Henry James
(Nueva York, 1843 - Londres, 1916)
Un problema (1868)
(“A Problem”)
Originalmente publicado en la revista The Galaxy, Vol. 5 (junio de 1868), págs. 697-707;
Eight Uncollected Tales of Henry James [póstumo]
(New Brunswick: Rutgers University Press, 1950)
Septiembre llegaba a su término, y con él la luna de
miel de dos jóvenes personas en las cuales celebraré interesar al lector. La
habían estirado con un soberano desdén hacia los datos del calendario. Que septiembre
tiene treinta días es una verdad sabida por cualquier chiquillo; pero nuestros
jóvenes enamorados le habían concedido al menos cuarenta. Pese a todo, en
términos globales no deploraban ver
finalizar la obertura y alzarse el telón para el drama en el cual
habían aceptado los papeles protagónicos. Muy a menudo Emma
pensaba en la encantadora casita que la aguardaba en
su ciudad y en los sirvientes que su querida madre había prometido contratar;
y, a decir verdad, en cuanto a eso, la joven esposa dejaba vagar su imaginación
alrededor de las selectas viandas de que esperaba encontrar repletas sus
alacenas merced a las mismas cariñosas gestiones. Además, se había dejado el
ajuar en casa —considerando absurdo llevarse sus mejores galas al campo— y
sentía un gran anhelo por refrescarse la memoria en punto al tono concreto de
cierta seda color lavanda y la exacta longitud de la cola de cierto vestido. El
lector advertirá que era
una persona sencilla y
corriente y
que probablemente su vida matrimonial iba a estar hecha de pequeñas
alegrías y pequeños disgustos. Era simple y amable
y hermosa
y joven; adoraba a su marido.
También él había empezado a opinar que ya era hora de que vivieran en serio su
casamiento. Sus pensamientos volaban hacia su contaduría y su vacío despacho
y los posibles contenidos de las cartas que había solicitado a un compañero de
oficina que abriese en su ausencia. Pues David, asimismo, era un individuo
sencillo y corriente,
y a pesar de que consideraba
a su esposa la más dulce de las criaturas humanas —o, precisamente,
a causa de ello—, no podía olvidar que la vida está llena de amargas
necesidades y peligros inhumanos que soterradamente hacen acopio de fuerzas
mientras uno está ocioso. Era feliz, en resumidas cuentas, y no le parecía
equitativo continuar disfrutando de su felicidad a cambio de nada.
Por consiguiente, los dos habían hecho el equipaje y
encargado el vehículo que a la mañana siguiente habría de conducirlos
puntualmente a la estación. El crepúsculo se había iniciado y
Emma estaba sentada junto a la ventana sin
nada que hacer, silenciosamente despidiéndose del paisaje, al cual sentía que
ellos dos habían permitido participar del secreto de su joven amor. Se habían
sentado a la sombra de cada uno de aquellos árboles y habían contemplado la
puesta de sol desde la cima de cada uno de aquellos peñascos.
David había salido a pagarle la cuenta al casero y a
despedirse del doctor, quien tan útil había sido cuando Emma
atrapó un resfriado por pasarse tres horas sentada
sobre la hierba tras un abundantemente lluvioso día anterior.
Resultaba aburrido permanecer sentada a solas.
Emma cruzó el umbral de la puerta vidriera y
se llegó hasta la verja del jardín para ver si regresaba su marido. La casa del
doctor estaba a kilómetro y medio de distancia, cerca del pueblo. En vista de
que no aparecía David, echó a andar a lo largo del camino, destocada, envuelta
en su chal. Era un atardecer precioso. No habiendo nadie a quien decírselo,
Emma se lo dijo, con cierto fervor, a sí
propia; y a éste agregó otra docena de comentarios, igualmente originales y
elocuentes... e igualmente sinceros. Que David era, ¡oh!, tan bueno, y que
ella había de ser tan feliz. Que tendría muchas ocupaciones, pero que sería
ordenada, y ahorradora,
y perseverante, y que
su hogar sería un santuario de modesta elegancia y buen gusto; y, además, que
podría ser madre.
Cuando Emma
llegó a este punto, cesó de meditar y de susurrarle virtuosas
inanidades a su conciencia. Se regocijó; caminó con mayor lentitud, y contempló
en derredor las oscurecidas colinas que se erguían en suaves ondulaciones
contra el luminoso poniente, y escuchó las largas pulsaciones de sonido que
ascendían de bosques y
setos y
las orillas de las charcas. Le zumbaron los oídos, y los ojos se
le llenaron de lágrimas.
Mientras tanto ya había recorrido más de medio kilómetro,
pero todavía David no estaba a la vista. En este instante, empero, su atención
se vio desviada de su búsqueda. A su derecha, al mismo nivel que el camino, se
extendía un amplio espacio circular, mitad prado y mitad descampado, limitado
al fondo por un bosque. A cierta distancia, cerca del bosque, había un par de
tiendas de lona semejantes a las que utilizan los indios vagabundos que venden
cestos y artículos tallados en corteza de árbol. En primer término, cerca del
camino, sobre un tronco caído, sentábase una joven india que tejía un cesto,
con dos niños a su lado. la
miró con curiosidad a la par que se acercaba.
