Henry James
(Nueva York, 1843 - Londres, 1916)

La figura de la alfombra
(1896)
(“The Figure in the Carpet”)
Originalmente publicado en la revista Cosmopolis, Vol. 1
(enero de 1896), págs. 41-59, y (febrero de 1896), págs. 373-392;
Embarrassments
(Londres: William Heinemann, 1896, págs. 3-66)



I

        Yo había publicado algunas cosas y ganado algunos peniques: había quizá tenido tiempo incluso para empezar a pensar que era más sutil de lo que alcanzaban a ver los condescendientes; pero cuando mido mi corta carrera (una costumbre sin duda de tipo nervioso, porque todavía hoy es bastante corta) tomo como verdadero punto de partida la noche que George Corvick, sin aliento y preocupado, vino a pedirme que le hiciera un favor. Él había publicado más cosas que yo, y también ganado más peniques, aunque en mi opinión a veces no había sabido aprovechar ocasiones en las que su talento hubiera podido quedar demostrado. Aquella noche, sin embargo, no pude sino afirmar lo contrario porque quise ser amable. Me quedé casi en éxtasis cuando oí que se me proponía preparar para The Middle [La mitad], órgano de nuestras elucubraciones que debía su nombre a la posición que en la semana ocupa el día de su aparición, un artículo del que él se había responsabilizado y cuya materia, atada con una fuerte cuerda, depositó sobre mi mesa. Yo me lancé precipitadamente sobre mi oportunidad —quiero decir sobre el primero de sus volúmenes— y apenas si presté atención a las explicaciones con que mi amigo trataba de estimularme. ¿Podía acaso haber una explicación que fuera más al caso que mi evidente idoneidad para la tarea? Yo había escrito ya sobre Hugh Vereker, pero ni una sola de esas líneas había sido publicada en The Middle, donde mi campo de acción estaba fundamentalmente limitado a damas y poetas menores. Esta era su nueva novela, uno de esos ejemplares que los editores dan anticipadamente a la crítica, y fuera mucho o poco lo que llegara a suponer para su reputación, comprendí inmediatamente lo que supondría para la mía. Además, si yo siempre leía sus libros en cuanto podía conseguirlos, esta vez tenía un motivo especial para desear leerle: había aceptado una invitación para ir a Bridges el domingo siguiente, y en la nota de Lady Jane se mencionaba que el señor Vereker se encontraría allí. Yo era entonces lo bastante joven como para sentirme agitado ante la idea de conocer personalmente a un hombre de su reputación, y lo bastante inocente como para creer que el acontecimiento exigiría que yo exhibiera mi familiaridad con lo “último” de su producción.
       Corvick, que había prometido escribir una crítica de este libro, no había tenido siquiera tiempo de leérselo; sus planes se habían estropeado a consecuencia de una noticia que exigía —así lo juzgó él en precipitada reflexión— que tomara el correo nocturno de París. Había recibido un telegrama de Gwendolen Erme en respuesta a la carta en la que se había ofrecido a acudir volando en su ayuda. Yo tenía ya noticias de Gwendolen Erme; nunca la había visto, pero me había hecho una idea que fundamentalmente me llevaba a concluir que Corvick se casaría con ella si la madre de ella muriese. Esa dama parecía ahora dispuesta a jugar limpio con él y satisfacerle; después de un fatal error relativo a un clima o a una “cura”, la señora había sufrido repentinamente un colapso cuando regresaba del extranjero. Su hija, desamparada y alarmada, deseaba volver rápidamente a casa pero, frenada por las dudas ante los posibles riesgos, había aceptado la ayuda de nuestro amigo; yo creía secretamente que en cuanto le viera la señora Erme se repondría. Lo que él creía no hubiera podido de ningún modo calificarse de secreto; era patente en cualquier caso que no pensaba lo mismo que yo. Me había enseñado la fotografía de Gwendolen comentando que no era bonita, pero sí terriblemente interesante; la joven había publicado a la edad de diecinueve años una novela en tres volúmenes, “Deep Down” [En el fondo], que él, en The Middle, había tratado de forma verdaderamente espléndida. Él se dio cuenta de la vehemencia que me embargaba ante aquella oportunidad y se comprometió a que la revista en cuestión estuviera a la misma altura; luego, por fin, con la mano ya en la puerta, me dijo:
       —Supongo que no pasará nada, ¿comprendes, no? —Viendo que mi actitud no era demasiado definida añadió—: Quiero decir que no harás ninguna tontería.
       —Tonterías, ¡tratándose de Vereker! ¡Pero si siempre me parece de una inteligencia tremenda!
       —Esta es justamente la tontería que debes evitar. ¿Qué diablos significa “inteligencia tremenda”? Por Dios, trata de entenderle. Que no sea él quien pague nuestro arreglo. Si puedes, habla de él, ¿comprendes?, como yo lo hubiera hecho.
       Me quedé dubitativo un momento:
       —O sea, que es con mucho el más grande; una cosa así, ¿no?
       Corvick soltó algo que era casi un gruñido:
       —No me entiendes. ¡Quedarse en las comparaciones sería la infancia del arte! El placer que me da es tan exquisito; lo que me hace sentir es algo… —reflexionó un momento—, una cosa especial.
       Yo volví a dudar:
       —¿Qué cosa?
       —Querido amigo, eso es precisamente lo que quiero que digas tú…
       Incluso antes de que hubiera sonado su portazo empecé, libro en mano, a prepararme a decirlo. Estuve sentado con Vereker la mitad de la noche; la entrega de Corvick no hubiera podido superar la mía. Su inteligencia era tremenda: me reafirmé sobre esto, pero no era en ningún caso el más grande de todos. No hice, sin embargo, alusiones a los otros; me felicité pensando que en esta ocasión había dejado atrás la infancia del arte.
       —Muy bien —declararon enérgicamente en la oficina; y cuando el número salió a la calle creí haber establecido una base suficiente para acercarme personalmente al gran hombre.
       Durante uno o dos días me sentí lleno de confianza. Después esa confianza decayó. Le había imaginado disfrutando en la lectura de mi artículo, pero si no satisfacía a Corvick, ¿cómo iba a gustarle a Vereker? Reflexioné que verdaderamente la admiración apasionada podía ser más torpe que la avidez del escriba. De todas maneras Corvick me escribió desde París algo malhumorado. La señora Erme se estaba recuperando, y yo no había dicho en absoluto en qué consistía ese algo especial de Vereker.


II

        Mi visita a Bridges tuvo como consecuencia encaminarme en busca de algo más profundo. El Hugh Vereker que allí conocí tenía un trato tan libre de asperezas que enrojecí al pensar en la pobre imaginación que me había llevado a tomar mis mezquinas precauciones. Estaba de buen humor pero no porque hubiera leído mi crítica; el domingo por la mañana me pareció de hecho seguro que no la había leído pese a que hacía ya tres días que The Middle estaba en la calle y también, pues me aseguré de que así fuera, pese a que un ejemplar florecía en el agarrotado jardín de revistas que daba a una de las mesas de bronce el aspecto de un quiosco de estación. Su persona me pareció tan impresionante que deseé que la leyera, y con este fin corregí con mano subrepticia el montón de periódicos de modo que destacara el que me interesaba. Debería añadir que estuve incluso vigilando el resultado de mi maniobra; pero hasta la hora del almuerzo vigilé en vano.
       Cuando posteriormente, en nuestro gregario paseo, me encontré durante media hora, no sin que mediara quizás otra maniobra, al lado del gran hombre, el resultado de su afabilidad fue un deseo más intenso aún de que permaneciera ignorante de la especial justicia con que yo le había tratado. No es que pareciera tener una gran sed de justicia; por el contrario todavía no había captado en su conversación ni el más mínimo gruñido de rencor, matiz que mi joven experiencia ya estaba preparada para percibir. En los últimos tiempos su obra había obtenido un reconocimiento más amplio, y era agradable, como solíamos decir en The Middle, ver cómo aquéllo le haba dejado a la intemperie. No había naturalmente llegado a ser muy popular, pero juzgué que una de las razones de su buen humor era precisamente que su éxito no dependía de este fenómeno. De todas formas, en cierto sentido se había puesto de moda; los críticos al menos habían hecho un esfuerzo supremo para ponerse a su altura. Habíamos al final sabido lo inteligente que era, y él había tenido que sacar el mejor partido posible de la pérdida del misterio que hasta entonces le rodeaba. Tuve grandes tentaciones, mientras caminaba a su lado, de reconocer la medida en que yo había contribuido a correr el velo; y hubiera probablemente llegado a decírselo de no haber sido porque, justo cuando me decidí, una de las damas de nuestro grupo, robando un hueco al otro lado de nuestro hombre, atrajo su atención de modo relativamente egoísta. Fue algo muy decepcionante: casi me pareció que se había tomado esa libertad conmigo y no con él.
       Yo, por mi parte, había tenido en la punta de la lengua una o dos frases acerca del uso de la palabra exacta en el momento exacto; pero después me alegré de no haber hablado porque cuando a nuestro regreso nos apiñamos en torno al té percibí a Lady Jane, que no había salido a pasear con nosotros, blandiendo con el brazo extendido el ejemplar de The Middle. Lo había cogido en un momento libre; lo que encontró le pareció delicioso, y vi que iba a hacer por mí, puesto que a menudo lo que en un hombre sería una equivocación resultaba un rasgo feliz en una mujer, prácticamente lo mismo que yo no había sido capaz de hacer en favor mío.
       —He aquí unas cuantas encantadoras verdades que debían ser dichas —la oí declarar al paso que lanzaba el periódico a una pareja bastante asombrada que estaba junto al hogar.
       En cuanto reapareció Hugh Vereker, que después de nuestro paseo había subido para cambiarse algo, se lo arrebató de nuevo:
       —Ya sé que generalmente no suele usted prestar atención a este tipo de cosas, pero esta vez vale verdaderamente la pena hacerlo. ¿No lo ha visto? Pues debe hacerlo. Este crítico ha logrado de hecho entenderle, ha entendido algo que yo había notado siempre, ¿sabe?
       Lady Jane hizo aparecer en sus ojos una mirada que evidentemente pretendía dar una idea de lo que había notado siempre; pero añadió que ella no hubiera sido capaz de expresarlo, y que el crítico de esa revista lo expresaba de una manera impresionante.
       —Mire solamente aquí y ahí, lo que he señalado, mire cómo lo hace emerger.
       De hecho había subrayado para él los fragmentos más brillantes de mi prosa, y si la situación resultó algo divertida para mí seguramente también se lo debió parecer a Vereker. Él supo mostrar su categoría cuando Lady Jane intentó ante todos los presentes leer algo en voz alta. Sea como fuere me gustó su modo de derrotar su proyecto quitándole de un cariñoso tirón el periódico de las manos. Dijo que se lo llevaría arriba y que le echaría una ojeada mientras se cambiaba. Eso fue lo que hizo al cabo de media hora: vi la revista en su mano cuando subía hacia su habitación. Fue ese el momento que aproveché, pensando que le gustaría saberlo, para decirle a Lady Jane que yo era el autor de la crítica. Le gustó, o eso creí, pero no tanto como yo había esperado. Si el autor no era “más que yo” la cosa no parecía ya tan notable. El efecto producido por mi intervención no fue tanto añadir brillo a mi persona como quitárselo al artículo. Las pasiones de su señoría sufrían bajones absolutamente extraordinarios. No importaba; el único efecto que me preocupaba era el que iba a tener en Vereker, que leía entonces sentado junto al fuego en su habitación.
       Durante la cena estuve vigilando en espera de signos de esa impresión, tratando de imaginar la presencia de un resplandor más vivo en sus ojos; pero para decepción mía Lady Jane no me dio ninguna oportunidad de comprobarlo. Yo había esperado que desde el extremo de la mesa hiciera una llamada triunfal, que preguntara públicamente si tenía o no razón. El grupo era numeroso, se nos había unido gente de fuera, pero nunca había visto una mesa lo bastante alargada para privar a Lady Jane de un triunfo. Estaba precisamente reflexionando que esta interminable tabla iba a privarme a de uno cuando la invitada que se encontraba a mi lado —era la señorita Poyle, la hermana del vicario, una persona robusta y sin matices—, tuvo la feliz inspiración y el raro valor, la pobre mujer, de dirigirse a Vereker, que estaba sentado al otro lado aunque no directamente enfrente, de forma que cuando él respondió los dos estaban inclinados hacia delante. Ella le preguntó, ingenuo ser, qué pensaba del “panegírico” de Lady Jane, que también ella había leído aunque sin relacionarlo con su vecino de la derecha; y cuando yo esforzaba mi oído para escuchar su contestación, quedé estupefacto al oírle responder alegremente, con la boca llena de pan:
       —¡Oh, muy bien, las bobadas de siempre!
       Yo había captado la mirada de Vereker en el momento que habló, pero tuve la suerte de que la sorpresa de la señorita Poyle escondiera la mía.
       —¿Quiere usted decir que no le hace justicia? —dijo aquella excelente mujer.
       Vereker se rió, y yo me alegré de ser capaz de hacer lo mismo.
       —Es un artículo encantador —nos lanzó.
       La señorita Poyle adelantó su cuerpo hasta alcanzar con la barbilla la mitad del mantel:
       —¡Ay, qué profundo es usted! —disparó contra el blanco.
       —¡Tan profundo como el océano! Todo lo que quiero decir es que el autor no ve… —Pero en aquel momento le pasaron una bandeja por encima de su hombro, y tuvimos que esperar a que se sirviera.
       —¿Qué es lo que no ve? —continuó mi vecina.
       —No ve nada.
       —¡Dios mío, qué necio!
       —En absoluto —volvió a reír Vereker—. No hay nadie que vea.
       La dama que estaba sentada al lado de él llamó su atención, y la señorita Poyle volvió a hundirse hacia mí:
       —¡Nadie ve nada! —anunció animadamente.
       Yo le contesté que a menudo yo había pensado lo mismo, pero que en cierto modo había tomado esta idea como prueba de la magnitud de mi propia visión. No le dije que el artículo era mío; y observé que Lady Jane, ocupada al otro extremo de la mesa, no había captado las palabras de Vereker.
       Traté más bien de evitarle después de la cena porque, lo confieso, me había parecido que era un hombre cruelmente engreído, y esa revelación fue dolorosa. ¡Llamar las “bobadas de siempre” al agudo análisis que yo había escrito! ¡Que le hubieran mortificado hasta ese punto las ligeras reservas que había en mi gran admiración! Había creído que era un hombre plácido, y plácido era; esa superficie era el duro cristal pulido que encubría el ostentoso dije de su vanidad. Me sentí verdaderamente ofendido, y mi único consuelo fue que si no había nadie capaz de ver nada George Corvick estaba tan lejos de entenderle como yo. Este consuelo no bastaba sin embargo, para permitirme una vez dispersadas las damas, conducirme de manera adecuada —quiero decir ponerme una chaqueta moteada y tararear una tonadilla— en el salón de los fumadores. Algo abatido emprendí el camino hacia mi habitación; pero en el pasillo me encontré con el señor Vereker, que había vuelto a subir para cambiarse, precisamente cuando salía de su habitación. Él sí tarareaba una tonadilla y se había puesto una chaqueta moteada, y en cuanto me vio su alegría se transformó en sobresalto:
       —¡Mi querido joven —exclamó—, me alegra tenerle a mi alcance! Me temo que sin darme cuenta le he hecho daño con las palabras que dirigí a la señorita Poyle durante la cena. Hace media hora solamente que Lady Jane me informó que es usted el autor de la reseña publicada en The Middle.
       Protesté diciendo que no había huesos rotos; pero él avanzó conmigo hasta mi puerta buscando con el amable tacto de su mano, puesta sobre mi hombro, la posible fractura; y en cuanto supo que había subido para echarme en cama me pidió mi consentimiento para cruzar mi umbral y decirme en sólo tres palabras el significado de los calificativos que había aplicado a mis comentarios. Era claro que tenía auténtico temor de haberme herido, y en cuanto noté su solicitud la situación cambió completamente para mí. Mi barata crítica salió revoloteando hacia el espacio, y lo mejor que en ella había yo dicho aparecía en toda su simplicidad al lado de la brillantez de su presencia en aquel lugar. Todavía puedo verle allí, sobre mi alfombra, iluminado por el fuego del hogar, con su chaqueta moteada y su rostro deslumbrante deseoso de mostrarse tierno ante mi juventud. No sé qué fue lo que, en principio, tenía intención de decir, pero creo que ver mi alivio le conmovió, le excitó, hizo subir a sus labios palabras que salieron de muy adentro. Fue así como esas palabras me presentaron algo que, como supe posteriormente, nunca había dicho nadie. Siempre he hecho justicia al generoso impulso que le hizo hablar; no fue otra cosa que el remordimiento que sintió por haber administrado inconscientemente un desaire a un hombre de letras de posición inferior a la suya, es más, a un hombre de letras sorprendido justamente en el acto de alabarle. En compensación me habló como a un igual y en base a aquello que nos cautivaba a los dos. La hora, el lugar y lo inesperado de la situación hicieron que la impresión fuera mucho más profunda: no hubiera podido hacer nada más intensamente eficaz.


