Henry James
(Nueva York, 1843 - Londres, 1916)

Pandora
(1884)
(“Pandora”)
Originalmente publicado en The New York Sun (1–8 de junio de 1884);
Stories Revived (3 tomos)
(Londres: Macmillan, 1885, Vol. 1, págs. 71-143)



I

      Desde hace tiempo es habitual que los barcos a vapor de la North German Lloyd, que transportan pasajeros de Bremen a Nueva York, fondeen durante unas horas en el tranquilo puerto de Southampton, donde el cargamento humano recibe considerables adiciones. Hace algunos años, un joven y despierto alemán, el conde Otto Vogelstein, dudaba sobre si censurar o aprobar dicha costumbre. Apoyado sobre la barandilla de cubierta del Danau observaba con curiosidad, tedio y desdén, a través del humo de su cigarro, cómo los pasajeros americanos (la mayoría de los viajeros que embarcan en Southampton son de dicha nacionalidad) cruzaban el pantalán y eran engullidos por la enorme estructura del barco, dentro de la cual tenía el conde la reconfortante certeza de disponer de un nido propio. Contemplar desde su aventajada posición los esfuerzos de los menos afortunados (los desinformados, los desasistidos, los demorados, los desorientados) resulta siempre una ocupación no exenta de deleite, y nada había que pudiese mitigar la complacencia con la que nuestro joven amigo se entregaba a ella, es decir, nada salvo cierta benevolencia innata aún no erradicada por la consciencia de su relevancia funcionarial. Porque el conde Vogelstein era funcionario, como supongo habrán deducido por su espalda erguida, por el lustre de sus gafas de montura ligera y sofisticada y por ese algo, entre discreto y diplomático, en la ondulación de su bigote, el cual parecía contribuir en gran medida a la que, según los cínicos, constituye la función primordial de los labios: la activa ocultación del pensamiento.
       Había sido designado para la secretaría del consulado alemán en Washington y por aquellos primeros días de otoño se disponía a tomar posesión del cargo. Era el tipo perfecto para el puesto: adusto, de singular altanería (a un tiempo ceremoniosa y cortés), sobrado de conocimientos y convencido de que el imperio alemán, tal como había sido reorganizado recientemente, situaba bajo la luz más propicia las mejores posibilidades de los mejores pueblos. Por otra parte, no ignoraba la prevalencia de lo económico y de otros aspectos relevantes a considerar una vez asentado en los Estados Unidos, y sabía que aquel sector del globo ofrecería un vasto campo para el estudio.
       Pese a no haber entablado hasta el momento conversación con sus compañeros de pasaje, para él ya había comenzado el proceso de indagación. Y es que Vogelstein no solo investigaba con la lengua sino también con los ojos (es decir, con las gafas), con los oídos, con la nariz, con el paladar, con todos sus sentidos y órganos. Se trataba de un joven de probada honestidad con un único defecto: su sentido de lo cómico, del humor de las cosas, nunca había llegado a disociarse por entero del resto de sus sentidos. Percibía vagamente que debía hacer algo al respecto, se lo proponía sin llegar jamás a concretar nada, pues sabía que estaba a punto de explorar una sociedad rica en aspectos cómicos. Tenía asumida tal carencia y la inseguridad le llevaba a recelar de lo que los demás pudieran decir de él. En consecuencia, y habida cuenta de que la circunspección es cualidad esencial en la carrera diplomática, he aquí que nuestro joven aspirante resultó ser de lo más prometedor.
       Su mente albergaba millones de datos, demasiado comprimidos entre sí como para que la delicada brisa de la imaginación pudiese filtrarse en la amalgama. Estaba impaciente por presentarse ante su superior en Washington y, puesto que el estudio de las instituciones inglesas no formaba parte de su misión, la pérdida de tiempo en un puerto inglés no podía sino incomodarle. Hacía además un día espléndido. Sobre las azules aguas de Southampton Water, reverberantes bajo la luz, no se percibía más movimiento que el de su centelleo infinito.
       El conde tenía sus dudas sobre si se sentiría a gusto en los Estados Unidos, su destino inminente. Admitía que aquella era un cuestión irrelevante, que felicidad era uno de esos términos acientíficos que un hombre de su formación debía avergonzarse de emplear incluso en la intimidad de sus cavilaciones. Pero es que, perdido entre la desentendida multitud, sin hallarse ni en su país de origen ni en aquel otro que en cierto modo iba a acreditarle, estaba abocado a su propia personalidad. Así pues, a fin de preservar su dignidad, se concentró durante una hora en cuanto se desplegaba ante su vista con intención de evaluar el retraso al que era sometido el vapor alemán en aguas inglesas. ¿No cabría demostrarse, mediante hechos, cifras, documentos o, al menos, mediante estricta observación, que dicho retraso era considerablemente mayor de lo que requerían las circunstancias?
       Principiante aún en la carrera diplomática, el conde Vogelstein no consideraba que tener opiniones fuese algo necesario. Contaba con un buen número de ellas, desde luego, todas forjadas sin excesiva dificultad. Le habían sido transmitidas ya prefiguradas a través de un extenso linaje que conocía bien el papel que estaba llamado a desempeñar. Ni que decir tiene que ese era un modo claramente acientífico de amueblar la mente y, cándido como era, así lo habría reconocido él mismo bajo eventual presión. Nuestro joven era un rígido conservador, un Junker acérrimo. Creía que la democracia moderna era una fase pasajera y esperaba encontrar numerosos argumentos en su contra en la gran República. Le complacía pensar que, gracias a su minuciosa instrucción, había aprendido a apreciar, por encima de todo, el valor de lo fehaciente. En tal sentido, verificó que el barco iba atestado de inmigrantes alemanes cuya misión en los Estados Unidos difería sustancialmente de la suya. Deambulaban por la cubierta en grupos compactos, o bien entretenían las horas asomados a la barandilla, apoyados en los codos y con los hombros elevados a la altura de las orejas. Los hombres, protegidos con gorras de piel, fumaban enormes pipas, y las mujeres arropaban a sus bebés en deslucidos chales. Había entre los viajeros alemanes rubicundos, también negros, y todos sin excepción parecían pegajosos y apelmazados a causa de la humedad del mar. Sin duda, eran ellos los destinados a dar un nuevo impulso a la densa corriente de la democracia occidental aunque, interiormente, el conde Vogelstein desconfiaba de que aquella gente pudiese contribuir en modo alguno a mejorar su calidad. Su número, sin embargo, era asombroso, pero ignoro lo que pensaría el diplomático de una constatación tan obvia.
       En cambio, nada había de pegajoso en los pasajeros que embarcaron en Southampton. Se trataba, fundamentalmente, de familias americanas que regresaban de Europa donde habrían pasado las vacaciones estivales o incluso temporadas más largas. Traían consigo una cantidad ingente de equipaje, innumerables bolsas, esteras, cestas y sillas de playa. En su mayoría componían dichas familias mujeres de diversas edades, todas ligeramente pálidas a causa de la inquietud, y asimismo envueltas en chales de rayas, más vistosos que los que envolvían a las madres lactantes de tercera clase. Coronadas por altos sombreros y plumas, corrían de un lado a otro de la pasarela, buscándose las unas a las otras y buscando también sus dispersas pertenencias. Se separaban y se reencontraban, prorrumpían en exclamaciones y comentarios, y observaban recelosas a los ocupantes del compartimento contiguo, tan numerosos que amenazaban con hundir el barco. Sus voces sonaban lejanas y débiles según ascendían hasta los oídos de Vogelstein por encima de los recios y embreados flancos de su propio compartimento.
       Al comprobar el conde que entre el nuevo contingente había una cantidad considerable de mujeres jóvenes recordó lo que le dijese en cierta ocasión una conocida en Dresde: que América era el país de las Mädchen. Se preguntó si tal circunstancia sería de su agrado y concluyó que, en cualquier caso, constituiría un aspecto adicional a estudiar, como tantos otros. En Dresde había conocido a una familia cuyas tres hijas solían salir a patinar con los oficiales y, súbitamente, le embargó el temor de que algunas de las jóvenes que estaban embarcando pudiesen compartir aquella afición, pese al hecho de que durante aquellos días de Dresde no se estilaban las plumas tan altas.
       El barco empezó por fin a chirriar y a moverse con lentitud. La demora en Southampton había concluido. Se recogió la pasarela y el barco cedió a las pesadas maniobras que lo separaban de tierra firme. El conde Vogelstein había apurado su cigarrillo y se entretuvo un buen rato paseando arriba y abajo por la cubierta superior. Al pasar ante sus ojos la bonita costa inglesa tuvo la impresión de estar asistiendo al fin del Viejo Mundo. Indudablemente, la costa americana tendría su propio encanto (no sabía muy bien lo que cabía esperar de una costa americana), pero estaba seguro de que sería diferente. Y sin embargo, eran curiosamente las diferencias las que conformaban el atractivo de buena parte del viaje, sobre todo si dichas diferencias no eran susceptibles de expresarse en cifras, números, diagramas o mediante algunos de aquellos otros símbolos estrictamente útiles. Con todo, parecía haber escasas diferencias en el conjunto expuesto a la vista en aquel barco. La mayoría de sus compañeros de viaje parecían de una única y misma condición, y dicha condición la menos equívoca posible. Absolutamente todos eran judíos y comerciantes. Nada más embarcar habían encendido sus cigarrillos y se habían calado todo tipo de gorras náuticas, algunas provistas de grandes orejeras que de algún modo obraban el efecto de resaltar la estructura facial.
       Los últimos viajeros empezaron por fin a emerger desde la cubierta inferior mirando en derredor de forma distraída, con ese aire de suspicacia fácilmente reconocible en quienes acaban de embarcarse y que, al otear la tierra en recesión, se asemeja al de alguien que comienza a percatarse de haber sido víctima de un engaño. En sus miradas, tierra y océano se convierten en objetos de un reproche de amplio alcance y, en la ofuscación general, muchos viajeros adoptan una actitud entre ensimismada y arrogante, que parece querer dar a entender que podrían desembarcar sin problema con tan solo proponérselo.
       Faltaban todavía dos horas para la cena y, una vez que las largas piernas de Vogelstein hubieron recorrido la cubierta el equivalente a tres o cuatro millas, se dispuso a acomodarse en su hamaca y a sacar del bolsillo una novela de la editorial Tauchnitz escrita por un autor americano y cuyas páginas, según le habían asegurado, le ayudarían a prepararse para entender ciertas excentricidades de la idiosincrasia americana. El nombre del conde estaba inscrito en letras de considerable tamaño sobre el respaldo de su hamaca, precaución está tomada a instancias de un amigo que le había advertido que los pasajeros de los barcos americanos, las damas en especial, no sentían el menor reparo en hurtar las pequeñas comodidades ajenas a los incautos. Incluso le había sugerido que reprodujese de manera bien visible su corona heráldica. Siendo aquel amigo versado hombre de mundo había añadido que a los americanos les impresionan enormemente las coronas. Ignoro si Vogelstein actuaría movido por el escepticismo o por la modestia, pero lo cierto es que había optado por omitir cualquier tipo de exhibición pictórica de su estatus. Poseía otras cosas que servían mejor a tal propósito, su preciado mobiliario, por ejemplo, que en los viajes transatlánticos no acusaba el más mínimo daño pese a los universales golpetazos a que era sometido y que llevaba grabado su nombre y su título. Se daba además la circunstancia de que el blasón era demasiado grande y el respaldo de su asiento ya estaba totalmente cubierto por grandes letras alemanas. Esta vez no hubo lugar a equívoco: fue un acceso de modestia lo que impulsó al secretario de embajada a volver esta parte de la hamaca hacia fuera antes de sentarse, colocándola contra la baranda de cubierta para así ocultarla a la vista del resto de pasajeros.
       El buque navegaba en ese momento junto a Las Agujas, el enclave más bello y extremo de la isla de Wight. Los conos rocosos, altos y blancos, emergían del mar violáceo. Enrojecían ligeramente bajo la luz crepuscular y dicho rubor les confería una expresión humana en medio de la fría vastedad en la que la proa se iba adentrando. Parecían decir adiós, como un último vestigio de un mundo habitado. Vogelstein los contempló desde su confortable rincón y al cabo de un rato volvió la vista hacia el lado opuesto, donde los elementos agua y aire no podían evitar parecer comparativamente anodinos. Incluso su novelista americano resultaba más interesante y se dispuso a retomarlo. Sin embargo, la amplia curva que describió su mirada interceptó la imagen de una joven que acababa de subir a cubierta y que se había detenido al pie de la escalerilla.
       No es que aquello fuese en sí mismo un fenómeno extraordinario, pero llamó la atención de Vogelstein el hecho de que la joven pareciese haber clavado la vista en su persona. Era esbelta, vestía con buen gusto, y parecía bastante atractiva. Súbitamente Vogelstein recordó haberla divisado entre la multitud del muelle de Southampton. Ella advirtió enseguida que él la había visto y comenzó a deambular por cubierta a un paso que parecía indicar que terminaría por acercársele. El conde aún tuvo tiempo de preguntarse si en realidad no se trataría de una de las jóvenes que había conocido en Dresde, pero al instante cayó en la cuenta de que aquellas señoritas tendrían ya más edad. Sea como fuere, dichas jóvenes y, según todos los indicios, también esta otra, pertenecían a esa clase de mujeres que no se anda con escrúpulos a la hora de abordar a sus víctimas. Sin embargo, este espécimen en particular ya había dejado de mirarle y, aunque había pasado junto a él, era tolerablemente posible que hubiese subido hasta allí con la única intención de echar un vistazo a cuanto la rodeaba. Tal vez se tratase de una joven inquieta, atractiva y juiciosa, que simplemente se proponía formarse una opinión general del barco, del tiempo, del aspecto que ofrecía Inglaterra desde aquella perspectiva, y puede que incluso de sus compañeros de pasaje. Pronto se dio por satisfecha y se puso a caminar observando en derredor, como concentrada en la búsqueda de algún objeto extraviado, de tal forma que Vogelstein no albergó ya ninguna duda sobre sus verdaderas intenciones. Volvió a pasar por su lado y esta vez casi se detuvo mientras le observaba con suma atención. Vogelstein pensó que su conducta era interesante, si bien ya se había percatado de que no era su rostro, ennoblecido con aquel bigote áureo, lo que ella miraba con tanto interés, sino la silla en la que él estaba sentado. Justo entonces resonaron en su interior las palabras de su amigo, su advertencia sobre la tendencia de la gente en los barcos, de las damas sobre todo, a apropiarse de las pequeñas pertenencias de los demás. De las damas sobre todo, de eso iba a ser él mismo puntual testigo pues allí, delante de sus narices, había una damisela que a todas luces deseaba arrebatarle la silla. Temiendo que se la pidiese, fingió leer evitando pertinazmente mirarla. Era consciente de que ella merodeaba junto a él y sentía enorme curiosidad por comprobar qué haría a continuación. Le parecía raro que una joven atractiva (su aspecto era realmente encantador) se emplease con artes tan flagrantes contra la serena dignidad de un secretario de embajada. Finalmente resultó obvio que intentaba mirar como de lado, es decir, intentaba ver lo que había escrito sobre el respaldo de su silla. “Quiere saber mi nombre, ¡quiere saber quién soy!” Tal reflexión cruzó como un rayo por su mente haciéndole alzar los ojos. Al posarse en los de ella la joven le sostuvo la mirada durante un momento considerable. Sus ojos eran brillantes y expresivos, rematados por una delicada nariz aquilina que, aun siendo bonita, quizá fuese un poco demasiado corva. ¡Qué coincidencia tan extraordinaria! La historia que Vogelstein estaba leyendo trataba precisamente de una chica americana, veleidosa y descarada, que se planta delante de un joven en el jardín de un hotel. ¿No era la actitud de esta otra joven prueba irrefutable de la veracidad del relato? ¿Y no se encontraba el propio Vogelstein en la misma situación del joven del jardín? Dicho joven (aunque impelido por distintos motivos, los inherentes a esta clase de vínculos en general) había terminado por dirigirse a su agresora, como bien cabría calificar a aquella mujer y, tras unos segundos de vacilación, Vogelstein decidió seguir su ejemplo. “Muy bien, si quiere saber quién soy, estaré encantado de informarle”, se dijo. Se levantó de la silla, la agarró por el respaldo y, volteándola, mostró la inscripción a la joven. Ella se ruborizó ligeramente, pero sonrió y leyó el nombre, mientras Vogelstein se levantaba el sombrero en ademán de cortesía.
