Henry
James
(1843-1916)
El árbol de la ciencia
(“The Tree of Knowledge”, 1900)
The Soft Side (1900)
I
Entre otras convicciones secretas, cual las que todos
albergamos, Peter Brench estimaba como el más grande logro de su vida no haber
emitido jamás un juicio comprometedor sobre la obra, como era denominada, de su
amigo Morgan Mallow. En lo tocante a ella, según pensaba él honradamente, nadie
podía, con veracidad, citar una sola opinión pronunciada por sus labios, y en
ningún lado podía haber constancia de que, a ese mismo respecto, en ninguna
ocasión ni tesitura alguna, hubiese mentido o hubiese proclamado la verdad.
Semejante triunfo le parecía de relevancia capital aun siendo un hombre que
había logrado otros triunfos: un hombre que había llegado a los cincuenta años,
que había eludido el matrimonio, que había vivido sin dilapidar su fortuna, que
desde muchos años atrás amaba a la señora Mallow sin decir palabra, y que, lo
último en orden pero no en importancia, se había juzgado a sí mismo hasta los
más íntimos recovecos. De hecho se había juzgado hasta tal punto que había
sentenciado que la actitud que mejor le cuadraba era una gran humildad global;
y, sin embargo, nada lo hacía tener mejor concepto de sí mismo que el recto
rumbo que había logrado seguir pese a varios de los escollos precitados. De esta
guisa, consideraba categóricamente un mérito que aquéllos de sus amigos en
quienes más confianza tenía fueran precisamente aquéllos ante quienes guardaba
la mayor reserva. Él no podía —al menos eso había decidido el excelente hombre—
decirle a la señora Mallow que ella era la adorable causa única de su contumaz
soltería; y tampoco decirle al marido que la visión de los innumerables mármoles
que poblaban el taller de éste le causaba un sufrimiento cuya incisividad ni
siquiera el tiempo había conseguido embotar. Sin embargo, su victoria, como ya
he apuntado, en lo tocante a estas esculturas, no consistía sólo en haber
callado que las abominaba; consistía además, heroicamente, en no haber intentado
nunca obtener, como premio a su silencio, una dulce compensación de otro orden.
La situación entera, entre estas buenas gentes, era en
verdad cosa digna de admiración, y probablemente no había ninguna que le fuese
comparable en muchas leguas a la redonda del punto que nos incumbe: la zona
londinense donde en aquella época los melodiosos declives de Hampstead
principiaban a ser debelados por los quebrados ritmos de St. John's Wood. Peter
deploraba las estatuas de Mallow y adoraba a la esposa de Mallow, pero sentía
considerable simpatía hacia Mallow, por quien, a su vez, él era igualmente
apreciado. La señora Mallow exhibía gran admiración por las estatuas... aunque,
si la apuraban, confesaba preferir los bustos; y su ostensible afecto por Peter
Brench se debía al afecto que éste último le testimoniaba a Morgan. Por lo
demás, cada uno de los tres amaba a los otros dos por la delicadeza con que
trataban a Lancelot, el único y muy querido descendiente de los Mallow, en quien
el amigo de la casa tenía al tercero —pero sin duda el más guapo— de sus
ahijados. Desde su nacimiento, ninguno de la familia, ni siquiera el propio
niño, si hubiese sido posible consultarlo, habría hallado sujeto más cualificado
que Peter para el papel de padrino. Por fortuna, todas estas notables personas
gozaban, en el aspecto pecuniario, de cierto desahogo; de lo contrario, el
Maestro no habría podido pasar sus solemnes Wanderjahre1 en Florencia y en Roma
ni continuar, junto al Támesis no menos que junto al Arno y el Tíber,
amontonando una tras otra obras no vendidas y modelando, con lo que no tenía
otro remedio que ser una pasión de todo punto desinteresada, fantaseadas cabezas
de celebridades demasiado sumidas en la época o demasiado poco —demasiado
ocupadas en vivir el presente o demasiado muertas y enterradas en el pasado—
para concederle sesiones de “pose”. Ni tampoco Peter, que se presentaba casi
todos los días, habría podido encontrar los suficientes ratos de ocio para
colaborar con su presencia a mantener toda esta complicada tradición de cosas.
Él, el depositario de estos secretos, era hombre macizo pero bonancible:
corpulento y recio y rubicundo y crespo, de entonaciones profundas, miradas
profundas, bolsillos profundos, por no mencionar su hábito de las pipas largas,
los sombreros flexibles y los trajes descoloridos entre parduscos y grisáceos,
en apariencia siempre los mismos.