—Buenas tardes —dijo la india, devolviéndole la mirada
con unos intensos, brillantes ojos negros—. ¿No quiere usted comprar nada?
—¿Qué tiene para vender? —preguntó
Emma, parándose.
—Toda clase de cosas. Cestos,
y alfileteros,
y abanicos.
—Me gustaría mucho un
cesto... uno pequeño... si son bonitos.
—Oh, sí que son bonitos, ahora mismo lo verá. —Y le
dijo algo a uno de los niños, en su propio dialecto. Él se encaminó, obediente,
hacia las tiendas.
Mientras éste estuvo ausente, Emma
miró al otro niño y lo declaró muy guapo; pero sin
llegar a tocarlo, pues el pequeño salvaje estaba sucio a más no poder. La mujer
continuó incansable su labor, examinando la persona de Emma
de la cabeza a los pies y fijándose especialmente en
su vestido, sus manos y sus anillos.
Pocos instantes después el niño regresó con una serie
de cestos atados juntos, seguido de una mujer anciana, al parecer madre de la
primera. comparó los
cestos, seleccionó uno bonito y sacó su monedero para pagarlo. El precio era un
dólar, pero el peculio más pequeño que tenía Emma
era un billete de dos dólares y la mujer declaró que no podía
cambiárselo.
—Dale el dinero —dijo la anciana— y, por la diferencia,
te diré tu futuro.
Emma la miró con vacilación. Era
una piel roja vieja y
repulsiva, de tétricos ojos negros y
atezado rostro surcado por gran número de arrugas.
La mujer de menos edad se percató de que
Emma parecía un poco asustada y le dijo algo
a su compañera en su bárbaro idioma gutural. Esta última respondió algo, y la
otra prorrumpió en una carcajada.
—Déjame tu mano —dijo la anciana— y te diré tu futuro.
—Y, antes de que encontrara
tiempo para resistirse, le tomó la mano izquierda. La sostuvo unos momentos,
con el dorso hacia arriba, contemplando su fina superficie y los diamantes de
su dedo corazón. Después, dándole la vuelta, empezó a murmurar y gruñir.
Cuando estaba a punto de hablar, Emma
vio que miraba medio retadoramente a alguien que por lo visto se
encontraba detrás suyo. Volviendo la cabeza, vio que su marido había llegado
sin que ella se diera cuenta. Se sintió aliviada. La mujer tenía una pinta
horriblemente maligna y despedía, además, un intenso olor a whisky. De esto
David se dio cuenta inmediatamente.
—¿Qué está haciendo? —le preguntó a su esposa.
—¿No lo ves? Está diciéndome el futuro.
—¿Qué es lo que te ha contado?
—Todavía nada. Parece estar aguardando a que se le
revele.
Taimadamente la piel roja miró a David, y David le
devolvió la mirada con mal disimulado disgusto.
—Va a tener que aguardar mucho tiempo —le dijo a su
esposa—. Está bebida.
Había bajado la voz, pero la mujer lo oyó. La otra se
echó a reír y le dijo algo a su madre en su propia lengua. Ésta última no dejó
de retener la mano de y
permaneció callada.
—¿Es tu marido? —dijo, al fin, señalando a David.
Emma asintió con la cabeza. De
nuevo la mujer le examinó la mano.
—Antes de un año —dijo— serás madre.
—Es una maravillosa noticia —dijo David—. ¿Será niño o
niña?
La mujer miró intensamente a David.
—Niña —dijo. Y después volvió a concentrarse en la
palma de Emma.
—Muy bien, ¿eso es todo? —dijo Emma.
—La niña enfermará.
—Es muy probable —dijo David—. Y llamaremos al doctor.
—El doctor no servirá de nada.
—Pues llamaremos a otro —dijo Emma,
riéndose... aunque no sin aprensión.
—No servirá de nada. La niña morirá.
Otra vez la joven piel roja se echó a reír.
Emma retiró la mano y miró a su marido.
Estaba un poco pálido, y lo
cogió del brazo.
—Le estamos muy agradecidos por la información —dijo
David—. ¿A qué edad morirá nuestra hija?
—Oh, muy joven.
—¿Como cuánto?
—Oh, muy joven. —La anciana no parecía dispuesta a
comprometerse a más, conque David se llevó a su esposa.
—Bueno —dijo Emma—,
por un dólar no se puede pedir más.
—Creo —dijo David— que ya había estado tomándose todo
lo que se puede pedir de un dólar. Apestaba a alcohol.
Durante las siguientes veinticuatro horas
Emma extrajo de esta aseveración muchísimo
consuelo. En cuanto a David, al cabo de una hora ya se había olvidado por
completo de la profecía.
