Iván S. Turguénev
(Orel, Rusia, 1818 - Bougival, Francia, 1883)


Chertopjánov y Nedopiúskin (1849)
(“Чертопханов и Недопюскин”)
Originalmente publicado en la revista Современник [El Contemporáneo]
Núm. 2 (1849), págs. 292-309);
Записки охотника [Relatos de un cazador, Del álbum de un cazador]
(San Petersburgo, 1852)



      En una ocasión, en un caluroso día de verano, regresaba de cazar cuando Yermolái, sentado en el carro a mi lado, dormitaba dando cabezadas. Los perros adormilados se sobresaltaban con cada traqueteo a nuestros pies como si fueran cadáveres. El cochero apartaba de cuando en cuando las moscas de los caballos con su látigo. El polvo blanquecino se levantaba en una nube ligera al paso del carro. Después cruzamos unos matojos. El camino se volvió más empedrado y las ruedas comenzaron a enredarse con las ramas. Yermolái se despertó de repente y miró a su alrededor.
       —¡Eh! —gritó—. ¡Por aquí seguro que hay urogallos! ¡Bajemos!
       Nos detuvimos y nos adentramos en el bosque. Mi perro encontró por casualidad una nidada de pájaros. Disparé y estaba a punto de recargar mi escopeta cuando de pronto, detrás de mí, se oyó un estrépito y un hombre a caballo se acercó hasta nosotros, apartando los arbustos con sus manos.
       —Permítame preguntarle, señor —dijo en una voz altanera—, ¿con qué derecho está usted cazando aquí?
       El extraño hablaba con voz nasal, a trompicones y con inusitada rapidez. Le miré el rostro. En todos los días de mi vida nunca he visto nadie como él. Imagínense, queridos lectores, un hombre bajito, rubio, con una nariz pequeña y levantada hacia arriba y los bigotes rojizos más largos que pueda imaginarse. Un sombrero cónico de estilo persa con la parte superior forrada de un material de color grana le cubría la frente hasta las cejas. Llevaba un abrigo amarillo, desgastado y estrecho, con cartucheras de terciopelo negro sobre el penacho y un forro de color plata deshilachado en las costuras. Tenía un cuerno sobre el hombro y una daga en el cinturón. Un desarrapado caballo de manto rojizo no paraba de moverse debajo de su montura, como si estuviera poseído, y un par de perros de borzoi, delgados y patizambos, correteaban a sus pies. El rostro, la mirada, la voz y cada uno de sus movimientos, desprendían un valor sin límites y temerario, así como una arrogancia desmedida. Sus ojos vidriosos de color azul miraban de un lado a otro, como si estuviera borracho. Tenía una forma de echar la cabeza hacia atrás inflando los carrillos, resoplando y estremeciendo todo su cuerpo, sin importarle nada, como si fuera un pavo. Repitió su pregunta.
       —No sabía que estuviera prohibido cazar aquí —respondí.
       —Usted lo tiene prohibido, mi buen señor —continuó— en mis tierras.
       —Lo siento, me marcharé.
       —Permítame que le pregunte —dijo—, ¿tengo el honor de dirigirme a algún miembro de la nobleza?
       Le dije mi nombre.
       —En ese caso, por favor siga cazando. Yo también soy un miembro de la nobleza y me alegra ser de servicio a otro… Mi nombre es Chertopjánov, Panteléi.
       Se agachó, dio un grito de júbilo y tiró con fuerza del cuello de su rocín. El caballo comenzó a dar sacudidas y se puso sobre sus dos patas traseras, se echó a un lado y aplastó la pata de uno de los perros. El perro emitió una serie de aullidos agudos. Chertopjánov, enfurecido y profiriendo alaridos, golpeó al caballo entre las orejas con el puño, saltó al suelo, le dio una patada al perro para obligarlo a callarse, agarró la alzada del caballo y metió el pie en el estribo. El caballo levantó el morro hacia arriba, subió la cola y salió disparado hacia los matorrales mientras él lo seguía con un pie adelantado antes de lograr finalmente montarse de alguna forma. Ondeó el látigo como si se hubiera vuelto loco, resonó el cuerno y se alejó galopando. Apenas me había recuperado de la inesperada aparición de Chertopjánov cuando de pronto, sin apenas hacer ruido, salió de entre los matorrales un hombre robusto de unos cuarenta años de edad sobre un pequeño caballo negro. Se detuvo, se quitó de la cabeza una gorra de piel verde y me preguntó con una voz delicada si había visto a un jinete sobre un caballo de pelo rojizo. Le dije que sí.
       —¿En qué dirección se marchó, si es tan amable? —continuó en el mismo tono y sin volver a ponerse la gorra.
       —Por allí, señor.
       —Muy agradecido, señor.
       Hizo un ruido con los labios, golpeteó arriba y abajo los flancos de su pequeño caballo y se alejó a paso constante, cloc-cloc, cloc-cloc, en la dirección que le había indicado. Lo seguí con la mirada hasta que perdí de vista su gorra puntiaguda entre las ramas. Este nuevo extraño no se parecía en nada a su predecesor. Su rostro, fofo y redondo como una pelota, expresaba apocamiento, generosidad y una mansa humildad. Su nariz, también fofa y redonda y cruzada por diminutas venas azules, denotaba su inclinación por la buena vida. No tenía un solo cabello en la parte delantera de la cabeza, mientras que en la trasera sobresalían escasos mechones castaños. Sus ojillos, diminutos agujeros, parpadeaban con amabilidad. Sus labios pequeños pero carnosos y carmesíes sonreían con dulzura. Llevaba puesta una levita con el cuello levantado y botones de bronce, muy desgastada pero limpia; sus pantalones cortos de paño se le habían subido dejando a la vista las redondas pantorrillas, visibles sobre los bordes amarillos de sus botas.
