John Cheever
(Quincy, Massachusetts, 1912 — Ossining, Nueva York, 1982)


Oh, ciudad de sueños rotos (1948)
(“O City of Broken Dreams”)
Originalmente publicado en The New Yorker (24 de enero de 1948, pág. 22);
The Enormous Radio, and Other Stories
(New York: Funk & Wagnalls, 1953, 237 pgs.)



      Cuando el tren de Chicago salió de Albany y empezó a traquetear valle fluvial abajo, camino de Nueva York, los Malloy, que ya habían vivido con anterioridad muchos momentos emocionantes, sintieron que se les aceleraba la respiración, como si no hubiese suficiente aire en el vagón. Enderezaron las espaldas y alzaron las cabezas, en busca de oxígeno, como la tripulación de un submarino condenado. La niña, Mildred-Rose, halló una envidiable manera de evitar la incomodidad. Se quedó dormida. Evarts Malloy quiso bajar las maletas del portaequipajes, pero Alice, su mujer, consultó la guía de ferrocarriles y le dijo que era demasiado pronto. Luego miró por la ventanilla y vio el noble río Hudson.
       —¿Por qué lo llaman el fin de América? —preguntó a su marido.
       —El Rin —corrigió Evarts—. El Rin, no el fin.
       —Ah.
       La víspera habían abandonado su hogar en Wentworth, Indiana, y a pesar de la excitación del viaje y la brillantez del punto de destino, ambos se preguntaban de vez en cuando si no habrían olvidado cerrar la llave del gas y apagar la fogata de la basura detrás del cobertizo. Al igual que esa gente que en ocasiones se ve en Times Square los sábados por la noche, se habían vestido con ropas reservadas ex profeso para aquel desplazamiento.
       El calzado ligero que Evarts llevaba tal vez no había salido nunca del fondo del armario desde el entierro de su padre o la boda de su hermano. Alice estrenaba guantes nuevos: se los habían regalado una Navidad, haría diez años. Él, por su parte, había guardado durante años en el cajón de arriba del escritorio el deslustrado pasador del cuello de la camisa, la aguja de la corbata con sus iniciales y su cadena dorada, los calcetines de fantasía, el pañuelo de seda artificial del bolsillo superior de la chaqueta y el falso clavel de la solapa, firmemente convencido de que la vida, algún día, lo alejaría de Wentworth.
       Alice Malloy tenía los cabellos recios y oscuros, y su rostro enjuto recordaba a veces a su marido —que la amaba más de lo que él creía— el portal de una casa de vecinos en un día de lluvia: un semblante largo, inexpresivo y apenas iluminado, un corredor por el que pasaban los suaves éxtasis y los infortunios de los pobres. Evarts Malloy era muy flaco. Había sido conductor de autobús y era algo cargado de espaldas. Su hija dormía con el pulgar en la boca. Tenía el pelo oscuro, y su carita sucia era alargada como la de su madre. Cuando una violenta sacudida del tren la despertó, se chupó ruidosamente el dedo gordo hasta sumirse de nuevo en su sopor. No había podido atesorar tantas galas como sus padres (tenía sólo cinco años), pero lucía un abrigo de piel blanco. Varias generaciones atrás se había perdido el sombrero y el manguito a juego; la piel del abrigo estaba reseca y desgarrada, pero ella la acariciaba en sueños, como si poseyera notables propiedades que la convencían de que todo iba bien, muy bien.
       El revisor que recorría el vagón marcando billetes desde Albany reparó en los Malloy: algo en el aspecto de aquellos tres le preocupó. Cuando volvió a pasar, se detuvo junto a su asiento y charló un rato con ellos, primero sobre Mildred-Rose y después sobre el viaje.
       —¿Primera vez que van a Nueva York? —preguntó.
       —Sí —respondió Evarts.
       —¿A visitar la ciudad?
       —Oh, no —dijo Alice—. En viaje de negocios.
       —¿A buscar trabajo? —quiso saber el revisor.
       —Oh, no —dijo Alice—. Cuéntaselo, Evarts.
       —Bueno, en realidad, no se trata de un trabajo —dijo Evarts—. Quiero decir que no busco trabajo. Verá, ya tengo un empleo.
       Su actitud era amistosa y sencilla, y contó la historia con entusiasmo, porque el revisor era el primer extraño interesado en conocerla.
       —Estuve en el ejército, ¿sabe?, y luego, cuando me licenciaron, volví a casa y empecé otra vez con el autobús. Soy chófer nocturno de autobuses. Pero ese trabajo no me gustaba. Comencé a sentir dolores de estómago, y conducir de noche me estropeaba la vista, así que en los ratos libres, por las tardes, empecé a escribir una comedia. Verá usted, en la Nacional 7, cerca de Wentworth, donde vivimos, hay una vieja llamada mamá Finelli, que tiene una gasolinera y un criadero de serpientes. Es un personaje con mucho jugo y gancho, así que me decidí a escribir una comedia sobre ella. Tiene muchísimos dichos con jugo y con gancho. Bueno, pues escribí el primer acto, y entonces Tracey Murchison, el director teatral, vino de Nueva York a dar una conferencia en el Club de Mujeres sobre los problemas del teatro. Bueno, pues Alice fue a la conferencia, y cuando él se estaba quejando, cuando Murchison se quejó de la falta de jóvenes dramaturgos, Alice levantó la mano y le dijo a Murchison que su marido era un joven dramaturgo y que a ver si él quería leer la obra de su marido. ¿No fue así, Alice?
       —Sí —asintió Alice.
       —Bueno, el hombre se hizo de rogar —prosiguió Evarts—. Murchison venga a poner pegas, pero Alice no lo dejaba en paz, con toda aquella gente escuchando, y cuando el hombre acabó su conferencia, ella fue derechita al estrado y le dio la obra; la llevaba en el bolso. Después lo acompañó al hotel y se sentó a su lado hasta que Murchison acabó de leer la pieza, o sea, el primer acto. El único escrito. Bueno, pues resulta que en la obra hay un papel que él quería que interpretase su mujer, Madge Beatty, y cuanto antes. Supongo que usted sabe quién es Madge Beatty. ¿Y sabe qué hizo él, entonces? ¡Se sentó, rellenó un cheque de treinta y cinco dólares y dijo que Alice y yo fuéramos a Nueva York! Así que sacamos todo el dinero de la caja de ahorros, zanjamos todos los asuntos pendientes y aquí estamos.
