Iván S. Turguénev
(Orel, Rusia, 1818 - Bougival, Francia, 1883)


Yermolái y la molinera (1847)
(“Ермолай и мельничиха”)
Originalmente publicado en la revista Современник [El Contemporáneo]
Núm. 5 (1847), págs. 130-141;
Записки охотника [Relatos de un cazador, Del álbum de un cazador]
(San Petersburgo, 1852), págs. 21-40.



      Al crepúsculo, el cazador Yermolái y yo salimos en busca de “vuelo bajo”… Pero tal vez sea el caso de que no todos mis lectores sepan lo que “vuelo bajo” significa. Les ruego que escuchen, caballeros.
       Un cuarto de hora antes de que anochezca, durante la primavera, entras en un bosquejuelo, pertrechado con tu escopeta pero sin tu perro. Hallas algún escondrijo cercano al linde, miras a tu alrededor, revisas los pistones, intercambias guiños con tu compañero. Transcurre un cuarto de hora. El sol se ha puesto, pero una luz tenue ilumina el bosque; el aire es límpido, translúcido; los pájaros parlotean con animación; la hierba joven resplandece como brillantes esmeraldas… Esperas. El interior del bosque va oscureciéndose poco a poco; la luz carmesí del crepúsculo se desplaza con parsimonia a través de las raíces y los troncos de los árboles, elevándose más y más, ascendiendo desde las ramas bajas, casi desnudas todavía, hacia las copas detenidas de los árboles adormecidos… A continuación son las copas de los árboles las que inician su fuga; el cielo rosado se oscurece de azul. Los aromas del bosque se intensifican, dulcemente transportados por ráfagas de humedad cálida; la brisa que ha descendido expira a tu alrededor.
       Los pájaros se adormecen, no todos al mismo tiempo, sino de familia en familia; primero se amodorran los pinzones, unos instantes después los petirrojos, y tras ellos los verderones. El bosque se llena de sombras. Los árboles se funden en manchas ennegrecidas; las primeras estrellas diminutas emergen tímidamente en el cielo azulado y oscuro. Todos los pájaros se adormecen. Los colirrojos y los pequeños carpinteros son los únicos que emiten algún silbido medio despiertos… Tampoco ellos tardan en enmudecer. La voz de tintineo del mosquitero resuena sobre nuestras cabezas una última vez; en algún rincón una oropéndola emite un gemido lastimero, y el ruiseñor ha iniciado su gorgojeo cantarín. El corazón pesa de anticipación en el pecho cuando, de forma inesperada… Pero solo los cazadores entenderán mis palabras: con precipitación rompe en mitad de la quietud densa un graznido y un bisbiseo concreto, reconoces el batir monocorde de unas alas flexibles, y una chochaperdiz, su largo pico bellamente inclinado, alza el vuelo desde un abedul oscurecido, encontrándose con tu disparo.
       Y eso es lo que significa esperar “vuelo bajo”.
       Con tal propósito salimos Yermolái y yo por “vuelo bajo”; pero discúlpenme, caballeros: antes debo familiarizarlos con Yermolái.

       Imagínense a un hombre de unos cuarenta y cinco años, alto y enjuto, con una larga y delicada nariz, una frente estrecha, ojillos grises, cabello enrevesado y unos labios hinchados y sarcásticos. Este individuo solía vestir un caftán de nankeen amarillo de estilo alemán lo mismo en invierno que en verano, atado con un fajín; unos bombachos azul oscuro y una gorra rematada de astracán, que un terrateniente arruinado le había obsequiado durante alguna celebración. Llevaba dos bolsas enganchadas al fajín, una en la parte delantera, doblada sobre sí misma con maestría para transportar en una mirad la pólvora y los perdigones, y otra a la espalda, para las presas; los trocitos de algodón que necesitaba Yermolái solía extraerlos de su propia gorra, que parecía contener cantidades infinitas. Con el dinero que ganaba vendiendo sus presas no habría tenido dificultad en comprarse una cartuchera y una bolsa, pero realizar una compra de ese tipo no se le ocurrió ni una vez, y nunca dejó de cargar su arma como acostumbraba, despertando la admiración de los testigos por la habilidad con la que evitaba echar más pólvora de la necesaria, o bien mezclarla con los perdigones. Su mosquete tenía un solo cañón con un pedernal, y por lo tanto poseía la costumbre terrible de dar culatazos, y esta era la razón por la cual la mejilla derecha de Yermolái siempre estaba más hinchada que la izquierda. Una persona obsequiada con elevadas capacidades mentales no podría imaginarse cómo Yermolái llegaba a acertar con esta arma, pero así era.