Al día siguiente regresaron a su ciudad.
Emma encontró su hogar tal como lo había
deseado, y su seda color lavanda ni un ápice demasiado clara, ni la cola de su
vestido un centímetro demasiado corta. El invierno llegó
y se fue,
y seguía siendo una mujer muy feliz.
Llegó la primavera, y
se acercó el verano y
se acrecentó su felicidad. Fue madre de una niña.
Durante algún tiempo tras el nacimiento de su hija,
Emma estuvo confinada en su habitación. Solía
sentarse con la bebé en su regazo, cuidándola, contando sus respiraciones,
preguntándose si le saldría guapa. Con la mente llena de cifras, David atendía
su negocio. En una docena de ocasiones Emma
se repitió la profecía de la anciana, a veces con temor, a veces
con indiferencia, a veces casi con desafío. Luego, declaró que era estúpido
recordarla. Una vieja piel roja borracha... vaya providencia más adecuada para
su preciosa hija. A estas alturas, quizá, ya era precisamente ella quien habría
muerto. Pese a todo, su profecía era llamativa: había parecido tan convencida.
Y la otra mujer se había reído tan desagradablemente. Emma
no se había olvidado de aquella risa.
Bien podía reírse, con sus propios pequeños salvajes alborotadores a su lado.
El primer día en que Emma
salió de su cuarto, por la noche, durante la cena, no pudo evitar
preguntar a su marido si se acordaba de la predicción de la india. David estaba
bebiendo un vaso de vino. Asintió con la cabeza.
—Ya ves que se ha cumplido la mitad —dijo
Emma—. Una niña.
—Cariño —dijo David—, cualquiera diría que crees en
ella.
—Desde luego enfermará —dijo Emma—.
Debemos esperarlo.
—¿Crees, cariño —insistió David—, que ha sido niña
porque aquella venerable persona lo dijo?
—Caramba, no, por supuesto que no. Es una simple
coincidencia.
—Bien, pues si no es
más que una coincidencia, no tenemos por qué preocuparnos. Y si el
dictum de la anciana era
una auténtica predicción, tampoco tenemos por qué preocuparnos. Que se haya
cumplido la mitad disminuye las posibilidades para la otra mitad.
Es posible que el lector advierta una fisura en la lógica
de David; pero a le pareció
suficientemente buena. Apoyada en ella vivió durante un año, al término del
cual aquella lógica se vio puesta a prueba en cierto sentido.
Desde luego sería inexacto decir que
Emma extremó la protección y el cuidado de
su hijita a causa de la afirmación de la anciana: por sí solo su natural cariño
era garantía de una vigilancia perfecta. Pero la vigilancia perfecta no es
infalible. Cuando la niña cumplió doce meses se puso gravísimamente enferma, y
a lo largo de una semana su pequeña vida pendió de un hilo. Me inclino a creer
que durante este plazo olvidó
por completo la triste predicción suspendida sobre la cabeza de la niña; es un
hecho cierto, por lo menos, que no le habló de la misma a su marido y que él
tampoco hizo ninguna tentativa de recordársela. Al final, tras una intensa
lucha, la pequeña se liberó del cruel abrazo de la enfermedad, jadeante y
exhausta pero ilesa. tuvo
la sensación de que su hija fuera inmortal y de que, en adelante, la vida no
le ofrecería sinsabores. No fue sino hasta entonces cuando una vez más pensó en
la profecía de la atezada sibila.
Estaba sentada en el sofá de su cuarto, con la niña
dormida en su regazo, contemplando el lento retorno del color alas pálidas
mejillas infantiles. David regresó del trabajo y se sentó junto a ella.
—Me pregunto —dijo Emma—
lo que nuestra amiga Magawisca (o comoquiera que se llame) diría
ahora.
—Se sentiría desesperadamente desairada —dijo David—.
¿A que sí, pequeña convaleciente suprema? —Y con un extremo de su bigote
cosquilleó cariñosamente la punta de la nariz de la niña. Suavemente la bebé
abrió los ojos y, vagamente consciente de su padre, levantó una mano y
lánguidamente aferró la nariz de éste—. A fe mía —dijo David—, es realmente
traviesa. Aún queda vida en el perro viejo.
—Oh, David, ¿cómo eres capaz de hablar de esa forma? —dijo
Emma. Pero contempló a su marido
e hija con una plácida sonrisa radiante. Gradualmente su sonrisa
fue poniéndose seria, y después se esfumó, aunque siguió presentando el aspecto
de la feliz mujer que era. La niñera regresó de cenar y se hizo cargo de la
pequeña. se quedó sentada
en el sofá. Cuando la niñera ya estuvo en la habitación contigua, ella puso su
mano sobre una de las de su marido.
—David —dijo—, tengo un pequeño secreto.
