Henry
James
(1843-1916)
Nona Vincent
(“Nona Vincent”, 1892)
Originalmente publicado en English Illustrated Magazine (febrero-marzo 1892);
The Real Thing and Other Tales (1893)
I
—No sé si pedirle que me la lea —dijo la señora Alsager mientras aún se entretenían un poco junto a la chimenea antes de que él se despidiese. Miraba el fuego de soslayo, apartando el vestido y haciendo la proposición con una tímida sinceridad que se sumaba a su encanto. Tenía siempre un encanto enorme para Allan Wayworth, como el aire todo de la casa, que era simplemente una especie de destilación de sí misma, tan dulce, tan tentadora, que el joven, antes de marcharse, daba siempre varios pasos en falso. Había pasado en ella algunos buenos ratos, había olvidado, en su cálido, dorado salón, muchas de las soledades y muchas de las preocupaciones de su vida, tanto que había llegado a constituirse en la respuesta inmediata a su ansiedad, en la cura de sus males, en el puerto en el que se refugiaba de sus tormentas. Sus tribulaciones no eran inauditas, y algunas de sus virtudes, si bien nada extraordinarias, eran relativamente notables, teniendo en cuenta que era muy inteligente para ser tan joven, y muy independiente para ser tan pobre. Tenía veintiocho años, pero había vivido mucho y estaba lleno de ambiciones, de curiosidades y de desengaños. La oportunidad de hablar de algunas de estas cosas en Grosvenor Place corregía perceptiblemente las inmensas desventajas de Londres. Desventajas que, en su caso, se concretaban principalmente en la insensibilidad mostrada hacia el estilo literario de Allan Wayworth. Tenía un estilo, o creía tenerlo, y el inteligente reconocimiento de esta circunstancia era el más dulce consuelo que la señora Alsager habría podido prodigar. Era ella aún más literaria y artística que él, ya que el joven solía arreglárselas para sobrevivir a sus naufragios (en eso consistía su ocupación, su profesión), mientras que la generosa mujer, que abundaba en ideas felices pero inéditas y sin publicar, se erguía ahí, en la marea alta, como la ninfa salpicada por el agua en la marmórea taza de una fuente.
El año anterior, en una cena del gran mundo periodístico, se la había encontrado sentada al lado, y los dos habían convertido esa ocasión profundamente material en un banquete para el espíritu. No hubo otro motivo para que le invitara a visitarla salvo que le gustó, cosa de la que él tuvo el mayor placer en percatarse, tanto como se percataba de que era una mujer exquisita. Ella gozaba de una libertad envidiable a la hora de proceder según sus gustos, y esto permitió a Wayworth creer menos inútil su deducción de que por el momento le había tocado ser uno de ellos. Se guardó el descubrimiento para sí, y es que en realidad nada había que le indujese a dar la espalda a la amabilidad de una mujer amable. La señora Alsager estaba tan sólidamente asentada sobre el sentido de propiedad que, de no haber sido por principio liberal, se habría visto condenada a permanecer inactiva. Su marido, que le llevaba veinte años, una personalidad de envergadura en la City y de peso en la vida privada (dondequiera que se irguiese, o se sentase siquiera, era monumental), era propietario de la mitad de un gran periódico y de la totalidad de un montón de cosas más. Admiraba a su mujer, aunque no le hubiera dado hijos, y le complacía que tuviese gustos distintos a los suyos, porque de esa manera parecía extenderse la parcela de su vida en común. Sus propias inclinaciones abarcaban tanto que apenas alcanzaba a ver los confines, y su teoría consistía en confiar en que ella pusiera a las suyas un límite dentro del cual tuviera que ser para ambos motivo de asombro llegar a saciarlas. Las ideas de él eran prodigiosamente vulgares, pero algunas tenían la suerte de que las llevase a cabo una persona de la mayor delicadeza. La delicadeza era algo que permitía hacer extraños malabarismos con tales ideas, pero de eso el señor Alsager nunca se hubo de enterar. Minado sin saberlo, pensaba, sobre todo, que era a ella a quien había engrandecido. En realidad habría sido aún más grande sin su esposa, con la que la sociedad, con un suspiro de alivio, estaba prácticamente en deuda, y a la que en justicia correspondía con una actitud de aturdido respeto. La señora Alsager sentía una estremecedora necesidad de proyectar su libertad y su ocio en las cosas del alma: las cosas más bellas que conocía. Cuando se ponía a buscarlas, las encontraba en un centenar de sitios, y particularmente en una zona de penumbra sagrada —la zona de la piedad activa— sobre cuyo acceso había corrido un velo tan tupido que habría sido una impertinencia descorrerlo. Pero también cultivaba otras pasiones benéficas, y si acariciaba un sueño de cosas hermosas, los momentos en que más le parecía que éste se hacía realidad eran cuando veía, como una flor, recogida la belleza en el jardín del arte. Amaba la obra perfecta: sentía la vibración del arte. Una vibración así sólo podía darse al compás de otra, para que, en su espíritu, se añadiera al aprecio la intensidad de un lamento. Sabía entender el júbilo de la creación, pero no le bastaba con que le dijeran que su propia persona creaba felicidad. Lo que le hubiese gustado, en fin, habría sido elegir su camino; pero aquí era precisamente donde la libertad le fallaba. No poseía la voz: poseía, únicamente, la visión. La única envidia que era capaz de alimentar estaba dirigida contra aquellos que, según sus palabras, eran capaces de hacer algo.
Pero como en ella, al fin y al cabo, todo se tornaba gentileza, era admirablemente hospitalaria con tales individuos como clase. Creía que Allan Wayworth era capaz de hacer algo, y le gustaba oírle hablar de los medios con que se proponía demostrarlo. Él apenas hablaba de ellos con nadie más: ella lo dejaba sin fuerzas para otros oyentes. Con su hermosa lozanía y su reposada gracia constituía en verdad un auditorio ideal, y si alguna vez le hubiese confesado que le habría gustado emborronar algunas páginas (de hecho esto jamás se lo había mencionado a nadie), él se habría encontrado en la posición idónea para preguntarle por qué razón una mujer de tan expresivo rostro no habría de ser consciente de sus propios hallazgos. ¿De qué otra manera podía, en fin, expresarse mejor? Menos expresión tenían Shakespeare y Beethoven. Nunca había sido tan generosa como aquella vez en que, atendiendo a la invitación que he consignado, le llevó el joven su obra para leérsela. Ya le había hablado antes de ella, y una oscura tarde de noviembre, cuando su chimenea roja era más que nunca una liberación del clima y de la ciudad, había exclamado al llegar: «¡Ya la tengo! ¡Ya la tengo!». Ella le obligó a contársela toda: se tomó un interés realmente escrupuloso e hizo preguntas deliciosamente cabales. Desde el principio le había hablado como si estuviera a punto de estrenarse, empujándole, con su participación, a saltarse todo género de aburridos intervalos. A la señora Alsager le gustaba el teatro como le gustaban todas las formas de expresión artística, y él la había visto irse hasta París para asistir a una representación determinada. Una vez habían ido juntos: la vez que la había acompañado la estúpida de la señora Mostyn. El tema de su drama, cuando se lo esbozó, le había causado buena impresión, y le había dicho cosas que le ayudaron a confiar en la obra. En cuanto hubo echado el telón sobre el último acto, se apresuró a ir a verla, pero después de esto aún se reservó para los últimos y repetidos retoques. Finalmente, el día de Navidad, según habían convenido, ella se sentó a escucharlo. Era en prosa y tenía tres actos, pero de corte harto romántico, aunque tratase de la vida inglesa contemporánea; y él creía fervientemente que dejaba ver la mano, si no del maestro, del alumno aventajado.
Allan Wayworth había vuelto a Inglaterra, a los veintidós años, tras una heterogénea educación continental; su padre, corresponsal durante años de un célebre periódico londinense en distintos y sucesivos países del extranjero, había muerto apenas un poco después, dejando a la madre y al resto de su prole, dos muchachas sin dote, subsistiendo de unos ingresos muy pequeños en una muy plomiza ciudad alemana. Los comienzos del joven en Londres fueron difíciles, y se habían visto agravados por su aversión al periodismo. Las relaciones de su padre habrían podido servirle de ayuda, pero él (enfermizamente, a juicio de la mayor parte de sus amistades: la gran excepción era siempre la señora Alsager) era intraitable en cuestiones de forma. Los periódicos ingleses no pedían forma —no según su idea—, y él no podía dársela según la idea que ellos tenían. La demanda de forma no era ingente en ninguna parte, y Wayworth se pasaba penosas semanas puliendo articulitos para revistas que no pagaban en concepto de estilo. En realidad la única persona que pagaba por él era la señora Alsager: tenía un instinto infalible para lo perfecto. Pagaba con su propia moneda, y si Allan Wayworth hubiese sido una persona que viviera de un sueldo, esto le habría permitido creer que, ya que no percibía derechos de autor, al menos de vez en cuando se encontraba con una propina en la palma de la mano. Tenía sus limitaciones, sus desviaciones, pero lo mejor de sí mismo era también lo más fuerte, y él era sincero e infatigable. Es, sin embargo, la impresión que produjo en la señora Alsager lo que nos interesa aquí, y ella lo encontraba además de considerablemente guapo completamente original. Había algunos malos hábitos que el joven nunca iba a contraer: el fácil camino del éxito le tenía reservados demasiados y prohibitivos charcos.
