Henry James
(1843-1916)

El mentiroso
(“The Liar”, 1988)
Originalmente publicado en Century Magazine (mayo-junio de 1888)
Una vida en Londres y otros relatos (1889)



I

      El tren se retrasó media hora y el camino desde la estación se hizo más largo de lo que había supuesto, de manera que cuando llegó a la casa los huéspedes se habían dispersado a fin de vestirse para la cena y lo condujeron directamente a su habitación. En aquel refugio las cortinas estaban corridas, las velas lucían encendidas, el fuego brillaba y, en cuanto el criado se apresuró a sacar la ropa de la maleta, aquel lugar pequeño y cómodo resultó atractivo: parecía prometer una casa agradable, gente diversa, charlas, conocidos, afinidades, por no mencionar el ambiente cordial. Su profesión lo absorbía demasiado y no podía hacer muchas visitas al campo, pero había oído decir a personas que tenían más tiempo que había casas que «te hacen mucho bien». Preveía que los propietarios de Stayes le harían mucho bien. Por lo general, en cuanto ocupaba su dormitorio en una casa de campo, lo primero que hacía era mirar los libros de la estantería y los cuadros colgados en la pared; creía que esos objetos daban cierta medida de la cultura e incluso del carácter de los anfitriones. Aunque en esta ocasión tenía poco tiempo para dedicarles, una inspección somera le reveló que, si bien la literatura, como de costumbre, era sobre todo americana y de género humorístico, el arte pictórico no consistía en ejercicios infantiles de acuarelas ni en grabados «monos». Las paredes estaban adornadas con litografías antiguas, principalmente retratos de caballeros rurales con cuellos altos y guantes de montar: eso sugería —y era alentador— que la tradición del retrato se tenía en alta estima. En la mesilla de noche se encontraba la habitual novela de Le Fanu; la lectura ideal en una casa de campo después de medianoche. Oliver Lyon apenas pudo abstenerse de empezarla mientras se abotonaba la camisa.
       Quizá por ello no sólo encontró a todo el mundo reunido en el salón cuando bajó sino que, por la rapidez con que pasaron todos al comedor para cenar, advirtió que habían estado esperándolo. No fue necesario entretenerse presentándole a ninguna señora porque salió de la sala con un grupo de hombres solos, sin tal apéndice. Éstos avanzaron despacio y fueron quedándose rezagados junto a la puerta del comedor, y el dénouement[1] de esta pequeña comedia fue que llegó a su lugar el último. Eso lo llevó a pensar que se encontraba en compañía razonablemente distinguida porque, si lo hubieran humillado (que no lo hicieron), no habría podido consolarse pensando que tal destino era natural para un artista joven, oscuro y esforzado. No podía ya considerarse muy joven y, si su posición no era tan brillante como debería, tampoco podía justificarla considerándola esforzada. Tenía cierta fama y, al parecer, se encontraba en un grupo de personas célebres. Esta idea incrementó la curiosidad con que examinó de un lado a otro la larga mesa mientras se instalaba en su sitio.
       Era un grupo numeroso, veinticinco personas; era raro que lo hubieran invitado también en aquella ocasión, pensó. No estaría rodeado de la tranquilidad que vela por el buen trabajo; sin embargo, nunca había interferido en su obra la contemplación del espectáculo de la vida humana en sus ratos de ocio. Y, aunque él no lo sabía, en Stayes nunca reinaba la tranquilidad. Cuando trabajaba bien se encontraba en ese estado de felicidad —el más feliz de todos para un artista— en el que todo contribuye y encaja con la idea concreta, la respalda y justifica, de manera que el artista cree por unos momentos que nada en el mundo puede sucederle, aunque sea bajo la apariencia del desastre o el sufrimiento, que no contribuya a mejorar el objeto de su interés. Además —ya lo conocía por experiencia—, le estimulaban los cambios rápidos de escena, el salto, en la penumbra de la tarde, desde el brumoso Londres y su estudio, tan familiar, a un lugar tan animado, en el centro de Hertfordshire, a una pieza teatral en pleno desarrollo, una obra con mujeres hermosas y hombres notables, con orquídeas maravillosas en jarrones de plata. Observó, como hecho no carente de importancia, que una de esas mujeres hermosas estaba junto a él: un caballero se sentaba al otro lado. Pero no se interesó todavía por sus vecinos: estaba ocupado buscando a sir David, al que no había visto nunca y por el que sentía una curiosidad razonable.
       Era evidente, no obstante, que sir David no se encontraba presente en la cena, circunstancia que justificaba con creces la otra circunstancia que constituía el principal dato que nuestro amigo conocía de él: tenía noventa años de edad. Oliver Lyon había esperado con placer la oportunidad de pintar a un nonagenario y, aunque la ausencia del anciano en la mesa suponía, en cierto modo, una decepción (una oportunidad menos de observarlo antes de ponerse a trabajar), parecía también señal de que se trataba de una reliquia sagrada y, tal vez, por ello mismo, imponente. Lyon miró a su hijo con el mayor interés y se preguntó si el brillo rosado de sus mejillas se lo habría transmitido sir David. Sería hermoso pintarlo en el anciano: el arrugado rubor de una manzana en invierno, especialmente si la expresión de los ojos era viva y el cabello blanco le daba un toque de escarchada. El cabello de Arthur Ashmore tenía un brillo estival, pero Lyon se alegraba de que su encargo consistiera en dibujar al padre y no al hijo, a pesar de no haber visto nunca al primero y de tener al otro sentado delante, en la feliz expansión de una generosa hospitalidad.
       Arthur Ashmore era un caballero inglés de mejillas lozanas y ancho cuello, pero no era un tema interesante; podría haber sido granjero o banquero: habría sido muy difícil retratar sus peculiaridades. Su esposa tampoco daba la talla: era una mujer grande, brillante, negativa, que, al igual que su marido, tenía aspecto de ser de algún modo tremendamente nueva, como si estuviera recién barnizada (Lyon no era capaz de saber si era por la tez o por el traje), y uno tenía la sensación de que merecía ya un marco dorado, como si fuera una referencia en un catálogo o una lista de precios. Parecía ya un retrato malo pero caro, hecho sin esmero por una mano eminente, y a Lyon no le apetecía copiar esa obra. La mujer hermosa de la derecha estaba ocupada con su acompañante, situado un puesto más allá, y el caballero de la izquierda parecía encogido y asustado, de modo que Lyon pudo entretenerse en su diversión favorita de mirar una cara tras otra. Esta diversión le deparaba el mayor placer que conocía, y con frecuencia pensaba que era una suerte que la máscara humana lo interesara y que ésta fuera tan rica (si bien algunas veces apenas alcanzaba los requisitos mínimos), puesto que tenía que ganarse la vida reproduciéndola. Aunque Arthur Ashmore no fuera un personaje que le apeteciera pintar (le inquietaba que, si acertaba en el trabajo con su suegro, a la esposa de Arthur se le metiera en la cabeza que había demostrado ser digno de aborder[2] a su marido) y aunque fuera una página sin puntuación (con buena impresión y márgenes), no dejaba de ser una superficie irisada, refrescante. Pero el caballero situado cuatro personas más allá… ¿quién era? ¿Podía ser un tema interesante o su rostro no era más que una placa en la puerta, la enseña legible de su identidad, bruñida con escrupulosos lavados y afeitados, el dato mínimo por el que era decente conocerlo?
       Este rostro paralizó a Oliver Lyon: en un primer momento le pareció muy guapo. Podía decirse que el caballero todavía era joven y poseía unos rasgos regulares; tenía un bigote claro y abundante, rizado en las puntas, un aire brillante, galante, casi intrépido, y llevaba una aguja de corbata grande y reluciente en mitad de la camisa. Parecía un individuo satisfecho y Lyon advirtió que ahí donde fijaba los ojos, éstos tenían la misma influencia que un agradable sol de septiembre, como si fuera capaz de hacer madurar las peras y las uvas, o incluso los afectos humanos, con sólo mirarlos. Lo que resultaba extraño en él era la mezcla de corrección y extravagancia; como si fuera un aventurero que imitara a un caballero con rara perfección o un caballero aficionado a moverse con armas ocultas. Podría haber sido un príncipe destronado o el corresponsal de guerra de un periódico: representaba a un tiempo la iniciativa y la tradición, los buenos modales y el mal gusto. Al final Lyon entabló conversación con la dama que estaba a su lado —prescindieron, como había tenido que prescindir en anteriores cenas, de la presentación— y le preguntó quién podía ser aquel personaje.
       —Oh, es el coronel Capadose, ¿no lo conoce? —Lyon no lo conocía y solicitó más información. Su vecina tenía una actitud sociable y, sin duda, estaba acostumbrada a las transiciones rápidas; abandonó a su otro interlocutor con gesto metódico, como un buen cocinero alza la tapa de la siguiente olla—. Ha estado mucho tiempo en la India, es bastante famoso, ¿no? —preguntó. Lyon confesó que nunca había oído hablar de él y ella prosiguió—: Bueno, quizá no lo sea; pero él dice que lo es y, si uno se para a pensarlo, es lo mismo, ¿no?
       —¿Y usted lo piensa?
       —Quiero decir que si él se considera famoso es como si lo fuera, imagino.
       —¿Sugiere usted que dice cosas que no son ciertas?
       —Oh, no… puedo equivocarme. Es inteligentísimo y divertidísimo, la persona más inteligente que hay en la casa, a menos que usted lo sea más todavía. Pero eso aún no puedo decirlo, ¿verdad? Sólo sé cosas de la gente que conozco, ¡me parece que es fama suficiente!
       —¿Suficiente para ellos?
       —Ah, ya veo que usted es inteligente. ¡Suficiente para mí! Pero he oído hablar de usted —prosiguió la señora—. Conozco sus cuadros y los admiro. Pero creo que usted no se parece a ellos.
       —Casi todos son retratos —dijo Lyon—, así que, por lo general, no es mi intención que se me parezcan.
       —Entiendo lo que quiere decir. Pero tienen mucho más color. ¿Y ha venido a pintar a alguien?
       —Me han invitado a retratar a sir David. Me ha decepcionado bastante no verlo aquí esta noche.
       —Oh, se acuesta a una hora antinatural, a las ocho o algo parecido. Sabrá usted que es una vieja momia.
       —¿Una vieja momia? —repitió Oliver Lyon.
       —Bueno, lleva media docena de chalecos y cosas así. Siempre tiene frío.
       —No lo he visto nunca y nunca he visto un retrato o fotografía suyos —dijo Lyon—. Me sorprende que nunca se haya hecho un retrato, que hayan esperado tantos años.
       —Ah, eso es porque tenía miedo, ¿sabe usted?; era una especie de superstición. Estaba seguro de que si lo retrataban se moriría justo después. Sólo ha accedido ahora.
       —¿Está ya dispuesto a morir, entonces?
       —Oh, ahora es tan viejo que no le importa.
       —Bueno, espero no matarlo —dijo Lyon—. Me pareció raro que me llamara su hijo.
       —Oh, no tienen nada que ganar, en este momento ya es todo suyo —replicó su interlocutora, como si se tomara la conversación al pie de la letra. Su locuacidad era sistemática: confraternizaba con tanta seriedad como si estuviera jugando al whist—. Hacen lo que quieren, llenan la casa de gente, tienen carte blanche[3].
       —Entiendo, pero todavía está el título.
       —Sí, pero ¿eso qué más da?
       Ante estas palabras, nuestro artista se echó a reír y su interlocutora lo miró fijamente. Antes de que Lyon recobrara la compostura, ésta batía ya la llanura con el otro vecino. El caballero que Lyon tenía a la izquierda por fin se aventuró a pronunciar un comentario y tuvieron algunos fragmentos de conversación. Este personaje representaba su papel con dificultad; hablaba igual que disparan las señoras: mirando para otro lado. Para poder darle la réplica, Lyon tenía que acercar la oreja y ese movimiento lo llevaba a observar a una hermosa criatura que estaba sentada en su mismo lado, más allá de su interlocutor. Estaba de perfil y al principio sólo le llamó la atención su belleza; después le produjo una impresión todavía más placentera: la sensación de un recuerdo sin empañar y una asociación íntima. No la había reconocido al instante porque no esperaba ni remotamente encontrarla allí; tanto tiempo hacía que no la veía en ningún sitio y no tenía noticias suyas. Ocupaba sus pensamientos con frecuencia, pero había desaparecido de su vida. Pensaba en ella dos veces por semana: podría decirse que eso era a menudo, tratándose de una persona a la que hacía doce años que no veía. Un instante después de reconocerla, tuvo la sensación de que era bien cierto que sólo ella podía ser así: no podía existir réplica alguna de una de las cabezas más hermosas del mundo (y aquella dama la poseía). Estaba un poco inclinada hacia delante y de perfil, como si escuchara a alguien al otro lado. Escuchaba, pero también miraba y, al cabo de un momento, Lyon siguió la dirección de sus ojos. Éstos reposaban en el caballero que le habían descrito como coronel Capadose; y le pareció que descansaban en él con algo similar a una complacencia habitual, visible. No era extraño, ya que el coronel estaba inconfundiblemente hecho para atraer las miradas de simpatía de las mujeres; pero a Lyon le decepcionaba un poco que ella pudiera permitir que él la contemplara tanto tiempo sin devolverle la mirada. Ya no había nada entre ellos y él no tenía derecho alguno, pero seguramente ella sabía que él iba a estar allí (por supuesto, tampoco era ningún acontecimiento extraordinario, pero no podía haber estado en la casa sin saberlo) y no era natural que no le diera ninguna importancia.
       La mujer miraba al coronel como si estuviera enamorada de él, raro accidente para la más orgullosa y reservada de las mujeres. Pero, sin duda, aquello carecía de importancia, si a su marido le gustaba o no se daba cuenta: años antes, le había llegado la vaga noticia de que se había casado y daba por hecho (puesto que no había oído que hubiera enviudado) la presencia de aquel hombre afortunado al que ella había concedido lo que le había negado a él, el pobre estudiante de arte de Múnich. El coronel Capadose no parecía darse cuenta de nada y esta circunstancia, por incongruente que pareciera, irritó más que satisfizo a Lyon. De repente, la dama volvió la cabeza y mostró su rostro plenamente a nuestro héroe. Éste tenía el saludo tan preparado que sonrió al instante, como desborda una jarra que alguien agita; pero ella no respondió, volvió la cabeza otra vez y se echó atrás en su asiento. Lo único que dijo su rostro en aquel instante fue: «Ya ve usted, soy tan bella como siempre». A lo cual él añadió para sí: «Bueno, ¡para lo que me sirve!». Preguntó al joven que estaba a su lado si conocía a aquella bella invitada, la quinta a partir de él. El joven se inclinó hacia delante, miró y dijo:
       —Creo que es la señora Capadose.
       —¿Es su esposa? ¿La de aquel individuo? —y Lyon indicó al objeto de la información dada por su vecina.