—No me cabe duda —dijo David— de que tienes una
docena. Eres la mujer más reservada, clandestina y misteriosa que he visto en
mi vida.
Inútil aclarar que esto era simplemente una muestra
del exuberante humorismo de David; pues Emma
era el alma más comunicativa y simpática del mundo. Albergaba, de
un modo silencioso, una apasionada devoción hacia su marido, y era parte de su
religión hacerlo su confidente. Tenía, por supuesto, hablando con propiedad,
muy poco que confiarle. Pero siempre le confiaba ese poco, con la esperanza de
que un día él le confiaría lo que la complacía creer su muchísimo.
—No es exactamente un secreto —prosiguió
Emma—; sólo que casi lo parece por habérmelo
callado tantísimo tiempo. Pensarás que soy muy tonta, David. No me atrevía a
mencionarlo mientras hubiera alguna posibilidad de certeza en las palabras de
aquella horrible vieja piel roja. Pero, ahora que se han demostrado falsas,
parece ridículo callármelo; no es que nunca me obsesionara, pero si no dije
nada sobre ello, fue por tu bien. Estoy segura de que a ti no te inquietará; y,
si a ti no te inquieta, David, tampoco tiene por qué inquietarme a mí.
—Hija mía, ¿qué diantre se avecina? —dijo David“Si a
ti no te inquieta, tampoco tiene por qué inquietarme a mí”! Haces que a uno se
le ponga la carne de gallina.
—Caramba, se trata de otra profecía —dijo
Emma.
—¿Otra profecía? Sepámosla, pues, claro que sí.
—No querrás decir, David, que piensas creértela.
—Depende. Si me es favorable, por supuesto que me la
creeré.
—¡Si te es favorable! ¡Oh, David!
—Mi querida Emma,
no hay que burlarse de las profecías. Fíjate en ésta acerca de la
niña.
—Fíjate en la niña, diría yo.
—Exactamente. ¿Acaso no fue niña?, ¿acaso no ha estado
a las puertas de la muerte?
—Ya, pero la anciana añadió que las franquearía.
—Bah, no tienes imaginación. Por supuesto, las
profecías nunca aciertan en el desenlace; pero sí en muchas cosas que conducen
a él.
—Muy bien, cariño, ya que pareces tan resuelto a creer
en ellas, me pesaría impedírtelo. Considera ésta como un regalo.
—¿Fue una piel roja, esta vez?
—No, fue una vieja italiana: una mujer que los sábados
por la mañana venía al colegio a vendernos golosinas y baratijas. Ya ves que
de esto hace más de diez años. A las profesoras les desagradaba; pero nosotras
la dejábamos entrar al jardín por una puerta trasera. Llevaba una especie de
cajón, como los buhoneros. Tenía caramelos y pasteles, y guantes de cabritilla.
Un día se ofreció a leernos el porvenir en los naipes. Extendió sus cartas
sobre el cajón y media docena de alumnas nos prestamos al ceremonial. Las demás
se asustaron. Creo que fui la segunda en orden. Me soltó un largo rollo que ya
he olvidado, pero no me dijo nada sobre novios ni maridos. Eso, por supuesto,
era lo único que nos interesaba a todas; pero, aunque me sentí defraudada, me
daba vergüenza formularle pregunta alguna. A las muchachas que siguieron a mí
les prometió sucesivamente los más espléndidos matrimonios. Me pregunté si mi
destino era ser una solterona. La idea era horrible, conque me propuse intentar
conjurar tamaño hado. “¿Y yo?”, le dije cuando ella estaba a punto de recoger
su tinglado; “¿es que no voy a casarme?” Me miró y después volvió a echarme las
cartas. Supongo que deseó compensarme por su negligencia. “Huy, usted, señorita”,
dijo, “supera a cualquiera de las otras. ¡Se casará dos veces!” Ahora, cariño —agregó
Emma—, que disfrutes con eso. —Y
recostó la cabeza en el hombro de su marido y lo miró sonriente a la cara.
Pero David no sonrió en absoluto. Todo lo contrario,
permanecía muy serio. Enseguida Emma
abandonó su sonrisa y también se puso seria. De hecho, se puso
afligida. Le pareció resueltamente antipático por parte de David tomarse de un
modo tan severo su pequeña anécdota.
—Es muy extraño —dijo David.
—Es una bobada —dijo Emma—.
Lamento habértelo contado, David.
—Yo celebro que lo hayas hecho. Es extremadamente
curioso. Atiende y verás: también yo tengo un secreto, Emma.
—Pues no quiero escucharlo —dijo Emma.
—Sí que lo escucharás —dijo el joven—. Hasta hoy no lo
había mencionado por la sencilla razón de que lo había olvidado... olvidado
por completo. Pero tu anécdota me lo trae a la memoria. También a mí una vez
me leyeron el porvenir. No fue ni una india ni una gitana. Fue una joven dama,
de la alta sociedad. No me acuerdo de su nombre. Yo tenía menos de veinte
años. Estaba en una fiesta, y ella les decía el futuro a los invitados. Echaba
las cartas; afirmaba tener ese poder. No sé lo que yo habría estado diciendo.