       —Bueno, me figuro que de ahí se puede sacar un montón de dinero —dijo el revisor. Luego les deseó buena suerte y se marchó.
       Evarts quiso bajar las maletas en Poughkeepsie y otra vez lo mismo en Harmon, pero Alice buscó ambas localidades en su guía y lo obligó a esperar. Ninguno de los dos había estado nunca en Nueva York, y conforme iban acercándose a la ciudad empezaron a mirar por las ventanillas con creciente avidez. Como Wentworth era un villorrio deprimente, incluso los tugurios de Manhattan les parecieron maravillosos aquella tarde. Cuando el tren se adentró en la oscuridad bajo Park Avenue, Alice se sintió cercada por la presencia de aquellos bloques gigantescos. Despertó a Mildred-Rose y ató el gorro de la chiquilla con dedos trémulos.
       Cuando se apearon del tren, Alice advirtió que el pavimento, al fondo de la estación, tenía un brillo escarchado, y se preguntó si habrían sembrado diamantes en el cemento. Prohibió a Evarts que preguntase direcciones.
       —Si se dan cuenta de que somos de pueblo, nos despluman —susurró.
       Deambularon por la sala de espera con suelo de mármol, atentos al ruido del tráfico y a las bocinas de coches como si fueran la esencia de la vida. Alice había estudiado previamente un mapa de Nueva York, y al salir de la estación ya sabía adonde ir. Recorrieron la calle Cincuenta y Dos hasta la Quinta Avenida. Las caras que veían al pasar les parecieron resueltas y abstraídas, como si pertenecieran a personas que regían los destinos de magnas industrias. Evarts nunca había visto tantas mujeres hermosas, tantos rostros agradables, jóvenes, prometedores de fácil conquista. Era una tarde de invierno, y la clara luz de la ciudad tenía un matiz violeta, exactamente como la luz de los campos que rodeaban Wentworth.
       Su destino, el hotel Mentone, estaba en una calle lateral, al oeste de la Sexta Avenida. Era un lugar sombrío, de aposentos malolientes y comida deplorable. El techo del vestíbulo tenía tantos estucos y dorados como las capillas del Vaticano. El alojamiento era popular entre los ancianos y atractivo para las personas de mala reputación, y los Malloy lo habían encontrado porque el Mentone se anunciaba en todas las carteleras de las estaciones ferroviarias del Oeste. Muchas almas cándidas se habían alojado allí; su humildad y su dulzura habían prevalecido sobre la evidente atmósfera de esplendor ruinoso y mezquino vicio, y habían depositado en todos los dormitorios ese humilde olor que evoca el de una tienda de piensos pueblerina en una tarde de invierno. Un botones los llevó a su habitación. En cuanto éste se retiró, Alice inspeccionó el baño y abrió las cortinas. La ventana daba a una pared de ladrillo, pero al levantarla oyó el rumor del tráfico, que sonaba, al igual que en la estación, como la titánica e irresistible voz de la vida misma.

       Esa tarde, los Malloy hallaron el camino hasta el restaurante Automat de Broadway. Gritaron de alegría ante los mágicos grifos de café y las puertas de cristal que se abrían solas.
       —Mañana comeré alubias blancas —exclamó Alice—, y pasado mañana pastel de pollo, y al día siguiente croquetas de pescado.
       Después de cenar salieron a la calle. Mildred-Rose caminaba entre sus padres, cogida de sus manos callosas. Estaba oscureciendo, y las luces de Broadway respondieron a sus sencillas plegarias. Arriba, en el aire, había enormes imágenes, brillantemente iluminadas, de sangrientos héroes, criminales amantes, monstruos y bandidos armados. Un revoltijo de luz deletreaba títulos de películas y marcas de refrescos, restaurantes y cigarrillos, y a lo lejos se divisaba el resplandor del crepúsculo invernal más allá del Hudson. Al este, los altos edificios iluminados parecían arder, como si hubiese caído fuego sobre sus sombrías siluetas. El aire rezumaba música, y la luz brillaba más que la del día. Vagaron entre el gentío durante horas.
       El paseo cansó a Mildred-Rose, que empezó a lloriquear; al cabo, sus padres la llevaron de vuelta al hotel. Alice estaba ya desnudándose cuando alguien llamó suavemente a la puerta.
       —Adelante —dijo Evarts.
       Un botones apareció en la entrada. Tenía cuerpo de muchacho, pero su rostro era triste y arrugado.
       —Sólo quería ver si estaban a gusto —dijo—. Quería preguntarles si les apetecía una gaseosa o un poco de agua helada.
       —Oh, no, gracias, muy amable —respondió Alice—. De todas formas, se lo agradecemos.
       —¿Es la primera vez que vienen a Nueva York? —preguntó el botones. Cerró la puerta tras él y se sentó en el brazo de una silla.
       —Sí —asintió Evarts—. Salimos ayer de Wentworth, Indiana, en el tren de las nueve y cuarto, vía South Bend. De ahí a Chicago. Comimos allí.
       —Yo tomé pastel de pollo —dijo Alice—. Estaba delicioso.
       Le metió a Mildred-Rose el camisón por la cabeza.
       —Y por fin, Nueva York —dijo Evarts.
       —¿Qué les trae por aquí? —preguntó el botones—. ¿Aniversario?
       Cogió un cigarrillo de un paquete que había sobre la mesa y se dejó caer en la silla.
       —Oh, no —dijo Evarts—. Nos ha tocado el gordo.
       —Las vacas gordas —añadió Alice.
       —¿Un concurso? —preguntó el botones—. ¿Algo parecido?
       —Oh, no —dijo Evarts.