III

         —No acabo de ver cómo se lo podría explicar —me dijo—, pero fue precisamente el hecho de que su reseña de mi libro tuviera un punto de inteligencia, fue de hecho su excepcional agudeza, lo que dio lugar al sentimiento —algo que, por favor créame, arrastro desde hace mucho tiempo— bajo cuya momentánea influencia salieron de mí cuando hablaba con aquella buena señora las palabras que naturalmente le han dejado resentido. No suelo leer las cosas que salen en los periódicos a no ser que, como ocurrió con ésta, alguien me las arroje a la cara: ¡el que lo hace siempre es tu mejor amigo! Pero antes, hace diez años, acostumbraba a leerlas. Y me atrevería a decir que eran en general mucho más estúpidas en aquellos tiempos; de todos modos siempre me asombró que, con una perfección tan admirable cuando me daban golpecitos a la espalda como cuando me pegaban una patada en la espinilla, siempre se les escapara ese pequeño detalle que caracteriza mis libros. Todas las veces que por una u otra razón he vuelto a mirar una crítica siempre me ha parecido que seguían disparando a discreción, aunque con una deliciosa falta de puntería. Tampoco usted acierta, querido amigo, pese a su inimitable aplomo; que usted sea de una inteligencia tremenda y que su artículo sea tremendamente bello no cambia ni un pelo las cosas. ¡Es sobre todo al pensar en ustedes, los jóvenes que van subiendo —rió Vereker—, cuando más me doy cuenta de mi fracaso!
       Yo le escuché intensamente interesado, más intensamente a medida que avanzaba su explicación.
       —Fracasar usted…, ¡cielos! ¿Cuál es entonces ese “pequeño detalle” que le caracteriza?
       —¿Será posible que después de tanto tiempo y tanto trabajo sea necesario que se lo diga yo?
       En esta frase que —de forma jocosamente exagerada— suponía un reproche amistoso había algo que, como joven que busca ardientemente la verdad, me hizo enrojecer hasta la raíz del cabello. Sigo tan sumido en la oscuridad como entonces, aunque en cierto sentido el tiempo me ha permitido acostumbrarme a mi estupidez; en aquel momento, sin embargo, el tono alegre que usó Vereker hizo que yo, y también probablemente Vereker, me viera como un zopenco todavía muy verde. Yo estaba a punto de exclamar “¡Ah, sí, no me lo diga: por mi honor, por el honor de la literatura, no lo haga!”, cuando él continuó, mostrando que había leído mi pensamiento y que ya se había hecho su idea de las probabilidades que teníamos de alcanzar algún día la redención:
       —Cuando digo lo de mi pequeño detalle me refiero —¿cómo lo podría llamar?— a lo que me ha llevado, por encima de todo lo demás, a escribir mis libros. ¿No hay acaso para todo escritor algo especial, un motivo, aquello que, más que todo lo restante, le hace esmerarse, aquello que si se pudiera conseguir sin esfuerzo dejaría de ser el acicate sin el cual no escribiría, la pasión misma de su pasión, ese aspecto del oficio donde, para él, arde con mayor intensidad la llama del arte? Bien, ¡eso es!
       Estuve pensando durante unos momentos o, mejor dicho, le fui siguiendo desde una respetuosa distancia, más bien jadeando. Me sentía fascinado; sin motivo suficiente, se me podría decir. Pero aun así no iba a permitirle que me hiciera bajar la guardia:
       —Lo describe usted de una forma verdaderamente bella, pero lo cierto es que no ilumina muy claramente lo que usted describe.
       —Le prometo que, por poco que usted intuyera la cuestión a que me refiero, le parecería claro.
       Vi que el encanto del tema que discutíamos estaba tan lleno de emociones desbordantes para mi compañero como para mí.
       —En cualquier caso —continuó— puedo hablar de lo que a mí me pasa: hay en mi obra una idea sin la cual toda mi tarea me hubiera importado un comino. No existe intención que la supere en belleza y plenitud, y su aplicación ha sido, creo, un éxito de la paciencia y la habilidad. Yo debería dejar que fuera otro quien lo dijera; pero aquí estamos hablando precisamente de que no hay nadie que lo diga. Mi pequeño truco se encuentra en cada uno de los libros y todo lo demás no hace relativamente sino jugar sobre su superficie. Quizás algún día el orden, la forma, la textura de mis libros constituirán para los iniciados una representación completa de ese detalle. Pero eso es naturalmente lo que el crítico tendría que buscar. Me parece —añadió mi visitante sonriendo— que es incluso lo que el crítico tendría que encontrar.
       Esto parecía verdaderamente una gran responsabilidad:
       —¿Usted lo llama un pequeño truco?
       —Sólo porque soy modesto. En realidad es un plan exquisito.
       —¿Y usted sostiene que ha logrado realizar este plan?
       —El haberlo realizado es lo único en esta vida que me hace tener cierta buena opinión de mí mismo.
       Hice una pausa.
       —¿No cree usted que debería, aunque sólo fuera un poquito, ayudar al crítico?
       —¿Ayudarle? ¿Acaso he hecho otra cosa con cada trazo de mi pluma? ¡Les he estado gritando mi intención a sus grandes rostros inexpresivos!
       Al decir esto, volviéndose a reír, Vereker posó su mano en mi hombro para mostrar que la alusión no se refería a mi aspecto personal.
       —Pero usted habla de los iniciados. Debe por lo tanto haber una iniciación, ¿no?
       —¿Y qué otra cosa, en nombre del cielo, se supone que tiene que ser la crítica?
       Me temo que también quedé azorado al oír esto; pero logré protegerme insistiendo en que en su descripción del tesoro escondido que había en sus libros echaba de menos uno de esos datos que permiten conocer las cosas al hombre corriente.
       —Esto le pasa simplemente porque usted no ha llegado nunca a vislumbrarlo —replicó—. Si usted hubiese llegado a captar el elemento en cuestión, ese detalle se hubiera convertido pronto en prácticamente lo único visible. Para mí es exactamente tan palpable como el mármol de esta chimenea. Además, el crítico no es exactamente un hombre corriente: si lo fuera, ¿dígame, por Dios, qué derecho tendría para entrar en el jardín de su vecino? Tampoco usted tiene nada que ver con un hombre corriente, y la verdadera raison d’etre de todos ustedes es que son unos diablillos de la sutileza. Si lo mío es un secreto, lo es solamente porque es un secreto a pesar suyo: me sorprende, pero lo que ha ocurrido lo ha convertido en secreto. No solamente no tomé nunca la más mínima precaución para mantenerlo en ese estado, sino que ni siquiera soñé que tal accidente pudiera ocurrir. De haberlo presentido me hubieran faltado ánimos para proseguir. Pero se produjo de tal forma que sólo llegué a comprenderlo poco a poco, y para entonces mi obra estaba ya hecha.
       —¿Y ahora le gusta mucho? —me arriesgué a decir.
       —¿Mi obra?
       —Su secreto. Es lo mismo.
       —¡Que usted haga esta deducción —contestó Vereker— demuestra que usted es tan inteligente como yo decía!
       Esto me animó a señalar que sin duda le resultaría doloroso separarse de aquello, y él confesó que verdaderamente se había convertido para él en la gran diversión de su vida:
       —Vivo casi solamente para ver si será detectado algún día —me miró desafiándome en broma; algo muy lejano pareció asomarse a sus ojos—. Pero no tengo por qué preocuparme: ¡nadie lo detectará!
       —Usted me incita como nadie había logrado hacerlo —declaré—. Me fuerza a lograrlo o morir.
       Después le pregunté:
       —¿Se trata de algún tipo de mensaje esotérico?
       Al oír esto su semblante decayó. Adelantó su mano como para darme las buenas noches y dijo:
       —¡Ah, querido amigo mío, es algo que el barato lenguaje de los periódicos no puede describir!
       Yo sabía naturalmente que él iba a mostrarse muy quisquilloso, pero nuestra conversación me había hecho darme cuenta de lo desguarnecido que había quedado su sistema nervioso. No me conformaba, y retuve su mano.
       —Entonces no utilizaré esa expresión —le dije— en el artículo donde llegado el momento anunciaré mi descubrimiento, aunque me atrevería a decir que me costará bastante arreglármelas sin ella. Pero mientras, sólo para acelerar ese difícil parto, ¿no podría usted darle una clave al crítico?
       Me sentí mucho más a mis anchas.
       —Es todo mi lúcido esfuerzo lo que le da la clave: cada página y cada línea y cada letra. Ese algo se encuentra en los libros tan concretamente como un pájaro en una jaula, un cebo en un anzuelo, un pedazo de queso en una ratonera. Está tan encajado en cada volumen como su pie en el zapato. Gobierna cada línea, elige cada palabra, pone el mundo sobre cada i, dispone cada coma.
       Me rasqué la cabeza:
       —¿Se trata de algo que se encuentra en el estilo o en la idea? ¿Es un elemento de la forma, o quizás del sentimiento?
       Indulgentemente volvió a presionar mi mano, y noté que mis preguntas habían sido burdas y mis distinciones lastimosas.
       —Buenas noches, querido joven, no le dé más vueltas. Después de todo, usted me aprecia.
       —Y un poco de inteligencia, ¿podría echarlo a perder? —dije tratando de retenerle todavía.
       —Bien —dudó—, usted tiene un corazón en su cuerpo. ¿Es un elemento de forma o de sentimiento? Lo que yo sostengo que nadie ha mencionado nunca es el órgano vital de mi obra.
       —Ya entiendo, se trata de alguna idea sobre la vida, algún tipo de filosofía. A no ser —añadí ilusionado ante una idea quizás más feliz incluso— que sea algún tipo de juego que hace usted con el estilo, de algo que usted persigue en el lenguaje. ¡Quizá sea una preferencia por la letra P! —aventuré desde mi ignorancia a fin de provocarle—. Papá, patatas, pomelos, ¿una cosa de este tipo?
       Ante esto no pudo sino mostrarse indulgente: sólo dijo que no había acertado la letra. Pero ya no se divertía; comprendí que estaba aburriéndose. Había, sin embargo, algo que yo tenía que averiguar necesariamente:
       —¿Podría usted, pluma en mano, explicarlo claramente: nombrarlo, decirlo con frases, formularlo?
       —¡Oh —suspiró casi apasionadamente— si yo fuera, pluma en mano, uno de ustedes!
       —Naturalmente eso sería para usted una magnífica oportunidad. Pero ¿por qué va usted a despreciarnos por no hacer algo que usted mismo no puede hacer?
       —¿Que yo no lo puedo hacer? —abrió sus ojos—. ¿Acaso no lo he hecho ya en veinte volúmenes? Yo lo hago a mi manera —continuó—. Son ustedes los que no saben hacerlo a la suya.
       —La nuestra es endiabladamente difícil —observé sin mucha fuerza.
       —También lo es la mía. Todos elegimos la nuestra. No obligan a nadie. ¿Baja a fumar?
       —No. Quiero pensar esto.
       —¿Así que por la mañana me dirá que ya estoy desnudo?
       —Veré lo que puedo hacer; dormiré pensando en ello. Pero, sólo una palabra más —añadí.
       Habíamos salido de la habitación y volví a recorrer con él parte del pasillo.
       —Esta extraordinaria “intención general”, como usted la llama, porque ésta es la más clara descripción de esa cosa que consigo arrancarle, ¿es, hablando en general, algo así como un tesoro escondido?
       Su cara se iluminó:
       —Sí, llámela así, aunque quizás no me corresponda a mí darle ese nombre.
       —¡Tonterías! —reí—. Sabe usted muy bien que le hace sentirse orgullosísimo.
       —Bueno, no tenía intención de decírselo; ¡Pero es lo que da alegría a mi alma!
       —¿Tan rara, tan grande es su belleza?
       Él volvió a esperar un poco:
       —¡Lo más adorable del mundo!
       Nos habíamos detenido, y después de pronunciar estas palabras me dejó; pero al final del pasillo, mientras le miraba con cierta inquietud, se volvió y captó el desconcierto de mi rostro. Aquello le hizo sacudir seriamente, ansiosamente incluso —recuerdo que pensé—, su cabeza y decirme agitando su dedo:
       —Abandone, ¡abandone!
       No era un desafío, era un consejo paternal. Si hubiera tenido a mano uno de sus libros hubiese repetido mi reciente acto de fe: hubiese pasado con él la mitad de la noche. A las tres en punto de la madrugada, como no podía dormir y recordé además lo indispensable que él era para Lady Jane, me deslicé hasta la biblioteca con una vela. Hasta donde pude averiguar, no había una sola línea escrita por él en aquella casa.