       —Se lo agradezco muchísimo. Estupendo, gracias —comentó como si el descubrimiento la hubiese hecho inmensamente feliz.
       En efecto, era estupendo ser el conde Otto Vogelstein, si bien este parecía un modo más bien frívolo de plantear la cuestión. Por toda respuesta terminó por preguntarle a la joven si deseaba que le cediese su hamaca.
       —Muchas gracias, por supuesto que no. Creía que tenía usted una de nuestras sillas y no me parecía adecuado preguntarle. Es idéntica a una de las nuestras, no tanto ahora como cuando está usted sentado en ella. Por favor, vuelva a sentarse. No deseo molestarle. Hemos perdido una de nuestras sillas y la he estado buscando por todas partes. Se parecen todas tanto… Una no puede estar segura hasta que no mira el respaldo. Naturalmente ya veo que no hay posibilidad de error con la suya —continuó la joven con una sonrisa cuya serenidad se correspondía plenamente con su general abundancia—. El nuestro es un nombre tan corto… que apenas se ve —añadió en el mismo tono afable—. Nuestro apellido es simplemente Day… De hecho, bien podría creer uno que no es un apellido, ¿verdad? Claro que intentamos compensarlo en lo posible. Si la viese en alguna parte le agradecería que me lo dijese. No es por mí, sino por mi madre. Está tan acostumbrada a esa silla y, además, se despliega tan bien… Ahora que está usted de nuevo sentado tapando la parte inferior parece exacta a la nuestra. Bueno, en algún sitio estará… Discúlpeme, no ha sido mi intención importunarle.
       Fue un discurso extenso, confidencial casi, tratándose de una joven presumiblemente soltera hacia un perfecto extraño, pero la señorita Day lo contrarrestó con irreprochable sencillez y confianza en sí misma. Se alejó con la cabeza erguida y Vogelstein percibió que el pie que presionaba sobre la pulida cubierta era delicado y grácil. La vio desaparecer por la escotilla por la que había ascendido y, más que nunca, se sintió como el joven de su relato americano. En el presente caso la chica no era ni tan joven ni tan bonita, según pudo comprobar sin demasiado esfuerzo pues aún le rondaba en la cabeza la imagen de sus ojos risueños y de sus labios locuaces. Reanudó su lectura con la esperanza de que le proporcionase alguna información adicional sobre la joven, una ocurrencia absurda, desde luego, pero que ponía de manifiesto una notable curiosidad por parte del conde Vogelstein. La joven protagonista del libro tenía una madre, al igual que esta otra, al parecer; la primera también tenía un hermano, y justo entonces recordó el conde haber visto a un joven en el muelle, un joven con sombrero de copa y abrigo blanco, que parecía unido a la señorita Day por un vínculo natural. Había otra persona más, según iba recordando Vogelstein, un hombre mayor, igualmente tocado con sombrero de copa pero con abrigo negro (vestía todo de negro, en realidad) que completaba el grupo y que presumiblemente sería el cabeza de familia.
       Estas reflexiones demostraban que el conde Vogelstein leía su volumen de Tauchnitz de forma más bien accidentada. Y, lo que era peor, representaban un derroche para la economía del raciocinio, pues ¿acaso no iba él a estar flotando en aquella caja oblonga en compañía de aquellas personas durante diez días? ¿No era lógico pensar que, cuando menos, las vería con cierta frecuencia?
       Puede anotarse sin mayor dilación que las vio con regularidad. He narrado con detalle las circunstancias en las que Vogelstein conoció a la señorita Day porque el incidente no deja de ser relevante tratándose de este rubio y metódico teutón, pero debo pasar rápidamente a narrar los acontecimientos que tuvieron lugar poco después.
       Tras aquella presentación, Vogelstein se preguntaba qué posibilidades se abrían ante él en relación a la joven, y decidió avanzar en su novela americana para averiguar cómo se conducía el héroe. No obstante, no tardó en comprobar que la señorita Day no tenía nada en común con la protagonista de la ficción, a excepción de ciertas características de hábitat y clima, y a excepción, habría que añadir, de que el sexo masculino no le resultaba en modo alguno terrible.
       En cuanto al ostensible sello local impreso en la joven, el criterio de Vogelstein al respecto resultaría más vicario que espontáneo. Y es que, mientras especulaban sobre la localidad del interior del continente americano de la que la chica podría ser oriunda, una compañera de viaje, una dama de Nueva York con quien Vogelstein conversaba con frecuencia, había tildado a la señorita Day de “atrozmente” provinciana. Imposible saber cómo llegó dicha dama a semejante certeza porque el conde había comprobado que no se relacionaba en absoluto con la joven. Pese a ello, la dama sustentaba su teoría afirmando que ciertos americanos son capaces de discernir al instante quiénes son otros americanos, aunque dejó que fuese el propio conde quien juzgase si ella misma pertenecía a la mitad crítica o a la mitad criticada de la nación.
       La señora Dangerfield era una mujer cautivadora, amena y locuaz, en cuya compañía sentía Vogelstein ensancharse el radio temático de sus conversaciones. Había logrado convencerle positivamente de que las diferencias humanas también eran posibles en una gran democracia y de que la vida americana estaba llena de distinciones sociales, de sutiles sombras, que muchas veces la inteligencia del extranjero no era capaz de percibir. ¿Acaso suponía él que todo el mundo conocía a todo el mundo en el país más grande del planeta, y que uno no era allí tan libre de elegir con quien se relaciona como lo hacen en las sociedades más monárquicas y exclusivas? Se burlaba despectiva de tales falacias mientras Vogelstein le cubría solícito los pies con su preciosa manta de piel (pasaban mucho tiempo tumbados el uno junto al otro en sus respectivas hamacas plegables). El hecho de que la señora Dangerfield no hubiese conocido en el barco a nadie aparte del conde Otto ponía bien de manifiesto hasta qué punto una dama americana era libre de decidir con quien se relacionaba.
       Según pudo comprobar Vogelstein por sí mismo, el matrimonio Day carecía del aire distinguido de la hija. Se trataba de dos seres toscos, indolentes y sin gracia, que permanecían durante horas sentados juntos en cubierta mirando imperturbablemente al frente. La señora Day tenía la tez blancuzca, las mejillas alargadas y los ojos pequeños; su frente estaba ribeteada de ricitos negros y tirantes, y movía los labios como si continuamente tuviese una pastilla en la boca. Alrededor de la cabeza llevaba una prenda que la señora Dangerfield denominó nuby, una especie de bufanda rosa de punto tejido a mano que le ocultaba el pelo, le cubría el cuello y que, entre sus múltiples circunvoluciones, dejaba un hueco para su rostro rotundamente inexpresivo. Tenía las manos cruzadas sobre el regazo y lo único que sugería vida en su figura impávida y embozada eran sus ojuelos como cuentas que de vez en cuando cambiaban de dirección. Su marido lucía una perilla gris y tiesa, y su labio superior, lampiño y amplio, se veía visiblemente cuarteado por el rasurado constante. Tenía cejas pobladas y anchas fosas nasales y en el salón, cuando iba sin sombrero, dejaba al descubierto un cabello entrecano de naturaleza densa y perpendicular. Sin duda, el suyo podría haber sido un aspecto sombrío, siniestro si cabe, de no ser por la familiar mirada, serena y complaciente, con la que parecía evaluar cuanto le rodeaba, a través de aquellos ojos de claras pupilas, los ojos sosegados de un hombre taciturno. Se trataba sin duda de un hombre más afable que fiero, pero más reservado que afable. Le complacía tener cerca a la gente pero sin aspirar a comprenderla o a enjuiciarla demasiado, de la misma forma en que quizá también habría lamentado poner a alguien en alguna situación comprometida. Eventualmente el matrimonio intercambiaba alguna que otra palabra, pero rara vez se les veía conversando. Había un algo indefinible y resignado en ellos, como si se hubiesen convertido en víctimas de algún hechizo. No un hechizo de índole macabra, sin embargo. Es la fascinación por el éxito, la confianza que proporciona la estabilidad, lo que en ocasiones hace arrogantes a las personas. Sin embargo esto mismo había obrado un efecto contrario en aquella sencilla y satisfecha pareja, la cual parecía felizmente remisa a cualquier forma de ulterior prosperidad.
       La señora Dangerfield le contó al conde Otto que cada mañana, tras el desayuno, a la hora en que él se encontraba en su camarote escribiendo en su diario, Pandora acompañaba hasta arriba a la pareja mayor dejándola instalada en su rincón habitual. Se había enterado de que así se llamaba la hija mayor y el descubrimiento la había divertido extraordinariamente: “Pandora”. Aquello era típico en grado sumo. Les situaba en la escala social aun a falta de cualquier otro dato. Con un nombre así podía saberse cómo era una chica en su interior, el misterioso interior que tanto alborotaba a esas alturas la imaginación de Vogelstein.
       La joven gobernaba a toda la familia, incluso a la hermanita de afectados andares que, con sus bellos ojos, díscolos e inocentes, su cascada de sedoso pelo rubio, su fez rojo muy ladeado por arriba, como suelen llevarlo los varones turcos, y con su manera de corretear y sentarse a horcajadas por todo el barco en compañía de cualquiera (tenía las piernas largas y flacas, usaba faldas rematadamente cortas y medias de todos los colores) regresaba a casa, vestida con elegante ropa francesa para retomar su interrumpida educación. El propio Vogelstein pudo constatar cómo Pandora supervisaba y dirigía a sus parientes, como también verificó que era una chica resuelta, eficiente y con un alto sentido de la responsabilidad que la llevaba a resolver sobre la marcha prácticamente todas las cuestiones que pudiesen surgir en el seno de una familia del interior.
       El viaje proseguía sin contratiempos y, día tras día, era posible sentarse bajo el cielo salino y sentir cómo surcaba uno las grandes curvas del globo. Bajo la intensa luz del mar, la alargada cubierta parecía una mancha blanca sobre el negro círculo del océano. Las columnas de humo rielaban en el pavimento, y se distinguían con claridad, con irritante claridad en algunos casos, el sonido de los zapatos de los pasajeros pisando reiteradamente sobre él, precedidos de fragmentos de opiniones sobre la travesía, todo ello en un aire tan despejado que amortiguaba las voces y los comentarios ascendían como en sordina. Para entonces Vogelstein había finalizado su novelita americana llegando a la firme conclusión de que Pandora Day no se parecía en nada a la heroína. Ella era bien distinta: mucho más seria y desenvuelta, y en absoluto ansiosa, como había creído él inicialmente, por entablar amistad con caballeros de posición. Se inclinaba a pensar que la charla que la joven había mantenido con él la tarde anterior había sido para ella un simple incidente sin importancia. Y ello pese al hecho de haber querido reanudarla al día siguiente cuando, al pasar casualmente por su lado y esbozando una sonrisa casi fraternal, le había hecho aquella nueva aclaración: “¡Todo bien ya, señor! ¡He encontrado la vieja hamaca!”.
       Después de aquello no había vuelto a dirigirse a él y apenas le había mirado. Leía mucho y casi siempre libros franceses, en papel amarillo y nuevo, y no precisamente las variantes más triviales de dicha literatura, sino algún volumen de Sainte-Beuve, de Renan o si acaso, como lectura de evasión, de Alfred de Musset. Hacía ejercicio frecuente y casi siempre paseaba sola, pues al parecer no había hecho amistades en el barco y tampoco tenía la opción de recurrir a sus padres para distraerse, quienes, como ya se ha dicho, no abandonaban nunca la confortable esquina en la que ella los dejaba para pasar el día.
       Su hermano estaba permanentemente en el salón de fumadores, donde Vogelstein se detenía a observarlo, vestido con ropa muy ajustada y un alzacuello rodeándole la garganta como una empalizada. Su rostro, menudo y afilado, no resultaba desagradable. Fumaba puros enormes y comenzaba a beber apenas avanzado el día. Sin embargo, su apariencia exterior no mostraba signo de tales excesos. Respecto al eucre y al póquer o a las demás distracciones a su alcance no parecía culpable de ninguna. Era evidente que conocía dichos juegos a la perfección porque solía observar a los jugadores y ocasionalmente les aconsejaba desde una postura imparcial. Pero Vogelstein nunca llegó a ver cartas en sus manos. Algunos jugadores le consultaban cuando surgían puntos cuestionables y su opinión era incontestable. Apenas participaba en las conversaciones, distendidas por lo general, que se sucedían en el salón de fumadores, pero de vez en cuando hacía alguna observación con su monocorde voz juvenil a la que todos prestaban atención y que era acogida entre ruidosas carcajadas. Pese a conocer bien el inglés, Vogelstein no solía captar las bromas, pero alcanzaba a comprender que las del joven Day debían ser muestras representativas de ese humor americano, admirado y practicado por todo un continente, que claramente distaba aún de ser accesible (quizá llegase a serlo con el tiempo gracias a alguna revelación providencial e impredecible) para un diplomático cualificado.
       Se trataba de un caballerete singular a su manera, porque según había podido escuchar Vogelstein en el receso de una de aquellas risas, solo tenía diecinueve años. Si su hermana no se parecía a la horrible jovencita del cuento que hemos mencionado, en cambio Vogelstein hallaba cierta analogía entre el joven señor Day y un hermano menor, un tal Madison, Hamilton o Jefferson, entusiasta de las golosinas, que en el volumen de Tauchnitz estaba a cargo de la infortunada muchacha. Definitivamente, así habría sido también Madison a los diecinueve, mucho mejor de lo que cabría haber esperado.
       Los días se hicieron largos pero el viaje resultó breve. Casi había concluido cuando el conde Otto sucumbió a aquella fascinación, peculiar en su naturaleza pero a la postre irresistible, y, pese a la enfática advertencia de la señora Dangerfield, halló ocasión de entablar una charla ininterrumpida con la señorita Day. Mencionar que dicho impulso se llevó a efecto sin aludir el resto de impresiones ajenas al mismo, tal vez sea violar la proporcionalidad y dar una idea equívoca. Pero más injusto sería pasar de largo.
       Como sabemos, los alemanes son gente trascendental y se produjo al fin una arrolladora atracción por parte de Vogelstein hacia aquella joven solitaria y despierta que espontáneamente era capaz de sonreír y de comportarse con naturalidad, que imprimía una rara originalidad al carácter filial, y cuyo perfil adquiría notable delicadeza cuando se inclinaba sobre un libro cuyas páginas chasqueaba al leer, o cuando, desde los flancos del barco, lo proyectaba en abstraídas actitudes hacia el horizonte que iban dejando atrás. Pero en cuanto a una eventual relación con ella, el conde lamentaba que sus padres fuesen unos toscos aldeanos, que su hermano no se ajustase a su idea de un joven de clase alta y que su hermana fuese una Daisy Miller en herbe.