       —Oh, ¿éste es el señor Capadose? —preguntó el joven, que parecía muy distraído. Reconoció su despiste y lo explicó diciendo que había allí mucha gente y él había llegado el día anterior. Lo que sí estaba claro para Lyon era que la señora Capadose estaba enamorada de su marido; por lo que deseó más que nunca haberse casado con ella.
       —Es muy fiel —se encontró diciendo tres minutos más tarde a la dama de su derecha. Añadió que se refería a la señora Capadose.
       —Ah, entonces, ¿la conoce?
       —La conocí hace tiempo, cuando yo vivía en el extranjero.
       —Entonces, ¿por qué me preguntaba sobre su marido?
       —Justo por ese motivo. Se casó después, ni siquiera sabía cómo se llama ahora.
       —Entonces, ¿cómo es que ahora ya lo sabe?
       —Este caballero acaba de decírmelo, resulta que él sí lo sabe.
       —No sabía que supiera nada —dijo la señora, mirando hacia delante.
       —Creo que no sabe nada más que eso.
       —Entonces, ha averiguado usted por sí mismo que es fiel. ¿Qué ha querido decir?
       —Ah, no debe interrogarme, soy yo quien quiere hacer preguntas —dijo Lyon—. ¿Qué opinión tienen ustedes de ella?
       —¡Pregunta usted demasiado! Sólo puedo hablar por mí misma. Me parece dura.
       —Eso es sólo porque es franca y sincera.
       —¿Insinúa que me gusta la gente en proporción a su capacidad de engaño?
       —Creo que eso nos pasa a todos, siempre que no averigüemos la verdad —dijo Lyon—. Y, además, su rostro es de tipo romano, a pesar de que tenga ojos tan ingleses. De hecho, es inglesa de pies a cabeza; pero la tez, la frente pequeña y esa linda onda de su cabello oscuro hacen que parezca una preciosa contadina[4].
       —Sí, y para acrecentar el efecto se pone siempre en el pelo horquillas y pasadores. Debo decir que me gusta más su marido. Es muy inteligente.
       —Bueno, cuando la conocí no había comparación que pudiera perjudicarla. Era el ser más encantador de Múnich.
       —¿Múnich?
       —Su familia vivía allí. No eran ricos. En realidad, llegaron allí por motivos económicos, pues Múnich era muy barato. Su padre era el hijo menor de una casa noble, no sé de cuál; se había casado por segunda vez y tenía muchas boquitas que alimentar. Ella era hija de la primera esposa y no le gustaba su madrastra, pero era encantadora con sus hermanos pequeños. En una ocasión hice un dibujo de ella caracterizada como la Charlotte de Werther, cortando pan y mantequilla mientras los niños se apiñaban a su alrededor. Todos los artistas del lugar estaban enamorados de ella, pero ella no miraba a «gente como nosotros». Era demasiado orgullosa, se lo aseguro; pero no era pretenciosa ni se las daba de señorita importante: era sencilla, franca y amable. Me recordaba a la Ethel Newcome de Thackeray. Me dijo que tenía que casarse bien: era lo único que podía hacer por su familia. Supongo que usted dirá que se ha casado bien.
       —¿Y se lo dijo a usted? —sonrió la vecina de Lyon.
       —Sí, claro. Yo también le pedí que se casara conmigo. Pero no cabe duda de que ella piensa que ha hecho una buena boda —añadió él.
       Cuando las señoras dejaron la mesa, el anfitrión, como es costumbre, pidió a los caballeros que se agruparan, por lo que Lyon se encontró delante del coronel Capadose. La conversación versaba principalmente sobre la caza porque, al parecer, había sido un día muy bueno. La mayoría de los caballeros comunicaron sus aventuras y opiniones, pero la agradable voz del coronel Capadose era la más audible del coro. Era un órgano fresco y brillante, pero masculino; la voz que, en opinión de Lyon, correspondía a un «hombre refinado». De sus comentarios se deducía que era un jinete más que correcto, tal como Lyon habría esperado. No fanfarroneaba, ya que sus alusiones eran discretas e intrascendentes; pero todas hacían referencia a experiencias peligrosas y situaciones de riesgo. Al cabo de un rato, Lyon se dio cuenta de que la atención que prestaban los presentes a las observaciones del coronel no estaba en proporción directa al interés que éstas parecían tener; el resultado fue que el narrador, que observó que al menos él sí lo escuchaba, empezó a tratarlo como su oyente particular y a mirarlo mientras hablaba. Lyon no debía hacer otra cosa que adoptar una expresión comprensiva y asentir, ya que el coronel Capadose parecía dar por sentadas la comprensión y el asentimiento. Un hacendado de la vecindad había sufrido un accidente; se había dado un golpe en mal lugar, justo al final de la cacería, con consecuencias que parecían graves. Se había golpeado en la cabeza; por lo que se sabía hasta el momento, seguía inconsciente: resultaba evidente que había sufrido una conmoción cerebral. Se intercambiaron opiniones sobre su recuperación, cuánto tardaría en producirse o si llegaría a producirse algún día; lo que llevó al coronel a confiar por encima de la mesa a nuestro artista que él no perdería la esperanza, aunque tardara semanas en recobrar el conocimiento —semanas y más semanas—, meses e incluso años. Se inclinó hacia delante; Lyon también se inclinó para escuchar, y el coronel Capadose dijo que sabía por propia experiencia que uno podía permanecer inconsciente un tiempo indefinido sin que pasara nada irremediable. Le había sucedido a él en Irlanda, años atrás; había salido despedido de un carro tirado por caballos, había dado un salto mortal y había aterrizado sobre la cabeza. Lo daban por muerto, pero no lo estaba; primero lo llevaron a la cabaña más cercana, donde estuvo varios días entre los cerdos, y después a una posada en un pueblo cercano: poco faltó para que lo enterraran. Estuvo del todo inconsciente, sin reconocer ni remotamente a ningún ser humano, tres meses enteros; no daba la menor muestra de conciencia. Estaba en una situación tan crítica que no podían acercarse a él, no podían darle de comer, apenas podían mirarlo. Y un buen día abrió los ojos ¡sano como una manzana!
       —Le doy mi palabra de que me sentó bien, me descansó el cerebro —dijo, como dando por hecho que, con una inteligencia tan activa como la suya, esos períodos de reposo eran providenciales. A Lyon aquella historia le pareció muy sorprendente, aunque deseaba preguntarle si no había falseado un poco los hechos: no al contarlos, sino al quedarse quieto tanto tiempo. Sin embargo, vaciló antes de insinuar una duda, tan impresionado estaba con el tono en que el coronel Capadose decía que no lo habían enterrado vivo por un pelo. Eso le había sucedido a un amigo suyo en la India, un individuo que daban por muerto de fiebres tropicales y lo metieron en un ataúd. Estaba a punto de describir el destino final de aquel desgraciado caballero cuando el señor Ashmore se incorporó y todo el mundo se levantó para seguirlo al salón. Lyon se dio cuenta de que, en aquel momento, nadie prestaba atención a lo que le decía su nuevo amigo. Los dos se levantaron de la mesa, cada uno por su lado, y se encontraron mientras los demás caballeros se entretenían antes de salir.
       —¿Y quiere decir que enterraron vivo a su amigo? —preguntó Lyon, algo intrigado.
       El coronel Capadose lo miró un momento, como si hubiera perdido el hilo de la conversación. Después su rostro se iluminó… y cuando se iluminó resultó doblemente atractivo.
       —¡A fe mía que lo tiraron al hoyo!
       —¿Y lo dejaron allí?
       —Lo dejaron hasta que llegué yo y lo saqué.
       —¿Llegó usted?
       —Soñé con él, es una historia extraordinaria. Por la noche oí que me llamaba. Me propuse desenterrarlo. Ya sabe que hay gente en la India, una especie de casta de bestias, los ghoul, que se dedican a profanar tumbas. Tuve una especie de presentimiento de que irían por él. Cabalgué sin demora, se lo aseguro; y, por Júpiter, un par de ellos estaban ya cavando un agujero. ¡Paf, paf! Un par de tiros y pies para qué os quiero, puede imaginárselo. ¿Me creerá si le digo que lo saqué yo mismo? El aire lo despejó y la verdad es que no estaba nada mal. Ahora cobra una pensión, vino el otro día a casa; haría cualquier cosa por mí.
       —¿Y lo llamó a usted en mitad de la noche? —preguntó Lyon, sobresaltado.
       —Eso es lo interesante. ¿Qué era? No era su fantasma, porque no estaba muerto. Y no era él porque no podía. ¡Una cosa u otra! La India es un país extraño, tiene algo misterioso: la atmósfera está llena de cosas inexplicables.
       Salieron del comedor y el coronel Capadose, que pasó de los primeros, quedó separado de Lyon; pero un minuto más tarde, antes de que llegaran al salón, volvió a reunirse con él.
       —Ashmore me ha dicho quién es usted. Desde luego, he oído hablar muchas veces de usted y me alegro mucho de conocerlo. Mi esposa lo trató a usted en otros tiempos.
       —Me alegro de que me recuerde. La he reconocido durante la cena, pero temía que ella no me reconociera a mí.
       —Ah, imagino que estaba avergonzada —dijo el coronel con talante indulgente.
       —¿Avergonzada de mí? —preguntó Lyon en el mismo tono.
       —¿No pasó algo con un retrato? Sí, usted la pintó.
       —Muchas veces —dijo el artista—, y tal vez le avergonzara el resultado.
       —Pues a mí no, estimado amigo; fue precisamente la visión de ese retrato, que tuvo usted la amabilidad de regalarle, lo que hizo que me enamorara de ella.
       —¿Se refiere a aquel en que está rodeada de niños, cortando pan y mantequilla?
       —¿Pan y mantequilla? No, claro que no. Hojas de parra y una piel de leopardo, como una bacante.
       —Ah, sí —dijo Lyon—. Ya me acuerdo. Fue el primer retrato decente que pinté. Me gustaría saber qué me parecería ahora.
       —No le pida que se lo enseñe, ¡se sentiría muy avergonzada! —exclamó el coronel.
       —¿Avergonzada?
       —Nos desprendimos de él… de la más desinteresada de las maneras —contestó riendo—. Un viejo amigo de mi esposa, al que su familia había tratado mucho cuando vivían en Alemania, se encaprichó de él: era el gran duque de Silberstadt-Schreckenstein, ¿lo conoce? Llegó a Bombay cuando vivíamos allí y vio el cuadro (ya sabrá usted que es uno de los mayores coleccionistas de Europa): puso una cara tal que le aseguro que ella le dijo, para quitárselo de encima, que podía quedárselo, ya que casualmente era su cumpleaños. Se quedó encantado, pero nosotros perdimos el cuadro.
       —Es muy amable por su parte —dijo Lyon—. Si ahora esa obra de mi juventud incompetente se encuentra en una gran colección, me siento muy honrado.
       —Oh, lo tiene en uno de sus castillos, no sé cuál, ya sabe usted que tiene muchos. A cambio, antes de irse de la India nos regaló un magnífico jarrón antiguo.
       —Pues es más de lo que valía —señaló Lyon.
       El coronel Capadose no pareció escuchar esa observación; se diría que estaba pensando en otra cosa. Al cabo de un momento, dijo:
       —Si viene a vernos en la ciudad, ella le enseñará el jarrón —y mientras pasaban al salón, dio al artista un empujoncito amistoso—: Vaya a hablar con ella, allí la tiene, estará encantada.
       Oliver Lyon dio sólo un par de pasos para entrar en el gran salón; se detuvo un momento para mirar la hermosa composición del grupo de bellas mujeres iluminadas por la lámpara, las figuras individuales, el gran escenario en blanco y oro, los paneles con damasco antiguo, en el centro de cada uno de los cuales destacaba un solo cuadro y de autor famoso. La escena tenía un brillo amortiguado y una atmósfera acorde con los lustrosos trajes de cola que se deslizaban por las alfombras. En el extremo más alejado de la sala estaba la señora Capadose, algo aislada; se encontraba sentada en un pequeño sofá, con un sitio libre a su lado. Lyon no podía hacerse ilusiones de que lo hubiera dejado para él; el hecho de que no hubiera respondido a su saludo en la mesa contradecía esa idea, pero sintió un deseo intenso de ir a ocuparlo. Además, tenía la sanción del marido; así que cruzó la sala, entre trajes de cola, y se detuvo delante de su vieja amiga.
       —Espero que no tenga intención de rechazarme —dijo.
       Ella alzó la vista para mirarlo con expresión de completo placer.
       —Me alegro muchísimo de verlo. Me gustó muchísimo saber que venía.
       —He intentado que me sonriera durante la cena, pero no lo he conseguido.
       —No lo he visto, no lo he entendido. Además, no me gustan nada las sonrisitas y los gestos. Y soy muy tímida, no lo habrá olvidado. Ahora podemos comunicarnos con comodidad.
       Se apartó para dejarle más sitio en el pequeño sofá. Él se sentó y disfrutó de la conversación mientras recordaba los motivos por los que ella le gustaba en otros tiempos y sentía de nuevo similar aprecio. Ella seguía siendo la belleza menos estropeada que había visto nunca, con una tal falta de coquetería o arte de insinuación que parecía casi una facultad omitida; en algunos momentos le daba la sensación de que era una hermosa criatura procedente de un sanatorio, una sorprendente sordomuda o una ciega que se manejaba con desenvoltura. Su noble cabeza pagana le concedía privilegios que pasaba por alto y, mientras la gente admiraba su frente, ella se preguntaba si habría un buen fuego en su dormitorio. Era sencilla, amable y buena; inexpresiva, pero no por ello inhumana o tonta. De vez en cuando decía algo que parecía tamizado, seleccionado: sonaba a impresión de primera mano. No tenía imaginación, pero había puesto cierto orden en sus sentimientos, en algunas de sus reflexiones sobre la vida. Lyon habló de los viejos tiempos en Múnich, le recordó incidentes, placeres y dolores, le preguntó por su padre y los demás; y ella le contó, a cambio, que le impresionaba tanto su fama, su brillante posición en el mundo, que no estaba muy segura de que quisiera hablar con ella ni de que el discreto gesto que había hecho en la mesa estuviera dirigido ella. En definitiva, sus palabras eran sinceras —era incapaz de otra cosa— y él quedó impresionado ante tanta humildad por parte de una mujer cuyo estilo era único. Su padre había muerto; uno de sus hermanos estaba en la marina y el otro en un rancho en América; dos de sus hermanas estaban casadas y la más joven empezaba a despuntar y era muy bonita. No mencionó a su madrastra. Se interesó por la historia personal de Lyon y él le dijo que lo más importante que le había sucedido era que no se había casado.
       —Oh, debería haberlo hecho —dijo ella—. Es lo mejor.
       —¡Me gusta que diga esto… precisamente usted! —contestó él.
       —¿Y por qué no puedo decirlo? Soy muy feliz.
       —Éste es el motivo de que yo no pueda serlo. Es cruel por su parte cantar alabanzas a su estado. Pero he tenido el placer de conocer a su marido. Hemos charlado un poco en la otra sala.
       —Tiene que conocerlo mejor, tiene que conocerlo bien —dijo la señora Capadose.
       —Estoy seguro de que, cuanto más se avanza, más se encuentra. Pero también él ofrece un hermoso espectáculo.
       Ella posó sus bondadosos ojos grises en Lyon.
       —¿No le parece guapo?
       —Guapo, inteligente y ameno. Ya ve usted que soy generoso.
       —Sí; tiene que conocerlo bien —repitió la señora Capadose.
       —Ha vivido mucho —dijo su acompañante.