IV

         Cuando regresé a la ciudad coleccioné febrilmente todas sus obras, las tomé una por una, por orden, y abrí sus páginas. Esto me dio un mes enloquecedor durante el cual ocurrieron varias cosas. Una de ellas, la última, debería inmediatamente añadir, fue que actué de acuerdo con el consejo de Vereker: renuncié a mi ridículo intento. La verdad es que no lograba sacar nada en claro; resultó un desastre. Después de todo, como había señalado él mismo, yo siempre le había apreciado; y lo que ocurría ahora era simplemente que mis nuevos conocimientos y vanas preocupaciones estropeaban el placer que me daba la lectura de sus obras. No solamente no logré que apareciera la intención general, sino que ni siquiera lograba ya captar las intenciones secundarias que tanto había disfrutado antes. Sus libros dejaron incluso de ser esos objetos encantadores que había sido para mí; mi búsqueda resultó tan exasperante que hasta perdí el gusto de su lectura. No sólo no había conseguido un nuevo placer sino que eché a perder uno de mis recursos; pues desde el momento en que no fui capaz de seguir la pista del autor pensé naturalmente que era una cuestión de honor no utilizar profesionalmente mis conocimientos de su obra. Yo no sabía nada: nadie sabía nada. Era humillante, pero podía soportarlo: la pista ya sólo me fastidiaba. Al final llegó incluso a aburrirme, y fui, lo admito, lo bastante perverso como para explicar mi propia confusión diciéndome que Vereker se había burlado de mí. El tesoro enterrado era un mal chiste, la intención general una monstruosa pose.
       Pero de todo esto lo principal es, sin embargo, que conté a George Corvick lo que me había ocurrido y que mi información causó en él un efecto inmenso. Él haba por fin regresado, pero también, desgraciadamente, lo había hecho la señora Erme, y por lo que pude ver seguía sin haber perspectivas de boda inmediata. La anécdota que traje de Bridges le había producido una inmensa excitación: hasta tal punto encajaba perfectamente con la sensación que desde un buen principio le había hecho pensar que había en Vereker algo que no se captaba a simple vista. Cuando le hice notar que la página impresa parecía haber sido inventada precisamente para la vista me acusó inmediatamente de ser víctima de un rencor debido a la frustración de mi intento. En nuestras relaciones nos habíamos tratado siempre con la máxima franqueza. Ese detalle al que Vereker se había referido en su conversación conmigo, me dijo, era exactamente lo que él, Corvick, había querido que yo explicase en mi crítica. Cuando al final le sugerí que con la ayuda que yo le había dado ahora estaría sin duda dispuesto a explicarlo él mismo, admitió libremente que antes de hacerlo debía lograr entender algunas cosas más. Lo que hubiera dicho, en caso de haberse encargado él de la crítica del nuevo libro, era que resultaba evidente que en lo más íntimo del arte de aquel autor había algo que reclamaba evidentemente ser entendido. Me dijo que yo no había ni siquiera dado pistas en este sentido y exclamó que no era de extrañar que el autor no se hubiera sentido adulado por mi artículo. Le pregunté a Corvick cuál le parecía que era el significado de su exagerada sutileza, y, claramente iluminado, me contestó:
       —No es para el vulgo, ¡no es para el vulgo!
       Parecía que había agarrado la cola de algo; y que estaba dispuesto a tirar fuerte, a tirar hasta sacar lo que fuera. Me sondeó hasta agotar todos mis recuerdos sobre la extraña confidencia de Vereker y, después de decidir que yo era el más afortunado de los mortales, mencionó media docena de preguntas que, dijo, ojalá hubiese tenido el sentido común de hacerle. Y sin embargo, por otro lado no quería que le dijeran demasiadas cosas por temor a que esas informaciones echaran a perder la diversión de ir viendo la lenta aparición de ese algo. Todavía no era total, en el momento de nuestra entrevista, el fracaso de mi diversión, pero yo ya lo veía asomarse, y Corvick veía que yo lo veía. Por mi parte yo veía del mismo modo que una de las primeras cosas que iba a hacer él era correr a contarle mi historia a Gwendolen.
       Precisamente un día después de mi conversación con él me sorprendió recibir una nota de Hugh Vereker, que había recordado nuestro encuentro en Bridges, decía en su comunicación, cuando por casualidad cayó en sus manos una revista en la que aparecía un artículo bajo el que figuraba mi firma. “Lo leí con placer —escribió— y bajo su influencia recordé nuestra animada conversación junto al fuego de la chimenea de su habitación. La consecuencia de esto ha sido que ahora empiezo a medir la temeridad que supone haber depositado sobre sus espaldas unos conocimientos que quizá constituyan para usted una carga. Ahora que ya ha pasado el rapto no consigo imaginar cómo pude llegar a dar pasos en una dirección tan contraria a mi voluntad. Jamás había mencionado anteriormente, por expansivo que fuera mi estado de ánimo, la existencia de mi pequeño secreto, y jamás volveré a hablar de ese misterio. Fui, accidentalmente, tan explícito con usted —llegando a extremos que nunca habían entrado en mis cálculos— que ahora comprendo que mi juego, el placer —quiero decir— de jugar a este juego, se ve considerablemente mermado. Es decir, no sé si me comprende, he estropeado bastante mi diversión. En realidad no quiero dar a nadie lo que según creo ustedes los jóvenes llaman una pista. Mi preocupación es desde luego egoísta, y la menciono por si puede tener para usted algún valor. Si es usted un hombre predispuesto al humor, no le cuente a nadie mi revelación. Piense, tiene derecho, que soy un demente; pero no le diga a nadie por qué lo cree así”.
       La secuela de esta nota fue que, en cuanto me pareció suficientemente adecuada la hora de la mañana, me encaminé directamente a casa del señor Vereker. Él ocupaba en aquel entonces una de esas honestas casas antiguas de Kensington Square. Me recibió inmediatamente, y en cuanto entré vi que no había perdido completamente mi capacidad de ponerle de buen humor. Al ver mi cara, que sin duda expresaba la perturbación de mi ánimo, se puso a reír. Mi indiscreto comportamiento me hacía sentir muy compungido:
       —Ya se lo he dicho a una persona —dije casi sin aliento— ¡y estoy seguro de que a estas horas esa persona se lo habrá contado ya a otra! Una mujer ha entrado en juego.
       —¿La persona a quien se lo ha contado usted?
       —No, la otra. Tengo la plena seguridad de que se lo ha dicho a ella.
       —Para lo que va a servirle…, a ella ¡o a mi! Una mujer no lo averiguará nunca.
       —No; pero lo dirá por todas partes: hará precisamente lo que usted quería evitar.
       Vereker estuvo pensando un momento, pero no quedó tan desconcertado como yo había temido: opinó que si el daño ya estaba hecho la nueva situación podía beneficiarle.
       —No importa, no se preocupe.
       —Haré, se lo prometo, lo posible por evitar que nuestra conversación trascienda más.
       —Muy bien, haga lo que esté en su mano.
       —Mientras tanto —seguí— es posible que George Corvick pueda por su parte, una vez en posesión de la pista, llegar a algún lado.
       —El día que eso ocurra será magnífico.
       Le hablé de la inteligencia de Corvick, de su admiración, de la intensidad con que se había interesado por mi anécdota; y sin dar demasiada importancia a la divergencia existente entre nuestras respectivas estimaciones mencioné que mi amigo creía tener una visión mucho más profunda de aquel asunto que casi todos los demás. Su interés era tan ardiente como el mío en Bridges. Por otro lado estaba enamorado de la joven dama: afirmé que quizás los dos, juntos, llegarían a ser capaces de construir el rompecabezas.
       Esto pareció impresionar a Vereker:
       —¿Quiere usted decir que van a casarse?
       —Yo diría que acabarán haciéndolo.
       —Esto podría ayudarles —concedió—, ¡pero debemos darles tiempo!
       Le hablé de mi nuevo asalto y confesé las dificultades que había encontrado; en cuanto me oyó, repitió su anterior consejo:
       —Abandone, ¡abandone!
       Evidentemente no me juzgaba bien equipado intelectualmente para la aventura. Me quedé una media hora, y él se comportó con gran amabilidad, pero no pude evitar que se me ocurriera pensar que era un hombre de humores veleidosos. En un arranque de generosidad me había hecho confidencias, en un arranque se había arrepentido, y otro arranque le llevaba ahora a mostrarse indiferente. Esta frivolidad general contribuyó a hacerme creer que, por lo que se refería al tema de su pista, no había mucho que buscar. Conseguí, sin embargo, hacerle contestar algunas preguntas más sobre ese asunto, aunque lo hizo con visible impaciencia. Para él, sin duda alguna, lo que nos dejaba tan atónitos a los demás era algo de una presencia muy intensa. Se trataba de algo, deduje, que se encontraba en el plano fundamental, algo parecido a esas complicadas figuras que hay en las alfombras persas. Cuando utilicé esta imagen la recibió con gran aprobación, y él utilizó otra:
       —¡Es precisamente la hebra —dijo— en la que están enhebradas mis perlas!
       Lo que le impulsó a enviarme su nota era que en realidad no quería ayudarnos en lo más mínimo: nuestra torpeza era algo tan perfecto en sí que no debía ser ni siquiera tocado. Se había acostumbrado a depender de aquel hechizo, y si era necesario que se rompiera debía en todo caso ocurrir como consecuencia de su propia fuerza. El hombre que veo cuando recuerdo esta última ocasión —porque nunca volví a hablar con él— es alguien que todavía tiene en reserva una gran capacidad de divertirse. Cuando me alejaba caminando estuve preguntándome quién podía haberle dado a él su pista.