       También poseía un perro llamado Valetka, una criatura de lo más increíble. Yermolái jamás lo alimentaba. “¡Como si yo pudiera darle de comer a un perro!”, decía. “Un perro es listo y puede encontrar sus propias vituallas”. Y en realidad así ocurría: aunque Valetka sorprendía a los transeúntes con su asombrosa delgadez, vivo estaba, y vivo permaneció durante un tiempo muy largo. Así mismo, a pesar de su posición paupérrima, nunca se perdió ni tampoco demostró deseo alguno de abandonar a su dueño. En una ocasión, en su juventud, se había escapado durante dos días a causa de un enamoramiento; pero dicha estupidez no tardó en abandonarlo. La característica más notable de Valetka era su indiferencia inescrutable hacia todo aquello que lo rodeaba… Si yo no estuviera hablando de un perro, utilizaría la palabra “desencanto”. Se sentaría sin moverse, con su colita enroscada debajo del cuerpo, el ceño fruncido, con un temblor involuntario y sin sonreír nunca. (Es bien sabido que los perros son capaces de sonreír, y hasta de sonreír con dulzura). Era increíblemente feo, y no había un solo sirviente ocioso en la casa que desperdiciara la oportunidad de burlarse con crueldad de su apariencia, pero todas estas bromas despiadadas, así como los golpes que recibía, Valetka los soportaba con una compostura asombrosa. Los cocineros eran quienes disfrutaban más de este orden de cosas, puesto que de inmediato abandonaban su trabajo y, con todo tipo de gritos e improperios, lo perseguían siempre que el animal, por una debilidad que no solo debe aplicarse a los perros, metía su morro hambriento por la puerta medio abierta de la cocina, tentadoramente cálida y repleta de los más suaves aromas. Cuando estaba cazando se distinguía por su entusiasmo, y tenía un sentido del olfato perfectamente apropiado; pero si por casualidad conseguía hacerse con una liebre mal herida, de inmediato se la comía con fruición sin dejar un solo huesecillo, apostado en algún lugar a la sombra bajo un matorral a una distancia respetable de Yermolái, que lo insultaría en todos los dialectos conocidos y desconocidos.
       Yermolái pertenecía a uno de mis vecinos, un terrateniente de la antigua escuela. A los terratenientes de la antigua escuela no les gustaban las aves de presa, y preferían las aves de corral. Únicamente en situaciones especiales, como por ejemplo los nacimientos, las onomásticas y durante las elecciones, sus cocineros prefieren aves de pico largo, y proceden a cocinarlas de cualquier manera, que es lo que hace un ruso cuando no sabe cómo hacer algo, inventándose tales acompañamientos que la mayoría de los invitados miran el plato que se les ha puesto delante con curiosidad y atención, pero sin animarse a probar bocado. Yermolái tenía instrucciones de proveer la cocina de su amo una vez al mes con dos pares de urogallos o perdices, pero durante el resto del tiempo se le permitía hacer lo que quisiera. Lo juzgaban incapacitado para cualquier clase de trabajo, un mequetrefe, como los llaman aquí en la región de Oriol. Por supuesto, no se le entregaba pólvora y perdigones por la misma razón por la que él no le daba a su perro ninguna comida.
       Yermolái era una persona de lo más curiosa: tan despreocupado como un pájaro, bastante hablador, torpe y despistado en apariencia; le gustaba mucho beber, era incapaz de echar raíces en ningún sitio, cuando caminaba arrastraba los pies por el suelo y se movía de un lado a otro; pero aun arrastrándose y tambaleándose conseguía andar sesenta verstas cada día. Había vivido las peripecias más insólitas: había dormido en pantanos, subido a árboles, sobre tejados, debajo de puentes. En más de una ocasión había sido encerrado en un ático o en una bodega o en un granero; se le había confiscado su escopeta, su perro, sus vestimentas más necesarias, lo habían apaleado con saña, y siempre, tras algún tiempo prudencial, regresaba a la casa perfectamente vestido, con su arma y acompañado por su perro. Sería imposible llamarlo un hombre alegre, aunque casi siempre se encontraba en un estado mental de lo más predispuesto; en general puede decirse que tenía cierta reputación de estrafalario.
