Henry James
(Nueva York, 1843 - Londres, 1916)
La venganza de Osborne (1868)
(“Osborne’s Revenge”)
Originalmente publicado en la revista The Galaxy, vol. 6 (julio de 1868), págs. 5-31;
Eight Uncollected Tales of Henry James [póstumo]
(edited with an introduction by Edna Kenton)
(New Brunswick: Rutgers University Press, 1950, 314 págs.)
I
Philip Osborne y Robert Graham eran amigos íntimos. Este último había ido a pasar el
verano en ciertos manantiales medicinales en las afueras de Nueva York, el recurso a los
cuales había sido prescrito por su médico. En cambio, Osborne —de profesión abogado y
con una clientela en veloz aumento— había quedado confinado a la ciudad y había
aguantado que junio y julio pasaran no inadvertidos, bien lo sabe Dios, aunque sí
enteramente inapreciados. Hacia mediados de julio comenzó a intranquilizarse al no
recibir noticias de su amigo, habitualmente el mejor de los corresponsales. Graham
poseía un cautivador talento literario, y sobrado tiempo libre, por carecer de familia y de
ocupación. Osborne le escribió preguntándole el motivo de su silencio y solicitándole una
pronta respuesta. Al cabo de unos días recibió la siguiente carta:
QUERIDO PHILIP: Mi salud actual es, como conjeturaste, insatisfactoria. Estas
infernales aguas no me han sentado nada bien. Al contrario: me han envenenado.
Me han envenenado la vida, y por Dios que desearía no haber venido nunca a
ellas. ¿Recuerdas la “Dama Blanca” de El monasterio, que se le aparecía al
protagonista en el manantial? Hay una igual aquí, en este manantial... que como
ya sabes tiene sabor a azufre. Juzga la índole de la joven. Me ha embrujado y no
consigo librarme de su hechizo. Pero me propongo intentarlo otra vez. No pienses
que estoy chiflado, sino espera a verme la semana próxima. Siempre tuyo:
R. G.
El día posterior a la recepción de esta carta, Osborne conoció, en casa de una amiga
retenida en la ciudad por la enfermedad de uno de sus hijos, a una mujer que acababa de
llegar de la comarca donde Graham había asentado sus reales. Dicha mujer, de nombre
señora Dodd y viuda, había visto mucho al joven y al referirse a él puso una cara muy
larga e hizo cobrar una rara expresión a su mirada. Percatándose de que estaba dispuesta
a ser confidencial, Osborne maniobró para que pudiera conversar con él en privado. Ella
le aseguró, desde detrás de su abanico, que su amigo estaba muriéndose a causa de su
destrozado corazón. Había que hacer algo. En resumen la historia era ésta. Graham había
trabado conocimiento, a principios del verano, con una joven, una tal señorita Congreve,
que se alojaba en la vecindad con una hermana casada. No era guapísima, pero sí
inteligente, graciosa y agradable, y de inmediato Graham se enamoró de ella. Ella había
alentado sus avances, según sabían todos los amigos de ambos, y al cabo de un mes —en
los pequeños balnearios se desarrolla muy rápido cualquier asunto del corazón— su
compromiso, aunque todavía no anunciado, se esperaba de un momento a otro. Pero en
este punto había hecho su aparición en la pequeña sociedad uno de cuyos más brillantes
ornatos era la señorita Congreve, un extraño —un tal señor Holland, procedente del Oeste—,
hombre de idéntica edad que Graham pero de más favorecida presencia. Sin importarle la
circunstancia de que notoriamente los afectos de la joven ya tuvieran destinatario, al punto había comenzado a cortejarla. Igualmente despreocupada de la susodicha
circunstancia, Henrietta Congreve había sido toda sonrisas, toda seducción. En el
transcurso de una semana, de hecho, progresivamente había transferido sus favores del
antiguo enamorado al nuevo. Graham había sido abandonado a su propia suerte: ella
había cesado de mirarlo, de hablarle, de pensar en él. Pese a ello Graham continuaba en el
balneario, como si hallara una especie de fascinación en sentirse herido y en ver juntos a
la señorita Congreve y a Holland. Además, sin duda deseaba que la gente pensara que,
por buenas razones, la joven había dejado de interesarlo y por consiguiente él no era
quien tenía por qué ocultarse. Era orgulloso, lacónico y reservado, mas sus amigos no
tuvieron dificultad en percibir que su dolor era intenso y que su herida era casi mortal. La
señora Dodd declaró que, a menos que fuese distraído de su pesar y apartado del contacto
con los diversos escenarios y objetos que le recordaban su desdichada pasión —y, sobre
todo, privado de la diaria oportunidad de observar a la señorita Congreve—, no respondía
de su salud mental.
Osborne no dejó de tener en cuenta las posibles exageraciones. A toda mujer,
reflexionó, le gusta mucho hinchar las historias... máxime cuando se trata de historias
tristes. Pese a ello se sintió muy ansioso y en el acto escribió una larga carta a su amigo,
preguntándole hasta qué punto era cierta la pequeña novela de la señora Dodd y
apremiándolo para que sin pérdida de tiempo regresara a la ciudad, donde, si era
sustancialmente cierta, podría procurar distraerse. Graham contestó presentándose en
persona. Al principio, Osborne se sintió francamente aliviado. Su amigo tenía un aspecto
más saludable y robusto que desde hacía meses. Pero, al ponerse a conversar con él, lo
encontró convertido moralmente, cuando menos, en un triste minusválido. Se mostraba
apático, abstraído y enteramente inactivo de alma. Con desaliento Osborne comprobó que
no reaccionaba ante sus tentativas de interrogatorio ni sus manifestaciones de simpatía.
Por naturaleza Osborne no guardaba respeto a las aflicciones sentimentales. No era
hombre que suavizara sus pisadas porque su vecino de abajo guardara cama a causa de un
corazón destrozado. Mas se percató de que no serviría de nada hacerle chistes al pobre
Graham y de que éste era completamente inaccesible al contagio de la alegría. Graham le
suplicó que no lo creyese malsano o indiferente a su amabilidad y que le permitiese no
hablar de su problema hasta haberlo superado. Había resuelto olvidar. Cuando hubiere
olvidado —al modo en que se olvidan semejantes cosas—, cuando por lo menos hubiere
logrado verlo como algo tolerablemente perteneciente al pasado, entonces le contaría
todo sobre ello. En el momento presente había de ocupar sus pensamientos con otra cosa.
Era arduo decidir lo que hacer. Era arduo irse de viaje sin un objetivo. Y sin embargo el
calor insoportable tornaba imposible que se quedara en Nueva York. Podía irse a
Newport.
—Un momento —dijo Osborne—. ¿La señorita Congreve se ha ido a Newport?
—No que yo sepa.
—¿Ni pensaba irse allí?
Graham se quedó callado.
—¡Santo cielo! —exclamó, por último—. ¡Impídemelo! Todo lo que quiero es verlo vedado
para mí. Yo no soy capaz de impedírmelo. ¿Alguna vez habías visto a un ser humano tan
degradado? —añadió, con una sonrisa espantosa—. ¿Adónde puedo ir?
Philip se acercó a su mesa y empezó a revolver en un fajo de papeles atado con una
cinta roja. Escogió varios de estos documentos y los colocó aparte. Después, volviéndose
hacia su amigo, le dijo mirándolo a los ojos:
—Vas a ir a Minnesota. —La propuesta iba en serio y, en virtud de la misma seriedad de
su intención, a Osborne le habría gustado ver a Graham oponer alguna resistencia. Mas
éste continuó sentado mirándolo con una expresión solemne que (a la luz de posteriores
acontecimientos) arrojó una lúgubre sombra sobre todo el episodio. “¡Diantres! —pensó
Osborne—. ¿Es que se ha quedado atontado?” Y dijo en voz alta—: Lo que necesitas es
tener algo en que pensar. Un hombre ocioso no puede esperar curarse de semejantes
cuitas. Tengo algunos asuntos que solucionar en St. Paul y sé que si les consagras tu
atención estás tan capacitado para resolverlos como el que más. Es un encargo sencillo,
pero requiere una persona digna de confianza. Conque dependeré de ti.
Graham se aproximó para coger los documentos y los ojeó maquinalmente.
—No te preocupes por ellos ahora —dijo Osborne—; ya es más de medianoche: debes
marcharte a la cama. Mañana por la mañana te pondré au fair y pasado mañana, si
aceptas, saldrás de viaje.
A la mañana siguiente Graham pareció haber recobrado una parte considerable de su
antigua jovialidad. Habló de cosas impersonales, se rió y durante un par de horas semejó
haberse olvidado de la señorita Congreve. Osborne empezó a dudar de que fuera
necesario el viaje, y se alegró de poder pensar, posteriormente, que había expresado sus
dudas, y que su amigo las había rebatido enérgicamente y había insistido en que le
explicara la misión. Se enteró, a plena satisfacción de Osborne, y emprendió viaje por el
país.
Durante la siguiente semana Philip estuvo tan atareado con su trabajo que le quedó
poquísimo tiempo para pensar en el éxito del cometido de Graham. Antes de que
finalizara aquella quincena recibió la siguiente carta:
QUERIDO PHILIP: Heme aquí, salvo pero cualquier cosa menos sano.
No sé qué pensar de ello, pero el caso es que se me han olvidado por completo los términos de mi embajada. De ningún modo consigo acordarme de
qué tengo que hacer o decir, y ni los documentos ni tus notas me sirven de
recordativo. Día 12: Ayer escribí hasta aquí y luego salí a dar una vuelta
para aclarar mis pensamientos. Los he aclarado, y de una vez para
siempre. ¿Me comprendes, queridísimo Philip? No me taches de loco, ni
de sacrílego, ni de nada que únicamente exprese tu irritación e intolerancia, sin antes proyectar un rayo de luz sobre el estado de mi mente. Sólo
puede entenderlo quien lo haya experimentado, y quien lo haya experimentado sólo puede hacer lo que voy a hacer yo. La vida ha perdido no ya
su encanto —sin el cual yo podría pasarme perfectamente—, sino su sentido.
Viviré en tu recuerdo y en tu afecto, lo cual es harto mejor que vivir en mi
autodesprecio. Hasta siempre.
R. G.
Tres días después Osborne se enteró de las circunstancias de la muerte de su amigo, por
intermedio de su corresponsal en St. Paul: la persona a quien había sido enviado Graham.
El infeliz se había pegado un tiro en la cabeza en su habitación del hotel. Había dejado dinero y escrito instrucciones para la disposición de sus restos: instrucciones que fueron,
por supuesto, respetadas. Como Graham no tenía ningún pariente cercano, el efecto de su
muerte quedó restringido a un estrecho círculo: el círculo, puedo decir, de la amplia
personalidad de Philip Osborne. Los dos jóvenes habían estado unidos por una amistad
casi apasionada. Ahora que Graham había cesado de existir, Osborne cobró conciencia de
la fuerza de este vínculo: comprendió que le había importado más que cualquier otro lazo
humano. Se habían tratado diez años y su intimidad había crecido conforme ellos crecían
durante el período más activo de sus vidas. Se había fortalecido desde dentro y desde
fuera por el compartido goce de muchísimos placeres, la experiencia de muchísimos
vaivenes, el intercambio de muchísimos consejos, muchísimas confidencias y
muchísimas pruebas de mutuo afecto, hasta tal punto que ambos habían llegado a
considerar aquella amistad como la única certidumbre en la existencia, el único hecho fijo
en un mundo cambiante. Tal como frecuentemente sucede con los amigos íntimos, eran
totalmente diferentes en carácter, gustos y apariencia. Graham era tres años mayor,
delgado, bajito, frágil de salud, sensible, indolente, antojadizo, generoso y desde luego de
una arcilla mucho más delicada que su amigo, como éste último, por lo demás, sabía
perfectamente. A menudo su intimidad era un enigma para los observadores. A los
extraños no se les alcanzaba cómo Osborne había puesto su afecto en un insignificante
gandul valetudinario que, en las reuniones, hablaba con monosílabos, en voz muy baja, y
se daba aires de alguien a quien la naturaleza hubiera otorgado derecho a ser exigente sin
jamás haber dado golpe. Por su lado, los partidarios de Graham, que preponderantemente
eran mujeres (lo cual, por cierto, lo absuelve tajantemente de la acusación eventualmente
formulada contra él de ser “afeminado”), eran de todo punto incapaces de discernir los
motivos de su interés por un prosaico abogado laborioso que se dirigía a una mujer
encantadora como si exhortase a un jurado de tenderos y enterradores y consideraba el
universo como un vasto “caso”. Esta versión de la mentalidad y los modales de Osborne
era demasiado satírica para resultar enteramente justa y sin embargo era aceptable en
cuanto tentativa de describir a una figura en acentuado contrate con el pobre Graham. En
todos los respectos Osborne era un tipo grande. Tenía más de un metro noventa de estatura, con el tórax de un campeón de boxeo y una brillante tez morena que resistía con éxito
la acción deletérea de una vida sedentaria. Era, de hecho, sin un ápice de vanidad, un
hombre especialmente guapo. Su carácter correspondía a su persona o, como podría
decirse, continuaba y completaba a ésta última, y su idiosincrasia cumplía la promesa de
su carácter. Era todo de una pieza: todo salud y anchura, capacidad y energía. Una vez
Graham le había dicho a su amigo con alguna brutalidad —pues pese a su débil vocecilla
Graham decía cosas mucho más brutales que Osborne, igual que las decía mucho más
finas—, le había dicho que trabajaba con una energía caballar y quería con una lealtad
perruna.