       Constantemente amonestado por la señora Dangerfield, nuestro joven diplomático redoblaba precauciones respecto a las relaciones sociales que debía establecer al inicio de su estancia en los Estados Unidos. Como le recordó dicha dama, y según había podido verificar él mismo en otras capitales, el primer año, e incluso el segundo, debían ser tiempos para la prudencia. Uno desconocía los valores y las proporciones autóctonas, se exponía a cometer errores y precisaba por ello de fieles apoyos. En caso contrario podría llegar a depositar su confianza en personas que más adelante resultarían ser como piedras de molino alrededor del cuello. La señora Dangerfield hizo sonar y sostuvo esta última nota, la cual reverberó ampliamente en la imaginación del joven. Le aseguró que si no “tenía cuidado” se encontraría comprometido con alguna chica americana de familia imposible. En América, cuando uno se comprometía, no quedaba otra alternativa que caminar inexorablemente hacia el altar, y ¿qué diría él si, por ejemplo, se viese de un día para otro como pariente próximo de los señores P. W. Day (tales eran las iniciales inscritas sobre los respaldos de sendas sillas de la pareja)? El conde Otto advirtió el peligro, porque inmediatamente le vinieron a la mente media docena de caballeros que habían terminado casándose con chicas americanas. Le parecía, a su vez, estar también en riesgo permanente de contraer matrimonio con aquella joven americana. Era una amenaza ante la cual uno jamás podía bajar la guardia, como sucedía con el ferrocarril, con el telégrafo, con el descubrimiento de la dinamita, con el rifle Chassepot, con el espíritu socialista… Indudablemente, constituía una más de las muchas complicaciones de la vida moderna.
       Sería de todo punto excesivo afirmar que el conde temía que le arrastrase la pasión por una joven cuya belleza no era exactamente deslumbrante y con la que en total no habría hablado más de diez minutos seguidos. Pero, como ya hemos avanzado, es cierto que llegó al punto de desear que hubiese sido más refinado el equipaje humano de alguien cuyo carácter resuelto no mostraba un ápice de frivolidad, como decían los ingleses, ni de opiniones subversivas, y cuya boca se perfilaba en tan adorables líneas.
       No dejaba de resultar cómico el comportamiento de la joven hacia los destinatarios de sus afanes, a quienes, más que por interés, parecía atender obedeciendo a su sentido de la responsabilidad, como si alguien los hubiese encomendado a su buen juicio y ella se hubiera comprometido a hacerlos llegar sanos y salvos hasta algún punto del viaje. Actuaba de forma distante y ausente, pero al cabo de un rato parecía recapacitar, arrepentirse y volver sobre sus pasos para arroparles con sus mantas, para variar la posición de la sombrilla de su madre o referirles algún aspecto de la travesía. Desempeñaba estos pequeños recados de manera eficaz y expeditiva, empleando las menos palabras posibles y, al aproximarse su hija a ellos, los señores Day entornaban los ojos como dos perros falderos esperando una caricia.
       Una mañana trajo consigo al capitán del barco para presentárselo a sus padres. Parecía conocer a dicho oficial de manera personal e independiente y la presentación se planteó como una afortunada e imprevista ocurrencia. Más que una presentación aquello fue una exhibición, como si la joven quisiera decirle: “Así son, mire lo cómodos que están gracias a mis cuidados. ¿No le parecen unos seres peculiares y entrañables? Pero me dejan total independencia, oh, eso se lo puedo asegurar. Además, puede comprobarlo usted mismo”. Los señores Day alzaron la vista hacia el alto funcionario que permanecía rígido ante ellos sin apenas inmutarse, y a continuación se miraron el uno al otro igualmente imperturbables. El oficial saludó, inclinándose un poco, pero Pandora movió la cabeza y pareció responder por ellos. Hizo pequeños gestos como tratando de explicarle al buen capitán algunas de sus rarezas, como por ejemplo, que no debía esperar conversación por parte de ellos. Por último, la pareja cerró los ojos. La hija ejercía una especie de influencia mesmérica sobre ellos.
       La señorita Day se alejó con su importante amigo, el cual la trataba con ostensible deferencia, inclinándose considerablemente, pese a su relevancia, cuando poco después se despidieron. Vogelstein advirtió que la joven siempre conseguía causar impacto, pero la moraleja de este asuntillo que nos ocupa es que, pese a la señora Dangerfield, pese a las resoluciones de su sentido de la prudencia, pese a las limitaciones de la escasa relación mantenida hasta entonces, pese a los señores Day y al jovencito de la sala de fumadores, Pandora acaparaba por completo la atención del conde.
       La misma noche de la escena con el capitán y de forma torpe, abrupta y compulsiva, Vogelstein se las ingenió para abordarla mientras la joven paseaba de un lado a otro de la cubierta, en un momento de temperatura propiciatoriamente benigna y cielo profusamente estrellado. Había grupos dispersos de gente conversando, de fumadores y de parejas, irreconocibles todos, moviéndose con agilidad en la penumbra. El barco, desdibujado y espectral bajo las estrellas, se desplazaba a impulsos largos y regulares, con sus iluminados pináculos asomando aquí y allá con el balanceo, dando la impresión de avanzar más velozmente en la oscuridad que durante el día. El conde Otto había subido a pasear y cuando la chica le rozó casualmente al pasar por su lado, distinguió, bajo el velo que lo protegía de la humedad marina, el rostro de Pandora (siempre se refería a ella como Pandora con la señora Dangerfield). Se detuvo, se giró, corrió tras ella, arrojó su cigarrillo y seguidamente le preguntó si le haría el honor de cogerse de su brazo. Ella declinó tomarle del brazo pero aceptó su compañía, y él le permitió gozar de ella durante una hora. Charlaron mucho y más tarde rememoraría Vogelstein algunas de las cosas que ella dijo. Por entonces ya se daba por hecho que el barco llegaría a puerto al cabo de dos días y ello proporcionaba un evidente tema de conversación. Le sorprendieron por peculiares algunas de las expresiones que empleaba la señorita Day, pero era consciente de que su imperfecto conocimiento del inglés le incapacitaba para calibrarlas con propiedad.
       —No tengo prisa por llegar; estoy muy bien aquí —dijo—. Temo el momento de pasar con mi familia.
       —¿De pasar?
       —Por la aduana, hemos hecho tantas compras… Le he escrito a un amigo para que venga a recibirnos y quizá pueda ayudarnos. Conoce bien a las autoridades. Una vez que me hayan marcado con tiza, ya me quedaré tranquila. A estas alturas me siento ya como si fuese una pizarra. Lo encontré muy desagradable en Alemania.
       El conde Otto se preguntó si el amigo al que había escrito sería su novio y si estarían oficialmente comprometidos, sobre todo cuando Pandora volvió a referirse a él como “el caballero que va a venir”. Le preguntó por sus viajes, sus impresiones, si había pasado mucho tiempo en Europa y que qué le había gustado más. Respondió ella que había viajado a Europa con su familia para adquirir nuevas experiencias. Aunque le pareció una joven muy despierta sospechaba que le había dicho aquello por ser él alemán, porque tal vez habría oído decir que los alemanes eran muy cultos. El conde se preguntó qué clase de cultura se habrían traído consigo los señores Day de Italia, Grecia y Palestina (habían pasado dos años viajando y habían estado en todas partes), en especial cuando escuchó decir a su hija:
       —Quería que papá y mamá viesen lo mejor. Los tuve tres horas en la Acrópolis. ¡Imagino que no podrán olvidarlo!
       Tal vez fuese en Fidias o en Pericles en quienes pensaban aquellos dos mientras meditaban sentados con sus mantas, reflexionó Vogelstein. Pandora comentó asimismo que deseaba enseñárselo todo a su hermana pequeña mientras la niña estuviese relativamente por formar (relativamente, bufó el conde para sus adentros); las vistas importantes dejan una huella mucho más profunda en las mentes virginales; algo así había leído Pandora en algún libro de Goethe. Cuando ella tenía la edad de su hermana también quiso haber ido a Europa, pero por entonces su padre trabajaba y no les era posible dejar Utica. El conde imaginó a la hermanita brincando de un lado a otro del Partenón y del Monte de los Olivos, compartiendo con sus padres durante dos años, años de escolarización, aquel extraordinario peregrinaje. Se cuestionó si la máxima de Goethe sería aplicable en su caso. Le preguntó a Pandora si Utica era el lugar de procedencia de su familia, si era una ciudad importante o típica, si era un sitio que no debería dejar de visitar un extranjero como él.
       Su acompañante respondió con franqueza que aquella era una buena pregunta, pero que, en cualquier caso, le pediría encantada que “viniese a visitarnos a casa” de no ser porque pronto se marcharían de allí.
       —Ah, ¿es que se marchan ustedes a vivir a otra parte? —inquirió Vogelstein como si semejante cosa fuese también algo típico.
       —Me he propuesto irme a Nueva York. Quiero pensar que los he entrenado un poco a todos mientras hemos estado fuera —prosiguió la joven—. Ya no hallarán en Utica el mismo encanto. Esa era la idea. Quiero un lugar grande y, claro, Utica… —se interrumpió como si fuese a decir algo de mayor complejidad.
       —¿Supongo entonces que para usted Utica es inferior…? —sugirió Vogelstein por decir algo.
       —Bueno, no, supongo que no podría calificarse Utica de inferior. No es suprema…, eso es lo malo, y yo odio todo lo mediocre —dijo Pandora Day. Lanzó una risita irónica, echando la cabeza ligeramente hacia atrás, al hacer aquella declaración. Y, observándola de soslayo bajo la luz crepuscular, caminando sobre la cubierta que se balanceaba imperceptiblemente, Vogelstein identificó algo en su aire y porte que se correspondía con dicha afirmación.
       —¿Cuál es su estatus social? —le preguntó a la señora Dangerfield al día siguiente—. No logro averiguarlo… Es todo tan contradictorio. Me llaman la atención su refinamiento y su desenvoltura; su aspecto es, igualmente, impecable. Sin embargo, sus padres son unos pobres paletos. Se nota a la legua.
       —Oh, el estatus social. —La señora Dangerfield asintió enérgicamente dos o tres veces—. ¡Qué expresión tan rimbombante emplea usted! ¿Cree que todo el mundo tiene un estatus social? Eso es algo reservado a una mayoría infinitamente pequeña de la humanidad. No se puede tener posición social en Utica, del mismo modo que es impensable disponer allí de un palco de ópera. Pandora carece de estatus. Dígame, ¿dónde podría haberlo adquirido? Pobre chica, no es justo que se plantee usted semejante pregunta respecto a ella.
       —Bueno —dijo Vogelstein—. Para ser de baja extracción social me parece muy… muy… —Titubeó un instante, como lo hacía siempre con el inglés, buscando la palabra adecuada.
       —¿Muy qué, querido conde?
       —Muy particular, muy representativa.
       —Querido, no es de baja extracción social —replicó la señora Dangerfield con un irritado dejo de sabiduría malgastada. Disfrutaba explicando las cosas de su país, pero ello requería siempre el concurso de dos personas.
       —¿Cómo es ella, entonces?
       —Bueno, debo admitir que constituye una novedad para mí desde la última vez que estuve en casa. Una joven como ella con una familia así… es un nuevo espécimen.
       —Me van las novedades… —Y el conde Otto sonrió con aire decidido. No obstante, no podía darse por satisfecho con una explicación que suscitaba más preguntas. Cuando desembarcaron en Nueva York, y aún entre el jaleo del muelle y los montones de equipaje despanzurrado, Vogelstein se sintió embargado por un pesar creciente ante la idea de que Pandora y su familia estuviesen a punto de desvanecerse en lo desconocido. Sin embargo, obtuvo un transitorio consuelo: estaba claro que por algún motivo, enfermedad o ausencia de la ciudad, el caballero al que la joven había escrito no se había presentado como ella había previsto. Vogelstein se alegró, no sabría precisar por qué, de que aquella persona cercana a ella le hubiese fallado, aun sabiendo que sin su ayuda Pandora tendría que arreglárselas sola en las dependencias aduaneras de los Estados Unidos.
       Nuestro joven tuvo su primera impresión del mundo del Oeste en el mismo lugar donde desembarcaban los vapores alemanes en la ciudad de Jersey: un gigantesco cobertizo de madera cubría un muelle, también de madera, que resonaba bajo el peso de los pies y que consistía en una vasta extensión de terreno empalizada con rudimentarios tocones inclinados a un lado y a otro sobre el que se esparcían pilas de equipaje heterogéneo. En un extremo, en la salida hacia la ciudad, se levantaba una alta valla pintada, al otro lado de la cual, pudo distinguir una fila de carruajes de alquiler cuyos cocheros blandían sus látigos a la espera de sus víctimas, mientras se elevaban sus voces en el aire emitiendo de manera ininterrumpida un sonido extraño y agudo, como un desafío a un tiempo amenazador y entrañable. En aquella zona, tras la valla, todo parecía bullir y retumbar. Allí estaba América, se dijo el conde Otto, y dirigió su mirada hacia aquel punto sintiendo que tendría que hacer acopio de determinación.
       En el muelle, la gente se apresuraba con su equipaje, reuniendo sus cosas, tratando de agrupar los bultos dispersos. Estaban acalorados e irritados unos, aturdidos y desanimados, otros. Los pocos que habían logrado recoger sus vapuleados paquetes asistían con aire de fatigada indiferencia a los esfuerzos de sus vecinos, sin dignarse a mirar a aquellos con quienes habían intimado en el barco. Les atendía un destacamento de oficiales de la aduana, y los pasajeros más diligentes intentaban arrastrarles hacia sus equipajes o arrastrar hacia ellos sus pesados bultos. Los funcionarios eran corteses y de pocas palabras excepto cuando, ocasionalmente, tenían que hacerle ver a algún pasajero cuyo equipaje expuesto les observaba, elocuente, implorante, que les parecía que el viaje había sido “bastante delicado”. Cumplían con su tarea sin prisas, especulando con cordialidad, y si advertían el nombre de alguna víctima escrito en su baúl de viaje se dirigían a ella como si la conociesen de toda la vida. Pero Vogelstein comprobó que aunque afables no eran indiscretos. Había oído decir que en América todos los funcionarios eran iguales, que no había diferente tenue, como se decía en Francia, para las distintas clases sociales, y se preguntó si allá en Washington también serían así el presidente y los ministros a quienes esperaba ver (esperaba tener que ver) regularmente.
       Le distrajo de tales especulaciones divisar a los señores Day sentados uno junto al otro sobre un baúl, como formando parte de los pertrechos de su viaje. Sus rostros traslucían mayor preocupación hacia los objetos que les rodeaban de lo que Vogelstein había advertido hasta entonces, y el aire de plácida expansión de la misteriosa pareja sugería que dicha preocupación les resultaba en cierto modo reconfortante. Como habrían dicho ellos mismos, los señores Day se sentían verdaderamente dichosos de regresar. A cierta distancia, al borde del muelle, nuestro observador distinguió al hijo de la pareja, el cual se había apostado en el espacio entre los flancos de dos grandes buques desde el que veía pasar los ferrys de exigua carga y forma piramidal típicos de las aguas americanas. Allí estaba el joven, inmóvil y meditabundo, con su delgado pie apoyado sobre un rollo de cuerda, de espaldas a cuanto había sido desembarcado, con el cuello estirado en su reluciente cilindro, mientras la fragancia de su enorme puro se mezclaba con el olor de cúmulos en descomposición y, a su lado, su hermana menor se agarraba a un poste para averiguar cuánto lograba acercarse al agua sin caerse.
       El criado de Vogelstein había ido a buscar a un inspector. El propio conde Otto había reunido sus pertenencias y esperaba que le concediesen permiso para entrar confiando plenamente en que el procedimiento sería expeditivo para alguien de su rango.