       —Díselo, Evarts —lo apremió Alice.
       —Sí —dijo el botones—. Dígamelo, Evarts.
       —Bueno, verá, la cosa empezó así.
       Se sentó en la cama y encendió un cigarrillo.
       —Yo estaba en el ejército, ¿sabe?, y cuando me licenciaron volví a Wentworth...
       Repitió al botones la historia que había contado al revisor.
       —¡Oh, qué suerte la suya, ustedes sí que son gente con suerte! —exclamó el botones cuando Evarts concluyó el relato—. ¡Tracey Murchison! ¡Madge Beatty! Tienen suerte, mucha suerte. Miró la habitación pobremente amueblada. Alice estaba instalando a la niña en el sofá donde iba a dormir. Sentado en el borde de la cama, Evarts columpiaba las piernas.
       —Lo que usted necesita es un buen agente —sentenció el botones. Escribió un nombre y unas señas en un pedazo de papel y se lo tendió a Evarts—. La agencia Hauser es la mayor del mundo —dijo—, y Charlie Leavitt es el mejor hombre que tienen. Cuéntele a Charlie sus problemas, con toda libertad, y si él le pregunta quién lo envía, dígale que lo manda Bitsey. —Se dirigió hacia la puerta—. Buenas noches. Ustedes son gente con suerte. Buenas noches. Dulces sueños. Felices sueños.
       Los Malloy eran los diligentes vástagos de una estirpe trabajadora, y a las seis y media de la mañana estaban ya en pie. Se lavaron la cara y las orejas y se cepillaron los dientes. A las siete en punto salieron rumbo al Automat. Evarts no había dormido. El ruido del tráfico se lo había impedido, y se pasó toda la noche pegado a la ventana. Sentía la boca arrasada de tanto fumar, y la falta de sueño lo ponía nervioso. Les sorprendió ver que la ciudad dormitaba todavía; ese hecho les chocó. Desayunaron y volvieron al hotel. Evarts llamó a la oficina de Tracey Murchison, pero nadie contestó. Telefoneó varias veces. A las diez en punto, una muchacha respondió al teléfono.
       —El señor Murchison lo recibirá a las tres —le dijo, y colgó.
       Como no había nada que hacer, salvo esperar, Evarts llevó a su mujer y a su hija a recorrer la Quinta Avenida. Miraron los escaparates. A las once en punto abría sus puertas el Radio City Music Hall, y allá se fueron.
       Fue una buena idea. Antes de adquirir las entradas merodearon por salones y lavabos una hora entera. Durante la función, un gigantesco samovar ascendió del foso de la orquesta y sacó al escenario a cincuenta cosacos que cantaban Ojos negros, mientras Alice y la niña gritaban de alegría. La grandiosidad del espectáculo parecía esconder una simple y familiar comprensión, como si el soplo que descorría los metros y metros de doradas cortinas soplase directamente desde Indiana. La función dejó un sabor muy grato a Alice y a Mildred-Rose y, de regreso al hotel, Evarts tuvo que guiarlas por la acera para que no tropezaran con las bocas de riego. Llegaron al Mentone a las tres menos cuarto. Evarts despidió con un beso a su mujer y a su hija y se marchó a ver a Murchison.
       Se perdió. Tuvo miedo de llegar tarde y echó a correr. Preguntó la dirección a una pareja de policías y por fin llegó al edificio de oficinas.
       La puerta principal del despacho era sórdida —deliberadamente sórdida, confiaba Evarts—, pero no ignominiosa, pues había muchas mujeres y hombres atractivos aguardando para ver al señor Murchison. Ninguno de ellos estaba sentado, y conversaban como si les complaciera el retraso que los retenía allí. La recepcionista guió a Evarts hasta otro despacho igualmente repleto, pero en él reinaba la inquietud y la prisa, como si el lugar sufriera un asedio. Allí estaba Murchison, que lo recibió dinámicamente.
       —Aquí mismo tengo sus contratos —dijo. Tendió a Evarts una pluma y le acercó un montón de hojas. —Ahora quiero que vaya corriendo a ver a Madge —añadió tan pronto como Evarts hubo firmado los contratos. Lo miró, le arrancó de la solapa el clavel artificial y lo tiró a la papelera—. Vamos, vamos, de prisa. Lo espera en el 400 de Park Avenue. Se muere de ganas de conocerle. Le está esperando. Le veré esta noche; creo que Madge ha preparado algo... Vamos, dése prisa.
       Evarts se precipitó al vestíbulo y llamó impacientemente al ascensor. En cuanto salió del edificio se perdió de nuevo y erró por el barrio de las peleterías. Un policía lo encaminó directamente al hotel Mentone. Alice y Mildred-Rose lo esperaban en el recibidor, y él les contó lo que había ocurrido.
       —Ahora tengo que ir a ver a Madge —dijo—. ¡Tengo que darme mucha prisa!
       Bitsey, el botones, captó la conversación. Dejó caer unas bolsas que llevaba y se acercó a ellos. Explicó a Evarts el camino para ir a Park Avenue. Éste volvió a besar a su mujer y a su hija. Ellas le dijeron adiós con la mano mientras salía por la puerta.
       Evarts había visto tantas películas de Park Avenue que observó su amplitud y su frialdad con cierta sensación de familiaridad. Subió en ascensor al apartamento de Murchison y una sirvienta lo condujo hasta una bonita sala de estar. Dentro ardía un fuego, y había flores sobre la chimenea. Evarts se puso en pie de un salto cuando entró Madge Beatty. Era una mujer frágil, animada, rubia, y su voz ronca y experta lo hizo sentirse desnudo.
       —He leído su obra, Evarts —dijo—, y me encanta, me encanta, me encanta.
       Se movía alegremente por la habitación, hablándole ya directamente, ya por encima del hombro. No era tan joven como parecía a primera vista, y a la luz de las ventanas daba casi una impresión de marchitez.
       —Espero que infle mi papel cuando escriba el segundo acto —dijo—. Debe aumentarlo, aumentarlo y aumentarlo.