Se había entregado a “escribir”, según se sabía, aunque
nunca se hubiera entregado a hablar... a hablar, en particular, de eso; y daba
la impresión (ya que, según se creía, continuaba cogiendo la pluma) de que
prosiguiera su actividad literaria para tener algo más —como si, de suyo, aún no
tuviera bastante— sobre lo cual callar. Sea como fuere, lo cierto es que sus
ocasionales versos y prosas, ignorados de todos, le permitían afirmar ante su
propia mirada la integridad de su buen gusto y comprobar paladinamente la
interdependencia de la fama y la mediocridad. La puerta verde de su propiedad se
abría en una tapia de jardín cuyo estuco lucía agrietado y desvaído, y, en la
pequeña mansión a la que aquélla daba paso, todo era vetusto: el mobiliario, los
sirvientes, los libros y los grabados, las costumbres inmemoriales y aun los
arreglos más recientes. A diez minutos de allí, los Mallow tenían su propia
residencia, bautizada como Villa Carrara, cuyo taller se levantaba sobre un
pequeño terreno que éstos, en su feliz optimismo, habían anexado a la propiedad
con el fin de edificar tal santuario del arte. Ello había sido posible por la
buena suerte, si es que no habría que llamarla mala, de que la señora Mallow, al
desposarse, hubiera aportado a su marido una dote suficiente para procurarle una
mínima seguridad y permitirle así, respecto del arte del cincel, mantenerse en
sus trece. Y en sus trece se mantenían —siempre se habían mantenido— el engolado
escultor y su esposa, en favor de los cuales la naturaleza había rizado el rizo
privándolos de toda conciencia de lo difícil. De escultor, Morgan lo tenía todo
excepto el espíritu de Fidias: la casaca de terciopelo marrón, el berretto
apropiado, el “aspecto plástico”, los dedos melindrosos, un bonito acento
italiano y un viejo fámulo traído de Italia. Parecía compensar todas sus
ineptitudes cuando le ordenaba a Egidio en su lengua natal que hiciera girar
alguno de los pedestales rotatorios que en el taller abundaban. En Villa Carrara
todos eran muy italianizantes, y lo inconfesable del papel que este hecho
representaba en la vida de Peter era, mayormente, que le aportaba, a fuer de
británico a machamartillo, la justa cantidad de “extranjería” que era capaz de
tolerar. Toda su Italia la constituían los Mallow, aunque en cierto modo era
gracias a Italia por lo que le agradaban. Su sola preocupación era que Lance
—así llamaban por abreviación a su ahijado— resultaba, a despecho de su
educación en un colegio nacional, acaso una pizca demasiado italiano. Por otra
parte, Morgan poseía el aspecto de la imagen aduladora que uno puede tener de sí
mismo, semejante a aquéllas que cabe contemplar en esa gran sala del museo de
los Uffizi dedicada a Autorretratos de Artistas. La única lamentación del
Maestro era no haber nacido pintor en vez de escultor, a causa de su deseo de
haber contribuido a la insigne colección sobredicha.
Con el tiempo se vio que Lance, de todas formas, sí que
sentía la vocación de los pinceles; pues, cuando el muchacho frisaba ya en los
veinte años, un buen día la señora Mallow le anunció al amigo, quien solía ser
confidente de los problemas y preocupaciones más íntimos de la familia, que no
parecía sino que en rigor de verdad no tenían más remedio que dejarlo seguir la
carrera de pintor. Ya no podían permanecer insensibles ante la circunstancia de
que no cosechaba ningún laurel en Cambridge, donde la facultad en que otrora
había hecho Brench los estudios llevaba un año suavizándole las reprimendas
únicamente por consideración a su padrino. Así, pues, ¿a qué obstinarse en la
vana tentativa de formarlo para lo imposible? Lo imposible —ello ya estaba
sobradamente claro— era que Lance pudiese llegar a ser otra cosa que artista.
—¡Oh, cielos, cielos! —exclamó el pobre Peter.
—¿Cómo? ¿No cree usted en ello? —preguntó la señora
Mallow, quien, aunque cumplidos ya los cuarenta, había conservado unos ojos de
un violeta aterciopelado, una lisa piel lustrosa y un suave cabello rojizo.
—Que si no creo ¿en qué?
—Pues en la pasión que siente Lance.
—No sé bien a qué se refiere con eso de “creer en su
pasión”. No se me había escapado, ciertamente, la propensión de Lance, desde su
más tierna infancia, a enarbolar pinceles y mezclar colores; pero yo esperaba,
lo confieso, que se le pasaría.
—Y ¿por qué habría de pasársele —preguntó ella con una
hermosa sonrisa—, habida cuenta de los preciosos antecedentes familiares? Una
pasión es una pasión... aunque claro está que, naturalmente, usted, mi buen
Peter, no entiende nada de semejantes cosas. ¿Se ha extinguido la del Maestro
alguna vez?
Por un momento, Peter apartó el semblante y, a su
habitual manera informe, durante algunos instantes emitió un sonido intermedio
entre un silbido atenuado y un rezongo reprimido.
—¿Cree usted que también él se convertirá en un
Maestro? —preguntó.
Apenas si ella pareció dispuesta a llegar tan lejos,
pero mostró, en conjunto, un aplomo maravilloso:
—Ya sé lo que quiere insinuar usted: ¿merecerá la pena
una actividad que desencadenará las mismas envidias y suscitará las mismas
maquinaciones que en ciertos momentos casi han resultado demasiado duras de
soportar para el padre de Lance? Pues bien, contemos con ello, ya que nada
excepto la trapacería, en la triste época en que vivimos, puede, por lo visto,
asegurar el éxito, y ya que, si una maldición le ha otorgado el don del
refinamiento y la exquisitez, uno fácilmente puede verse teniendo que mendigar
el pan toda la vida. Pongámonos en lo peor: supongamos que él tenga la desgracia
de volar tan alto que el gusto vulgar del ignaro populacho no pueda seguirlo.
Recuerde, así y todo, la ventaja de que disfrutará él, la misma de que disfruta
el Maestro. El conocerá.