       —¿Quién es ese? —le pregunté a Yermolái.
       —¿Ese? Es Nedopiúskin, Tijón Ivánich. Vive con Chertopjánov.
       —¿Entonces es pobre?
       —No es rico; pero tampoco Chertopjánov tiene nada.
       —Entonces, ¿por qué vive con él?
       —Pues verá, son amigos. Ninguno va a ninguna parte sin el otro… De ellos se puede decir que donde va el caballo con su casco, va el cangrejo con su pinza.
       Salimos de la espesura. De pronto dos perros comenzaron a aullar a nuestro lado y una liebre enorme se precipitó desde la avena crecida. Los perros salieron disparados desde una arboleda cercana, tanto los de caza como los borzoi, y tras ellos volaba Chertopjánov. No gritaba ni azuzaba a los perros, ni les ordenaba que se mantuvieran a la carrera. Estaba jadeante y descolocado, y de su boca solo salían sonidos sin sentido. Continuó a la carrera con los ojos entrecerrados, golpeando con furia a su caballo con la fusta. Los borzoi estaban prácticamente sobre la presa… La liebre se sentó, dio un giro y pasó veloz al lado de Yermolái, adentrándose entre la maleza. Los borzois también pasaron corriendo a nuestro lado.
       —¡Vamos! ¡Vamos! —berreaba el cazador medio muerto—. ¡Vamos, buen muchacho!
       Yermolái disparó. La liebre herida se desplomó sobre la hierba, dio un último salto y lanzó un grito agudo entre los dientes de un perro. Todos los sabuesos saltaron sobre ella.
       Chertopjánov disparó desde su caballo, sacó su cuchillo, pasó por encima de sus perros y con temibles juramentos les quitó la liebre y, con el rostro contorsionado, le clavó el cuchillo en el cuello, volvió a asestarle una cuchillada y después explotó en carcajadas. Tijón Ivánich apareció en el prado.
       —¡Jo-jo-jo-jo-jo-jo-jo-jo! —volvió a berrear Chertopjánov.
       —¡Jo-jo-jo! —repitió su amigo con calma.
       —No deberían tomarse tan a pecho la cacería durante el verano —comenté, dirigiendo la atención de Chertopjánov hacia la avena destrozada.
       —El campo es mío —respondió Chertopjánov, apenas capaz de recobrar el aliento.
       Cortó las patas de la liebre, ató el animal a su silla de montar y tiró las patas a los perros.
       —Le debo el tiro, buen hombre, de acuerdo con las reglas de la caza —dijo, volviéndose hacia Yermolái—. Y a usted, mi buen señor —añadió con la misma voz aguda y jadeante—, le doy las gracias.
       Se montó en su caballo.
       —Permítame que le pregunte… Me he olvidado… ¿Su nombre, por favor?
       Repetí mi nombre.
       —Me complace mucho conocerle. Si se presenta la ocasión, le ruego que me visite… Bien, ¿dónde está Fornica, Tijón Ivánich? —continuó animadamente—. Hemos atrapado la liebre sin él.
       —Su caballo se cayó —respondió Tijón Ivánich sonriendo.
       —¿Se cayó? ¿Se cayó Orbassán? ¡Maldita sea! ¿Dónde está ahora?
       —Por ahí, al otro lado del bosque.
       Chertopjánov golpeó a su caballo en el hocico con su fusta y se alejó galopando. Tijón Ivánich me hizo una reverencia dos veces, tanto por él como por su amigo, y de nuevo se alejó al trote entre los matorrales.

       Estos dos caballeros despertaron mi curiosidad enormemente. ¿Qué podría haber atado mediante los lazos indisolubles de la amistad a dos personajes tan distintos entre sí? Comencé a preguntar por ahí. Esto fue lo que supe.
       Chertopjánov, Panteléi Yereméich, tenía en toda la región la fama de ser excéntrico y peligroso, un ser arrogante que se metía en follones de gran calibre. Había servido en el ejército durante un tiempo muy corto “por razones desagradables”, y se había retirado con el rango bajo, el mismo del que dicen que, igual que una gallina no es un pájaro, un hombre de dicho rango no es un oficial. Provenía de un linaje que en algún momento había sido acaudalado. Sus antepasados habían vivido de forma suntuosa, al estilo de la estepa, que equivale a decir que ofrecían la casa a infinidad de huéspedes, festejando con ellos hasta las últimas consecuencias, entregando avena a los que pasaban por allí para alimentar a sus caballos, con músicos, cantantes, bufones y perros, en los festivos regalando vino a los campesinos, y en invierno viajando en calesas enormes y con sus propios caballos hasta Moscú; y sin embargo, también se pasaban meses enteros sin un kópek, viviendo de las provisiones que tuvieran más a mano. El padre de Panteléi Yereméich había heredado una hacienda ya de por sí arruinada. Él, por su parte, había llevado una vida desmadrada, y a su muerte había dejado a su único heredero, Panteléi, la pequeña aldea embargada de Bessónovo, junto con treinta y cinco siervos varones y setenta y seis hembras, así como unos treinta y siete desiatinas de una tierra tan empobrecida en la zona de Kolobródova, por la cual, por cierto, no se pudieron encontrar escrituras en los papeles del difunto. El difunto se arruinó de la forma más singular: “contabilidad agrícola” fue lo que lo hizo. De acuerdo con sus ideas, un miembro de la nobleza no debería depender de comerciantes, gente de la ciudad y otros “ladrones por el estilo”, como solía decir. Así que instauró toda clase de talleres. “Tanto mejor cuanto más barato”, solía decir, “¡así es como funciona la contabilidad agrícola!”