       —Haré todo lo que usted quiera, señorita Beatty —aseguró Evarts.
       Ella se sentó y cruzó sus hermosas manos. Sus pies eran muy grandes, advirtió Evarts. Sus espinillas eran muy flacas, y eso hacía que sus pies pareciesen de mayor tamaño.
       —Nos entusiasma su obra, Evarts —dijo—. La amamos, la queremos, la necesitamos. ¿Sabe hasta qué punto la necesitamos? Tenemos deudas, Evarts, tenemos deudas terribles. —Descansó una mano sobre el pecho y habló en un susurro—: Debemos un millón novecientos sesenta y cinco mil dólares. —Dejó que la preciosa luz inundase de nuevo su voz—. Pero ahora le estoy impidiendo que escriba su magnífica obra. Lo estoy apartando del trabajo, y quiero que vuelva y escriba, escriba y escriba, y quiero que usted y su mujer vengan aquí a cualquier hora después de las nueve esta noche y conozcan a algunos de nuestros amigos más queridos.
       Evarts preguntó al portero cómo se volvía al hotel Mentone, pero comprendió mal las indicaciones que le dieron, y se perdió de nuevo. Dio vueltas por el East Side hasta que encontró a un policía que le señaló el camino de vuelta. Era tan tarde cuando llegó que Mildred-Rose lloraba de hambre. Los tres se lavaron, fueron al Automat y pasearon Broadway arriba y Broadway abajo hasta cerca de las nueve. Luego regresaron al hotel. Alice se puso su traje de noche y ambos besaron a la niña dándole las buenas noches. En el vestíbulo se encontraron con Bitsey y le dijeron adonde iban. Él les prometió cuidar de Mildred-Rose.

       El trayecto hasta la casa de los Murchison fue más largo de lo que Evarts recordaba. El chal de Alice era muy fino. Estaba lívida de frío cuando llegaron al edificio de apartamentos. Al salir del ascensor, oyeron de lejos a alguien que tocaba el piano y a una mujer que cantaba «A kiss is but a kiss, a sigh is but a sigh...» Una sirvienta recogió sus abrigos y el señor Murchison los saludó desde otra puerta. Alice se azoró y arregló la peonía de tela que colgaba por la parte delantera de su traje; luego ambos entraron.
       La habitación estaba llena de gente, las luces eran tenues y la mujer que cantaba estaba acabando la canción. En el aire flotaba un fuerte olor a pieles de animales y un perfume astringente. Murchison les presentó a una pareja que estaba cerca de la puerta y los dejó solos. La pareja volvió la espalda a los Malloy. Evarts era tímido y callado, pero Alice, nerviosa, empezó a hacer conjeturas sobre la identidad de la gente que rodeaba el piano. Estaba segura de que todos eran estrellas de cine, y tenía razón.
       La cantante terminó la canción, se levantó del piano y se alejó. Hubo breves aplausos y después un curioso silencio. El señor Murchison pidió a otra mujer que cantara.
       —No voy a hacerlo después de ella —dijo.
       La situación, fuese la que fuese, cortó la conversación. Murchison pidió a varias personas que actuaran para la concurrencia, pero todas se negaron.
       —Quizá la señora Malloy quiera cantar para nosotros —dijo amargamente.
       —De acuerdo —accedió Alice.
       Se colocó en el centro de la estancia. Adoptó la postura adecuada y, cruzando las manos de forma que mantuviesen alto el pecho, empezó a cantar.
       La madre de Alice le había enseñado a cantar siempre que un anfitrión se lo pidiese, y ella jamás había violado ninguna enseñanza materna. De niña había recibido lecciones de canto de la señora Bachman, una anciana viuda que vivía en Wentworth. Había cantado en las reuniones de la escuela primaria y luego en las del instituto. En las fiestas de familia, al final de la tarde, siempre llegaba el momento en que le pedían que cantase; entonces se levantaba de su sitio, en el duro sillón junto a la estufa, o salía de la cocina, donde había estado fregando, a cantar las canciones que la viuda Bachman le había enseñado.
       Aquella noche, la invitación fue tan inesperada que Evarts no tuvo la menor oportunidad de detener a su esposa. Había captado la amargura en la voz de Murchison, y en ese momento la hubiese detenido, pero tan pronto como Alice empezó a cantar, aquello dejó de preocuparle. Tenía una voz bien modulada, su figura era austera, conmovedora, y cantaba para aquel auditorio obedeciendo a su natural cortés. Cuando hubo superado su propio desconcierto, Evarts advirtió el respeto y la atención que los huéspedes de Murchison prestaban a la música. Muchos de ellos venían de lugares como Wentworth; eran gente de buen corazón, y la canción sencilla que entonaba la intrépida garganta de Alice les recordaba sus comienzos. Nadie susurraba ni sonreía. Muchos habían bajado la cabeza, y Evarts vio a una mujer que se llevaba a los ojos un pañuelo. Alice ha triunfado, pensó, y seguidamente identificó la canción: Annie Laurie.
       Años atrás, cuando la señora Bachman se la había enseñado, le enseñó también a concluirla con un toque profesional que le granjeó muchos aplausos cuando niña, muchacha y alumna de instituto, pero que, en la mal ventilada sala de estar de Wentworth, con su inexorable olor a pobreza y a cocina, ya había empezado a aburrir y a fastidiar incluso a su familia. En la última frase, al clamar aquello de «Lay me doun and dee», le había enseñado a caer al suelo hecha un ovillo.
       Ahora, con los años, se dejaba caer con menos precipitación que antaño, pero seguía haciéndolo, y Evarts se dio cuenta, al mirar su rostro sereno, de que su esposa planeaba consumar el golpe de efecto. Pensó en ir hacia ella, en abrazarla y musitarle al oído que el hotel estaba ardiendo o que Mildred-Rose se había puesto enferma. En lugar de eso, le volvió la espalda.