Peter semejó pesaroso:
Ah, pero ¿qué es lo que conocerá?
—¡La felicidad interior! —exclamó la señora Mallow con
entonación algo impacientada. Y se fue.
II
Naturalmente, Peter hubo de tener, poco después, una
charla sobre aquello con el propio joven y oírle que, virtualmente, estaba ya
todo decidido. Lance no iba a volver más a la Universidad e iba a marcharse a
París, donde podría, ya que la suerte estaba echada, encontrar reunidas el
máximo número de facilidades. Peter siempre había tenido la impresión de que era
necesario aceptar a su ahijado tal como era, pero quizá nunca hasta este momento
se había visto tan forzado a verlo como era realmente:
—Entonces, ¿es que abandonas Cambridge por completo?
¿No es bastante lamentable?
Al modo de ver del amigo, Lance se habría parecido a su
padre si hubiese sido menos humorista y a su madre si hubiese sido más hermoso.
Pero era una buena solución intermedia, para Peter, eso de que, a la manera de
los jóvenes modernos, tuviera, a primera vista, más bien el aire de un corredor
de bolsa que el de un artista en agraz. El muchacho hizo valer que se trataba de
una cuestión de tiempo: le quedaban tantas experiencias por vivir, tantos hechos
por observar. Había sostenido algunas conversaciones con sus camaradas y se
había formado su opinión propia al respecto:
—En nuestros días —dijo— lo que importa, ¿sabe usted?,
no es llegar a adquirir erudición, sino discernimiento.
Ante esto, su interlocutor emitió un gruñido:
—¡Oh, diablos, no quieras saber discernir!
Lance se maravilló:
—,Que “no” quiera saber discernir? Entonces, ¿qué tiene
de bueno...?
—Qué tiene de bueno ¿el qué?
—Pues... todo. ¿No confía usted en mi talento? Peter
aspiró su larga pipa, en silencio, durante un instante; después ahondó:
—No es el discernimiento, sino la ignorancia, lo que
(nos lo dicen excelentemente) nos da la felicidad.
—Entonces, ¿no cree usted que yo tenga talento?
—insistió Lance.
Peter, según su costumbre de inesperados gestos
bonachones, puso su brazo en torno al cuello de su ahijado y lo mantuvo así un
momento, diciendo:
—¿Qué sé yo?
—¡Ah —dijo el joven—, si es su propia ignorancia lo que
está usted tratando de defender...!
De nuevo, durante una pausa, sentado en el diván, el
padrino fumó.
—No se trata de eso —dijo—. Yo tengo la desgracia de
ser omnisciente.
—¡Ah, caramba —dijo Lance riendo de nuevo—, si sabe
usted demasiado...!
—De eso se trata precisamente, y he ahí por qué soy tan
desdichado.
La jocundidad de Lance subió de punto:
—,Desdichado usted? ¡Venga ya!
—Pero me olvidaba —completó su compañero— de que
tampoco deberías saber nada de este asunto. Eso sería, también para ti, saber
demasiado. Voy a comunicarte tan sólo mis intenciones. —Peter se levantó del
diván—. Si aceptas volver a Cambridge, yo te pagaré todos los gastos.
Lance lo miró de hito en hito, un tanto pesaroso a
despecho de sentirse todavía más divertido.
—¡Oh, Peter! —exclamó—. ¿Desprecia usted París, pues,
hasta ese extremo?
—Caramba, le tengo miedo.
—Ah, ya lo entiendo.
—No, tú no entiendes nada... no aún. Pero acabarás
entendiendo; es decir, corres el riesgo de acabar entendiendo. Y eso no es
bueno.
El joven reflexionó más seriamente:
—Pero mi inocencia ya está...
—¿Ya ha recibido golpes? Oh, ello tiene remedio —siguió
Peter—; la restauraremos aquí.
—¿Aquí? Entonces lo que usted desea, ¿es que permanezca
en casa?
Peter casi lo confesó:
—Caramba, estamos los cuatro tan bien como estamos,
todos juntos... tan amparados unos por otros... Escucha, no lo eches a perder.
Ante esto, el joven, que ya se había tornado grave,
pasó a la consternación, impresionado ante el muy sentido tono de su amigo.
—Entonces, ¿a qué se dedicaría servidor?
—A ser mi ahijado. Atiende, muchacho —y ahora Peter
suplicó de veras—, yo me ocuparía de tu mantenencia.
Lance, que con las piernas extendidas y las manos en
los bolsillos había permanecido sentado en el diván, lo escudriñó con mirada
desconfiada. Después se incorporó:
—Lo que usted piensa es que no tengo suficientes
aptitudes, que no triunfaré.
—¿A qué te refieres con eso de triunfar?
Lance reflexionó de nuevo, y respondió:
—Caramba, el mejor triunfo, creo, consiste en
satisfacerse a uno mismo. ¿No es de eso precisamente de lo que, a despecho de
las maquinaciones y todo lo demás, disfruta (a su especial modo inimitable) el
Maestro?