Teóricamente, el remedio de Osborne para las congojas espirituales era el trabajo.
Reduplicó la atención que consagraba a sus asuntos profesionales y luchó por resignarse,
de una vez para siempre, a su pérdida. Mas descubrió que su pena era mucho más fuerte
que su voluntad y la sintió negarse obstinadamente a apaciguarse sin algún acto de
sacrificio o devoción. Osborne tenía un corazón esencialmente bueno y sobrada piedad y
caridad hacia los entes que la merecían; pero en el fondo de su alma había un pozo de
amargura y rencor que, cuando su naturaleza era fuertemente sacudida por una sensación
de injusticia, infaliblemente fermentaba y aumentaba de nivel y finalmente anegaba su
conciencia. Estas amargas aguas se habían agitado, y notaba que subían rápidamente.
Con contumaz iteración sus pensamientos pasaban de la muerte de Graham a la joven que
figuraba en el prólogo de la tragedia. En su pecho sentía una salvaje necesidad de odiarla.
Durante estos días los amigos de Osborne observaron que su aspecto no tenía nada de
plácido; y si no hubiese sido una tan excelente persona, fácilmente habría podido pasar
por un bruto insoportable. El sufrimiento no lo atemperaba ni lo ablandaba: lo exasperaba. Le parecía que la justicia clamaba a gritos que Henrietta Congreve debía ser
enfrentada a las consecuencias de su frivolidad y obligada a llevar eternamente en el
pensamiento, en todo el horror de un suicidio, la imagen de su desdichada víctima.
Osborne estaba, tal vez, equivocado, pero era ciertamente sincero; y es una prueba
concluyente del poder de un afecto genuino el que aquel intelecto sano fuese llevado, en
interés de otra persona, a inclinarse por un proyecto que un tal intelecto habría debido
estimar entera y ridículamente impotente para aquietar la dignidad herida de su propio
poseedor. Osborne debía de querer muchísimo a su amigo para no juzgarlo un insensato
desquiciado. Verdad es que siempre lo había compadecido tanto como lo había apreciado,
si bien las incontestables dotes y virtudes de Graham habían mantenido en último término
aquel sentimiento. Ahora que Graham había desaparecido, la compasión era lo que más
salía a la superficie y se empecinaba en moverlo a una despiadada desestimación de todos
los alegatos atenuantes en favor de la acusada. Fue increíble que, al menos por algún
tiempo, no atendiera a ninguna razón excepto a que Graham había sido ignominiosamente traicionado y la luz de su vida se había visto gratuitamente extinguida.
Halló imposible quedarse cruzado de brazos. A decir verdad, el mayor de sus esfuerzos
no podría devolverle la vida a Graham; pero por lo menos podría desahogar su propia
bilis y obtener el consuelo de ver recibir su merecido a la señorita Congreve. No se sentía
capaz de trabajar. Durante tres días callejeó de un desconsolado modo iracundo. El
tercero de esos días, fue a hacer una visita a la señora Dodd, gracias a la cual se enteró de
que la señorita Congreve se había ido a Newport, a alojarse con una segunda hermana
casada. Volvió a su casa a preparar una maleta y —sin saber exactamente para qué, únicamente impelido por la sensación de que hacer esto ya era hacer algo y ponerse en vías
de hacer aún más— embarcó con destino a Newport.
II
Su primera pregunta nada más arribar, al ir a ver a varios de sus amigos y encontrarse
con una serie de conocidos, fue sobre el domicilio y las costumbres de la señorita
Congreve. Descubrió que era muy poco famosa. Se alojaba con su hermana, la señora
Wilkes, y hasta ahora había hecho nada más que una sola aparición en público. La señora
Wilkes, aparte, según lo informaron, estaba enferma y llevaba una vida muy retirada. Él
se cercioró de la ubicación de la casa y se dio la satisfacción de pasearse ante ella. Era un
hermoso lugar, en una callecita a trasmano, caracterizado por diversos indicios de riqueza
y comodidad. Oyó, mientras paseaba, a través de las cerradas persianas de la ventana del
salón, el sonido de una alta voz melodiosa que trinaba y gorjeaba con el acompañamiento
de un piano. Osborne no sentía afición por la música, mas se detuvo a escuchar y,
mientras así hacía, recordó la pasión de Graham por este precioso arte y se figuró que
aquéllos eran los mismos acentos que seductoramente lo habían precipitado a su
perdición. ¡Pobre Graham!: también aquí, como en todo, había demostrado su buen gusto.
La cantante descargó una magnífica salva de gorgoritos y floreos y quedó silenciosa.
Osborne, creyendo percibir un movimiento de los listoncillos de la persiana, se alejó
morosamente. Un par de días después se encontraba vagando, solitario y desolado, por la
larga avenida que discurre paralela a los acantilados de Newport, los cuales, como todo el
mundo sabe, pueden ser alcanzados en cinco minutos de paseo desde cualquier punto de
dicha avenida. Llevaba casi una semana, ya, en el campo de batalla, pero estaba tan lejos
de su venganza como el primer día. Su insatisfecho deseo obsesionaba sus pasos y se
cernía de un modo fantasmal sobre unos pensamientos que el constante contacto con
viejos amigos y nuevos, y con el ameno espectáculo de una turba heterogénea de
buscadores de placer y proveedores de placer, habría podido tornar libres y felices. A
Osborne le gustaba mucho el mundo y, aunque no abjuraba de su resentimiento, sin
embargo tácitamente lo consideraba una especie de aguafiestas. También le gustaba la
naturaleza y, entre una afición y otra, en determinados momentos se avergonzaba de su
rencor. De cualquier manera, experimentó una grata sensación de alivio cuando, mientras
proseguía su caminata por esta sagrada travesía de moda, tuvo un atisbo de la profunda
extensión azul del océano brillando al final de una bocacalle. En el acto se encaminó
hacia los acantilados. En el punto donde terminaba dicha calle halló un birlocho abierto,
cuyos ocupantes no parecían estar a la vista. Dejando atrás este carruaje, llegó a un sitio
donde la cima del acantilado se comunicaba con la playa por medio de un empinado
sendero. Descendió tal sendero y se halló al nivel de la amplia extensión de arena y la
velozmente creciente marea. El viento soplaba fresco desde el mar y las olas se agitaban
en un muchedumbroso clamor líquido. En cuestión de instantes Osborne sintió un notable
regocijo espiritual. Aún no había avanzado muchos pasos bajo la influencia de este sentimiento gozoso cuando, al sortear un pequeño saliente del acantilado, acertó a divisar un
espectáculo que lo hizo reaccionar con presteza. Sobre una ancha roca lisa en medio del
agua, a una docena de metros de la orilla, había un niño de unos cinco años —un guapo
muchacho, rubio y bien vestido— pataleando y retorciéndose las manos en una manifiesta
agonía de terror. Era fácil comprender la situación. El niño se había aventurado hasta la
roca mientras el agua estaba todavía baja, y se había entretenido tanto hurgando con su
palita de madera entre los ricos depósitos marinos de su superficie, que no se había
percatado del avance de las olas, las cuales ahora habían cubierto por entero el espacio intermedio y rugían y rompían entre él y la playa. El pobrecillo gritaba al viento y a las
aguas, completamente incapaz de responder a las voces de interrogación y de consuelo de
Osborne. Mientras tanto, éste se dispuso a traerlo a la playa. Con cierto desagrado vio que
el espacio hasta la roca era demasiado extenso para cruzarlo de un salto, y sin embargo,
ya que en cualquier instante podían reaparecer los acompañantes del niño, en forma de
despistadas mujeres inoportunas, juzgó imprudente quitarse ninguna de sus prendas de
ropa. En consecuencia se adentró en el agua vestido, se abrió camino hasta la roca, cogió
al niño y finalmente lo devolvió a terra firma. Lo notó temblar en sus brazos como un pájaro asustado. Lo depositó en el suelo, lo consoló y le preguntó qué había sido de sus
guardianes.
El niño señaló hacia una roca a cierta distancia, muy debajo del acantilado, y Osborne,
siguiendo la dirección de su mano, distinguió lo que parecía ser el sombrero
empenachado de una dama sentada al otro lado de la roca.
—Allí está tía Henrietta —dijo el niño.
—Tía Henrietta se merece una regañina —dijo Osborne—. Ven, vamos a propinársela. —Y
cogió de la mano al niño y lo condujo hacia su culpable parienta. Cruzaron la playa hasta
contornear la roca y se aproximaron de frente a la mujer. Ante el ruido de sus pisadas
sobre las piedras, ella alzó la cabeza. Era una joven, sentada sobre un canto rodado, con
un cuaderno en el regazo, por lo visto absorta en el arte de dibujar. Percibiendo de un
solo vistazo que había sucedido algo inhabitual, se puso en pie y se guardó el cuaderno en
el bolsillo. Los mojados pantalones de Osborne y las salpicadas ropas y alterada
fisonomía del niño denunciaban la índole del desastre. Le tendió los brazos a su sobrinito.
Él se desasió de la mano de Philip y corrió a arrojarse al cuello de su tía. Ella lo alzó y lo
besó a la par que miraba interrogativamente a Osborne.
—No he podido evitar asegurarme de que su sobrino llegaba en perfectas condiciones
hasta usted —dijo éste último, quitándose el sombrero—. Ha vivido una terrible aventura.
—¿Qué ha pasado, cielito? —exclamó la joven, tornando a besar el pálido rostro del
pequeño.
—¡Él se ha metido en el agua para rescatarme! —gritó el niño—. ¿Por qué me has
abandonado allí?
—¿Qué ha ocurrido, señor? —preguntó la joven, en tono algo autoritario.
—Al parecer usted lo había abandonado sobre aquella roca, señora, con un brazo de mar
entre él y la orilla lo bastante hondo como para que se ahogara. Yo me he tomado la
libertad de sacarlo de allí. Pero está más asustado que lastimado.
La joven tenía un pálido rostro y oscuros ojos. En sus facciones no había gran belleza;
pero ya Osborne había advertido que eran extraordinariamente expresivas e inteligentes.
El rostro femenino enrojeció un poco y sus ojos relampaguearon: lo primero, le pareció a
Philip, con mortificación por su propia negligencia, y lo segundo con irritación ante el
implícito reproche del tono masculino. Pero tal vez él se equivocara. Ella se sentó en la
roca con el niño en sus rodillas, besándolo repetidamente y abrazándolo con una especie
de convulsiva presión. Cuando alzó la mirada, los relámpagos de sus ojos se habían
derretido en un par de lágrimas. Percatándose de que Philip era un caballero, pronunció
algunas palabras de autojustificación. Constantemente había vigilado al niño y
únicamente en los últimos minutos había dejado concentrarse su atención en otro
menester. Sus excusas fueron interrumpidas por la llegada de una segunda joven —por lo
visto una niñera— que surgió desde detrás de las rocas próximas llevando de la mano a una
niña. Instintivamente, su mirada se posó en las mojadas ropas del niño.
—¡Oh! ¡Señorita Congreve —exclamó, en el más genuino estilo de una niñera—, ¿qué va a
decir la señora Wilkes?!
—Dirá que le está agradecidísima a este caballero —dijo la señorita Congreve, con
decisión.
Philip había estado contemplando a la joven mientras hablaba, forzosamente
impresionado ante su rostro y sus modales. En su aspecto detectaba una peculiar
conjunción de modestia y franqueza, de lozanía juvenil y elegante amaneramiento, lo cual
sugería unas vagas posibilidades de posterior relación. Ya había estimado agradable
observarla. Durante diez días había estado buscando a una muchacha malvada y resultaba
un momentáneo alivio hallarse de sopetón frente a frente con una muchacha encantadora.
El apóstrofe de la niñera había sido como una descarga eléctrica.