. Mantuvo esta ruinosa idea hasta el final, y esto fue lo que lo destruyó. ¡Pero tuvo sus compensaciones! Nunca se negaba ni un capricho. Entre otros proyectos, en una ocasión construyó, de acuerdo con sus propios planes, un carruaje familiar de proporciones tan descomunales que, a pesar de todos los esfuerzos de todos los caballos de los campesinos de la aldea y los de sus amos, se dio un golpe en la primera ensenada y acabó hecho añicos. Yereméi Lúkich (como se llamaba el padre de Panteléi) ordenó que se irguiera un monumento en dicha ensenada, y, además, no se rindió en absoluto. También se le metió en la cabeza construir una iglesia, pero por supuesto él mismo, sin la ayuda de un arquitecto. Quemó un bosque entero para hacer los ladrillos, puso unos cimientos enormes, como si pretendiera construir la catedral de una ciudad de, provincias, levantó las paredes y comenzó a construir una cúpula. Esta se cayó. Volvió a intentarlo y se volvió a caer. Lo intentó una tercera vez y la cúpula se desplomó una tercera vez. Esto dio que pensar a mi Yereméi Lúkich. “Este asunto no va bien”, pensó. “Es evidente que alguien me ha echado una maldición”. De pronto se le ocurrió que lo que tenía que hacer era mandar azotar a todas las viejas de la aldea. Las viejas fueron azotadas, pero aun así la cúpula no se erigió. Después comenzó a reorganizar la estructura de las casas de sus campesinos de acuerdo con un nuevo plan, todo en pos de la “contabilidad agrícola”. Colocó tres casas juntas en un triángulo, y en el medio irguió un mástil con un nido de estorninos pintado y una bandera. Cada día se le ocurría algo nuevo, ya fuera una sopa hecha con bardana, o cortarle la cola a los caballos para hacerles gorras de crin a sus campesinos, cambiar linaza por ortigas o alimentar a los cerdos con setas… Un día leyó un artículo en el Observador de Moscú escrito por un hacendado de Járkov, un tal Jriaka-Jrupiorski, sobre el valor de la moral en la vida campesina, y aquel mismo día ordenó que todos sus campesinos se lo aprendieran de memoria. Los campesinos lo hicieron, y él les preguntó si lo habían entendido. Su administrador respondió que claro que lo habían entendido, ¿cómo no iban a entenderlo? Por aquella época ordenó que a todas aquellas personas sobre las que tenía autoridad, se les fuera asignado, en el interés de la “contabilidad agrícola”, un número a cada uno, y que este fuera bordado en el cuello de sus camisas. Cuando vieran a su amo todos debían anunciar: “¡El número tal y tal, señor!”, a lo cual él respondería con dulzura: “¡Vaya con Dios!”.
       Sin embargo, a pesar del orden y de la “contabilidad agrícola”, Yereméi Lúkich se fue encontrando cada vez más en una situación de dificultad extrema, y comenzó a hipotecar sus aldeas e incluso a venderlas. El último nido de sus ancestros, la aldea con la iglesia sin terminar, fue al cabo embargado por el Estado, pero al menos esto no ocurrió mientras Yereméi Lúkich aún vivía, nunca habría sobrevivido a un golpe así, sino un par de semanas después de su muerte. Consiguió morir en casa, en su propia cama, rodeado por sus sirvientes y atendido por su médico. Pero el pobre Panteléi solo heredó Bessónovo.
       Panteléi se enteró de la enfermedad de su padre cuando todavía estaba en el ejército, y en el punto culminante de la referida “situación desagradable”. Solo tenía diecinueve años. Desde la infancia nunca había estado apartado de su hogar y del cuidado de su madre, una mujer muy buena pero tonta, Vasilisa Vasílevna, que lo había malcriado y consentido. Ella era la única que se preocupaba por su educación. Yereméi Lúkich tenía toda su atención puesta en la contabilidad agrícola, y no se había preocupado por ello. Era cierto que, en un momento dado, había administrado el castigo corporal a su hijo por pronunciar la letra “rtsi” como “artsí”, pero aquel día Yereméi Lúkich estaba disgustado, porque su mejor perro se había matado al golpearse contra un árbol. Para Vasilisa Vasílevna, la propia preocupación por la educación de su hijo se había limitado a un esfuerzo tortuoso. Con el sudor de su frente había contratado como tutor a un soldado retirado de la Alsacia, un tal Bierkopf, y se pasó toda la vida temblando como la hoja de un árbol, temiendo que quisiera retirarse: “¡Eso acabaría conmigo! ¿Dónde encontraría otro profesor? Fue muy difícil para mí quitárselo a esa vecina mía”. Y Bierkopf, al percatarse de estas circunstancias, de inmediato se aprovechó de la situación, y se emborrachaba desde la mañana hasta la noche. Al final de aquel “período de instrucción”, Panteléi entró en el ejército. Para entonces Vasilisa Vasílevna ya no estaba en este mundo. Falleció seis meses antes de este importante suceso, muerta de miedo: había soñado con un hombre montado sobre un oso blanco. Yereméi Lúkich la siguió a la tumba poco tiempo después.
       Panteléi, al enterarse de su enfermedad, galopó hasta su casa sin descanso, pero no llegó a tiempo de encontrar a su padre todavía entre los vivos. ¡Imaginad el asombro del hijo obediente cuando de forma del todo inesperada se encontró convertido de acaudalado en paupérrimo! Pocos son capaces de sobrevivir a un cambio de circunstancias similares. Panteléi se volvió salvaje y cruel. De ser una criatura honrada, generosa y bondadosa, aunque fuera un engreído que siempre siguiera los dictados de su voluntad, se volvió una persona conflictiva y arrogante, dejó de tener trato con sus vecinos, porque se sentía avergonzado delante de los ricos, y despreciaba a los pobres, y se comportaba de forma increíblemente maleducada con todos, incluso con las autoridades, como si quisiera dejar claro que era “un aristócrata de pura cepa, eso es lo que soy”. En una ocasión estuvo a punto de disparar a un alguacil que había entrado en su habitación con la gorra todavía puesta. No hay ni que decir que las autoridades, por su parte, no se amedrentaron y le hacían la vida imposible siempre que tenían ocasión. Sin embargo, la gente estaba algo asustada porque tenía un carácter terrible, y en menos que canta un gallo te retaba a un duelo con espadas. A la mínima objeción de sus opiniones, los ojos de Chertopjánov se descontrolaban y su voz se quebraba…
       —¡Ah va-va-va-va-va! —tartamudeaba—. Perderé la cabeza… ¡y se armará una buena!