       —Sí, hemos estado en muchos sitios. Tiene que ver a mi niña. Tiene nueve años: es preciosa.
       —Tendrá que traerla un día a mi estudio, me gustaría pintarla.
       —Ah, no diga eso —dijo la señora Capadose—. Me recuerda algo muy triste.
       —Espero que no se refiera a cuando usted posaba para mí… quizá se aburría.
       —No me refiero a lo que usted hacía, sino a lo que hemos hecho. Debo confesarle una cosa, ¡es una carga sobre mi conciencia! Me refiero a ese hermoso cuadro que usted me regaló y que tanto admiraba todo el mundo. Cuando venga usted a Londres, y espero que lo haga muy pronto, lo buscará por todas partes. No puedo decirle que lo guardo en mi dormitorio porque me gusta, por la simple razón… —hizo una pequeña pausa.
       —Porque usted no sabe decir mentirijillas —dijo Lyon.
       —No, no sé. Así que antes de que pregunte por él…
       —Oh, ya sé que no lo tiene, ya he recibido ese golpe —la interrumpió Lyon.
       —Entonces, ¿ya se lo han dicho? ¡Estaba segura! Pero ¿sabe cuánto nos dieron? Doscientas libras.
       —Tendría que haber conseguido mucho más —dijo Lyon sonriendo.
       —En el momento nos pareció mucho. Necesitábamos el dinero, fue hace mucho tiempo, cuando acabábamos de casarnos. Entonces teníamos muy pocos medios pero, afortunadamente, todo ha cambiado para mejor. Se nos ofreció la oportunidad, nos pareció una cantidad considerable y me temo que nos precipitamos. Mi marido tenía ciertas expectativas y, en parte, se han realizado, así que ahora no nos va mal. Pero, entre tanto, nos hemos quedado sin el cuadro.
       —Por fortuna, queda el original. Pero ¿quiere decir que las doscientas libras era lo que valía el jarrón? —preguntó Lyon.
       —¿Qué jarrón?
       —El jarrón antiguo, el hermoso jarrón indio, el regalo del gran duque.
       —¿El gran duque?
       —¿Cómo se llama? Silberstadt-Schreckenstein. Su marido me ha contado el intercambio.
       —Oh, mi marido… —dijo la señora Capadose; y Lyon se dio cuenta de que se sonrojaba un poco.
       Sin ánimos de aumentar su malestar y con el único deseo de aclarar la ambigüedad, prosiguió, si bien al instante advirtió que habría sido mejor dejarlo.
       —Me ha dicho que ahora forma parte de su colección.
       —¿Del gran duque? Ah, ¿conoce su fama? Creo que contiene tesoros —estaba desconcertada pero se recuperó, y Lyon se dijo que, por algún motivo, que le parecería bien cuando lo conociera, el marido y la mujer habían preparado distintas versiones del mismo incidente. Era cierto que no podía imaginar a Everina Brant pergeñando versiones; antes no era así y, desde luego, tampoco sus ojos parecían serlo ahora. En cualquier caso, a ambos les pesaba en la conciencia. Cambió de tema e insistió a la señora Capadose en que le llevara a la niña. Estuvo sentado un rato más con ella y le pareció que estaba un poco ausente, si bien quizá sólo fuera una impresión, como si le hubiera molestado verse sometida a un interrogatorio. Eso no impidió que él le dijera en el último momento, justo cuando las señoras empezaban a congregarse para irse a la cama:
       —Por lo que dice, parece usted muy impresionada con mi fama y mi prosperidad, y es tan amable que las exagera. ¿Se habría casado conmigo si hubiera sabido que me sonreiría el éxito?
       —Lo sabía.
       —Bueno, yo no.
       —Era usted demasiado modesto.
       —No le pareció eso cuando le pedí que se casara conmigo.
       —Bueno, si me hubiera casado con usted no podría haberme casado con él… y es tan encantador… —dijo la señora Capadose. Lyon sabía que lo pensaba de veras, se había dado cuenta durante la cena, pero lo ofendió un poco oírselo decir. El caballero designado por el pronombre apareció en mitad del prolongado apretón de manos para desearse buenas noches, y la señora Capadose, mientras se daba la vuelta, le dijo a su marido:
       —Quiere pintar a Amy.
       —Ah, es una niña encantadora, una criaturita muy interesante —le dijo el coronel a Lyon—. Hace cosas asombrosas.
       La señora Capadose se detuvo en mitad de la rumorosa procesión que seguía a la anfitriona fuera de la sala.
       —No se lo cuentes, por favor —dijo.
       —¿Que no le cuente qué?
       —Eso, lo que hace. Que lo averigüe por sí mismo —y se marchó.
       —Cree que presumo de la niña, que aburro a la gente —dijo el coronel—. Espero que fume usted.
       Apareció diez minutos más tarde en el salón de fumar con un atuendo espectacular, un traje de seda carmesí con pintitas blancas. Resultaba agradable a la vista de Lyon, le hacía pensar que la época moderna también ofrecía su esplendor y sus oportunidades para el vestuario. Si su esposa era una antigüedad clásica, él, en cambio, era una hermosa muestra de un período colorista: podría haber pasado por un veneciano del siglo dieciséis. Hacían una pareja notable, pensó Lyon, y, mientras contemplaba al coronel, erguido y brillante delante de la chimenea, exhalando grandes bocanadas de humo, pensó que no era sorprendente que Everina no lamentara no haberse casado con él. No todos los caballeros reunidos en Stayes eran fumadores y algunos se habían ido a la cama. El coronel Capadose señaló que, probablemente, la asamblea sería pequeña, ya que el día había sido muy duro. Eso era lo peor de las fincas de caza: después de cenar, los hombres tenían sueño; era endiabladamente estúpido para las señoras, incluso para las que cazaban, porque las mujeres eran extraordinarias y nunca mostraban cansancio. Aún así la mayoría de los caballeros se reanimaban bajo las estimulantes influencias de la sala de fumar y algunos de ellos, en esa confianza, terminarían por aparecer. Algunos de los motivos de esa confianza, pero no todos, podían verse en un grupo de vasos y botellas dispuestos en una mesilla cerca del fuego, que hacía relumbrar con un brillo sociable la gran bandeja y su contenido; los demás merodeaban todavía en diversos rincones indecorosos del pensamiento de los más locuaces. Lyon se quedó solo con el coronel Capadose unos momentos antes de que sus acompañantes, con diversos uniformes excéntricos, fueran entrando, y advirtió que aquel hombre extraordinario tenía poca pérdida de tejido vital que reparar.
       Hablaron de la casa, ya que Lyon había reparado en una anomalía en la construcción del salón de fumar, y el coronel le explicó que estaba formada por dos partes distintas, una de las cuales era muy antigua. En definitiva, eran dos casas completas, la vieja y la nueva, ambas de gran extensión y las dos muy buenas, cada una en su estilo. Las dos formaban juntas una estructura enorme, Lyon no debía dejar de visitarlo todo. La parte moderna la había construido el anciano cuando compró la finca; oh, sí, la había comprado hacía cuarenta años, no era de la familia: en realidad, no existía ninguna familia en concreto que pudiera haberla poseído. Había tenido el buen gusto de no estropear la casa original, no la había tocado más de lo necesario para unirlas. Era muy curiosa: una mole misteriosa, irregular y errática, donde de vez en cuando se descubría una habitación tapiada o una escalera secreta. Sin embargo, a él le parecía lúgubre; ni siquiera los añadidos modernos, espléndidos como eran, conseguían convertirla en una casa alegre. Había una historia sobre un esqueleto encontrado años antes, durante unas reparaciones, bajo una losa de piedra del suelo de uno de los pasillos; pero la familia no era muy partidaria de que se hablara de ello. Por supuesto, en aquel momento se encontraban en la parte antigua, que contenía, en definitiva, algunas de las mejores salas: tenía la remota idea de que había sido la primitiva cocina, que se modernizó en alguna etapa intermedia.
       —Mi habitación también está en la parte antigua, me alegro mucho —dijo Lyon—. Es muy cómoda y contiene las instalaciones más modernas, pero, al salir, he observado la profundidad del hueco de la puerta y la evidente antigüedad del pasillo y de la escalera, la primera pequeña. Ese pasillo con paneles es admirable; parece como si se extendiera, en esa penumbra marrón (se diría que las lámparas no lo alteran mucho), a lo largo de media milla.
       —¡Oh, no vaya hasta el final! —exclamó el coronel sonriendo.
       —¿Lleva a una habitación encantada? —preguntó Lyon.
       Su acompañante lo miró un momento.
       —Ah, ¿lo sabía?
       —No, no hablo desde el conocimiento sino desde la esperanza. Nunca he estado en una casa peligrosa: no he tenido esa suerte. Los lugares a los que voy son tan seguros como Charing Cross. Me gustaría ver lo que hay, sea lo que sea; lo que tengan por aquí. ¿Hay un fantasma?
       —Claro que sí, uno magnífico.
       —¿Y lo ha visto usted?
       —Oh, no me pregunte lo que yo he visto, pondría a prueba su credulidad. No me gusta hablar de estas cosas. Pero hay dos o tres habitaciones tan malas (¡o tan buenas!) como las de cualquier otro sitio.
       —¿Se refiere a mi pasillo? —preguntó Lyon.
       —Creo que lo peor está al final. Pero no sería aconsejable que durmiera allí.
       —¿No sería aconsejable?
       —Hasta que haya terminado su obra. Mañana recibirá unas cartas importantes y tendrá que tomar el tren de las 10.20.
       —¿Quiere decir que inventaré un pretexto para salir corriendo?
       —A menos que sea usted más valiente que nadie. Pocas veces ponen a la gente a dormir allí, pero de vez en cuando la casa está tan llena que no les queda más remedio. Y siempre sucede lo mismo: una agitación disimulada a la hora del desayuno y unas cartas de suma importancia. Por supuesto, es una habitación individual y mi mujer y yo estamos en el otro extremo de la casa. Pero vimos la comedia hace tres días, al día siguiente de que llegáramos. Habían puesto allí a un joven, ya no recuerdo cómo se llamaba, porque la casa estaba llena; y pasó lo de siempre. Una carta a la hora de desayunar, una cara rarísima, la necesidad urgente de ir a la ciudad, lo mucho que lamentaba tener que interrumpir la visita. Ashmore y su mujer se miraron y el infeliz se marchó.
       —Ah, eso no me vendría nada bien; tengo que hacer el retrato —dijo Lyon—. ¿Pero les preocupa que hable usted de eso? Algunas personas que tienen un buen fantasma están muy orgullosas de él, ya lo sabe.
       Nuestro héroe no llegaría a saber qué respuesta estaba a punto de dar a su pregunta el coronel Capadose porque en ese momento su anfitrión entró en la sala acompañado por tres o cuatro caballeros. Lyon advirtió que, en cierto modo, era ya una respuesta que el coronel no siguiera hablando del asunto. Sin embargo, por otra parte, resultó natural porque uno de los caballeros lo requirió para saber su opinión sobre un detalle que estaban discutiendo, algo relacionado con la eterna historia de la cacería del día. El señor Ashmore se puso a hablar con Lyon y le manifestó cuánto sentía no haber podido conversar con él todavía. Naturalmente, brotó de manera espontánea el tema más relacionado con el motivo de la visita del artista. Lyon señaló que era un gran inconveniente para él no haber establecido cierto trato preliminar con sir David: por lo general le parecía de suma importancia. Pero, en este caso, el modelo era de edad tan avanzada que, sin duda, no había tiempo que perder.
       —Oh, puedo contarle lo que quiera de él —dijo el señor Ashmore, y durante media hora le contó muchas cosas. Fue muy interesante y muy laudatorio, y Lyon llegó a la conclusión de que era un anciano encantador que se había hecho querer por un hijo que, sin duda, nada tenía de sentimental. Al final se levantó y dijo que tenía que irse a la cama si quería estar fresco para el trabajo al día siguiente. A lo cual el anfitrión contestó—: En ese caso, debe llevarse una vela. Han retirado las luces porque no obligo al servicio a estar despierto hasta tan tarde.
       Al poco tuvo Lyon una vacilante candela en la mano y, mientras salía de la habitación (no molestó a los demás dando las buenas noches; estaban absortos en el exprimidor de limones y el corcho de la botella de soda), recordó otras veces en las que se había ido solo a la cama en una oscura casa de campo; tales ocasiones no habían sido raras, porque era casi siempre el primero en abandonar la sala de fumar. Si bien no había estado en casas notoriamente encantadas, en cambio (dado su temperamento artístico), sí había encontrado que los grandes y oscuros vestíbulos y escaleras eran bastante «espeluznantes»: con frecuencia había tenido un efecto siniestro sobre su imaginación el sonido de sus pasos en los largos pasillos o el modo en que la luna de invierno asomaba por las grandes ventanas de los rellanos. Se le ocurrió pensar que si las casas sin pretensiones sobrenaturales podían tener un aspecto tan maligno por la noche, los antiguos pasillos de Stayes sin duda le causarían una profunda sensación. No sabía si los propietarios eran susceptibles; muchas veces, como había dicho al coronel Capadose, a la gente le gustaba que le adjudicaran un fantasma. Lo que lo decidió a hablar, con cierta sensación de riesgo, fue la impresión de que el coronel contaba historias raras. Cuando tenía la mano en la puerta, le dijo a Arthur Ashmore.
       —Espero no encontrarme ningún fantasma.
       —¿Un fantasma?
       —Debería tener uno, en esta bonita parte antigua.
       —Hacemos lo que podemos pero que voulez-vous?[5] —dijo el señor Ashmore—. Me parece que no les gustan las tuberías de agua caliente.
       —¿Les recuerda demasiado su clima? Pero ¿no tienen una habitación encantada al final de mi pasillo?
       —Oh, hay alguna historia… e intentamos conservarlas.
       —Me gustaría mucho dormir allí —dijo Lyon.
       —Bien, puede cambiarse mañana, si lo desea.
       —Será mejor que espere a terminar mi trabajo.
       —Muy bien; pero no trabajará allí, mi padre posará para usted en sus habitaciones.
       —Oh, no es eso; es que temo salir huyendo, como hizo ese caballero hace tres días.
       —¿Hace tres días? ¿Qué caballero? —preguntó el señor Ashmore.
       —El que recibió una carta urgente a la hora del desayuno y se marchó a las 10.20. ¿Se quedó aquí más de una noche?
       —No sé de qué está hablando. Hace tres días no había ningún caballero como el que me dice usted.
       —Ah, tanto mejor —dijo Lyon, saludando con la cabeza y marchándose. Tomó su camino, tal como lo recordaba, con una vela oscilante y, aunque encontró gran cantidad de objetos horripilantes, llegó sano y salvo al pasillo al que daba su habitación. Éste parecía extenderse todavía más en la oscuridad, pero lo siguió, por curiosidad, hasta el final. Pasó delante de varias puertas en las que aparecía pintado el nombre de la habitación, pero no encontró nada más. Estuvo tentado de entrar en la última puerta, para echar una ojeada a la habitación de mala fama; pero concluyó que eso sería indiscreto, puesto que el coronel Capadose manejaba el pincel —como raconteur[6]— con tanta libertad. Tal vez hubiera un fantasma o tal vez no; pero estaba inclinado a pensar que el personaje más desconcertante de la casa era el propio coronel Capadose.