Es de suponer, pese a ello, que logró disimular su sorpresa, por cuanto la señorita
Congreve no dio ningún indicio de haber percibido su respingo. Aludió un tanto
tardíamente al deplorable estado de sus ropas. Le imploró que hiciera uso de su carruaje,
el cual encontraría junto al acantilado, para regresar prestamente a su casa. Él le dio las
gracias pero declinó su ofrecimiento, declarando que prefería caminar. Le tendió la mano
a su amiguito para despedirse de él. La señorita Congreve dejó libre al niño, quien se
acercó a Philip y le estrechó la mano.
—Dentro de algún tiempo —dijo Osborne— tú también tendrás piernas largas y el agua ya
no te dará miedo. —Le hablaba al niño, pero miraba intensamente a la señorita Congreve,
quien, acaso, pensó que él estaba reclamando alguna expresión formal de gratitud.
—Su madre —dijo ella— tendrá el placer de darle las gracias a usted.
—La molestia —dijo Osborne—: una molestia absolutamente innecesaria. Lo mejor que
podría usted hacer —agregó, con una sonrisa (pues, increíblemente, llegó a sonreírle)— es
no contarle nada.
—Si yo atendiera únicamente a mis propios intereses —dijo la joven, con una traviesa luz
en sus ojos oscuros—, claro está que mantendría quieta la lengua. Pero espero que mi
pequeña víctima no sea tan desagradecida como para prometer guardar silencio.
Osborne se envaró; pues esto era más o menos un cumplido. En silencio hizo una
inclinación y echó a andar de vuelta a casa con ritmo rápido. Al día siguiente recibió esta
nota por correo:
La señora Wilkes desea agradecerle muy calurosamente al señor Osborne el
pronto y generoso alivio brindado a su hijito. Lamenta que el paseo del señor
Osborne se viera interrumpido y espera que sus esfuerzos no le acarrearan
ninguna consecuencia ingrata.
Acompañaba a la nota un pañuelo con el nombre de Philip, quien recordó habérselo
dado al niño para que se secara las lágrimas. Su contestación fue, por supuesto, breve:
El señor Osborne desea asegurarle a la señora Wilkes que exagera la
importancia del servicio hecho a su niño y que él no tiene ningún motivo para
lamentar su muy insignificante intervención. Se toma la libertad de presentarle sus
respetos al señorito Wilkes y de esperar que se haya recobrado de sus penosas
sensaciones.
Lógicamente la correspondencia no pasó de ahí, y durante algunos días no fue arrojada
ninguna luz adicional sobre la señorita Congreve. Ahora que Philip se había encontrado
con ella cara a cara, descubriendo que era una muchacha normal —una joven inteligente,
sin duda, pues lo parecía, y también agradable— pero en último término una simple
damisela, respetuosa de las convenciones, con un rostro bastante inocente e incluso un
poco triste y un par de hermosos niños que la llamaban “tía” y a quienes, a decir verdad,
en un momento de entusiástica devoción por la naturaleza y el arte, dejaba a merced de
las olas, aunque luego los besara y consolara y tratara con toda la debida ternura..., ahora
que había conocido a la señorita Congreve bajo estas circunstancias, notaba que su
misión apremiaba menos a su conciencia. Idealmente ella había sido repulsiva; a la hora
de la verdad, era una persona a la cual, de no haberse obligado a sí propio a detestarla, le
habría parecido muy grato apreciar. Había quedado humanizada, a su modo de ver, por la
mera contingencia de ser de carne y hueso. De ninguna manera Philip estaba preparado
para abandonar su resentimiento. El fantasma del pobre Graham se erguía lúgubre e insistente en su recuerdo y avivaba la vacilante llama. Pero resultaba problemático conciliar a
la protagonista de sus anhelos vengadores con la protagonista de la breve escena en la
playa, y adaptar esta inofensiva figura, a su vez, al color de su afán justiciero. Una docena
de asuntos conspiraron para impedirle tomar una decisión definitiva y para ponerlo de
relativamente buen humor. Recibió invitaciones a diestro y siniestro; holgazaneó y se
bañó, y conversó, y fumó, y cabalgó, y cenó fuera, y vio una interminable sucesión de
caras nuevas, y en resumidas cuentas redujo las vestiduras de su ánimo externo a un traje
de muy jovial semiluto. Y todo esto, además, sin ninguna sensación de deslealtad a su
amigo. Por muy sorprendente que parezca, jamás Graham había semejado tan vivo como
ahora que estaba muerto. En carne mortal, no había poseído sino una semivitalidad. Su
espíritu había estado exquisitamente pronto, pero su carne había sido fatalmente débil. En
el mejor de los casos era un hombre frustrado, decepcionado. Lo cálido y activo era su
espíritu, sus afectos, sus simpatías y percepciones, y Osborne fue consciente de haber sido
el heredero único de estas cosas. Sintió henchírsele el pecho con una saludable conciencia
de la magnitud de su herencia, y con cada día que pasaba notaba menores deseos de
invocar al pobre Graham en rincones oscuros y llorarlo en lugares solitarios. Merced a
una única solemne asimilación irrevocable, había puesto su recio organismo y su enérgica
voluntad bajo las órdenes de las virtudes de su amigo. Conque, al descubrir que su
incursión se convertía en unas vacaciones, estiró sus largos brazos y con un perezoso
bostezo susurró “Amén”.
Antes de que transcurriera una semana desde su encuentro con la señorita Congreve,
acudió con un amigo a cierta función teatral de aficionados que se celebraba en casa de
una dama de gran predicamento social. La función constaba de dos obras, la primera de
las cuales fue tan sosa y burda que nada más descender el telón Philip se dispuso a huir,
juzgando que fácilmente hallaría algún modo menos inoperante de pasar el resto de la
velada. Mientras recorría el estrecho pasillo entre los asientos y la pared del salón, rozó el
brazo de una dama haciendo caer el programa impreso que sostenía la mano de ésta. Al
agacharse a recogerlo, su mirada reparó en el nombre de la señorita Congreve, que
figuraba entre los que iban a actuar en la segunda pieza. Inmediatamente volvió sobre sus
pasos. Empezó la obertura, otra vez se alzó el telón y en el escenario aparecieron varias
personas, embellecidas con los polvos y lunares del siglo anterior. Por fin, entre estentó—
reas aclamaciones, apareció en el papel protagonista la señorita Congreve, empolvada y
enlunarecida a la perfección. Hacía el papel de una joven condesa —viuda y en un apuro
asaz interesante— que era, por legítimos motivos histriónicos, irresistiblemente bella.
Estaba ataviada, maquillada y adornada con gran destreza y excelente gusto. Parecía
salida del marco de uno de aquellos deliciosos retratos al pastel de hermosas damas de la
época de Luis XV, como los que los guías enseñan en los palacios franceses. Pero es que
no sólo era toda gracia y elegancia y finesse: poseía dignidad; se ponía seria en
determinados momentos, y severa; fruncía el ceño e impartía órdenes; y, cuando así lo re—
quería la ocasión, derramaba las más espontáneas de las lágrimas. A todas luces la
señorita Congreve era una auténtica artista. Jamás Osborne había presenciado una
interpretación mejor... ni siquiera una igual de buena; pues aquí había una actriz que a un
tiempo era una verdadera dama y una consumada maestra de los efectos dramáticos. El
público estaba entusiasmado hasta el delirio, y los compañeros de reparto de la señorita
Congreve pasaban casi inadvertidos. La guapa señorita Latimer, célebre entre la buena
sociedad por su rostro y su figura, quien hacía de coprotagonista femenina, se vio
obligada temporalmente a quedarse sin figura y sin rostro. En los programas la obra
figuraba como adaptada del francés “específicamente para la ocasión”; así que, cuando el
telón descendió por última vez, muy alborozadamente los espectadores pidieron a voces
la presencia del adaptador. Transcurrió algún rato antes de que la petición fuese atendida,
cosa que los espectadores interpretaron como una provocación a su curiosidad. Por
último, un hombre surgió desde detrás del telón y manifestó que la versión de la pieza
que sus compañeros habían tenido el honor de representar se debía a la dotada pluma de
la joven que se había granjeado sus aplausos en el papel protagonista. Ante esta
declaración, una docena de entusiastas alzaron sus voces reclamando la presencia de la
señorita Congreve; pero el hombre atajó el griterío anunciando que ya había abandonado
la casa. Esto no era cierto, como posteriormente supo Osborne. Henrietta estaba sentada
en un sofá entre bastidores, esperando su carruaje, acariciando un inmenso ramo de flores
y escuchando con una exhausta sonrisa los cumplidos... no de la señorita Latimer, que
comía un pastel sentada junto a su madre, quien miraba de un modo enemistoso a aquella
feísima y espantosamente lisa señorita Congreve.
Osborne regresó a su alojamiento caminando emocionado y apasionado, pero
francamente desconcertado. Le parecía que había echado la cuenta sin la huéspeda y que
la inconstante novia de Graham no era una persona que pudiera ser desdeñada ni anonadada. No sabía qué pensar de ella. Destrozaba los corazones de los hombres y trastornaba
sus cerebros; dejaba la impronta de su genio en todo cuanto tocaba. Era una coqueta, una
música, una dibujante, una actriz, una autora: un prodigio. ¿De qué materia estaba hecha?
¿Qué había sido de su corazón y su conciencia? Se pintaba la cara y jugueteaba entre
candilejas y flores despertando el aplauso de un millar de manos mientras el pobre
Graham yacía aprisionado en el silencio eterno. Osborne se sintió desafiado en su amor
propio. Arrancar una contrita lágrima de aquellos ojos profundos y encantadores era toda
una tarea para un hombre inteligente.
Las obras habían sido representadas un miércoles. El sábado siguiente Philip fue
invitado a participar en una jira campestre organizada por la señora Carpenter, la dama
que había ofrecido la función y que sentía una verdadera pasión por las reuniones
sociales. Las personas a las que esta vez había reclutado habían de dirigirse por vía
acuática a un determinado paraje bucólico consagrado por la naturaleza para las jiras
campestres, y allí almorzarían sobre la hierba, bailarían y jugarían a las prendas. Fueron
transportadas en dos grandes barcazas y durante el trayecto Philip conversó un rato con la
señora Carpenter, quien le pareció una muy cordial persona locuaz. En el extremo de la
barcaza en que, junto a su anfitriona, había ocupado un sitio, aquél vio a una joven que
llevaba un vestido blanco y se cubría el rostro con un tupido velo azul. A través del velo,
dirigida hacia su propia persona, percibió la insistente mirada de dos hermosos ojos
oscuros. Durante unos instantes fue incapaz de reconocer a su propietaria; mas la incerti—
dumbre se disipó sin tardanza.
—Observo que ha invitado usted a la señorita Congreve —le dijo a la señora Carpenter—, la
actriz de la otra noche.
—Sí —dijo la señora Carpenter—, logré persuadirla de que viniera. Desde el miércoles se ha
puesto de moda.
—¿Se resistía a venir? —preguntó Philip.
—Sí, al principio. Verá usted, es una modosa joven discreta; odia llamar la atención.
—La otra noche la llamó lo suficiente. Tiene un talento maravilloso.
—Maravilloso, maravilloso. Y sabe Dios de dónde lo habrá sacado. ¿Conoce usted a su
familia? Son las personas más realistas, menos dramáticas y menos imaginativas del
mundo... de ésas que tienen reparos contra el teatro por razones morales.
—Comprendo. Como no van al teatro, el teatro viene a ellas.
—Exactamente. Les está bien empleado. La señora Wilkes, la hermana de Henrietta,
montó en cólera al enterarse de que pensaba actuar en una función teatral. Pero ahora,
tras el éxito de Henrietta, lo comenta con todo el mundo.
Cuando la barcaza llegó junto a la orilla, fue tendido un tablón desde la proa hasta una
roca saliente, para comodidad de las damas. Philip permaneció al lado del tablón
ofreciéndoles la mano a éstas. La señora Carpenter fue la última en descender a tierra,
acompañada de la señorita Congreve, quien rehusó la ayuda de Osborne pero le dedicó
una pequeña inclinación de cabeza a través del velo. Media hora más tarde, nuevamente
Philip se halló al lado de su anfitriona y nuevamente habló sobre la señorita Congreve. La
señora Carpenter le advirtió que aquélla estaba muy cerca, entre un grupo de muchachas.
—¿Sabe usted —preguntó él, bajando la voz— si está prometida en matrimonio... o si lo ha
estado recientemente?
—No sé nada, no —dijo la señora Carpenter—. ¿Con quién? Aguarde un momento. Me
suena haber oído decir algo sobre este verano en Sharon. Tuvo una especie de amorío con
algún hombre, cuyo nombre no recuerdo.
—¿No sería Holland?