V

         Cuando expliqué a George Corvick la manera con que había sido amonestado me hizo notar que cualquier duda sobre su delicadeza podía ser considerada casi como un insulto. Se lo había dicho todo inmediatamente a Gwendolen, pero el mismo ardor de la reacción de Gwendolen declaraba su intención de ser discreta. El tema iba a absorberles y el pasatiempo que les ofrecía era demasiado precioso como para ser compartido con la muchedumbre. Parecían haber captado instintivamente la elevada idea que de la diversión se hacía Vereker. Su orgullo intelectual, sin embargo, no era tan desmesurado como para hacerles indiferentes a toda nueva luz que yo pudiera arrojar sobre el asunto que se traían entre manos. Eran ciertamente personas de “temperamento artístico”, y la capacidad que mi colega tenía de excitarse por algo relativo al arte volvió a impresionarme. Podía llamarlo literatura, podía llamarlo vida, pero todo era lo mismo. En lo que decía me pareció entender ahora que también hablaba en nombre de Gwendolen, a quien, en cuanto la señora Erme se encontrara lo bastante mejor como para dejarle algún momento libre, se comprometió a presentarme. Recuerdo que un domingo de agosto fuimos juntos a una de esas casas en promiscuo amontonamiento que se encuentran eft Chelsea, y que volví a envidiar a Corvick por tener amistad con una persona capaz de sumar su luz a la de él. Ella no tenía en verdad ningún sentido del humor y, con su encantadora manera de mantener inclinada la cabeza a un lado, era una de esas personas a las que, como suele decirse, querrías dar una buena sacudida, pero que han sido capaces de aprender húngaro por su cuenta. Quizás hablaba húngaro con Corvick; el inglés que se dignó utilizar para su amigo fue notablemente reducido. Corvick me contó luego que era yo quien había enfriado sus ánimos debido a mi aparente falta de disposición a ser amable con ellos refiriendo en todos sus detalles lo que Vereker me había contado. Admití que a mí me parecía que ya había pensado suficiente sobre ese tema: ¿acaso no había decidido que todo era en vano y que no llevaba a ninguna parte? La importancia que ellos le daban me irritaba y la verdad, le dije, estaba emponzoñando mis dudas.
       Esa declaración parece poco amistosa, y probablemente lo que ocurrió fue que ver a otras personas tan profundamente engañadas por un experimento que a mí sólo me había causado desazón, me hizo sentirme humillado. Yo me quedé al margen y mientras ellos, junto al fuego del hogar, bajo la lámpara, continuaban la cacería iniciada por un toque de cuerno del que sólo yo era responsable. Ellos hicieron lo mismo que yo, aunque con mayor premeditación y menos soledad: recorrieron a nuestro autor de punta a cabo. No tenían prisa, dijo Corvick: tenían el futuro por delante y con el tiempo la fascinación que sentían no podía sino ir en aumento; pensaban enfrentarse a él página por página, tal como se haría con uno de los clásicos, inhalarle a pequeñas dosis y dejar que sus escritos fueran permeándoles. No hubieran llegado a sentirse tan absorbidos, creo yo, si no hubiesen estado enamorados: el significado oculto del pobre Vereker les dio continuas ocasionas de juntar sus jóvenes cabezas y mantenerlas así largos ratos. Sin embargo se trataba del tipo de problemas para el que Corvick estaba especialmente dotado porque en cuestiones como éstas salía a superficie la especial y aguda paciencia de la que, de haber vivido más tiempo, hubiera dado ejemplos más notables y, es de suponer, más fructíferos. Él sí era, por decirlo con las palabras de Vereker, un diablillo de la sutileza. Habíamos empezado discutiendo, pero muy pronto comprendí que no hacía falta que yo moviera un solo dedo para que su chifladura le diera muy malos ratos. Veía que se encaminaría por callejones sin salida guiado como yo por falsos rastros: que se aferraría con las dos manos a luces que se apagarían con el simple soplo que se produce al volver la siguiente página. Le dije que me hacía pensar en los maníacos que abrazan una lunática teoría acerca de un supuesto sentido críptico de las obras de Shakespeare. Él contestó que si tuviéramos un testimonio del propio Shakespeare donde afirmara la presencia de tales elementos crípticos él lo hubiera aceptado inmediatamente. El caso ante el que ahora se encontraba era completamente diferente: no teníamos nada más que la palabra del señor Guasón. Yo repliqué que me dejaba estupefacto verle dar tanta importancia a esa palabra, aunque fuera del señor Vereker. Entonces quiso saber si yo tomaba la palabra del señor Vereker como una mentira. Yo no me mostré seguramente dispuesto, en mi desafortunada contestación, a llegar tan lejos, pero insistí en que hasta que se demostrara lo contrario iba a interpretarla como el producto de una imaginación demasiado exaltada. No llegué, lo confieso, a decir —por aquel entonces todavía no estaba del todo seguro— todo lo que sentía. En el fondo, como hubiera dicho la señorita Erme, me sentía intranquilo, expectante. En el verdadero núcleo de mi desconcierto —pues mi limitada curiosidad seguía alentando en sus propias cenizas— tenía un claro sentimiento que me hacía creer que probablemente Corvick acabaría encontrando algo. En defensa de su credulidad, dio muchísima importancia al hecho de que, desde hacía mucho tiempo, hubiera encontrado en su sentido de este genio aromas e indicios de no sabía exactamente qué, vagas ondas errantes de una música oculta. Por eso era raro, por eso tenía encanto: porque todo encajaba perfectamente con las informaciones que yo le había proporcionado.
       Si en varias ocasiones volví a la casita de Chelsea yo diría que fue tanto en busca de noticias de Vereker como de noticias de la achacosa madre de la señorita Erme. Para mi imaginación las horas pasadas allí por Corvick eran algo muy parecido a las de un jugador de ajedrez inclinado, ceñudo y en silencio, a lo largo de todo el invierno, sobre su tablero y sus movimientos. A medida que mi imaginación añadía detalles la escena me iba quedando más grabada. Al otro lado de la mesa yo veía una forma fantasmal, la vaga figura de un contrario bien humorado, pero algo hastiadamente seguro: un contrario que se arrellenaba en su sillón con las manos metidas en sus bolsillos y una sonrisa en su bello y claro rostro. Cerca de Corvick, detrás de él, veía una chica que había empezado por parecerme pálida y gastada e incluso, al aumentar la familiaridad con su imagen, bastante guapa, y que se apoyaba en su hombro y estaba pendiente de sus jugadas. Le veía coger una pieza y sostenerla suspendida un rato sobre uno de los cuadritos, y luego dejarla otra vez donde estaba antes con un largo suspiro decepcionado. La joven dama, entonces, cambiaba ligeramente pero con desasosiego su postura y lanzaba una mirada muy dura, muy larga, muy extraña al borroso contrincante. Criando se encontraban en una fase todavía temprana de la empresa les pregunté si no podía quizás ayudar a su éxito tener alguna comunicación más directa con él. Las especiales circunstancias del caso hubieran seguramente sido consideradas como base suficiente para que yo hiciera las presentaciones. Corvick contestó inmediatamente que no sentía deseos de acercarse al altar sin haber preparado con antelación el sacrificio. Estaba completamente de acuerdo con nuestro amigo tanto respecto a la diversión como al honor que suponía la caza: él quería derribar al animal con su propio rifle. Cuando le pregunté si la señorita Erme tenía tantas ganas de disparar como él, después de pensárselo me dijo:
       —No, me avergüenza decir que ella quiere tenderle una trampa. Daría cualquier cosa por verle; dice que necesita otra pista. Se siente bastante pesimista. Pero tiene que jugar limpio: ¡no le verá! —añadió enfáticamente.
       Yo pensé que quizás incluso habían discutido algo sobre esta cuestión. Mi sospecha me pareció en parte confirmada por el modo en que más de una vez exclamó en mi presencia:
       —Es increíblemente libresca, ¿sabes? ¡Fantásticamente libresca!
       Recuerdo que dijo de ella que sentía en cursiva y pensaba en mayúsculas.
       —Ah, pero cuando lo tenga en tierra —dijo también—, entonces sí que llamaré a su puerta. Tenlo por seguro. Lo oiré de sus propios labios: “¡Exacto, muchacho; esta vez lo has logrado!”. Me coronará vencedor con el laurel de los críticos.
       Entre tanto hizo verdaderos esfuerzos por evitar todas las posibilidades que la vida londinense podía haberle dado de conocer en persona al distinguido novelista; el peligro, sin embargo, desapareció cuando Vereker se fue de Inglaterra para una ausencia indefinida, según anunciaron los periódicos. Se fue al sur por motivos relacionados con la salud de su esposa que hacía ya tiempo la mantenía retirada. Un año —más de un año— había transcurrido desde el incidente de Bridges, pero yo no había vuelto a verle. Creo que en el fondo me sentía bastante avergonzado: me incomodaba profundamente recordarle que, aunque hubiese fallado irremediablemente en mi intento de descubrir su secreto, estaba siendo rápidamente alcanzado por una reputación de crítico agudo. Este escrúpulo me tuvo en danza, me mantuvo alejado de casa de Lady Jane, y llegó incluso a hacerme rehusar, cuando a pesar de mis malos modales ella fue lo bastante buena para hacerme una seña por segunda vez, una invitación a sentarme en su bello salón. Una vez llegué a verla escoltada por Vereker en un concierto, y supe con seguridad que ellos me habían visto, pero escapé antes de que me cazaran. Me pareció, cuando en esa ocasión me vi forzado a caminar bajo la lluvia, que no podía haber hecho otra cosa; y sin embargo recuerdo haberme dicho a mí mismo que aquello era muy duro, cruel incluso. No solamente se me habían ido de las manos los libros, sino que la persona misma de su autor quedaba fuera de mi alcance: tanto él como ellos se habían convertido para mí en algo echado a perder. También sabía cuál era la pérdida que más lamentaba de las dos. Había llegado a simpatizar más con el hombre que con los libros.