Supongo que, como les gusta hacer a los muchachos de esa edad, había estado
destilando sarcasmos a propósito de la vida matrimonial. Recuerdo que alguien
me presentó a esta persona, diciéndole que aquí había un joven que declaraba
que nunca se casaría. ¿Era cierto? Ella consultó sus cartas y dijo que era
completamente falso, y que yo iba a casarme dos veces. Todo el mundo se echó a
reír. Me sentí mortificado. “Y ¿por qué no dice usted tres veces?”, dije. “Porque”,
contestó, “mis cartas solamente indican dos”. —David se había levantado del sofá,
y estaba de pie ante su esposa—. ¿No te parece curioso? —dijo.
—Bastante curioso. Cualquiera diría que a ti te parece
algo más.
—Ya sabes —siguió David— que los dos no podemos
casarnos dos veces.
—¡“Ya sabes”! —exclamó Emma—.
Bravo, querido. “Ya sabes” es delicioso. Acaso querrías que yo
desapareciera y te diera una oportunidad.
Medio sorprendido ante el desabrimiento de sus
palabras, David miró a su esposa. Por lo visto estuvo a punto de pronunciar
algunas frases conciliadoras; mas pareció irresistiblemente impresionado, otra
vez, por la singular similitud de las dos predicciones:
—¡A fe mía —exclamó—, es sobrenaturalmente extraño! —Le
entró un ataque de risa.
Emma se llevó las manos a la cara
y se quedó callada. Luego, pasados unos instantes, exclamó:
—¡Por mi parte, yo creo que es extraordinariamente
desagradable! —Abrumada por el esfuerzo de hablar, prorrumpió en lágrimas.
Nuevamente su marido se sentó a su lado. Insistió en
el aspecto jocoso del caso... en conjunto, quizá, inoportunamente.
—Vamos, Emma—dijo—, seca tus lágrimas y consulta tu
memoria. ¿Estás segura de nunca haber estado casada antes?
Emma rechazó sus caricias y se
levantó. Luego, volviéndose súbitamente, dijo con vehemencia:
—¿Y usted, señor?
A guisa de respuesta David tornó a reírse; y después,
atalayando un momento a su esposa, se incorporó y la siguió.
—Où diable la jalousie va-t-elle se nicher? —exclamó. La rodeó con los brazos,
ella se sometió y él la besó. En este momento un pequeño lamento brotó de la
bebé en la habitación vecina. Apresuradamente Emma
salió.
¿Dónde, en verdad, como había preguntado David, irán
a colarse los celos? ¿En qué extraños lugares improbables harán su aparición?
Anidaron en el candoroso corazón de la pobre Emma
y, a su antojo, se instalaron y acomodaron allí. La pequeña escena
que acabo de describir no dejó a ninguno de los participantes, de hecho, igual
que lo encontró. David había dado un beso a su esposa y le había demostrado la
insensatez de sus lágrimas, pero no había abjurado de su historia. Por espacio
de diez años no había pensado en la misma; pero, ahora que la había recordado,
fue totalmente incapaz de apartarla de su mente. Lo asediaba,
y lo hostigaba
y distraía; se inmiscuía en sus
pensamientos en los momentos más inoportunos; le zumbaba en los oídos y
danzaba entre las columnas de cifras de sus grandes libros de cuentas en folio.
A veces la predicción de la joven dama se confundía con una prodigiosa hilera
de números, y saltaba desde su humilde puesto entre las unidades hasta las centenas
de millar. David se veía casado un millón de veces. Mas, pensándolo bien, según
reflexionó, lo raro no era que estuviera predestinado, según la joven dama, a
casarse dos veces... sino que a la pobre Emma
también le hubiera sido asignada la misma suerte. Se trataba de
un conflicto de oráculos. Sería una interesante indagación, si bien por el
momento, claro está, totalmente irrealizable, averiguar cuál de los dos era más
fidedigno. Pues ¿cómo era dable que pudieran cumplirse ambos? El más acendrado
ingenio era incapaz de reconciliar su mutua incompatibilidad. ¿Acaso alguna de
las augures había hablado en sentido figurado? A David le pareció que esto era
caracterizarlas como un poco excesivamente retorcidas. La solución más sencilla
—aparte no pensar para nada en
la cuestión, cosa que no podía comprometerse a lograr— era discurrir que cada
una de las profecías invalidaba la otra y que cuando se convirtió en marido de
sus supuestos destinos se
vieron burlados.