—Creo que no. El hombre a que me refiero la dejó por esa estúpida mujercita que es la
señora Dodd, quien no lleva ni seis meses de viudedad. Creo que su nombre era Graham.
Osborne prorrumpió en una carcajada tan ruidosa y abrupta que su compañera lo miró
con asombro.
—Discúlpeme —dijo él—. Eso no es así.
—Usted es quien formula preguntas, señor Osborne —dijo la señora Carpenter—, pero da la
impresión de saber más que yo sobre la señorita Congreve.
—Es muy posible. Verá usted, yo conocía a Robert Graham. —Las palabras de Philip
fueron pronunciadas con tal énfasis y resonancia que dos o tres de las muchachas del
grupo contiguo se volvieron para mirarlo.
—Ella lo ha oído —dijo la señora Carpenter.
—No se ha vuelto —dijo Philip.
—Eso demuestra lo que digo. Pensaba presentársela a usted, y ya no puedo.
—Gracias —dijo Philip—. Me presentaré yo mismo. —En su pecho Osborne notó todo el
ardor de su antiguo resentimiento. Su alma le gritó que esta joven perversa e insensible,
pues, no satisfecha con haber conducido al pobre Graham a su sacrílega autodestrucción,
había intrigado para que popularmente se pensara que se había suicidado acosado por
remordimientos de infidelidad. Decidió golpear mientras el hierro estaba candente. Pero,
aunque era un vengador, seguía siendo un caballero, conque se acercó a la joven
exhibiendo un semblante muy cortés.
—Si no me equivoco —dijo, quitándose el sombrero—, usted me ha hecho ya el honor de
reconocerme.
La inclinación de cabeza de la señorita Congreve, cuando descendía de la barcaza,
había sido tan evidentemente una señal de reconocimiento que Philip quedó sorprendido
ante la inexpresiva sonrisa con que ella acogió su comentario. En el intervalo había
ocurrido algo que la había hecho cambiar de idea. A Philip no se le ocurrió otro motivo
sino que accidentalmente lo había oído mencionar el nombre de Graham.
—Tengo la impresión —dijo ella— de haberlo visto en alguna parte; pero me confieso
incapaz de situarlo.
Osborne la miró unos instantes.
—No puedo rehusarme a mí mismo —dijo— el placer de preguntar por el señorito Wilkes.
—Ahora lo recuerdo a usted —se limitó a decir la señorita Congreve—. Rescató del agua a
mi sobrino.
—Espero que ya se le haya pasado el susto.
—Mi sobrino niega, creo, haberse asustado. Naturalmente, por la cuenta que me trae, yo
no lo contradigo.
Las palabras de la señorita Congreve fueron seguidas de una larga pausa, que no
pareció turbarla en lo más mínimo. Philip se sintió confundido ante su aparente
autodominio... por no darle una denominación peor. Teniendo en cuenta que ella llevaba
sobre su conciencia la muerte de Graham y que, al oír su nombre en labios de Osborne,
había debido comprender que éste último era aquel querido amigo sobre el cual Graham
le hablaría a menudo, desde luego estaba comportándose de un modo muy valeroso. Pero
¿de veras se habría enterado de la muerte de Graham? Por un instante Osborne le
concedió el beneficio de la duda. Pensó que obtendría una siniestra satisfacción de darle
la noticia. A fin de rendirle los debidos honores a la revelación, juzgó necesario apartar a
la joven de sus compañeras. Como resultara que ahora éstas últimas comenzaron a
dispersarse en subgrupos y parejas hacia la orilla, le propuso acompañarlo a dar un paseo
tierra adentro. La señorita Congreve miró en derredor a las otras muchachas como para
invitar también a alguna de ellas, pero ninguna parecía disponible. Conque lentamente
echó a caminar bajo la tutela de Philip, con una semidisimulada expresión de reticencia.
Philip comenzó por dedicarle un sustanciosísimo elogio a propósito de su actuación
teatral. Fueron unas palabras harto inconsecuentes, habida cuenta de su tesitura actual,
mas no pudo evitarlo. Tal vez era una joven tan malvada como la que más, pero su
interpretación era perfecta. Una vez pagado este pequeño tributo a la ecuanimidad, él
inició su empresa relativa a Graham:
—No me siento, señorita Congreve —dijo—, como si usted fuera una recién conocida. He
oído hablar mucho de usted. —Esto no era literalmente cierto, como recordará el lector.
Toda la información de Philip había sido adquirida en su media hora con la señora Dodd.
—¿A quién, si puede saberse? —preguntó Henrietta.
—A Robert Graham.
—Oh, sí. Estaba casi segura de que usted me hablaría de él. Recuerdo que él me habló de
una persona con el nombre de usted.
Philip estaba intrigado. ¿Sabía o no lo de la muerte de Graham?
—Creo que también usted lo conoció bastante bien —dijo él, algo perentoriamente.
—Tan bien como él me lo permitió; me pregunto si alguien llegó a conocerlo realmente
bien.
—Así, pues, está enterada de su muerte —dijo Philip.
—Sí, mediante él mismo.
—¿Mediante él mismo?
—Me escribió una carta, en sus últimos momentos, dejándome adivinar su próximo fin
más bien que anunciándolo claramente. Le contesté, especificando en el sobre que si mi
carta no era inmediatamente recogida por el destinatario, me la devolvieran por correo.
Me la devolvieron al cabo de una semana... Y ahora, señor Osborne —agregó la joven—,
permítame formularle un ruego.
Philip asintió.
—Le quedaré especialmente agradecida si no vuelve a hablarme del señor Graham.
Éste era un golpe para el cual no estaba preparado Osborne. Al menos tenía el mérito de
no andarse con rodeos. Osborne miró a su interlocutora. Había un tenue rubor en sus
mejillas y una expresión seria en su mirada. En su deseo patentemente no había habido
carencia de energía. Él comprendió que debía suspender las operaciones y atacar por otro
flanco. Pero transcurrieron unos instantes sin que consiguiera decidirse a acceder a su
ruego. Ella lo miraba aguardando una respuesta, y él sintió sobre su rostro los oscuros
ojos.
—Como usted quiera —terminó por decir, maquinalmente.
En silencio siguieron caminando durante algunos momentos. Entonces, encontrándose
súbitamente con una joven casada, a quien la señora Carpenter había puesto a su propio
servicio a guisa de lugarteniente, la señorita Congreve despidió a Philip, aduciendo un
débil pretexto, y se puso a hablar con esta mujer. Philip se alejó y por espacio de una hora
estuvo paseando a solas. Había sufrido una derrota, pero estaba dispuesto, ya que había
tenido que retroceder, a que esto le sirviera para dar un salto mayor. Durante la media
hora que Philip deambuló junto al agua, la negra nube suspendida sobre la cabeza de la
pobre señorita Congreve duplicó su portentoso volumen. Y, en efecto, desde el punto de
vista de Philip, ¿podía haber algo más aberrante y más cruel que el ruego de la joven?
Por último Osborne recordó que estaba negligiendo las obligaciones que le había
encomendado la señora Carpenter. Volvió sobre sus pasos y se encaminó al lugar
destinado al festín. La señora Carpenter lo llamó a su lado, dijo que llevaba una hora
buscándolo y, al enterarse de cómo había pasado él ese lapso, le dio un golpecito con su
quitasol, lo tildó de malvado y declaró que nunca volvería a invitarlo a ninguna de sus
reuniones. Después le presentó a su sobrina, una joven no muy crecidita, con quien él fue
a sentarse a la orilla. Encontraron poquísimo de que hablar. Osborne pensaba en la
señorita Congreve, y la sobrina, que era muy tímida y nerviosa, siendo todavía novata,
como quien dice, en la vida social, se sentía acobardada e intimidada por estar a solas con
un caballero tan alto y tan listo y tan guapo como Philip. Al cabo de un rato él le infundió
algo de confianza, empero, lanzando piedras de tal manera que rebotaran sobre la
superficie del agua para divertirla. Pero no paraba de pensar en Henrietta Congreve y al
final se animó a preguntarle a su compañera si la conocía. Sí, la conocía superficialmente;
mas no arrojó ninguna luz sobre el problema. Obviamente no poseía espíritu analítico y
era demasiado inocente para chismorrear. Se limitó a decir que creía que Henrietta era
portentosamente inteligente y que leía latín y griego.
—Inteligente, inteligente —dijo Philip—. No oigo decir otra cosa. Empezaré a creer que es
un demonio.
—No, Henrietta Congreve es muy buena —dijo su compañera—. Es muy religiosa. Visita a
los pobres y lee sermones. ¿Sabe?, su actuación teatral de la otra noche fue a beneficio de
los pobres. Es cualquier cosa menos un demonio. A mí me parece simpatiquísima.
Enseguida todos los invitados fueron convocados para el almuerzo. Lentamente
aparecieron a la vista parejas rezagadas: caballeros que habían ayudado a muchachas a
salir de escondrijos rocosos en los cuales nadie las habría supuesto capaces de meterse y
hacia los cuales —cosa aún más prodigiosa— nadie las había observado dirigir sus pasos.
Sobre la hierba fueron extendidos los manteles, a la sombra, y los excursionistas se
sentaron en derredor sobre alfombrillas y chales. Mientras Osborne se colocaba al lado de
la sobrina de la señora Carpenter, observó que todavía no había reaparecido la señorita
Congreve. Llamó la atención de su compañera sobre esta circunstancia y ella se la
comentó a su tía, quien respondió que según sus últimas noticias la joven había sido vista
en compañía del señor Stone —persona desconocida de Osborne— y que no tardaría, sin
duda, en presentarse.
—Supongo que está completamente a salvo —dijo el vecino de Philip, ingenua o
maliciosamente; él no supo muy bien qué—; con quien está es con un clérigo.
Unos momentos después la pareja echada de menos apareció en la cresta de una colina
adyacente. Osborne los estudió mientras bajaban. El señor Stone era un apuesto joven
con alzacuello y traje de exagerado corte sacerdotal: un cura, patentemente de fuertes
tendencias “ritualistas”. A su lado iba la señorita Congreve, grácil, pálida y seria, y a
Philip, con la vista clavada en ella durante este intervalo, no se le escapó un solo
movimiento de su persona ni una sola mirada de sus ojos. Llevaba un vestido de muselina
blanca, corto, según la moda imperante, con adornos de cinta amarilla adheridos a la
falda; y sobre los hombros un chal de tupido encaje negro, cruzado sobre el pecho y atado
con un gran nudo a la espalda. En la mano portaba un gran manojo de flores silvestres,
con las cuales, como la compañera de Philip le susurró a éste, había “arruinado” sus
guantes. Osborne se interrogó sobre el posible significado de que ella se hubiera pegado a
un clérigo. ¿Había experimentado súbitamente tardías punzadas de remordimiento y se
había sentido movida a recabar consejo espiritual? Ni en el continente de su eclesiástico
galán ni en el suyo propio había trazas visibles de piadosa emoción. Por el contrario, el
pobre señor Stone parecía deplorablemente secularizado; su conversación habría versado
enteramente sobre cuestiones profanas. Su corbata blanca había perdido su conservadora
rigidez, y su sombrero su imparcial equilibrio. Y, lo peor de todo, una pequeña
nomeolvides azul había hallado alguna manera de introducirse en su ojal. En cuanto a
Henrietta, su semblante tenía ese aspecto de semisevera serenidad que constituía su
expresión acostumbrada, mas no había ningún indicio de que hubiera visto el fantasma de
su enamorado.
Maquinalmente Osborne cumplió su obligación de mostrarse atento con la insípida
personita a su vera. Pero su mente estuvo ocupada con la señorita Congreve y su vista se
dirigió continuamente hacia el rostro de ésta. De vez en cuando, sus miradas se
encontraron. Un rencor feroz recorrió el pecho masculino. Lo que Henrietta Congreve
necesitaba, se dijo a sí propio, era que la utilizaran igual que ella utilizaba a los demás,
igual que patentemente estaba utilizando ahora al pobre curita. Este ya estaba loco de
amor... vanamente tratando de hacer pie en medio del torrente, mientras ella se sentaba
seca en la ribera. Ella necesitaba una lección; pero ¿quién iba a dársela? Era más lista que
todos sus profesores juntos. Los hombres se acercaban a ella con el solo resultado de
quedar deslumbrados y hechizados. ¡Ojalá se topara con su igual o su maestro! Alguien
con un cerebro tan despierto, una imaginación tan vivaz, una voluntad tan inexorable
como los suyos: alguien que invirtiera las tornas, se anticipara a ella, la fascinara y luego
consultara inesperadamente el reloj y la dejara plantada. Entonces, tal vez, Graham
podría descansar tranquilo en la tumba. Entonces ella entendería lo que era jugar con los
corazones ajenos, pues entonces el suyo habría quedado como el cristal tras el choque del
hierro. Osborne miró a su alrededor, pero ninguno de los convidados masculinos de la
señora Carpenter guardaba la más mínima semejanza con el protagonista de su visión: un
hombre con un corazón de hierro y una mente de hielo. Eran, de hecho, muy adecuados
enamoradores para las mujeres sentadas junto a ellos, mas Henrietta Congreve no se
parecía a éstas. No era una simple gárrula presumida. En su coquetería había algo
importante y refinado. Era un juego de ingenio. Sorbía hasta la última gota de sangre de
los corazones de los hombres buenos y rebosaba salud gracias a esta dieta monstruosa.