VI

        Seis meses después de que nuestro amigo hubiera abandonado Inglaterra, George Corvick, que se ganaba la vida con su pluma, firmó un contrato en el que se comprometía a realizar un trabajo que le imponía una ausencia bastante prolongada y un viaje algo difícil, y cuya aceptación por parte suya me sorprendió en gran medida. Su cuñado había llegado al puesto de director de un gran periódico regional, y el gran periódico regional, impulsado por un arrebato de fantasía, había concebido la idea de mandar un “enviado especial” a la India. Los enviados especiales habían empezado a ser, en la prensa de la capital, una moda, y el periódico en cuestión debió pensar que ya hacía demasiado tiempo que se le consideraba como un simple primo que vive en el campo. Corvick no estaba dotado, yo lo sabía, para los brochazos que se esperan del corresponsal, pero ese problema sólo afectaba a su cuñado, y el hecho de que una tarea escapara a sus habilidades podía ser para él justamente el tipo de motivo que le impulsara a aceptarla. Estaba dispuesto a ser más violento que la prensa de la capital; se comprometió solemnemente a no caer en la mojigatería, y supo ofender con exquisitez los criterios del gusto. Nadie llegó a enterarse, pues el principio que se dedicó a violar era absolutamente personal. Viajaba con los gastos pagados e iba a cobrar un sueldo adecuado, y yo conseguí ayudarle a firmar un contrato para publicar el típico libro que da dinero, presentándole al típico editor que da dinero. Inferí naturalmente que su evidente deseo de ganar alguna suma no dejaba de tener relación con las perspectivas de su unión con Gwendolen Erme. Yo había llegado a comprender que la oposición de la madre se centraba primordialmente en su falta de medios y de dotes lucrativas, pero ocurrió que, al mencionar la última vez que nos vimos algo relacionado con el asunto de su separación de nuestra joven dama, me dijo con una intensidad que me sorprendió:
       —¡Ah, no estoy en lo más mínimo comprometido con ella, sabes!
       —Públicamente no —contesté—, porque no le gustas a su madre. Pero siempre he dado por sentada la existencia de un acuerdo privado.
       —Bien, hubo un acuerdo así. Pero ahora no.
       Esto fue todo lo que dijo excepto algo referente a que la señora Erme se había restablecido de forma verdaderamente extraordinaria: comentario que subrayaba, o así lo supuse yo, la moraleja que afirma que no hay acuerdo privado que valga si el doctor no participa en él. Yo me tomé la libertad de inferir, mirando ahora más de cerca, que quizá la chica se había en algún sentido apartado de él. Claro que, si lo que él sentía eran por ejemplo celos, no podían ser celos de mí. En tal caso —y dejando a un lado, y olvidando, su absurdo— no se hubiera alejado para dejarnos juntos. Desde bastante tiempo antes de su partida no había hecho alusiones al tesoro enterrado, y yo extraje una clara conclusión de su silencio, que mi reserva no había hecho otra cosa que emular. Pensé —o éstas fueron al menos las apariencias que él me permitió ver— que había decaído su valentía, que su ardor había sufrido el mismo destino que el mío. No se le podía pedir que hiciera más de lo que hacía; admitir explícitamente su fracaso, enfrentarse a mi expresión de triunfo en el momento en que me lo dijera, resultaba imposible. Sin embargo no hubiera tenido necesidad, el pobre hombre, de ocultarse porque para aquel entonces no tenía ya ninguna necesidad de triunfar. De hecho pensé que me había mostrado magnánimo al no reprocharle su hundimiento, porque pensar que él había abandonado el juego me hizo notar más que nunca hasta qué punto yo dependía en último extremo de él. Si era cierto que Corvick había fracasado, yo nunca llegaría a saber nada; nadie podría si él no había podido. No era en absoluto verdad que a mí me hubiera dejado de importar llegar a saberlo; poco a poco mi curiosidad había empezado no solamente a doler de nuevo sino que hasta se había convertido en el tormento normal de mis días y mis noches. Hay sin duda personas a quienes, por contrastes con las contorsiones de la enfermedad, los tormentos de esa otra clase parecen muy poco naturales; pero después de todo no sé por qué tengo siquiera que mencionar a esa gente teniendo en cuenta los asuntos que estoy refiriendo. En todo caso, para las pocas personas, sean anormales o no, con quienes mi anécdota se relaciona, la literatura era un juego de habilidad, y habilidad significaba para ellas valentía, y valentía significaba honor, y honor significaba pasión, significaba vida. La apuesta que había sobre la mesa era de una substancia especial y nuestra ruleta no era sino la mente dando vueltas, pero el interés con que nos sentábamos alrededor de la mesa verde era tan elevado como el de los inexorables jugadores de Montecarlo. Gwendolen Erme, a fin de cuentas, con su cara blanca y su mirada fija, daba justamente el tipo de esas damas delgadas que uno se encuentra en los templos del azar. Fue durante la ausencia de Corvick cuando ella dio más intensidad a esta analogía. Había, lo admito, cierta extravagancia en su manera de vivir entregada al arte de la pluma. Era patente que su pasión la devoraba, y por eso ante su presencia me criticaba a mí mismo por mi tibieza. Volví a tomar “Deep Down”: era un desierto en el que se había perdido, pero en el que también había sabido cavar un maravilloso agujero en la arena: una cavidad de la que Corvick, de modo aún más notable, había sabido sacarla.
       A primeros de marzo recibí un telegrama de ella que me hizo regresar inmediatamente a Chelsea, donde lo primero que me dijo fue:
       —¡Lo tiene, lo tiene!
       Estaba emocionada, según pude comprobar, hasta tal punto que por fuerza tenía que estar refiriéndose al gran hallazgo:
       —¿La idea de Vereker?
       —Su intención general. George me ha enviado un telegrama desde Bombay.
       Tenía la misiva abierta allí mismo. Era enfática aunque concisa: “Eureka. Inmenso”. Eso era todo: se había ahorrado hasta el precio de la firma. Yo compartí la emoción de ella, pero quedé decepcionado:
       —No dice qué es.
       —Cómo hubiera podido hacerlo…, en un telegrama. Lo escribirá.
       —Pero ¿cómo lo sabe?
       —¿Que cómo sabe que acierta? Estoy segura de que en cuanto lo ves ya no dudas. Vera incessu patuit dea!
       —¡Usted sí que es una diosa por haberme dado esta noticia! —dije dejándome llevar por mi buen humor—. Pero ¡es curioso que nuestra diosa se haya mostrado en el templo de Vishnu! ¡Qué extraño que George haya sido capaz de volver a trabajar en su análisis estando como estaba sometido a exigencias tan diferentes y poderosas!
       —No ha vuelto a trabajar, lo sé; ha sido la cosa misma, severamente abandonada durante seis meses, la que simplemente ha brincado delante suyo como una tigresa salida de la jungla. No se llevó ni un solo libro, a propósito; lo cierto es que no los necesitaba: conoce, igual que yo, cada una de esas páginas de memoria. Todas ellas actuaban por dentro suyo, y un día, en algún lugar, cuando no pensaba en ello, quedaron dispuestas, con toda su soberbia complejidad, de acuerdo con la única combinación correcta. La figura de la alfombra salió a superficie. Él sabía que sólo así podía llegar a aparecer y la verdadera razón —usted no llegó a entenderlo en lo más mínimo, pero supongo que ahora se lo puedo decir— por la que se fue y por la que yo consentí que lo hiciera, era ésta. Sabíamos que el cambio lo lograría: que la diferencia de pensamiento, de paisaje, daría el toque necesario, el golpe mágico. Nuestros cálculos han resultado perfectos, admirables. Tenía en su cabeza todos los elementos, y la sacudida que representó su nueva e intensa experiencia bastó para que prendiera el fuego.
       Ella se encendió de verdad: estaba literal, facialmente luminosa. Yo balbuceé no sé qué acerca de la meditación inconsciente, y ella continuó:
       —Volverá en seguida a casa. Esto le traerá.
       —¿A ver a Vereker, quiere decir?
       —A ver a Vereker, y a verme a mí. ¡Piense en todo lo que tendrá que contarme!
       —¿De la India? —dudé yo.
       —¡De la China! De Vereker, de la figura de la alfombra.
       —Pero, como decía usted, eso seguramente nos lo contará en una carta.
       Ella se puso a pensar como arrastrada por una inspiración, y yo recordé que Corvick me había dicho mucho antes que su cara era interesante.
       —Quizá no sea algo que pueda decirse en una carta, si es una cosa inmensa.
       —Quizá no pueda si no es más que una inmensa tontería. Si lo que tiene no puede decirse en una carta es que no lo tiene. Vereker me dijo precisamente que la “figura” podía explicarse en una carta.
       —Bien, hace una hora mandé a George un telegrama: dos palabras —dijo Gwendolen.
       —¿Sería indiscreto preguntar cuáles son?
       Ella se demoró, pero al final las dijo:
       —“Angel, escribe”.
       —¡Magnífico! —exclamé—. Nos aseguraremos: le enviaré las mismas.