       Antes de iniciar el trámite mantuvo una breve charla con el joven señor Day, al tiempo que levantaba su sombrero en señal de cortesía a la niña, a quien no había saludado aún, y la cual hizo caso omiso a su gesto ocupada como estaba en oscilar temerariamente sobre el peligroso borde del muelle. Por muy pendiente de escolarizar que estuviera, no cabía duda de que la niña era ligera como una pluma.
       —Veo que le hacen esperar a usted igual que a mí. Es irritante —dijo el conde Otto.
       El joven respondió sin volverse a mirar:
       —En cuanto empecemos todo irá bien. Mi hermana le ha enviado aviso a un caballero para que se acerque hasta aquí.
       —He estado buscando a la señorita Day para despedirme —continuó Vogelstein—, pero no la veo.
       —Supongo que habrá ido a reunirse con el caballero del que le hablo. Es un buen amigo suyo.
       —¡Yo creo que es su novio! —espetó la niña—. En Europa siempre estaba escribiéndole.
       Durante unos segundos su hermano guardó silencio dando una calada a su cigarro.
       —Solo le escribía por este motivo. Voy a chivarme, hermanita —añadió a continuación.
       Pero la pequeña señorita Day no prestó la menor atención a su amenaza. Se dirigió a Vogelstein con total desparpajo.
       —Esto es Nueva York. Me gusta más que Utica.
       El conde no tuvo tiempo de responder porque había llegado su criado acompañado de uno de aquellos dispensadores de fortuna, pero mientras se alejaba, y a juzgar por las preferencias de la niña, se preguntó cómo serían las ciudades de interior.
       Como era de esperar, Vogelstein fue exonerado del sino del común de los mortales. El agente que le tocó en suerte, y que llevaba un enorme sombrero de paja y un broche en la solapa, era sin duda un hombre de mundo. En respuesta a las declaraciones formales del conde, se limitó a responder:
       —Bueno, imagino que todo está correcto. Puede usted pasar. —Y se puso a marcar su equipaje con tiza como si le propinase afectuosas palmaditas. El criado había desabrochado y abierto sin mucho afán parte de las valijas y, mientras volvía a cerrarlas, el agente permaneció allí mismo limpiándose la frente y conversando con Vogelstein.
       —¿Su primera visita a nuestro país, señor? Muy solo parece… ¿Ninguna dama? Claro, las damas son lo que más nos gusta de todo.
       Así se expresó exactamente mientras el joven diplomático se preguntaba qué esperaba el hombre allí plantado y si se suponía que debía deslizarle algo en la palma de la mano. Pero aquel representante del orden apenas le permitió a nuestro amigo un momento de suspense. Enseguida se volvió no sin antes comentar, en tono más bien paternalista, que esperaba que el conde tuviese una formidable estancia. El joven se percató entonces de lo improcedente que habría sido darle una propina. Se trataba sin duda del estilo americano que, al fin y al cabo, tenía unas formas de cortesía propias.
       El criado de Vogelstein había conseguido un mozo con trasportín y el conde estaba a punto de salir de allí cuando vio a Pandora Day salir disparada de entre la multitud y dirigirse rauda al mismo funcionario que acababa de franquearle el paso a él. Llevaba en la mano una carta desplegada que le dio a leer al aduanero, el cual pasó la vista por el papel mesándose la barba en ademán pensativo. Seguidamente, ella le condujo hacia el lugar donde sus padres aguardaban sentados sobre el equipaje. El conde Otto envió por delante a su criado con el mozo y siguió a Pandora, con quien francamente deseaba intercambiar algunas palabras de despedida. Lo último que se habían dicho el uno al otro era que volverían a verse en tierra firme. Parecía improbable, sin embargo, que dicho encuentro fuese a producirse en un sitio que no fuese aquel mismo muelle, habida cuenta de que, claramente, Pandora no pertenecía a la buena sociedad en la que sin duda se integraría Vogelstein y puesto que, si Utica, según la afilada lengua de su hermanita, resultaba peor que lo que tenía ante sus ojos, antes preferiría él morir que dejarse caer alguna vez por allí.
       Pronto alcanzó a Pandora, justo cuando ella procedía a presentarle a sus padres a aquel representante de la autoridad, de forma parecida a como les había presentado al capitán del barco. Los señores Day se pusieron de pie, estrecharon la mano del hombre y parecían dispuestos a mantener una breve charla con él.
       —Me gustaría presentarle a mis hermanos —oyó decir a la joven, y vio cómo ella miraba alrededor buscando a aquellos dos apéndices. En aquel mismo instante se cruzaron sus miradas y Vogelstein se adelantó con la mano extendida al tiempo que se decía que evidentemente los americanos, a quienes siempre había oído describir como pragmáticos y circunspectos, se deleitaban hasta la extravagancia en las galanterías sociales. Remoloneaban y parloteaban como había visto hacer a los napolitanos.
       —Adiós, conde Vogelstein —dijo Pandora algo sofocada por sus múltiples tareas pero sin que ello tuviese una repercusión negativa en su aspecto—. Confío en que tenga usted una espléndida estancia y que nuestro país sea de su agrado.
       —Espero que se las apañe usted bien con todo esto —replicó Vogelstein, sonriendo y sintiéndose ya más suelto con el idioma.
       —Está enfermo el caballero al que le mandé el recado —añadió ella—. Qué mala suerte, ¿verdad? Pero me hizo llegar una nota para un amigo suyo, uno de los inspectores, y supongo que no tendremos problemas. Señor Lansing, permítame presentarle al conde Vogelstein —prosiguió ella, presentándole a su compañero de viaje al portador del sombrero de paja y del broche, el cual estrechó la mano del joven alemán como si no se hubiesen visto anteriormente. Durante un breve instante, Vogelstein sintió el corazón en la boca y dio gracias al cielo por no haberle dado una propina al amigo del caballero reiteradamente mencionado en su presencia y al que un miembro de la familia de Pandora incluso había llegado a designar como novio de la joven.
       —En esta ocasión se trata de un asunto de señoras —le comentó el señor Lansing a Vogelstein con una sonrisa que parecía traslucir una complicidad subrepticia que ninguno estaría dispuesto a admitir.
       —Bien, dice el señor Bellamy que usted haría cualquier cosa por él —dijo Pandora sonriendo con dulzura al señor Lansing—. No traemos mucho, solo hemos estado dos años fuera.
       El señor Lansing se rascó un poco por detrás de la cabeza, un movimiento que hizo caer sobre su nariz el sombrero de paja:
       —No sé qué se supone que tendría que hacer yo por él que no haga por usted —respondió con igual cordialidad—. Ábrame usted este mismo, por ejemplo —dijo propinándole un afectuoso puntapié a uno de los baúles.
       —Oh, madre, ¿no es genial? Aquí solo están tus objetos de baño —exclamó Pandora inclinándose sobre el cofre con la llave en la mano.
       —No estoy muy segura de que me agrade mostrarlos —murmuró apocadamente la señora Day.
       Vogelstein se despidió a la manera alemana del grupo en general, y a Pandora en particular le dirigió un audible adiós que ella devolvió en tono vibrante y amistoso, aunque sin girarse mientras luchaba con la cerradura del baúl.
       —Podemos probar con otro si usted quiere —dijo solícito el señor Lansing.
       —Oh, no, tiene que ser este. Adiós, señor Vogelstein, espero que se forme una buena opinión de nosotros.
       El joven siguió su camino y atravesó la frontera del muelle. Allí le recibió su asistente inglés con una expresión tan atribulada que Vogelstein le preguntó si no había taxis para llevarles.

       —Aquí los llaman hacks, señor —contestó el hombre—, y están caros de narices. ¡Ha habido quien me ha pedido treinta chelines por llevarle a usted a la pensión!
       —¿No has encontrado ninguno que sea alemán? —dijo Vogelstein tras vacilar un instante.
       —Por su forma de hablar el que he contratado es alemán —respondió el hombre.
       Y fue así como, sin apenas darse cuenta, Vogelstein dio comienzo a su carrera en América discutiendo las tarifas de los taxis en su lengua vernácula.


II

         Vogelstein asistía por principio a cualquier sitio al que le invitasen, en parte con objeto de conocer mejor la sociedad americana y en parte porque los pasatiempos en Washington no eran tan numerosos como para que uno pudiese permitirse descuidar las ocasiones. Al cabo de dos inviernos había tenido un número considerable de ellas y de variada índole. Su estudio de la sociedad americana había cosechado unos frutos en absoluto desdeñables. Sin embargo, cuando en el mes de abril de su segundo año de residencia, se personó en la fiesta por todo lo alto de la señora Bonnycastle, considerada por todos como el último evento de interés de la temporada, su presencia allí, y en especial el que se mostrase tan solícito y comunicativo, no fue consecuencia de la norma que se había impuesto.
       Aceptó la invitación a casa de la señora Bonnycastle por la simple razón de que le caía bien aquella dama, cuyas recepciones eran las más animadas de Washington, y porque si no asistía no habría sabido qué otra cosa hacer. Aquella escasez de alternativas en los márgenes del Potomac se le estaba haciendo penosamente familiar. Hacía muchas cosas por la simple razón de no saber qué hacer en caso de no hacerlas. Conviene añadir que esta vez, incluso de haber existido alguna otra opción social, el conde habría acudido a la convocatoria de la señora Bonnycastle. Si su casa no era la más grata, al menos resultaba complicado decidir cuál otra lo era, y la extendida queja de que resultaba demasiado restrictiva, de que excluía a más gente de la que solía admitir, se aplicaba con atenuado énfasis cuando la familia abría sus puertas con ocasión de una menos selectiva.
       Hacia finales de la temporada social, durante los fragantes días de la primavera de Washington, cuando el aire comenzaba a traslucir cierto fulgor sureño y las plazas y glorietas (en las que convergían las avenidas obedeciendo a un trazado tan ingenioso como desconcertante) se encendían de flores rosáceas invitándole a uno a sentarse en los bancos, bajo el hechizo de esta indulgente molicie, la señora Bonnycastle, que a lo largo del invierno había sido bastante inflexible, bajó un poco la guardia. Se volvió arbitrariamente, primaveralmente intrépida, por así decirlo, absteniéndose de evaluar las consecuencias de una hospitalidad a la que habría bastado reseña en la postrera columna, o incluso en la edición matutina de cualquier periódico, para calificarla de rotundo desacierto. Pero la vida en Washington, según la entendía el conde Otto Vogelstein, estaba llena de desaciertos. Se encontraba inmerso en una sociedad sustentada sobre falacias fundamentales y grandiosos errores. Poco dado a mirar el lado cómico de la existencia, se había dicho a sí mismo que el único modo de disfrutar de la Gran República era prendiendo fuego a sus propios estándares y calentándose en la lumbre. He aquí las lucubraciones de un teutón teorético que se iba habituando a caminar entre las cenizas de sus prejuicios.
       Más de una vez se había empeñado la señora Bonnycastle en explicarle a Vogelstein los principios por los que se regía para recibir a cierta gente y vetar a otra, pero para él entrañaba considerable dificultad penetrar en sus discriminaciones. Bien sabía Dios lo insólita que le había parecido la promiscuidad americana en su momento, pero aquello resultó no ser nada en comparación con la excentricidad del criticismo americano. La dama le aleccionaba à perte de vue sobre unas diferencias en las que él solo percibía analogías, y no entendía ni las virtudes ni los defectos de buena parte de los miembros de la sociedad de Washington, según la interpretación que de esta hacía la señora Bonnycastle. Por suerte, su amiga tenía un trasfondo socarrón que, como ya he anticipado, tendía a exacerbarse con las floraciones de abril provocando que la gente no invitada a su casa le resultase casi tan divertida como la que era recibida en ella.
       Su marido no estaba metido en política aunque la política estuviese metida en él. La pareja se había impuesto las responsabilidades derivadas de un activo patriotismo. Ambos se habían amoldado a vivir en América, a diferencia de gran parte de sus conocidos que con actitud pesarosa tendían a considerarlo como algo meramente inevitable. Portaban la persistente herencia de la reminiscencia extranjera que lastraba a tantos americanos, pero la sobrellevaban mejor que la mayoría de sus compatriotas. Uno deducía que habían vivido en Europa a tenor de su actual entusiasmo, en absoluto a causa de sus lamentaciones. Si acaso, según le había comentado en cierta ocasión la señora Bonnycastle a la esposa de un ministro de exteriores, se resentían de haber vivido alguna vez al otro lado del océano.
       La pareja resolvía con éxito todos sus conflictos, incluso los derivados de no conocer a quienes no deseaban conocer, o los de disponer de incontables ocupaciones en una sociedad que se suponía escasa de recursos para esa élite que, bajo la designación de clase ociosa, era repetidamente invocada en presencia de Vogelstein con esa mezcla de envidia y menosprecio que suscita la mención de un vicio inconfesable.
       Y cuando, nada más llegar el tiempo cálido, el matrimonio abría de par en par las puertas de su residencia, lo hacía en el convencimiento de que ello les reportaría distracción y no porque se sintiesen mínimamente obligados a hacerlo. Es cierto que durante el invierno a Alfred Bonnycastle le fastidiaba un poco la radicalidad de ciertas reticencias por parte de su esposa, y no dejaba de admirarle el hecho de que en una ciudad como Washington la amistad de ambos estuviese tan solicitada. Vogelstein aún recordaba el estupor, ya algo más disipado, con que cierta noche, más de un año atrás, había escuchado exclamar al señor Bonnycastle tras una cena celebrada en su casa y una vez se hubieron marchado todos los invitados a excepción del secretario alemán (a menudo se quedaba él con la pareja hasta bien tarde):
       —Maldita sea, solo queda un mes, seamos vulgares y divirtámonos un poco… Invitemos al presidente.
       De esta guisa era el carnaval que se organizaba en torno a la señora Bonnycastle, y en la ocasión a la que me refería al inicio de este capítulo, el presidente no solo había sido invitado sino que había manifestado su voluntad de asistir. Me apresuro a añadir que no se trataba del augusto gobernante irreverentemente mencionado por Alfred Bonnycastle. La Casa Blanca había acogido a un nuevo inquilino, el anterior se disponía a abandonarla justo entonces, de manera que a lo largo de los primeros dieciocho meses de su estancia en América, el conde Otto había sido testigo de una campaña electoral, de un debut presidencial y de un reparto del botín. A lo largo de aquellas primeras semanas se había sorprendido al descubrir que el jefe del Estado no era un invitado codiciado entre las que se suponía eran las mejores familias de la capital nacional. Solo así se explicaba la extravagante sugerencia del señor Bonnycastle de invitarle como si se tratase de un carnaval. Su sucesor alternaba con inusitada frecuencia para ser un presidente, todo hay que decirlo.
       Había concluido la sesión legislativa, aunque ello apenas afectaba al aspecto de los salones de la señora Bonnycastle que ni siquiera durante la alta temporada de congreso lucían rebosantes de representantes del pueblo. Si acaso, se aderezaban con algún senador ocasional, cuyos gestos y pronunciamientos solían ser acogidos con una mezcla de alarma e indulgencia, como si pudiesen decepcionar a la audiencia por carecer de la excentricidad esperada, como si, pese a todo, pudiesen entrañar algún peligro si no se sometían a estrecha vigilancia.