Mientras Philip miraba en su derredor, su mirada reparó en una joven que parecía haberse
olvidado momentáneamente de sus contertulios, sus emparedados y su champaña a fin de
contemplarlo a él con una especie de arrobamiento. Tan pronto como se percató de que él
se había fijado en ella, naturalmente ella se sumió en la contemplación de su plato. Mas
Philip había leído el significado de su mirada. Esta insistente contemplación virginal
había parecido decir, en lenguaje fácilmente traducido: ¡Tú eres el hombre! Había dicho,
en otras palabras, de un modo menos tremebundo: Mi querido señor Osborne, es usted un
sujeto muy atractivo. Philip sintió acelerársele el pulso: había recibido su bautismo. No es
que un continente atractivo fuera bagaje suficiente para destrozar el corazón de la
señorita Congreve; pero sí era el signo externo de su misión.
Por fin el almuerzo llegó a su término. Un violinista, que había sido traído
deliberadamente, empezó a templar su instrumento y la señora Carpenter procedió a
organizar un baile. El débris de la colación fue recogido y el llano espacio que quedó
libre fue transformado en pista de baile. Osborne, que no bailaba, se sentó a cierta
distancia junto a otros dos o tres espectadores, entre los cuales se contaba el reverendo
señor Stone. Cada uno de estos caballeros contemplaba con suma atención los
movimientos de Henrietta Congreve. Empero, ocasionalmente Osborne se fijaba en su
vecino, quien, por su parte, estaba demasiado ocupado en mirar a la señorita Congreve
para prestarle atención a nadie más.
—Tienen un aspecto encantador esas muchachas —dijo Philip, dirigiéndose al joven
clérigo, a quien acababa de ser presentado—. Algunas de ellas bailan especialmente bien.
—¡Huy, sí! —dijo el señor Stone, con fervor. Y después, cual si temiese haber incurrido en
una odiosa discriminación impropia de su sotana, agregó—: Creo que todas bailan bien.
Pero lógicamente Philip, en su calidad de abogado, tenía un punto de vista diferente que
el señor Stone, en su calidad de clérigo.
—Algunas muchísimo mejor que otras, me parece a mí. No sospechaba que pudiera
haber tamaña diferencia. Mire a la señorita Congreve, por ejemplo.
El señor Stone, que tenía clavada la vista en la señorita Congreve, obedeció esta
intimación desviando momentáneamente la mirada y fijándola en otra muchacha muy
voluminosa y más bien lenta de movimientos que bailaba junto a aquélla.
—¡Oh sí, es muy grácil! —dijo, con devoción—. ¡Tan ligera, tan alada, tan suave!
Philip sonrió. “También tú, excelso borrico —se dijo para sus adentros—, también tú serás
vengado.” Y después añadió, en voz alta:
—La señorita Congreve es una persona muy notable.
—¡Vaya que sí, muy notable!
—Tiene una extraordinaria versatilidad.
—¡Sumamente extraordinaria!
—¿Usted la ha visto actuar?
—Sí..., sí. Infringí mi costumbre en lo relativo a esparcimientos de esa índole y asistí a la
función de la otra noche. Fue una interpretación sumamente brillante.
—Y ¿sabe usted que ella escribió la obra?
—Oh, no exactamente —dijo el señor Stone, con un pequeño ademán de protesta—; lo que
hizo fue traducirla.
—Sí; pero casi tuvo que reescribirla. ¿Conoce usted la obra en francés? —Y Philip
mencionó el título original.
El señor Stone dio a entender que no estaba familiarizado con la obra.
—Aquí habrían juzgado inaceptable, ¿sabe? —dijo Philip—, representarla tal como
realmente es. La vi en París. La señorita Congreve amputó los pequeños escollos con inusitada habilidad.
El señor Stone se quedó callado. El violín emitió una nota sostenida y las damas
hicieron una profunda reverencia a sus caballeros. El que era pareja de baile de la señorita
Congreve estaba de espaldas a nuestros dos amigos, y el homenaje de ella fue, por
consiguiente, ejecutado directamente frente a ellos. Mientras se inclinaba hacia el suelo,
alzó la vista y los miró. Aunque el entusiasmo del señor Stone había sido enfriado por la
irreverente indiscreción de Philip, fue reavivado por esta mirada.
—Supongo que usted la habrá oído cantar —dijo, luego de una pausa.
—Ya lo creo —dijo Philip, sin vacilación.
—Canta música sacra con el más hermoso fervor.
—Sí, eso me han dicho. Y me han dicho, también, que es muy culta: que siente pasión
por los libros.
—Lo considero muy probable. A decir verdad, es una teóloga consumada. Esta mañana
sostuvimos una discusión muy animada.
—¿Es que disintieron ustedes? —dijo Philip.
—Huy —dijo el señor Stone, con una encantadora naïveté—, yo no disentí. ¡Fue ella!
—¿Ella no es un poco..., un pelín...? —Y Philip se interrumpió, tratando de dar con la
palabra exacta.
—¿Un pelín? —preguntó el señor Stone, en tono benevolente. Y después, como Philip
siguiera dudoso, sugirió—: ¿Un pelín heterodoxa?
—Un pelín coqueta.
—¡Oh, señor Osborne! —exclamó el joven cura—. Ésa es la última cosa que yo llamaría a la
señorita Congreve.
En este momento, la señora Carpenter pasaba cerca:
—¿Cuál dice usted que es la última cosa que llamaría a la señorita Congreve? —preguntó,
habiendo escuchado casualmente las últimas palabras del clérigo.
—Coqueta.
—Por mi parte —dijo la dama—, ésa es la primera cosa que la llamaría yo. Aún tiene usted
que descubrirlo, supongo. Eso siempre acaba por descubrirse, ya lo sabe. Yo tendría que
borrármelo de la cabeza por completo para poder encomiar sus atractivos.
—¡Oh, señora Carpenter! —dijo el señor Stone.
—Sí, mi querido joven. No hay que juzgar a la señorita Congreve en extensión, sino en
profundidad... Veo que el señor Osborne sabe algo de eso. —Y la señora Carpenter se
alejó.
—La señorita Congreve es profunda: eso es lo que yo digo —dijo el señor Stone, con
delicada firmeza—. ¿Qué es lo que usted sabe de eso, señor Osborne?
A Philip se le antojó que el pobre se había puesto pálido; indudablemente parecía serio.
—Oh, yo no sé nada —dijo Philip—. No afirmaba nada. Sólo preguntaba.
—Pues en tal caso, mi querido señor —y el cándido rostro del joven se arreboló un poco
con la intensidad de su sentimiento—, le doy mi palabra de que estoy convencido de que la
señorita Congreve es no sólo la más dotada, sino también la más noble, más sincera y
más genuinamente cristiana muchacha... de toda esta asamblea.
—Puedo asegurarle que le quedo agradecidísimo por su garantía —dijo Philip—. La
sopesaré y la recordaré.
A Philip no le habría sido arduo tomar al señor Stone por un simple párroco blando y
sentimental: una tipología que conocía muy bien. Por su lado, la señora Carpenter era una
astuta mujer sagaz. Pero extrañamente se había sentido impresionado ante las palabras
del pastor y casi indiferente ante las de la dama. Por fin aquéllos de los danzantes que
estaban cansados del ejercicio abandonaron el grupo y tornaron a deambular hacia la
playa. La tarde tocaba a su fin: el poniente principiaba a teñirse de carmesí y las sombras
a alargarse sobre la hierba. Sólo quedaba media hora para el momento fijado para el
retorno a Newport. Philip determinó aprovecharla bien. Siguió a la señorita Congreve
hasta cierta plataforma rocosa que dominaba el mar, hacia la cual, en compañía de un par
de señoras ancianas, ella se había dirigido a fin de contemplar la puesta de sol. No le fue
dificultoso persuadirla para que se separara de sus compañeras. En el perspicaz y
delicado rostro femenino no hubo ningún recelo. Era inconcebible que se propusiera
expresar desafío; pero su mismísimo sosiego y placidez ejerció un efecto extrañamente
irritante sobre Philip. A éste le pareció el colmo de la desfachatez. Sacó del bolsillo de su
chaqueta una carpetita que contenía una docena de cartas, entre las cuales figuraba la
última que recibiera de Graham.
—Voy a tomarme la libertad, por una sola vez, señorita Congreve —dijo—, de violar la
promesa que esta mañana usted me arrancó en lo tocante al señor Graham. Aquí tengo
una carta que me gustaría que leyera.
—¿Del propio señor Graham?
—Del propio Graham... escrita justo antes de su muerte. —Le tendió la carta, mas
Henrietta no hizo el menor ademán de tomarla.
—No siento ningún deseo de leerla —dijo ella—. Preferiría no hacerlo. Ya sabe que él me
escribió otra carta a mí en aquel momento.
—Puedo asegurarle —dijo Philip— que yo no me rehusaría a leer la carta dirigida a usted.
—No puedo ofrecerme a dejársela. La destruí inmediatamente.
—Pues ya ve que yo he conservado la mía... No es muy larga —insistió Osborne.
Como con un gran esfuerzo, la señorita Congreve alargó la mano y cogió el documento.
Durante unos instantes contempló el sobre, en silencio, y después alzó la mirada hacia
Osborne.
—¿La aprecia mucho usted? —preguntó—. ¿Contiene algo que desee conservar?
—No: se la regalo, si es eso lo que desea.
—¡Muy bien! —dijo Henrietta. Y rasgó la carta en cuatro pedazos, que tiró al mar.
—¡Eh! —exclamó Osborne—. ¿Qué diablos ha hecho usted?
—No se excite, señor Osborne —dijo la joven—. No tenía la menor intención de leerla. Este
es un merecido castigo por haberme desobedecido.
Philip se tragó su furor y la siguió mientras ella daba media vuelta.
III
A mitad de septiembre la señora Dodd llegó a Newport para pasar unos días en casa de
una amiga, sintiéndose algo malhumorada por haber sido invitada cuando ya la
temporada veraniega llegaba a su tramo final, pero en conjunto era la misma señora Dodd
de antaño; o mejor dicho no del todo la misma, pues, a su modo, se había tomado muy a
pecho la muerte de Graham. Un par de días después de su llegada se encontró a Philip en
la calle y lo detuvo.
—Celebro hallar a alguien todavía aquí —dijo, pues iba con su amiga; y tras presentar a
Philip a esta dama, le rogó que viniera a visitarla.
Al cabo de dos días, en consecuencia,
Philip se personó en la casa y halló sola a la señora Dodd. Esta comenzó a hablar sobre
Graham; se afectó mucho y, con un poco más de estímulo por parte de Osborne,
ciertamente habría derramado lágrimas. Pero, extrañamente, Philip fue adverso a fomentar la pesadumbre femenina: ofrendó réplicas cortantes. La señora Dodd le pareció
débil y tonta y morbosamente sensiblera. Se preguntó si podría haber algo de cierto en el
rumor de que Graham se había interesado por ella. Desde luego que no si había algo de
cierto en la historia de su pasión por Henrietta Congreve. Era imposible que se hubiera
interesado por ambas. Philip se hizo esta reflexión, mas exceptuó agregar que la señora
Dodd le desagradaba extremadamente porque durante las últimas tres semanas él había
gozado constantemente de la presencia de Henrietta.
Para la señora Dodd, por supuesto, fue fácil la transición de Graham a la señorita
Congreve:
—Me han contado que la señorita Congreve todavía está aquí —dijo—. ¿Ya la ha conocido
usted?
—Perfectamente —dijo Philip.
—Usted semeja tomárselo con gran calma. Espero que la habrá hecho caer en la cuenta
de sus iniquidades. He ahí toda una tarea, señor Osborne. Debe reformarla.
—No he intentado reformarla. La he aceptado tal cual es.
—¿Ella guarda luto por el señor Graham? Es lo menos que podría hacer.
—¿Que si guarda luto? —dijo Philip—. Caramba, ha estado asistiendo a una fiesta cada dos
noches.
—Desde luego no me imagino que se haya puesto un vestido negro. Pero ¿guarda luto
aquí? —Y la señora Dodd se apoyó la mano contra el corazón.