En cuanto a él, nunca había sido tan feliz desde que había visto, como creía con fervor, el camino que iba a proporcionarle algún tipo de dominio sobre el concepto teatral, que le parecía una cosa muy distinta ahora que la contemplaba desde dentro. En una primera época lo había despreciado: entonces le parecía una joya, de tenue brillo a lo sumo, oculta en un estercolero, una vela de triste llama en un ambiente enrarecido de vulgaridad. Era un cerco con sórdidos accesos, por el que no valía la pena sacrificarse y sufrir. El hombre de letras, al abordarlo, tenía que dejar a un lado la literatura, y eso era como pedir al portador de un noble linaje que renunciase a su herencia inmemorial. Las cosas se ven de otra manera, sin embargo, con un cambio en la perspectiva: Wayworth había amanecido un día bajo una luz completamente distinta. Sería ocioso remontarnos aquí al origen de este accidente; para un espectador de la vida del joven sería de mayor interés la observación de algunas de sus consecuencias. Se había convertido (así se sintió) en objeto de una revelación especial, y llevaba el sombrero como un hombre enamorado. Un ángel le había cogido de la mano, guiándole hasta la puerta destartalada que, al abrirse, descubre un interior espléndido y austero a la vez. El concepto teatral era magnífico, una vez que uno lo había abrazado: la forma dramática tenía tal pureza que otras, a su lado, parecían ignominiosamente groseras. Gozaba de la dignidad elevada de las ciencias exactas, era matemática y arquitectónica. La renovaban constantemente la construcción y el cálculo, la ley y la línea la hacían incorruptible. Estaba desnuda, pero enhiesta, era pobre, pero noble; le recordaba a un soberano famoso por su justicia que hubiera tenido que vivir entre los despojos de un palacio. Había en ella una cantidad tremenda de concesiones, pero lo que se reservaba tenía una singular intensidad. Estaba uno perpetuamente arrojando la carga para salvar el barco, pero qué movimiento le imprimía cuando le hacía surcar las olas… ¡un movimiento tan rítmico como la danza de una diosa! Wayworth daba largos paseos por Londres pensando en estas cosas: Londres derramaba en sus oídos el poderoso zumbido de su fascinación. La imaginación le ardía, fundía materias, los proyectos se multiplicaban, convirtiendo el aire en una nube de oro. No sólo veía lo que debía hacer, sino también lo que seguiría, lo próximo y lo de más allá; el futuro se abría ante sus ojos y él parecía caminar sobre losas de mármol. Cuanto más probaba la forma dramática, más le gustaba; cuanto más la miraba, más cosas descubría. Lo que en ella descubría lo descubría ahora en realidad en todas partes; si se paraba, en el atardecer de Londres, frente a algún fulgurante escaparate, lo veía transformarse inmediatamente entre luces de candilejas, se convertía en el marco y en el escenario de sus figuras. Trabajaba sin descanso en esas figuras en su solitario hospedaje, les daba forma y daba forma a su tabernáculo; era como un herrero cincelando un cofrecito, encorvado sobre su obra con la pasión de lo perfecto. Cuando no estaba pateando las calles con sus visiones ni devanándose los sesos en el escritorio con sus problemas, intercambiaba ideas generales sobre la cuestión con la señora Alsager, a quien prometía detalles que en horas venideras y aún más felices habrían de proporcionarle esparcimiento. Los ojos de ésta estaban bañados en lágrimas el día en que le leyó las últimas palabras de la obra terminada; como una diosa, susurró:
—Y ahora… ¡manos a la obra! ¡Manos a la obra!
—Sí, justamente… ¡a la obra! —Wayworth contemplaba el fuego, enrollando despacio su copia mecanografiada—. Pero este aspecto del asunto es algo totalmente distinto, y completamente secundario.
—Pero por supuesto querrá usted que se estrene, ¿verdad?
—Claro que sí… pero es un descenso repentino. Lo deseo intensamente, pero lamento hacerlo.
—Ahí precisamente empiezan las dificultades —dijo la señora Alsager, un poco desprevenida.
—¿Cómo puede decir una cosa así? ¡Si es ahí donde terminan!
—¡Ah, espere usted a ver dónde terminan!
—Lo que digo es que ahora van a ser totalmente distintas —explicó Wayworth—. No me parece que pueda haber en el mundo nada más difícil que escribir una obra y que resista un examen detallado; comparadas con ésta, las complicaciones que surgen ahora son de otra índole, definitivamente menor.
—Sí, no inspiran nada —dijo la señora Alsager—; son descorazonadoras, porque son vulgares. El otro problema, llevar a término la obra en sí, esto es puro arte.
—¡Qué bien lo entiende usted todo! —El joven se había levantado, nerviosamente, y había apoyado la espalda en la chimenea, cruzando los brazos. En el hueco de uno de éstos, apretujada en un puño, tenía su copia enrollada. Miraba a la señora Alsager con una sonrisa de gratitud, y ella le respondía con la sonrisa de sus ojos aún húmedos y hechizados—. Sí, ahora empezarán las vulgaridades —añadió el joven a continuación.
—Será para usted un sufrimiento indecible.
—Sufriré por una buena causa.
—¡Sí, dar esto al mundo! Tiene que dejármela, tengo que leerla una y otra vez —suplicó la señora Alsager, levantándose y arrebatándole de las manos la copia, en cuyas tapas de papel gris verdoso identificaba él ahora todo un género—. ¿Y quién demonios va a hacerla? ¿Quién demonios va a ser capaz? —Continuó, cerca de él, hojeándola. Antes de que pudiera responder, se había detenido en una de las páginas; giró el libro para señalarle un parlamento. El joven echó un vistazo donde le indicaba, y ella le rogó que lo repitiera: antes lo había leído de un modo admirable. Se lo sabía de memoria y volvió a recitárselo en voz baja (el pasaje tenía en verdad una cadencia que le agradaba), cerrando el libro que ella aún sostenía con la mano, y observando, con un irónico placer que esperaba que fuese perdonable, el aplauso en el rostro de su oyente—. Ah, ¿quién va a ser capaz de pronunciar unas frases así? —exclamó la señora Alsager—. ¿Qué actriz encontrará usted para este papel?
—¡Encontraremos a quien los haga todos!
—Pero no lo merecerán.
—Lo merecerán lo suficiente si lo desean lo suficiente. Yo trabajaré con ellos… Se lo inculcaré —hablaba como si hubiera estrenado veinte obras.
—¡Oh, eso será digno de ver! —se hizo eco la señora Alsager.
—Pero primero tengo que encontrar un teatro. Tendré que buscar un empresario que crea en mí.
—Sí… ¡son tan idiotas!
—Imagínese usted la paciencia que voy a necesitar, lo que tendré que esperar y que aguantar —dijo Allan Wayworth—. ¿Me ve usted pregonándola por todo Londres?
—La verdad es que no… Su salud no lo resistiría.
—Pues es lo que tendré que hacer. Llegaré a viejo antes de verla estrenada.
—¡Yo no tardaré en llegar a vieja si no la veo! —exclamó la señora Alsager—. Conozco a uno o dos —musitó.
—¿Eso significa que hablará con ellos?
—Es cuestión de conseguir que se la lean. Eso podría hacerlo.
—No pido más. Pero hasta para eso tendré que esperar.
Ella lo miró con la amabilidad de una hermana.
—¡No tendrá que esperar!
—¡Ah, mi queridísima señora! —murmuró Wayworth.
—Quizá usted podría esperar, ¡pero yo no! ¿Me dejará usted la copia? —insistió, volviendo a pasar las páginas.
—Por supuesto, tengo otra.
Todavía a su lado, leyó para sí misma algunos pasajes aquí y allá; luego, con una dulce voz, leyó otros en voz alta.
—¡Oh, ojalá fuera usted actriz! —exclamó el joven.
—Esto es lo último que soy. ¡Yo no hago comedia!
Nunca había tenido Wayworth tanto la impresión de que era su hada buena.
—¿Y quizá un poco de tragedia? —preguntó, con la levedad de una absoluta confidencia.
Ella se apartó, entonces, con una risa extraña y fascinante y un «¡Quizá eso le corresponda decidirlo a usted!». Pero antes de que él pudiera eludir tal responsabilidad, se había dado otra vez la vuelta, hablando de Nona Vincent como si se tratase de la más interesante de sus amigas y de su situación actual como si despertara irresistiblemente todas sus simpatías. Nona Vincent era la heroína de la obra, y la señora Alsager se había encaprichado tremendamente con ella.
—¡No soy capaz de decir cuánto me gusta esa mujer! —exclamó en un ensimismado rapto de fe que sólo podía ser un bálsamo para el espíritu artístico.
—Me alegra horrores que esté un poco viva. Tengo la impresión de que se parece mucho a usted —observó Wayworth.
La señora Alsager clavó en él una fugaz mirada y se sonrojó pálidamente. Era evidente que esta perspectiva no lograba impresionarla; tampoco, sin embargo, se la tomó en broma.
—No tengo la sensación de parecerme. No me veo haciendo lo que ella hace.
—No se trata tanto de lo que hace —alegó el joven, estirándose el bigote.
—Pero lo que hace es lo fundamental. Sencillamente declara su amor… Yo nunca haría eso.
—Si repudia usted su proceder de ese modo tan tajante, ¿por qué le gusta que lo haga?