       Nuestro joven caballero había llegado a sentir cierta estima por estos padres conscriptos de familias invisibles, con reminiscencias de toga en los voluminosos pliegues de sus conversaciones, pero desposeídos y baldíos en otros aspectos, de pétreas arrugas en la cara, como estatuas o bustos de legisladores antiguos. A Vogelstein le parecía que había un algo, despojado y vulnerable, en su condición a un tiempo glorificada y desvalida. En sus ojos se percibían recurrentes expresiones de abandono, como si en los eventos sociales su prurito legislativo anhelase la calidez de unas cuantas leyes, confortables y preestablecidas. Los miembros de la Casa Blanca eran seres singulares y, en los días en que Washington constituía una novedad para nuestro inquisitivo secretario, este solía confundirlos, al cruzárselos en los salones o en las escaleras, con los sirvientes encargados de recibir a los invitados o de servirles durante la cena. Pasado un tiempo, comprendió que estos últimos personajes públicos eran a su manera tipos imponentes, reconocibles por ese rico color racial que casi hacía las veces de librea.
       Sin embargo, las probabilidades de ahora con aquellas equívocas figuras eran mucho menores que en el transcurso del invierno y, en cualquier caso, nunca se veían demasiadas en casa de la señora Bonnycastle. Por aquellos días el panorama social en Washington, al igual que la vasta y nítida homogeneidad de las calles señalizadas con letras y números, que en aquella estación le parecían a Vogelstein más desangeladas e impersonales que nunca, sugería un receso del fenómeno político.
       Aquella noche el conde Otto conocía a todo el mundo o a casi todo el mundo. Asistían regularmente algunos extranjeros curiosones, de Nueva York y de Boston, a los que enseguida les era presentado el joven alemán al cordial estilo de Washington. Era aquella una sociedad en la que imperaba la familiaridad y en la que la gente podía llegar a reencontrarse hasta tres veces al día, de tal manera que la más reciente novedad se convertía en un asunto de vital importancia.
       —Tengo tres chicas nuevas —dijo la señora Bonnycastle—. Tiene que hablar con todas ellas.
       —¿Con todas a la vez? —bromeó Vogelstein invirtiendo las tornas de una situación que no le resultaba en absoluto desconocida. Muchas veces se había visto él mismo inmerso en conversaciones que requerían incluso más de una triple simultaneidad por su parte.
       —Oh, no, debe decirle a cada una algo diferente, no puede usted salir del paso de una manera tan burda. ¿No ha descubierto todavía que una chica americana siempre espera algo especialmente adaptado para ella? Eso de disponer de un puñado de frases aptas para cualquiera, está muy bien para Europa. La chica americana no es cualquier chica. Es un espécimen extraordinario de una especie extraordinaria. Pero debe usted reservar lo mejor de la noche para la señorita Day.
       —¡La señorita Day! —La mirada de Vogelstein reveló un rápido discernimiento—. ¿Quiere decir para Pandora?
       A su lado, la señora Bonnycastle se burló abiertamente:
       —¡Vaya! Se diría que la ha estado buscando por todo el globo. ¿De modo que ya la conoce… y la llama por su nombre de pila?
       —Oh no, no la conozco, quiero decir que no la he visto ni he hablado con ella desde entonces hasta ahora. Vinimos a América en el mismo barco.
       —¿No es americana, entonces?
       —Oh, sí, vive en Utica…, en el interior.
       —¿En el interior de Utica? En tal caso no puede referirse a la joven de la que le hablo. Esta otra es de Nueva York, toda una belleza y la indiscutible favorita social que encandiló a todo el mundo este pasado invierno.
       —Al fin y al cabo —respondió el conde Otto, pensativo y algo decepcionado—, el nombre no es tan inusual, quizá se trate de otra persona. Pero, ¿tiene ella unos ojos raros, como amarillos, pero muy bellos, y la nariz un poco arqueada?
       —No sabría decirle, no la he visto todavía. Se aloja en casa de la señora Steuben. Llegó a Washington hace solo un par de días y la va a traer la señora Steuben. Cuando me escribió para pedirme permiso me contó lo que le he dicho. No han llegado aún.
       Por un instante Vogelstein acarició la esperanza de que el sujeto de tal correspondencia fuese en efecto la joven de la que se había despedido en el muelle de Nueva York, pero las informaciones parecían apuntar hacia otra parte y él no tenía intención de fomentar ilusiones. Le parecía poco probable que la resuelta joven que le había presentado al señor Lansing tuviese acceso a la mejor casa de Washington. Por otra parte, la invitada de la señora Bonnycastle había sido descrita como una beldad procedente de la vibrante City.
       —¿Cuál es el estatus social de la señora Steuben? —preguntó a bocajarro en mitad de sus cavilaciones. Tenía una forma literal, tosca y grave, de hacer preguntas de este tipo. Se deducía de ello que era una persona puntillosa.
       La señora Bonnycastle, sin embargo, respondió con una risa burlona:
       —¡Y qué sé yo! ¿Cuál es el suyo? —dicho lo cual se volvió hacia sus otros invitados, a algunos de los cuales les transfirió su pregunta—. ¿Podría alguien decir cuál es el estatus social de la señora Steuben? El conde Vogelstein desea saberlo.
       El diplomático cayó al instante en la cuenta de que no debió haberse expresado así. ¿Acaso no era suficiente indicativo de la posición de dicha dama en la escala social su relación con la señora Bonnycastle? Pese a todo, la jerarquía era tan sutil que se sintió injustamente ofendido. Era cierto que, como le había dicho a su anfitriona, la imagen de Pandora se había disipado casi por completo en la ola de nuevas impresiones sobrevenidas a su llegada a América. Había visto innumerables cosas tan fascinantes como la heroína del Danau pero, al materializarse la idea de poder volver a verla y escucharla en cualquier momento, la joven resurgió en su mente con tanta nitidez como si se hubiesen despedido el día anterior. Recordaba el color exacto de los ojos que le había descrito como amarillos a la señora Bonnycastle, el tono de su voz cuando, a última hora, había manifestado su esperanza de que él juzgase a América correctamente. ¿Había juzgado a América correctamente? Si iban a verse de nuevo, ella trataría de averiguarlo. Sería excesivo decir que la idea de semejante ordalía le parecía terrible al conde Otto, pero sí cabría afirmar que la perspectiva de volver a verla le ponía nervioso. El dato en sí no dejaba de ser curioso pero no asumiré la tarea de explicarlo. Hay tantas cosas que ni el historiador más filosófico está obligado a detallar…
       Vogelstein pasó a otro salón y, al cabo de cinco minutos, la señora Bonnycastle estaba ante él para presentarle a una de las jóvenes de las que le había hablado anteriormente. Se trataba de una cultivada chica de Boston que demostró un gran conocimiento de las novelas de Spielhagen.
       —¿Qué opinión le merecen? —preguntó Vogelstein por decir algo, sin interesarse demasiado por el tema, dado que solo leía obras de ficción durante las travesías en barco. La joven de Boston pareció pensativa y concentrada y, a continuación, contestó que le gustaban mucho algunas de ellas, pero que otras no le habían gustado… Y enumeró las obras recogidas bajo los respectivos epígrafes. Spielhagen es un escritor fecundo y el catálogo en su haber le llevó un rato, al cabo del cual, la pregunta de Vogelstein continuó sin respuesta y sin que el conde hubiese sido capaz de precisar si a ella le gustaba o le disgustaba Spielhagen.
       Sin embargo, con el siguiente tema de conversación no hubo duda alguna respecto a los gustos de la bostoniana. Hablaron sobre Washington como solo sabe hacerlo la gente desde el lugar en cuestión, describiendo sucesivos círculos que se expanden y se estrechan, posándose sucesivamente en sus frondosas ramas, considerando el asunto desde todas las perspectivas posibles. Nuestro joven había permanecido en América el tiempo suficiente como para haber averiguado que, al cabo de medio siglo de ostracismo social, Washington se había puesto de moda y gozaba ahora de la estimable ventaja de haberse convertido en un nuevo recurso conversacional. Esto se ponía especialmente de manifiesto durante los meses de primavera, cuando los habitantes de las ciudades comerciales bajaban al sur tras el largo invierno. Todo el mundo coincidía en que Washington era cautivador y nadie estaba en mejor disposición de debatir sobre el tema que los bostonianos.
       Al principio Vogelstein no conseguía seguirles, no alcanzaba a comprender sus puntos de vista, con qué otra cosa comparaba aquella gente este reciente objeto de fascinación. Pero ahora lo sabía todo, les había cogido el paso, no había una sola frase del debate que le pillase desprevenido. Había en todo aquello cierto elemento hegeliano: a la luz de tales consideraciones, la capital americana adoptaba la monstruosa apariencia de un infinito y místico Werden. Pero tales disquisiciones fatigaban un poco a Vogelstein que por norma prefería no tener que tratar durante una misma tarde con más de un recién llegado, con más de un visitante en pleno ardor de iniciación. Por tal motivo le había desconcertado un poco que la señora Bonnycastle le expresase su deseo de presentarle a las tres jóvenes. Preveía un mismo ritual repetido para cada damisela, ritual que se vanagloriaba de haber ejercitado hasta alcanzar cierta pericia, pero que no por ello dejaba de ser un tanto extenuante. Tras apartarse de su discreta bostoniana optó por evitar a la señora Bonnycastle, contentándose con la conversación de los amigos de siempre, habitualmente en clave más elemental y distendida.
       Por fin oyó decir que había llegado el presidente, que llevaba ya más de media hora en la casa, y marchó en busca del insigne invitado cuyos movimientos en las fiestas de Washington nunca iban precedidos de una cohorte de cortesanos. Se había propuesto presentar sus respetos cada vez que se encontrase en compañía del presidente y no le desalentaba el hecho de no apreciar ninguna asociación de ideas en los ojos del gran hombre cada vez que este alargaba su mano presidencial para decirle “encantado de conocerle, señor”. El conde Otto asumía que le tomaba por un mero súbdito leal, tal vez por alguien que ambicionaba un puesto administrativo. En circunstancias así solía pensar que la monarquía tenía el mérito de transmitir por línea sucesoria la facultad del reconocimiento instantáneo.
       En aquella ocasión tuvo especial dificultad para identificar al alto magistrado y, finalmente, supo que se encontraba en el salón de té, una pequeña estancia destinada a ligeros refrigerios contigua al vestíbulo de entrada de la casa. Allí le encontró nuestro joven, sentado en un sofá y conversando con una dama. Había un número considerable de gente en torno a la mesa, comiendo, bebiendo, charlando; y la pareja del sofá, que no estaba próxima a la mesa sino pegada a la pared, en un rincón apartado, parecía un poco ajena, como si buscasen privacidad y se dispusieran a aprovechar la desatención del resto. El presidente se apoyaba sobre el respaldo, y sus manos enguantadas sobre sendas rodillas semejaban dos grandes manchas blancas. Se le veía eminente pero relajado, y resultaba claro que la dama sentada junto a él contribuía abiertamente y sin reservas a aquel efecto de confortable majestad. Al acercarse, Vogelstein alcanzó a escuchar la voz de ella. La oyó decir: “Bien, recuérdelo, lo consideraré una promesa”. Iba espléndidamente bien vestida, en tonos rosados, tenía las manos enlazadas sobre el regazo y los ojos fijos en el perfil del presidente.
       —Muy bien, señora, en tal caso debe de ser la quinta promesa que he hecho hoy.
       Fue justo cuando escuchó estas palabras, como respuesta por parte de su acompañante, cuando Vogelstein se detuvo, se giró y fingió estar buscando una taza de té. No era apropiado molestar al presidente, ni siquiera estrecharle la mano, cuando estaba sentado en un sofá en compañía de una dama, y el joven secretario se dio cuenta que aquella era la ocasión menos propicia de todas para quebrantar la norma, porque la dama sentada en el sofá no era otra que Pandora Day. La había reconocido sin que ella pareciese haber reparado en él e incluso de refilón, como suele decirse, había notado que se había convertido en una mujer que difícilmente pasaría inadvertida. Tenía cierto aire exultante, de éxito. Se la veía radiante en su vestido color rosado y acababa de extraerle una promesa nada menos que al gobernante de cincuenta millones de personas. Quién iba a pensar que se encontraría con ella en aquel lugar insospechado, pensó su antiguo compañero de viaje y, verdaderamente, qué difícil resultaba saber quién era quién en América.
       No deseaba hablar con ella todavía. Prefería esperar un poco y averiguar algo más, pero mientras tanto no dejaba de percibir algo tentador en el hecho de que ella estuviese justo a sus espaldas, a escasos metros, de que con apenas girarse pudiese volver a verla. Era ella a quien se había referido la señora Bonnycastle, ella la que había sido tan admirada en Nueva York. Su rostro era el mismo, sin embargo, en un instante había advertido el conde que, de alguna forma imprecisa, parecía más bella. Había reconocido el arco de su nariz, indicativo de una moderada ambición. Vogelstein tomó algo de té a pesar de que no le apetecía lo más mínimo. Recordó el séquito que rodeaba a la joven en el barco: sus padres, aquellos aldeanos apáticos, “con tan poco mundo”, su hermana pequeña, de quién cabía decir lo mismo, su sarcástico hermano con su sombrero de copa y su predicamento en el salón de fumadores. Recordó las advertencias de la señora Dangerfield (así como sus no pocas perplejidades), la carta del señor Bellamy, la presentación del señor Lansing y la forma en que Pandora se había agachado sobre el sucio muelle, riendo y hablando, dueña de la situación, para abrir su baúl en la aduana. Estaba bastante seguro de que aquel día ella no se vio obligada a pagar arancel alguno. Sin duda ese habría sido el propósito de la misiva del señor Bellamy. ¿Continuaría ella carteándose con aquel caballero y se habría recuperado él de la indisposición que se interpuso en su encuentro? Las imágenes y las preguntas bullían en la cabeza del conde Otto. Se dio cuenta de que era más que probable que Pandora estuviese nuevamente en disposición de dominar la situación, porque resultaba evidente que nada había en las actuales circunstancias susceptible de poder dominarla a ella.
       Vogelstein apuró su té y al soltar la taza escuchó al presidente diciendo a sus espaldas:
       —Bueno, supongo que mi esposa se estará preguntando por qué no he regresado ya a casa.
       —¿Cómo es que no la ha traído con usted? —preguntó Pandora con benevolencia.
       —Es que no sale mucho. Tiene con ella a su hermana, la señora Runkle, de Natchez. Está prácticamente inválida y a mi esposa no le gusta dejarla sola.
       —Debe de ser una mujer muy buena. —Y en la aprobación de la joven hubo cierto tono de afianzada madurez.
       —Bueno, podría decirse que no se queja… todavía.
       —Me encantaría ir a verla —dijo Pandora.
       —Pásese por casa. ¿No podría venir alguna noche? —respondió el gran hombre.
       —Claro, les visitaré en alguna ocasión. Y le recordaré su promesa.
       —De acuerdo. No hay nada como mantenerlas. Bueno —dijo el presidente—, debo ir a despedirme de esta gente estupenda.
       Vogelstein le oyó levantarse del sofá con su acompañante, tras lo cual concedió tiempo a la pareja para que saliese antes que él de la estancia. Lo hicieron con una determinación impresionante, haciendo que la gente se apartase a un lado para dejar pasar al gobernante de cincuenta millones y sin dejar de mirar a la deslumbrante persona de rosa que iba con él. Cuando algo más tarde les siguió a través del hall hasta otro de los salones, el conde pudo ver a los anfitriones acompañando al presidente hasta la puerta y a dos ministros de exteriores y a un juez del Tribunal Supremo conversando con Pandora. Resistió el impulso de unirse al grupo. Si iba a hablar con ella querría hacerlo con algo más de privacidad. Aun así ella continuó acaparando toda su atención y cuando la señora Bonnycastle regresó del recibidor de entrada él se le acercó enseguida con una petición.
       —Me gustaría que me dijese algo más sobre esa joven…, la que está enfrente vestida de rosa.
       —La adorable Day…, así la llaman, creo. Era mi intención que pudiese usted charlar con ella.
       —Creo que es la joven que conozco. Pero parece tan diferente ahora… No puedo estar seguro —dijo el conde Otto.