A le
resultó absolutamente imposible tomarse con tanta calma la cuestión. Durante
un mes la sopesó día y noche. Admitía que la perspectiva de un segundo
matrimonio era, a la fuerza, irreal para uno de ellos; mas su corazón pugnaba
por descubrir para cuál de ellos era real. Se había reído de la insensatez de
la amenaza de la india; mas le fue imposible reírse de la extraordinaria
coincidencia entre la suerte asignada a David y la suya propia. Que fuera
absurda e ilógica no lograba sino volverla aún más penosa. Llenaba su vida de
una horrible incertidumbre. Parecía anunciar que, se cumplieran estrictamente o
no, por cualquiera de las partes, los estúpidos disparates de un par de charlatanas,
indudablemente había alguna oscura nube que se cernía sobre su matrimonio. ¿Por
qué habían tenido que ser pronunciadas cosas tan extrañas sobre una joven
pareja decente? ¿Por qué habían sido ellos llamados a descifrar un acertijo
tan indescifrable? estaba
amargamente arrepentida de haber contado su secreto. Y sin embargo, asimismo,
estaba satisfecha; pues habría sido espantoso que David, no estimulado a
revelar su propia peripecia, hubiera mantenido oculta en su pecho una
circunstancia tan horrible, proyectando Dios sabe qué siniestra influencia
sobre la vida y la suerte de ella. Ahora ella podía borrarla: podía combatirla,
reírse de ella. Y también David podía hacer lo mismo con el misterioso
pronóstico de su propio fenecimiento. Jamás la imaginación de
Emma se había mostrado tan activa. Situaba
las dos caras de su destino bajo todas las luces concebibles. En un momento
determinado, imaginaba que David podía sucumbir a la presión de su ilusorio
destino y dejarla viuda, libre para volver a casarse; y al momento siguiente
pensaba que él se entusiasmaría con la idea de obedecer a su propio oráculo y
la aplastaría a ella hasta la muerte con el masculino vigor de su voluntad.
Luego, de nuevo, se sentía como si su propia voluntad fuera indestructible y
como si llevara sobre la cabeza la mano protectora del hado. El amor era mucho,
ciertamente, pero el hado era más. Y aquí, en realidad, ¿qué era el hado sino
el amor? Puesto que había amado a David, igualmente podía amar a otro. Se
estrujaba su pobre cerebrito para pintarse a este futuro dueño de su vida.
Pero, si hay que hacerle justicia, ello era en vano. No podía olvidar a David.
Pese a todo, se sentía culpable. Y luego pensaba en David y se preguntaba si
también él era culpable..., si soñaba con otra mujer.
De esta guisa fue como Emma
se volvió celosa. No voy a negar que era una muchacha de limitados
alcances mentales. Ya he dicho expresamente que era una persona de índole muy
normalita; y la intensidad de su antigua confianza ilimitada en su marido era
proporcionada a la de sus actuales sospechas y fantasías.
Desde el momento en que Emma
se volvió celosa, el ángel doméstico de la paz sacudió sus
inmaculadas alas y emprendió un melancólico vuelo. Inmediatamente
Emma se delató a sí propia. Acusó a su marido
de indiferencia y de preferir el trato de otras mujeres. En cierta ocasión le
dijo que muy bien podía hacerlo así si tal era su deseo. Ello fue a propósito
de una velada a la cual habían sido invitados ambos. Por la tarde, mientras
David estaba en el trabajo, la bebé se había indispuesto y
Emma había escrito una nota para comunicar
que no iba a serles posible asistir. Cuando David regresó, ella le habló de la
nota y él se echó a reír y dijo que se preguntaba si la anfitriona se figuraría
que él ejercía las funciones de niñera. Por su parte, declaró que él sí se
proponía aceptar la invitación; y a las nueve ya estaba elegantemente vestido.
Pálida e indignada, lo
contempló:
—Si bien se mira —dijo—, haces bien. Aprovecha el
tiempo que te queda.
Fueron unas palabras horribles y, como es natural,
cavaron una ancha zanja entre marido y esposa.
De vez en cuando Emma
experimentaba el impulso de tomarse la revancha, y buscar su
felicidad en la vida social, y
en las galanterías y
atenciones de hombres atractivos. Pero nunca fue demasiado lejos.
Semejante felicidad parecía más bien un goce problemático, y el gran mundo no
tuvo ningún motivo para sospechar que no se encontraba en la mejor de las
relaciones con su marido.
Por su parte, David sí fue mucho más lejos. De un
individuo tranquilo, casero, afectuoso, paulatinamente pasó a ser un nervioso,
inquieto, insatisfecho hombre de diversiones, aficionado a cenar fuera de casa
y frecuentar clubes y teatros. Había sido incapaz de mofarse de las dos
profecías desde el momento en que se percató de la influencia de éstas sobre su
vida. Primero una, luego la otra, dominaban su imaginación y, en ambos casos,
le era imposible vivir como habría vivido haciéndoles caso omiso. A veces, ante
el pensamiento de una muerte prematura, se sentía poseído de un apasionado
apego a la vida y de un irre sistible
deseo de saciarse de placeres mundanos. En otros momentos, pensando en la
posible muerte de su esposa y su sitio ocupado por otra mujer, experimentaba
una vehemente y perversa impaciencia ante cualquier posible demora en el
desarrollo de los acontecimientos. Deseaba aniquilar el presente. Vivir en tan
aguda y tan febril expectación no era vivir. Eventualmente el pobre David se
sentía tentado por métodos drásticos de matar el tiempo. Gradualmente la
sempiterna oscilación entre una faceta de su destino
y la otra,
y el constante cambio de una
pasional exaltación a una apatía igualmente morbosa, desembocaron en un estado
de excitación crónica, no muy distinto de la demencia.