Tantísimas cosas incluidas en esta pregunta pedían
contestación simultánea, que lo que a efectos prácticos hizo fue poner fin a la
conversación, la cual se volvió singularmente difícil a la luz de tamaña
evidencia renovada de que, aunque posiblemente la inocencia del joven, durante
el transcurso de sus estudios, como afirmaba él mismo, hubiera sufrido golpes,
la quintaesencia de su candor permanecía intacta. Lo cierto es que ello era lo
que Peter había dado por supuesto y lo que al propio tiempo deseaba por encima
de todo; pero, debido a alguna perversión suya, la ingenuidad de Lance lo
indignó. El joven creía en las maquinaciones y todo lo demás, creía en el
especial modo inimitable, creía, en suma, en el Maestro. Uno o dos meses más
tarde, no sólo Lance no había vuelto a Cambridge con todos los gastos pagados
por su padrino, sino que además, quince días después del asentamiento de aquél
en París, Peter le mandó cincuenta libras esterlinas.
Entretanto, en su país natal, Peter se había
mentalizado para lo peor; y jamás lo que podía ser lo peor se le había
prefigurado de una forma tan vívida como cuando, un domingo por la noche en que,
como de costumbre, él acudió a casa de sus amigos para cenar, la señora de Villa
Carrara lo saludó con una pregunta sobre —ni más ni menos— las riquezas de los
canadienses. Ella hablaba en serio, hablaba casi con apasionamiento:
—Dígame: ¿hay muchos de ellos verdaderamente ricos?
Por fuerza él hubo de confesar no saber nada acerca de
aquello, aunque posteriormente recordaría muchas veces esta velada. La
habitación en que se hallaban estaba exornada con diversas muestras de la
genialidad del Maestro, las cuales poseían el mérito de tener, como sugería a
menudo la propia señora Mallow, unas dimensiones infrecuentemente oportunas.
Eran dimensiones en efecto poco usuales en las creaciones del cincel y ofrecían
la peculiaridad de que, si los objetos y los detalles destinados a ser pequeños
parecían demasiado grandes, los objetos y los detalles destinados a ser grandes
parecían demasiado pequeños. La intención del Maestro, fuese en este respecto o
en cualquier otro, había permanecido, en casi todos los casos, incluso tras el
paso de años, inescrutable para Peter Brench. Las creaciones que tan
insuficientemente la exteriorizaban se erguían, un poco por todas partes, sobre
pedestales y ménsulas, sobre mesas y estanterías: todo un pequeño pueblo blanco
de fija mirada, heroico, idílico, alegórico, mítico, simbólico, en que la
“proporción” se había desviado y extraviado de tal manera que la plaza pública y
la repisa de la chimenea parecían haber intercambiado sus papeles, pues todo lo
monumental resultaba diminuto y todo lo diminuto monumental; las obras de estas
dos categorías, por otra parte, eran, innegablemente, miembros de una estirpe en
la cual, singular fenómeno, cada estatua no ofrecía ninguna información acerca
de su respectiva profesión, edad o sexo. Al igual que los Mallow, ellas mismas,
este pueblo de estatuas, componían la familia del desdichado Brench: por lo
menos le eran, en grandísima medida, íntimamente familiares. La coyuntura
presente era de aquéllas que desde hacía mucho tiempo había aprendido a
identificar y a definir: breves fogonazos de la débil llama, dulces ráfagas de
un aire más clemente. Dos veces al año, con regularidad, el Maestro confiaba en
su suerte, aparte confiar todo el año en su genio. Esta vez la prosperidad tenía
que estar asegurada con una pareja de luto, procedente de Toronto, que acababa
de hacer el magnificente encargo: la ejecución de una tumba para tres niños
difuntos, a quienes deseaban ver conmemorados, en el grupo escultórico, con un
estilo a la par simbólico y realista.
Ése era naturalmente el trasfondo de la pregunta de la
señora Mallow: al suponer que estos extranjeros eran adinerados, cabía creer,
por la índole de la admiración de los mismos, así como por sus misteriosas
alusiones (¡eran gente un poco extravagante!) dejadas caer a propósito de la
posibilidad de otros encargos de este tenor funerario, en un patrocinio futuro;
y no menos factible era que, si el Maestro conseguía adquirir una mínima
notoriedad en aquellos lejanos pagos, una larga serie de clientes canadienses
viniera inexorablemente a hacer sus pedidos. En otras ocasiones, Peter había
visto afluencias de clientes coloniales o autóctonos, grupos de compradores que
sin embargo habían producido poquísimos vacíos en la compañía marmórea que los
rodeaba; pero se guardaba mucho, en circunstancias así, de hacer tambalearse
tales ilusiones halagüeñas. Mientras duraban, constituían un bálsamo para la
amargura ocasionada por las distinciones jamás obtenidas, el largo sufrimiento
de las medallas y los diplomas constantemente otorgados a otros; y alimentaban,
así, la lámpara destinada a lucir hasta el próximo eclipse. Ellos vivían,
empero, al fin y a la postre —tal como siempre era maravilloso comprobarlo—,
sobre un plan trascendente, apenas atentos a los altibajos de la existencia.
Consentían, a veces, deliciosamente, en reconocer que el público, de cuando en
cuando, no era demasiado infame como para desear comprar; pero jamás renunciaban
a la muy honda convicción de que el Maestro era siempre demasiado excelso como
para lograr vender. A menudo, Peter se decía que ellos estaban, sea como fuere,
maravillosamente forjados para su destino: el Maestro tenía una vanidad, y su
esposa una lealtad, cuyo mérito y encanto habrían sido disminuidos por el éxito,
privándolas de inocencia. Cualquiera puede resultar hechicero si vive bajo un
hechizo, y, cuando Peter miraba el mercenario mundo exterior, todavía más falto
de equilibrio y armonía que el propio museo del Maestro, se preguntaba si alguna
vez habría conocido a otra pareja tan por completo ajena a las infamias de lo
corriente.