       Algo en la expresión del joven provocó de nuevo la sorna de la señora Bonnycastle:
       —¡Cómo logramos desconcertarles a ustedes los europeos! Parece usted sorprendido.
       —Siento parecer tan… Trato de disimularlo. Pero tiene razón, somos muy simples. Permítame por tanto hacerle una pregunta simple, infantil y seria. ¿Los padres de esta chica alternan también en sociedad?
       —¿Sus padres en sociedad? D’où tombez vous? ¿Alguna vez ha sabido usted que alternen los padres de una popular chica vestida de rosa y con una nariz tan peculiar?
       —¿Está aquí sola, entonces? —prosiguió él con un quiebro de melancolía en la voz.
       La señora Bonnycastle se burló de él sin disimulo.
       —Resulta usted demasiado patético. ¿No sabe lo que es ella? Supuse que lo sabía, por supuesto.
       —Es justo lo que le estoy preguntando.
       —Bueno, ella es el nuevo prototipo. Es de aparición reciente. Incluso se han escrito artículos sobre esta clase de chicas en la prensa. Por eso le dije a la señora Steuben que la trajera.
       —¿El nuevo prototipo? ¿Qué nuevo prototipo, señora Bonnycastle? —replicó en tono implorante, plenamente consciente de que en América todos los prototipos eran nuevos.
       La risa retrasó la respuesta de la dama y para cuando se había recuperado estaba ante ellos, para despedirse, la joven de Boston con quien Vogelstein había estado conversando. Aquel, sin duda, era un prototipo añejo, se dijo el conde, y todo el proceso de despedida entre invitado y anfitriona se desarrolló conforme a una elaboración añeja. El conde Otto aguardó un momento, luego se dio la vuelta y se dirigió hacia Pandora Day, a cuyo círculo de interlocutores se había sumado un caballero que había desempeñado un puesto relevante en el gabinete del último ocupante del sillón presidencial. Le había preguntado a la señora Bonnycastle si ella estaba “sola”, pero nada había de solitaria en la actual situación de la joven. No estaba todo lo sola que habría deseado nuestro amigo. Era impaciente, pero confiaba en que ella le dedicaría unas palabras expresamente. Ella lo reconoció sin asomo de vacilación y esbozó una sonrisa de lo más seductora, del mismo matiz que el tono de su voz cuando afirmó:
       —Le he estado observando. Me preguntaba si no iba a saludarme.
       —¡La señorita Day le estaba observando a él! —exclamó uno de los primeros ministros—. Y nosotros, ilusos, creyendo disponer de toda su atención.
       —Me refiero a antes —repuso la joven—, mientras charlaba con el presidente.
       Ante aquello los caballeros se echaron a reír, bromeando uno de ellos sobre la manera en que solía inmolarse a los ausentes, incluso a los ilustres. Otro apostilló que esperaba que Vogelstein se sintiese halagado por aquella distinción.
       —Oh, también vigilaba al presidente —dijo Pandora—. Tengo que vigilarle. Me ha prometido una cosa.
       —Tal vez una delegación diplomática en Inglaterra —aventuró el juez del Tribunal Supremo—. Buena posición para una dama. Tienen una dama al mando allá.
       —Desearía que la enviasen a usted a mi país —propuso uno de los ministros de exterior—. Me haría readmitir allí de inmediato.
       —Bueno, puede que en su país yo no le dirigiese la palabra. Solo lo hago porque está usted aquí —replicó la ex heroína del Danau con graciosa familiaridad, indiscutiblemente a la altura de sí misma incluso en el arte de la defensa—. Sabrá usted de qué delegación se trata llegado el momento. Por el contrario, conversaría con el conde Vogelstein en cualquier parte. Es un amigo anterior a todos ustedes. Le conocí durante unos días difíciles.
       —Ah, sí, en el gran océano —sonrió el joven—. ¡En las aguas baldías, en la tempestad!
       —Bueno, yo no diría tanto; tuvimos un bonito viaje y no hubo ninguna tempestad. Me refería a cuando vivía en Utica. Aquello sí que eran aguas baldías…, y una tempestad allí habría supuesto una novedad interesante.
       —¡Sus padres me parecieron unas personas tan tranquilas! —Suspiró su compañero de pasados recuerdos obedeciendo a un vago impulso de decir algo agradable.
       —Oh, eso es porque no los ha visto usted en tierra firme. Se mantenían muy ocupados en Utica. Pero ese ya no es nuestro hogar habitual. ¿No se acuerda que le dije que intentaba convencerlos para marchar a Nueva York? Bien, pues me puse a ello. Me costó un gran esfuerzo, pero finalmente nos mudamos.
       El conde Otto no cejó en su empeño indagador:
       —Y están contentos allí, espero.
       —¿Mis padres? Lo estarán con el tiempo. Tengo que darles margen. Son muy jóvenes aún, tienen años por delante. ¿Y usted ha estado siempre en Washington? Supongo que ya lo sabrá todo sobre todo.
       —Oh, no, hay cosas que no tengo modo de averiguar.
       —Venga a verme y tal vez pueda yo ayudarle. Soy muy distinta a como era en aquella fase. He progresado mucho desde entonces.
       —¿Y cómo era la señorita Day en aquella fase? —preguntó un ministro del gabinete de la administración anterior.
       —Adorable, naturalmente —dijo el conde Otto.
       —Es un adulador, ¡si yo ni siquiera abría la boca! —exclamó Pandora—. Aquí viene la señora Steuben para llevarme a otro sitio. A una reunión literaria junto al Capitolio, creo. Todo parece tan alejado en Washington. La señora Steuben va a recitar un poema. Me gustaría que lo recitase aquí. Sería lo mismo, ¿no creen?
       La dama se aproximó para comunicarle a su joven amiga la conveniencia de ponerse en marcha. Pero el círculo que rodeaba a la señorita Day tenía varias cosas que decir antes de renunciar a ella. Pandora tenía pronta respuesta para cada uno y, mientras escuchaba, Vogelstein percibió claramente que aquella debía ser, como había dicho ella misma, otra fase de su evolución. Por muy hija de aldeanos que fuese, la joven era verdaderamente brillante.
       El conde se apartó un poco y aprovechó que la señora Steuben estaba aguardando para hacerle una pregunta. Media hora antes esta misma señora había sido objeto de las pesquisas a las que la señora Bonnycastle respondiese de forma tan ambigua, si bien es cierto que tales pesquisas no las habían motivado ni la falta de amistad del conde con la afable dama ni su desconocimiento de la estima en la que todos parecían tenerla. Vogelstein había coincidido con ella en varios sitios y había estado en su casa. Viuda de un comodoro, era una persona agraciada, de trato dulce y andares cadenciosos que gustaba a todo el mundo. Tenía un lustroso pelo negro peinado en anchos mechones y un pequeño tirabuzón asomando detrás de las orejas. Alguien había comentado que parecía una versión de la vieux jeu reina de Hamlet. Había escrito unos versos que obtuvieron buena acogida allá en el sur, llevaba sobre el pecho un retrato de cuerpo entero del comodoro y hablaba con acento de Savannah. Despedía un inconfundible aroma a Washington. A decir verdad, nuestro joven había pecado de bisoño al interrogar a la señora Bonnycastle sobre su estatus social.
       —Tenga usted la amabilidad de decirme —dijo bajando la voz—, ¿a qué prototipo pertenece esta joven? Dice la señora Bonnycastle que se trata de uno nuevo.
       La señora Steuben posó durante unos segundos su mirada líquida sobre el secretario de embajada. Siempre parecía estar traduciendo la prosa ajena a ritmos más delicados y acordes a su propio cerebro.
       —¿Cree usted que algo puede ser realmente nuevo? —sonó por fin su voz aflautada—. A mí me encanta lo antiguo, ya sabe, una debilidad de nosotros los sureños. —Como se observará más adelante la pobre señora tenía una debilidad adicional—. Lo que a veces tomamos por nuevo no es más que lo viejo bajo una forma innovadora. ¿Acaso no existían notables personalidades en el pasado? Si tiene alguna duda debería visitar el sur, donde todavía se remansa el pasado.
       Ya anteriormente le había sorprendido a Vogelstein la forma en que la señora Steuben pronunciaba dicha palabra, desvelando en ella sus latitudes nativas. Transcrita directamente de sus labios podría escribirse como algo remotamente parecido a “suuur”. Pero esta vez el conde apenas prestó atención a la anécdota; se estaba preguntando cómo podía una mujer ser al mismo tiempo tan prolija y tan opaca. ¿Qué le importaba a él el pasado o incluso el suuur? Temía volver a abordarla. La miró, frustrado e impotente, casi tan desconcertado como lo había encontrado media hora antes la señora Bonnycastle. Miró también al comodoro, que desde el pecho de la viuda parecía respirar a la vez que ella.
       —Bueno, llámelo si lo prefiere un viejo prototipo —dijo al cabo de un momento—. Solo quiero saber a cuál pertenece. Me parece imposible averiguarlo —rezongó.
       —Puede averiguarlo usted en los periódicos. Se han publicado artículos al respecto. Actualmente se escribe sobre cualquier cosa. Pero no es verdad lo que se dice sobre la señorita Day. Pertenece a una familia principal. Su bisabuelo participó en la Revolución.
       Para entonces Pandora ya se había vuelto hacia la señora Steuben, dando a entender que estaba lista para marcharse.
       —¿No participó tu bisabuelo en la Revolución? —quiso saber la viuda—. Le estoy hablando de él al conde Vogelstein.
       —¿Por qué pregunta usted sobre mis antepasados? —preguntó la chica al joven alemán con risueña sagacidad—. ¿A eso se refería hace un minuto cuando decía que no es capaz de averiguarlo? Bueno, pues si la señora Steuben guarda silencio al respecto seguirá sin saberlo.
       La señora Steuben sacudió la cabeza en ademán soñador:
       —Bueno, no nos resulta difícil a los del suuur guardar silencio. Hay una especie de flema en nuestra sangre. Además, tenemos que guardar silencio hoy. Debo reservar algo de energía para esta noche. Tengo que llevarte hasta la otra punta de la avenida de Pensilvania.
       Pandora tendió la mano al conde Otto y le preguntó si creía que volverían a verse. Él respondió que en Washington todo el mundo volvía a verse y que, en cualquier caso, no dejaría de visitarla. Y entonces, justo cuando ambas damas comenzaban a alejarse, comentó la señora Steuben que si el conde y la señorita Day deseaban reencontrarse, el picnic que ella se proponía organizar para el jueves siguiente sería una magnífica ocasión. Consistiría en un grupo de unas veinte personas interesantes y descenderían desde el Potomac hasta Mount Vernon. El conde replicó que se uniría encantado al plan si la señora Steuben lo consideraba lo bastante interesante, tras lo cual le informaron sobre la hora del encuentro.
       Vogelstein permaneció en casa de la señora Bonnycastle hasta que todos los invitados se hubieron marchado y, en cuanto tuvo ocasión, informó a la anfitriona del motivo de haberse rezagado. ¿Tendría finalmente la caridad de decirle, con una simple palabra, antes de retirarse él a descansar, y puesto que el descanso sería de otro modo inviable, a qué famoso prototipo pertenecía Pandora?
       —¡Válgame Dios! No me puedo creer que no lo haya averiguado —respondió la señora Bonnycastle recuperando su jocosidad—. ¿Qué ha estado usted haciendo durante toda la noche? ¡Puede que ustedes los alemanes sean concienzudos, pero no son lo que se dice rápidos!
       Fue Alfred Bonnycastle quien finalmente se apiadó de él:
       —Mi querido Vogelstein, ella es la fruta más reciente y fresca de nuestra gran evolución americana. Es la chica hecha a sí misma.
       El conde Otto parpadeó un instante:
       —¿La fruta de la gran evolución americana? Sí, la señora Steuben me dijo que su bisabuelo…
       Su siguiente frase quedó ahogada en un nuevo brote de hilaridad por parte de la señora Bonnycastle para dejarle en evidencia. Él aprovechó la ventaja, pese a todo, y ansiando que de una vez le fuese definida la explicación de su anfitrión preguntó qué era aquello de la chica hecha a sí misma.
       —Siéntese y se lo explicaremos —dijo la señora Bonnycastle—. Me gusta quedarme a charlar así, cuando acaba la fiesta. Puede fumar si quiere, Alfred abrirá otra ventana. Bien, para empezar la chica hecha a sí misma es un concepto nuevo. Pero eso ya lo sabe usted. En segundo lugar, no es ella ni mucho menos quien se hace a sí misma. Contribuimos a hacerla todos nosotros al mostrar tanto interés por su persona.
       —¡Eso es solo después de que ella se haya hecho a sí misma! —intervino Alfred Bonnycastle—. Pero ahora es Vogelstein el que se interesa por ella. ¿Cómo demonios se despertó su curiosidad por el tema de la señorita Day?
       El invitado explicó lo mejor que pudo que se debió únicamente a la accidentalidad de haber cruzado el océano con ella en barco. Percibió, sin embargo, lo inexacto de aquella versión del asunto. Lo percibió mejor que sus anfitriones, los cuales ignoraban lo frugal que en realidad había sido su contacto con la joven a bordo del barco, hasta qué punto le habían afectado las advertencias de la señora Dangerfield y la minuciosa observación de que había hecho objeto a la señorita Day por aquel entonces.
       Siguió allí sentado por espacio de media hora, mientras la tibia quietud de la noche de Washington (en ningún otro lugar son las noches tan serenas) se colaba a través de la ventana abierta, mezclada con un dulzón olor a tierra, el olor de las cosas que germinan y, en particular, pensó Vogelstein, el olor del suuur de la señora Steuben.
       Antes de marcharse ya había escuchado cuanto quería saber sobre la chica hecha a sí misma y había algo en todo aquel asunto que le impresionaba vivamente. Sin duda, Pandora solo habría sido posible en América. El modo de vida americano le había abonado el terreno. No era disoluta, ni estaba emancipada, no era vulgar, ni indecorosa y no había en ella, al menos no de manera ostensible, un solo gramo de la pasta de que están hechas las cazafortunas. Se trataba tan solo de una persona popular y su éxito era exclusivamente personal. No había nacido con la cuchara de plata de la oportunidad social pero había terminado por empuñarla a fuerza de práctica honesta. Se la identificaba a través de una serie de rasgos pero principalmente, infaliblemente, por el aspecto de sus padres. Sus padres relataban su historia. Resultaba evidente lo poco que sus padres podrían haber contribuido a hacer de ella lo que era y, sin embargo, la actitud de la joven al respecto podría haber sido otra en muchos sentidos. Teniendo en cuenta que la gran baza a su favor era haber ascendido sin ayuda desde un plano social inferior, que lo había hecho todo por sí misma y con su personalidad como única palanca, cabría esperar que deseara olvidarse de los autores de su ser puramente material. Sin embargo, su actitud hacia ellos parecía cambiante: a veces los incluía en su estela, escondidos entre las burbujas y la espuma que revelaban su procedencia; otras veces, como había dicho Alfred Bonnycastle, les dejaba pasar completamente de largo; a veces los mantenía confinados, acudiendo a ellos al amparo de la noche y tomando todo tipo de precauciones; otras veces los mostraba al público consintiendo alguna que otra ojeada fugaz y en condiciones pactadas de antemano. Pero la principal característica de la chica hecha a sí misma era que, aunque en la intimidad se la presumía devota de su gente, jamás intentaba imponérsela a la sociedad, como tampoco dejaba de ser asombroso que por muy anodina que ella pudiese llegar a ser en ciertos sentidos, ni en sus peores aspectos resultaba más anodina que ellos. Sus padres se mostraban siempre solemnes y luctuosos y, por lo general, hacían gala de una mortal respetabilidad. Por su parte, Pandora no era necesariamente esnob, a menos que ser esnob significara aspirar a lo mejor. No era servil, no se rebajaba más de lo que ya lo estaba. Por el contrario, adoptaba una posición propia que obraba el efecto de atraer las cosas hacia su persona. Naturalmente, alguien así solo era posible en América, un país que carecía de amplios abanicos comparativos y competitivos. La historia natural de aquella criatura le fue revelada a nuestro sobrio extranjero con todo detalle mientras escuchaba sentado en la animada quietud, con el fragante aliento del oeste en las narices, hasta que acabó por convencerse de una realidad que ya venía sospechando: que en la gran República las conversaciones entrañaban una psicología más apasionada, por no decir más audaz, que en ningún otro lugar.