       Pero sobre todo era un hombre limpio, nunca se involucraba en ningún negocio sucio. Por supuesto, nadie le visitaba. Y sin embargo, a pesar de todo ello, poseía un alma bondadosa, incluso magnánima, a su manera. No podía soportar ninguna injusticia y protegía ferozmente a sus campesinos.
       —¿Cómo? —diría, golpeándose su propia cabeza con furia—. Veremos quién le pone una sola mano encima a mi gente, ¿eh? Eso no ocurrirá mientras yo sea un Chertopjánov…
       Tijón Ivánich Nedopiúskin no podía, al igual que Panteléi Yereméich, presumir de su pasado glorioso. Su padre provenía de una familia modesta de granjeros y había adquirido rango de nobleza tras cuarenta años al servicio del Estado. Nedopiúskin père pertenecía a esa clase de personas cuyas desgracias lo persiguen con incansable e impávida amargura, una amargura que bordeaba el odio personal. A lo largo de sesenta años, desde el día de su nacimiento hasta el día de su muerte, el pobre diablo se había enfrentado con todas las necesidades, desventajas, calamidades que suelen ocurrir a los hombres sencillos. Había luchado como un pez contra el hielo, había pasado hambre y fatigas, había adulado y se había lamentado y se había estremecido por cada kópek que había ganado y sufrió “sin motivo” durante su carrera, y al final murió en una buhardilla o en un sótano, sin haber conseguido ninguna estabilidad para sus hijos. El destino siempre estaba a punto de cruzársele como una liebre. Era un hombre bueno y honrado, pero aceptaba sobornos de acuerdo con el rango, desde diez kópeks hasta un par de rublos. Nedopiúskin tenía una esposa, delgada y tuberculosa; también tenía hijos. Por suerte todos ellos murieron jóvenes, a excepción de Tijón y una hija, Mitrodora, conocida como la “chica de los comerciantes”, quien, tras muchas peripecias simpáticas y grotescas, terminó por casarse con un abogado retirado. Aún en vida, Nedopiúskin père consiguió encontrar un puesto de funcionario para Tijón en una oficina, pero tan pronto como su padre falleció Tijón dimitió. Las constantes preocupaciones, la lucha atormentada contra el frío y el hambre, la temible melancolía de su madre, la desesperación febril de su padre, el acoso de los caseros y los tenderos, toda esta miseria diaria e ininterrumpida engendró una timidez inexplicable en Tijón, de manera que una simple mirada de su jefe en la oficina le hacía echarse a temblar y se desmayaba como si fuera un pájaro en una jaula. Abandonó su trabajo. La naturaleza, en su indiferencia y, tal vez, su ironía, bendice a las personas con distintas habilidades y aptitudes sin tener en cuenta su posición en la sociedad ni sus medios económicos. Con su habitual diligencia moldeó a partir de Tijón, el hijo de un burócrata empobrecido, una persona de gran sensibilidad, holgazana, abrumada e impresionable, una persona destinada solo a la buena vida y bendecida con un sentido del olfato y del paladar extremadamente delicado, y lo moldeó y lo terminó con meticulosidad, solo para dejar luego que su creación se criara con repollo amargo y pescado podrido. Y así se crio esta perfecta obra, y comenzó, como suele decirse, a “vivir”. Ahí fue donde comenzó la diversión. El destino, incansable en su acoso a Nedopiúskin père, comenzó a cebarse en su hijo, pues ya le había tomado gusto a la familia. Pero con Tijón se comportó de forma distinta. No le atormentaba, más bien se burlaba de él. Nunca lo condujo a la desesperación y nunca le obligó a experimentar los dolores humillantes del hambre. Sin embargo, lo obligó a correr como un ratoncillo por toda Rusia, desde Veliki Ustiug hasta Tsarevo-Kokshaisk, de un puesto humillante y risible a otro, nombrándole “mayordomo” en una ocasión de una dama de mal genio que se pasaba el día quejándose, en otra convirtiéndole en habitual de la casa de un comerciante acaudalado pero rácano, y en otra nombrándolo el asistente doméstico de un terrateniente de ojos saltones al que le gustaba que le cortaran el pelo al modo inglés, y en otra convirtiéndole en un medio-mayordomo, medio-bufón de un tipo que amaba la caza… En breve, el destino obligó al pobre Tijón a beberse gota a gota la taza amarga y envenenada de una existencia servil. Se había dedicado a apaciguar los ponderosos caprichos de una nobleza que se aburría. ¡Y con cuánta frecuencia, ya en sus propios aposentos, tras habérsele permitido (“¡Lárgate con Dios!”) liberarse de órdagos de invitados que habían reído a su costa a más no poder, ardiendo de vergüenza, con lágrimas heladas de desesperación en los ojos, había jurado que al día siguiente se escaparía y probaría suerte en la ciudad más cercana, o bien buscándose un puesto como oficinista o muriéndose de hambre de una vez en medio de la calle! Pero, en primer lugar, el Señor no le daba el valor. En segundo, la timidez se impuso y, en tercero, ¿cómo diablos podría encontrar un puesto, a quién iba a pedírselo? “No me darán ninguno”, se decía el pobre diablo, dando vueltas desesperado en la cama, “no me darán ninguno”. Y al día siguiente de nuevo se dispondría a vivirlo todo otra vez. Su posición resultaba todavía más dolorosa por el hecho de que la naturaleza, aunque se había tomado con él su tiempo, no se había molestado en regalarle ni una brizna de esas cualidades sin las cuales la posición de bufón resulta imposible. Por ejemplo, no sabía cómo bailar hasta caerse, disfrazarse con la piel de un oso, ni hacer el tonto divirtiendo a todos al alcance de sus fustas o salir disparado al exterior sin ropa en mitad de una helada de veinticinco grados bajo cero. A veces el estómago se le resentía y no era capaz de digerir el vino mezclado con tinta u otra porquería, igual que no podía digerir agárico reducido a polvo mezclado con vinagre.