       A Yermolái le gustaba charlar con gente agradable, especialmente si compartían una bebida, pero nunca mucho tiempo. Se levantaba y se disponía a salir: “¿Adónde demonios vas? Ya ha caído la noche”. “Voy a Chaplino”. “¿Y qué hay en Chaplino, que está a diez verstas?”. “Voy a pasar la noche con el campesino Sofron”. “Pues pasa la noche aquí”. “No, eso no es posible”. Y Yermolái se alejaba con su Valetka hacia la noche oscura atravesando matorrales y socavones; el campesino Sofron probablemente le permitiría quedarse en su patio y tal vez, quién sabe, le daría un pequeña tunda: no se viene a molestar a los individuos honestos.
       Pero nadie se comparaba con Yermolái en su habilidad para cazar peces en la primavera, durante las crecidas, o en atrapar cangrejos con las manos desnudas, intuir las presas, atraer codornices, amaestrar halcones, capturar ruiseñores con el “caramillo” o el “vuelo del cuclillo”[1]. Solo de una cosa era completamente incapaz: amaestrar perros. No tenía la paciencia necesaria.
       También tenía una esposa. La visitaba una vez por semana. Vivía en una cabaña medio derruida y miserable, más o menos se apañaba de una forma u otra, nunca sabía de un día para otro si tendría algo de comer y, en general, llevaba una vida bastante amarga. Yermolái, aquel tipo despreocupado y de buen corazón, la trataba con crudeza; en su casa adoptaba un aire amenazante y severo, y su pobre mujer no tenía ni idea de qué hacer para que fuera más amable con ella. En su presencia se echaba a temblar, le compraba la bebida con el último kópek y lo cubría con su propio abrigo de piel de cordero cuando él se desplomaba majestuosamente sobre el horno y caía en el sueño de los justos. Yo mismo tuve más de una ocasión de observar señales involuntarias en él de cierta ferocidad latente: no me agradaba la expresión de su rostro cuando mataba a mordiscos algún pájaro que alcanzábamos con nuestros disparos. Pero Yermolái nunca se quedaba en su casa más de una jornada, y una vez fuera de su territorio habitual de nuevo se volvía “Yermolka”, el mote por el que se le conocía a unas cien verstas más o menos y que él mismo utilizaba en ocasiones. El siervo más inferior se creía superior a este vagabundo, y tal vez precisamente por eso siempre lo trataban de forma amigable; aunque al principio los campesinos gustaban de echarlo y de darle caza como si fuera una liebre de campo, al cabo siempre lo despedían con un trozo de pan y una bendición y, una vez que llegaban a conocer a este tipo excéntrico, no lo tocaban…
       Así era el personaje que yo había elegido como compañero, y en su compañía me dirigí a apostarme a esperar “bajo vuelo” en un amplio bosque de abedules a orillas del Ista.

       Multitud de ríos rusos, al igual que el Volga, poseen una orilla empinada como una colina y otra cenagosa; tal es el caso del Ista. Este río pequeño se tuerce de una forma excesivamente caprichosa, arrastrándose como una serpiente, sin seguir nunca un fluir rectilíneo durante media versta, y en un lugar concreto, apostado sobre una colina, pueden verse diez verstas de embalses, estanques, molinos y huertas rodeadas por sauces y bandadas de gansos. Es un río infinitamente rico en peces, sobre todo los bagres (en el tiempo caluroso los campesinos los sacan con las manos de detrás de los arbustos que acaban en el agua). Pequeños andarríos silban y revolotean de un lado a otro a lo largo de las orillas arenosas, salpicadas de helados manantiales de agua cristalina; los patos salvajes se alejan hacia el centro de los estanques oteando precavidos cuanto les rodea; las garzas se estiran hieráticas en la sombra, en los remansos del agua, bajo las lindes del río…
       Permanecimos en “bajo vuelo” durante una hora más o menos, disparamos a dos pares de perdices y, deseando probar fortuna una vez más antes del amanecer (ya que es posible salir por “bajo vuelo” también a la mañana), decidimos pasar la noche en el molino más cercano. Salimos del bosque colina abajo. El río marchaba con sus ondas grises y azules; el aire se condensó inundado por la humedad de la noche. Llamamos a la puerta del molino. Algunos perros aullaron en el patio.