       Según pudo saber el conde, otro aspecto por el que se identificaba a la chica hecha a sí misma era por su cultura, tal vez un tanto demasiado vehemente y ostensible. Por lo general se introducía en sociedad a través de sus lecturas y su conversación tendía a estar aderezada con alusiones literarias, incluso con reconocibles citas. Vogelstein no había tenido ocasión de verificar este dato oportunamente explotado por parte de Pandora Day, pero Alfred Bonnycastle insinuó que no creía que ella fuese capaz de mantener la pose intelectual en un tête-à-tête.
       Se daba por sentado que este tipo de chicas había visitado Europa. Por lo general era el primer lugar al que iban. Haciendo uso de las artes descritas solían ser aceptadas en la alta sociedad del otro extremo del mundo antes que en la de su país de origen. Cabe añadir además que este último recurso era cada vez menos valorado, pues en el mundo americano Europa iba perdiendo prestigio y los ciudadanos del hemisferio oeste empezaban a perder interés por el tradicional tour. Todo lo dicho se ajustaba con bastante exactitud a Pandora Day: el viaje a Europa, la cultura (según se deducía de los libros que leía en el barco), la postergación y ocultación de su familia. Lo único realmente excepcional era lo vertiginoso de su ascenso, pues a Vogelstein, hechas las debidas concesiones a la anormal homogeneidad de la masa americana, le seguía pareciendo que el salto dado por la joven, desde que él la dejase en manos del señor Lansing, era más que notable. Inusitadamente astuta debía de ser la señorita Day para haber salido airosa en tantos frentes. Cuando se “mudó” de Utica, cuando movilizó su comisariado, debió de parecerle que la batalla estaba finalmente ganada.
       El conde Otto se presentó en su casa al día siguiente y el criado negro de la señora Steuben le informó, con la peculiaridad comunicativa de su raza, de que las señoras habían salido a hacer unas cuantas visitas y a ver el Capitolio. Aparentemente, Pandora no había visitado aún el monumento y nuestro joven deseó haberlo sabido la noche anterior para haberse ofrecido a ser su primer guía.
       Imposible pasar por alto la clara conexión entre aquella contrariedad y el hecho de que, nada más abandonar el portal de la señora Steuben, a Vogelstein se le antojase dar un paseo precisamente por la avenida Pensilvania. Caminó un trecho considerable hasta llegar al gran edificio blanco, con su despliegue de columnas simétricas y su solitaria cúpula alzándose al fondo de una larga sucesión de cantinas y tabaquerías. Subió con lentitud las amplias escalinatas, vacilando brevemente, preguntándose incluso por qué había ido hasta allí. La razón superficial era bastante obvia, pero subyacía otra más real que perturbaba al conde por cuanto carecía de la presumible solidez que cabía esperar de las motivaciones de un emisario del príncipe Bismarck. La razón superficial no era otra que la suposición de que la señora Steuben despacharía primero sus visitas sociales (probablemente sería una simple cuestión de dejar su tarjeta) y que traería a su joven amiga al Capitolio a la hora en que la luz ambarina de la tarde tiñese el blanco de sus paredes de mármol. El Capitolio era un edificio majestuoso pero sin duda falto de color.
       La curiosidad de Vogelstein respecto a Pandora Day se había visto más incentivada que disminuida ante las revelaciones escuchadas en el salón de la señora Bonnycastle. Resultaba un alivio tener al fin clasificada a aquella criatura. No obstante, albergaba un deseo del que hasta entonces no había tenido plena consciencia: quería ir más allá para comprobar hasta qué extremos podía una chica hacerse a sí misma.
       Sus cálculos habían sido exactos. Apenas llevaba diez minutos deambulando por la rotonda, contemplando nuevamente las pinturas conmemorativas de los anales nacionales, ubicadas en los espacios inferiores de la misma, así como las reproducciones de esculturas, tan entrañablemente representativas del primitivo gusto americano, que adornan los tramos superiores, cuando las encantadoras damas que esperaba ver aparecieron acompañadas por un guía oficial. Se acercó a saludarlas sin ocultarles el hecho de que se las había reservado para guiarlas él mismo.
       Fue un encuentro jubiloso para ambas partes, y él las acompañó por el interior del edificio, singular e interminable, a través de inhóspitos laberintos de escasa utilidad hasta llegar a las salas legislativas y judiciales. Pensó que aquel era un lugar detestable. Lo había visto con anterioridad y se preguntó a qué juego sin sentido estaba jugando para volver ahora.
       En la Cámara Baja algunas paredes pintarrajeadas al estilo de las más rudimentarias imitaciones le provocaron náuseas, por no hablar del vestíbulo que, decorado con retratos y fotografías de ilustres congresistas difuntos, resultaba demasiado solemne para bromear al respecto y demasiado cómico para un Valhalla. Sin embargo, Pandora estaba enormemente interesada. En su opinión, el Capitolio era precioso. Resultaba fácil criticar los detalles, pero en conjunto era el edificio más impresionante que había visto. Demostró ser una compañera turística muy amena; constantemente tenía algo que comentar aunque nunca comentaba en exceso. En su papel de cicerone, escoltar a aquellas turistas no pudo ser para Vogelstein una tarea menos tediosa y cargante. Por otra parte, advirtió que la joven deseaba ampliar conocimientos. Contemplaba los cuadros históricos, las artificiosas estatuas de personalidades de los diferentes estados (de tamaños variables, como si las hubiesen tasado en una tienda), interrogaba al guía y, al llegar a la Cámara del Senado, le pidió a picnic que le mostrase los asientos de los representantes de Nueva York. Se sentó en uno de ellos pero la señora Steuben, equivocándose de silla y dejándose caer en otro estado, le advirtió que aquel senador era un viejo espantoso.
       En el transcurso de la hora que pasó con ella, a Vogelstein le pareció haber averiguado la manera en que se había hecho a sí misma. Pasearon, a continuación, por la espléndida terraza que rodea el Capitolio, por el formidable suelo de mármol que lo sustenta, intercambiando vaguedades sobre una y otra cosa (las de Pandora eran las observaciones menos vagas de todas): sobre el fulgor amarillo del Potomac, sobre las brumosas colinas de Virginia, sobre la lejana y brillante loma de Arlington, sobre la campiña asilvestrada y caótica. A sus pies estaba Washington, escarpado y geométrico; las largas líneas de sus avenidas parecían querer estirarse hacia flamantes futuros nacionales. Pandora le preguntó al conde Otto si había estado alguna vez en Atenas y, al asentir este, quiso saber si aquel lugar privilegiado en el que se encontraban no le hacía pensar en el pasado esplendor de la Acrópolis. Vogelstein aplazó la satisfacción que le producía aquella pregunta para su siguiente encuentro. Le satisfacía, pese a la pregunta, encontrar pretextos para volver a verla.
       Lo hizo a la mañana siguiente. Faltaban aún tres días para el picnic de la señora Steuben. Visitó por segunda vez a Pandora y también se encontró repetidas veces con ella en el particular mundo de Washington. Hubo de recordarse a sí mismo que estaba olvidando las recomendaciones y advertencias de la señora Dangerfield a las que tan fielmente se ciñera durante mucho tiempo. ¿Estaba en peligro de amor? ¿Iba a ser sacrificado en el altar de la chica americana, el mismo altar en el que otros desdichados habían derramado la sangre más azul de Alemania, y ante el cual él mismo había jurado no practicar nunca serio culto? Decidió que no corría verdadero riesgo, que se había mantenido relativamente apegado a sus precauciones.
       No se podía negar que alguien que había logrado prosperar tanto con su solo esfuerzo sería una inestimable ayuda para su marido, pero en términos generales este aspirante a diplomático prefería labrarse su prosperidad por sus propios medios. No le agradaba dar la impresión de haber sido promocionado por su esposa. Una esposa como ella se propondría promocionarle, y él difícilmente podía tolerar que fuese aquello lo que el destino le tenía reservado: verse impulsado en su carrera gracias a los oficios de una damisela que tal vez trataría de conversar con el káiser como él mismo la había escuchado conversar con el presidente la otra noche. ¿Consentiría ella en romper relaciones con su familia, o persistiría en buscar quimérico consuelo en sus antecedentes domésticos? Hasta cierto punto, el que su familia fuese tan sumamente insufrible resultaba una ventaja pues, de haber sido solo algo mejor, el asunto de la ruptura no habría sido tan sencillo. Pese a su confianza en sí mismo, o quizá a causa de ella, Vogelstein cavilaba sobre estas cuestiones. La seguridad le confería un carácter especulativo y distanciado.
       Las divagaciones sobre Pandora persiguieron al conde durante la excursión a Mount Vernon, la cual transcurrió conforme a la tradición implantada tiempo atrás. Los confederados de la señora Steuben se reunieron en el vapor y se lanzaron a navegar sobre el gran río de color pardo que, a juicio de nuestro especial viajero, adolecía de excesivo cauce y exiguos márgenes. Aquí y allá, sin embargo, divisaba en la ribera algo que merecía la pena ser contemplado, y justo entonces lamentaba haber desaprovechado grandes oportunidades para haberse formado una estampa más idílica de todo aquello, al no haber sido en su momento más “lanzado” con cierta damisela sobre la cubierta del North German Lloyd.
       Ambos se volvieron juntos a mirar Alejandría que, como afirmó literalmente Pandora, parecía la representación misma de la vieja Virginia. Le dijo a Vogelstein que en el pasado, durante la Guerra Civil, escuchaba hablar constantemente de ella. Siendo apenas una niña recordaba todos los nombres que estuvieron en boca de la gente durante todos aquellos años de reiteraciones. Aquel enclave histórico tenía el toque romántico de la esplendorosa decadencia, una evocación de cosas remotas, de un pasado dramático.
       El pasado de Alejandría se perfiló en el horizonte en forma de tres o cuatro callejas que ascendían en dirección a un cerro, bordeadas de destartalados almacenes de ladrillo erigidos para una mercancía que ya había dejado de recibirse y despacharse. Parecía agobiante, yerma y amustiada al pie del mísero malecón donde unos negros vestidos de harapos balanceaban los pies descalzos sentados al borde de los carcomidos pantalanes. Pandora mostró mayor interés por Mount Vernon, cuando al fin su acartonada impostura se alzó dominante sobre el río, del que había manifestado por el Capitolio y, una vez hubieron desembarcado y ascendido hasta la célebre mansión, insistió en entrar en cada una de sus habitaciones. Comentó que aquello merecía la calificación (algunas de sus expresiones eran propias de su nacionalidad y estilo) de mejor lugar del mundo, y declaró que le parecía bochornoso que no se le cediese al presidente como sede de gobierno.
       La mayoría de sus compañeros de excursión había visto la casa con anterioridad y pronto se dispusieron a formar corros sobre los parterres atendiendo a las simpatías personales de cada cual. Gracias a ello no fue difícil para Vogelstein brindarle el beneficio de su experiencia al miembro más inquisitivo del grupo. Faltaba una hora para el almuerzo, y durante dicho intervalo el joven anduvo paseando en compañía de la que fuese su primera y más encantadora amiga. En el barco, el aire del Potomac había sido algo cortante, pero sobre la delicada ondulación del prado, bajo las arboledas, con el río abajo como una mera presencia refulgente en la distancia, el día ofrecía solo su lado más benigno, confiriendo a la escena algo noble y único.
       El conde Otto era capaz de bromear en las grandes ocasiones y la actual resultó digna de su sentido del humor. Afirmó ante su acompañante que la mansión, con su vulgar pintura, parecía la casa ficticia, el “ala” o estructura de algún trampantojo de escenario. Ella contraatacó ingeniosa, aludiendo a ciertos palacios de poca enjundia que había visto en Alemania donde no había más que porcelana y pájaros disecados, que al menos estaba obligado a admitir que la casa de Washington era realmente gemütlich. A decir verdad, lo que a Vogelstein le parecía acogedora era la suave textura del día, su situación personal, el gozo de su suspense. Porque sin lugar a dudas lo suyo era suspense: se encontraba bajo un ensalmo que le hacía espectador de su propia vida, sin control alguno sobre sus susceptibilidades. No le abandonaba la sensación de que las cosas podían dar un giro en cualquier momento, tornándose en algo muy diferente de lo que habían sido hasta entonces. Pese a ello, su corazón latía un poco más deprisa al preguntarse en qué podría consistir tal cambio. ¿Por qué se permitía asistir a picnics en fragrantes días de abril con chicas americanas que podían llevarle demasiado lejos? ¿No estarían dichas chicas encantadas de casarse con un conde pomeranio? Y, llegado el caso, ¿conversarían ellas alegremente con el káiser? Si llegaba a casarse con alguna tendría que darle un par de severas lecciones.
       Durante su visita a la casa, nuestro joven amigo y su acompañante se habían encontrado con otros turistas llegados también en barco y que, de momento, no les habían permitido gozar de una óptima privacidad. Pero gradualmente los demás comenzaron a dispersarse. Hicieron corro en torno a una especie de showman que resultó ser el guía oficial, un individuo robusto y cachazudo, dicharachero y vulgar, de barba frondosa, con un timbre de voz particularmente subyugador y edificante, una voz que obtenía instantáneo éxito cada vez que interrumpía aquí y allá para decir algo de interés, paseando la mirada entre su arrobado rebaño para poco después suspenderla en algún punto impreciso por encima de sus cabezas con expresión meditativa y traer a colación alguna trillada anécdota como si se tratase de una inspiración espontánea. El tipo, como lo haría alguien sobre la tarima de una caseta de feria rural, se las ingeniaba para que incluso una visita a la tumba del pater patriae resultase algo divertido.
       La tumba estaba en una especie de gruta escondida entre aquellos terrenos y Vogelstein comentó que el difunto había sido un buen hombre para aquel país, aunque tal vez excesivamente cercano a la gente.
       —Créame, habría sido muy cercano en Washington —dijo la joven con la graciosa displicencia que a menudo empleaba para bromear.
       Vogelstein la miró unos instantes sonriendo mientras le embargaba la impresión de que seguramente aquella chica tampoco se habría cohibido ante el héroe con cuya biografía la historia se había tomado menos libertades.
       —Parece como si le costase a usted creerlo —añadió Pandora—. A ustedes los alemanes les inspira tanto respeto la gente importante.
       Al criticado se le ocurrió entonces que, al fin y al cabo, quizá en Washington hubiese agradado el estilo de la joven, maravillosamente fresco y natural.
       El individuo de la barba era el ministro ideal para un santuario americano: jugaba con la curiosidad de su grupo con un toque maestro, llevándoselo de allí en el momento justo para ir a ver la clásica casa de hielo donde se decía que habían encontrado a una anciana sollozando sobre la que se creía que era la tumba de Washington. Mientras dicho monumento era objeto de inspección por parte de los turistas, nuestra joven pareja pudo disponer de la casa para sí y se demoró un buen rato en la terraza a la que daban las ventanas del segundo piso, un pequeño balcón descubierto que sobresalía algo oblicuamente sobre la imponente panorámica: la inabarcable superficie del río, las artísticas plantaciones, los jardines de fin de siglo con sus grandes setos divisorios y los restos de viejos emparrados. Permanecieron allí cerca de media hora, y fue precisamente en aquel rincón apartado donde Vogelstein disfrutaría de la que, según todos los indicios, sería su única oportunidad de mantener algo parecido a una charla íntima con la joven que, pese a sus esfuerzos por convencerse de lo contrario, le tenía absolutamente subyugado.