       Solo el Señor sabe qué habría sido de Tijón si el último de sus benefactores, un recaudador de impuestos enriquecido, no hubiera tenido la idea, en un momento feliz, de incluirlo en su testamento: “Por la presente lego a Ziozio (también conocido como Tijón) Nedopiúskin, en posesión perpetua, mi propiedad, la aldea de Besselendéievka, con todas las tierras anexas adquiridas por mí”. Unos cuantos días más tarde, mientras comía sopa de esturión, el benefactor cayó fulminado por una apoplejía. A eso le siguió una tremebunda conmoción, con el juzgado sellando los bienes hasta la llegada de los parientes, momento en el que se abrió el testamento y se convocó a Nedopiúskin. Nedopiúskin apareció. La mayoría de los presentes sabía el papel que había desempeñado Tijón Ivánich en la vida del benefactor, y con exhortaciones jocosas y burlas le saludaron y le dieron la enhorabuena.
       —¡Ahí está el terrateniente! ¡El nuevo terrateniente! —gritaban los otros herederos.
       —Aquí lo tenemos —interrumpió uno de ellos, un bien conocido bromista e ingenio local—, aquí está, el mismo, lo que suele decirse… ¡El heredero!
       Y todos rompieron a carcajadas.
       Nedopiúskin necesitó un momento para darse cuenta de su buena fortuna. Le enseñaron el documento y se puso colorado, apretó los ojos, comenzó a hacer gestos disuasorios con la mano, y al cabo rompió a llorar. Las risas de los presentes se convirtieron en carcajadas atronadoras. La aldea de Besselendéievka no consistía en más que veintidós campesinos, así que ninguno de los herederos lamentaba haberla perdido. Un poco de diversión, pensaron, ¿por qué no? Solo uno de los herederos de San Petersburgo, un caballero engreído con la nariz griega con la más digna de las expresiones, Róstislav Adámich Shtóppel, no pudo contenerse, se acercó de soslayo hasta Nedopiúskin y lo miró por encima del hombro.
       —Usted, mi buen señor, por lo que parece —comenzó a decir con una malicia evidente— era para nuestro respetado Fiódor Fiódorich un lacayo de entretenimiento, para entendernos, ¿no es así?
       El caballero de San Petersburgo se expresaba en un ruso correcto, vivachón e intolerablemente puro. Nedopiúskin, al sentirse abrumado, no entendió de entrada las palabras del caballero desconocido, pero el resto de presentes guardó un inmediato silencio. El señor Shtóppel se frotó las manos y repitió la pregunta. Nedopiúskin levantó los ojos asombrado, boquiabierto. Róstislav Adámich entrecerró los ojos con malicia.
       —Le doy la enhorabuena, mi querido señor, le doy la enhorabuena —y continuó—: Es cierto, no todo el mundo, podría decirse, estaría de acuerdo en que es la forma correcta de ganarse el pan de cada día, pero des gustibus non est disputandum, lo que quiere decir que cada uno tiene sus gustos. Estará usted de acuerdo, ¿no es así?
       Alguien al fondo de la casa soltó una rápida pero decorosa carcajada.
       —Dígame —continuó el señor Shtóppel, animado por las sonrisas de todos los presentes—, ¿a qué talento en particular le debe usted su buena fortuna? No, no sea tímido, díganoslo. Todos estamos aquí, como si dijéramos, en famille. Es cierto, caballeros, estamos todos en famille aquí, ¿no es verdad?
       El heredero a quien Róstislav Adámich dirigió de forma casual su pregunta desgraciadamente no sabía francés, de manera que se limitó a aclararse la garganta en señal de aprobación. Por el contrario, otro de los herederos, un hombre joven con manchas amarillas en la frente, canturreó a toda prisa con “Voui, voui, eso está claro”.
       —Tal vez —continuó el señor Shtóppel—, ¿sabe usted cómo andar sobre sus manos y de patas arriba, más o menos?
       Nedopiúskin miró a su alrededor miserablemente. Todas las caras sonreían maliciosamente y todos los ojos estaban recubiertos por un brillo de satisfacción.
       —¿O tal vez sabe usted cómo cantar como un gallo?
       Una explosión jovial de risas contagió toda la concurrencia, y de inmediato cesó en anticipación de la respuesta.
       —O tal vez tiene usted en su nariz…
       —¡Basta! —interrumpió de pronto una aguda y resonante vozarrón—. ¡Debería avergonzarse de atormentar a ese pobre hombre!
       Todos se volvieron hacia aquella voz. En el umbral apareció Chertopjánov. Como pariente, aunque muy lejano, del fallecido recaudador de impuestos, él también había recibido una carta de invitación a la reunión familiar. En el curso de la lectura del testamento había guardado, como era su costumbre, una arrogante distancia respecto del resto de los presentes.
       —¡Basta! —repitió, echando la cabeza hacia atrás con orgullo.