—¡Qué mala pata que Lance no esté aquí presente para
regocijarse con nosotros! —suspiró aquella noche la señora Mallow durante la
cena.
—Beberemos a la salud del ausente —repuso su marido, y
llenó el vaso de su amigo y el suyo. Vertió una gota en el de su compañera y
prosiguió—: De todos modos, esperemos que él alcance una felicidad menos
parecida a la nuestra de esta noche (¡comprensible por otra parte, todo hay que
admitirlo!) que a la serenidad (ésa que no depende de las circunstancias) de que
nosotros siempre hemos podido disfrutar. ¡Esperemos que alcance —aclaró el
Maestro, retrepándose en su sofá, bajo la grata luz de lámpara y junto al grato
fuego de chimenea, alzando su vaso y paseando la mirada por su familia de
mármol, monstruosa progenie más o menos presente en todas las habitaciones—,
esperemos que alcance la felicidad que hay en la mera práctica hermosa de un
arte!
Peter estudió su vino con aire un poco cohibido:
—¡Hum! Me importa poco el nombre con que califique
usted la situación en que un artista permanece ignorado, mas es necesario que
Lance sí aprenda a vender, creo yo. ¡Brindo por que él se haga con el secreto de
la vil popularidad!
—Oh sí, éldebe vender —concedió con sorprendente
sinceridad la madre del muchacho, la cual había tenido que ser aún más, no
obstante, como esta declaración semejó patentizarlo, la esposa del Maestro.
—Oh —dictaminó confiadamente, tras una pausa, el
escultor—, Lance venderá. No temas. Habrá aprendido.
—He ahí precisamente —comentó con malicia la señora
Mallow— lo que exasperó a Peter (¿por qué diantres se mostró usted tan pérfido,
Peter?) cuando Lance le habló sobre ello.
Cuando la dama de sus pensamientos lo miraba con
afectuoso reproche —favor no infrecuente de su parte—, Peter nunca encontraba
las palabras; pero el Maestro, que era la mismísima personificación de la
donosura y el tacto, lo ayudó a salir de este trance como tantas veces lo había
hecho:
—Es la manía de Peter, ya sabes, a propósito de la cual
Peter y yo hemos diferido tantas veces: él sostiene la teoría de que el artista
debe ser tan sólo impulso e instinto. Yo sostengo, evidentemente, que es
necesario un poco de aprendizaje: no demasiado, pero sí en una proporción
conveniente. Ahí tienes —terminó de explicarle a su esposa— por qué protestó
pensando en los riesgos que, ya ves, podría correr Lance.
—Ah, claro —y a través de la mesa volvió a orientar la
señora Mallow sus ojos violeta hacia el suscitador de aquella explicación—, él
sólo podía tener, por supuesto, buenas intenciones; pero ello no quita que, si
Lance hubiera seguido su consejo, él habría resultado, a la hora de la verdad,
horriblemente cruel.
Ellos tenían una forma cordialmente bromista de hablar
de Peter en su propia presencia como si éste fuese de arcilla o —a lo sumo— de
yeso, e, invariablemente, el Maestro se mostraba magnánimo. Se habría dicho que
ordenaba a Egidio que lo hiciese girar en su pedestal.
—Oh, pero el pobre Peter —dijo— no andaba tan
equivocado al hablar de las cosas que quizá, al fin y al cabo, esté aprendiendo
Lance.
—Huy, no creo que se trate de nada grave en lo
referente a sus planes artísticos —insistió ella... todavía, al parecer del
pobre Peter, pícara y traviesa.
—En efecto: se tratará tan sólo de las pequeñas
triquiñuelas a la francesa —dijo el Maestro; ante lo cual su amigo tuvo que
fingir reconocer, presionado por la señora Mallow, que había sido únicamente su
recelo hacia esos vicios estéticos lo que había motivado sus inquietudes.
III
—Ahora ya sé —le dijo Lance al cabo de un año— por qué
se opuso usted a mi proyecto. —De vuelta a su país, naturalmente por un corto
plazo de tiempo, el joven se inclinaba a permanecer en Villa Carrara, donde
había hecho ya, dos o tres veces tras su partida, breves reapariciones. Su
presente estadía se anunciaba como un periodo de vacaciones más prolongado—. Me
ha sobrevenido algo bastante terrible. No es tan bueno esto de saber la verdad.
—He de decir que efectivamente no tienes alegre el
semblante —se vio Peter forzado a convenir bastante pesarosamente—. De todos
modos, ¿estás segurísimo de que la sabes?
—Cuando menos, sé todo lo que puedo soportar. —Estas
observaciones eran intercambiadas en la residencia de Peter, y el joven, fumando
un pitillo, estaba junto a la chimenea con la espalda vuelta al fuego. Era
cierto que la expansividad de su juventud parecía haberse apaciguado ya un poco.
El pobre Peter quedó impresionado:
—Caramba, ¿has comprendido realmente los motivos
personales que yo tenía para no querer que fueras a París?