       Alice aspiró rápidamente y atacó el último verso. Evarts había empezado a sudar tan copiosamente que la sal del sudor le entró en los ojos. «I’ll lay me doun and dee», la oyó cantar; oyó el pesado impacto de su cuerpo contra el suelo; oyó las irremediables carcajadas, las toses por causa del tabaco y los juramentos de una mujer que reía tan fuerte que se le rompió su collar de perlas. Los invitados de Murchison parecían embrujados. Lloraban, se estremecían, se inclinaban, se daban palmadas en la espalda unos a otros, y caminaban en círculos, como dementes. Cuando Evarts osó mirar la escena, Alice estaba sentada en el suelo. La ayudó a incorporarse.
       —Vamos —dijo—. Vamos, cariño.
       La rodeó con el brazo y la llevó al vestíbulo.
       —¿No les ha gustado mi canción? —preguntó. Y se echó a llorar.
       —No tiene importancia, mi amor—dijo Evarts—. Ninguna importancia.
       Cogieron sus abrigos y en la fría noche regresaron al hotel.
       Bitsey los esperaba en el pasillo, delante de la habitación. Quiso enterarse de todo lo relativo a la fiesta. Evarts mandó a Alice adentro y habló a solas con el botones. No tenía ganas de hablar de la fiesta.
       —No creo que tenga nada más que ver con los Murchison —decidió—. Voy a buscar otro director.
       —Así me gusta —dijo Bitsey—. Eso es hablar. Pero primero quiero que vaya a la agencia Hauser y hable con Charlie Leavitt.
       —Muy bien —dijo Evarts—. Muy bien. Iré a ver a Charlie Leavitt.
       Alice lloró aquella noche hasta quedarse dormida. Tampoco esta vez Evarts concilio el sueño. Se sentó en una silla junto a la ventana. Se adormeció poco antes del alba, pero no por mucho tiempo. A las siete en punto llevó a su familia al Automat.
       Bitsey subió a la habitación de los Malloy después del desayuno. Estaba muy excitado. Un periodista de uno de los periódicos de cuatro centavos informaba de la llegada de Evarts a Nueva York. En el mismo párrafo se mencionaba a un miembro del gabinete y a un rey balcánico. Luego empezó a sonar el teléfono. En primer lugar, llamó un hombre que quería vender a Evarts un abrigo de visón de segunda mano. Luego telefoneó un abogado, un tintorero, una modista, una guardería, varias agencias y un hombre que dijo que podía conseguirles un buen apartamento. Evarts dijo que no a todos los importunos, pero tuvo que discutir todas las veces antes de colgar. Bitsey le había concertado una cita al mediodía con Charlie Leavitt, y al llegar la hora, besó a Alice y a la niña y salió a la calle.
       La agencia Hauser tenía su sede en uno de los edificios del Radio City. En esta ocasión, los asuntos de Evarts le permitieron cruzar las formidables puertas de aquellos inmuebles con tanto derecho —se dijo— como cualquier otro. La agencia estaba en el piso veintiséis. No pulsó el botón hasta que el ascensor ya estaba subiendo.
       —Demasiado tarde —le dijo el ascensorista—. Tiene que decirme el número de su planta al entrar.
       Evarts sabía que su condición de pueblerino había quedado en evidencia ante todas las personas que había en el ascensor, y se ruborizó. Subió al piso sesenta y luego descendió al veintiséis. Cuando salía, el ascensorista le dedicó una sonrisa burlona.
       Había dos puertas de bronce, ensambladas por una águila partida en dos, al fondo de un largo pasillo. Evarts empujó las alas del ave imperial y entró en un elegante vestíbulo de mansión feudal. El artesonado estaba carcomido y blancuzco. A cierta distancia, detrás de una ventanilla de cristal, vio a una mujer con auriculares. Se acercó a ella, le dijo lo que quería y ella le rogó que se sentara. Evarts se sentó en un sillón de cuero y encendió un cigarrillo. La suntuosidad del vestíbulo le causó una gran impresión. Luego notó que el sillón estaba cubierto de polvo. Y también la mesa, las revistas que descansaban sobre ella, la lámpara, la reproducción en bronce de El beso de Rodin: todo era polvoriento en la amplia habitación. Advirtió al mismo tiempo el peculiar silencio del vestíbulo. No se oía ni uno solo de los ruidos habituales en una oficina. En medio de aquella calma, desde el distante suelo, abajo, ascendió la música de un disco que sonaba en la pista de hielo, donde un carillón anunciaba: «¡Alégrese el mundo! ¡Ha llegado el Señor!» Las revistas de la mesa que había tras el sillón eran de hacía cinco años.
       Al rato, la recepcionista le señaló una doble puerta situada al final del vestíbulo y Evarts se encaminó hacia allí tímidamente. Al otro lado de la puerta, el despacho era menos espacioso que la estancia que acababa de dejar, pero más sombrío y suntuoso, más imponente, y a lo lejos seguía oyéndose la música de la pista de hielo. Un hombre estaba sentado ante un escritorio antiguo. Se puso en pie en cuanto vio a Evarts.
       —¡Bien venido, Evarts, bien venido a la agencia Hauser! —clamó—. He oído que tiene usted una obra estupenda, y Bitsey me ha dicho que ha terminado con Tracey Murchison. No he leído su obra, por supuesto, pero si Tracey la quiere, yo también la quiero, y por tanto, también la quiere Sam Farley. He encontrado un director, una estrella y un teatro para usted, y creo que tengo concertado un trato previo a la puesta en escena. Cien mil dólares sobre un tope de cuatrocientos mil. Siéntese, siéntese.
       Daba la impresión de que el señor Leavitt estaba comiendo algo o tenía algún problema con los dientes, pues al acabar cada frase movía los labios ruidosa y pensativamente. Quizá había estado comiendo, porque tenía migas en torno a la boca. O tal vez tenía un problema con los dientes, ya que el ruido de sus labios persistió a lo largo de toda la entrevista. Leavitt llevaba encima gran cantidad de oro: varios anillos, un nomeolvides dorado, un reloj del mismo metal y una pesada pitillera de oro con brillantes engastados. La pitillera estaba vacía, y Evarts la abasteció de cigarrillos mientras conversaban.