—No es por eso por lo que me gusta.
—¿Por qué, si no? Eso es enormemente representativo.
La señora Alsager meditó, mirando el fuego; daba la impresión de tener media docena de motivos donde elegir. Pero el que dio resultó inesperadamente elemental; habría podido incluso estar precipitado por la desesperación de no encontrar otro.
—¡Me gusta porque usted la creó! —exclamó, riendo, y alejándose otra vez.
Wayworth rio aún más fuerte.
—También usted ha sido un poco su creadora. Yo me la he imaginado parecida a usted.
—Debería parecerse a alguien mejor —dijo la señora Alsager—. No, la verdad, yo no haría lo que ella hace.
—¿Ni siquiera en las mismas circunstancias?
—Yo nunca me encontraría en esas circunstancias. Son las circunstancias precisas de su obra, y nada tienen en común con una vida como la mía. Sin embargo —continuó—, esa conducta era natural en ella, y no sólo natural, sino, en mi opinión, totalmente noble y hermosa. Yo no iba a ser capaz de apreciar con justicia el talento y el tacto con que usted nos hace aceptarla; y le digo con franqueza que para mí es evidente que a un joven que en sus comienzos ha sido capaz de un hallazgo así, le espera forzosamente un brillante porvenir. Gracias a Dios, ¡puedo admirar a Nona Vincent con el mismo entusiasmo con que sé que no me parezco a ella!
—No exagere —dijo Allan Wayworth.
—¿Mi admiración?
—Su falta de parecido. Ella tiene su rostro, su porte, su voz, sus movimientos; tiene muchos elementos de su ser.
—¡Pues va a ser la perdición de su obra! —replicó la señora Alsager. Bromearon un poco al respecto, aunque no fue en tono de chiste como la anfitriona de Wayworth indicó—: Tiene usted, en todo caso, una solución: encontrar a la mujer indicada para hacerla.
—Oh, «hacerla»… ¡«hacerla»! —se lamentó el joven, discretamente.
—Le comprendo, mi pobre amigo. Qué lástima, con lo magnífico que es el papel… ¡con la oportunidad que sería para una joven seria e inteligente! De Nona Vincent depende prácticamente toda la obra: quien la haga puede llevarla a buen puerto o hacerla naufragar por el camino.
—Es una perspectiva fascinante —dijo Allan Wayworth, con súbito escepticismo. Los dos intercambiaron una mirada con la que, por un espeluznante momento, vieron el más negro de los panoramas; pero no se despidieron sin antes comunicarse votos y promesas enteramente consagradas al ideal. No hay que creer, con todo, que por saber que la señora Alsager iba a ayudarle se sintiera Wayworth menos impaciente por ayudarse a sí mismo. Hizo cuanto estuvo en su mano, sabiendo que ella no estaba haciendo menos por su parte; pero al cabo de un año se vio obligado a admitir que de la unión de sus esfuerzos apenas había brotado otra cosa que la flor del desánimo. Al cabo de un año el lustre de su inapreciada obra maestra se había marchitado totalmente ante sus ojos, y el joven se encontró escribiendo para un diccionario biográfico pequeñas vidas de celebridades de las que nunca había oído hablar. Que le publicaran, en cualquier parte y de cualquier manera, era una forma de gloria para un hombre tan negado para los estrenos, y que le pagaran, incluso a precios de enciclopedia, tenía la virtud de volverle a uno resignado y prolijo. No podía meter en un diccionario estilo de contrabando, pero podía al menos llegar a la conclusión de que se había esforzado por aprender la lección de que el teatro es una grosera impertinencia en casi todas partes. Había llamado a las puertas de todas las salas de Londres, y, a un coste ruinoso, había multiplicado copias de Nona Vincent en sustitución de las pulcras transcripciones que habían descendido al abismo empresarial. La obra no era ni siquiera rechazada: ni el halago conseguía de una insinuación de que alguien se la hubiera leído. Lo que fueran a hacer los empresarios por la señora Alsager poco importaba ahora; lo importante era que no iban a hacer nada por él. Aquella encantadora mujer se veía arrastrada por el suelo, tan escasa había sido la repercusión de las autoridades en que confiaba. Ahora ninguno de los dos tocaba el tema, pero el joven trataba de ofrecerle una amistad aún más elevada, para que ella no pensara que acaso él pensaba que le había fallado. Wayworth todavía paseaba por Londres con sus sueños a cuestas, pero, como los meses pasaban y el año se le acababa sin poder hacer nada, no eran tanto sueños de gloria como de venganza. La gloria parecía una expresión descolorida como recompensa de su paciencia; alguna floritura feroz, algo sanguinolento se ajustaba más al caso. Su mayor consuelo siguió estando, sin embargo, en el concepto teatral; no fue hasta entonces cuando descubrió lo incurablemente enamorado que estaba de él. Al término de un segundo y estéril año, amaba él más sus infructuosas facultades por los ultrajes que parecían sufrir. En sus mejores momentos, vivía en un mundo de temas y situaciones; escribió otra obra, y la hizo tan diferente de su predecesora como sólo algo muy bueno podía ser. Quizá fuera algo muy bueno, pero, en cuanto la hubo confiado al limbo teatral, los hados ciegos no advirtieron la diferencia. Fue capaz, por último, de marcharse de Inglaterra durante tres o cuatro meses; se fue a Alemania, a cumplir con la visita que desde hacía tiempo debía a su madre y sus hermanas.
Poco antes de la fecha que se había fijado para regresar, recibió de la señora Alsager un telegrama que decía: «Loder quiere verle. Ensayos Nona inmediatamente». Dedicó las pocas horas previas a su marcha a dar besos a su madre y sus hermanas, las cuales sabían lo suficiente de la señora Alsager para pensar que era una suerte que esa respetable mujer casada no se encontrara en aquel lugar… un alivio al que, no obstante, acompañaron especulativas prospecciones sobre Londres y el día de mañana. Loder, como sabía nuestro joven, significaba el nuevo Renaissance, pero aunque llegó por la noche no fue a este oportuno y moderno teatro adonde dirigió sus primeros pasos. Era tarde, pero pasó una hora con la señora Alsager, una hora llena de estremecimientos y cálculos. Ella le dijo que el señor Loder era un hombre encantador, que había aceptado la obra simplemente tal como era; tenía esperanzas en ella, lo cual, además, viniendo de un pesimista profesional, podía casi calificarse de extático. Se había formado el reparto, con cierto margen para las objeciones, y Violet Grey iba a ser la heroína. En su ausencia, esta actriz había sido capaz de dar una buena muestra de su arte en aquel viejo y tenebroso teatro que era el Legitimate; la obra era un torpe réchauffé, pero ella al menos había estado natural. Wayworth recordaba a Violet Grey: ¿acaso no se había pasado dos años, en una denodada operación de «busca y captura», rastreando los teatros de Londres a la caza de futuros intérpretes? Hasta el momento no había cazado muchos, y esta joven dama en ningún momento se había colado en su red. Era guapa y era singular, pero nunca se la había imaginado en el papel de Nona Vincent, y ni siquiera se había sentido atraído por lo que ya se consideraba lo bastante iniciado en la profesión para llamar su personalidad artística. La señora Alsager tenía otra opinión: declaró haberse sentido no poco impresionada por algunos matices suyos. La joven estaba interesante en lo del Legitimate, y el señor Loder, que le tenía puesto el ojo encima, la describía como una mujer ambiciosa e inteligente. Tenía unas ganas increíbles de hacer carrera… ¡Y algunas de esas señoritas eran tan perezosas! Wayworth se mostraba escéptico: había visto a la señorita Violet Grey, que era terriblemente itinerante, en una docena de teatros pero en una sola faceta. Nona Vincent tenía una docena de facetas pero un solo teatro; y aun así ¡con qué febril curiosidad se prometió observar a la actriz al día siguiente! Dar vueltas ahora al asunto en compañía de la señora Alsager parecía cobrar las mismísimas proporciones de un ensayo. La cercana perspectiva del estreno aconsejaba incluso no hacer ni una sola pregunta; hasta la primera noche, quería andar de puntillas, sólo pondría la condición de que se respetara su texto, y se daba cuenta de que no iba ni a pestañear siquiera si el escenógrafo le adjudicaba un viejo decorado con paneles de roble.