       —¿Quién anda ahí? —exclamó una voz profunda y adormilada.
       —Cazadores. Permítanos entrar a guarecernos.
       No hubo respuesta.
       —Pagaremos.
       —Iré a decírselo al amo… ¡Quietos, perros endemoniados! ¡Nadie os está maltratando!
       Escuchamos al empleado entrar en la casa; no tardó en regresar a la cancela.
       —El amo dice que no, ha mandado que no se os deje entrar.
       —¿Y eso por qué?
       —Tiene miedo. Son cazadores: tan pronto como entren seguro que prenden fuego al molino; solo hay que ver las escopetas que llevan encima.
       —¡Eso es una tontería!
       —Hace dos años perdimos un molino. Unos vaqueros que pasaron la noche y, de alguna forma, vaya usted a saber cómo, acabaron por incendiarlo.
       —¡Pero, amigo mío, no podemos pasar la noche al raso!
       —Pueden pasarla donde les venga mejor…
       El hombre se alejó y sus botas resonaron sobre el suelo.
       Yermolái soltó una variedad de coloridas expresiones de desconcierto.
       —Vayamos a la aldea —dijo al cabo con un suspiro. Pero hasta la aldea más cercana había dos verstas.
       —Pasaremos la noche aquí mismo —dije—. No hace frío, y el molinero nos traerá algo de heno si le pagamos.
       Yermolái accedió sin decir nada más. Volvimos a golpear la cancela.
       —¿Qué quieren ahora? —volvió a oírse la misma voz—. Ya se lo he dicho, no pueden entrar.
       Le explicamos lo que queríamos. Fue a consultar a su amo y regresó. Chirrió la cancela y apareció el molinero, un hombre de gran estatura con la cara redondeada, el cuello de un toro, y una barriga protuberante. Accedió a mi sugerencia. A unos cien pasos del molino se alzaba una estructura con un tejado, aunque carecía de paredes. Se nos trajo paja, heno; un empleado del molinero preparó un samovar sobre la hierba cercana al río y, poniéndose en cuclillas, comenzó a afanarse soplando por el tubo… Al encenderse, el carboncillo iluminó su rostro juvenil. El molinero corrió a despertar a su mujer y llegó sugerir al cabo que yo debería pasar la noche dentro de la casa; sin embargo, preferí quedarme al aire libre. La molinera nos trajo leche, huevos, patatas, pan. El samovar no tardó en hervir y nos dispusimos a tomar el té. La humedad se dispersaba desde el río, no había viento; los rascones se llamaban los unos a los otros en los alrededores; desde las ruedas del molino llegaban ruidos vagos como el gotear de las palas y el filtrar del líquido a través de los troncos de la presa. Encendimos un pequeño fuego. Mientras Yermolái asaba unas patatas sobre las cenizas, conseguí adormilarme…

       Me despertó el contenido murmurar de una vocecilla. Levanté la cabeza: frente al fuego estaba sentada la molinera sobre una tina volcada, conversando con mi compañero de caza. Desde el principio me había dado cuenta, tanto por su forma de vestir, sus movimientos y su forma de hablar, que se trataba de una antigua sierva doméstica, ni una campesina ni una burguesa; pero solo ahora me era posible echarle un buen vistazo a sus rasgos. Parecía tener unos treinta años de edad; su rostro pálido y fino aún conservaba rasgos de una descomunal belleza; sobre todo me asombraron sus ojos, enormes y melancólicos. Estaba sentada con los codos apoyados sobre las rodillas, y con la cara apoyada en las manos. Yermolái estaba sentado dándome la espalda, ocupado en avivar el fuego.
       —La epidemia ha regresado a Zholtújina —decía la molinera—. Las dos vacas del padre de Iván se han muerto… ¡El Señor tenga misericordia de nosotros!
       —¿Y qué hay de los cerdos? —preguntó Yermolái tras un corto silencio.
       —Todos viven.
       —Deberías regalarme un cochinillo.
       La molinera no dijo nada, y tras un rato dejó escapar un suspiro.
       —¿Quién te acompaña? —preguntó.
       —El amo… De Kostomárov.