—¿Personales? —Lance reflexionó—. Me parece que, en lo
atinente a motivos personales, sólo puede haber uno.
Permanecieron un momento sondeándose el uno al otro.
—¿Estás completamente seguro?
—¿Completamente seguro de ser un fracasado sin una sola
pizca de talento? Completamente. Desde hace algún tiempo.
—¡Ah! —Y Peter se volvió de espaldas, se habría dicho
que casi tranquilizado.
—Ese es el poco agradable descubrimiento que he hecho.
—Oh, “ése” no me preocupa —dijo Peter, tornando a
encararlo a renglón seguido—. Quiero decir que, personalmente, me es igual.
—¡No obstante, reconocerá usted que a mí no me es
igual!
—Vaya, ¿qué pretendes decir con eso? —preguntó Peter
con escepticismo.
Y, ante esto, Lance hubo de explicar... cómo su
aprendizaje en París sólo había servido para enseñarle implacablemente las
dudosas características de su talento. Su aprendizaje lo había iluminado, de tal
manera que una luz nueva refulgía en sus ojos; pero esta luz había tenido por
efecto desvelarle demasiadas cosas:
—¿Sabe usted la causa de mi sufrimiento? Un exceso de
inteligencia. En el fondo, París era el último lugar adonde habría debido ir. He
aprendido a darme cuenta de mis insuficiencias.
El pobre Peter quedó conmovido: lo que Lance había
recibido era un mazazo; pero, incluso tras la larga conversación durante la cual
el joven anunció, sin ambages, la dura verdad que había aprendido a sus propias
expensas, su amigo traslució menos satisfacción que la que en casos parecidos se
manifiesta en un semblante connotador del suave comentario: “Ya te lo había
advertido yo.” En esta ocasión el pobre Peter aludió tan poco a lo que ya le
había advertido él, que, uno o dos días más tarde, Lance no pudo menos que
retomar la cuestión:
—¿Qué era lo que (antes de mi partida) en realidad
temía usted que yo descubriese?
Esto, empero, Peter rehusó contestárselo: le argumentó
que si él solo no lo había adivinado ya, probablemente jamás lo adivinaría, y
que en tal caso resultaba contraproducente, para ambos a dos, sin ningún género
de dudas, formular el motivo de sus temores. Lance lo atalayó, al calor de esto,
durante unos instantes, con la insolente curiosidad de la juventud... incluso
con el aire de que estuviesen cruzándole el espíritu dos o tres hipótesis
plausibles, alguna de las cuales debería ser certera. Sin embargo, Peter,
dándose la vuelta otra vez, no le ofreció ninguna ayuda, y cuando se separaron,
el joven realizó uno que otro aspaviento de irritación. Congruentemente, en su
siguiente encuentro, Peter discernió a simple vista que, durante el intervalo,
Lance lo había adivinado todo y que, para hablarle de ello, tan sólo estaba
esperando a que se presentase la ocasión propicia. Se las compuso para
facilitarle pronto otra entrevista, y su ahijado espetó sin rodeos:
—¿Sabe usted que su enigma me impedía dormir? Pero
durante mis meditabundas vigilias me llegó la respuesta... y, a fe mía, me hizo
estallar en carcajadas. ¿Supone usted que realmente me hacía falta ir a París
para descubrir eso? —Al verlo, incluso en este instante, mantener su reserva con
tan sublime heroísmo, el joven amigo de Peter no pudo menos que echarse a reír
de nuevo—: ¿No dará usted ninguna señal de asentimiento antes de cerciorarse por
completo? ¡Admirable viejo Peter! —Pero Lance finalmente se explayó—: Pues bien,
diablos, se trata de la verdad sobre el Maestro.
Esto provocó por ambas partes, durante los siguientes
momentos, un vívido pasaje, en que cada uno de ellos se asombró ante el asombro
del otro.
—Pero, entonces, ¿desde cuándo sabías...?
—...¿el valor exacto de su obra? Lo supe —dijo Lance,
haciendo un esfuerzo memorístico— desde que empecé a enterarme de la realidad de
las cosas. Aunque reconozco que no lo vi con absoluta claridad hasta que estuve
là—bas.
—¡Piedad, piedad! —se lamentó Peter con un terror
retrospectivo.
—Pero ¿por quién me tomaba usted? Yo soy un inepto
incurable: eso sí ha habido necesidad de que me lo metieran a la fuerza en la
cabeza. ¡Pero, al menos, no soy tan inepto como el Maestro! —declaró Lance.
—Entonces, ¿por qué nunca me dejaste ver...?
—...¿que yo, a fin de cuentas —completó el joven—, no
era tan idiota? Pues precisamente porque nunca me había imaginado que usted
sabía. Pero le pido perdón. Sencillamente quería ahorrarle desconciertos. Y lo
que ahora no se me alcanza es cómo diantres, en tal caso, ha conseguido usted
mantener su boca cerrada durante tanto tiempo.
Peter le brindó la explicación, pero sólo después de
cierta demoranza y con una gravedad no exenta de balbuceos:
—Fue por tu madre.
—¡Oh! —dijo Lance.
—Y ahora eso es lo primordial, ya que se ha descubierto
el pastel. Te exijo una promesa. Me refiero —y Peter se explicó casi
febrilmente— a un juramento por tu parte, un juramento solemne que debes hacerme
aquí ahora mismo: el de sacrificar cualquier cosa antes que dejarla descubrir...