Hacia esta época trabó conocimiento con una joven
soltera a la cual puedo llamar Julia: una persona sumamente dotada y
encantadora, de un carácter capaz de ejercer una benéfica influencia
aquietante sobre su acuitado espíritu. Andando el tiempo, él le contó la
historia de su revolución doméstica. Al principio, ella se sintió muy divertida:
se rió de él y lo
tachó de supersticioso, fantástico y pueril. Pero él se tomó tan a mal su
ligereza, que ella cambió de estrategia y le siguió la corriente.
Le pareció, no obstante, que el caso de él era grave y
que, si no se hacía algún intento por atajar su creciente distanciamiento de
su esposa, la felicidad de los dos cónyuges podría irse para no volver. Estaba
convencida de que el ridículo fantasma del enigmático futuro de ambos podría
ser eficazmente disipado únicamente por medio de una reconciliación. Dudaba de
que su mutuo amor estuviera muerto para siempre. Sólo estaba aletargado. Si
ella consiguiera reavivarlo, podría retirarse con el corazón tranquilo y
dejarlo dueño de la casa.
Conque sin enterar a David de su intención, Julia se
arriesgó a visitar a Emma, a
quien no conocía personalmente. Apenas sabía qué iba a decirle; fiaría en la
inspiración del momento; meramente deseaba arrojar un rayo de luz en el
oscurecido hogar de la joven esposa. Emma,
según imaginaba ella, sería una sencilla persona sensible: ante un
ofrecimiento de comprensión quedaría fácilmente conmovida.
Pero, si bien ella no conocía a Emma,
la joven esposa tenía un considerable conocimiento
de Julia. Había hecho que se la señalaran en público; Julia era hermosa.
Emma la odiaba. La consideraba como la
tentadora y genio del mal de su marido. Se persuadió de que ellos dos ansiaban
su muerte, para poder casarse. Tal vez ya eran amantes. Sin duda los encantaría
matarla. De esta guisa fue como, en vez de encontrarse con una persona amable,
entristecida y sensible, Julia se encontró con una mujer amargada y rencorosa,
enfurecida por una sensación de insulto e injuria. A Emma
la visita de Julia se le antojó el colmo de la insolencia. Se negó
a escucharla. Su cortesía, su gentileza, su alegato en pro de una
reconciliación, le dieron la impresión de ser una burla y una trampa.
Finalmente, perdido todo autodominio, le aplicó a Julia un muy duro
calificativo.
Entonces Julia, que poseía mucho temperamento, perdió
a su vez la compostura y descargó un golpe para reafirmar su dignidad: un
golpe, empero, que por desdicha rebotó contra David.
—Yo había rehusado tenazmente, señora —dijo—, creer
que es usted boba. Pero usted misma me ha convencido.
Tras estas palabras se retiró. Pero a
Emma la traía sin cuidado que se quedara o se
marchara. únicamente tenía conciencia de una cosa: David la había llamado
boba delante de otra mujer.
—¿Boba? —gritó—. Desde luego que lo he sido. Pero ya
no voy a serlo más.
Inmediatamente hizo los preparativos para abandonar
la casa de su marido, y cuando David se presentó la halló lista a marcharse
con su hija y una criada. En pocas palabras ella le contó que se iba a casa de
su madre, que en su ausencia él había utilizado a otras personas para que la
insultaran en su propia casa y se veía obligada a buscar el amparo de su
familia. David no opuso ninguna resistencia. No trató de protestar contra la
acusación. Había estado preparado para cualquier cosa. Era el destino.
En consecuencia Emma
se marchó a casa de su madre. Se sintió respaldada en esta medida
extraordinaria, y en los largos meses de retiro que la sucedieron, por una
exacerbada conciencia de su propia comparativa integridad y virtud. Al menos,
ella había sido una esposa fiel. Había resistido, había sido paciente. Cualquiera
que fuese su destino, no había hecho ninguna indecente tentativa para
adelantarlo. Se consagró más que nunca a su hijita. El relativo sosiego y
libertad de su existencia le infundió casi una sensación de felicidad. Sintió
ese hondo aplomo que llena el alma cuando se ha comprado la tranquilidad al
precio de la reputación. Ahora ya no había, por lo menos, ninguna falsedad en
su vida. Ni le concedía importancia a su matrimonio ni fingía concedérsela.