       Yermolái echó unas pinas de abeto en el fuego; de inmediato rompieron en un amigable crujido y un humo blanco le inundó la cara.
       —¿Por qué no nos dejó entrar tu marido?
       —Tiene miedo.
       —¡El barrigón…! Arina Timoféievna, se lo ruego, ¡tráigame un vaso de algo de verdad!
       La molinera se levantó y desapareció en la oscuridad. Yermolái comenzó a cantar en voz queda:

De camino hasta mi amada
Se desgastaban mis botas…

      Arina regresó con una jarra pequeña y un vaso. Yermolái se incorporó, se santiguó y se zampó la bebida de un trago.
       —¡Esto me encanta! —añadió.
       La molinera volvió a sentarse sobre la tina.
       —Dime, Arina Timoféievna, ¿todavía sigue enferma?
       —Así es.
       —¿Y qué le ocurre?
       —Toso por las noches.
       —Parece que el amo se ha dormido —añadió Yermolái tras un breve silencio—. No se le ocurra ir a ningún médico, Arina, o se pondrá peor.
       —No pensaba ir de todos modos.
       —Ven a verme a mí de todas formas.
       Arina bajó la mirada.
       —A la mía, a mi mujer, quiero decir… la echaré de la casa para la ocasión —continuó Yermolái—. ¡Vaya si lo haré!
       —Lo que deberías hacer es despertar a tu amo, Yermolái Petróvich. Mira, las patatas ya están hechas.
       —Que se quemen —dijo mi fiel sirviente—, está agotado, es mejor que descanse.
       Me revolví en la paja. Yermolái se puso de pie y se acercó hasta mí.
       —Las patatas están preparadas, señor, venga a comer.
       Salí de debajo de la estructura techada, y la molinera se levantó con intención de marcharse. Comencé a hablar con ella.
       —¿Llevas mucho tiempo en este molino?
       —En Pentecostés hará dos años.
       —¿Y de dónde es tu esposo?
       Arina no entendió mi pregunta.
       —¿De qué parte viene tu marido? —repitió Yermolái, elevando la voz.
       —De Bélev. Es de la ciudad de Bélev.
       —¿Y tú también eres de Bélev?
       —No, yo soy una sierva… Quiero decir que lo era.
       —¿A quién pertenecías?
       —A Zvérkov. Ahora soy libre.
       —¿Qué Zvérkov?
       —Alexánder Sílich.
       —¿Por casualidad eras la doncella de su mujer?
       —¿Cómo sabe usted eso? Sí, lo era.
       Mi curiosidad y simpatía por Arina aumentaron.
       —Conozco a tu amo —continué.
       —¿Lo conoce? —contestó en voz baja, bajando los ojos.

       Debería explicarle al lector por qué sentí simpatía por Arina. Durante mi estancia en San Petersburgo conocí al señor Zvérkov. Ocupaba una posición relevante, y se le tenía por ser un hombre capaz y bien informado. Tenía una esposa oronda, sentimental, dada a las lágrimas y de mal carácter, un criatura vulgar y problemática; luego estaba el canalla del hijo, todo un pequeño milord, mimado y tonto. La apariencia de Zvérkov no lo recomendaba en exceso: desde un rostro ancho y casi cuadrado, espiaban con astucia unos pequeños ojillos de ratón, y sobresalía una nariz, alargada y afilada con enormes orificios; el cabello canoso y muy corto se erizaba sobre su frente arrugada, y sus labios finos no cesaban de moverse y de formar sonrisas poco sinceras. Normalmente se quedaba de pie con las piernecillas separadas y sus gruesas manos metidas en los bolsillos. En una ocasión acabé compartiendo un carruaje con él en un viaje fuera de la ciudad. Iniciamos una conversación. Como hombre de experiencia y perspicaz en los negocios, Zvérkov comenzó a darme lecciones sobre el “camino de la verdad”.
       —Permítame que le indique —llegó a decir con voz aflautada—, que todos ustedes, los jóvenes, juzgan y explican todas y cada una de las cuestiones de la forma más absurda que pueda imaginarse. No saben nada sobre su propio país; Rusia, mi buen señor, es un libro cerrado para ustedes. ¡Eso es lo que es! Todos leen libros alemanes. Por ejemplo, acaba de decirme usted esto y aquello sobre este asunto, hablo de la cuestión de los siervos… En fin, no estoy en desacuerdo, todo está muy bien; pero usted no los conoce, no tiene ni idea de la clase de gente que son.