Cobró conciencia, al día siguiente, de que los peligros iban a ser otros, aunque no habría sido capaz de decir en qué exactamente iban a consistir. El peligro acechaba, sin duda… el peligro acechaba en todas partes, en el mundo del arte, y en el mundo de los negocios aún más; pero lo que en realidad creía percibir, por el momento, era el batir de las alas del triunfo. Nada podía socavar este principio, desde el momento en que era un triunfo el mero hecho de ser representado. Iba a ser un triunfo hasta si se le representaba mal: una reflexión que no le impidió, pese a todo, proscribir, en su política de optimismo, la palabra «mal» del vocabulario. No tenía aplicación, en el compromiso de la práctica; no la tenía siquiera a su obra, a la que era consciente de haber ya sobrevivido y para la que predecía, en el curso de las próximas semanas, un estado de ánimo repartido entre frecuentes zozobras y satisfacciones frecuentes. Cuando bajó a la penumbra diurna del teatro (y aquella bóveda se cernía sobre él como el templo de la fama), el señor Loder, tan encantador como había anunciado la señora Alsager, se le apareció como el espíritu de la hospitalidad. El empresario empezó a explicar por qué había tardado tanto en dar señales; pero eso, ahora, era lo que menos interesaba a Wayworth, y después nunca podría recordar qué motivos había enumerado. De todo este asunto de las discusiones y preparativos, le gustaron hasta las cosas que había pensado que probablemente no le iban a gustar, y con las que sí había pensado que lo iban a hacer se deleitó a voluntad. Aquella noche observó a la señorita Violet Grey con ojos ávidos de penetrar en sus posibilidades. Cierto era que no carecía de ellas: cualidades de dicción y de rostro, cualidades hasta de inteligencia, tal vez; en cualquier caso permaneció en su asiento con una atención favorable, halagüeña, repitiéndose una y otra vez, con toda la convicción de que era capaz, que no era una mujer común… una circunstancia tanto más esperanzadora por cuanto el papel que representaba sí se lo parecía, desesperadamente. Se daba cuenta de que ésa era la razón de que al público le gustase; tenía el presentimiento de que disfrutaban más del papel que de la actriz. Y sentía pánico para sus adentros al preguntarse cómo, si ése era el género que les gustaba, iba a poder gustarles el suyo. Su propio género había pasado a ser, para él, la idea fundamental. Para cuando la velada hubo concluido, algunos rasgos de la señorita Violet Grey, diversos trazos de su perfil, cierta vibración de la voz, se habían ganado un sitio en la misma categoría. Era interesante, era distinguida; dicho de otro modo, la había aceptado: venía a ser lo mismo. Pero esa noche se marchó del teatro sin hablar con ella: obligado (incluso un poco confundido) por un extraño impulso de dilación. Por la mañana iba a leer los tres actos ante la compañía, y entonces iba a tener mucho que decir; lo que de momento sentía era una vaga resistencia a comprometerse. Encontró, además, un leve motivo de perplejidad y fastidio en el hecho de que, aunque se había pasado la noche intentando ver a Nona Vincent en la persona de Violet Grey, lo que había acabado prevaleciendo había sido la visión de Violet Grey en la persona de Nona. No era su deseo ver a la actriz de esa forma tan directa, ni tan simple siquiera; y había sido muy fatigoso el esfuerzo de concentrarse en Nona con los medios que le ofrecían, no sólo la intérprete sino también el Legitimate. Antes de acostarse, esa misma noche echó al correo dos palabras para la señora Alsager: «No lo es ni de lejos, pero quizá yo consiga que lo sea».
Al día siguiente, mientras leía, le satisfizo la forma en que la actriz le escuchaba; le satisficieron muchas cosas, de la lectura, y sobre todas ellas la lectura en sí. Todo aquello tenía para él la mayor importancia, y él la aumentaba y organizaba. Disfrutaba de su asentamiento en la gran penumbra de la cavidad del teatro, lleno de ecos de «efecto» y de un extraño aroma a gas y a éxito: parecía, todo él, un lienzo extraordinariamente pasivo a la espera de su obra. Por primera vez en la vida tenía los medios a su alcance; la frase le era familiar, pero la sensación nunca había creído que fuese a experimentarla. Todo lo que Loder estaba dispuesto a hacer le admiraba, pero se decía a sí mismo que bajo ningún concepto se le tenía que notar. Había previsto dos particulares circunstancias ligadas al esfuerzo artístico de montar una obra: una consistía en una gran cantidad de angustia y la otra, en una gran cantidad de diversión. Más adelante habría de considerar el momento de la lectura el más memorable de todo el proceso, porque entonces había visto más que nunca su pieza representada. Lo que venía después era trabajo de otros; pero éste, por entero, con sus fallos e imperfecciones, era el suyo. El drama había vivido, en fin, durante esos momentos, con una intensidad que no iba a tardar en diluirse entre la pobreza y la grisura de los ensayos; dulcemente, lo había visto vivir en la inmovilidad del pequeño semicírculo de actores atentos e inescrutables, vestidos a prueba de agua y calzados a prueba de fango. La señorita Violet Grey era la oyente a quien más cosas tenía que decir, y había tratado, sobre la marcha, cruzando de un lado a otro el destartalado escenario, de darle ocasión de captar la esencia de su personaje. La actitud de ésta era grácil, pero, aunque parecía escuchar poniendo los cinco sentidos, su rostro había permanecido perfectamente en blanco; una circunstancia que no fue, a pesar de todo, descorazonadora para Wayworth, el cual prefería que su actriz no se precipitase. Los demás miembros de la compañía habían dado muestras visibles de haber reconocido los pasajes de comedia; pero incluso en esos momentos le había perdonado a ella su falta de expresión. Era evidente que antes que nada deseaba saber, simplemente, de qué iba todo.
Más sorprendente que la revelación de las dimensiones que el señor Loder estaba dispuesto a alcanzar, fue descubrir que a algunos actores no les gustaba su papel; se le cayó el alma a los pies al preguntarse qué iba a poder hacer con ellos si eran tan imbéciles. Fue éste su primer desengaño; en cierta medida había esperado que todos se dieran cuenta, inmediatamente y demostrando gratitud, de la extraordinaria oportunidad que se les presentaba, y desde el momento en que tales cálculos se desmoronaron, se sintió a la deriva, o preocupado en cualquier caso por los nuevos desengaños que pudieran estar esperándole. No era posible adivinar lo que le gustaba o no le gustaba al empresario; de él no salía ni un juicio, ni un comentario; la aceptación de su obra y de sus opiniones respecto al montaje lo habían convertido, por lo visto, en una efigie enmascarada y amortajada. Wayworth estaba en condiciones de imaginar que a partir de ahora todo iba a desarrollarse en un ambiente más tenso y cargado que el de los cumplidos y muestras de confianza. Cuando habló con Violet Grey, al acabar la lectura, sacó la conclusión de que era una mujer bastante ruda: ¿qué mejor prueba de ello que su imposibilidad de estallar en una manifestación de alegría ante la que había de ser su gran oportunidad? Esta reserva, no obstante, era evidente que no tenía nada que ver con un carácter presuntuoso; ella no tenía la menor intención de hacerle creer que una persona de su eminencia estuviera por encima de los fáciles arrebatos. No tardó en adivinar que estaba desconcertada y hasta un poco asustada: en cierto modo no había entendido. Y a él nada podía tentar más que la ocasión de aclararle sus dificultades, en el curso de cuyo examen descubrió rápidamente que la actriz, hasta donde había entendido, había entendido mal. Que fuese ruda era sólo un motivo más para seguir hablando; no dejó de decirle:
—Pregúnteme, pregúnteme: pregúnteme todo lo que se le ocurra.
Ella preguntó, estuvo constantemente preguntándole, y en los primeros ensayos, que carecieron de forma y fueron vacíos hasta un punto que más parecían la muerte de un experimento que la aurora de un éxito, discutieron largo y tendido muchas cosas en un rincón del escenario, hasta que el joven llegó a creer que hablaba al fin y al cabo con la mayor seriedad. Cada día resultaba más evidente que su heroína era la piedra angular del edificio, por lo que de hecho la actriz estaba dispuesta a hacerse con el papel. Pero cuando recordó a la joven dama lo mucho que dependía todo, en la práctica, de su intervención, ésta se alarmó e incluso se escandalizó un poco; más de una vez se expresó como si ésa difícilmente «pudiera» ser la mejor manera de construir una obra: confiar todo el edificio o todo su derrumbamiento a una pobre muchacha atacada de nervios. Ella era casi morbosamente sensible, y en teoría eso es lo que a él le gustaba, aunque tres o cuatro veces perdiera la paciencia por las cosas que no podía y las que sí podía hacer. En estas ocasiones las lágrimas afloraron a sus ojos; pero, como se apresuró a asegurar, las originaba su propia estupidez, y no el tono en que él le hablaba, que era increíblemente atento dadas las circunstancias. La sinceridad la volvía hermosa, y el joven se encomendó al Cielo (no dejó de decírselo) para que fuera capaz de contagiar a Nona un poco de esa hermosura. Sin embargo, en cierto momento se sintió tan comprometida y acongojada que también a él, al verlo, se le humedecieron los ojos, y en este trance hubo de encontrarse, al darse la vuelta, con el señor Loder. El empresario le miró, echó una ojeada a la actriz, que le dio la espalda, y entonces, sonriendo a Wayworth y, con el humor de un hombre que oía cada noche las risas de la galería, exclamó:
—¡Vaya, vaya!
—¿Qué pasa? —preguntó Wayworth.
—Me alegra ver que la señorita Grey se toma tantas preocupaciones por usted.
—Oh, sí… ¡Acabará conmigo! —dijo el joven con alegría. Se daba perfecta cuenta de que a nadie pasaba inadvertida su seriedad respecto a Nona, y estaba, además, totalmente decidida a no sacrificar en los ensayos ni un ápice de rigor a ninguna consideración extrínseca.