—...¿lo que yo descubrí? —Lance lo meditó—. Comprendo.
—A las claras, tras un instante, ya había meditado muchísimo—: Pero ¿qué es lo
que usted cree que podría yo verme en la coyuntura de sacrificar?
—Oh, siempre se posee algo susceptible de tener que ser
sacrificado.
Lance lo miró intensamente:
—¿Quiere eso decir que usted ha tenido que...? —Sin
embargo, la mirada que recibió en correspondencia eludió esta interrogante tan
drásticamente que el joven se apresuró a abordar otra vertiente del asunto—:
¿Está usted verdaderamente seguro de que mi madre no sospecha nada?
Tras renovadas cavilaciones, Peter estuvo
verdaderamente seguro:
—Si lo sabe, entonces es que es de todo punto
extraordinaria.
—Pero ¿no somos todos aquí unos fenómenos?
—Sí —concedió Peter—; pero de modos diferentes. Lo que
te exijo es de cabal importancia porque el restringido público de tu padre, como
bien sabes —se extendió Peter—, se compone de... a ver, ¿de cuántas personas?
—En primer lugar —tuvo el hijo del Maestro la audacia
de decir— de sí mismo. Y en último lugar, también. No sé de otra persona.
Peter tuvo un asomo de irritación:
—Y de tu madre, córcholis, siempre.
Lance lo reconsideró.
—¿Tiene usted absoluta certeza?
—Absoluta.
—Bien, pues con usted ya son tres.
—¡Oh, conmigo! —Y Peter, con un ademán de su vieja
cabeza benévola, se minimizó modestamente—: El grupo es, de todos modos, tan
exiguo que una disidencia, si llegare a producirse, se dejaría notar cruelmente.
¡Por consiguiente, en resumidas cuentas, esfuérzate, mi querido muchacho (eso lo
es todo), en no escindirte tú del grupo!
—¿Tengo que perpetuar la farsa? —gimió Lance.
—Precisamente ha sido para ponerte en guardia contra
los peligros de una defección por tu parte el motivo de que yo haya preparado
esta ocasión.
—Y ¿en qué cree usted —preguntó el joven— que consisten
concretamente esos peligros?
—Pues mira, desde el momento en que tu madre, capaz de
tan apasionadas emociones, sospechase tu secreto... vaya —dijo Peter
porfiadamente—, eso sería como encender un reguero de pólvora.
Pareció, por unos momentos, que Lance siguiera con su
mirada el recorrido de la llama:
—¿Ella me repudiaría?
—Ella lo repudiaría a él
—Y ¿se sumaría a nuestro bando?
Antes de contestar, Peter apartó el semblante.
—Se sumaría a tu bando. —Pero con esto ya había dicho
lo suficiente para describir —y, según esperaba manifiestamente, para evitar— la
horrenda posibilidad.
IV
Durante los seis meses siguientes, empero, sus temores
se renovaron, con toda virulencia, más de una vez. Lance había regresado a París
para intentarlo de nuevo; después de ello volvió al redil, y tuvo con su padre,
por vez primera en su vida, una de esas escenas que hacen saltar chispas. Con
mucha expresividad, el joven se la narró a Peter, respecto del cual —ello era
algo sin precedentes— constituía una manifestación de reserva inusitada por
parte del matrimonio de Villa Carrara el que en esta ocasión rehusaran,
tratándose de una cuestión de orden íntimo, espontanearse —ya que no con júbilo,
entonces con consternación— ante su excelente amigo. Acaso esto produjo, a
efectos prácticos, entre las dos partes, una ligera frialdad y un cierto
espaciamiento en sus amistosas relaciones... patentizados primordialmente por la
circunstancia de que, para estar en condiciones de hablar a sus anchas con su
viejo compañero de juegos, Lance debiera, normalmente, ir a visitarlo en su
residencia. De esta guisa surgieron entre ellos las más estrechas, aunque desde
luego no las más jocosas, relaciones mutuas que tuvieran jamás. El malestar del
pobre Lance se debía a la tensión que primaba en su hogar, engendrada por el
hecho de que su padre deseaba que llegase, como mínimo, al grado de triunfo a
que había llegado él. Lance no había “renunciado” a París, no obstante tener la
vívida sensación de que París había renunciado a él; estaba dispuesto a regresar
allí por la fascinación que le producía ensayar, ver, sondear las profundidades:
aprender la lección, en definitiva, aun cuando la lección consistiese
simplemente en percatarse de la impotencia propia al desarrollarse el sentido
crítico propio. En cambio, el Maestro, ensimismado en su mediocre fecundidad,
¿qué sabía acerca de la impotencia y qué sentido crítico digno de tal nombre
había desarrollado en toda su vida de altivez? Enardecido e indignado, Lance
recabó con franqueza el parecer de su padrino.
A Lance, por lo visto, su padre lo había reprendido con
dureza, pues no podía perdonarle no tener, después de tanto tiempo, ninguna obra
que enseñarle, y esperaba que, tras su próxima ausencia, ya hubiese subsanado
tamaña omisión. Lo esencial según explicaba el Maestro con complacencia,
consistía —para todo artista, aunque no fuese tan grande como él— en al menos
“producir” obras. “¿Qué eres tú capaz de producir? ¡Es todo lo que te pido!”