       El señor Zvérkov se sonó la nariz ruidosamente y aspiró una pizca de rapé.
       —Permítame contarle, por ejemplo, solo una pequeña anécdota que tal vez sea de su interés. —Zvérkov carraspeó y tosió—. Usted debe de saber la clase de esposa que tengo. Sería imposible encontrar una más bondadosa, estoy seguro de que se mostrará de acuerdo conmigo. Sus doncellas no solo tienen comida y un techo que las guarezca, también gozan de un auténtico paraíso en la Tierra… Pero mi esposa ha establecido una única regla en su paraíso: no consiente en emplear doncellas casadas. Eso simplemente no puede hacerse; luego vienen los niños y, en fin. Una doncella en ese caso no es capaz de cuidar de su ama como debería, no es capaz de cumplir con todos sus cometidos; no tiene la disposición adecuada, su mente vagabundea por otros asuntos. Debemos tener en cuenta la naturaleza humana.
       “Pues bien, mi querido señor, un día salíamos de nuestra aldea, sería digamos que hace unos quince años. Vimos un anciano que tenía una niñita, su hija, que era de una hermosura sin igual, y también con cierta natural elegancia. Me dice mi mujer: “Coco…”. Entiende usted que esa era… en fin, así es como ella me llama. “Nos llevaremos a esta niñita a San Petersburgo. Me gusta, Coco…”. “Con mucho gusto lo haremos”, respondo. El anciano, como es natural, se echa a nuestros pies; tal alegría, entiende usted, era demasiado para lo que esperaba… Y la niña, claro, rompe a llorar como una idiota. Debe de ser muy duro para ellos al principio, quiero decir, abandonar la casa en la que han nacido, pero es comprensible. Sin embargo, no tarda en acostumbrarse a nosotros. Para empezar la ponemos en la habitación de las doncellas; le enseñan lo que tiene que hacer, por supuesto. ¿Y qué cree que ocurre? La muchacha progresa de forma admirable; mi esposa la adora y al fin, saltándose a muchas otras, la convierte en una de sus propias doncellas personales… ¡Fíjese! Y hay que ser justos: mi esposa nunca ha tenido una doncella, absolutamente ninguna, como aquella muchacha: servicial, modesta, obediente… Sin ir más lejos todo lo que pueda desearse. Como resultado, debo admitirlo, mi mujer hasta comenzó a mimarla un poquito: la vestía muy bien, la alimentaba con la misma comida que tomaba ella, le daba té… ¡En fin, ya puede imaginarse cómo fue la cosa! Así se pasó diez años al servicio de mi esposa. De repente, una mañana, fíjese, Arina —Arina era su nombre— entró sin ser anunciada en mi gabinete y se echó a mis pies… Le diré con toda sinceridad que no soporto ese tipo de cosas. Un hombre nunca debería olvidarse de su dignidad, ¿no es cierto? “¿Qué es lo que quieres?”. “Buen amo, Alexánder Sílich, le ruego que sea clemente”. “¿Sobre qué?”. “Permítame casarme”. Le confieso que estaba aturdido. “¿Acaso no sabes, tonta, que eres la única doncella de mi esposa?”. “Continuaré sirviendo a la señora como lo he hecho hasta ahora”. “¡Bobadas! ¡Bobadas! La señora no emplea doncellas casadas”. “Malania puede ocupar mi sitio”. “Te ruego que te guardes tus ideas para ti misma”. “Como desee…”. Confieso que me quedé de piedra. Le confesaré que soy de la clase de hombre que no encuentra nada tan insultante, incluso afirmaré que es lo que encuentro más insultante en el mundo, como la ingratitud… No necesito explicarle nada, usted ya sabe que mi esposa es un ángel encarnado, de una bondad inexplicable… El canalla más terrible, estoy convencido, sería misericordioso con ella. Eché a Arina del gabinete. Pensé que entraría en razón; no soy el tipo de persona al que le gusta creer que exista la ingratitud en el ser humano, o la naturaleza malvada. ¿Pues qué cree que ocurrió? Seis meses más tarde, vuelve a honrarme con una visita y me hace la misma petición. Esta vez, he de admitirlo, la echo con rudeza, y le aseguro que se lo contaré todo a mi esposa. No podía creerlo… Pero imagine mi asombro cuando, poco tiempo después, mi esposa viene a verme con lágrimas en los ojos y en un estado de agitación de tal calibre que llegué a preocuparme por su estado de salud. “¿Qué ha ocurrido?”