La señora Alsager, a quien solía visitar a menudo, a última hora de la tarde, para tomar una taza de té, y agradecerle por anticipado el alivio que le proporcionaba, y contarle lo agotadores (tal como los estaban haciendo: ¡era una advertencia!) que encontraba lo ensayos…, la señora Alsager, cada día más su hada buena y, como él repetidamente le aseguraba, su ángel de la guarda, secundaba esta actitud superior y le incitaba a todas las formas de devoción artística. Naturalmente, nunca había estado tan interesada en su trabajo como ahora; quería saberlo todo de todo. Le trataba igual que a un héroe fatigado, le dispensaba lujosos reconstituyentes, le permitía desentumecerse entre almohadones y pétalos de rosa. Más que nunca parloteaban ahora, junto al fuego, sobre la vida del artista; él le confiaba, por ejemplo, todos sus temores y esperanzas, todos sus experimentos y ansiedades, en lo relativo a la encarnación de Nona. La señora Alsager estaba enormemente interesada en esta joven dama y lo manifestaba ocupando un palco tras otro (la había visto ya media docena de veces), llevada por el propósito de estudiar sus facultades a través del velo del papel que ahora interpretaba. Como Allan Wayworth, la encontraba prometedora sólo a ratos, porque tenía sus buenos ramalazos de torpeza. Era inteligente, pero pedía formación a gritos, y de formación tenía tan poca que la inteligencia apenas rendía una fracción de su efecto. Era como un cuchillo sin filo: buen acero que nunca había sido afilado; desgarraba la dura masa del drama, era incapaz de cortarla con pulcritud.
II
—Desde luego, ¡mi primera actriz no va a conseguir que Nona se parezca mucho a usted! —le dijo un día Allan Wayworth con pesimismo a la señora Alsager. Había días en que lo veía todo negro.
—Tanto mejor. No hay ninguna necesidad.
—¡Ojalá le enseñara usted un poco…! ¡Le sería tan fácil! —insistió el joven; en respuesta a lo cual la señora Alsager le pidió que no gastase bromas tan crueles sobre ella. Pero sentía curiosidad por la chica, quería saber cosas de su carácter, de sus circunstancias particulares, de cómo y dónde vivía; de hecho parecía deseosa de ofrecerle su amistad. Wayworth quizá no supiera mucho de las circunstancias particulares de la señorita Violet Grey, pero, tal como fueron las cosas, fue capaz, después de tres semanas de ensayos, de suministrar información sobre tales pormenores. Era una mujer encantadora y ejemplar, educada, cultivada, de gustos pronunciadamente modernos, y una música excelente. Había perdido a sus padres y estaba muy sola en el mundo, con una familia reducida a una sola hermana, casada con un funcionario en la India (donde desempeñaba un cargo de gran responsabilidad), y a una sola, anticuada y querida tía (una tía abuela en realidad), con la que vivía en Notting Hill, que escribía libros para niños y que fue autora una vez, por lo visto, de una pantomima de Navidad. Era un hogar bastante artístico… no a la escala del de la señora Alsager (¡cómo comparar lo más pequeño con lo más grande!), pero sumamente refinado y honorable. Wayworth llegó al extremo de insinuar que sería un buen y humano gesto por parte de su anfitriona ir a visitarlo: ellas iban a ser tan amables si fuera a verlas… La señora Alsager había hecho caso tantas veces de sus insinuaciones que en él se había desarrollado el complaciente hábito de la confianza: se sentía, por lo tanto, muy prudente y responsable a la hora de hacerlas. Pero ésta en concreto pareció caer en saco roto, por lo que el joven cambió de tema. Con todo, la señora Alsager fue aún otra vez al Legitimate, según pudo saber él al día siguiente, porque imprevistamente le aseguró:
—Oh, estará muy bien… Ella estará bien.
En esos días, cuando decían «ella», se referían siempre a Violet Grey, aunque pretendieran, como siempre, referirse a Nona Vincent.
—Oh, sí —convino Wayworth—, ¡lo desea tanto!
La señora Alsager guardó un breve silencio; luego, un poco incoherentemente, como si hubiera vuelto en sí tras una ensoñación, preguntó:
—¿Lo desea mucho?
—Tremendamente… y por lo que parece el papel la ha cautivado desde el primer momento.
—Entonces, ¿por qué no lo decía?
—Oh, porque es así de graciosa.
—Es graciosa —dijo la señora Alsager, meditabunda; y al poco añadió—: Está enamorada de usted.
Wayworth se la quedó mirando, se puso muy rojo, y luego estalló en una carcajada:
—¿Qué tiene eso de gracioso? —preguntó; pero antes de que su interlocutora pudiese satisfacerle a este respecto, quiso saber, aún más, cómo podía ella saber eso. Y ella le explicó, tras una pequeña y elegante evasiva, que la noche pasada, en el Legitimate, la señora Beaumont, la mujer del actor-empresario, la había visitado en su palco: lo cual había acabado por llevarla, en el curso de su breve cháchara, a hacerle notar que nunca había estado «detrás del telón». En este punto la señora Beaumont se había ofrecido a acompañarla, y un capricho la empujó a aceptar su invitación. Estaba pasando un buen rato, y así fue como, a petición propia, su intermediaria hubo de presentarle a la señorita Violet Grey, que estaba entre bastidores esperando para una de sus escenas. A la señora Beaumont la había requerido alguien durante tres minutos, y en esta pizca de tiempo, cara a cara con la actriz, había descubierto el secreto de la pobre chica. Wayworth alegó que eso no tenía sentido, pero quiso saber cómo había llegado a descubrirlo. La señora Alsager calificó de superficial esta pregunta para un pintor del comportamiento femenino; y el joven sin duda no mejoró las cosas al insistir como un profano en que a un gato no le estaba prohibido mirar a un rey, y en que esos detalles era conveniente saberlos. Incluso sobre esta premisa no dejó de amenazarle la señora Alsager, sosteniendo que podía no ser cosa de broma para la pobre muchacha. Entonces Wayworth, que ahora decía que no podía soportar hablar de las pasiones que pudiera haber inspirado, lo único que supo responder fue que, hasta donde él entendía, una cosa así no podía afectar a la señora Alsager.
—¿Y cómo diablos sabe usted lo que a mí me afecta? —preguntó la susodicha dama, con frialdad incongruente, y una altivez incluso notable para un espíritu tan elevado.
Esa misma noche Wayworth fue a ver a Violet Grey al teatro, y fue ella la primera en decirle que acababa de conocer a una amiga suya.
—Está enamorada de usted —le dijo, después de que él hubiese afectado indiferencia—. ¿No le dice esto nada?
Se puso aún más rojo que con la señora Alsager, pero contestó, con la suficiente rapidez y mucha propiedad, que naturalmente había cientos de mujeres locas por él.
—Oh, a mí no me importa, ¡porque usted no está enamorado de ella! —prosiguió la muchacha.
—¿También eso se lo dijo ella? —preguntó él; pero en ese momento la joven tuvo que salir a escena.
Situándose donde pudiera verla, pensó que esta vez ponía en la escena, la mejor que tenía en la obra, un arte más brillante que nunca, un talento capaz de abordar los problemas del arte mismo. No dejaba de improvisar continuamente (dos o tres veces esa noche, en la obra de otro hombre), cosa de la que el joven deseó con toda el alma que Nona Vincent pudiera aprovecharse. Parecía que era capaz de hacerlo para todo el mundo menos para él: es decir, para todo el mundo menos para Nona. En esos días se había ido percatando de un nuevo y extraño sentimiento, que se mezclaba (esto formaba parte de su extrañeza) con otro muy natural y relativamente viejo, y que en su forma más definida consistía en una sorda y dolorosa queja dirigida al infortunado sino que había llevado a esta señorita a pisar un escenario. Deseaba, en los peores momentos de desasosiego, que, sin ir más lejos, se retirara; y sin embargo templaba este desasosiego recordando los motivos que tenía para confiar en que llegase lo bastante lejos como para convertir a Nona en un éxito notable. Había extraños y penosos momentos en los que casi, en su calidad de intérprete de Nona, la odiaba; cuando éstos pasaban, sin embargo, siempre se decía que exageraba, dado que lo que parecía magnificar su aversión, cuando estaba nervioso, era su contraste elemental con la creciente sensación de que había motivos —totalmente distintos— para que le gustara. Le gustaba porque era una criatura llena de encanto: por sus sinceridades y perversidades, por la variedad y las sorpresas de su carácter, y por ciertas felices realidades de su persona. En privado sus ojos le parecían tristes y su voz inaudita. Abominaba la perspectiva de que fuese a sufrir un desengaño o una humillación, quería rescatarla enteramente, salvarla y trasplantarla. Una forma de salvarla era encargarse de sacar de su talento lo mejor de sí, procurar que el estreno de la obra fuese un éxito; y la otra forma —ciertamente demasiado extravagante para ser expresada— casi era desear que no lo fuese. De este modo, en el futuro, habría seguridad y paz, y no la paz de los muertos: la paz de una vida distinta. Hay que añadir que nuestro joven se aferraba a la primera de estas ideas en proporción a la perversa tentación que la segunda ejercía sobre él. La mejor de las perspectivas le daba miedo, un miedo cada día mayor y más intolerable; pero el remedio inmediato consistía en ensayar cada día con mayor entrega, y por encima de todo en aunar esfuerzos con Violet Grey. Algunos de los compañeros de ésta le reprocharon que dirigiese estos esfuerzos sólo hacia ella, como si ella lo fuese todo; pero él les contestaba que podían permitirse esta negligencia, dado lo tremendamente buenos que eran. Violet era la única, entre todas las personas interesadas, a la que no adulaba.