VII

         Mis palabras no fueron exactamente las mismas: puse otra cosa en lugar de “ángel”; y, debido a lo que pasó después, mi epíteto resultó más adecuado porque cuando al fin supimos algo de nuestro viajero amigo, sus noticias nos dejaron simple y absolutamente atormentados en un nuevo aplazamiento de la comunicación que esperábamos. Se mostró maravilloso en su triunfo, dijo de su descubrimiento que era estupendo; pero su éxtasis no hizo más que oscurecerlo: no pensaba dar detalles hasta después de haber presentado su hallazgo a la autoridad suprema. Había abandonado su trabajo de corresponsal, había abandonado su libro, lo había abandonado todo menos la urgente necesidad de dirigirse rápidamente a Rapallo, en la costa genovesa, donde residía temporalmente Vereker. Yo le escribí una carta que debía aguardar su llegada en Aden: le rogaba que aliviara mi tensa espera. Supe que encontró mi carta por un telegrama que, como me llegó después de varios fastidiosos días y sin ser precedido por ninguna respuesta a la lacónica nota que le envié a Bombay, pretendía ser evidentemente su contestación a mis dos comunicaciones. Esas escasas palabras las escribió en un francés corriente, el francés de aquella época, que Corvick utilizaba frecuentemente para demostrar que no era un presuntuoso. En algunas personas producía un efecto justamente contrario a esa intención, pero su mensaje podría ser parafraseado más o menos así: “Ten paciencia; ¡quiero ver la cara que, cuando lo sepas, vas a poner!”. “Tellement envie de voir ta tête!”: con esto tenía que sentarme a esperar. No puede la verdad decirse que me sentara, porque si no recuerdo mal pasé aquellos días corriendo apresuradamente entre mi casa y la casita de Chelsea. Nuestra impaciencia, la de Gwendolen y la mía, era equivalente, pero yo no podía dejar de pensar que ella iba a saber más que yo. Gastamos durante este episodio, para personas de nuestras posibilidades, muchísimo dinero en telegramas y coches de alquiler, y yo supuse que íbamos a recibir noticias de Rapallo en cuanto el descubridor viese al descubierto. El intervalo pareció un siglo, pero un día a última hora de la tarde oí un simón que se precipitaba frente a mi puerta con el estrépito engendrado por un arrebato de generosidad. Yo vivía en permanente inquietud y por eso salté hacia la ventana: la nueva posición me permitió ver a una joven dama, tiesa sobre el estribo del vehículo, que miraba impaciente hacia mi casa. Al verme blandió un papel con un ademán que me arrastró velozmente hacia la calle, ese ademán con el que, en los melodramas, son blandidos pañuelos e indultos al pie del cadalso.
       “Acabo de ver a Vereker: ni una nota desafinada. Me abrazó contra su pecho: me retiene un mes”. Esto fue lo que leí en el papel mientras el cochero dejaba caer una mueca desde su elevado asiento. Yo estaba tan excitado que le pagué con desmedida generosidad y ella, en el mismo estado, sufrió al verlo. Luego, cuando él empezaba a dejarnos atrás en su coche, nos pusimos a caminar y hablar. Habíamos hablado mucho antes, el cielo lo sabe, pero aquéllo fue una maravillosa ascensión. Imaginamos en todos sus detalles la escena de Rapallo; él debió escribir allí, mencionando mi nombre, para solicitar ser recibido; de hecho era yo quien lo imaginaba así, poseedor de más materia prima que mi compañera, a quien vi pendiente de mis labios mientras nos deteníamos a propósito frente a escaparates que no teníamos intención de mirar. Una cosa veíamos claramente: si se quedaba allí con el fin de obtener una comunicación más completa, lo lógico y adecuado era que nos enviara una carta que nos ayudara con sus migajas a hacer menos dolorosa la espera. Comprendíamos que se quedara, y los dos, creo, sabíamos que el otro odiaba esa situación. La carta que nos parecía claramente imprescindible llegó; iba dirigida a Gwendolen, y yo fui a verla a tiempo para ahorrarle la molestia de traérmela. No me la leyó, como era bastante natural; pero repitió para mí la principal idea en ella expresada. Esta idea consistía en una notable afirmación: Corvick pensaba contarle, después de casarse con ella, todo lo que quería saber.
       —Sólo entonces, cuando sea su esposa; y no antes —me explicó—. Esto vale tanto como decir, ¿no?, ¡que tengo que casarme inmediatamente con él!
       Ella me sonrió mientras yo enrojecía de decepción ante la visión de un nuevo aplazamiento que al principio no me permitió darme cuenta de mi propia sorpresa. Aquello parecía algo más que un indicio de que también a mí me impondría alguna condición molesta. De repente, mientras ella me explicaba algunos otros detalles de la carta, recordé lo que él me había dicho antes de su partida. Corvick contaba en su carta que Vereker era un hombre de un interés delirante y que desde que poseía el secreto sentía una verdadera embriaguez. El tesoro enterrado estaba constituido totalmente por oro y piedras preciosas. Ahora que lo tenía ante su vista le daba la sensación de verlo crecer cada vez más; era, en el inmenso campo que abarca todas las eras y todas las lenguas, una de las flores más maravillosas del arte literario. Sobre todo era imposible que, una vez ante aquéllo, uno pudiera pensar en otra obra que pudiera serle comparada por la perfección de su elaboración y acabado. En cuanto emergía, emergía, se mostraba con un esplendor que hacía sentir vergüenza; y nunca hubo, como no fuera en la vulgaridad infinita de la época, en la falta de gusto y corrupción generales, en la paralización de los sentidos, la más mínima razón que lo hiciera ser pasado por alto. Era algo grande, pero al mismo tiempo sencillo; era sencillo, pero grande al mismo tiempo: alcanzar por fin la comprensión era una experiencia completamente extraordinaria. Dejaba entender que el encanto de la experiencia, el deseo de apurarla, en el momento de su mayor frescura, hasta la última gota, era lo que le retenía allí, junto a la fuente. Gwendolen, francamente radiante mientras me lanzaba estos fragmentos, mostraba el júbilo que producían en ella unas perspectivas mucho más seguras que las mías. Esto me hizo pensar de nuevo en la cuestión de su matrimonio, preguntarle si aquéllo con lo que acababa de sorprenderme significaba que estaba comprometida:
       —¡Claro que lo estoy! —me contestó—. ¿No lo sabía?
       Ella parecía estar asombrada, pero yo lo estaba todavía más porque Corvick me había dicho exactamente lo contrario. Sin embargo, no mencioné este detalle; me limité simplemente a hacerle notar lo poco que en este terreno había yo llegado a gozar de sus confidencias, o incluso de las de Corvick, y que por otro lado yo no ignoraba la prohibición de su madre. En lo más íntimo me turbaba la disparidad entre las dos versiones; pero al cabo de poco rato comprendí que la de Corvick era la que me infundía menos dudas. Esto me redujo simplemente a preguntarme si la chica había improvisado allí mismo un compromiso —resucitando uno antiguo o fabricando apresuradamente uno nuevo— a fin de obtener la satisfacción que deseaba. Ella debía tener recursos de los que yo me encontraba desprovisto, pero casi en seguida hizo ligeramente más inteligible su posición afirmando:
       —La situación era que nos sentíamos naturalmente forzados a no hacer nada mientras mamá siguiera con vida.
       —¿Y ahora se prescindirá del consentimiento de mamá?
       —¡Oh, quizá no haga falta llegar a tanto!
       Me pregunté hasta dónde iban a llegar, y ella siguió:
       —Pobrecilla, quizás aguante y trague quina. De hecho, sabe —añadió, riéndose—, ¡tendrá que hacerlo! —afirmación cuya fuerza, en relación con cada uno de los seres a los que concernía, reconocí completamente.


VIII

        Nunca me había ocurrido nada tan fastidioso en mi vida como darme cuenta, antes de la llegada a Inglaterra de Corvick, de que yo no iba a encontrarme allí para someterle a mis preguntas. Me vi bruscamente llamado a Alemania debido a la alarmante enfermedad de mi hermano menor, quien, contra mis consejos, había ido a estudiar a Munich, a los pies ciertamente de un gran maestro, el arte del retrato al óleo. El pariente próximo que costeaba su aprendizaje había amenazado con retirar su pensión si, con espaciosos pretextos, decidía ir a buscar una verdad más elevada a París, siendo como era esa ciudad, para una tía de Cheltenham, la escuela del mal, el abismo. Cuando ocurrió este incidente yo lo deploré, y ahora se hacía visible la profunda herida que causó: en primer lugar porque me había sido imposible salvar al pobre muchacho, que era listo, frágil e ingenuo, de una congestión pulmonar, y en segundo porque el acontecimiento me condenaba a una más insalvable ruptura con Londres. Me temo que lo que principalmente ocupó mis pensamientos durante varias angustiosas semanas fue la idea de que si hubiéramos estado en París yo habría podido escaparme a ver a Corvick. Esta posibilidad quedaba completamente anulada desde todos los puntos de vista: mi hermano, cuya recuperación nos dio mucho que hacer a los dos, estuvo enfermo durante tres meses, período en el que no le dejé solo ni un momento y a cuya conclusión tuvimos que enfrentarnos con la prohibición absoluta de un regreso a Inglaterra. Se imponía la necesidad de pensar ante todo en el clima, y él no se encontraba en situación de enfrentarse por su cuenta al problema. Le llevé conmigo a Meran y allí pasé con él el verano, tratando de mostrarle con el ejemplo cómo podía volver al trabajo y alimentando una pasión de otra clase que traté de no mostrarle.
       Todo este asunto resultó ser el primero de una serie de fenómenos tan extrañamente entrelazados que, considerados globalmente —que es como tuve que considerarlos yo—, constituyeron una de las mejores ilustraciones que puedo recordar del modo en que, sin duda para el bien de su alma, trata a veces el destino la avidez de un hombre. Las consecuencias de estos incidentes fueron sin duda mucho más allá que el hecho relativamente poco importante que aquí nos ocupa, aunque para mí este hecho también merece ser tratado con cierto respeto. En cualquier caso confieso que es desde este último punto de vista que se me presenta actualmente el feo fruto de mi exilio/La verdad es que incluso al principio el ánimo con el que mi avidez, como la he llamado, me hizo contemplar ese período no debió ni un ápice de tranquilidad al hecho de que antes de regresar de Rapallo George Corvick me escribiera en unos términos con los que yo no estuve conforme. Su carta no produjo en absoluto los efectos sedantes que hoy día tengo que reconocer estoy seguro entraban en su intención, y el paso de los acontecimientos no siguió un orden capaz de darme lo que en ella faltaba. Corvick había empezado a redactar allí mismo, para su ulterior publicación en una revista trimestral, un artículo definitivo sobre los escritos de Vereker, y este estudio exhaustivo, el único válido, el único posible, debía encender la nueva luz, afirmar —¡tan calladamente, sí!— la verdad que nadie imaginaba. El artículo debía, por decirlo de otra manera, trazar en cada una de sus circunvoluciones la figura de la alfombra, reproducir cada uno de sus colores. El resultado, según mi amigo, debía ser el más gran retrato literario jamás pintado, y lo que me pedía era que fuera tan buen chico como para no molestarle con preguntas hasta el momento en que finalmente colgara ante mi vista su obra maestra. Me hizo el honor de declarar que, dejando a un lado al gran modelo que posaba para él, desde la altura de su indiferencia, yo era el entendido para el que por encima de todos trabajaba. Esperaba por tanto que me portase bien y que no tratase de mirar furtivamente por debajo del telón antes de que el espectáculo estuviera completamente dispuesto: mi disfrute, me dijo, sería mucho mayor si me quedaba sentado muy quieto.
       Hice lo posible por quedarme sentado muy quieto, pero no pude evitar el salto que di al ver en The Times, cuando ya llevaba una o dos semanas en Munich y antes, lo sabía, de la llegada de Corvick a Londres, el anuncio de la repentina muerte de la pobre señora Erme. Inmediatamente, pedí por carta detalles a Gwendolen, y ella me escribió que su madre había cedido a la antigua amenaza de fallo cardíaco. No dijo, pero yo me tomé la libertad de leerlo en sus palabras, que desde el punto de vista de su matrimonio y también de su impaciencia, que competía dignamente con la mía, ésta era una solución más rápida de lo que podía haberse esperado y más radical que esperar que la vieja dama tragase quina. Admito con toda inocencia que es cierto que en aquellos momentos —porque tuve noticias suyas muy a menudo— leí cosas bastante singulares en las palabras de Gwendolen, y cosas incluso más extraordinarias en sus silencios. Pluma en mano vuelvo a vivir aquella época, y hacerlo me devuelve el curioso sentimiento de haber sido, durante muchos meses y contra mi voluntad, víctima de una coerción que me limitaba a ser un simple espectador. Toda mi vida se había concentrado en mis ojos, que la sucesión de acontecimientos parecía haberse conjurado a mantener mirando. Hubo días en que pensé escribir a Hugh Vereker y entregarme simplemente a su caridad. Pero todavía era más fuerte el sentimiento que me impedía caer tan bajo. Por otro lado, él hubiera, adecuadamente, contestado que me ocupara de mis propios asuntos. La muerte de la señora Erme hizo que Corvick volviera directamente a casa, y al cabo de un mes ya se había unido “muy calladamente” —tan calladamente, me pareció deducir, como pensaba sacar a luz su hallazgo en el artículo— a la joven dama a la que había amado y abandonado. Utilizo este último término, podría añadir entre paréntesis, porque posteriormente llegué a estar seguro de que cuando él se fue a la India, en el momento de su gran noticia desde Bombay, no existía ningún compromiso entre ellos. No lo había cuando ella afirmaba ante mí lo contrario. Por otro lado era seguro que se prometió el día de su regreso. La feliz pareja bajó a Torquay para su luna de miel, y fue allí donde, en un momento de imprudencia se le ocurrió al pobre Corvick llevar a su novia a dar un paseo en coche. Era éste un terreno que no dominaba: yo lo supe mucho tiempo antes en el curso de una pequeña gira que hicimos juntos una vez en un dogcart. En un dogcart arriesgó a su compañera a traquetearse con él por las colinas de Devonshire, y fue en una de las más peligrosas donde tiró con fuerza, después ciertamente de que su caballo se desbocara, de las riendas, con tal violencia que los ocupantes del carruaje salieron despedidos hacia delante y él tuvo una horrible caída de cabeza. Murió allí mismo; Gwendolen escapó ilesa.
       Pasaré rápidamente sobre esta tragedia total, sobre lo que supuso para mí perder a mi mejor amigo, y completaré mi somera relación de mi paciencia y mi dolor declarando francamente que, en un post scriptum a la primera carta que le envié después de recibir la horrenda noticia, pregunté a la señora Corvick si su marido había podido al menos terminar su artículo sobre Vereker. Ella contestó con la misma prontitud con que yo había preguntado: el artículo, que apenas había sido comenzado, no era más que un descorazonador fragmento. Me explicó que mientras estaba en el extranjero nuestro amigo acababa de sentarse a redactarlo cuando fue interrumpido por la muerte de la madre de ella, y que entonces, a su regreso, había sido apartado del trabajo por los absorbentes asuntos en los que esa calamidad les había precipitado. Todo lo que había era el comienzo: unas páginas impresionantes y prometedoras que no llegaban a correr el velo que ocultaba al ídolo. Esta gran hazaña intelectual debía evidentemente haber constituido la culminación del artículo. No me dijo nada más, nada que me diera alguna luz sobre cuáles eran sus conocimientos: unos conocimientos que ella, al menos así me lo imaginaba yo, debió luchar denodadamente por conseguir. Lo que yo quería saber por encima de todo era si ella había visto al ídolo sin el velo. ¿Había habido una ceremonia privada para un público palpitante reducido a una sola persona? ¿Había acaso otro motivo, aparte de esta ceremonia, para la boda? Yo no quería apremiarla todavía, aunque cuando pensaba en lo ocurrido entre nosotros en torno a esa cuestión durante la ausencia de Corvick su reticencia me sorprendía. Así pues sólo mucho más adelante, desde Meran, me arriesgué a preguntárselo de nuevo, algo turbado porque ella seguía sin decirme nada. “¿Pudo usted oír en los cortos días de su infortunada felicidad —le escribí— lo que tanto deseábamos oír?”. Había un “nosotros” implícito a manera de pequeño indicio; y ella mostró ser capaz de captar pequeños indicios. “Lo oí todo —me contestó— ¡y pienso guardármelo para mí sola!”.