. “Es Arina…”. Entenderá que mi delicadeza me avergüence decirlo en voz alta. “¡No puede ser! ¿Quién es el responsable?”. “Petrushka, el lacayo”. Exploté de furia. Soy de esa clase de hombre… ¡No me gusta quedarme en medias tintas!… Petrushka… No era responsable. Podíamos castigarlo, pero en mi opinión no era responsable. Arina… En fin, lo que quiero decir es… ¿Necesito decir algo más? No tengo que explicarle que de inmediato ordené que le cortaran el cabello, la vistieran de harapos y la enviasen al campo. Mi esposa perdió una doncella excelente, pero no tuve opción: no se puede tolerar este tipo de comportamiento en la propia casa. Lo mejor que puede hacerse es cortar de raíz la extremidad enferma… En fin, ahora juzgue usted mismo, porque lo que quiero decirle es que mi esposa, ella es, es, es… ¡Es un ángel, después de todo! Al fin y al cabo, estaba muy unida a Arina, y Arina lo sabía y se comportó de una forma bochornosa… ¿Lo ve? No, diga usted lo que quiera… ¡No tiene sentido discutirlo! De cualquier forma, no tuve otra opción. La ingratitud de esta muchacha me hirió a mí, personalmente… Así es, a mí… Y el dolor duró un tiempo considerable. No me importa lo que usted diga, ¡pero no encontrará ni corazón, ni sentimientos en estas personas! No importa lo bien que se alimente a un lobo, siempre estará pendiente del bosque… ¡Que avance la ciencia cuanto guste! Pero quería demostrárselo…
       Y el señor Zvérkov, sin terminar su frase, giró su cabeza y se enterró de forma más cómoda en su abrigo, evitando con hombría cualquier tipo de expresión emotiva.
       El lector entenderá, sin duda, por qué ahora miraba con simpatía a Arina.
       —¿Hace mucho que estás casada con el molinero? —le pregunté al cabo.
       —Dos años.
       —¿Quieres decir que al final tu amo consintió en que te casaras?
       —Alguien compró mi libertad.
       —¿Quién?
       —Saveli Alekséievich.
       —¿Quién es?
       —Mi marido.
       Yermolái sonrió.
       —Pero ¿le habló mi amo a usted sobre mí? —añadió Arina tras una corta pausa.
       No tenía ni idea de cómo debía responder su pregunta.
       —¡Arina! —gritó el molinero a lo lejos. Ella se levantó y se alejó caminando.
       —¿Es su esposo un buen hombre? —le pregunté a Yermolái.
       —No es malo.
       —¿Tienen hijos?
       —Tenían uno, pero se murió.
       —El molinero debe de haberla querido mucho, ¿verdad? ¿Tuvo que pagar mucho dinero para comprarla?
       —No lo sé. Sabe leer y escribir. En su negocio eso vale mucho… Es algo bueno. Supongo que debe de haberla querido.
       —¿Y tú la conoces hace mucho?
       —Pues sí. Solía ir a casa de su antiguo amo. Tienen la finca por aquí.
       —¿Y conociste a Petrushka el lacayo?
       —¿Piotr Vasílievich? Claro que lo conocía.
       —¿Y dónde está ahora?
       —Se alistó.
       Ambos guardamos silencio.
       —Parece que ella no tiene buena salud, ¿estoy en lo cierto? —le pregunté al fin.
       —¡Tiene una salud que…! Mañana, ya lo verá, estarán todos volando por lo bajo. Sería buena idea si durmiera un poco.
       Una bandada de patos salvajes pasó silbando sobre nuestras cabezas, y los oímos aterrizar sobre el río cercano. Estaba bastante oscuro y comenzaba a hacer frío; en el bosque un ruiseñor cantaba con ganas. Nos metimos entre el heno y nos dispusimos a dormir.


Nota del Autor:

[1]. Términos que resultarán conocidos a los cazadores de ruiseñores: se utilizan para indicar las “partes” más hermosas del canto del ruiseñor.



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