El autor y la actriz se concentraron de tal forma en su objetivo principal que a ésta apenas le quedó tiempo para volver a hablarle de la señora Alsager, sobre la que su imaginación parecía de hecho haber dispuesto lo indicado. Wayworth le dijo una vez que era a su encantadora amiga a quien Nona Vincent se suponía, en buena parte, que debía parecerse; pero ella le replicó con un sutil «¿Lo supone quién?» que tuvo como consecuencia apartarlo para siempre del tema. Él seguía confiando, con la misma libertad que de costumbre, sus miedos a la señora Alsager, la cual comprendía sin dificultad la peculiar maraña de ansiedades en la que se encontraba. El grado de desasosiego variaba según la hora, pero si eso hubiera podido suponer algún alivio, quedaba contrarrestado por la variedad y diversidad de sus matices. Una tarde, cercana ya la noche del estreno, habiendo mencionado que no había pegado ojo en toda la noche, la señora Alsager le dijo, ofreciéndole su taza de té:
—Sin duda se halla usted en un terrible estado. La ansiedad que se experimenta por otro es todavía peor que la que se experimenta por uno mismo.
—¿Por otro? —repitió Wayworth, mirándola por encima del borde de la taza.
—Amigo mío, usted está inquieto por Nona Vincent, pero lo está infinitamente más por Violet Grey.
—¡Violet es Nona Vincent!
—No, no lo es… en lo más mínimo —dijo la señora Alsager, con brusquedad.
—¿De verdad cree eso? —exclamó Wayworth, derramando el té del susto.
—Lo que yo crea no significa… me refiero a lo que yo crea de eso. Lo que quería decir es que si su inquietud por la obra es grande, lo es aún más la que siente por su actriz.
—Y yo no puedo más que repetir que mi actriz es mi obra.
La mirada de la señora Alsager se posó contemplativamente en la tetera.
—Su actriz es su…
—¿Mi qué? —preguntó el joven, con un ligero temblor de voz ante la pausa de su anfitriona.
—Su muy querida amiga. Usted está enamorado de ella… actualmente —y con un seco golpecito dejó caer la tapadera sobre el aromático recipiente.
—¡Todavía no! —rio su visitante—. ¡Todavía no!
—Lo estará cuando ella le saque de apuros.
—Pero usted dice que no va a sacarme de apuros.
La señora Alsager calló un instante, y después musitó con dulzura:
—Rezaré por ella.
—¡Es usted la más generosa de las mujeres! —exclamó Wayworth; luego se sonrojó como si sus palabras no hubieran sido afortunadas. En realidad desmerecían bastante de un hombre con tacto.
A la mañana siguiente recibió cinco líneas apresuradas de la señora Alsager. Había tenido que irse repentinamente a Torquay, a ver a un pariente enfermo de gravedad; esto iba a retenerla varios días, pero tenía muchas esperanzas de volver a tiempo para la noche del estreno. En cualquier caso le mandaba, sin limitaciones, sus mejores deseos. El joven la echó de menos inmensamente, pues esos últimos días suponían una gran tensión y en Violet Grey muy poco consuelo iba a encontrar. Violet estaba incluso más nerviosa que él, y tan pálida y alterada que temía que se pusiera demasiado enferma y no pudiera actuar. Habían acordado entre los dos que el daño que se infligían era enorme y que valía más, ahora, que la dejase en paz. Habían desmenuzado tanto a Nona que no parecía quedar nada de ella: al menos había que darle a Violet Grey tiempo para que volviera a crecer en su compañía. El joven la dejó en paz, todo lo que buenamente pudo, pero ella incumplió palmariamente su parte del contrato. Volvió a verle para preguntarle cosas: le esperaba cargada de viejas dudas, y media hora antes del ensayo general, en vísperas del estreno, le propuso una interpretación radicalmente nueva de su heroína. Este incidente causó en el autor tal sensación de inseguridad que le dio la espalda sin decir ni una palabra; salió del teatro, huyó a toda prisa por el Strand y llegó nada menos que hasta el Bank. Luego tomó un hansom[1] y volvió rumbo al oeste, y cuando puso de nuevo los pies en el teatro todo había prácticamente terminado. Parecía, casi para su decepción, no ser lo bastante malo para consolarse con la vieja máxima del mundo de la farándula según la cual los mejores estrenos siguen a los peores ensayos generales.
El día siguiente, un miércoles, era el día fatal; el teatro había cerrado el lunes y el martes. El miércoles procuraron todos no verse, y todos fracasaron notablemente en el empeño. Según las previsiones debían, hasta las siete, dedicar el día a descansar, pero todo el mundo menos Violet Grey hizo su aparición por el teatro. Wayworth miraba al señor Loder, y el señor Loder miraba hacia otro lado, y esto fue lo más parecido que tuvieron a una conversación. En realidad Wayworth estaba hecho un manojo de nervios, no podía ni comer ni dormir ni estarse quieto, a veces era casi presa del terror. Conservaba la calma, como siempre, manteniéndose en movimiento; para calmar los nervios intentaba caminar. Por la tarde caminó hasta Notting Hill, pero logró no romper la promesa que había hecho de no mezclarse con su actriz. Ésta era como una acróbata posada sobre un balón resbaladizo: si la tocara, la haría caer. Pasó tres veces por delante de su casa y pensó en ella trescientas. En esos momentos lamentó como nunca que la señora Alsager no hubiera regresado: porque había ido a su casa sólo para enterarse de que seguía aún en Torquay. Lo cual era probablemente raro, y probablemente aún era más raro que no le hubiese escrito; pero ni siquiera de estas cosas estaba seguro, pues, al perder, como ahora había perdido del todo, el juicio respecto a su obra, le parecía también haber perdido el juicio respecto a todo lo demás. Al llegar a casa, no obstante, encontró un telegrama de la dama de Grosvenor Place: «Asistiré. Llego ciudad, siete». A las ocho y media, a través de una pequeña abertura en el telón del Renaissance, la vio en su palco rodeada de un grupo de amigos… absolutamente espléndida y radiante. El local estaba también espléndido: demasiado bueno para la obra, pensó; demasiado para cualquier obra. Todo parecía ahora igual de bueno: el escenario, el decorado, el vestuario, los mismos programas. Se apoderó de él la idea de que eso era probablemente lo que ocurría con la encarnación de Nona: que era, sólo eso, demasiado buena. Con esta señorita había hecho un plan detallado de lo que debían ser sus relaciones a lo largo de la velada; y aunque todo lo demás que habían acordado lo habían alterado, se habían prometido el uno al otro no alterar este punto. Era asombrosa la cantidad de cosas que se habían prometido. Él le daría la entrada, vería sus primeros pasos: luego abandonaría la sala y no volvería hasta un momento antes del final. Ella le había suplicado que no volviera: iba a ponerle las cosas definitivamente más fáciles. Wayworth comprobó que iba exquisitamente vestida: había hecho uno o dos cambios para mejor desde la última noche, y este hecho pareció destinado a remover sus pensamientos en el neblinoso trayecto de regreso a casa en el estruendoso carruaje en que, a unos pocos pasos de la puerta de actores, se había refugiado en cuanto le dijeron que el telón se había alzado. Vivía a un par de millas, y había elegido un vulgar coche de punto para tener tiempo de aburrirse.
Al llegar, el fuego estaba apagado, la habitación, fría, y se echó en el sofá sin quitarse el abrigo. Había enviado a su patrona al anfiteatro, intencionadamente: para que rebosara de palabras y malentendidos. La casa parecía un negro desierto, igual que lo habían parecido las calles: era formidable, todo el mundo había ido a su estreno. Por fin se sentía más calmado de lo que se había sentido en quince días, y hasta demasiado débil para preguntarse cómo estaría yendo la cosa. Luego hubo de creer que había dormido una hora; pero aunque lo creyera pensó que aún era demasiado pronto para volver al teatro. Se sentó junto a la lámpara y trató de leer… leer un pequeño compendio de la vida de un ilustre estadista inglés, que formaba parte de una «colección». Le pareció brillante e ingenioso, y se preguntó si acaso no era éste el tipo de camino que habría debido tomar: no el de estadista, sino el del arte de la biografía. De pronto se dio cuenta de que tenía que darse prisa si de veras quería llegar al teatro: faltaba un cuarto para las once. Salió precipitadamente y esta vez tomó un hansom: últimamente llevaba gastado en coches de punto dinero suficiente para completar sus esperanzas de que los beneficios de su profesión llegaran a ser grandes. La ansiedad, la inquietud, regresaron con todo su furor, y mientras galopaba rumbo al este —iba rápido ahora— casi se puso enfermo por momentos. Apenas hubo entrado en la sala, el primer hombre —algún empleado— con que se topó le gritó, sin aliento: «Le están llamando, señor… ¡Le están llamando!». El tono de estas palabras le pareció de muy mal agüero; devoró con la mirada los ojos del hombre en busca de una traición: ¿le estaba diciendo acaso que le llamaban al patíbulo? Alguien más le oprimía, casi le empujaba, hacia delante; estaba ya en el escenario. Cobró entonces conciencia de un rumor más o menos continuo, aunque débil y lejano a la vez, que al principio tomó por la voz de los actores que llegaba a través de las paredes de tela de la bonita habitación empotrada del último acto. Pero los actores estaban entre bastidores, le estaban rodeando; el telón había caído y ellos volvían del proscenio. Los habían llamado, y le estaban llamando a él… todos le animaban con un «¡Adelante! ¡Adelante!». Estaba aterrorizado —no podía salir—, no se creía los aplausos, que oía, según su impresión, sólo lo suficiente para que se le antojaran poco entusiastas.
