Iván S. Turguénev
(Orel, Rusia, 1818 - Bougival, Francia, 1883)


El bosque y la estepa (1849)
(“Бежин луг”)
Originalmente publicado en la revista Современник [El Contemporáneo]
Núm. 2 (1849), págs. 309-314);
Записки охотника [Relatos de un cazador, Del álbum de un cazador]
(San Petersburgo, 1852)



… Y comenzó a sentir cómo / le llamaba de vuelta: la aldea, el jardín oscurecido / donde los tilos son grandes y umbríos, / y los lirios del valle huelen a muchacha, / donde los sauces redondos se desploman sobre el agua / todos en fila, / donde los enormes robles crecen sobre el trigo, / donde huele a cáñamo y a ortigas… / a lo lejos, a lo lejos, en los campos profundos, / donde la tierra es tan grande como el terciopelo, / donde el centeno, donde quieras que mires, / se extiende en suaves hondonadas. / Y los pesados y amarillos rayos del sol se desprenden / desde las nubes redondas y blancas; / Se está bien allí… (De un poema entregado al fuego).

      El lector, tal vez, esté cansado de mis notas, pero me apresuro a calmar sus miedos con la promesa de que van a limitarse a los extractos impresos; y aun así, antes de despedirme, debo decir unas cuantas palabras sobre el deporte de la caza.
       Cazar con una escopeta y un perro es una delicia en sí mismo, für sich, como solían decir en otros tiempos. Pero supongamos que no eres un cazador de nacimiento, aunque ames la naturaleza; en ese caso, apenas puedes evitar envidiar al resto de tus hermanos cazadores… Les ruego que escuchen un momento. ¿Saben ustedes, por ejemplo la delicia que es salir antes del amanecer de primavera? Sales del porche y aquí y allá, sobre el oscuro cielo gris, una estrella te guiña; ligeras olas de una brisa húmeda de vez en cuando estremecen el aire a tu alrededor; pueden oírse los murmullos amortiguados y confusos de la noche y los árboles susurran dulcemente, sumergidos en la sombra. Cubren el carro y a tus pies se colocan una caja y el samovar. Los caballos se quejan, resoplan y estampan sus cascos con afectación; un par de gansos blancos que se acaban de despertar cruzan el camino en silencio y sin apresurarse. En el jardín, al Otro lado de la verja, el vigilante nocturno ronca pacíficamente. Cada sonido cuelga como congelado en el aire, congelado y quieto. Entonces tomas asiento; los caballos se ponen en marcha de inmediato, y el carro traquetea en su camino… Pasas una iglesia, bajas la colina a la derecha de una presa; una bruma comienza a elevarse sobre un estanque. El aire te hiela levemente y te cubres la cara subiéndote el cuello del abrigo; una dormidera placentera te conquista. Los cascos de los caballos chapotean en los charcos y el conductor silba una cancioncilla. Para cuando has avanzado cuatro verstas más o menos, la curva del cielo comienza a enrojecerse; en los abedules las cornejas se despiertan y revolotean con torpeza de rama en rama; los gorriones trinan por los almiares oscuros. Clarea, el camino se vuelve más nítido, el cielo más límpido, permeando las nubes con blancura y los campos con verde. Las luces arden rojas en las cabañas y las voces adormiladas pueden oírse más allá de las verjas. Mientras tanto, el amanecer ha explotado; tiras doradas se elevan por el cielo y jirones de bruma se forman en los barrancos; el sol se alza acompañado por el canto alocado de las alondras y el murmullo del viento antes de la aurora, silencioso y púrpura, sobre el horizonte. La luz se desparrama sobre el mundo y te tiembla el corazón como si fueras un pajarillo. ¡Todo es tan nuevo, tan alegre y maravilloso! Se puede contemplar el paisaje a una gran distancia. Por aquí brilla con luz trémula una aldea con una iglesia blanca y una colina con un bosquejuelo de abedules; más allá se encuentra la ciénaga hacia la que te diriges… ¡Paso rápido, caballos! ¡Vamos, al trote!… Ya no quedan ni tres verstas. El sol se alza con premura, el cielo clarea-Será un día perfecto. Te topas con una manada de ganado que avanza en una larga hilera hasta la aldea. Entonces subes la colina… ¡Qué vista! El río ondulea a lo largo de diez verstas o más, un fulgor levemente azulado se abre paso entre la bruma; más allá se encuentran los prados verdes y acuosos: y aún más lejos, las bajas colinas; a lo lejos viran los frailecillos, chillando sobre la ciénaga; a través de la humedad brillante que se extiende por el aire va clareando la inmensa distancia… No hay niebla estival. ¡Con cuánta libertad se hinchan los pulmones, qué ligeras se vuelven las extremidades, qué fuerte se siente uno bajo la influencia de la atmósfera primaveral!