II

      Lyon encontró que sir David Ashmore era un tema pictórico excelente y, por si fuera poco, un modelo cómodo. Además, era un anciano muy agradable, tremendamente arrugado pero con la cabeza clarísima; y llevaba justo la bata afelpada que Lyon habría escogido. Se enorgullecía de su edad pero se avergonzaba de sus achaques, que, sin embargo, exageraba, y que no le impedían posar con tanta sumisión como si el retrato al óleo fuera una rama de la cirugía. Demolió la leyenda de su temor a que la operación resultara mortal con una explicación que gustó mucho más a nuestro amigo. Sostenía que un caballero sólo debía ser retratado una vez en su vida, que era una muestra de ansiedad y presunción ir colgando retratos por todas partes. Eso estaba bien para las mujeres, que eran un bonito motivo de adorno para las paredes; pero el rostro masculino no se prestaba a la repetición con finalidad decorativa. El momento idóneo para retratarlo era al final, cuando estaba allí todo el hombre, con toda su experiencia. Lyon no le pudo contestar que ese período no era un verdadero compendio —había que tener en cuenta las pérdidas— ya que, en el caso de sir David, la cristalización se había producido sin fisuras. Hablaba de su retrato como de un mapa del país que deberían consultar sus hijos en caso de duda. Y sólo se podía dibujar un buen mapa cuando se había recorrido el terreno. Dedicaría a Lyon sus mañanas, hasta la hora de comer, y hablarían de muchas cosas, sin pasar por alto, como estímulo para el chismorreo, a la gente de la casa. Ahora que «no salía», como él decía, veía menos a los visitantes de Stayes: iba y venía gente de la que él no sabía nada y le gustaban las descripciones de Lyon. El artista hacía bocetos con pincel fino, sin caer en la caricatura, y sucedía con frecuencia que, cuando sir David no conocía a los hijos e hijas, había conocido a los padres y madres. Era uno de esos terribles ancianos transformados en un almacén de antecedentes. Pero en el caso de la familia Capadose, a la que llegaron tras una cómoda etapa, su conocimiento abarcaba dos o incluso tres generaciones. El general Capadose era un viejo compinche, y recordaba también a su padre. El general no fue mal soldado, pero en su vida privada mostró una tendencia demasiado especuladora: siempre se escapaba a la City para invertir el dinero en algún asunto desastroso. Se casó con una joven que le aportó algo y tuvieron media docena de hijos. No sabía gran cosa de lo que les había sucedido, excepto que uno había entrado en la Iglesia y había ascendido, ¿no era el deán de Rockingham? Clement, el que se encontraba en aquel momento en Stayes, tenía cierto talento militar; había servido en Oriente, se había casado con una joven bonita. Había estudiado en Eton con su hijo y acostumbraba a ir a Stayes en vacaciones. Más tarde, al regresar a Inglaterra, había aparecido otra vez con su mujer; eso era antes de que a él, el anciano señor Ashmore, lo retiraran. Era un chico atractivo, pero tenía una debilidad terrible.
       —¿Una debilidad terrible?
       —Es un mentiroso descomunal.
       El pincel de Lyon se detuvo en seco mientras repetía la expresión que, en cierto modo, lo había sorprendido.
       —¿Un mentiroso descomunal?
       —Ha tenido suerte si no lo ha averiguado por su cuenta.
       —Bueno, confieso que he advertido cierto matiz romántico…
       —Oh, no siempre es romántico. Es capaz de mentir sobre la hora o el nombre de su sombrerero. Al parecer, hay gente así.
       —Bueno, son unos tremendos bribones —declaró Lyon, aunque le tembló un poco la voz al pensar en lo que había hecho con su vida Everina Brant.
       —Oh, no siempre —dijo el anciano—. Este individuo no tiene nada de bribón. No hace daño a nadie y no tiene mala intención; no roba, no estafa, no juega ni bebe; es muy amable, es fiel a su esposa, quiere a sus hijos. Lo que pasa es que no es capaz de dar una respuesta normal.
       —Entonces, supongo que todo lo que me contó anoche era falso: me contó una serie de historias elaboradísimas. Costaba tragárselas, pero nunca pensé que la explicación fuera tan sencilla.
       —Sin duda, estaría en vena —prosiguió sir David—. Es una peculiaridad innata, igual que uno es cojo, tartamudo o zurdo. Creo que va y viene, como una fiebre intermitente. Mi hijo me dice que sus amigos por lo general lo entienden y no le llaman la atención… por su esposa.
       —¡Oh, su esposa, su esposa! —murmuró Lyon pintando deprisa.
       —Me atrevería a decir que está acostumbrada.
       —En absoluto, sir David. ¿Cómo puede acostumbrarse?
       —¡Vaya, querido amigo, cuando una mujer ama…! ¿Y no les gusta también a ellas la exageración? Son connoisseurs[7]… comprenden bien a un colega.
       Lyon guardó silencio un momento; no tenía argumentos para negar que la señora Capadose estaba muy unida a su marido. Pero al cabo de un poco, replicó:
       —¡Oh, ésta no! La conocí hace años, antes de que se casara; la conocí bien y la admiraba. Era clara y diáfana.
       —Me gusta mucho —dijo sir David—, pero he visto cómo lo secundaba.
       Lyon examinó a sir David durante un momento, pero no como modelo.
       —¿Está usted seguro?
       El anciano vaciló; después contestó con una sonrisa.
       —Está usted enamorado de ella.
       —Es muy probable. ¡Dios sabe que lo estuve!
       —Ella está obligada a ayudarlo, no puede desenmascararlo.
       —Puede callarse —señaló Lyon.
       —Bueno, delante de usted lo probable es que se calle.
       —Tengo curiosidad por saberlo —y añadió Lyon para sí: ¡Dios mío, lo que habrá hecho de ella! Pero no lo dijo porque le pareció que ya se había delatado bastante su pensamiento en relación con la señora Capadose. Sin embargo, ahora no dejaba de dar inmensas vueltas a la cuestión de cómo podía desenvolverse una mujer en semejante atolladero. Cuando regresó y se mezcló con los demás, Lyon la miró con un interés todavía mayor; él había tenido sus problemas en la vida, pero pocas veces había sentido una inquietud tal como la que sentía ahora por conocer en qué medida la lealtad de una esposa y el contagio de un ejemplo podían haber afectado a un espíritu totalmente sincero. Oh, él tenía por una verdad inmutable que, al margen de las tendencias que pudiera manifestar cualquier otra mujer, ella, desde siempre, había sido totalmente incapaz de ninguna desviación. Aunque no hubiera sido demasiado simple para engañar a nadie, habría sido demasiado orgullosa; y si no hubiera tenido demasiada conciencia, habría mostrado escasa afición. Era lo último que habría consentido o disculpado, justo aquello que no habría perdonado. ¿Contemplaba atormentada cómo su marido daba saltos mortales? ¿O se había convertido en alguien tan perverso que le parecía bien llamar la atención aunque fuera a costa de su honor? Habría sido necesaria una portentosa alquimia —deshacer lo hecho, por así decir— para llegar a este último resultado. Además de estas dos alternativas (sufrir tortura en silencio o estar tan enamorada que la humillante idiosincrasia de su marido sólo le pareciera un rasgo más de brillantez, una prueba de su vitalidad y su talento), existía también la posibilidad de que no se hubiera dado cuenta, de que se lo creyera todo. Una breve reflexión volvía insostenible esta hipótesis; era demasiado evidente que la versión que él daba de las cosas debía de entrar en contradicción una y otra vez con lo que ella sabía. Apenas llevaba un par de horas con ellos cuando Lyon ya la había visto enfrentada a esa invención perfectamente gratuita sobre el beneficio que habían sacado del cuadro que él pintó en sus primeros años. Ni siquiera entonces, por lo que había podido ver, pareció sufrir, y… pero, por el momento, Lyon no podía hacer otra cosa que considerar el caso.
       La cuestión, aunque no hubiera estado mezclada, a través de su arraigada ternura por la señora Capadose, con un elemento de tensa expectación, habría seguido presentándose como un problema muy curioso, porque no había pintado retratos durante tantos años sin convertirse en algo parecido a un psicólogo. Su investigación se veía limitada, por el momento, a la oportunidad que le ofrecieran los tres días siguientes, ya que el coronel y su esposa se iban después a otra casa. Por supuesto, también se centraba en gran medida en el coronel, ya que el caballero constituía tan rara anomalía. Además, tenía que ir deprisa. Lyon era demasiado escrupuloso para preguntar a otras personas qué pensaban del asunto, tenía demasiado miedo de poner en evidencia a la mujer que había amado en otros tiempos. También era probable que lo iluminara la conversación con el resto de los presentes: el raro hábito del coronel, que afectaba a su situación en igual medida que a la de su esposa, sería un tema de conversación familiar en cualquier casa donde tuviera por costumbre pasar unos días. Lyon no había observado en los círculos que frecuentaba ninguna tendencia destacada a abstenerse de comentar las singularidades de sus miembros. Interfería con sus averiguaciones el hecho de que el coronel estuviera cazando durante todo el día mientras él manejaba los pinceles y charlaba con sir David; pero llegó un domingo y la situación se compensó en parte. Por fortuna, la señora Capadose no cazaba y cuando él terminó el trabajo no estaba inaccesible. Dio un par de largos paseos con ella (a ella le gustaba) y la engatusó para que tomaran el té en un bonito rincón del salón. Por mucho que la observara, no era capaz de hacerse una idea de si la consumía una vergüenza oculta; la conciencia de estar casada con un hombre cuya palabra no valía nada no era, para ella, en la medida en que él podía adivinar, como una plaga para la rosa. Parecía no tener otra cosa en la cabeza que su propia plácida franqueza y, cuando él la miraba a los ojos (profundamente, como se permitía hacer de vez en cuando), éstos no tenían una conciencia incómoda. Habló con ella una y otra vez de los buenos viejos tiempos, rememoró cosas que (antes de aquel encuentro) no tenía ni idea de que recordara. Después le habló de su marido, alabó su apariencia, su talento para la conversación, manifestó que había desarrollado rápidamente sentimientos cordiales por él y le preguntó (con una audacia interna que le hizo temblar un poco) qué clase de hombre era.
       —¿Qué clase? —dijo la señora Capadose—. Dios mío, ¿cómo puede definir una mujer a su marido? Me gusta mucho.
       —Ah, eso ya me lo ha dicho —exclamó Lyon con aire exageradamente compungido.
       —Entonces ¿por qué me lo pregunta otra vez? —añadió al cabo de un momento, como si se sintiera tan feliz que pudiera permitirse compadecerse de él—. Es todo lo bueno y amable que se puede ser en este mundo. Es un soldado y un caballero ¡y un encanto! No tiene defecto alguno. Y posee mucho talento.
       —Sí, parece que tiene mucho talento. Pero, claro está, a mí no me parece un encanto.
       —¡Me da igual lo que piense usted de él! —dijo la señora Capadose y, al sonreír, le pareció más hermosa que nunca. O bien era profundamente cínica o bien de un hermetismo todavía más profundo, y Lyon a duras penas podría arrancarle la señal que deseaba: algún indicio de que, en definitiva, habría hecho mejor casándose con un hombre que no era la encarnación del más despreciable, del menos heroico de los vicios. ¿Es que ella no veía, no sentía, las sonrisas que circulaban cuando su marido ejecutaba alguna de sus características cabriolas verbales? ¿Cómo podía, una mujer de su carácter, soportar aquello día tras día, año tras año, sin que cambiara ese mismo carácter? Pero Lyon sólo estaría dispuesto a creer en esa alteración cuando la oyera mentir. El problema le fascinaba y, sin embargo, casi le exasperaba mientras se formulaba todo tipo de preguntas. ¿Acaso no mentía, al fin y al cabo, cuando dejaba pasar aquellas falsedades sin protestar? ¿No era su vida una complicidad perpetua? ¿Y no lo alentaba y ayudaba con el mero hecho de no disgustarse con él? Aunque tal vez estuviera disgustada y la desesperación de su orgullo diera como resultado esa máscara inescrutable. Quizá protestaba en privado, apasionadamente; quizás todas las noches, en sus habitaciones, tras la espantosa actuación del día, ella le hiciera las escenas más desgarradoras. Pero si esas escenas eran en vano y él no se esforzaba en curarse, ¿cómo podía, además, mirarlo después de tantos años de matrimonio, con la perfecta e ingenua satisfacción que había advertido durante la cena del primer día? Si nuestro amigo no hubiera estado enamorado de ella, habría encontrado incluso divertidas las fechorías del coronel; pero, dadas las circunstancias, aquello le parecía trágico, aunque no perdía de vista que su solicitud también habría podido resultar cómica.
       La observación le mostraría a lo largo de esos tres días que, si bien Capadose mentía profusamente, lo hacía sin mala intención y que ejercía su notable facultad sólo en asuntos de escasa importancia. «Es un mentiroso platónico —se dijo—. Es desinteresado, no actúa con la esperanza de obtener nada ni de hacer daño. Lo hace por amor al arte y lo empuja el amor a la belleza. Tiene una visión personal de lo que podría haber sucedido, de lo que debería haber sucedido, y contribuye a la buena causa con la mera sustitución de una nuance[8]. Por así decirlo, ¡él también pinta, como yo!». Sus manifestaciones eran de una variedad considerable, pero tenían en común el rasgo de ser todas ellas singularmente banales. Por eso resultaban ofensivas; obstruían el campo de la conversación, ocupaban un espacio valioso, lo convertían en una especie de niebla iluminada por el sol. Porque es fácil encontrar acomodo para una mentirijilla contada bajo presión, igual que para una persona que se presenta con una nota del autor el día del estreno. Pero la mentira superflua es como el caballero sin nota ni entrada que se instala con un taburete en mitad del pasillo de platea.
       Lyon absolvía a su victorioso rival en un caso particular: al principio, lo desconcertaba que, dada su incontinencia, no se hubiera metido en un lío en el ejército. Pero se dio cuenta de que lo respetaba, que aquella augusta institución quedaba a salvo de sus estragos. Además, aunque su conversación estaba llena de fanfarronadas, resultaba sorprendente que pocas veces presumiera de sus hazañas militares. Sentía pasión por la caza, la había practicado en países lejanos y algunas de sus mejores flores eran recuerdos de peligros y huidas en solitario. Naturalmente, cuanto más solitaria era la escena, mayor era la flor. Cualquier conocido nuevo del coronel recibía siempre el tributo de un ramillete: Lyon no tardó en llegar a esta conclusión general. Y ese hombre extraordinario tenía incoherencias y lapsus inesperados: de vez en cuando caía en la veracidad más anodina. Lyon comprobó lo que le había dicho sir David: que sus aberraciones sobrevenían en forma de ataque o períodos concretos y, en ocasiones, respetaba la tregua de Dios durante un mes seguido. La musa lo inspiraba a placer y con frecuencia lo dejaba solo. Él desaprovechaba las mejores oportunidades y después se ponía a navegar contra el viento. Por lo general, tendía más a afirmar lo falso que a negar lo cierto; sin embargo, esta proporción algunas veces se invertía de manera asombrosa. Con frecuencia se sumaba a quienes se reían de él, reconocía el intento de engaño y que muchas de sus anécdotas tenían un carácter experimental. No obstante, nunca se retiraba ni retractaba por completo: se sumergía y emergía en otro lugar. Lyon adivinaba que, alguna vez, sería capaz de defender su posición con violencia, pero sólo cuando ésta fuera muy mala. En ese caso, podría llegar con facilidad a ser peligroso: sería capaz de pegar a alguien y volverse violento. Estas ocasiones pondrían a prueba la ecuanimidad de su esposa y a Lyon le habría gustado verla entonces. En el salón de fumar y otros lugares, los presentes, en la medida en que eran íntimos, tenían siempre una protesta jocosa a mano; pero entre los hombres que lo conocían desde hacía tiempo, su voz plena de matices era una vieja historia, tan vieja que habían dejado de hablar de ella, y Lyon no tenía interés, como he dicho, en recabar la opinión de los que podrían haber compartido su sorpresa.
       Lo más singular de todo era que ni la sorpresa ni la familiaridad impedían que la gente apreciara al coronel; sus mayores exigencias de una atención, por lo demás, un tanto escéptica, se tenían por desbordamientos de vida y alegría, casi de belleza. Le gustaba retratar su valor y lo hacía con una gruesa brocha y, sin embargo, no cabía duda de que era valiente. Era gran jinete y tirador, a pesar del cúmulo de anécdotas que ilustraban esas habilidades: en definitiva, no estaba lejos de ser tan inteligente ni su carrera de ser casi tan maravillosa como pretendía. Con todo, su mejor cualidad era una sociabilidad indiscriminada que daba por hecho el interés y la credulidad de los demás y, en cambio, de eso no presumía; le daba un aire ordinario, incluso, en cierto modo, vulgar; pero era tan contagiosa que, en contra de lo previsible, su interlocutor se ponía de su lado. Oliver Lyon reflexionaba para sí que el coronel no sólo mentía sino que hacía que uno se sintiera también un poco mentiroso, aunque le llevara la contraria (o especialmente si lo hacía). Por la noche, durante la cena y más tarde, nuestro amigo contemplaba el rostro de su mujer para ver si lo recorría alguna sombra o un débil espasmo. Pero en ella no se veía nada y lo más sorprendente era que casi siempre escuchaba a su marido cuando hablaba. En eso consistía su orgullo: no quería que se sospechara siquiera que no hacía frente a las circunstancias. Sin embargo, Lyon veía una y otra vez que al día siguiente de los hechos aparecía una figura velada en la penumbra dispuesta a arreglar los daños del coronel, de la misma manera que los familiares de los cleptómanos visitan puntualmente las tiendas que han sufrido sus hurtos.
       —Debo disculparme, por supuesto que no era cierto, espero que no haya causado ningún perjuicio, es sólo su incorregible…
       ¡Oh, oír la voz de aquella mujer tan profundamente humillada! Lyon no albergaba ningún plan inicuo, ningún deseo consciente de aprovecharse de su vergüenza o su lealtad; pero se decía que le gustaría conseguir que sintiera que habría sido más digna su unión con otra persona en concreto. Soñaba incluso con el momento en que, con el rostro ardiente, le rogara que no tuviera en cuenta todo aquello. Entonces se sentiría casi consolado, sería magnánimo.
       Lyon terminó su retrato y se preparó para marcharse tras haber trabajado en un radiante halo de interés que lo impulsaba a creer que el resultado sería bueno, pero cuando se encontró con que gustaba a todo el mundo, en especial al señor y la señora Ashmore, empezó a sentirse escéptico. En cualquier caso, cambió de compañía: el coronel y la señora Capadose siguieron su camino. Sin embargo, podría decirse que despedirse de la dama no fue tanto un final como un principio, porque la visitó poco después de su regreso a la ciudad. Le había dicho cuándo estaba en casa; parecía sentir aprecio por él. Y si lo apreciaba, ¿por qué no se había casado con él o, al menos, lamentaba no haberlo hecho? Si lo lamentaba, lo ocultaba muy bien. La curiosidad de Lyon sobre este punto puede parecer fatua al lector, pero algún derecho tendrá un hombre decepcionado. Al fin y al cabo, no pedía mucho; no pedía que lo amara en aquel momento ni que le permitiera decirle que la amaba, sino sólo que diera alguna muestra de que se arrepentía. Pero ella, en cambio, en esos momentos se recreaba exhibiendo su hijita ante él. La niña era bonita y tenía los más hermosos ojos de inocencia que había visto: lo que no impedía que se preguntara si contaba mentiras horribles. Esa idea lo entretenía mucho: la imagen de la ansiedad con que, mientras crecía, su madre la examinaría en busca de los síntomas de la herencia. ¡Bonita ocupación para Everina Brant! ¿Mentiría ella también a la niña sobre el padre? ¿Sería necesario que lo hiciera, mientras estrechaba a su hija contra el pecho, para protegerla? ¿Se controlaría el coronel delante de la niña, para que no lo oyera decir cosas que ella sabía que eran diferentes de las que él contaba? Lyon lo dudaba: el carácter le podía y lo único que podría salvar a la niña era que fuera demasiado tonta para analizar nada. No se podía juzgar todavía, era demasiado pequeña. Si desarrollaba su inteligencia, seguro que seguiría la huella de su padre: ¡hermosa mejora en la situación de su madre! Su carita no despertaba sospechas, pero tampoco la cara grande de su padre: aquello no demostraba nada.
       Lyon recordó a sus amigos en más de una ocasión que le habían prometido que Amy posaría para él, y la única dificultad estaba en el tiempo del que disponía. También creció en él el deseo de pintar al coronel, tarea con la que se prometía una gran satisfacción íntima. Sacaría a la luz su personalidad, lo representaría en esa totalidad de la que había hablado con sir David y sólo los iniciados se darían cuenta. Éstos, sin embargo, tendrían el retrato en altísima estima y, sin duda, sería de gran profundidad: una obra maestra de caracterización sutil. Durante años había soñado con hacer algo que llevara no sólo el sello del psicólogo, sino también el del pintor, y ahí tenía por fin el modelo. Era una pena que no fuera mejor, pero eso no era culpa suya. Tenía la sensación de que, hasta aquel momento, nadie había captado como él la personalidad del coronel, y no sólo siguiendo su instinto, sino también un plan. En algunos momentos casi le asustaba el éxito de su plan: el pobre caballero iba terriblemente lejos. Algún día se detendría, miraría a Lyon entre los ojos, adivinaría el juego que se traía con él… y eso haría que su esposa también lo adivinara. No es que a Lyon le preocupara mucho, siempre que ella no creyera (como debía ser) que también formaba parte de la broma. Había adquirido tal costumbre de ir a verla los domingos por la tarde que se irritaba cuando salía de la ciudad. Eso ocurría con frecuencia, pues la pareja era muy aficionada a las visitas y el coronel siempre estaba deseando ir de caza, actividad de la que disfrutaba aún más cuando podía ejercitarla a expensas de otros. Lyon habría dado por supuesto que aquel tipo de vida desagradaba especialmente a su esposa, porque tenía la idea de que era en las casas de campo donde el marido se explayaba a gusto. Habría sido un alivio y un lujo para ella que se fuera solo, no ver cómo se exhibía ante los demás. En realidad, a Lyon le decía que preferiría quedarse en casa; pero no porque en casa de otras personas pasara las de Caín: el motivo que daba era que le gustaba mucho estar con la niña. Quizá las exageraciones no constituyeran delito, pero eran vulgares; el pobre Lyon se quedó encantado cuando llegó a esta conclusión. Sin duda, algún día, también él, cruzaría la línea; se convertiría en un animal dañino. Sí, y, mientras tanto, era vulgar a pesar de su talento, su buena presencia, su impunidad. Excepcionalmente, hacia final del invierno ella se quedó en casa en dos ocasiones en que su marido se fue a cazar varios días. Lyon todavía no se encontraba en situación de preguntarse si el deseo de no perderse dos de sus visitas habría tenido algo que ver con esa inmovilidad. Quizá habría sido más oportuno formularse más tarde esa pregunta, cuando empezó a pintar a la niña y la madre aparecía siempre con ella. Pero no estaba en la naturaleza de la señora Capadore dar a las cosas un falso nombre, fingir, y Lyon se daba cuenta de que quería con pasión a la niña, a pesar de la mala sangre que corría por sus venas.
       Acudía con constancia, aunque Lyon multiplicaba las sesiones de posado: nunca confiaba a Amy a la niñera o a la doncella. Lyon había liquidado al pobre sir David en diez días, pero el retrato de aquella niña de sencillo rostro prometía prolongarse hasta el año siguiente. Pedía sesión tras sesión y a cualquiera que hubiera observado la escena le habría parecido que estaba agotando a la niña. Sin embargo, ni él ni la señora Capadose llegaban tan lejos: ambos estaban presentes en los largos descansos que le daba, cuando dejaba de posar y deambulaba por el gran estudio, divirtiéndose con sus curiosidades, jugando con los viejos ropajes y vestidos, sin ningún tipo de restricciones. Entonces su madre y el señor Lyon se sentaban y hablaban; él dejaba los pinceles y se recostaba en la silla; siempre le ofrecía té. Lo que no sabía la señora Capadose era de qué manera, durante esas semanas, abandonaba otros encargos: las mujeres no tienen imaginación para el trabajo de los hombres y no van más allá de la idea de que carece de importancia. Lo cierto era que Lyon lo había retrasado todo y había hecho esperar a algunas personas importantes. Guardaban silencio durante intervalos de media hora, cuando él manejaba los pinceles, y en ellos él era plenamente consciente de que Everina estaba allí sentada. Ella se callaba si él no insistía en hablar y no lo molestaba ni aburría. Algunas veces cogía un libro, había muchos por todas partes; otras veces alejaba un poco la silla y miraba cómo avanzaba el retrato (sin aconsejar ni corregir), como si sintiera especial interés por cada pincelada que representaba a su hija. Estas pinceladas eran, en algunas ocasiones, algo violentas; Lyon pensaba más en su corazón que en su mano. No se sentía más incómodo que ella, pero sí alterado; era como si en las sesiones (porque la niña, también, guardaba un maravilloso silencio) algo creciera entre ellos. O hubiera crecido ya: una confianza tácita, un secreto inexpresable. Eso era lo que él sentía; pero no podía, después de todo, estar seguro de que ella sintiera lo mismo. Lo que Lyon deseaba que ella hiciera por él era muy poco; ni siquiera que llegara a confesar que era desgraciada. Para sentirse tremendamente satisfecho le habría bastado con que reconociera, aunque fuera con una señal silenciosa, que con él su vida habría sido mejor. Algunas veces pensaba —llegaba tan lejos su presunción— que el que se sentara ahí, tranquilamente, era ya esa señal.