«¿Ha ido bien…? ¿Ha ido bien?», murmuraba sin aliento a la gente que le rodeaba; y les oía decir: «Bastante bien… ¡Bastante bien!», someramente, mendazmente, o eso le parecía, y hasta oyó alguna risa burlona, la risa de la derrota y la desesperación. De pronto, aunque todo eso no debió de durar más que un instante, Loder saltó sobre él desde algún sitio diciendo: «Por el amor de Dios, ¡no los haga esperar, o se callarán!». «¡Pero yo no puedo salir a hacer eso!», gritó Wayworth, angustiado; a él le parecía que el clamor ya había concluido. Loder le había agarrado y le estaba empujando; él se resistía y buscaba por todas partes como un loco a Violet Grey, porque a lo mejor ella le decía la verdad. A estas alturas había una multitud congregada entre bastidores, una multitud de caras extrañas y maquilladas haciendo muecas, pero Violet no estaba entre ellas y esta misma ausencia le llenaba de terror. Pronunció su nombre en un tono del que luego habría de lamentarse: un tono que, según pensó, los delataba a los dos; y mientras Loder le empujaba hasta el proscenio oyó que alguien decía: «Salió cuando la llamaron y luego desapareció». La habían llamado, pues: esto fue lo que más retuvo el pensamiento del joven cuando por un instante se irguió ante el resplandor de las candilejas, observando cegado la gran herradura vagamente poblada, y mientras era saludado con aplausos que ahora le parecían más fuertes de lo que se merecía y a la vez más débiles de lo que deseaba. Rápidamente se fundieron en un silencio, pero le dio la impresión de que pasaba mucho tiempo antes de poder retroceder, antes de poder agarrar, a su vez, al empresario del brazo y suplicarle con voz ronca:
—¿Ha ido bien? ¿Ha ido bien… de verdad?
El señor Loder le miró fijamente y contestó al cabo de un instante:
—¡La obra está muy bien!
Wayworth pendía de sus palabras…
—Entonces ¿qué es lo que ha ido mal?
—Hay que hacer algo con la señorita Grey.
—¿Qué le pasa?
—No está en su papel.
—¿Me está usted diciendo que lo ha hecho mal?
—Pues sí, demonios… Lo ha hecho mal.
Wayworth no dejaba de mirarle.
—Entonces ¿cómo ha podido la obra salir bien?
—Oh, ya la salvaremos… La salvaremos.
—¿Dónde está la señorita Grey…? ¿Dónde está? —preguntó el joven.
Loder le agarró del brazo mientras él volvía a darse la vuelta buscando a su heroína.
—No se preocupe por ella ahora… ¡Ella ya lo sabe!
En este preciso instante se acercó a Wayworth un caballero en quien reconoció a uno de los amigos de la señora Alsager: lo había visto en el palco de la dama. Allí esperaba la señora Alsager al aclamado autor; era su mayor deseo que subiera a hablar con ella. Wayworth se cercioró primero de que Violet no estaba en el teatro: una de las actrices supo decirle que la había visto ponerse una capa, sin cambiarse de vestido, y que luego le habían dicho que, un momento después, se había metido a toda prisa, después de meter a su tía, en un coche de alquiler. Él hubiera querido invitar a media docena de personas, dos de las cuales eran la señorita Grey y su anciana tía, a cenar en su casa; pero Violet se había negado de antemano a todo compromiso (habría sido un horror tener que cumplirlo, si no triunfaba), y esta actitud había arruinado aquellos prometedores planes, que se vinieron abajo. Él le había dicho que era una aprensiva, pero ella permaneció inamovible. El mensajero de la señora Alsager le comunicó que se le esperaba en Grosvenor Place para la cena, y media hora más tarde allí estaba sentado, entre cumplidos y flores y botellas descorchadas, en la primera comida en condiciones que probaba desde hacía una semana. La señora Alsager le había llevado en su berlina: los demás fueron en sus propios medios. Cuando empezaba a decirle la fabulosa impresión que había causado la obra a todo el mundo, la interrumpió; la puso en el brete de tener que hablar de Violet Grey. ¿Había destrozado la obra, la había puesto en peligro o en un compromiso? ¿Había estado rematadamente mal, o había algo que se pudiera salvar?
—Lo cierto es que, si ella hubiera estado mejor, la función habría parecido mejor —confesó.
—Y, si la función hubiera sido mejor, la obra habría parecido mejor —dijo Wayworth, con tristeza, desde el rincón de la berlina.
—Hace lo que puede, y tiene talento, y su aspecto era envidiable. Pero no ve a Nona Vincent, No ve el tipo… no ve el ser individual… no ve a la mujer que usted quería. No llega a captarla… Lo que le da es otra persona.
—¡Oh, la mujer que yo quería! —exclamó el joven, mirando las farolas de Londres que el carruaje dejaba atrás—. Dios mío, ¡ojalá la hubiera conocido a usted! —añadió, mientras el coche se detenía. Ya dentro de la casa, le dijo—: Ya ve cómo ella no me va a sacar de apuros.
—¡Perdónela…! ¡Sea amable con ella! —suplicó la señora Alsager.
—Sólo le daré las gracias. Por mí, la obra, que se vaya al cuerno.
—Si eso ocurriera… si eso ocurriera… —empezó la señora Alsager, mirándole con sus ojos puros.
—Bien, y si eso ocurriera, ¿qué?
No pudo decírselo, porque los demás invitados estaban llegando todos al mismo tiempo; sólo tuvo tiempo de musitar:
—¡No se irá al cuerno!
Wayworth se marchó antes que los demás, impaciente en su deseo de llegarse a Notting Hill esa misma noche, aun con lo tarde que era, obsesionado por la idea de que Violet Grey hubiera medido el peso de su fracaso. Al llegar a la calle, no obstante, una segunda reflexión le aconsejó otras medidas; llamar a su casa a las dos de la madrugada difícilmente iba a tener el efecto de apaciguarla. Al día siguiente buscó en los periódicos y no encontró en ellos ni una sola palabra amable para ella. Con la obra eran bastante halagüeños, pero había unanimidad en la decepción causada por la joven actriz cuyas anteriores tentativas habían alimentado tantas esperanzas, y sobre la que había recaído, esta vez, una tan grave responsabilidad. A coro se preguntaban qué le había pasado, y a coro respondían que la obra, no poco prometedora, tenía el hándicap (todos recurrían al mismo término) de la inaudita falta de correspondencia que se daba entre la heroína y la actriz. Wayworth, por la mañana temprano dirigió sus pasos a Notting Hill, pero sin llevar los periódicos consigo; era posible que Violet Grey hubiera enviado a por ellos en las primeras luces del amanecer, y colmado su angustia hasta la saciedad. Violet declinó verle: únicamente le hizo saber por medio de su tía que se encontraba sumamente indispuesta y que no iba a ser capaz de actuar por la noche si no se le permitía pasar el día en la cama sin que la molestaran. Wayworth se quedó una hora charlando con la anciana tía, que era muy comprensiva y con la que podía hablarse con franqueza. Ésta trazó una conmovedora estampa del estado de su sobrina, tanto más locuaz por la llaneza de las palabras con que la pintó.
—Sabe que no está bien, ¿sabe usted? ¡Sabe que no está bien!
—Dígale que no importa… ¡Que no importa un bledo! —dijo Wayworth.
—Y es tan orgullosa… ¡Usted ya sabe lo orgullosa que es! —prosiguió la vieja dama.
—Dígale que estoy más que satisfecho, que la acepto agradecido como es.
—Dice que estropea su obra, que la arruina —dijo su interlocutora.
—Ya mejorará, con creces… Llegará a hacerse con el papel —continuó el joven.
—Mejoraría si supiera cómo… pero dice que no sabe. Lo ha dado todo, y no sabe qué es lo que le falta.
—Lo único que falta es que siga adelante y confíe en mí.
—¿Cómo puede confiar en usted cuando siente que le está perdiendo?
—¿Perdiéndome? —exclamó Wayworth.
—¡Usted nunca la perdonará si retiran la obra!
—Estará seis meses en cartel —dijo el autor.
La anciana señora puso una mano sobre su brazo.
—¿Qué hará usted por ella si es así?
El joven miró un momento a la tía de Violet Grey.
—¿Dice usted que su sobrina es muy orgullosa?
—Demasiado para su horrible profesión.
—Entonces no le gustaría que usted me preguntara una cosa así —replicó Wayworth, levantándose.