       —Ahora quiero que vuelva a su hotel, Evarts —dijo Leavitt en voz muy alta—, y que se lo tome con calma. Charlie Leavitt se ocupa de su propiedad intelectual. Quiero que me prometa que no se preocupará por nada. Ahora bien, tengo entendido que ha firmado un contrato con Murchison. Voy a declarar ese contrato nulo e inválido, y mi abogado lo declarará nulo e inválido, y si Murchison lo impugna, lo llevaremos a juicio y haremos que el juez declare que el contrato es nulo e inválido. Antes de seguir adelante, sin embargo —suavizó la voz—, quiero que me firme estos papeles que me confieren autoridad para representarlo.
       Le tendió unos papeles y una pluma estilográfica de oro.
       —Fírmelos —dijo, tristemente—y ganará cuatrocientos mil dólares. ¡Ustedes, los autores! —exclamó—. ¡Gente afortunada!
       En cuanto Evarts hubo firmado, cambió la actitud de Leavitt, que empezó a gritar de nuevo.
       —El director que le he escogido es Sam Farley. La actriz es Susan Hewitt. Sam es el hermano de Tom Farley. Está casado con Clarissa Douglas y es tío de George Howland. Pat Levy es su cuñada y Mitch Kababian y Howie Brown están emparentados con él por parte de madre. Ella se llama Lottie Mayes. Son una familia muy unida. Forman un estupendo equipo. Cuando su obra se represente en Wilmington, Sam Farley, Tom Farley, Clarissa Douglas, George Howland, Pat Levy, Mitch Kababian y Howie Brown estarán allí mismo, en aquel hotel, escribiendo el tercer acto. Cuando se represente en Baltimore, Sam Farley, Tom Farley, Clarissa Douglas, George Howland, Pat Levy, Mitch Kababian y Howie Brown lo acompañarán a la ciudad. Y cuando se estrene en Broadway con una producción de gran categoría, ¿quién estará en la primera fila, animando a Evarts? —Había forzado la voz, y concluyó con un ronco susurro—: Sam Farley, Tom Farley, George Howland, Clarissa Douglas, Pat Levy, Mitch Kababian y Howie Brown.
       «Ahora quiero que regrese a su hotel y que se divierta —gritó, después de haberse aclarado la garganta—. Lo llamaré mañana y le diré cuándo pueden verlo Sam Farley y Susan Hewitt, y voy a telefonear a Hollywood y le voy a decir a Max Rayburn que le cedo los derechos por cien mil dólares sobre un máximo de cuatrocientos mil, ni un centavo menos.
       Dio unas palmaditas en la espalda a Evarts y lo condujo amablemente hasta la puerta.
       —Diviértase, Evarts —dijo.
       Cuando cruzaba el vestíbulo, vio que la recepcionista estaba comiendo un bocadillo. Ella lo llamó.
       —¿Quiere participar en un sorteo donde rifan un Buick descapotable nuevo? —murmuró—. Diez centavos el boleto.
       —Oh, no, gracias.
       —¿Huevos frescos? —preguntó—. Los traigo de Jersey todas las mañanas.
       —No, gracias —dijo Evarts.

       Volvió corriendo, entre la multitud, al hotel Mentone, donde Alice, Mildred-Rose y Bitsey lo estaban esperando. Les contó su entrevista con Leavitt.
       —Cuando tenga esos cuatrocientos —dijo—, mandaré algún dinero a mamá Finelli.
       Entonces Alice le recordó a muchas personas de Wentworth que necesitaban dinero. Para festejarlo, aquella noche fueron a cenar espaguetis en lugar de ir al Automat. Después se dirigieron al Radio City Music Hall. Tampoco pudo Evarts conciliar el sueño esa noche.
       En Wentworth, Alice estaba considerada como el miembro más práctico de la familia. Abundaban las bromas al respecto. Alice calculaba el presupuesto y gobernaba la economía doméstica, y a menudo se decía que Evarts hubiera perdido la cabeza de no ser por ella. Este rasgo pragmático de su carácter le impulsó a recordar a su marido al día siguiente que no había trabajado en su obra. Ella tomó la iniciativa.
       —No tienes más que sentarte en la habitación y escribir la obra —dijo—, y Mildred-Rose y yo recorreremos de arriba abajo la Quinta Avenida para que puedas estar solo.
       Evarts intentó trabajar, pero el teléfono empezó a sonar de nuevo y a cortos intervalos le interrumpieron un vendedor de joyas, abogados del mundillo teatral y diversos servicios de lavandería. A eso de las once contestó al teléfono y oyó una voz familiar y colérica: era Murchison.
       —Lo traje de Wentworth y le convertí en lo que usted es hoy —gritó—. Ahora me dicen que ha violado mi contrato y me ha traicionado con Sam Farley. Voy a arruinarlo, a hundirlo en la miseria, a demandarlo, voy a...
       Evarts colgó y, cuando el teléfono volvió a sonar minutos después, no contestó a la llamada. Dejó una nota para Alice, se puso el sombrero y subió por la Quinta Avenida hasta las oficinas de la agencia Hauser.
       Cuando aquella mañana empujó el águila hendida de la puerta doble y entró en el señorial vestíbulo, encontró allí a Leavitt, en mangas de camisa, limpiando la alfombra.
       —Oh, buenos días —dijo Leavitt—. Terapia ocupacional.
       Guardó la escoba y el recogedor detrás de una cortina de terciopelo.
       —Pase, pase —dijo, enfundándose la chaqueta y guiando a Evarts hacia el despacho interior—. Esta tarde va a conocer a Sam Farley y a Susan Hewitt. Usted es uno de los hombres más afortunados de Nueva York. Muchos no han visto nunca a Sam. Ni siquiera una vez en su vida. No han gozado de su ingenio ni han sentido la fuerza de su personalidad única. Y en cuanto a Susan Hewitt... —Enmudeció durante un momento y luego dijo que la cita era a las tres—. Se reunirá con ellos en la bonita casa de Sam Farley —dijo, y le dio la dirección.