III

      Por fin propuso el asunto del retrato del coronel: la temporada estaba ya muy avanzada y quedaba poco tiempo para la desbandada general. Lyon dijo que debía aprovecharla en lo posible, lo importante era empezar; después, en otoño, cuando regresaran a su vida londinense, podrían seguir adelante. La señora Capadose objetó que no podía aceptar otro regalo de tanto valor. Lyon ya le había dado aquel antiguo retrato suyo y ya había visto la falta de delicadeza que habían tenido. Ahora le regalaba aquel bello recuerdo de la niña, porque sería bello sin duda cuando lo terminara, si alguna vez se daba por satisfecho; una posesión preciosa que cuidarían para siempre. Pero su generosidad debía detenerse ahí: no podían contraer con él una deuda tan grande. No podían encargarle el cuadro, seguro que lo entendía sin que se lo explicara; era un lujo fuera de su alcance, porque sabían qué precios alcanzaban. Además, ¿qué habían hecho ellos, qué había hecho ella, sobre todo, para que los colmara de regalos? No, era demasiado bondadoso; era imposible que Clement posara. Lyon la escuchó sin protestar, sin interrumpir, mientras se inclinaba sobre una obra, y al final dijo:
       —Bueno, si no se queda el cuadro, ¿por qué no dejar que pose para mi propio placer y beneficio? Que sea un favor, un servicio que le pido. Me vendrá muy bien pintarlo y me quedaré yo con el cuadro.
       —¿Y a qué se debe que le venga tan bien? —preguntó la señora Capadose.
       —¡Vaya! Es un modelo extraordinario, un personaje muy interesante. Tiene un rostro muy expresivo que me enseñará un sinfín de cosas.
       —¿Y qué expresa? —dijo la señora Capadose.
       —¡Pues su carácter!
       —¿Y desea usted pintar su carácter?
       —Claro que sí. Eso es lo que ofrecen los grandes retratos, y haré que el del coronel lo sea. Me llevará a la cima. Como ve, mi petición es eminentemente interesada.
       —¿Y cómo puede estar más alto que ahora?
       —Oh, soy insaciable. Por favor, dé su consentimiento —dijo Lyon.
       —Bueno, el carácter de mi marido es muy noble —señaló la señora Capadose.
       —Ah, confíe en mí, ¡lo sacaré a la luz! —exclamó Lyon, un poco avergonzado de sí mismo.
       Antes de marcharse, la señora Capadose dijo que su marido probablemente aceptaría la invitación, pero añadió:
       —Por nada le permitiría espiar en mí de esa manera.
       —Oh —rio Lyon—: a usted podría dibujarla a oscuras.