—¿Quiere usted decir en el corazón? Vaya, ¿sabe usted?, es dudoso que ella tenga.
—Me figuro que ella desaprueba el suicidio —dijo la señora Dodd, con una sonrisita agria—. A fe mía, yo también.
—Y yo, señora Dodd —dijo Philip. Y por un instante se quedó pensativo—. ¡Pluguiera al
cielo —exclamó— que Graham estuviera aquí! Hay momentos en que se me antoja que él y la
señorita Congreve habrían podido reconciliarse.
La señora Dodd alzó las manos en un gesto de horror:
—Caramba, ¿acaso ha abandonado a su último novio?
—¿Su último novio? ¿A quién se refiere?
—Caramba, al hombre de quien le hablé: el señor Holland.
Philip parecía haberse olvidado por completo de aquel extremo de la narración de la
señora Dodd. Prorrumpió en una sonora carcajada nerviosa.
—¡Que me aspen —exclamó— si lo sé! Una cosa es segura —prosiguió con énfasis,
reportándose—: durante las tres últimas semanas el señor Holland (quienquiera que sea) no
le ha puesto la vista encima a la señorita Congreve.
La señora Dodd se quedó callada, con la mirada baja. Por último, alzando la vista, dijo:
—En cambio, según infiero, usted la ha visto mucho.
—Sí, la he visto continuamente.
La señora Dodd enarcó las cejas y estiró los labios en una sonrisa que enfáticamente no
era una sonrisa.
—Pues bien, pensará usted que es una pregunta desusada, señor Osborne —dijo—, pero
¿cómo concilia su intimidad con la señorita Congreve y su devoción por el señor
Graham?
Philip frunció el ceño... tal vez con excesiva severidad para lo que exigen los buenos
modales. Decididamente, la señora Dodd era extraordinariamente necia.
—Oh —respondió—, concilio perfectamente las dos cosas. Además, mi querida señora
Dodd, permítame decirle que es problema mío. De todos modos —agregó, con mayor
suavidad— quizá, uno de estos días, descifre usted el enigma.
—Ah, si es un enigma —espetó la mujer—, quizá pueda adivinarlo.
Philip se había puesto en pie para despedirse, pero la señora Dodd se recostó en el sofá,
juntas las manos sobre el regazo, y con una sonrisa penetrante lo miró. Le hizo un
ademán de reproche con el dedo. Philip se dio cuenta de que ella tenía una idea: acaso la
idea correcta. En cualquier caso, se puso colorado. Ante esto la señora Dodd cantó
victoria:
—Ya lo he adivinado —dijo—. ¡Ah, señor Osborne!
—¿Qué ha adivinado? —preguntó Philip, sin saber por qué diantres había de ponerse
colorado.
—Si he adivinado bien —dijo la señora Dodd—, se trata de un plan estupendo. Lo honra a
usted. Es muy romántico. No desentonaría en una novela.
—No estoy seguro —dijo Philip— de saber de qué me habla.
—Oh, sí que lo está. Le deseo suerte. A otro hombre le diría que es un juego peligroso.
¡Pero a usted...! —Y con un insinuante movimiento de cabeza, la señora Dodd midió con
una mirada la longitud y la anchura de la buena planta de Philip.
Osborne estaba indeciblemente disgustado, y sin más dilaciones se despidió.
Al lector le será dificultoso comprender por qué Philip había de estar disgustado ante la
mera intuición, por parte de otra persona, de un plan que, tres semanas atrás, él mismo
había considerado una felicísima ocurrencia. Pues muy bien podemos decir sin ambages
que, aunque la señora Dodd era necia, no era tan necia como para no haber adivinado sus
auténticas intenciones respecto a Henrietta. Lo cierto es que en tres semanas el ánimo de
Philip había experimentado un gran cambio. El lector ya ha apreciado por sí mismo que
Henrietta Congreve no era ninguna joven vulgar sino, por el contrario, una persona de
distinguidas dotes y notable carácter. Hasta hacía escasos meses había visto muy poco
mundo y su espíritu y su inteligencia habían ido formándose gradualmente en la
reclusión, el estudio y, no es excesivo decirlo, la meditación. Gracias a su existencia circunscrita y sus prolongados ocios contemplativos, había alcanzado una cima de rara
perfección intelectual. Estaba educada, se podría decir, en un sentido en que este vocablo
es aplicable a poquísimas jóvenes, por muy ricamente agasajadas que hayan sido por la
naturaleza. Cuando, en una etapa más tardía que la mayoría de las muchachas, debido a
circunstancias domésticas que no es preciso relatar, había hecho su entrada en sociedad y
aprendido lo que era estar en el mundo y pertenecer al mundo, hablar y escuchar,
complacer y ser complacida, sentirse maravillada, halagada e interesada, sus admirables
facultades y su portentoso intelecto, madurados en estudiosa soledad, habían estallado en
lujuriante floración y dado el más espléndido fruto. En consecuencia la señorita Congreve
era una persona por quien un hombre de gusto y sentimiento no podía evitar concebir una
sincera estima. Categóricamente Philip Osborne era un hombre de éstos; lo mucho que lo
había afectado la muerte de su amigo demuestra, creo, que tenía sentimiento; y es
concluyente prueba de su gusto haber escogido un amigo así. En cuanto había empezado
a obrar guiado por el impulso esotéricamente infundido, por así decirlo, al término de la
jira campestre de la señora Carpenter, en cuanto había conseguido que lo presentaran en
casa de la señora Wilkes y, con excelente tacto y discreción, obtenido permiso para acu—
dir allí con frecuencia, había comenzado a sentir en lo más hondo del corazón que en
verdad el pobre Graham, al poner en juego su vida contra el favor de la señorita
Congreve, había revelado las profundidades de su exquisita sensibilidad. Al menos
durante una semana —una semana en la cual, con inaudita buena suerte y un grado de
audacia digno de mejor causa, de un modo y de otro Philip se las industrió para conversar
con su proyectada víctima no menos de una docena de veces— había estado bajo el
dominio de una febril excitación que le había impedido ver a la joven en toda su pasmosa
plenitud. Había estado preocupado con sus propias intenciones y el efecto de sus propias
maniobras. Pero gradualmente había ido casi olvidándose de sí propio mientras estaba en
compañía de ella, y sólo después de abandonar la casa recordaba que tenía un sagrado
papel que desempeñar. Fue entonces cuando había entendido la intensidad de la
desesperación de Graham, y fue entonces cuando había empezado a sentirse tristemente,
dolorosamente desconcertado por el pensamiento de que una mujer pudiera conjugar
tanto encanto con tanta perfidia, tanta luz con tanta obscuridad. Estaba tan seguro de la
brillante superficie de la naturaleza de ella como de su frío y negro reverso, y era
completamente incapaz de descubrir un lazo de unión entre aquellas dos caras de una
misma moneda. Por momentos se preguntaba cómo diantres había llegado a echarse
sobre sus propios hombros esta carga metafísica: que diable venaitil faire dans cette
galère? Pero a pesar de los pesares se mantenía a flote: tenía que propulsar su
embarcación sobre la corriente hasta donde el alma en pena de su amigo vagaba por la
orilla opuesta.
Henrietta Congreve, después de un primer movimiento de manifiesta aversión, había
terminado sumamente complacida de aceptar a Osborne como amigo y como habitué de
la casa de su hermana. Philip había barruntado que podía creer sin fatuidad —pues, sea lo
que fuere lo que opine el lector, huelga decir que Philip estaba lejísimos de suponer que
todos sus progresos fuesen una caprichosa presunción— que ella lo prefería a la mayoría
de los jóvenes de su círculo. Philip tenía una exacta estimación de sus propias dotes y
sabía que para los más elevados propósitos sociales, si es que no para los estrictamente
sentimentales, estaba hecho de la pasta de un personaje importante. Las trivialidades no
eran su fuerte, pero en el salón de la señora Wilkes las trivialidades no desempeñaban
sino un papel poco relevante. La señora Wilkes era una mujer simple, pero no tonta ni
frívola; y la señorita Congreve estaba exenta de estas flaquezas por motivos todavía
mejores. “Las mujeres sólo se interesan realmente por los hombres que pueden contarles
algo —recordaba Osborne haber oído decir a Graham en cierta ocasión, no sin amargura—.
Siempre tienen una hambre canina de noticias.” Y con satisfacción Philip consideraba
estar en condiciones de aportarle a la señorita Congreve más noticias que la mayoría de
sus informadores usuales. Poseía una admirable memoria y una vivaz facultad de
observación. La propia Henrietta no estaba peor dotada en ese sentido; mas por supuesto
la experiencia mundana de Philip era diez veces más amplia y continuamente podía
completar las inducciones parciales y rectificar las falsas conjeturas de ella. A veces le
parecían extraordinariamente sagaces y a veces deliciosamente ingenuas. No por ello
dejaba de tener frecuente ocasión de hacerla saber hechos poseedores del encanto de una
total novedosidad. Había viajado y conocido una gran diversidad de hombres y mujeres,
y naturalmente había leído una serie de libros considerados inadecuados para una mujer.
Philip era agudamente consciente de estas ventajas; mas pese a ello tenía la sensación de
que aun cuando la exhibición de sus tesoros mentales procuraba una gran dosis de entretenimiento a la señorita Congreve, la atención que ella les dedicaba, por su parte, tenía
un efecto asaz refrescante sobre su propio espíritu.
Al cabo de tres semanas Philip habría podido, acaso no irrazonablemente, creerse en
posición de descargar su golpe. Verdad es que, para una mujer con juicio, hay un largo
trecho entre considerar a un hombre como un excelente amigo y agradable conversador, y
rendirle su corazón. Philip tenía sobrados motivos para suponer que Henrietta lo
consideraba un hombre así; pero si basándose en esto él hubiera vuelto la espalda para
marcharse definitivamente, en la convicción de que después de cerrar tras de sí la puerta
del salón la oiría, pegando un atento oído, caer desmayada sobre la alfombra, habría
podido quedar lastimosamente decepcionado y chasqueado. Anhelaba la oportunidad de
poner a prueba la magnitud de su influjo. Sólo con que durante una semana pudiera fingir
estar hechizado por otra mujer, tal vez la señorita Congreve se descubriría a sí misma.
Philip se vanagloriaba de ser capaz de interpretar los más pequeños indicios. Pero ¿qué
otra mujer podría servir aceptablemente como objeto de una tan improvisada pasión? La
única que a Philip se le vino a las mientes fue la señora Dodd; pero pensar en la señora
Dodd hacía perder los ánimos. Que un íntimo de la señorita Congreve fingiera interesarse
por cualquier otra mujer (excepto una bonísima amiga) era actuar con flagrante desprecio
de toda verosimilitud. Philip debía, por consiguiente, contentarse con desplegar su
pretendida ausencia de amor contra el afectuoso aprecio de Henrietta. Pero a este ritmo el
juego avanzaba con mucha lentitud. El trabajo estaba acumulándose en su despacho a
pasos agigantados, y no podía mariposear eternamente alrededor de la señorita Congreve.
Urdió un inofensivo artificio para hacerla delatarse. Le pareció que su jugada no sería enteramente desacertada y que, en una situación extrema, tal vez Henrietta se pondría
celosa de una rival en el afecto de él. Pese a ello, se sintió poderosamente tentado de
dejarlo todo y abandonar la partida. La partida era demasiado nocivamente excitante.
El ardid de que hablo fue concebido unos días después de la visita de Osborne a la
señora Dodd. En la imposibilidad de exhibir una pasión imaginaria por una joven real y
visible, Philip determinó inventarse no sólo la pasión, sino también a la joven. Una mañana, al pasar ante la vitrina de uno de los numerosos fotógrafos que se afincaban en
Newport durante la temporada, quedó impresionado por el retrato de una bellísima joven.
Era de tez clara, graciosa, bien vestida, bien retratada, su rostro era encantador, saltaba a
la vista que era toda una dama. Philip entró y preguntó quién era aquella muchacha. El
fotógrafo había destruido el negativo y no conservaba ningún registro de su nombre. La
recordaba, empero, nítidamente. El retrato no había sido hecho durante el verano: había
sido hecho durante el invierno anterior, en Boston, residencia fija del fotógrafo.
—Lo conservé —dijo— porque me parecía un retrato tan sumamente perfecto. ¡Y una
modelo tan encantadora! No nos caen muchas así. —Agregó, no obstante, que dicho retrato
era demasiado bueno para gustar a las masas y que Philip era el primero que había tenido
el buen gusto de prestarle atención.