       El señor Shtóppel se volvió con presteza y, al ver a un hombre vestido de forma poco llamativa, incluso despreocupada, le preguntó a su vecino en voz baja (es mejor ser cauteloso):
       —¿Quién es ese?
       —Chertopjánov. Ningún pájaro importante —le susurró el hombre al oído.
       Róstislav Adámich le miró altivamente.
       —¿Y quién es usted para dar órdenes? —dijo con voz nasal entrecerrando los ojos—. ¿Qué clase de pájaro es usted, si me permite que le pregunte?
       Chertopjánov explotó como la pólvora a la que roza una chispa. Se sulfuró de tal manera que apenas podía respirar.
       —¿Dz-dz-dz-dz? —siseó, como si lo estuvieran estrangulando, y de pronto rugió—. ¿Que quién soy yo? ¿Quién soy yo? Panteléi Chertopjánov, un aristócrata de sangre azul, mi tatarabuelo sirvió al Zar, ¿y quién demonios es usted?
       Róstislav Adámich empalideció y dio un paso hacia atrás. No había sospechado semejante reacción.
       —Yo un pájaro, yo, un pájaro… ¡O, o, o!
       Chertopjánov se echó hacia delante. Shtóppel saltó hacia atrás alarmado y los invitados se dispusieron a detener al airado terrateniente.
       —¡A batirse en duelo! ¡A batirse en duelo! ¡Ahora mismo, saquen el pañuelo! —gritaba un frenético Panteléi—. O si no tiene que pedirme perdón, y también a él…
       —Pídale perdón —murmuraban los aprensivos herederos que protegían a Shtóppel—. ¡Ya ve que está loco! ¡Está dispuesto a cortarle el cuello!
       —Perdóneme, se lo ruego, no lo sabía… —balbució Shtóppel—, no sabía…
       —¡Y a él también! —rugía el calentado Panteléi.
       —Perdóneme —añadió Róstislav Adámich, volviéndose hacia Nedopiúskin, que estaba temblando como si tuviera fiebre.
       Chertopjánov se calmó, se dirigió a Tijón Ivánich, lo agarró del brazo, miró con gallardía a su alrededor y, al no encontrar una sola mirada dirigida a su persona, con solemnidad y rodeado de un profundo silencio abandonó la habitación junto con el nuevo hacendado, legalmente nombrado señor de Besselendéievka.
       A partir de aquel momento ya no volvieron a separarse. (La aldea de Besselendéievka estaba apenas a diez verstas de Bessónovo). La gratitud ilimitada de Nedopiúskin no tardó en convertirse en adoración por su héroe. El débil, tierno y no enteramente sin mácula Tijón mordía el polvo delante del valiente y temerario Panteléi.
       —¡Es increíble! —se diría en ocasiones—. ¡Cuando habla con el Gobernador lo mira directamente a los ojos, igual que Jesucristo, justo así!
       Se sorprendía hasta el punto del descreimiento, hasta los límites de sus capacidades, y le tenía por un hombre excepcional, inteligente y educado. Y debe decirse que, no importa lo pobre que hubiera sido la educación de Chertopjánov, puesto que en comparación con la de Tijón eran magnífica. Chertopjánov, es cierto, leía mal el ruso y entendía el francés tan poco que en una ocasión respondió a una pregunta de su tutor suizo: “Vous parlez frangais monsieur?”, con la respuesta: “Je no puedo…”, y después de un momento de confusión añadió: “pas”. Pero aun así sabía lo suficiente para recordar que había habido un Voltaire, el más agudo de los escritores, que los franceses y los ingleses con frecuencia se habían peleado, y que Federico el Grande, Rey de Prusia, también había sido un líder militar excepcional. De los escritores rusos tenía respeto por Derzhavin, pero amaba a Marlinski y había bautizado a su perro preferido con el nombre Ammalat-Bek, como el héroe de una de sus historias.
       Unos días después de mi primer encuentro con los dos amigos me dirigí hacia la aldea de Bessónovo a ver a Panteléi Yereméich. Su casita se veía desde muy lejos, más o menos a media versta de la aldea, y estaba, como suele decirse, como un halcón sobre un campo arado. La totalidad de los dominios de Chertopjánov consistían en cuatro edificios antiquísimos de madera de distintos tamaños: sus aposentos, los establos, un granero y unos baños. Cada edificio estaba separado de los demás. No había verja que rodeara el lugar ni tampoco cancela. Mi cochero se detuvo algo confuso cerca de un pozo medio destruido lleno de basura. Cerca del granero varios cachorros desastrados de borzoi estaban mordiendo un caballo muerto, probablemente Orbassán. Uno de ellos levantó un hocico manchado de sangre, dio un rápido ladrido y volvió a roer las costillas. Al lado del caballo había un muchacho de unos diecisiete años con el rostro hinchado y amarillo, vestido como un lacayo y descalzo; parecía ocupado con la importante tarea de cuidar de los perros, y de cuando en cuando daba con el látigo al que estuviera zampando con más gula.
       —¿Está el amo en casa? —pregunté.
       —¡Dios sabrá! —respondió el joven—. Llame a ver.
       Salté del carro y me acerqué a la puerta principal. Las dependencias del señor Chertopjánov tenían una apariencia deplorable. La madera estaba oscurecida y abombada, una chimenea se había caído, las esquinas se habían podrido desde abajo y estaban torcidas, y las pequeñas ventanas grisáceas miraban con inexpresiva acritud desde debajo de un tejado que se hundía; recordaban a la mirada de algunas viejas de mala vida. Llamé y no contestó nadie. Sin embargo, podía escuchar desde la otra parte de la puerta el ruido de palabras que se pronunciaban con agudeza: “A, B, C… ¡pues sigue tú, idiota!”, gritaba una voz enfadada. “A, B, C… ¡No, B! ¡Luego la C! ¡Sigue, imbécil!”.