       Poco después el coronel puso a disposición del pintor su tiempo libre y hacia finales de julio le había hecho varias visitas. Lyon no quedó decepcionado ni por la calidad del modelo ni por el grado de compromiso de éste; tenía plena confianza en que produciría un buen resultado. Tal era su estado de ánimo; estaba encantado con su motif[9] y muy interesado en su problema. Lo único que lo inquietaba era la idea de que cuando enviara el retrato a la Academia no podría ponerle como título para el catálogo «El mentiroso». Sin embargo, eso era lo de menos porque había decidido que ese rasgo de carácter sería perceptible incluso para la inteligencia más simple; sería tan destacado como resultaba ahora para él en el ser humano. Como en aquel momento no veía otra cosa en el coronel, se entregaba al placer de pintar sólo eso. No podría haber explicado cómo lo hacía, pero le parecía que el misterio de cómo hacerlo se le revelaba de nuevo cada vez que se sentaba a trabajar. Estaba en los ojos y estaba en la boca, estaba en cada arruga del rostro y en cada gesto, en la hendidura de la barbilla, en la disposición del cabello, la curva del bigote, el ir y venir de la sonrisa, el ascenso y la caída de la respiración. Estaba, en definitiva, en su forma de mirar un mundo embaucado: en la forma que siempre tendría de mirar. En Europa había media docena de retratos que Lyon consideraba supremos; le parecían inmortales porque estaban tan perfectamente conservados como magistralmente pintados. A ese pequeño grupo ejemplar aspiraba sumar el lienzo al que estaba entregado en aquel momento. Una de las obras que lo ayudaban a componerlo era el magnífico Moroni de la National Gallery: el joven sastre con una chaqueta blanca que está ante la mesa de trabajo con unas tijeras. El coronel no era sastre; tampoco el modelo de Moroni, a diferencia de muchos sastres, era mentiroso; pero su obra aspiraba a alcanzar la misma claridad magistral en la representación del personaje. En un grado que pocas veces había conocido, tenía la satisfacción de sentir que la vida iba creciendo bajo su pincel. Resultó que al coronel le gustaba posar y hablar mientras posaba; lo que era una suerte, ya que su charla era la mayor inspiración de Lyon. Éste ponía en práctica la idea que llevaba meditando tantas semanas de sacar a la luz su interior: no podría haberse encontrado en mejor relación con él para ese propósito. Lo animaba, seducía, estimulaba, manifestaba una inconmensurable credulidad, y únicamente lo interrumpía cuando el coronel no reaccionaba ante ésta. El coronel tenía sus baches, sus horas estériles y en esos momentos Lyon se daba cuenta de que también el cuadro languidecía. Cuanto más se remontaba su compañero, más giros describía en el aire, mejor pintaba él; sus vuelos nunca eran lo bastante largos. Lo azuzaba cuando desfallecía; en algunos momentos lo inquietaba que el coronel descubriera su juego. Pero, al parecer, no se daba cuenta; se recreaba y explayaba bajo la luz sutil y constante de la atención del pintor. Así el cuadro fue avanzando muy deprisa; resultó asombrosa la brevedad de su empresa en comparación con el de la niña. El cinco de agosto estaba ya casi terminado: ésa era la fecha de la última vez que, por el momento, podía posar el coronel, ya que se iba de la ciudad al día siguiente con su mujer. Lyon estaba muy contento, veía el camino libre: podría terminar a su gusto, sin que fuera necesaria la presencia de su amigo. En cualquier caso, como no había prisa, lo dejaría descansar hasta su propio regreso a Londres, en noviembre, entonces volvería y lo miraría con otros ojos. Cuando el coronel le preguntó si su mujer, si encontraba un minuto, podría ir a verlo al día siguiente —tenía tantas ganas—, Lyon le rogó como favor especial que esperara: estaba lejos de encontrarse todavía satisfecho. Ésta era repetición de una propuesta que la señora Capadose ya le había hecho la última vez que la visitó, y él ya le pidió entonces que no fuera todavía, diciendo que le faltaba mucho para estar satisfecho. En realidad, estaba encantado y, de nuevo, se sentía un poco avergonzado.
       El cinco de agosto el tiempo era muy cálido y ese día, mientras el coronel, sentado bien derecho, se dedicaba a chismorrear, Lyon, para tener un poco de corriente, abrió una puertecita auxiliar que llevaba directamente del estudio al jardín y algunas veces servía de entrada y salida a modelos y visitantes más humildes, así como vía de paso para lienzos, marcos, embalajes y demás material de trabajo. La entrada principal cruzaba la casa y vivienda de Lyon; y este acceso tenía el encanto de hacer pasar primero por una galería alta, desde la cual una escalera pintoresca y retorcida permitía descender a la sala amplia, llena de adornos y trastos. La perspectiva de esa sala a sus pies, con todos aquellos objetos ingeniosos y de valor que Lyon había coleccionado, nunca dejaba de arrancar exclamaciones de entusiasmo a las personas que entraban por la galería. El camino procedente del jardín era más sencillo y, al mismo tiempo más cómodo y privado. Los dominios de Lyon, en St. John’s Wood, no eran inmensos pero, cuando la puerta estaba abierta en un día de verano, permitía entrever flores y árboles, oler agradables aromas y oír los pájaros. Aquella mañana en concreto, un visitante no anunciado había encontrado conveniente utilizarla, una mujer más bien joven que se plantó en la sala antes de que el coronel la viera y en la que éste reparó antes que su amigo. Aguardó en silencio y miró a los dos hombres, uno tras otro.
       —¡Oh, vaya! ¡Aquí tenemos a otra! —exclamó Lyon en cuanto sus ojos se posaron en ella. La mujer pertenecía, en realidad, a un grupo un tanto inoportuno: el modelo en busca de empleo, y explicó que se había aventurado a entrar directamente de aquella manera porque muchas veces, cuando iba a visitar a algunos caballeros, los criados la engañaban, la echaban y no anunciaban su llegada—. Pero ¿cómo ha entrado en el jardín? —preguntó Lyon.
       —La puerta estaba abierta, señor. La puerta de servicio. Estaba ahí el carro del carnicero.
       —El carnicero debería haberla cerrado —dijo Lyon.
       —Entonces, ¿no me necesita, señor? —prosiguió la mujer.
       Lyon siguió pintando; nada más verla la había examinado con una mirada penetrante, pero no volvió a dirigir los ojos hacia ella. El coronel, sin embargo, la examinó con interés. Se trataba de una persona de la que resultaba difícil decir si era joven y parecía vieja o si era vieja y parecía joven; pero era evidente que había doblado ya varias de las esquinas de la vida y tenía un rostro rosado que, no obstante, no sugería lozanía. Con todo, era bonita y quizá, en otros tiempos, posara por la calidad de su tez. Llevaba un sombrero con muchas plumas, un vestido con muchos abalorios, guantes largos y negros, envueltos en pulseras de plata, y zapatos de pésima calidad. Su aspecto no era exactamente el de una institutriz fuera de lugar ni tampoco el de una actriz a la caza de un contacto, pero algo en ella sugería una profesión interrumpida o incluso una carrera profesional malograda. Iba sucia y desaliñada, y a los pocos minutos de que estuviera en el estudio, el aire o, al menos, el olfato, empezó a familiarizarse con cierta vaharada alcohólica. Su pronunciación no era muy esmerada y cuando Lyon le dio por fin las gracias y le dijo que no la necesitaba, que en aquel momento no estaba haciendo nada en lo que pudiera serle útil, ella contestó con aire ofendido.
       —Pero si yo ya he trabajado para usted.
       —No la recuerdo —contestó Lyon.
       —Anda, pues apostaría que la gente que vio sus cuadros seguro que se acuerda de mí. No tengo mucho tiempo, pero se me ha ocurrido pasar por aquí un momento.
       —Se lo agradezco mucho.
       —Si algún día me necesita me envía una postal…
       —Nunca envío postales —dijo Lyon.
       —Pues bueno, ¡me vale una carta! Lo que sea. Envíela a la señorita Geraldine, Mortimer Terrace Mews, w ‘ill…
       —Muy bien, ya me acordaré —dijo Lyon.
       La señorita Geraldine se entretuvo.
       —He pensado: me paso un momento y a lo mejor sale algo.
       —Me temo que no puedo prometerle nada, estoy muy ocupado con los retratos —prosiguió Lyon.
       —Sí, ya veo. Me gustaría estar en el lugar de este caballero.
       —Me temo que, en ese caso, el retrato no se me parecería —dijo el coronel riéndose.
       —Oh, claro, no se puede comparar, no sería tan bonito. No me gustan nada los retratos —declaró la señorita Geraldine—. Nos quitan el pan de la boca.
       —Bueno, muchos pintores no saben hacer retratos —sugirió Lyon para consolarla.
       —Oh, he posado para los mejores y sólo para los mejores. Muchos no podrían hacer nada sin mí.
       —Me alegro mucho de que esté tan solicitada —Lyon empezaba a aburrirse y añadió que no quería entretenerla, que ya la mandaría buscar en caso necesario.
       —Muy bien. Recuerde que es en Mews… ¡Qué pena! ¡No posa usted tan bien como nosotros! —prosiguió la señorita Geraldine, mirando al coronel—. Si me necesitara usted, señor…
       —Lo está molestando, hace que se sienta incómodo —dijo Lyon.
       —¡Incómodo! ¡Válgame Dios! —exclamó la visitante con una carcajada que propagó su olor—. Quizá usted sí envía postales, ¿eh? —dijo, dirigiéndose al coronel; y después se retiró con paso vacilante. Salió al jardín por donde había venido.
       —Qué lamentable, está borracha —dijo Lyon. Pintaba con energía, pero levantó la vista y se contuvo: la señorita Geraldine, todavía en la puerta, había echado atrás la cabeza.
       —Sí, ¡no me gusta nada! —exclamó con una explosión de alegría que confirmó la declaración de Lyon. Y después desapareció.
       —¿Qué querrá decir? —preguntó el coronel.
       —Oh, que no le gusta que lo esté pintando a usted en lugar de pintarla a ella.
       —¿Y la ha pintado alguna vez?
       —Jamás en la vida; no la había visto nunca. Está totalmente confundida.
       El coronel guardó silencio un rato.
       —Era muy guapa… hace diez años —comentó el coronel.
       —Eso parece, pero está muy estropeada. En lo que a mí respecta, una sola gota las echa a perder. No me preocuparía nada por ella.
       —Querido amigo, esa mujer no es modelo —dijo el coronel riendo.
       —Desde luego, ahora no merece ese nombre, pero lo fue.
       —Jamais de la vie. Era una excusa.
       —¿Una excusa? —Lyon prestó atención y empezó a preguntarse qué vendría después.
       —No venía a verlo a usted, sino a mí.
       —Ya me he dado cuenta de que le prestaba atención. ¿Y qué quiere de usted?
       —Oh, jugarme una mala pasada. Me odia. Muchas mujeres me odian. Me vigila, me sigue.
       Lyon se recostó en su silla: no creía ni una palabra de lo que le decía. Estaba encantado con la historia y con el comportamiento inocente y alegre del coronel. La historia había florecido, fragante, ahí mismo.
       —¡Mi querido coronel…! —murmuró con una mezcla de conmiseración y amistoso interés.
       —Cuando ha entrado me he sentido incómodo, pero no me ha sorprendido —prosiguió el modelo.
       —Si lo estaba, lo ha ocultado usted muy bien.
       —Ah, ¡cuando uno ha pasado por lo que he tenido que pasar yo! Pero confieso que hoy estaba medio preparado. La he visto merodear por aquí, conoce mis movimientos. Esta mañana estaba cerca de mi casa, debe de haberme seguido.
       —Pero ¿quién es, entonces, que tiene semejante toupet[10]?
       —Sí, lo tiene —dijo el coronel—; pero, como puede observar, estaba bebida. De todos modos, hace falta tener la cara muy dura, como se dice vulgarmente, para venir. ¡Oh, es una mala mujer! No es modelo y nunca lo fue; sin duda, habrá conocido a alguna de esas mujeres y habrá copiado sus maneras. Hace diez años se aprovechó de un amigo mío, un ganso que merecía que lo desplumara, pero me vi obligado a intervenir por motivos familiares. Es una historia larga y la verdad es que se me había olvidado por completo. Ella tiene treinta y siete años, como mínimo. Hice que se librara de ella, la envié a ocuparse de sus asuntos. Ella sabía que me lo debía a mí. Nunca me lo ha perdonado, creo que está mal de la cabeza. No se llama Geraldine y dudo que ésa sea su dirección.
       —Ah, ¿y cómo se llama? —preguntó Lyon interesadísimo. Los detalles siempre empezaban a multiplicarse, a abundar, cuando su compañero se lanzaba: fluían en batallones.
       —Se llama Pearson, Harriet Pearson; pero se hacía llamar Grenadine… ¿no era ésa una marca de ron? Grenadine… Geraldine, es fácil pasar de uno a otro —Lyon estaba encantado con la celeridad de su respuesta, y su interlocutor prosiguió—: Hacía años que no pensaba en ella, la había perdido de vista por completo. No sé qué pretende, pero es prácticamente inofensiva. Mientras venía, me ha parecido verla en la calle, un poco más arriba. Debe de haber averiguado que vengo aquí y habrá llegado antes. Me aventuraría a decir (o, mejor dicho, estoy seguro) que me está esperando.
       —¿Y no sería mejor que llevara usted algún tipo de protección? —preguntó Lyon, riendo.
       —La mejor protección son cinco chelines, estoy dispuesto a llegar hasta eso. A menos que lleve un frasco de vitriolo. Pero éstas sólo tiran vitriolo a los hombres que las han engañado, y yo nunca la he engañado. Le dije la primera vez que la vi que conmigo no le iba a servir nada. Oh, si está allí andaremos un rato juntos, charlaremos un poco y, como digo, estoy dispuesto a darle hasta cinco chelines.
       —Bueno —dijo Lyon—, contribuiré con otros cinco —tenía la sensación de que era poco pago por su diversión.
       Sin embargo, la partida del coronel de la ciudad interrumpió momentáneamente la diversión. Lyon esperaba que le llegara una carta contándole la segunda parte de la ficción; pero, al parecer, su excelente modelo no se dedicaba a la pluma. Sea como fuere, se marchó de la ciudad sin escribir; habían quedado citados para tres meses más tarde. Oliver Lyon siempre pasaba las vacaciones de la misma manera: durante las primeras semanas visitaba a su hermano mayor, feliz propietario, en el sur de Inglaterra, de una vieja casona, llena de recovecos y con jardines de estilo formal, en la que disfrutaba muchísimo, y después viajaba al extranjero, generalmente a Italia o a España. Aquel año siguió sus costumbres después de examinar por última vez su obra casi terminada y sentir el grado de satisfacción habitual por el modo en que la mano había traducido la idea: era siempre, en su opinión, un compromiso lamentable. Una tarde amarilla, en el campo, mientras fumaba en pipa en una de las viejas terrazas, experimentó el deseo de volverla a ver y darle un par de retoques: lo había pensado con frecuencia mientras descansaba. El impulso fue tan fuerte que no pudo rechazarlo y, aunque tenía intención de regresar a la ciudad a lo largo de la semana siguiente, se sintió incapaz de afrontar la demora. Le bastaría con mirar el cuadro cinco minutos para aclarar algunas cuestiones que le rondaban; así que a la mañana siguiente, para darse ese gusto, tomó el tren para Londres. No envió ninguna nota por adelantado; comería en su club y probablemente regresaría a Sussex a las 5.45.