En cuanto a David, apenas veía a nadie excepto a
Julia. Julia, ya lo he dicho, era una mujer de gran mérito y de absoluta
generosidad. Muy pronto se le pasó el enojo por la afrenta que había recibido
de y, como no desesperaba,
todavía, de ver restablecida la paz en el hogar del joven, consideró un deber
de conciencia utilizar su influjo para mantener a David en unas condiciones
espirituales tan cuerdas y honestas como lo permitieran las circunstancias. “Puede
que ella me odie —pensaba Julia—, pero yo lo vigilaré por el bien de ella.” La
de Julia, como puede apreciarse, era la única cabeza sensata en todo este
asunto.
David tenía su propia opinión sobre sus relaciones:
—Desde luego vendré a visitarte tan a menudo como me
plazca —afirmó—. Tomaré mi consuelo dondequiera que lo encuentre. Ella cuenta
con su hija, con su madre. ¿Va a reprocharme que yo tenga una amiga? Puede dar
gracias a sus astros de que no me entrego a la bebida o al juego.
Durante seis meses David no vio a su esposa. Por
último, una velada, mientras estaba en casa de Julia, recibió esta nota:
Tu hija ha muerto esta mañana,
tras varias horas de padecimientos. Mañana por la mañana se efectuará el
entierro.
E.
David le pasó la nota a Julia.
—Después de todo —dijo—, estaba en lo cierto.
—¿Quién estaba en lo cierto, pobre amigo mío? —preguntó
Julia.
—La vieja piel roja. Cantamos victoria demasiado pronto.
A la mañana siguiente fue a casa de su suegra. Reconociéndolo,
la criada lo hizo pasar a la habitación donde yacían los restos mortales de su
pobre hijita, preparados para el entierro. Junto a la velada ventana estaba su
suegra, en conversación con un caballero —un tal señor Clark—
en quien David reconoció a un clérigo predilecto de
su esposa y que a él jamás le había caído simpático. A su entrada, la dama le
hizo una elegantísima reverencia —si, de hecho, puede decirse que está
incluida en el reglamento que gobierna las salutaciones de esta clase una tal
reverencia, en que la cabeza se alza en la misma proporción en que el cuerpo
desciende— y salió majestuosamente de la estancia. David hizo un saludo al
clérigo y se acercó a contemplar el pequeño vestigio de mortalidad que una vez
fuera su hija. Tras un decoroso intervalo, el señor Clark
se aventuró a interpelarlo:
—Sobre usted ha descendido una gran prueba, señor—dijo
el clérigo.
David asintió en silencio.
—Supongo —prosiguió el señor Clark—
que ha sido enviada, como toda prueba, para
recordarnos nuestra débil y dependiente condición, para purificarnos de
obstinación y orgullo, para hacernos examinar nuestros propios corazones y
comprobar si por un acaso no hemos permitido que la mala hierba de la locura
cubra y ahogue la humilde flor de la sensatez.
Yo dudaría en afirmar que deliberadamente el señor
Clark había preparado este discurso con miras
a la ocasión. Los caballeros de su profesión siempre llevan a mano estas
pequeñas píldoras de sentimentalismo. Pero estaba, desde luego, enterado de la
separación entre y su
marido (aunque no de los motivos originarios) y, cual hombre de convicciones
religiosas profundas, imaginaba que, bajo la acción suavizadora de una pena
común, sus dos endurecidos corazones podrían derretirse y tornar a fundirse en
uno solo.
—Cuanto más perdemos, amigo mío —insistió—, más
debemos cuidar y valorar lo que nos queda.
—Dice usted bien, caballero; pero, por desgracia —dijo
David—, a mí ya no me queda nada.
En este momento se abrió la puerta y entró
Emma, pálida y vestida de luto. Se detuvo, al
parecer sorprendida de ver a su marido. Pero, al volver David la cabeza hacia
ella, ella avanzó.
David sintió como si el cielo hubiera enviado un ángel
para dar un mentís a sus últimas palabras. Su rostro enrojeció: primero de
vergüenza, y luego de alegría. Abrió los brazos. Emma
hizo brevemente un alto, luchando con su orgullo, y miró al clérigo.
Éste alzó la mano, en un pío ademán sacramental, y ella se precipitó al cuello
de su marido.
El clérigo tomó la mano de David y se la estrechó; y
aunque, como ya he dicho, el joven jamás había simpatizado especialmente con
el señor Clark, devotamente le
devolvió el apretón.
—Pues bien —dijo Julia, una quincena después (ya que
en el intervalo había
terminado accediendo a que su marido conservara su amistad con esta mujer, e
incluso llegado ella misma a considerarla una excelente persona)—, pues bien,
yo no veo sino que al fin el terrible problema ha quedado resuelto, y que cada
uno de vosotros se ha casado dos veces.
Literatura
.us
Mapa de la biblioteca | Aviso Legal | Quiénes Somos | Contactar