Desde luego que él había producido suficientemente, y no cabía duda de que tenía
obras que enseñar. A Lance le aparecieron lágrimas en los ojos cuando le confesó
a su viejo amigo cuán duro era el “sacrificio' que éste le exigía. No le era
fácil mantener una farsa absurda —la de hijo admirador de su padre— después de
haberse visto escarnecido por no desear ser una nulidad prolífica. Pero Peter,
una vez al corriente de la situación, insistió en imponerle una noble
hipocresía; y, durante cierto tiempo, su joven amigo, aun amargado y herido, se
las industrió para seguir procurándole ese consuelo lealmente. Cincuenta libras
esterlinas recompensaron, todo hay que decirlo, más de una vez, tanto en Londres
como en París, la lealtad del joven amigo... no menos eficazmente, sin duda,
ahora, por ser informado de que tal dinero no era sino un adelanto sobre un
cuantioso legado cuyo último destino Peter había determinado secretamente desde
hacía mucho tiempo. Mediante estas artes u otras, en todo caso, el justo furor
de Lance pudo ser aplacado durante una temporada... aunque sólo durante una. Día
llegó en que Lance le advirtió a su padrino que ya no podía resistirlo más, o,
mejor dicho, que le era imposible contenerse. En Villa Carrara había tenido que
aguantar otro sermón pronunciado con gran rimbombancia: imposición ésta más
onerosa, a esas alturas, de lo que, sin la posibilidad de contraatacar o decirle
al Maestro cuatro verdades, podía soportar un ser de carne y hueso.
—Y yo no me explico —observó Lance con cierta
irritación por echar en falta los miramientos que, a fin de cuentas, pensándolo
bien, le eran debidos a él mismo—, no me explico, a fe mía, cómo puede usted, al
punto a que han llegado las cosas, seguirle el juego.
—Oh, para seguirle el juego me es preciso tan sólo
retener la lengua —dijo Peter con calma—. Y además tengo mis motivos.
—¿Siempre mi madre?
Peter evidenció su turbación como solía hacerlo; vale
decir, apartó el semblante bruscamente.
—¿Qué quieres que le haga? Jamás he dejado de sentir
cariño hacia ella.
—Es hermosa, y es un cielo de mujer, no cabe duda
—concedió Lance—; pero, en definitiva, ¿qué es lo que representa ella para
usted, y qué interés tiene usted en lo que ella haga o deshaga?
Peter, que se había arrebolado, hizo una breve tregua.
Después contestó:
—Bueno, es por las reacciones que sus reacciones me
producirían a mí.
Ahora hubo, empero, en su joven amigo, una insistencia
extraña, intencional:
—En definitiva, ¿qué es lo que representa usted para
ella?
—Huy, nada. Pero eso no hace al caso.
—Ella sólo ama a mi padre —dijo Lance el parisiense.
—Naturalmente, y he ahí precisamente mis motivos.
—¿Por qué desea usted evitárselo?
—Porque ella lo ama tan apasionadamente.
Lance dio una vuelta por la habitación, aunque con la
mirada siempre clavada en su anfitrión, y dijo:
—¡Ha debido usted sentir hacia ella un tremendo...
cariño!
—Tremendo. Siempre —dijo Peter Brench.
Por un momento el joven prosiguió meditando; después
tornó a colocarse delante de Peter:
—¿Sabe usted hasta qué punto ella lo ama a él? —Ante
esto se cruzaron los ojos de ambos, mas Peter, como si su mirada entreviese algo
nuevo en la de Lance, pareció vacilar, por vez primera en muchísimo tiempo, en
decir que lo sabía todo—. Yo lo he sabido hace nada —dijo Lance—. Ayer por la
noche, ella se presentó en mi habitación después de haber estado presente,
silenciosa, con los ojos fijos en mí, en la escena que con él hube de arrostrar;
se presentó... y estuvimos hablando juntos a lo largo de una insólita hora.
Lance hizo aún una pausa, y de nuevo se sondearon el
uno al otro durante unos instantes. Entonces, una luz súbita, que lo hizo
palidecer, iluminó a Peter:
—¿Ella lo sabe?
—Ella lo sabe. Me lo confesó todo... para pedirme a mí
tan sólo eso, como dijo ella: eso de lo cual ella ha sido capaz. Ella siempre,
siempre lo ha sabido —dijo Lance, sin piedad.
Peter quedó mudo un largo rato, durante el cual su
ahijado habría podido escuchar su silencioso gemido profundo y, si le hubiese
puesto encima una mano, habría podido advertir en él la vibración de una
prolongada exclamación reprimida. Para cuando Peter habló, por último, ya había
apurado su cáliz:
—En tal caso, me doy cuenta de con cuánta pasion...
—¿Verdad que es prodigioso? —dijo Lance.
—Prodigioso —musitó Peter.
—¡Conque si todo su esfuerzo por alejarme de París no
tenía otro fin que el de preservar mi ignorancia...! —exclamó Lance con un gesto
que simbolizó elocuentemente el fracaso de aquella tentativa.
Habría podido ser dicho fracaso lo que Peter pareció
contemplar detenidamente por unos momentos.
—¡Creo que sobre todo (sin que fuese yo consciente de
ello en su momento) tenía el fin de preservar mi ignorancia! —repuso finalmente
éste, apartando el semblante.
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