       En St. John’s Wood la marea de la vida humana fluye siempre muy deprisa y en aquellos primeros días de septiembre Lyon encontró una soledad implacable en las calles rectas y soleadas donde las pequeñas tapias revocadas de los jardines, con sus puertas tan poco comunicativas, tenían un aspecto vagamente oriental. Su casa estaba en calma, y accedió con su llave maestra, ya que tenía la teoría de que era bueno a veces pillar a los criados por sorpresa. Sin embargo, su paso convocó de inmediato a la buena mujer que llevaba la casa y que acumulaba las funciones de cocinera y ama de llaves, y ésta lo recibió (él cultivaba un trato franco con el servicio) sin la confusión de la sorpresa. Lyon le dijo que no le importaba que la casa no estuviera en orden, sólo había ido para unas horas y tenía quehacer en el estudio. A lo cual ella contestó que llegaba en el momento justo para ver a una dama y un caballero que se encontraban allí en aquel momento, habían llegado cinco minutos antes. Les había dicho que él no estaba en casa, pero dijeron que no importaba, sólo querían ver un cuadro y tendrían mucho cuidado con todo.
       —Espero que le parezca bien, señor —concluyó el ama de llaves—. El caballero dice que ha posado para usted y me ha dado su nombre, un nombre bastante raro. Me parece que es militar. Ella parece toda una señora; en cualquier caso, señor, allí están.
       —Oh, muy bien —dijo Lyon cuando la identidad de sus visitantes estuvo clara. El ama de llaves no podía saberlo, porque por lo general tenía poco que ver con las idas y venidas; el sirviente, que acompañaba a las visitas a la entrada y la salida, había ido con él al campo. Estaba francamente sorprendido de que la señora Capadose hubiera ido a ver el retrato de su marido cuando ella sabía que el artista deseaba que se abstuviera de hacerlo; pero estaba familiarizado con el hecho de que era una mujer de carácter fuerte. Además, tal vez no se tratara de la señora Capadose; el coronel quizá había llevado consigo alguna amiga curiosa, alguien que deseara un retrato de su marido. En cualquier caso, ¿qué estaban haciendo en la ciudad en aquel momento? Lyon se dirigió hacia el estudio con cierta curiosidad; se preguntaba vagamente qué estarían «tramando» sus amigos. Apartó la cortina que colgaba en la puerta de comunicación, la que daba a la galería que se había considerado conveniente construir cuando se añadió el estudio a la casa. Cuando digo que apartó debería corregir la frase; le puso la mano encima pero, en aquel momento, lo detuvo un sonido muy singular. Procedía de la planta baja y lo sobresaltó muchísimo; era como un gemido apasionado, una especie de grito ahogado acompañado de un violento sollozo. Oliver Lyon escuchó un momento con atención y después se dirigió hacia la barandilla de la galería, que estaba cubierta con una gruesa alfombra antigua de estilo morisco. Sus pasos no hicieron ruido, aunque no se lo había propuesto, y, tras el primer instante, se encontró aprovechándose irresistiblemente de la circunstancia de no haber llamado la atención de las dos personas del estudio, que se encontraban a unos veinte pies por debajo de él. Lo cierto era que estaban tan profunda y tan extrañamente absortas que se comprendía que no fueran conscientes de que los observaban. La escena que se desarrolló delante de los ojos de Lyon era una de las más extraordinarias que éstos habían presenciado. La delicadeza y la incomprensión le impidieron al principio interrumpirla, porque lo que veía era una mujer que lloraba desconsoladamente contra el pecho de su compañero, y a esas influencias sucedió, tras un minuto (los minutos fueron breves y escasos), un motivo concreto que en aquel momento tuvo fuerza suficiente para hacerlo retroceder detrás de la cortina. Podría añadir que también tuvo la fuerza de empujarlo a aprovechar, para ver mejor, la ranura formada por la unión de las dos mitades de la portière[11]. Era perfectamente consciente de lo que hacía; en aquel momento era un fisgón, un espía. Pero se daba cuenta de que aquello no sólo era un abuso de confianza, sino también algo muy extraño, y que si, en cierto modo, no era asunto suyo, en otro sentido desde luego sí lo era. Lyon observó y reflexionó todo aquello en un instante.
       Sus visitantes se encontraban en el centro de la sala; la señora Capadose se agarraba a su marido, llorando, sollozando como si fuera a rompérsele el corazón. Su pena le pareció horrible a Oliver Lyon, pero su sorpresa fue mayor que su horror cuando oyó que el coronel respondía con estas palabras, pronunciadas con vehemencia:
       —¡Maldito sea, maldito sea, maldito sea!
       ¿Qué había pasado? ¿Por qué lloraba ella y a quién maldecía él? Lyon vio al instante siguiente lo sucedido: el coronel había buscado su retrato inacabado (sabía en qué rincón acostumbraba a dejarlo el artista, apartado, de cara a la pared) y lo había colocado ante su esposa en un caballete vacío. Ella lo había mirado unos momentos y después, al parecer, lo que había visto en él había producido una explosión de consternación y resentimiento. Ella estaba demasiado absorta en su llanto y él demasiado absorto en el abrazo y las exclamaciones para mirar alrededor o levantar la vista. La escena era tan inesperada para Lyon que no pudo interpretarla en el momento como una prueba del triunfo de su mano, de un éxito tremendo: sólo podía preguntarse qué pasaba. La idea del triunfo le llegó un poco más tarde. No obstante, desde donde estaba podía ver el retrato; le sobresaltó su apariencia de vida, no le había parecido tan magistral. La señora Capadose se separó bruscamente de su marido, se desplomó en la silla más cercana, hundió el rostro entre los brazos y apoyó éstos en una mesa. De repente los sollozos dejaron de ser audibles, pero temblaba como abrumada por la angustia y la vergüenza. Su marido se quedó un momento examinando el cuadro; después se acercó, se inclinó sobre ella, la abrazó de nuevo y la calmó.
       —¿Qué pasa, querida, qué pasa? —preguntó.
       Lyon oyó la respuesta.
       —¡Qué cruel! ¡Oh, qué cruel!
       —Maldito sea, maldito sea, maldito sea —repitió el coronel.
       —Ahí está todo, ahí está todo —insistió la señora Capadose.
       —¡Pero bueno! ¿Qué es lo que está?
       —Todo lo que no debería estar, todo lo que él ha visto, es terrible.
       —¿Todo lo que ha visto? ¡Vaya! ¿No soy un hombre bien plantado? Me ha pintado bastante guapo.
       La señora Capadose se había levantado otra vez de un brinco y había dirigido otra mirada a aquella traición en forma de pintura.
       —¿Guapo? ¡Horrible, horrible! Eso no… ¡Nunca, nunca!
       —¿No qué, por el amor de Dios? —casi gritó el coronel.
       Lyon veía su rostro enrojecido, desconcertado.
       —Lo que ha hecho de ti, lo que tú sabes. Él lo sabe, lo ha visto. Todo el mundo lo sabrá, todo el mundo lo verá. Imagínate esto en la Academia.
       —Estás sacando las cosas de quicio, querida; pero si tanto te disgusta, no es necesario que lo exponga.
       —Oh, él lo enviará, ¡es tan bueno el retrato! ¡Vámonos, vámonos! —gimió la señora Capadose, agarrando a su marido.
       —¿Es tan bueno el retrato? —exclamó el pobre hombre.
       —Vámonos, vámonos —repetía ella; y se volvió hacia la escalera que subía a la galería.
       —Por aquí no, no vayamos por la casa, tal como estás —oyó Lyon que objetaba el coronel—. Podemos ir por aquí —añadió; y condujo a su mujer hacia la puertecita que daba al jardín. Estaba cerrada con un pestillo, pero lo descorrió y abrió la puerta. Ella salió deprisa, pero él se detuvo, mirando hacia la habitación.
       —¡Espérame un momento! —le gritó y, con paso nervioso, volvió a entrar en el estudio.
       Se acercó de nuevo al cuadro y lo miró de nuevo.
       —¡Maldito sea, maldito sea, maldito sea! —estalló una vez más. Lyon no tenía claro si esa maldición estaba dirigida al original o al pintor del retrato. El coronel se dio la vuelta y se movió deprisa por la habitación, como si buscara algo; durante un instante Lyon no pudo adivinar sus intenciones. De repente, el artista exclamó por lo bajo: «¡Quiere estropearlo!». Su primer impulso fue bajar corriendo e impedirlo; pero se detuvo, todavía con los sollozos de Everina Brant en sus oídos. El coronel encontró lo que buscaba: dio con ello entre algunos cachivaches que había sobre una mesa y regresó al caballete. Al instante Lyon advirtió que el objeto que había cogido era una pequeña daga oriental y que la había hundido en el lienzo. Parecía animado por una furia repentina, ya que deslizó hacia abajo el instrumento con extremo vigor (Lyon sabía que no estaba muy afilado), haciendo un corte profundo, largo y terrible. A continuación lo sacó y lo clavó varias veces en la cara de su retrato, exactamente como si estuviera apuñalando a una víctima humana: el efecto era muy extraño, como una especie de suicidio simbólico. A los pocos segundos, el coronel había tirado la daga sin dejar de mirarla, como si esperara que estuviera bañada en sangre, y se marchó a toda prisa, tras cerrar la puerta a su espalda.
       Lo más extraño de todo fue —como sin duda parecerá a todos— que Oliver Lyon no hiciera el menor gesto para salvar su cuadro. Pero él no sentía como si lo estuviera perdiendo o, como si no le importara perderlo, sino como si hubiera llegado a una certeza. Su vieja amiga, en efecto, se avergonzaba de su marido, y era él el responsable, y había conseguido un gran éxito, a pesar de que el retrato hubiera quedado reducido a jirones. Esta revelación lo entusiasmó tanto —igual que toda la escena— que cuando bajó la escalera, después de que se marchara el coronel, temblaba con feliz agitación; estaba mareado y tuvo que sentarse un momento. El retrato tenía una docena de heridas con desgarro: el coronel lo había matado a cuchilladas. Lyon lo dejó donde estaba y no lo tocó, apenas lo miró; se limitó a dar vueltas por su estudio, todavía agitado, durante una hora. Después, su ama de llaves entró para sugerirle que comiera un poco; por debajo de la escalera había un acceso a la zona de servicio.
       —Ah, ¿el señor y la señora se han marchado, señor? No los he oído.
       —Sí, han salido por el jardín.
       Pero la mujer se había detenido y miraba el cuadro del caballete.
       —¡Qué barbaridad! ¡Cómo lo ha puesto!
       Lyon imitó al coronel.
       —Sí, lo he hecho trizas, en un ataque de disgusto.
       —¡Santo cielo, después de tanto trabajo! ¿No les gustaba, señor?
       —Sí, no les gustaba.
       —Bueno, pues deben de ser personas de grandísima categoría. ¡Ya me gustaría a mí!
       —Córtelo en trozos: servirá para encender el fuego —dijo Lyon.
       Volvió al campo en el tren de las 3.30 y unos días más tarde viajó a Francia. Durante los dos meses que pasó fuera de Inglaterra estuvo esperando algo; no habría podido decir qué, alguna manifestación por parte del coronel. ¿O no escribiría, no explicaría, no daría por hecho que Lyon había descubierto, como decía la cocinera, el modo en que lo había «puesto»? ¿Y no le parecía justo compadecerse de una manera u otra de su desconcierto? ¿Se declararía culpable o refutaría las sospechas? Esta última vía sería difícil y pondría a prueba su talento, enfrentado al testimonio del ama de llaves de Lyon, que había hecho pasar a las visitas y establecería relación entre su presencia y la violencia ocasionada. ¿Preferiría el coronel ofrecer alguna disculpa o reparación? ¿O las palabras que pronunciara serían solo una prolongación de aquella irritación destructiva que nuestro amigo había visto que su mujer le comunicaba de manera tan repentina y poderosa? Podría declarar que no había tocado el cuadro o bien reconocer que lo había hecho y, en cada caso, tendría que contar una hermosa historia. Lyon aguardaba el relato con impaciencia y, en vista de que no llegaba ninguna carta, se sentía decepcionado. Sin embargo, con más impaciencia deseaba conocer la versión de la señora Capadose, si acaso la hubiera; porque sin duda sería la prueba verdadera: demostraría, por un lado, hasta dónde estaba dispuesta a llegar por su marido y, por otro, hasta dónde estaba dispuesta a llegar por él, Oliver Lyon. No veía la hora de saber qué vía elegiría; si adoptaría la del coronel, fuera ésta la que fuere. Lyon deseaba averiguarlo sin más demora, tener alguna idea por anticipado. Para ello le escribió una carta desde Venecia en la que, en el tono habitual en una vieja amistad, le preguntaba si había novedades, le contaba sus paseos y expresaba sus deseos de que se vieran pronto en Londres, pero no mencionaba el cuadro. Pasaron los días y no recibió respuesta; así pues, llegó a la conclusión de que ella no se sentía capaz de escribirle una carta, ya que todavía estaba demasiado afectada por la emoción que le había causado su «traición». Su marido había respaldado esa emoción y ella había respaldado el acto derivado de ésta, lo cual suponía una ruptura y el final de todo. Lyon contemplaba esta posibilidad bastante arrepentido, al mismo tiempo que le parecía lamentable que unas personas tan encantadoras se hubieran equivocado tanto. Finalmente lo animó, si bien no le aclaró mucho la situación, la llegada de una carta, breve pero llena de buen humor, que no insinuaba ningún resentimiento ni mala conciencia. La parte más interesante, para Lyon, era la posdata, que decía lo siguiente: «Debo confesarle una cosa. Hacia primeros de septiembre pasamos un par de días en la ciudad y aproveché la ocasión para desafiar su autoridad: estuvo muy feo por mi parte pero no pude evitarlo. Hice que Clement me llevara a su estudio, ya que tenía muchísimas ganas de ver lo que había hecho usted con él, contraviniendo así sus deseos. Hicimos que sus criados nos dejaran pasar y contemplé el cuadro un buen rato. ¡Es asombroso!». «Asombroso» era una palabra muy poco comprometida, pero, al menos, la carta no era una ruptura.