“Mejor que mejor”, pensó Philip, y en el acto se ofreció a comprárselo. Naturalmente,
el fotógrafo adujo escrúpulos de conciencia: iba contra sus principios poner en
circulación los retratos de las damas que acudían a él confiadas en su honradez. Para
hacerle justicia, no desertó de sus escrúpulos, y Philip no logró persuadirlo de que lo
vendiera. Él consintió, empero, en dárselo gratis al señor Osborne. El señor Osborne se lo
merecía, y le quedaba otro para sí mismo. A estas alturas Philip ya se había encariñado
apasionadamente del retrato; y ante esta última información puso cara seria y sugirió que
aunque el artista no aceptara vender uno quizá sí aceptaría vender dos. El fotógrafo se
negó, reiteró su ofrecimiento y Philip concluyó por acceder. A título de compensación, no
obstante, resolvió posar para su propio retrato. En el decurso de media hora el fotógrafo
le brindó una docena de reproducciones de su cabeza y hombros, caracterizadas por igual
número de distintas posturas y expresiones.
—Es usted un modelo de primera clase, señor —dijo el artista—. Muy fotogénico. Haría una
gran pareja con mi joven damita.
Philip se marchó con su docena de instantáneas, prometiendo examinarlas con calma,
seleccionar entre ellas y encargar un buen número de copias de las mejores.
Al anochecer se presentó en casa de la señora Wilkes. Halló a esta mujer en el porche,
bebiendo té al aire libre con una invitada, a quien él no identificó en la oscuridad. Cuando
la señora Wilkes efectuó las presentaciones, graciosamente su compañera resultó ser la
señora Dodd. “¿Cómo narices —pensó Philipse ha introducido aquí?” Era, desde luego,
una crasa derrota encontrarse a la señora Dodd en vez de a la señorita Congreve. Philip
tomó asiento, empero, de buena gana, según toda apariencia, con la esperanza de que se
presentara Henrietta. Al final, corriendo su silla hasta emplazarla frente a la ventana del
salón, vio adentro a la joven leyendo a la vera de la lámpara. Estaba sola y embebida en
su libro. Llevaba un vestido de granadina blanca, cubierto de ornamentos y arabescos de
seda carmesí, que le confería cierto aspecto fantástico. Por lo demás, su expresión era
bastante seria y sus cejas estaban contraídas, como si se hallara completamente absorta en
la lectura. Su codo derecho se apoyaba en la mesa, y con la mano se retorcía
maquinalmente el largo rizo que pendía de su chignon. Percatándose de su oportunidad,
Osborne huyó de las mujeres del porche y se metió en el salón. La señorita Congreve lo
acogió como a un viejo amigo, sin levantarse del asiento.
Philip comenzó fingiendo reñirla por eludir la obligación de hacerle compañía a la
señora Dodd.
—¡La obligación! —dijo Henrietta—. Es usted muy gentil con la señora Dodd.
—Me da la impresión —repuso Osborne— de que no soy menos gentil que usted.
—Bueno, tal vez sea así. Lo cierto es que yo no soy muy gentil. De todos modos, a ella
no la ilusiona verme. Debe de haber venido para visitar a mi hermana.
—No sabía que ella conociera a la señora Wilkes.
—Su conocimiento se remonta a hace un par de horas. Yo la conocí, ¿sabe?, el pasado
julio en Sharon. En cierta ocasión se mostró muy impertinente conmigo y me figuré que
se habría desentendido de mí para siempre. Pero esta tarde, durante un paseo, cuando mi
hermana y yo nos apeamos del carruaje, junto a las rocas, ¿a quién veo sino a la señora
Dodd paseando sola con un manojo de algas marinas tan grande como su cabeza? Se
precipitó hacia mí: yo se la presenté a Anna y, al enterarse de que llevaba un largo rato
andando, Anna la hizo montarse en nuestro carruaje. Parece que se aloja en casa de una
amiga que no tiene carruaje, y se siente muy desgraciada. Durante una hora la paseamos
por todas partes. La señora Dodd estuvo fascinante, tiró sus algas marinas y Anna la
invitó a merendar. Después de la merienda, habiéndola soportado ya durante dos
larguísimas horas, me refugié aquí.
—Si estuvo fascinante —dijo Philip—, ¿por qué lo denomina usted soportarla?
—Tanto mayor motivo, se lo aseguro.
—Comprendo: usted no le ha perdonado su impertinencia.
—En efecto, confieso que no. Esta mujer se mostró decididamente agresiva.
—Pese a todo, ella parece haberla perdonado a usted.
—No tenía nada que perdonarme.
Al cabo de unos instantes, Philip extrajo del bolsillo las fotografías, se las pasó a
Henrietta y le pidió consejo sobre cuáles seleccionar. La señorita Congreve las examinó
detenidamente, y sólo escogió una.
—Ésta es excelente —dijo—. En comparación todas las otras son una birria.
—Entonces, ¿me aconseja que encargue copias de sólo ésa?
—Caramba, usted es libre de hacer lo que lo plazca. Yo le aconsejo que sí encargue
copias de ésa, en todo caso. Si lo hace, le pediré una; pero no me apetecen nada las
restantes.
Philip objetó ver muy poca diferencia entre esta fotografía predilecta y las restantes,
pero la señorita Congreve declaró que había toda la diferencia del mundo. Cuando Philip
volvió a introducir en su cartera las instantáneas, dejó caer sobre la alfombra el retrato de
la muchacha de Boston.
—Anda —dijo Henrietta—, una joven. Supongo que me dejará mirar su retrato.
—Con una condición —dijo Philip, recogiéndolo—. Haga el favor de no leer el reverso.
Me siento muy abochornado de tener que contar semejantes cosas del pobre Philip;
pues, en realidad, el reverso del retrato estaba harto inocentemente en blanco. Si la
señorita Congreve se hubiera aventurado a desobedecerlo, él habría quedado totalmente
en ridículo. Pero en los modales de Henrietta había tan poco de revoltoso, que Osborne
era consciente de no correr riesgo alguno.
—¿Quién es ella? —preguntó Henrietta, contemplando el retrato—. Es encantadora.
—Cierta señorita Thompson, de Filadelfia.
—Cielos, no Dora Thompson, ciertamente.
—Desde luego que no —dijo Philip, con algo de nerviosismo—. No se llama Dora... ni nada
que se le parezca.
—No hace falta que se ofenda por el comentario, señor. Dora es un nombre muy bonito.
—Sí, pero el auténtico es más bonito.
—Siento mucha curiosidad por saber cuál es.
Inopinadamente Philip se encontró en apuros.
Disparó a ciegas y contestó al azar:
—Angelica.
La señorita Congreve sonrió... con cierta ironía, según le pareció a Philip.
—Pues —dijo— me gusta más su cara que su nombre.
—¡Qué gracia, puestas así las cosas, lo mismo me ocurre a mí! —exclamó Philip, con una
carcajada.
—Hábleme sobre ella, señor Osborne —continuó Henrietta—. Debe de ser, con ese rostro y
esa figura, la muchacha más adorable del mundo.
—Vaya, vaya, vaya —dijo Philip, recostándose en su asiento y mirando hacia el techo—,
quizá lo sea... o, cuando menos, excúseme si digo que yo pienso que lo es.
—Lo que me parecería inexcusable sería que no lo dijera —dijo Henrietta, devolviéndole
el retrato—. Tengo la certeza de haberla visto en alguna parte.
—Es muy posible. Suele ir a Nueva York —dijo Philip. Y juzgó prudente, en términos
globales, desviar la conversación hacia otro tema. La señorita Congreve quedó silenciosa
y, según imaginó él, pensativa. ¿Se sentiría celosa de Angelica Thompson? A Philip le
pareció que, sin fatuidad, podía inferir que así era, pero que ella era demasiado orgullosa
para hacer preguntas.
La señora Wilkes le había dado permiso a la señora Dodd para enviar noticias a su
amiga sobre su paradero y había prometido proveerla de escolta para el regreso. Cuando
la señora Dodd se alistaba a despedirse, Philip, hallándose presto a marcharse también, se
ofreció a acompañarla a su alojamiento.
—Pues bien, señor —dijo la mujer, cuando hubieron abandonado la casa—, su pequeño
juego parece prolongarse más de lo debido.
Philip no dijo nada.
—Ah, señor Osborne —dijo la señora Dodd, con mal disimulada impaciencia—, me temo
que es usted demasiado bueno para ello.
—Lo mismo me temo yo.
—Si no se hubiese apresurado tanto a convenir conmigo —dijo la señora Dodd—, yo habría
añadido que quiero decir, en otras palabras, que es usted demasiado tonto.
—Oh, también convengo en eso —dijo Philip.
Al día siguiente recibió una carta de su socio laboral, informándolo sobre una enorme
cantidad de trabajo acumulado y urgiéndolo a regresar lo antes posible. “Nos han
hablado”, agregaba este caballero, “de una tal señorita... no recuerdo el nombre. Si es
esencial para tu felicidad, tráetela contigo; pero, en cualquier caso, tú debes venir. En tu
ausencia, el bufete está empantanado: un horroroso caso de atracón sin digestión.”
Este llamamiento llegó al alma de Philip, para usar una viejísima metáfora, como el
toque de trompetas a un antiguo soldado de caballería. Se sintió abrumado por una
inopinada vergüenza al pensar en las preciosas horas que había perdido y las largas
mañanas que había consagrado al vacío. Había estado quemándole incienso a una
sombra, y el humo la había borrado. Por la tarde se dirigió hacia el acantilado, notándose
lastimosamente perplejo y espiritualmente exasperado y anhelando nada más que dedicar
una mirada de despedida al mar. No estaba dispuesto a admitir que había jugado con
fuego y se había quemado los dedos; mas lo cierto era que no había ganado nada en el
juego. ¿Cómo diantres había conseguido Henrietta Congreve infiltrarse en su vida,
robarle el tiempo y las energías y disgustarlo intolerablemente consigo mismo? Habría
dado cualquier cosa por ser capaz de eliminarla de sus pensamientos; pero ella
permanecía en ellos y, mientras permanecía, él la odiaba. Pensándolo bien, no había
quedado totalmente imposibilitado para su venganza. Había comenzado por odiarla y seguía odiándola. De camino hacia el acantilado vio a la señora Wilkes conduciendo sola su
carruaje. El asiento de Henrietta, vacío a su lado, pareció insinuar que ésta estaba en casa
e incluso, casi, que lo aguardaba.
De cualquier manera, en vez de ir a despedirse del mar, él fue a despedirse de la
señorita Congreve. Estaba seguro de poder hacer fácilmente fría y formularia su
despedida, y aun amarga.
Fue admitido en la casa, atravesó el salón hacia la galería y halló a Henrietta en medio
del césped del jardín con su sobrinito en las rodillas y leyéndole un cuento de hadas. Ella
le hizo sitio a su lado en el banco del jardín, pero no soltó al niño. Ante esta visión Philip
se sintió seriamente confuso. En cuestión de momentos sentó al pequeño sobre sus
propias rodillas. Después le dijo brevemente a la señorita Congreve que tenía la intención
de irse de Newport aquella misma noche.
—Y usted —dijo—, ¿hasta cuándo piensa quedarse aquí?
—Mi hermana —dijo Henrietta— se propone quedarse hasta Navidad. Espero poder
permanecer hasta entonces.
El pobre Philip agachó la cabeza y oyó derrumbarse sus ilusiones alrededor de sus
oídos de la manera menos musical. Su golpe no había afectado sino al insensible aire.
Había esperado ver que palidecía el rostro femenino u oír que temblaba la voz femenina.
Pero había esperado en vano. Cuando alzó la vista y su mirada se encontró con la de
Henrietta, ésta se sintió intrigada por la expresión del rostro masculino.
—Tom —le dijo al niño—, ve a pedirle mi abanico a Jane.
El chiquillo obedeció y Philip se puso en pie. Tras vacilar un instante, también
Henrietta se levantó.
—¿Ya es su hora de partir? —preguntó.
Philip no dio respuesta, sino que se quedó mirándola con ojos inyectados en sangre, y
con una intensidad que extrañó y asustó a la joven.
—¡Señorita Congreve —dijo, bruscamente—, soy muy desdichado!
—¡Ah, no lo sea! —dijo Henrietta, consoladoramente.
—¡Amo a una mujer a la cual le importo un comino!
—¿Está seguro? —dijo Henrietta, con inocencia.
—¡Seguro! ¡La adoro!
—¿Está seguro de que ella no le hace caso?
—¡Ah, señorita Congreve! —exclamó Philip—. Si yo pudiera imaginar..., si yo pudiera
tener la esperanza... —Y extendió la mano como para coger la de ella.
Henrietta retrocedió, pálida y cejijunta, refugiando su propia mano en el pecho:
—¡No tenga ninguna esperanza! —dijo.