       No es necesario (ni posible) reproducir íntegramente el coloquio habido entre ellos pero podría mencionarse que tuvo lugar estando ambos apoyados contra el pretil de la terraza, con la alborozada voz del showman resonando en la distancia, cuando, un poco abruptamente, el conde acertó a decirle a su acompañante que no podía comprender por qué no se habían tratado más mientras cruzaban el Atlántico.
       —Bueno, si usted no lo comprende, yo en cambio sí —dijo Pandora—. Habría estado dispuesta a conversar con usted si se hubiese dirigido a mí. Fui yo quien lo hizo en primer lugar.
       —Sí, lo recuerdo… —Y ello le afectó de un modo embarazoso.
       —Prestó mucha atención a la señora Dangerfield.
       Él fingió no saber a qué se refería:
       —¿La señora Dangerfield?
       —La dama con la que siempre estaba usted sentado; ella le dijo que no hablase conmigo. La he visto en Nueva York. Ahora es ella quien desea hablarme a mí. Le aconsejó que no tuviese usted nada que ver conmigo.
       —Oh, ¿cómo puede decir esas cosas tan terribles? —exclamó el conde Otto con un rubor que le hacía parecer más atractivo.
       —Sabe que no puede negarlo. Sentía usted aversión por mi familia. Son personas entrañables cuando se las conoce. En ningún otro sitio estoy más a gusto que en casa —prosiguió la leal joven—. Pero ¿qué importa? Mi familia está muy a gusto. Todos se están aclimatando muy bien a Nueva York. La señora Dangerfield es una mujer despreciable y grosera… El próximo invierno deseará ser recibida en mi casa.
       —Es usted distinta a cualquier Mädchen que haya conocido —dijo el pobre Vogelstein con el color aún en el semblante.
       —Bueno, nunca llegará a comprenderme…, tal vez. Pero ¿qué importancia tiene eso?
       Él trató de explicarle en qué consistía dicha importancia, pero no dispongo de espacio para glosar su explicación aquí. Ya se sabe que cuando el cerebro alemán se propone explicar las cosas no siempre consigue hacerlo en términos de simplicidad, por lo que, ante ciertas revelaciones del conde, Pandora oscilaba entre la turbación y la hilaridad. Creo que a la postre acabó por sentirse un poco amedrentada porque, sin venir muy al caso y con cierta insistencia, comentó que el almuerzo debía de estar ya dispuesto y que sería mejor reunirse con la señora Steuben. Al dejar tras de sí la casa, su acompañante iba caminando con deliberada parsimonia, súbitamente abrumado por una vaga sensación de estar perdiéndola.
       —¿Y se quedará aún muchos días en Washington? —le preguntó mientras marchaban.
       —Depende. Estoy a la espera de noticias importantes. Lo que haga dependerá de ello.
       Por la forma en que hablaba de esperar noticias, noticias importantes, a Vogelstein le pareció como si la joven tuviese una carrera profesional, como si estuviese ante alguien independiente y en activo y, en consecuencia, él solo pudiese aspirar a detenerla brevemente mientras pasaba de largo por su lado. A esas alturas ya no le cabía ninguna duda de que jamás había conocido a una chica como ella.
       Lo lógico habría sido pensar que las noticias que esperaba podrían tener relación con el favor que le había pedido al presidente, de no ser porque, en la soledad de la meditación y tras la charla mantenida con los Bonnycastle, el conde se había convencido de que dicho favor debía de ser una mera cuestión de cortesía. Sus palabras tuvieron sobre él un efecto desalentador, como una especie de jarro de agua helada. Sin embargo, y en un tono más bien apremiante, le preguntó si podía visitarla para presentarle sus respetos mientras estuviese en Washington.
       —Tantas y tan respetuosas veces como usted desee, pero sus visitas no se prolongarán en el tiempo.
       —Pretende usted atormentarme —dijo el conde Otto.
       Ella se tomó un tiempo antes de responder:
       —Me refiero a que puede que esté conmigo algún miembro de mi familia.
       —Estaré encantado de volver a verles.
       Nuevamente la respuesta de la joven se hizo esperar:
       —A algunos de ellos no los conoce usted.
       Durante la tarde, en el vapor de regreso a Washington, a Vogelstein le hicieron una nueva advertencia. Provino de la señora Bonnycastle y tuvo lugar en el transcurso de una charla entre ambos siendo, paradójicamente, la segunda vez que una amiga entrometida le aconsejaba sobre el tema de Pandora Day a bordo de un barco.
       —Hay una cosa que olvidamos decirle la otra noche respecto a la joven hecha a sí misma —declaró la dama de la infinita sorna—. Bajo ningún concepto debe uno encariñarse con ella, porque casi siempre hay algún impedimento en su haber.
       Él la miró de reojo, pero sonrió y dijo:
       —Entendería mejor su información, por la cual quedo profundamente agradecido, si supiese a qué se refiere usted con impedimento.
       —Bueno, me refiero a que siempre suele estar prometida con algún joven de su fase anterior.
       —¿De su fase anterior?
       —De la etapa previa a haberse hecho a sí misma…, cuando todavía no era consciente de su potencial. Algún joven de Utica, por ejemplo. Por lo general se ven obligados a esperar, probablemente se trate de algún comerciante o dependiente. Un compromiso que viene de lejos.
       De alguna forma, el conde Otto prefería entender lo menos posible.
       —¿Quiere decir un compromiso con fecha real?
       —No me refiero a algo al estilo alemán o de un loco romanticismo. Más bien a ese pacto tan genuinamente americano que es el compromiso anticipado y que se llevará a feliz término llegado el momento.
       Vogelstein llegó a la razonable conclusión de que de nada le valía haber entrado en la carrera diplomática si no era capaz de discernir si aquella interesante generalización contenía o no un mensaje privado para él. Por hacerle justicia a la señora Bonnycastle quiso pensar que ella no habría abordado la cuestión con tanta ligereza de haber sabido que le causaría tan grande decepción. Como era habitual tratándose de ella, la cosa derivó en mayor jocosidad por parte de la señora Bonnycastle, con lo que su agravio pasó por bien intencionado.
       —Ya veo, ya veo, la chica hecha a sí misma siempre tiene un pasado. Y el joven comerciante de Utica es parte de su pasado.
       —Lo expresa usted a la perfección —dijo la señora Bonnycastle—. Ni yo misma podría decirlo mejor.
       —Pero con su presente, con su futuro, cuando ambos cambian tanto como los de esta joven, supongo que todo lo demás también cambia. ¿Cómo se dice aquí en América? Ella le habrá dejado de lado.
       —¡No decimos eso ni mucho menos! —protestó la señora Bonnycastle—. Ella no haría nada semejante, ¿por quién la toma? Seguirá con él, al menos es lo que todos esperamos que haga —añadió no tan convencida—. Como le digo, el caso es reciente y todavía está sujeto a consideración. No ha habido tiempo para realizar un estudio completo.
       —Naturalmente espero que continúe con dicho pretendiente —se limitó a decir Vogelstein, agravándose su acento alemán como sucedía siempre que estaba agitado.
       Anduvo bastante inquieto el resto del viaje. Deambuló por el barco, charlando lo imprescindible con los excursionistas que iban de regreso. Al final del trayecto, cuando se acercaban a Washington y la blanca cúpula del Capitolio parecía pender ante ellos como una bola de nieve suspendida en el aire, se encontró junto a la señora Steuben en cubierta. Se reprochó el haberla desatendido durante una excursión que, al fin y al cabo, él le debía enteramente a su gentileza y quiso reparar su omisión mediante una oportuna deferencia. Pero el único acto de homenaje que se le ocurrió fue preguntarle, como por casualidad, si tenía conocimiento de que la señorita Day estuviese comprometida.
       La señora Steuben volvió hacia él sus ojos sureños con una mirada que traslucía cierta compasión romántica.
       —¿Que si tengo conocimiento? ¡Pues claro que lo tengo! Y creía que usted también. ¿No sabía que estaba comprometida? Lo está desde los dieciséis años.
       El conde Otto fijó la vista en la cúpula del Capitolio.
       —¿Con un caballero de Utica?
       —Sí, un paisano de ella. Confía poder reunirse con él pronto.
       —Me alegra oírlo —dijo Vogelstein que, decididamente, prometía en su carrera—. ¿Y va a casarse con él?
       —¿Para qué otra cosa si no se enamora la gente? Supongo que se casarán cuando ella encuentre el momento. Ay, si ella hubiese sido del suuur…
       Él la interrumpió vehemente:
       —¿Y cómo es que no han encontrado el momento, como dice usted, en todos estos años?
       —Bueno, al principio ella era demasiado joven y después pensó que su familia debía conocer Europa, obviamente lo harían mejor en su compañía, y luego se quedaron allá durante algún tiempo. Más tarde el señor Bellamy tuvo ciertos problemas de negocios que le obligaron a retrasar el momento de casarse. Pero ya ha dejado los negocios e imagino que se siente más libre. Evidentemente, ha pasado mucho tiempo, pero siempre han estado comprometidos. Es un verdadero amor verdadero —dijo la señora Steuben haciendo sonar el adjetivo como una débil flauta.
       —¿Se llama Bellamy? —preguntó el conde con el recuerdo rondando por su mente—. D. F. Bellamy, ¿no? ¿Y tenía un comercio?
       —No sé qué negocio sería el suyo: algún negocio en Utica. Creo que tenía otra filial en Nueva York. Es uno de los caballeros más eminentes de Utica y muy cultivado. Es bastante mayor que la señorita Day. Un señor muy educado, un hombre con estudios, creo. Está muy bien considerado en Utica. No sé por qué parece usted ponerlo en duda.
       Vogelstein le aseguró a la señora Steuben que no ponía nada en duda y, efectivamente, lo que ella le decía le parecía más verosímil por cuanto tenía de extraño. Bellamy era el nombre del caballero que año y medio antes debía haberse reunido con Pandora a la llegada del barco alemán; Bellamy el nombre que tan efusivamente le había mencionado la joven al amigo de Bellamy, el hombre con sombrero de paja que a punto estuvo de rebuscar entre los viejos enseres de la madre de Pandora. A Vogelstein le pareció que aquel dato completaba el cuadro de contradicciones que retrataban a la joven. Ya no le faltaba un solo toque para estar completo. Y aun así, colgado allí delante de él, le seguía fascinando. Lo miraba embelesado, ajeno a todo lo circundante, sintiéndose como si hubiese salido despedido de un vehículo volcado. Así estuvo hasta que el barco rebotó contra uno de los salientes del muelle en el que desembarcaría el grupo de la señora Steuben.
       Se demoró un poco la maniobra de atraque del barco, tiempo durante el cual los pasajeros observaron la operación desde la cubierta lateral, entretenidos con la sucesiva aparición de personajes llegados hasta allí para proceder al desembarco. Entre ellos había negros, haraganes y cocheros, así como individuos de imprecisa catadura, los más enigmáticos e inclasificables que Vogelstein había visto en su vida, con perillas en el mentón, mondadientes en la boca, manos en los bolsillos, rumiantes maxilares y alfileres de diamante en el pectoral de la camisa, que parecían haberse presentado allí con la única intención de matar el tiempo durante media hora tras un apacible paseo desde la avenida Pensilvania, renunciando durante dicho intervalo a su repertorio de poses bajo las marquesinas de los hoteles y los soportales de los clubes.
       —Oh, ¡qué alegría! ¡Qué atento por tu parte haber venido! —Una voz por encima del hombro del conde Otto pronunciaba tales palabras sin que él tuviese necesidad de girarse para saber de quién provenían. La había tenido metida en los oídos la mayor parte del día, si bien, por cuanto podía percibir ahora, aligerada de su potencial riqueza expresiva. Menos aún necesitaba girarse para averiguar a quién iba dirigida aquella voz, pues las tres o cuatro palabras que he citado habían sido lanzadas por encima de la menguante superficie de agua, y un caballero, que se había aproximado hasta el borde del embarcadero sin que nuestro joven se apercibiera, le devolvía puntualmente la respuesta:
       —Llegué en el tren de las tres. En la calle K me dijeron dónde estabas y se me ocurrió acercarme a recogerte.
       —¡Qué adorable detalle! —dijo Pandora Day con esa risa que siempre parecía contagiar a todos los miembros de cualquier grupo del que ella formase parte. Durante unos segundos ella y su interlocutor parecieron proseguir su diálogo solo con los ojos. Mientras tanto, los de Vogelstein tampoco permanecían inactivos. Examinó al visitante de Pandora de arriba abajo, consciente de que ella no se había percatado de su proximidad. El caballero que tenía ante sí era alto, bien parecido, vestido con prestancia. Resultaba evidente que habría dado la talla, no solo en Utica, sino, a juzgar por la forma en que se había plantado en el muelle, en cualquier sitio al que le empujasen las circunstancias. Tendría unos cuarenta años, bigote negro, y parecía mirar el mundo como desde la distancia de un mostrador apoyado sobre el cual lo invitaba, con cordialidad y cautela, a exponer primero los términos de una transacción cualquiera. Saludó a Pandora alzando su mano enguantada como instándola a ser paciente cuando la joven exclamó:
       —¡Por Dios! ¡Cuánto tardan!
       La señorita Day logró ser paciente durante algunos segundos y seguidamente le preguntó al caballero si tenía alguna noticia. Él la miró unos segundos, en silencio, risueño, y a continuación extrajo de su bolsillo un sobre de gran tamaño con un sello de aspecto oficial y lo agitó festivo por encima de su cabeza. Lo hizo de forma discreta, sin que nadie reparase en ello. Nadie salvo nuestro joven pareció advertir lo que estaba sucediendo…, y el pobre conde Otto podía sentirlo en el aire.
       El barco estaba tocando el muelle y la separación entre la pareja era ya insignificante.
       —¿Del Departamento de Estado? —gesticularon coquetamente los labios de Pandora sin emitir sonido.
       —Eso pone.
       —Bueno, ¿de qué país?
       —¿Qué opinas de los holandeses? —preguntó a su vez el caballero por toda respuesta.
       —¡Oh, Dios mío! —exclamó Pandora.
       —Bueno, ¿vas a esperar el viaje de regreso? —dijo el caballero.
       Nuestro callado sufridor se apartó de allí justo en el instante en que la señora Steuben y su acompañante estaban desembarcando. Cuando la dama sureña subió a la calesa con la señorita Day el caballero que había estado hablando con la joven fue tras ellas. El resto se dispersó y Vogelstein, declinando con un “gracias” el ofrecimiento de la señora Bonnycastle para llevarle, se marchó a casa a pie sumido en aciagas reflexiones.
       Dos días después Vogelstein leyó en la prensa el anuncio de que el presidente le había ofrecido el puesto de ministro de Holanda al señor D. R Bellamy de Utica, y al cabo de un mes supo por la señora Steuben que Pandora, tras haber cumplido con un millar de obligaciones adicionales, había encontrado al fin el momento de asumir sus propias nupcias. Él, a su vez, le transmitió la noticia a la señora Bonnycastle, la cual no se había enterado de nada y que, rompiendo a reír ante la extraña expresión pintada en el semblante del joven, comentó que no veía en aquello base para una nueva conjetura sobre la chica hecha a sí misma.



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