       El tercer día después de la llegada de Lyon a Londres era domingo y fue a comer a casa de la señora Capadose. Ésta, en primavera, lo había invitado de forma amplia y él había aprovechado para presentarse varias veces. Eran ésas las ocasiones (antes de que posara para él) en que había tenido un trato más familiar con el coronel. Justo después de comer, el anfitrión desaparecía (según decía, salía a visitar a sus mujeres) y la segunda media hora era la mejor, incluso cuando había otras personas. En aquella ocasión, a principios de diciembre, Lyon tuvo la suerte de encontrar sola a la pareja, sin Amy siquiera, que aparecía poco en público. Estaban en el salón, esperando a que anunciaran el almuerzo, y, en cuanto entró, el coronel exclamó:
       —¡Querido amigo! ¡Estoy encantado de verlo! Tengo tantas ganas de seguir posando…
       —Oh, termínelo, por favor. Es tan bonito… —dijo la señora Capadose, mientras le tendía la mano.
       Lyon los miró, primero a uno y luego al otro. No sabía lo que esperaba, pero aquello no.
       —Ah, entonces ¿creen que he captado algo?
       —Lo ha captado todo —dijo la señora Capadose sonriendo con sus ojos de color castaño dorado.
       —¿Mi esposa le ha contado por carta nuestra travesura? —preguntó su marido—. Me llevó a rastras, tuve que ir. —Por un momento, Lyon se preguntó si con el término «travesura» se refería al ataque al lienzo, pero las siguientes palabras del coronel no confirmaron esta interpretación—: Ya sabe que me gusta posar, ofrece una excelente ocasión a mi bavardise[12]. Y ahora tengo tiempo.
       —Recuerde que casi había terminado —señaló Lyon.
       —Es cierto, qué lástima. Me gustaría que empezara de nuevo.
       —¡Querido amigo, tendré que empezar de nuevo! —dijo Oliver Lyon con una carcajada, mirando a la señora Capadose. Ella no lo miró a los ojos, se había levantado para llamar a comer—. El cuadro está destrozado —prosiguió Lyon.
       —¿Destrozado? ¿Y por qué lo ha hecho? —preguntó la señora Capadose, de pie delante de él, con toda su clara y plena belleza. Ahora que lo miraba resultaba impenetrable.
       —No lo hice yo, me lo encontré así, con una docena de agujeros.
       —¡Vaya! —exclamó el coronel.
       Lyon volvió hacia él los ojos, sonriendo.
       —No sería usted, ¿verdad?
       —¿No se puede arreglar? —preguntó el coronel. Parecía tan sincero como su esposa y se diría que era incapaz de tomar en serio la pregunta de Lyon—. ¿Por el placer de posar para usted? Querido amigo, si se me hubiera ocurrido, no dude de que lo habría hecho.
       —¿Usted tampoco? —preguntó el pintor a la señora Capadose.
       Antes de que ésta tuviera oportunidad de contestar, su marido la había cogido por el brazo, como si se le acabara de ocurrir una idea muy sugerente.
       —Claro, querida, ¡esa mujer, esa mujer!
       —¿Esa mujer? —repitió la señora Capadose; y Lyon también se preguntó a qué mujer se refería.
       —¿No se acuerda de cuando apareció, se plantó en la puerta, o casi en la puerta? Ya le hablé de ella, le conté cosas. Geraldine… Grenadine… aquélla que apareció aquel día sin avisar —explicó a Lyon—. La vimos merodeando por allí, le conté la historia a Everina.
       —¿Cree que fue ella quien destrozó el retrato?
       —Ah, sí, ahora me acuerdo —dijo la señora Capadose con un suspiro.
       —Volvió a aparecer… conocía el camino… estaba esperando su oportunidad —prosiguió el coronel—. ¡Ah, esa alimaña!
       Lyon bajó la vista; se daba cuenta de que se ruborizada. Eso era lo que había estado esperando: el día en que el coronel sacrificara sin ningún miramiento a alguna persona inocente. ¿Y su esposa podía participar en semejante atrocidad? Durante las semanas previas, Lyon había recordado varias veces que, cuando el coronel perpetró su fechoría, ella había salido ya de la sala; pero, sin embargo, se había dicho —era casi una certeza— que cuando regresó con ella le contaría su hazaña. Estaría todavía arrebatado por el gesto e incluso, suponiendo que no le hubiera dicho lo que había hecho, ella lo habría adivinado. Ni por un instante creyó que la pobre señorita Geraldine hubiera estado rondando su puerta, ni tampoco lo había engañado, ni remotamente, la versión que le había dado el coronel antes del verano. Lyon no había visto a esa mujer antes del día en que se plantó en su estudio; pero la identificó y clasificó como si la conociera. Estaba familiarizado con las modelos londinenses en todas sus variedades, en cada fase de su desarrollo y en cada peldaño de su decadencia. Al entrar en su casa, aquella mañana de septiembre, justo después de la llegada de sus dos amigos, no había advertido el menor indicio, en toda la calle, de la reaparición de la señorita Geraldine. El hecho se había grabado en su pensamiento al recordar que, cuando su cocinera le dijo que en su estudio había una dama y un caballero, el panorama estaba completamente despejado: le había sorprendido que no hubiera ningún coche, ni siquiera de alquiler, a la puerta. Entonces pensó que habrían ido con el ferrocarril subterráneo; Lyon vivía cerca de la estación de Marlborough Road y sabía que el coronel, cuando iba a posar, en más de una ocasión había utilizado ese medio.
       —¿Y cómo pudo entrar esa mujer? —preguntó a sus interlocutores con aire indiferente.
       —Bajemos a comer —dijo la señora Capadose, saliendo de la habitación.
       —Nosotros nos fuimos por el jardín, sin molestar a su criada, quería enseñárselo a mi esposa.
       Lyon siguió a su anfitriona con el coronel, el cual lo detuvo en lo alto de las escaleras.
       —Querido amigo, ¿es posible que cometiera yo la estupidez de no cerrar bien la puerta?
       —No lo sé, coronel —dijo Lyon mientras bajaban—. Fue una mano muy decidida, una verdadera fiera.
       —Bueno, esa mujer es una fiera, maldita sea. Por eso quería librarme de ella.
       —Pero no comprendo sus motivos.
       —Está mal de la cabeza y me odia: ése era su motivo.
       —¡Pero a mí no me odia, querido amigo! —dijo Lyon, riendo.
       —Odiaba el cuadro, ¿no recuerda que lo dijo? Cuantos más retratos, menos trabajo para gente como ella.
       —Sí, pero, si en realidad no es modelo, como ella asegura, ¿en qué le molesta? —preguntó Lyon.
       La pregunta desconcertó al coronel un instante, pero sólo un instante.
       —Ah, ¡estaba hecha un lío! Como le he dicho, está mal de la cabeza.
       Entraron en el comedor, donde la señora Capadose ocupaba ya su sitio.
       —¡Es tremendo! ¡Es horrible! —dijo ella—. Ya ve que el destino está contra nosotros. La providencia no quiere que sea usted tan desinteresado y pinte obras maestras gratis.
       —¿Vio usted a la mujer? —preguntó Lyon sin poder mitigar cierta adustez.
       La señora Capadose no pareció percibirla o, si lo hizo, no le prestó atención.
       —Había una persona, no lejos de la puerta, sobre la que Clement me comentó algo. Me dijo no sé qué sobre ella, pero nosotros fuimos en dirección contraria.
       —¿Y cree usted que lo hizo ella?
       —¿Cómo voy a saberlo? Si lo hizo, estaba loca, pobrecilla.
       —Me gustaría mucho dar con ella —dijo Lyon, lo cual era falso, porque no tenía el menor deseo de tener otra conversación con la señorita Geraldine. Había puesto en evidencia a sus amigos ante sí mismo, pero no deseaba hacerlo ante nadie más y menos aún ante ellos.
       —Oh, depende de si vuelve a aparecer. ¡Está usted a salvo! —exclamó el coronel.
       —Pero recuerdo su dirección, Mortimer Terrace Mews, Notting Hill.
       —Oh, eso son tonterías; no existe ese sitio.
       —¡Dios mío, qué mujer tan mentirosa! —dijo Lyon.
       —¿Y sospecha de alguien más? —prosiguió el coronel.
       —Ni remotamente.
       —¿Y qué dicen sus criados?
       —Dicen que ellos no fueron y yo les he contestado que jamás había dicho tal cosa. Eso es más o menos lo fundamental de nuestras conversaciones.
       —¿Y cuándo descubrieron el desastre?
       —No lo descubrieron ellos, fui yo al volver.
       —Bueno, pues es fácil que la mujer entrara —dijo el coronel—. ¿No recuerda cómo apareció aquel día, como un payaso en la pista?
       —Sí, sí. Pudo hacerlo en tres segundos, si no fuera porque el cuadro no estaba a la vista.
       —Querido amigo, ¡no me lo reproche! Naturalmente, lo saqué yo de su sitio.
       —¿Y no lo volvió a guardar? —preguntó Lyon con gesto trágico.
       —Ah, Clement, Clement, ¿no te lo dije? —exclamó la señora Capadose en tono de reproche exquisito.
       El coronel gruñó con dramatismo y se tapó la cara con las manos. Las palabras de su esposa fueron para Lyon el toque final, hicieron que toda su visión se tambaleara, su teoría de que, en el fondo, ella seguía siendo fiel a la verdad. ¡Ni siquiera era sincera con un antiguo enamorado! Se sentía enfermo, no podía comer; sabía que tenía un aspecto muy extraño. Murmuró algo sobre que no merecía la pena lamentarse por lo irremediable e intentó llevar la conversación por otros derroteros. Pero le suponía un esfuerzo terrible y se preguntaba si ellos se sentirían igual que él. Se preguntaba todo tipo de cosas: si adivinaban que no los creía (por supuesto, nunca podrían adivinar que los había visto); si se habían puesto de acuerdo en la historia de antemano o la habían improvisado sobre la marcha; si ella se habría resistido, si habría protestado cuando el coronel se la propuso y, finalmente, habría tenido que ceder a sus presiones; si, en definitiva, ella no se odiaba en aquel preciso instante. La crueldad, la cobardía de endilgar la responsabilidad de aquel acto impío a aquella infeliz le parecía monstruosa; no menos monstruosa, en realidad, que la ligereza que podía hacerles correr el riesgo de que ella, ofendida e indignada, pusiera en evidencia su mentira. Naturalmente, ese riesgo sólo podría exculpar a la mujer, sin por ello inculparlos, dado que las probabilidades los protegían a la perfección; y el coronel contaba (habría contado con ello el día en que se explayó, tras verla por primera vez, en el estudio, si es que entonces lo había pensado y no se había dejado llevar por su carácter) con que la señorita Geraldine se hubiera desvanecido ya para siempre en el lugar desconocido de donde procedía. Lyon deseaba tanto olvidar el asunto que cuando al cabo de un poco la señora Capadose le dijo:
       —Pero ¿no se puede hacer nada? ¿No se puede arreglar el cuadro? Ya sabe que ahora hacen maravillas…
       —No lo sé, no me importa, ya pasó, n’en parlons plus[13] —contestó. La hipocresía de la mujer le repugnaba. Sin embargo, con deseos de retirar el último velo de su vergüenza, no tardó en decir—: ¿Y le gustó?
       —Oh, me gustó muchísimo —contestó ella mirándolo a la cara, sin sonrojarse, sin palidecer, sin un titubeo. No cabía duda de que su marido le había enseñado bien. Después de esto Lyon no dijo nada más y sus interlocutores se abstuvieron temporalmente de insistir, como si fueran personas de tacto que comprendieran que aquel odioso incidente todavía le dolía.
       Cuando se levantaron de la mesa, el coronel se marchó sin subir al piso de arriba; pero Lyon regresó al salón con la anfitriona, si bien por el camino le dijo que sólo podía quedarse un momento. Pasó ese momento —se prolongó un poco— de pie delante de la chimenea. Ella tampoco se sentó ni le pidió que lo hiciera; en su actitud se advertía el deseo de marcharse. Sí, su marido le había enseñado bien; con todo, Lyon soñó durante un segundo que, ahora que estaban solos, quizá ella cediera, se retractara, se disculpara, confiara en él y le dijera: «¡Mi querido y viejo amigo, olvide esta horrible comedia, entiéndame!».
       Y cómo la habría querido, la habría compadecido, protegido y ayudado para siempre. Si no estaba dispuesta a hacer algo así, ¿por qué lo había tratado como si fuera un amigo viejo y querido? ¿Por qué le había permitido durante meses que supusiera unas cuantas cosas… o casi? ¿Por qué había ido a su estudio día tras día para sentarse cerca de él con el pretexto del retrato de su hija, como si le gustara pensar en lo que podría haber sido? ¿Por qué, en definitiva, había llegado tan cerca de una confesión tácita si no estaba dispuesta a avanzar una pulgada más? Y no estaba dispuesta… No lo estaba. Se daba perfecta cuenta mientras la veía ahí, esperando. Se movía un poco por la habitación, colocando dos o tres objetos sobre las mesas, pero no hizo nada más.
       —¿Qué camino tomó cuando salieron? —preguntó de repente.
       —¿Ella? ¿La mujer que vimos?
       —Sí, la extraña amiga de su marido. Merece la pena seguir ese hilo —no deseaba asustarla; sólo quería darle el impulso necesario para que dijera: «¡Oh, no, no me haga pasar por esto, no le haga pasar a él! ¡No había nadie!».
       En vez de eso, la señora Capadose contestó:
       —Fue alejándose de nosotros, cruzó la calle. Nosotros nos dirigíamos hacia la estación.
       —¿Y pareció reconocer al coronel? ¿Miró atrás?
       —Sí, miró, pero no me fijé mucho. Pasó un coche y lo cogimos. Entonces fue cuando Clement me contó quién era: recuerdo que dijo que seguro que no andaba en nada bueno. Imagino que tendríamos que haber vuelto.
       —Sí, habrían salvado el cuadro.
       Ella no dijo nada durante un momento. Después sonrió.
       —Lo siento mucho por usted, pero debe recordar que yo poseo el original.
       Al oír estas palabras, Lyon dio media vuelta.
       —Bien, tengo que irme —dijo; y la dejó sin añadir otra palabra de despedida y salió de la casa. Mientras subía despacio por la calle, recordó la primera vez que la vio en Stayes, su forma de mirar a su marido desde el otro lado de la mesa. Lyon se detuvo en la esquina y recorrió la calle con una mirada vaga. No volvería nunca, no podría. Seguía enamorada del coronel… le había enseñado demasiado bien.



N. del T.:

[1] Desenlace.

[2] Ocuparse, acometer.

[3] Carta blanca.

[4] Campesina.

[5] Qué le vamos a hacer.

[6] Narrador de historias.

[7] Expertas.

[8] Matiz.

[9] Modelo.

[10] Desvergüenza.

[11] Cortina gruesa.

[12] Locuacidad, facundia.

[13] No se hable más.



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