       Volví a llamar.
       La misma voz contestó:
       —Quien quiera que sea que entre…
       Entré a un pequeño y vacío zaguán y por una puerta abierta pude ver al mismísimo Chertopjánov. Llevaba puesto un batín de Bokhara, pantalones amplios y una gorra roja. Estaba sentado en una silla, apretando con una mano el morro de un perrito de aguas joven, y en la otra sostenía un trocito de pan justo encima de su nariz.
       —¡Ah! —dijo con dignidad y sin levantarse—. Me alegra que haya venido. Por favor, tome asiento. Aquí estoy, entretenido con Venzor… Tijón Ivánich —añadió, alzando la voz—, venga aquí. Tenemos un invitado.
       —En seguida, en seguida —respondió Tijón Ivánich desde la otra habitación—. Masha, mi corbata.
       Chertopjánov se volvió de nuevo hacia Venzor y puso otra vez el pan frente a su nariz. Miré a mi alrededor. No había muebles en la habitación excepto una mesa extensible de trece patas de longitud desigual y cuatro sillas de mimbre desvencijadas. Las paredes, pintadas hacía mucho tiempo, con topos azules en forma de estrellas, estaban muy gastadas. Entre las ventanas colgaba un espejito roto y borroso con un descomunal marco de caoba. En los rincones reposaban las queridas escopetas y las pipas. Gruesas y oscurecidas telas de araña colgaban del techo.
       —A, B, C, D —dijo Chertopjánov despacio, y de pronto gritó con fiereza—: ¡C para comer! ¡Comer! ¡Comer…! ¡Qué animal tan estúpido…! ¡Come!
       Pero el desgraciado perrito se limitó a echarse a temblar y no se animaba a abrir la boca. Continuó allí sentado, con la cola dolorosamente escondida bajo su cuerpo, y, retirando los labios, parpadeaba miserablemente y entrecerraba los ojos como si estuviera diciéndose a sí mismo: muy bien, ¡así que tú eres el que manda!
       —¡Vamos, come! ¡Cógelo! —repetía el impaciente hacendado.
       —Lo ha asustado —comenté.
       —Bueno, ¡pues vete por ahí!
       Empujó al perro con el pie. El pobre animal se levantó con calma, dejó que el trozo de pan se cayera de su nariz y se retiró de puntillas, muy ofendido, hacia el zaguán. Y con toda la razón: ¡era la primera vez que llegaba un extraño, y ya ve cómo le trataban!
       La puerta de la habitación contigua crujió despacio y entró el señor Nedopiúskin, haciendo reverencias y sonriendo.
       Me levanté y le hice una reverencia yo también.
       —¡No se preocupe, por favor! —murmuró.
       Tomamos asiento. Chertopjánov se dirigió a una habitación cercana.
       —¿Lleva usted tiempo en nuestra tierra prometida? —comenzó a decir Nedopiúskin con una voz dulce, tosiendo cuidadosamente en su mano y manteniendo los dedos apretados contra los labios con toda decencia.
       —Más o menos un mes.
       —Bueno, quién lo diría.
       Ambos guardamos silencio.
       —Está haciendo muy buen tiempo —continuó Nedopiúskin y me miró con gratitud, como si el tiempo dependiera de mí—. Las cosechas parecen increíblemente buenas.
       Incliné la cabeza en señal de asentimiento. Volvimos a guardar silencio.
       —Ayer Panteléi Yereméich cazó dos liebres —comenzó de nuevo Nedopiúskin, no sin hacer un terrible esfuerzo, evidentemente intentando animar nuestra conversación—. Eran enormes, realmente grandes.
       —¿Posee buenos perros el señor Chertopjánov?
       —¡Excepcionales, señor! —exclamó Nedopiúskin con alborozo—. Uno podría decir que son los mejores de toda la provincia. —Se acercó a mí—. ¡Qué hombre, señor! ¡Panteléi Yereméich es una persona tan buena! Todo lo que quiera o lo que se le ocurra… ¡Se hace inmediatamente a la perfección! Panteléi Yereméich, qué personaje…
       Chertopjánov entró en la habitación. Nedopiúskin sonrió, dejó de hablar y dirigió mi atención con su mirada hacia él como si quisiera decir: ¡vea usted mismo! Comenzamos a hablar sobre la caza.
       —¿Le importaría que le enseñase mi jauría? —preguntó Chertopjánov y sin esperar mi respuesta llamó a Karp.
       Entró un tipo robusto, con un caftán verde de cuello azul y botones de librea.
       —Dile a Fomka —dijo Chertopjánov sin dar rodeos— que saque a Ammalat y a Saiga, y hazlo ahora mismo, ¿entiendes?
       Karp sonrió ampliamente, emitió un sonido irreconocible y salió. Entonces apareció Fomka, repeinado, con los botones abrochados hasta arriba, las botas puestas y acompañado de los perros. Por cortesía expresé mi admiración por los estúpidos animales (todos los perros borzoi son extraordinariamente estúpidos). Chertopjánov escupió en el hocico de Ammalat, lo cual evidentemente no le gustó nada al perro. Nedopiúskin lo acariciaba por detrás. De nuevo empezamos a charlar. Poco a poco Chertopjánov se fue apaciguando y dejó de presumir y de resoplar. La expresión de su rostro cambió. Nos echó una mirada tanto a mí como a Nedopiúskin.
       —¡Eh! —exclamó de pronto—. ¿Por qué tienes que quedarte ahí sola sentada? ¡Masha! ¡Masha! ¡Entra aquí!
       Alguien se movió en la habitación contigua, pero no hubo respuesta.
       —¡Maaasha! —repitió con dulzura Chertopjánov—. Ven aquí. No tengas miedo.