       Evarts intentó contarle la conversación telefónica con Murchison, pero Leavitt lo interrumpió.
       —Le he pedido una cosa —gritó—. Que no se preocupara. ¿Pido demasiado? Le pido que hable con Sam Farley y que eche un vistazo a Susan Hewitt y piense si es la adecuada para el papel. ¿Pido demasiado? Ahora, diviértase. Compre un periódico. Vaya al zoo. Vaya a ver a Sam a las tres en punto.
       Le dio una palmada en la espalda y lo empujó hacia la puerta.
       Evarts almorzó en el hotel con Alice y Mildred-Rose. Le dolía la cabeza. Después de comer, subieron y bajaron por la Quinta Avenida, y al acercarse las tres, Alice y Mildred-Rose lo acompañaron hasta la casa de Sam Farley. Era un edificio impresionante, con fachada de piedra tosca, como una prisión española. Evarts dio un beso de despedida a su mujer y a su hija y tocó el timbre. Un mayordomo abrió la puerta (Evarts supo que era un mayordomo porque llevaba pantalones de rayas). El mayordomo lo condujo a un salón de arriba.
       —Vengo a ver al señor Farley —anunció Evarts.
       —Lo sé—dijo el mayordomo—. Usted es Evarts Malloy. Tiene una cita con él. Pero no vendrá. Está jugando una partida de dados en el Acme Garage de la calle Ciento Sesenta y Cuatro, y no volverá hasta mañana. De todas formas, vendrá Susan Hewitt. Usted tenía que verla. ¡Oh, si usted supiera lo que ocurre aquí! —Bajó la voz hasta convertirla en un susurro y acercó su cara a la de Evarts—. ¡Si estas paredes hablaran! No ha habido calefacción en esta casa desde que regresamos de Hollywood, y él no me ha pagado desde el 21 de junio. No me importaría mucho si no fuera porque el hijo de perra nunca ha aprendido a vaciar el agua de la bañera. Se da un baño y deja el agua sucia dentro de la bañera. Para que se estanque. Por si fuera poco, ayer me corté en un dedo mientras fregaba los platos.
       Una venda sucia cubría el dedo índice del mayordomo, el hombre empezó a desenrollar a toda prisa, capa tras capa, la ensangrentada gasa.
       —Mire —dijo, acercando la herida a la cara de Evarts—. Un corte hasta el hueso. Ayer se veía el hueso. Sangre. Sangre por todas partes. Me llevó media hora limpiarla. No se me ha infectado de milagro. —Sacudió la cabeza recordando el milagro—. Cuando venga la gatita, le diré que está usted aquí.
       Salió de la habitación arrastrando tras de sí toda la longitud de la venda ensangrentada.
       A Evarts le ardían los ojos de fatiga. Estaba tan cansado que si hubiera posado la cabeza en algún sitio, se habría quedado dormido. Oyó el timbre de la puerta y el mayordomo recibió a Susan Hewitt. Ella subió corriendo la escalera y entró en el salón.
       Era joven, y había entrado en el salón como si fuera su casa y acabara de volver de la escuela. Era menuda, de facciones delicadas y pequeñitas; sus cabellos rubios, peinados con sencillez y que ya empezaban a oscurecer naturalmente, tenían una suave tonalidad castaña, como las vetas en la madera de pino.
       —Estoy tan contenta de conocerlo, Evarts—dijo—. Quería decirle que me encanta su obra.
       Evarts ignoraba cómo era posible que ella la hubiera leído, pero su belleza lo había dejado tan confuso que no se atrevía a preguntárselo, ni siquiera se atrevía a hablar. Tenía la boca seca. Podía deberse al ritmo acelerado de los últimos días, o quizá se debiese a la falta de sueño —no lo sabía—, pero se sintió como si se hubiera enamorado.
       —Usted me recuerda a una chica que conocí —dijo—. Trabajaba en una furgoneta que vendía bocadillos en las afueras de South Bend. ¿Nunca ha trabajado en un puesto de bocadillos en las afueras de South Bend?
       —No —respondió ella.
       —Y no sólo eso —prosiguió él—. Usted me recuerda todo aquello. Me refiero a los viajes nocturnos. Yo trabajaba de conductor nocturno de autobús. Usted me recuerda todo eso. O sea, las estrellas, y los pasos a nivel, y el ganado en fila a lo largo de las cercas. Y las chicas de las cafeterías. Siempre parecían tan bonitas. Pero usted nunca ha trabajado en una cafetería...
       —No —repitió ella.
       —Puede actuar en mi obra —dijo Evarts—. Quiero decir que es apropiada para el papel. Sam Farley puede dirigirla. Puede hacer lo que quiera.
       —Gracias, Evarts —dijo ella.
       —¿Puede hacerme un favor?
       —¿Qué?
       —Oh, ya sé que es estúpido —dijo. Se levantó y comenzó a dar vueltas por la habitación—. Pero aquí no hay nadie. Nadie lo sabrá. Detesto tener que pedírselo.
       —¿Qué quiere?
       —¿Me permite cogerla en brazos? —pidió—. Nada más que levantarla. Quiero comprobar lo poco que pesa usted.
       —De acuerdo —accedió ella—. ¿Quiere que me quite el abrigo?
       —Sí, sí, sí —dijo él—. Quíteselo.
       Susan se puso de pie. Arrojó el abrigo sobre el sofá.
       —¿Puedo hacerlo ya? —preguntó él.
       —Sí.
       Evarts pasó ambas manos bajo los brazos de ella. La levantó del suelo y luego la depositó en tierra suavemente.
       —¡Oh, es usted tan ligera! —exclamó—. Tan ligera, tan frágil. No pesa usted mucho más que una maleta. Vaya, podría transportarla, llevarla a cualquier sitio, llevarla a cuestas de una punta a otra de Nueva York.
       Cogió su sombrero y su abrigo y salió precipitadamente de la casa.