       ¡Una hermosa mañana de verano del mes de julio! ¿Ha experimentado alguien, aparte de un cazador, las delicias de vagabundear entre los matojos al amanecer? Tus pies dejan huellas de verdes hojas sobre la hierba pesada y blanca de rocío. Apartas los matojos mojados, el aroma cálido acumulado durante la noche casi te asfixia; el aire se encuentra impregnado con la fragancia fresca y agridulce del ajenjo, el olor azucarado del trigo y del trébol; a lo lejos se alza un robledal como una pared, brillante y purpureo bajo los rayos del sol; el aire aún es fresco, pero ya se presiente el calor que se aproxima. La cabeza te da vueltas con tantos y tan variados aromas dulcísimos. Y los matojos nunca se terminan… Más allá, en la distancia, el centeno maduro refulge dorado y hay franjas estrechas de alforfón de color rojo oxidado. Entonces se oye un carro; un campesino adelanta al paso, y deja su caballo en la sombra antes de que el sol se caliente. Lo saludas, avanzas, y al cabo de un rato se oye a tu espalda la rasgadura metálica de una guadaña. El sol se eleva más y más, y la hierba se seca con rapidez. Ya hace calor. Pasa una hora, después otra. El cielo se oscurece en los bordes, y el aire quieto está incendiado con el calor que aguijonea.
       —¿Dónde puedo beber algo, amigo? —le preguntas al campesino.
       —Ahí abajo, en el barranco, hay un manantial.
       Desciendes hasta el fondo del barranco a través de espesos arbustos de nueces enroscados con correhuela. Y allí está, en el mismo fondo del barranco se esconde el manantial. Un roble pequeño ha extendido con avaricia sus ramas enredadas sobre el agua; enormes burbujas plateadas se elevan en montones desde el fondo del manantial y van a parar contra un musgo delgado en la superficie del agua. Te tiras al suelo y bebes hasta quedar harto, pero no sientes deseo de volver a incorporarte. Te encuentras a la sombra, respirando la tórrida humedad; te alegra encontrarte en este lugar mientras más allá brillan las llamas con el calor y literalmente amarillean a la luz del sol. Pero ¿qué es aquello? Una brisa se ha elevado de pronto y se escabulle a tu lado; todo lo que te rodea se estremece. Abandonas el barranco… ¿Qué es esa franja metálica que atraviesa el horizonte? Y el aire parece más cálido ahora, ¿no es así? ¿Se está formando una nube…? Resplandece entonces un débil relámpago; ¡sí, se aproxima una tormenta! Y sin embargo el sol todavía reluce y es posible salir de caza. Pero la nube se expande: su borde más cercano se extiende como la manga de una levita y surge amenazadora. Los matorrales, la hierba, todo se oscurece de pronto… ¡Rápido, rápido! Hay un granero cercano. Rápido… Lo alcanzas, entras y llega la lluvia, el trueno, no importa… Aquí y allá el agua gotea a través del techo de paja hasta alcanzar el heno fragante; pronto el sol volverá a esconderse. Pasa la tormenta y te asomas fuera. ¡Oh, qué ale reluce todo a tu alrededor, qué puro y líquido es el aire aquí, qué dulce el aroma a setas y fresas salvajes!
       Pero ahora se acerca la noche. El sol se ha incendiado y ha cubierto medio cielo con su fuego. El sol comienza a hundirse. El aire a su alrededor parece especialmente luminoso, como si estuviera hecho de cristal; a lo lejos se va asentando una suave neblina, en apariencia cálida; junto al rocío desciende un brillo carmesí sobre los campos abiertos, hace tan poco inundados por los torrentes de oro líquido; desde los árboles, desde los matorrales, desde los altos almiares se extienden sombras alargadas… El sol se despide; una estrella reluce y parpadea en el mar fogoso mientras el sol se hunde… Ahora la luz empalidece: el cielo se torna más azul; sombras separadas se desvanecen y el aire se inunda con el ocaso. Es hora de irse a casa, a la aldea, a la cabaña en la que pasarás la noche. Echándote la escopeta al hombro, caminas a paso rápido a pesar del cansancio. Y mientras tanto desciende la noche; apenas puedes ver a veinte pasos de distancia; tus perros apenas son visibles en las tinieblas. Más allá, sobre los oscuros arbustos, la curva del cielo brilla débilmente… ¿Qué es aquello? ¿Es un fuego? No, es la luna elevándose, y allí debajo de ti, a tu derecha, las luces de la aldea ya están brillando. Al cabo alcanzas la cabaña. Por la pequeña ventanita ves una mesa cubierta con un mantel blanco, una vela encendida y la cena…