       Se abrió la puerta y vi a una mujer de unos veinte años de edad, alta y de buena figura, con un oscuro rostro gitano, ojos amarillentos y el cabello trenzado, tan negro como la brea. Grandes dientes blancos brillaban entre los labios rojizos. Llevaba puesto un vestido blanco; un chal azul cielo sujeto al cuello con un alfiler dorado, arreglado para cubrir la mitad de sus delicados brazos. Dio un par de pasos al frente con la torpeza propia de las tímidas muchachas salvajes, se paró en seco y bajó la cabeza.
       —Permíteme que le presente —dijo Panteléi Yereméich—. Esta es Masha, no es mi esposa, pero como si lo fuera.
       Masha se sonrojó y sonrío confundida. Me doblé en una reverencia inusualmente baja. Era muy atractiva. La nariz delicadamente aguileña con las aletas casi transparentes, perfil determinado de sus altas cejas y las mejillas pálidas y débilmente hundidas, todos los rasgos de aquel rostro expresaban una naturaleza apasionada y una audacia temeraria. Llevaba el pelo trenzado. Por detrás de su nuca corrían dos líneas de pequeños y brillantes cabellos, señales de raza y de fortaleza.
       Se acercó a la ventana y se sentó. No quise aumentar su confusión y entablé conversación con Chertopjánov. Masha giró ligeramente la cabeza y me observó por debajo de sus cejas de una forma directa. Sus ojos relampagueaban delante de mí como la lengua de una serpiente. Nedopiúskin se sentó a su lado y le susurró algo al oído. Ella volvió a sonreír. Al hacerlo arrugaba ligeramente la nariz y levantaba el labio superior, lo que le daba a su rostro una expresión no tanto gatuna como leonina.
       “Ah, ya veo. Eres de las que “se mira pero no se toca””, pensé, observando hasta donde me era posible su sinuosa cintura, su pecho menudo y sus movimientos rápidos y angulares.
       —Masha ¿tenemos algo que ofrecerle a nuestro invitado? —preguntó Chertopjánov.
       —Tenemos compota —respondió.
       —Muy bien, entonces trae compota, y vodka también. Mira, Masha —gritó a su espalda—, trae también la guitarra.
       —¿Para qué iba a traerla? No pienso cantar.
       —¿Por qué no?
       —Porque no quiero.
       —Eh, eso son tonterías. Querrás cuando…
       —¿Cuándo qué? —preguntó Masha frunciendo el ceño.
       —Cuando te lo pida… —dijo Chertopjánov, no sin cierto azoro.
       —¡Ah!
       La mujer salió y regresó al poco tiempo con la compota, el vodka y se sentó de nuevo junto a la ventana. Todavía fruncía el entrecejo, y sus dos cejas se alzaban y caían como la antena de una avispa. ¿Ha observado, querido lector, los maliciosos rostros de las abejas? Bueno, pensé, se acerca una tormenta. La conversación decayó. Nedopiúskin estaba en completo silencio y sonreía tensamente. Chertopjánov se removía en el asiento y resoplaba, tenía la cara enrojecida y los ojos saltones, y yo estaba a punto de irme. Masha de pronto se puso de pie, abrió la ventana, sacó la cabeza y gritó: “¡Aksinia!” a una mujer que pasaba. La mujer se sobresaltó, trató de darse la vuelta, se resbaló y cayó pesadamente sobre el suelo. Masha se echó hacia atrás y rompió a carcajadas. Chertopjánov también empezó a reírse. Nedopiúskin gemía de la risa. Todos nos desembarazamos de nuestra tristeza. La tormenta había pasado con un único relámpago y el cielo estaba despejado.
       Media hora más tarde nadie nos habría reconocido, porque estábamos charlando y bromeando como chiquillos. Masha era la más animada de todos y Chertopjánov simplemente la devoraba con los ojos. Su rostro había empalidecido, las aletas de su nariz se dilataban y sus ojos refulgían y se oscurecían, todo al mismo tiempo. La muchacha salvaje se había soltado la melena. Nedopiúskin renqueaba detrás de ella sobre sus piernas cortas y rollizas, igual que un pato tras una pata. Incluso Venzor salió de debajo del banco del zaguán, se quedó de pie en el umbral de la puerta, nos contempló y de pronto se puso a saltar y a ladrar. Masha se precipitó a la otra habitación, trajo la guitarra, se quitó el chal de los hombros, se sentó a toda prisa, levantó su cabeza y comenzó a cantar una canción gitana. Su voz temblaba y vibraba como una campanilla agrietada, elevándose para acabar apagándose… El corazón se estremecía tanto como se sentía lleno de congoja. “Eh, enciende mi corazón, y habla”, cantaba la muchacha, y Chertopjánov comenzó a bailar al son. Nedopiúskin pataleaba y se movía con cierta afectación. Masha brillaba de los pies a la cabeza, igual que un tronco de abedul en el fuego, y sus finos dedos recorrían con pericia la guitarra, y su cuello oscuro se elevaba de forma gradual sobre su collar de ámbar de dos vueltas. A veces dejaba de hablar, y parecía exhausta, como si no estuviera dispuesta a tocar las cuerdas, y entonces Chertopjánov guardaba silencio, limitándose a encogerse de hombros y a mover sus pies, mientras que Nedopiúskin no hacía más que mover su cabeza como si fuera un chino de porcelana; y entonces de nuevo ella dejaba fluir las palabras y comenzaba a cantar como una poseída, irguiendo su cintura y sacando el busto, y Chertopjánov se encogía de nuevo en una danza cosaca, para luego saltar hasta el techo, gritando:
       —¡Muy bien!
       —¡Muy bien, muy bien! —tintineaba Nedopiúskin a toda prisa.
       Ya era noche cerrada cuando me marché de Bessónovo.




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