Al llegar a casa estaba muy cansado, y para ser un hombre de quien no era descabellado decir que había tenido un éxito, estuvo todo el día ostensiblemente apagado. Toda la inquietud se había desvanecido, y la depresión y la fatiga se adueñaron de él. Se hundió en su viejo sillón, junto al fuego, y allí estuvo sentado durante horas con los ojos cerrados. La patrona entró con el almuerzo y a avivar el fuego, pero él fingió estar dormido para no tener que hablar. Es de suponer que el sueño acabara venciéndole, pues aproximadamente a la hora en que empezaba a oscurecer, tuvo una extraordinaria visión, una visita que, a lo que pareció, no podía atribuirse a la conciencia de alguien que estuviera despierto. Nona Vincent, en rostro y figura, la heroína viviente de su obra, se le apareció en el pequeño y silencioso cuarto, se sentó a su lado junto a la deslustrada chimenea. No era Violet Grey, no era la señora Alsager, no era mujer alguna a la que hubiera visto sobre la faz de la tierra, y no era ninguna mascarada de amistad o de penitencia. Aun así le resultaba más familiar que las mujeres a quienes había conocido mejor, y era inefablemente hermosa y consoladora. Llenaba con su presencia la pobre habitación, y el efecto era tan balsámico como un olor a incienso. Tenía el sosiego de una cariñosa hermana, y no era sorprendente que estuviese ahí con él. Nunca le había ocurrido nada tan real, ni nada, en cierto modo, tan alentador. Notó su mano posada sobre la suya, y todos sus sentidos parecieron abrirse para recibir su mensaje. De la manera más extraña, le parecía su creación y su inspiración a la vez, le daba la más feliz sensación de triunfo. Si era así de encantadora, a la roja luz del fuego, con su vestido vaporoso, de colores claros, era porque así la había hecho él, y, sin embargo, si el peso parecía desprenderse de su espíritu era porque era ella quien lo cargaba. Cuando le miraba con sus ojos profundos parecía comunicarle seguridad y libertad, hacer del futuro un verde jardín. De vez en cuando sonreía y decía: «Estoy viva… estoy viva… estoy viva». No habría podido decir cuánto tiempo estuvo con él, pero cuando la patrona irrumpió con la lámpara, Nona Vincent ya se había marchado. Se restregó los ojos, pero nunca un sueño había sido tan intenso; y al levantarse, despacio, del sillón, lo hizo con una profunda y serena alegría —la alegría del artista— pensando en el acierto que había tenido, en la exactitud de su parecido con la mujer que él había creado. Había venido a mostrárselo. Cinco minutos más tarde, no obstante, estaba lo bastante perplejo como para llamar a su patrona: quería preguntarle algo. Cuando la buena mujer reapareció, la cuestión permaneció un momento en el aire; luego cobró forma en la pregunta:
—¿Ha estado aquí una señora?
—No, señor… No ha venido ninguna señora.
La mujer parecía ligeramente escandalizada.
—¿No ha venido la señorita Vincent?
—¿La señorita Vincent, señor?
—La joven de mi obra, ¿no se acuerda?
—¡Ah, señor, dirá usted la señorita Violet Grey!
—No, no digo ella, en absoluto. Creo que estoy pensando en la señora Alsager.
—No ha venido ninguna señora Alsager, señor.
—¿Ni nadie que se le pareciera?
La mujer le miraba como si pensara que de repente le había ocurrido algo. Luego, en tono ofendido, preguntó:
—¿Por qué iba yo a ocultarle las visitas que hubiese podido tener, señor?
—Pensaba que a lo mejor creyó usted que estaba durmiendo.
—Pues lo estaba, señor, cuando entré con la lámpara… y bien que se lo había ganado, señor Wayworth.
La patrona regresó una hora más tarde con un telegrama; él acababa de empezar a vestirse para ir al club a cenar y al teatro después.
«Venga esta noche, entre el público. No se acerque a mí hasta el final».
Con estas palabras expresaba Violet sus deseos para la velada. Él obedeció al pie de la letra; la observó desde las profundidades de un palco. No estaba en condiciones de decir qué impresión le habría podido causar la noche anterior, pero lo que vio en el curso de esas horas mágicas le llenó de admiración y gratitud. Estaba en el papel, esta vez; se había serenado, lo había dominado, estaba inspirada en cada rasgo. Reciente su revelación de Nona, el joven tenía elementos de juicio, y a medida que juzgaba se entusiasmaba. Se sentía estremecido y transportado, y con la enorme curiosidad además de saber qué había ocurrido, de qué arte insondable había echado ella mano para efectuar un cambio tan radical. Era como si fuese ella la que hubiese tenido una revelación de Nona, tan convincente era la claridad con que había iluminado el retrato. Durante los entr’actes no se movió: no hablaría con ella más que al final; pero antes de que la función llegara a la mitad el empresario irrumpió en su palco.
—¡Es un prodigio lo que está haciendo! —exclamó el señor Loder, casi más desconcertado que agradecido—. ¡Ha hecho una nueva interpretación…! ¡Un bendito malabarismo!
—¿Es muy distinto? —preguntó Wayworth, compartiendo su perplejidad.
—¿Distinto? ¡Como Hiperión de un sátiro! Es algo endiabladamente bueno, muchacho.
—Es endiabladamente bueno —dijo Wayworth—, y el registro es totalmente diferente del de los ensayos.
—¡Vaya tenerle seis meses en cartel! —sentenció el empresario; y se apresuró a volver cerca de la actriz, dejando a Wayworth con la sensación de haber sido ya sacado de apuros. Ella estaba teniendo con el público un inmenso éxito personal.
Cuando, al final, apareció tras el telón, tuvo que esperarla; sólo se dejó ver en cuanto estuvo lista para salir del teatro. Su tía había estado con ella en el camerino, y las dos mujeres aparecieron juntas. La joven pasó rápidamente por delante de él, haciéndole señas para que no dijera nada hasta haber salido. Wayworth notó que estaba enormemente alterada, muy por encima de su habitual nivel artístico. La anciana tía le dijo: «Debe venir a cenar a casa con nosotras: lo tenemos todo preparado». Tenían una berlina, con un pequeño tercer asiento, y a ella se subieron todos. Violet se recostó en una esquina, sin decir palabra, pero aún un poco agitada, como un reflujo de mar, y con el triunfo en sus ojos brillantes en medio de la oscuridad. La anciana señora se sentía impelida a un temor reverencial, o a la discreción como poco; y Wayworth era lo bastante feliz como para esperar. De hecho tuvo que esperar hasta haber desembarcado en Notting Hill, donde la mayor de sus acompañantes se ausentó para ocuparse de la cena.
—He estado mejor… He estado mejor —dijo Violet Grey en el pequeño salón, quitándose la capa.
—Ha estado perfecta. Estará así todas las noches, ¿verdad?
Ella le sonrió.
—¿Todas las noches? Es difícil que cada día ocurra un milagro.
—¿Un milagro? ¿Por qué dice eso?
—He tenido una revelación.
Wayworth la miró, inmóvil.
—¿A qué hora?
—A la hora justa: esta tarde. Justo a tiempo de salvarme… y de salvarle a usted.
—¿A las cinco? ¿Recibió una visita, quiere decir?
—Vino a verme… y se quedó dos horas.
—¿Dos horas? ¿Nona Vincent?
—La señora Alsager —Violet Grey sonrió con mayor intensidad—. Es lo mismo.
—¿Y cómo la salvó la señora Alsager?
—Permitiéndome que la mirara. Permitiendo que la oyese hablar. Permitiendo que la conociera.
—¿Y qué le dijo?
—Cosas amables… cosas inteligentes, alentadoras.
—¡Ah, bendita mujer! —exclamó Wayworth.
—Debería gustarle… A ella le gusta usted. Era lo que yo necesitaba, justo lo que necesitaba —añadió la actriz.
—¿Significa eso que le estuvo hablando de Nona?
—Me dijo que usted pensaba que era como ella. Lo es… Es exquisita.
—Es exquisita —repitió Wayworth—. ¿Me está usted diciendo que trató de instruirla?
—Oh, no… Lo único que dijo es que se alegraría si verla podía servirme de ayuda. Y noté que era una ayuda. No sé lo que pasó… Se sentó ahí, nada más, me cogió una mano y me sonrió, desprendía elegancia y tacto, y belleza, y bondad: aplacó mis temores e iluminó mi imaginación. Todo eso, en cierto modo, parecía estar dándome. Y yo lo tomé… lo tomé. La tuve delante de mí, me impregné de ella. Después de tanto estudiar el papel, tenía por primera vez un modelo: podía hacerme una copia. Recobré todas las fuerzas, sentí cosas que nunca había sentido. Era distinta… era deliciosa; fue, como he dicho, una revelación. Al despedirse me dio un beso… y ya puede imaginar qué beso le di yo. Nos hicimos muy amigas, pero ¡quien le gusta es usted! —dijo Violet Grey.
Wayworth nunca había sentido mayor interés por su propia vida, y rara vez se había sentido tan confuso.
—¿Llevaba un vestido vaporoso, de colores claros? —preguntó, un instante después.
Violet Grey, sin dejar de mirarle, se rio y le invitó a pasar al comedor.
—¡Ya sabe usted qué vestidos lleva!
La cena le agradó mucho, pero estuvo silencioso y un poco solemne. Dijo que iría a ver a la señora Alsager al día siguiente. Y así lo hizo, pero en la casa le dijeron que había regresado a Torquay. Allí se quedó todo el invierno, toda la primavera, y cuando la volvió a ver la obra llevaba ya doscientas representaciones y él se había casado con Violet Grey. Sus obras a veces son un éxito, pero en ellas no sale ahora su mujer, como tampoco en otras. La señora Alsager sigue siendo una asidua de estas funciones.
N. del T.:
[1] Hansom: coche de dos ruedas tirado por un solo caballo, con una caja con dos asientos. A diferencia de otros carruajes de alquiler (más pesados y menos «distinguidos», como el cab o el four-wheeler, ambos de cuatro ruedas), el hansom tenía el pescante en lo alto de la parte trasera, detrás de la caja.
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