       O bien pides que enganchen tu carro y ahí vas, a por urogallos a la foresta. Te hace feliz desplazarte por el estrecho camino entre dos altas paredes de centeno. Las puntas de las plantas te acarician suavemente la cara, y los acianos te rozan los pies, y las codornices sollozan en los alrededores, y el caballo marcha con un trote perezoso. Entonces alcanzas la foresta. Sombras y silencio. Álamos elegantes murmuran mucho más arriba; las ramas que cuelgan de los abedules apenas se mueven; un roble poderoso surge como un guerrero al lado de un gentil tilo. Marchas por un camino verde moteado de sombras; enormes moscas amarillas cuelgan inmóviles del polvo dorado del aire, para de repente alejarse volando. Los zancudos giran formando espirales, brillando entre las sombras, oscureciéndose a la luz del sol; los pájaros cantan pacíficamente. La vocecilla dorada del ruiseñor resuena con su inocente y feliz parloteo: concuerda con el aroma de los lirios del valle. Continúas avanzando, adentrándote más en el bosque… El bosque se hace más denso. Una quietud inexplicable comienza a descender sobre tu alma; y todo a tu alrededor resulta tan soñador y sereno. Pero ahora una brisa se ha despertado, y las copas de los árboles han comenzado a susurrar como si se vinieran abajo. A través de las hojas caídas la alta hierba crece por aquí y por allá; las setas están quietas debajo de sus pequeños sombreritos. Una liebre blanca salta de repente delante de ti y los perros corren detrás de si con altos ladridos…

       ¡Y qué hermoso resulta ese mismo bosque a finales del otoño, cuando revolotea la agachadiza! No suelen frecuentar las profundidades del bosque, y deben buscarse en sus alrededores. No hay viento ni sol, ni rayos luminosos, ni sombra estremecida, nada se mueve y se impone el silencio; el aire dulcísimo se encuentra saturado con una fragancia otoñal, como el olor del vino; una niebla delgada cuelga a lo lejos sobre los caminos amarillos. A través de las ramas desnudas y marrones de los árboles, el cielo brilla con quietud; por aquí y por allá, en los tilos cuelgan las últimas hojas doradas. La tierra húmeda se hunde a tu paso; las altas briznas de hierba están quietas; los largos hilos de las telas de araña refulgen en la tierra empalidecida. Respiras con calma, aunque una extraña ansiedad invade tu alma. Caminas por los límites del bosque, manteniendo tus ojos en el perro, pero entretanto aparecen en tu mente imágenes, rostros amados, los vivos y los muertos, e impresiones, subyugadas hace mucho, despiertan inesperadamente; la imaginación echa alas, y permanece en el aire como un pájaro, y todo empieza a moverse con claridad y aparece frente a los ojos. Tu corazón o bien se estremece de pronto y acelera su latido, lanzándose apasionadamente, o bien se hunde para siempre en la memoria. La vida entera se extiende tan rápida y fácilmente como un pergamino; un hombre posee todo su pasado, todos sus sentimientos, todos sus poderes, su alma al completo. Y no hay nada en lo que le rodea que le pueda inquietar: no hay sol, ni viento, ni ruidos…

       Y un día claro, otoñal, ligeramente frío, con heladas matinales, cuando el abedul, un árbol sacado literalmente de un cuento de hadas, se viste de dorado, destaca en una silueta hermosa contra el pálido cielo azul, cuando el sol, bajo en el horizonte, no tiene poder para calentar, pero reluce más brillante que el sol estival, cuando el pequeño bosquejuelo de álamos reluce por entero, como si estuviera encantado y feliz de estar allí desnudo, cuando la escarcha blanquea el fondo de los valles, pero una brisa fresca murmura quedamente y empuja las hojas caídas y torcidas delante de él, cuando las olas azules corren graciosamente sobre el río, y alzan y bajan de nuevo a los gansos y patos desperdigados por su superficie, cuando en la lejanía un molino, medio escondido por sauces, traquetea y las palomas vuelan en círculo a toda prisa sobre él, reluciendo sus muchos colores en el cielo brillante…

