé de todo”]
       Y en efecto: puso tanto empeño en sus gestiones y se tomó tan a pecho los intereses de Viazovnín que al cabo de dos horas el pobre Borís Andreich, que en su vida había practicado esgrima, se encontró de pronto con un sable en la mano, en medio de un verde claro del bosque de Vincennes, las mangas de la camisa remangadas, sin levita, a dos pasos de su adversario, con la misma facha que él. Un sol cegador alumbraba la escena. Viazovnín no conseguía entender cómo había acabado allí y seguía repitiendo para sus adentros: “¡Qué tontería! ¡Qué estupidez!”. Le daba vergüenza estar participando en esa broma de mal gusto. Interiormente contemplaba la escena con una especie de sonrisa cohibida y secreta. Por otro lado, no podía apartar la vista de la frente baja y los cabellos cortados a tijeras del francés que tenía delante.
       —Tout est prêt [“todo está preparado”] —se oyó una voz tartajosa.
       —Allez! —pio otra.
       El rostro del señor Leboeuf adoptó una expresión no tanto furiosa como rapaz. Viazovnín blandió el sable… (Pinochet le había asegurado que el desconocimiento del arte de la esgrima le proporcionaba grandes ventajas, des grands avantages!), y de pronto sucedió algo insólito. Un choque, un rumor de pasos, un centelleo. Viazovnín sintió en el lado derecho del pecho la presencia de una especie de barra fría y larga… Quiso apartarla y proferir: “¡No puede ser!”, pero ya estaba tendido de espaldas, presa de un estado de ánimo extraño, casi ridículo: era como si le estuvieran extrayendo dientes por todo el cuerpo… Luego la tierra empezó a oscilar suavemente por debajo de él… La primera voz dijo: “Tour s’est passé dans les règles, n’est-ce pas, messieurs?[“todo se ha desarrollado según las reglas, ¿no es verdad, señores?”]. La segunda respondió: “Oh, parfaitement!”. Y de pronto todo cuanto había a su alrededor se desvaneció y desapareció… apenas tuvo tiempo de pensar Viazovnín con desesperación…
       Por la tarde el “muchacho muy servicial” lo llevó al Hotel des Trois Monarques, y por la noche el herido dejó de existir. Viazovnín había partido para ese país del que ningún viajero regresa. No recobró la conciencia hasta el momento de exhalar el último suspiro, y sólo un par de veces se le oyó murmurar: “Ahora vuelvo… no es nada… en seguida estaré en la aldea”. Un sacerdote ortodoxo, al que el dueño del hotel mandó llamar, informó al embajador de todo el asunto, y al cabo de un par de días se publicaba en todos los periódicos reportajes sobre “el desgraciado accidente acaecido a un viajero ruso”.
       Ya había sido duro y amargo para Piotr Vasílich hablarle a Vérochka de la carta que Viazovnín le había enviado, pero cuando llegó la noticia de su muerte se sintió completamente perdido. El primero que leyó la nueva en la prensa fue Mijéi Mijeich, que al punto se dirigió al galope, en compañía de Onufri Ilich, con quien de nuevo se había reconciliado, a casa de Piotr Vasílich. Como de costumbre, nada más poner el pie en el vestíbulo, empezó a gritar: “¡Imagínese qué desgracia!”, etcétera. Durante mucho tiempo Piotr Vasílich se negó a creerle, pero una vez que ya no fue posible albergar más dudas, dejó pasar un día entero y a continuación se fue a casa de Vérochka. La sola visión de Piotr Vasílich, destrozado y abatido, la asustó tanto que apenas pudo mantenerse en pie. A él le hubiera gustado prepararla para la fatídica noticia, pero le faltaron las fuerzas. Se sentó y, en medio de las lágrimas, balbució:
       —Ha muerto, ha muerto…

       Transcurrió un año. De las raíces de un árbol abatido pueden brotar retoños nuevos, hasta la herida más profunda cicatriza, la vida sucede a la muerte de la misma manera que la muerte sucede a la vida. Y así, el corazón de Vérochka poco a poco se recobró y volvió a latir.
       Además, ni Viazovnín pertenecía al número de las personas irreemplazables (¿existen, por lo demás, personas de ese tipo?), ni Vérochka era capaz de consagrarse eternamente a un único sentimiento (¿existen, por lo demás, sentimientos de ese tipo?). Se había casado con Viazovnín sin que nadie la obligara, pero también sin entusiasmo; le había sido fiel y devota, pero no se le había entregado por entero; le lloró con la mayor sinceridad, pero no hasta el punto de perder la cabeza… ¿Qué más puede pedirse? Piotr Vasilich no interrumpió sus visitas. Seguía siendo, como antes, el amigo más íntimo; por tanto, no debe sorprender que un día, después de quedarse a solas con ella, la mirara a la cara y le propusiera con la mayor tranquilidad del mundo que se convirtiera en su esposa… Por toda respuesta, Vérochka le dedicó una sonrisa y le tendió la mano. Después de la boda la vida siguió el mismo curso que antes, pues no había nada que mereciera cambiarse. Desde entonces han transcurrido cerca de diez años. El viejo Barsukov vive con ellos y no se separa ni un paso de sus nietos; ya tiene tres: dos niñas y un muchacho. Cada año que pasa está mas joven. Con ellos hasta conversa, en especial con su nieto favorito, un chicuelo de ojos negros y cabellos rizados, al que han llamado en su honor Stepán. El muy bribón sabe muy bien que su abuelo está chocho con él y hasta se permite imitarle cuando se pasea arriba y abajo por la habitación y exclama: “¡Brau, brau!”. Esa travesura es recibida siempre con gran regocijo en toda la casa. Al pobre Viazovnín siguen recordándolo hasta el día de hoy. Piotr Vasiilich honra su memoria, siempre habla de él con una emoción particular y, cada vez que se presenta la ocasión, no deja de decir: “Esto le gustaba mucho al difunto” o “tal era su costumbre”. Piotr Vasiilich, su mujer y todos los que viven en la casa pasan el tiempo de manera muy monótona, en medio de un ambiente pacífico y sereno. Yen cierto modo saborean la felicidad… porque no existe otra felicidad en la tierra.




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