En este momento, el pequeño Tom Wilkes hizo su reaparición en la puerta vidriera del
salón.
—¡Tía Henrietta —gritó—, aquí hay otro caballero!
La señorita Congreve y Philip se volvieron para mirar y vieron a un joven salir del
salón a la galería. Con una pequeña exclamación, Henrietta se precipitó a su encuentro.
Philip se quedó en su sitio. La señorita Congreve intercambió un efusivo saludo con el
recién llegado y lo condujo hasta el césped. Mientras ella venía hacia él, Philip advirtió
que la palidez de Henrietta había dado paso a un sonrosado rubor. Estaba hermosa.
—Señor Osborne —dijo—, le presento al señor Holland.
El señor Holland hizo una cortés inclinación, mas Philip no se inclinó en absoluto.
—Entonces adiós —dijo para la joven.
Sin decir nada, ella hizo una inclinación.
—¿Quién es tu amigo, Henrietta? —preguntó su compañero, cuando quedaron a solas.
—Un tal señor Osborne, de Nueva York —dijo la señorita Congreve—: un amigo del pobre
señor Graham.
—Por cierto, supongo que te habrás enterado de la muerte del pobre Graham.
—Oh, sí: me informó el señor Osborne. Y, a propósito..., ¿qué te parece?: el señor
Graham me escribió diciéndome que creía que iba a morir.
—¿Que creía que iba a morir? ¿Era eso lo que decía?
—No me acuerdo de las palabras exactas. Destruí la carta.
—He de decir que opino que habría sido de mejor gusto no escribirte.
—¿De mejor gusto? Hacía mucho que él había roto relaciones con el buen gusto.
—No lo sé. En su locura había método; y, como norma, si un hombre se suicida no
debería mandar circulares.
—¿Se suicida? ¡Santo cielo, George, ¿qué quieres decir?! —La señorita Congreve había
palidecido y se quedó mirando a su compañero con ojos dilatados de espanto.
—Caramba, mi amada Henrietta —dijo el joven—, perdona mi brusquedad. ¿Es que no lo
sabías?
—¡Qué sorpresa..., qué horror! —dijo Henrietta, con lentitud—. Ojalá hubiera conservado su
carta.
—Yo celebro que no lo hicieras —dijo Holland—. Es un asunto siniestro. Olvídalo.
—Qué horror..., qué horror... —se dolió la joven, en tono trémulo. Su voz se contaminó de
lágrimas irreprimibles. ¡Pobre muchacha! En un plazo de cinco minutos, había recibido
tres sorpresas. Dio libre rienda a su alteración y prorrumpió en sollozos. George Holland
la atrajo hacia sí, y la estrechó entre sus brazos, y la besó, y le susurró al oído palabras de
consuelo.
Por la noche Philip emprendió viaje a Nueva York. En el vapor halló a la señora Dodd,
quien había finalizado su visita. La acompañaba un tal comandante Dodd, miembro del
ejército, hermano de su difunto marido y, por añadidura, primo de ella misma. Se trataba
de un soltero jovial, atentísimo amigo de su cuñada, la cual carecía de familia propia y
estaba en situación de sentirse agradecida ante los servicios de un caballero. A despecho
de la opinión general en sentido contrario, puedo afirmar que el comandante no aspiraba
a convertir aquellas pequeñas atenciones en algo vitalicio. “Ya estoy emparentado con
Maria por partida doble —se lo había oído decir, en un momento de sinceridad—. Si alguna
vez me caso, preferiré que no sea tan endogámicamente.” Había acudido a Newport
unicamente para acompañar a su prima a casa, quien sin pérdida de tiempo le presentó a
Philip.
Era una clara noche suave y, cuando el vapor se hubo alejado del puerto, la señora
Dodd y los dos caballeros se trasladaron a la cubierta superior y tomaron asiento a la luz
de las estrellas. Philip, fácil es de imaginar, no estaba de humor para charlas; pero se hizo
cargo de que no podía desentenderse limpiamente de la señora Dodd. Bajo la influencia
de la noche hermosa, el mar oscuramente brillante, las constelaciones esplendentes, esta
mujer se puso rabiosamente sentimental. Habló de la amistad, y el amor, y la muerte, y la
inmortalidad. Philip adivinó lo que se avecinaba. Al cabo de muy poco, ella tuvo el mal
gusto (pensando en la presencia del comandante, según se figuró Philip) de tomar al
pobre Graham como tema para una rapsodia. Osborne perdió los estribos y la interrumpió
preguntándole si la molestaría que encendiera un cigarro. Ella se escandalizó y al punto
proclamó que se retiraba. Philip no tenía ningún deseo de mostrarse descortés. Procuró
reconquistar su buena opinión ofreciéndose a acompañarla hasta el camarote. Ella aceptó
su escolta y él fue con ella hasta la puerta de su camarote de lujo, donde ella le tendió la
mano para desearle buenas noches.
—Y bien —dijo—, ¿qué hay de la señorita Congreve?
Philip se puso francamente ceñudo.
—La señorita Congreve —dijo— está prometida en matrimonio.
—¿Con el señor...?
—Con el señor Holland.
—¡No me diga! —exclamó la señora Dodd, bajando la mano—. ¿Por qué no ha malogrado
usted el compromiso?
—Mi querida señora Dodd —dijo Philip—, no sabe usted lo que dice.
La señora Dodd sonrió con una penosa sonrisa, hizo un ademán negativo y apartó la
mirada.
—¡Pobre Graham! —dijo.
Sus palabras lastimaron a Philip cual una bofetada.
—¡Graham! —gritó—. ¡Graham fue imbécil! —Había devuelto el golpe: no pudo evitarlo.
Volvió a ascender la escalerilla y retornó a cubierta, aún trémulo con la violencia de su
propia réplica. Caminó hasta el extremo trasero del barco y se apoyó en la barandilla,
contemplando los negros abismos acuáticos que espumeaban y remolineaban en la estela
del buque. Desprendió la ceniza de su cigarro y observó las ígneas partículas caer
flotando y desvanecerse en las tinieblas. Se sentía frustrado y triste. Allá en la embravecida oscuridad tumultuosa se abría de par en par la muerte instantánea. ¿Lo tentó a él
también? Él retrocedió con un escalofrío, y regresó a su asiento a la vera del comandante
Dodd.
Durante unos momentos el comandante guardó un silencio meditabundo. Luego, por
fin, dijo con una risa medio justificatoria:
—La señora Dodd se conduce bajo los efectos de un singular error.
—¿Cómo dice? —preguntó Philip.
—¿Conoció usted al señor Graham? —siguió el comandante.
—¡Vaya que si lo conocía!
—Fue un caso muy melancólico —dijo el comandante Dodd.
—Un caso muy melancólico. —Philip repitió sus palabras.
—No alcanzo a comprender cómo fue inducida la señora Dodd a tamaño fanatismo en lo
tocante a ese asunto. Creo que en cierta ocasión llegó incluso a golpear a la joven.
—¿A la joven? —dijo Philip.
—A la señorita Congreve, ya sabe: el objeto de las persecuciones de él.
—¡Ah, sí! —dijo Philip, penosamente desconcertado.
—La verdad es —dijo el comandante, aproximándosele y bajando confidencialmente la
voz— que la señora Dodd estaba enamorada de él... tanto, es decir, como una mujer puede
estarlo de un hombre en esas condiciones.
—¿Es posible? —dijo Philip, disgustado y enojado por algo que ignoraba, pues las
alusiones de su compañero eran un enigma.
—Oh, yo pasé tres semanas en Sharon —prosiguió el comandante—; fui a hacer compañía a
mi cuñada; lo presencié todo. Intenté hacer desistir al pobre Graham, pero rehusó
escucharme: no es que se mostrara muy sereno. Casi no hablaba, y únicamente se confiaba a la señora Dodd y a mí: vivíamos en el mismo alojamiento, ¿sabe? Desde luego,
enseguida me di cuenta de lo que había detrás de ello, y me dolí mucho por la pobre
señorita Congreve. Lo soportaba muy bien, pero debió de resultarle muy fastidioso.
De un salto Philip se levantó de su asiento:
—¡Por el amor del cielo, comandante Dodd —gritó—, ¿de qué me habla?!
El comandante lo miró fijamente un instante y luego soltó una carcajada.
—¿Es que usted conviene con la señora Dodd? —dijo, reportándose.
—A la señora Dodd no la comprendo mejor que a usted.
—Caramba, querido señor mío —dijo el comandante, incorporándose y tendiéndole la
mano—, le ruego mil perdones. Pero debe disculparme si me es imposible mudar de
opinión.
—En primer lugar, por favor, tenga la bondad de hacerme saber cuál es su opinión.
—Caramba, señor, que toda la historia es un solemne desatino.
—¡Santo cielo —exclamó Philip—, eso no es una opinión!
—Muy bien, señor, usted lo ha querido: ese hombre estaba loco de atar.
—¡Oh! —exclamó Philip. Su exclamación expresaba muchas cosas, pero el comandante la
interpretó como una protesta.
—Era un monomaníaco.
Philip no dijo nada.
—¿Para usted no es nueva la idea?
—Pues —dijo Philip—, a decir verdad, sí que lo es.
—Bueno —dijo el comandante, con reverente ademán—, pues ahí la tiene usted... aunque
carezca de importancia.
Philip aspiró aire profundamente.
—¡Ah, no! —dijo con seriedad—. No carece de importancia. —Durante cierto rato se quedó
callado, con la vista clavada en la cubierta. El comandante Dodd dio unas cuantas
chupadas a su cigarro y lo observó de soslayo. Al fin Philip alzó la mirada—: ¿Y Henrietta
Congreve?
—Henrietta Congreve —dijo el comandante, con militar generosidad y galantería— es la
muchacha más cariñosa del mundo. ¡No me contradiga! La conozco bien.
—¿No se había prometido con Graham?
—¿Prometido? Ella nunca lo miró.
—Pero él estaba enamorado de ella.
—Ah, eso era problema suyo. La atosigaba continuamente. Ella intentó ser considerada y
amable... y ello empeoró las cosas. Después, cuando ella resolvió no volver a tratarlo, el
pobre diablo juró que lo había dejado plantado. Se convirtió en una idea fija. Logró que la
señora Dodd se la creyera.
Las mudas reflexiones de Philip —la silenciosa elocuencia de su atónito corazón
exorcizado— no tenemos espacio para traducirlas en palabras. Pero mientras el
comandante le aliviaba su carga con una mano, se la incrementaba con la otra. Hasta
aquel momento Philip no había compadecido de veras a su amigo.
—Yo lo conocía bien a él —dijo, en voz alta—. Era el mejor de los hombres. Es
perfectamente posible que ella se interesara por él.
—¡Santo cielo! Mi querido amigo, ¿cómo habría podido esa mujer amar a un loco?
—Utiliza usted palabras fuertes. Cuando me separé de él en junio, estaba tan cuerdo
como usted o yo.
—En tal caso, por lo visto, perdió la razón en el intervalo. Su estado de salud era
lastimoso.
—Pero un hombre no pierde la razón sin algún motivo.
—Admitamos, pues —dijo el comandante—, que la señorita Congreve fue el motivo. Insisto
en que fue un motivo involuntario. ¿Cómo habría podido tontear con él? Estaba
prometida a otro hombre. Los caminos del Señor son inescrutables. Por fortuna —continuó
el comandante—, ella ignora lo peor.
—¿Qué es eso de lo peor?
—Caramba, ya sabe usted que se pegó un tiro.
—Válgame el cielo, la señorita Congreve no lo ignora.
—Me parece que está usted en un error. Esta misma mañana lo ignoraba.
Philip se sentía desconcertado y aturdido por el tejido de horrores en que estaba
enredado.
—Oh —dijo, amargamente—, entonces es que se le ha olvidado. Lo supo hace un mes.
—No, no y no —replicó el comandante, con decisión—. Me tomé la libertad, esta mañana,
de tributarle una visita y, como ya habíamos hablado un poco sobre el señor Graham en
Sharon, aludí a su muerte. Noté que estaba enterada, y no dije nada más...
—¿Entonces? —dijo Philip.
—Entonces, querido amigo mío, ella cree que murió en la cama. ¡Ojalá nunca deje de
creerlo!
En el decurso de aquella noche —permaneció levantado en cubierta hasta las dos de la
madrugada, a solas— Philip, dándoles vueltas en la cabeza a muchas cosas, se hizo
ferviente eco de este último deseo del comandante Dodd.
Aux grands maux les grands remèdes. En la actualidad Philip está casado; y, cosa
curiosa, su esposa guarda una sorprendente semejanza con la joven cuya fotografía
adquirió al precio de seis docenas de la suya propia. Y sin embargo no se llama Angelica
Thompson... ni siquiera Dora.
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