       También son maravillosos los días estivales de neblina, aunque no les gustan a los cazadores. Es imposible disparar en días como estos; un pájaro, incluso aunque se eche a volar desde tus pies, desaparece de inmediato en la blanquecina tenebrosidad de la neblina detenida. ¡Pero qué silencioso, qué increíblemente silencioso resulta todo! Todo está despierto y quieto. Pasas al lado de un árbol, y no se estremece, se limita a balancearse inmóvil. A través de la agradable neblina que lo llena todo, una larga fila de algo negro aparece frente a ti. Supones que se trata de un bosque, te aproximas; y el bosque resulta ser una ensenada plantada de ajenjos al borde de un campo sembrado. La neblina está sobre ti y te rodea. Pero entonces una débil brisa se estremece, y un trozo de cielo azul claro aparece a través de la neblina que se disuelve, que ha empezado a elevarse como el humo; de repente, un rayo de luz amarillo dorado se impone, fluye intrépido como un río, recorre los campos, alcanza un bosque, y entonces todo vuelve a ser conquistado por la bruma. La lucha continúa durante mucho tiempo; pero ¡qué magnífico y claro es el día en el que la luz del sol triunfa al fin, y las últimas ondulaciones de brumas calentadas por el sol, o bien se desenrollan y se extienden, tan lisas como el mantel de una mesa, o bien se enrollan hacia arriba y se disuelven en el cielo inmenso y profundo…!

       Pero ahora te has puesto en marcha por los caminos más lejanos y la estepa. Has caminado durante unas diez verstas por caminos rurales, y al fin alcanzas el camino principal. Más allá de filas interminables de carros, más allá de pequeñas posadas al borde del camino, con samovares silbando dentro del porche, con sus cancelas abiertas por entero y sus pozos, de una aldea a otra, atravesando interminables campos sembrados, al lado de plantaciones de cáñamo oscurecido, viajas una hora tras otra. Las urracas vuelan de un montón de hiniesta a otro; mujeres con rastrillos alargados se afanan en los campos; un viajero a pie, que lleva un abrigo de nankeen desgastado, y con un pequeño hatillo sobre el hombro, avanza con paso cansino; un enorme carruaje de un terrateniente, tirado por seis caballos agotados, se aproxima con lentitud hacia ti. La esquina de una almohada sobresale de una de sus ventanucas, y en el pescante trasero va sentado de lado, sobre una alfombra y agarrado a una cuerda, un lacayo vestido con una levita, cubierto de fango hasta las cejas. Después están las pequeñas ciudades de provincias, con las casitas de madera pequeñas y torcidas, verjas interminables, casas vacías de comerciantes hechas de piedra, y un viejo puente sobre un profundo barranco… ¡Adelante! ¡Adelante! La estepa se aproxima. Miras desde una colina hacia abajo, ¡qué vista! Las colinas redondeadas, aradas y sembradas hasta arriba se extienden en todas las direcciones como amplias ondulaciones; los valles llenos de matojos se mueven entre ellas; los bosquecillos están repartidos aquí y allá como islas alargadas; caminos estrechos conducen de una aldea a otra, las iglesias relucen blancas; un río pequeño fluye entre grupos de sauces y en cuatro lugares distintos están bloqueados por presas. Muy lejos, en el campo, pueden verse a las grullas caminando en fila; la mansión anticuada de un hacendado, con sus edificios anejos, su huerta y su trillar, está cómodamente dispuesta cerca de un estanque pequeño. Pero continúas viajando, más y más lejos. Las colinas se van encogiendo y apenas hay árboles. Al fin, ahí está: la infinita estepa, que ninguna mirada puede abarcar del todo.

       Y en un día de invierno, caminar a través de las altas pilas de nieve en busca de liebres, respirar el aire crudo y helado, cerrar los ojos de forma involuntaria contra el cegador brillo de la nieve suave; maravillarse ante el color verdoso del cielo sobre el bosque carmesí…
       Y luego están los primeros días de primavera, en los que todo brilla y el olor de la tierra cálida se eleva a través del humo pesado de la nieve que se disuelve, y las alondras cantan confiadamente bajo los rayos del sol sobre pedazos de suelo en los que la nieve se ha derretido, y con gorgojeos y rugidos alegres los ríos fluyen hacia los valles.
       Pero es hora de terminar. He mencionado la primavera a propósito; en la primavera es más sencillo despedirse; en la primavera incluso las personas felices se sienten tentadas a marcharse a lugares lejanos… Adiós, mi lector, te deseo eterna felicidad.




Literatura .us
Mapa de la biblioteca | Aviso Legal | Quiénes Somos | Contactar