IX

         Era imposible no sentirse arrastrado por la máxima simpatía hacia ella y a mi regreso a Inglaterra me mostré todo lo amable que pude. La muerte de su madre le había dejado con medios suficientes, y se había ido a vivir a un barrio mejor. Pero su pérdida había sido muy grande y su castigo muy cruel; sin embargo nunca se me hubiera ocurrido suponer que iba a llegar a sentir que su posesión de un truco técnico, de un fragmento de experiencia literaria, fuera una compensación para su dolor. Aunque pueda parecer raro, y a pesar de todo, después de verla unas pocas veces no pude impedir que me pareciese haber captado una fugaz visión de tan extraño sentimiento. Me apresuro a añadir que hubo otras cosas que no pude dejar de creer, o al menos de imaginar; y como nunca me llegó a parecer que todas esas cosas fueran absolutamente claras, doy, por lo que se refiere a la cuestión que aquí me ocupa, el beneficio de la duda a su memoria. Herida y solitaria, muy hecha y ahora, en su insondable luto, en su gracia al fin madura, y en su resignado pesar, indiscutiblemente guapa, aparecía como una mujer que llevaba una vida de dignidad y belleza singulares. Al principio yo había encontrado una forma de convencerme de que pronto obtendría los frutos de la reserva que ella formuló, una semana después de la catástrofe, en su réplica a una petición de la que yo me daba cuenta que podía haberle parecido sorprendente por haber sido formulada en momento tan inoportuno. Es cierto que esa reserva me causó una impresión bastante desagradable: es cierto que cuanto más pensaba en ella más me desconcertaba a pesar incluso de haber tratado de explicarla (con momentos de éxito) imputándola a la exaltación de los sentimientos, a escrúpulos supersticiosos, a un refinamiento del sentido de la lealtad. Es cierto también que esa reserva hacía crecer más incluso el precio del secreto de Vereker, aun tratándose de un misterio precioso ya por sí mismo. Podría también confesar abyectamente que la inesperada actitud de la señora Corvick fue el golpecito que acaba de remachar el clavo, me refiero al clavo que iba a fijar fuertemente en mí mi desafortunada idea, a convertirla en una obsesión que jamás abandonará mi conciencia.
       Pero esto no hizo sino ayudarme a ser más hábil, más diestro, a dejar que transcurriera el tiempo antes de renovar mi petición. Había muchos campos para especular en la espera, y uno de ellos era profundamente absorbente. Corvick había retenido su información hasta que se abrió la última barrera que obstruía su intimidad con ella: sólo en aquel momento dejó salir al gato del saco. ¿Había sido idea de Gwendolen, a partir de un indicio del propio Corvick, no liberar al animal hasta que volviera a producirse una relación como ésa? ¿Acaso la figura de la alfombra sólo podía ser descrita o trazada entre marido y mujer, entre amantes atados en una unión suprema? Sumándose a la confusión que ya me dominaba, regresó a mi mente el hecho de que en Kensington Square, cuando mencioné que Corvick había contado el secreto a la muchacha que amaba, Vereker había dejado caer una frase que ahora daba vida a esa posibilidad. Acaso todo esto fuera muy vago, pero era suficiente para hacerme pensar que quizás iba a tener que casarme con la señora Corvick para obtener lo que yo quería. Me pregunté si estaba dispuesto a ofrecer este precio a cambio de la bendición que sería recibir de ella lo que sabía. ¡Por este lado asoma la locura!, me dije a mí mismo en horas llenas de perplejidad. Mientras tanto yo podía ver la antorcha que ella se negaba a pasar alejarse llameante en la cámara de su memoria, verter a través de sus ojos una luz que brillaba en su solitario hogar. Al cabo de seis meses supe con toda seguridad qué tipo de compensación producía esa cálida presencia. Habíamos hablado una y otra vez del hombre que había unido nuestros caminos: de su talento, de su personalidad, de su encanto, del magnífico futuro que le hubiera esperado, de su desastroso destino, e incluso de la claridad de su intención en aquel gran análisis que iba a ser un gran retrato literario, algo así como un Van Dyck o un Velázquez de la crítica. Ella me había hecho comprender sin escatimar palabras que su lengua estaba atada por su propia terquedad, por su piedad, y que nunca rompería el silencio porque no era la “persona adecuada”, dijo, para hacerlo. Al final, sin embargo, llegó la hora. Una noche que me había quedado junto a ella más tiempo de lo corriente puse mi mano con firmeza sobre su brazo y dije:
       —Bien, por fin, dígame qué es.
       Había estado esperándome y estaba preparada. Sacudió lenta y silenciosamente la cabeza con un movimiento que sólo fue clemente porque no llegó a ser articulado. Pero esta clemencia no le impidió arrojarme el más grande, bello y frío “¡Nunca!” que, en una vida no ajena a las negativas, había yo tenido que encajar hasta entonces. Lo encajé y vi que con el duro golpe las lágrimas habían acudido a mis ojos. Estuvimos, así, sentados durante un rato mirándonos el uno al otro. Después me levanté lentamente. Me preguntaba si algún día llegaría a aceptarme; pero no fue eso lo que salió de mis labios. Mientras me ajustaba el sombrero dije:
       —Entonces ya sé qué pensar. ¡No es nada! Una compasión lejana y desdeñosa se acumuló en su indistinta sonrisa; luego habló con un tono que todavía ahora puedo escuchar:
       —¡Es mi vida!
       Y, cuando yo aguardaba en la puerta, añadió:
       —¡Le ha insultado usted!
       —¿A Vereker?
       —¡Al Muerto!
       Reconocí en cuanto llegué a la calle la justicia de su acusación. Sí, era su vida: también reconocí esto; sin embargo, y con el tiempo su vida hizo sitio a otro interés. Al cabo de un año y medio de la muerte de Corvick su viuda publicó en un volumen su segunda novela, “Overmastered” [Sometidos], sobre la que me precipité con la esperanza de encontrar algún eco revelador o algún rostro visible a través de un agujero. Todo lo que encontré fue un libro muy superior al que había escrito en su juventud, demostración de que ahora había tenido mejores compañías. En cuanto a tejido, considerablemente complicado, era una alfombra con una figura propia; pero esa figura no era la figura que yo buscaba. Al llevar una crítica del libro a The Middle quedé asombrado porque en la oficina me dijeron que tenían una reseña cuyo texto ya había pasado a la imprenta. Cuando la revista apareció no dudé en atribuir este artículo, que me pareció de una vulgar afectación, a Drayton Deane, que en tiempos había sido bastante amigo de Corvick, pero que sólo había conocido a su viuda unas pocas semanas antes. El ejemplar del libro que yo tuve en mis manos era un anticipo editorial para la crítica, pero era evidente que el que había llegado a las de Deane era todavía más anticipado. De todas formas él carecía de esa destreza que permitía a Corvick barnizar con una capa de oro la madera más tosca: Deane no había podido hacer otra cosa que dejar unos manchones de purpurina.


X

         Al cabo de seis meses se publicó “The Right of Way” [El derecho de paso], la última oportunidad, aunque nosotros todavía no lo sabíamos, que íbamos a tener de redimirnos. Escrito totalmente durante la estancia de Vereker en el extranjero, el libro había sido estruendosamente saludado, en cien párrafos, por las ineptitudes de siempre. Yo lo llevé, una copia tan anticipada como la que más, pensé esta vez con orgullo, directamente a la señora Corvick. Era para lo único que me servía; dejé el inevitable tributo de The Middle a una mente más ingeniosa y a un humor menos irritado.
       —Lástima, ya lo tengo —dijo Gwendolen—. Drayton Deane tuvo la gentileza de traérmelo ayer, y ahora mismo acabo de terminarlo.
       —¿Ayer? ¿Cómo lo consiguió tan pronto?
       —¡Todo lo consigue muy pronto! Tiene que hacer la crítica para The Middle.
       —¿Él, Drayton Deane, hará la crítica de Vereker? —no podía dar crédito a mis oídos.
       —¿Y por qué no? ¿Por qué va a ser mejor una ignorancia que otra?
       Yo hice una mueca de dolor pero por fin logré decir:
       —¡Usted misma debería hacer esa crítica!
       —Yo no “critico” —se rió—, ¡me critican!
       Justo en aquel momento la puerta fue bruscamente abierta.
       —¡Ah, sí, aquí está su crítico!
       Allí estaba Drayton Deane con sus largas piernas y su elevada frente: había venido a ver qué pensaba ella de “The Right of Way”, y a traer una noticia que hacía mucho el caso. Los periódicos de la tarde acaban de salir y publicaban un telegrama sobre el autor de esa obra que, en Roma, llevaba algunos días enfermo de malaria. Al principio se había pensado que no era grave, pero debido a unas complicaciones ahora había tomado un cariz que podía justificar la ansiedad. De hecho, a última hora la ansiedad había cundido.
       Ante estos acontecimientos me sorprendió la básica indiferencia que la aparente preocupación de la señora Corvick no logró en absoluto ocultar: aquéllo me hizo ver el alcance de su consumada independencia. Esa independencia se basaba en sus conocimientos, unos conocimientos que nada podía destruir y que nada podía cambiar. La figura de la alfombra podía aún dar una o dos vueltas más, pero la sentencia estaba virtualmente escrita. No importaba que Vereker se fuera a la tumba: ella era —como si se hubiera tratado de su heredera preferida— la persona que menos que nadie en el mundo necesitaba que se prolongara su existencia. Esto me hizo recordar algo que yo había observado a partir de cierto momento —después de la muerte de Corvick—: la disminución de su deseo de verle en persona. Había conseguido lo que quería sin necesidad de eso. Yo había estado seguro de que si ella no lo hubiera obtenido la intención de sondearle personalmente no hubiera sido frustrada por las elevadas reflexiones, más concebibles en un hombre que en una mujer, que en mi caso me habían disuadido. No es que, me apresuro a añadir, mi caso, a pesar de esta odiosa comparación, no fuera ambiguo. Al pensar que quizá Vereker estaba muriéndose en aquel preciso instante cayó sobre mí una ola de angustia: una punzante conciencia de lo inconsecuentemente que yo dependía aún de él. Un sentido de la delicadeza que me había dominado, y cuyo dominio era mi única compensación, había interpuesto entre los dos los Alpes y los Apeninos, pero saber que la última ocasión estaba a punto de escaparse me hizo pensar, en mi desesperación, que podía acudir a él. Naturalmente no hubiera podido hacerlo. Me quedé cinco minutos más, mientras mis compañeros hablaban del nuevo libro, y cuando Drayton Deane me pidió que le diera mi opinión contesté, levantándome, que detestaba a Hugh Vereker y que me resultaba imposible leer sus obras. Partí con la certidumbre moral de que al cerrarse tras de mí la puerta, Deane me calificaría de ser un hombre terriblemente superficial. Al menos en esto su anfitriona se mostraría de acuerdo con él.
       Pasaré rápidamente por encima de los intensamente singulares acontecimientos que siguieron. Tres semanas después se produjo la muerte de Vereker y antes de que terminara el año la muerte de su esposa. Yo nunca llegué a ver a esa pobre señora, pero había sostenido la fútil teoría que me llevaba a creer que, si ella llegaba a sobrevivirle un período de tiempo suficientemente largo como para poder ser accesible sin que sufriera el decoro, podría acercarme a ella con la temblorosa llama de mi súplica. Yo me preguntaba si sabía, y si, en caso de saber, estaría dispuesta a hablar. Era de suponer que, por más de una razón, no tendría nada que decir; pero cuando estuvo más allá de todo alcance vi que mi destino era ciertamente la renuncia. Yo quedaba encerrado para siempre en mi obsesión: al irse, mis carceleros se habían llevado consigo la llave. Durante la época que transcurrió antes de que la señora Corvick se convirtiera en la esposa de Drayton Deane me veo con una imagen tan borrosa como la de un cautivo en una mazmorra. Yo había previsto, espiando por entre los barrotes, que el asunto terminara así, pero no hubo indecente precipitación por su parte, y por otro lado nuestra amistad había decaído bastante. Los dos eran tan “terriblemente intelectuales” que a la gente le pareció que hacían una buena pareja, pero nadie había podido medir tan bien como yo el tesoro de conocimientos que la novia aportaría a su unión. Nunca hasta entonces, en un matrimonio entre miembros de los círculos literarios —así describieron la boda los periódicos—, había habido una dama con una dote tan magnífica. Con la prontitud debida, yo empecé a buscar el fruto de esa alianza: me refiero al fruto cuyos signos premonitorios deberían ser peculiarmente visibles en el marido. Dando por sentado el esplendor del regalo nupcial de la otra parte, yo esperaba de él que hiciera una ostentación que estuviera a la altura de su recién adquirida sobreabundancia de recursos. Yo conocía los recursos con que contaba antes: su artículo sobre “The Right of Way” había dado la cifra con claridad. Como ahora él ocupaba exactamente la posición que yo, más exactamente incluso, no ocupaba, vigilé de mes en mes, en las publicaciones donde era de suponer que acudiría, la aparición del magno mensaje que el pobre Corvick no había podido llegar a transmitir y del que ahora debía ser responsable su sucesor. La viuda y esposa debía, yo imaginaba, haber roto, al lado del nuevamente encendido fuego del hogar, el silencio que sólo podía romper una viuda y esposa, y Deane debía estar tan iluminado por el conocimiento como Corvick en su momento, y Gwendolen en el suyo, estuvieron. Bien, sin duda estaba iluminado, pero parecía que la llama no debía llegar a convertirse en una hoguera pública. Repasé los periódicos en vano porque Drayton Deane los llenaba de páginas exhuberantes, pero siguió guardando para sí la que con mayor febrilidad yo buscaba. Escribió sobre mil temas, pero nunca sobre el tema de Vereker. Su especialidad consistía en cantar verdades que los otros parecían estar demasiado “acoquinados”, como él decía, para soltar, o que ni siquiera percibían, pero no llegó nunca a hablar de la única verdad que me parecía entonces la única importante. Me encontré con la pareja en esos círculos literarios a los que aludía la prensa: creo haber dejado entender ya con suficiente claridad que estábamos hechos para movernos solamente en esos círculos. Gwendolen se vio más ligada que nunca a tales medios debido a la publicación de su tercera novela, y yo personalmente quedé definitivamente clasificado por mantener que en mi opinión esta obra era inferior a su predecesora inmediata. ¿Era peor porque ahora sus compañías eran peores? Si, como me había dicho, su secreto era su vida —hecho que se hacía discernible en su cada vez mayor lozanía, en un aire de persona que se sabe privilegiada que, astutamente corregida por numerosos actos de caridad, daba distinción a su aspecto— lo cierto es que de todos modos no había tenido aún un influjo directo en su obra. Esto —esto y todo lo demás— acabó por agudizar mis ansias de poseerlo, por redondear lo que yo quería con un misterio más fino y sutil.


XI

         Fue, por tanto, de su marido de quien no pude apartar mis ojos ni un momento: le acosé de una manera que hubiera podido resultarle intranquilizadora. Llegué incluso al extremo de entablar conversación con él. En mi mente zumbaban varias preguntas: ¿Lo sabe? Usted participa del secreto, ¿no es así? Sí, lo sabía. Porque de no saberlo no hubiera devuelto mi mirada de aquel modo tan raro. Su esposa le había dicho qué era lo que yo quería y él se divertía afablemente con mi impotencia. No se reía, no era de ésos: su sistema consistía en contraponer a mi irritación, a fin de que yo quedara indecentemente desenmascarado, un estilo de conversación cuya inexpresividad era tan enorme como su elevada y desnuda frente. Cada vez que dejé atrás estos desiertos parajes que parecían ser el uno complemento geográfico del otro y constituir conjuntamente el símbolo de la falta de voz y de gusto de Drayton Deane, mi convencimiento quedó reafirmado. Lo que ocurría no era sino que simplemente le faltaba la suficiente habilidad para utilizar lo que sabía; era literalmente incompetente y no era capaz de continuar la empresa a partir del punto donde había sido abandonada por Corvick. Llegué incluso más lejos: fue la única vez que vislumbré la felicidad. Concluí al final que no le resultaba atractiva la tarea. Que no le interesaba. Que no le importaba. Sí, fue un auténtico consuelo para mí creerle demasiado necio para disfrutar de lo que yo no tenía. Seguía siendo tan necio después como lo había sido hasta entonces, y este hecho hizo para mí más profunda incluso la dorada gloria en que estaba envuelto el misterio. Tuve sin embargo que recordar que su esposa pudiera haberle impuesto sus condiciones y exacciones. Y por encima de todo tenía que recordarme a mí mismo que con la muerte de Vereker había desaparecido el principal incentivo. El gran autor todavía estaba allí para ser objeto de cualesquiera honores, pero ya no podía dar su sanción. ¿Quién, ay, sino él tenía autoridad?
       De la pareja nacieron dos niños, pero el segundo le costó la vida a su madre. Después de este golpe me pareció ver el fantasma de otra oportunidad. Salté hacia ella en mi mente, pero las buenas costumbres me hicieron esperar algún tiempo, y mi última oportunidad se presentó de forma remunerativa. Llevaba un año muerta su esposa cuando me encontré a Drayton Deane en el salón de fumadores de un pequeño club al que ambos pertenecíamos, pero donde hacía meses —quizá porque yo entraba allí muy raras veces— que no le veía. La sala estaba vacía y la ocasión era propicia. Deliberadamente le ofrecí, para acabar de una vez por todas con el asunto, la ventaja que me parecía que él había estado esperando:
       —Creo que como intimé con su fallecida esposa bastante antes de que usted llegara siquiera a conocerla —empecé—, debería usted permitirme que le dijera algo que ocupa mis pensamientos. Me satisfará cumplir las condiciones que usted diga a cambio de la información que ella obtuvo de George Corvick, ya sabe, la información que él consiguió, pobre muchacho, en uno de los más felices momentos de su vida, de la misma boca de Hugh Vereker.
       Me miró como un estúpido busto frenológico:
       —¿La información…?
       —El secreto de Vereker, querido amigo, la intención general de sus libros: la hebra en la que estaban enhebradas sus perlas, el tesoro enterrado, la figura de la alfombra.
       Él empezó a ruborizarse: la intensidad de sus luces podía empezarse a medir:
       —¿Había una intención general en los libros de Vereker?
       Yo le miré fijamente a mi vez:
       —¿No irá usted a decir que no lo sabía? —Por un momento pensé que jugaba conmigo—. La señora Deane lo sabía; se lo dijo directamente Corvick, que había logrado, después de unas pesquisas infinitas y para regocijo del propio Vereker, encontrar la boca de la cueva. ¿Dónde está la boca? Después de su matrimonio él se lo contó —y no lo hizo a nadie más— a la persona que, cuando las circunstancias volvieron a producirse, debió decírselo a usted. ¿Es posible que me haya equivocado al dar por sentado que ella le franqueó a usted, como uno de los más elevados privilegios de la relación en que usted se encontraba con ella, la entrada a los conocimientos de los que, tras la muerte de Corvick, ella era única depositaría? Todo lo que yo sé es que estos conocimientos son infinitamente preciosos, y lo que quiero que comprenda es que si usted, a su vez, me franquea el paso su amabilidad será algo por lo que le quedaré eternamente agradecido.
       Al final se puso muy rojo. Diría incluso que había comenzado pensando que yo estaba chalado. Poco a poco fue comprendiendo lo que le decía; yo, por mi parte, le miraba cada vez más vivamente sorprendido. Por fin habló:
       —No sé de qué me está hablando.
       No fingía: era la absurda verdad:
       —¿No le dijo ella que…?
       —No me dijo nada sobre Hugh Vereker.
       Yo estaba estupefacto; la habitación se puso a dar vueltas. ¡Era algo demasiado valioso para decir según a quién!
       —¿Lo juraría por su honor?
       —Por mi honor. ¿Qué diablos le ocurre? —gruñó.
       —Estoy asombrado: estoy decepcionado.
       Quería que usted me lo dijera.
       —No lo tengo —dijo con una risa extraña—. Y si lo tuviera…
       —Si lo tuviera me lo daría, desde luego, por poco humano que usted fuese. Pero le creo. Ya entiendo, ¡ya entiendo! —continué, consciente, ahora que la rueda había dado una vuelta completa, de hasta qué punto me había engañado a mí mismo, de lo errónea que había sido mi interpretación de la actitud de aquel pobre hombre. Lo que entendí, pero no podía decir, era que su esposa no le había juzgado merecedor de la luz. Me pareció extraño que ocurriera así cuando aquella mujer había creído que valía la pena casarse con él. Al final logré explicármelo diciéndome que poda haberse casado con él por un motivo que no fuera su inteligencia. Debió haber otro motivo.
       Ahora, hasta cierto punto, había recibido la luz, pero después de obtenerla se quedó todavía más asombrado, más desconcertado: me pidió unos momentos para comparar mi relato con sus reavivados recuerdos. El resultado de esta meditación fue que acabó por decir, con notable tosquedad sintáctica:
       —Esto es lo primero que sé de lo que usted dice. Creo que debe equivocarse cuando piensa que la señora Deane tuvo unos conocimientos que no mencionó o, menos aún, que fueran inmencionables, sobre Hugh Vereker. Porque en ese caso ella hubiera deseado —si hubiesen tenido relación con la personalidad literaria de ese escritor— que fuesen utilizados.
       —Lo fueron. Los utilizó ella misma. Me dijo con sus propios labios que eran su “vida”.
       Apenas había terminado de decir estas palabras cuando me arrepentí de haberlas pronunciado; se puso tan pálido que me sentí como si le hubiera dado un golpe.
       —¡Ah, su “vida”…! —murmuró girándose para darme la espalda.
       Yo estaba verdaderamente compungido; puse mi mano sobre su hombro:
       —Le ruego que me perdone: he cometido una equivocación. Usted no sabe lo que yo supuse que sabía. Si hubiese acertado me hubiese podido hacer un favor; yo tenía mis razones para pensar que usted iba a poder satisfacerme.
       —¿Sus razones? —preguntó—. ¿Cuáles eran sus razones?
       Le miré cara a cara; dudé; estudié la situación.
       —Venga a sentarse conmigo, y se lo diré.
       Le llevé hasta un sofá, encendí otro cigarro y, empezando por la anécdota de aquella única vez que Vereker descendió de las nubes, le referí la extraordinaria serie de acontecimientos que, pese al fulgor del primer momento, me habían mantenido hasta entonces en la oscuridad. Le dije en una palabra lo que hasta aquí he escrito. Él me escuchó cada vez más atento y, a consecuencia de sus exclamaciones, de sus preguntas, pensé, para mi sorpresa, que después de todo no había sido tan inmerecedor de la confianza de su esposa. Experimentar tan bruscamente su falta de confianza le trastornó; pero vi cómo la primera conmoción apagaba lentamente sus latidos y después volvía a crecer en forma esta vez de oleadas de asombro y curiosidad: oleadas que prometían, como pude perfectamente notar, romperse al final con la misma furia que mis más altas mareas. Puedo añadir que hoy en día somos tan víctimas el uno como el otro de un deseo que nada puede apaciguar. El estado de ese pobre hombre me sirve casi de consuelo; hay momentos en que me parece que es mi venganza.



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