       Se sentía desconcertado y exhausto cuando volvió al hotel. Bitsey estaba en la habitación con Alice y Mildred-Rose. No paró de hacer preguntas acerca de mamá Finelli. Quería saber dónde vivía y cuál era su número de teléfono. Evarts perdió la paciencia y le dijo al botones que se fuera. Se tumbó en la cama y se quedó dormido mientras Alice y Mildred-Rose le hacían preguntas. Al despertar, una hora después, se sentía mucho mejor. Fueron al Automat y luego al Radio City, y se acostaron temprano para que Evarts pudiese trabajar en su obra al día siguiente. Esa noche tampoco pudo dormir.
       Después de desayunar, Alice y Mildred-Rose lo dejaron solo en la habitación. Intentó trabajar. No pudo, pero ese día no lo molestaría el teléfono. La dificultad que bloqueaba su trabajo era grande, y mientras fumaba y miraba fijamente la pared de ladrillo, la descubrió: estaba enamorado de Susan Hewitt. Eso podría haber sido un incentivo para su tarea, pero se había dejado la fuerza creadora en Indiana. Cerró los ojos y trató de recordar la voz fuerte y disoluta de mamá Finelli, pero antes de que lograse captar una palabra, ésta se había perdido ya en el ruido procedente de la calle.
       De haber habido algo capaz de liberar el flujo del recuerdo: el silbido de un tren, un instante de silencio, los olores de un granero, tal vez se habría sentido inspirado. Evarts dio vueltas por la habitación, fumó, olfateó las cortinas negras de hollín de la ventana, se taponó los oídos con papel higiénico; pero no hubo manera de evocar a Indiana en el Mentone. Estuvo sentado al escritorio todo el día. No almorzó. Cuando su mujer y su hija regresaron del Radio City Music Hall, donde habían pasado la tarde, les dijo que iba a dar un paseo. Oh —pensó al salir del hotel—, ¡si por lo menos pudiera oír el graznido de un cuervo!
       Subió por la Quinta Avenida con la cabeza erguida, tratando de captar en la confusión de ruidos una voz que lo guiase. Caminó rápidamente hasta llegar al Radio City, y pudo oír, a lo lejos, la música de la pista de patinaje. Algo lo detuvo. Encendió un cigarrillo. Luego oyó que alguien lo llamaba.
       —Observa el altivo alce, Evarts —gritó una mujer.
       Era la ronca y disoluta voz de mamá Finelli, y Evarts pensó que el deseo había hecho que se volviera loco, hasta que se giró y la vio sentada en uno de los bancos, junto a una fuente seca.
       —Observa el altivo alce, Evarts —repitió ella, y se puso las manos, separadas como cuernos, encima dé la cabeza. En Wentworth solía recibir así a todo el mundo.
       —Observe el altivo alce, mamá Finelli —gritó Evarts. Corrió a su lado y se sentó—. Oh, mamá Finelli, me alegra tanto verla —dijo—. No se lo creerá, pero he estado pensando en usted todo el santo día. He estado deseando poder hablar con usted. —Se volvió para beberse, literalmente, los rasgos astutos y la barbilla vellosa de la mujer—. ¿Cómo es que ha venido usted a Nueva York, mamá Finelli?
       —He venido en una máquina voladora —gritó ella—. He llegado hoy en una máquina voladora. Toma un bocadillo.
       Estaba comiendo bocadillos que sacaba de una bolsa de papel.
       —No, gracias —dijo él—. ¿Qué le parece Nueva York? ¿Qué opina de ese edificio tan alto?
       —Bueno, no sé —respondió, pero él advirtió que sí sabía, y vio que ella adoptaba la expresión precisa para formular su réplica—. Supongo que es el único, porque como hubiera dos, ¡se habrían fecundado y habrían parido!
       Se mondaba de risa, golpeándose los muslos.
       —¿Qué está haciendo en Nueva York, mamá Finelli? ¿A qué ha venido?
       —Bueno, un hombre, un tal Tracey Murchison, me puso una conferencia telefónica y me dijo que viniera a Nueva York para demandarte por difamación. Dijo que habías escrito una obra sobre mí y que podía demandarte por difamación y ganar un montón de dinero y repartírmelo con él equitativamente, y que ya no tendría que trabajar en la gasolinera. Así que me envió un giro para el billete de la máquina voladora y me vine y hablé con él, y voy a demandarte por difamación y a repartirme el dinero con él, sesenta para mí y cuarenta para él. Eso es lo que voy a hacer.
       Esa misma noche, los Malloy volvieron a la marmórea sala de espera de la estación Grand Central, y Evarts se puso a buscar un tren para Chicago. Encontró uno, compró los billetes y los tres subieron a un vagón. Era una noche lluviosa, y el oscuro, húmedo pavimento, al fondo de la estación, no relucía, pero Alice seguía pensando que lo habían sembrado de diamantes, y contaría la historia de ese modo. Habían asimilado velozmente las enseñanzas del viaje de ida, y se instalaron con pericia en varios asientos. Cuando el tren hubo partido, Alice trabó amistad con una pareja sencilla que estaba al otro lado del pasillo y viajaban con un bebé a Los Ángeles. La mujer tenía allí a un hermano que le había escrito entusiasmado por el clima y las oportunidades.
       —Vámonos a Los Ángeles —le dijo Alice a Evarts—. Todavía nos queda algún dinero. Podemos comprar los billetes en Chicago y tú puedes vender la obra en Hollywood, donde nadie ha oído hablar de mamá Finelli ni de toda esa gente.
       Evarts dijo que tomaría una decisión en Chicago. Estaba agotado y se quedó dormido. Mildred-Rose se metió el dedo gordo en la boca, y pronto ella y su madre sucumbieron también al sueño. La niña acarició las pieles resecas de su abrigo y notó que le decían que todo iba bien, muy bien...
       Quizá los Malloy se apearon del tren en Chicago y regresaron a Wentworth. No es difícil imaginar su retorno al hogar, pues los recibirían sus amigos y parientes, aun cuando seguramente no creyeran sus historias. O quizá, una vez en Chicago, cambiaron de tren y tomaron otro hacia el oeste, y, a decir verdad, es más fácil imaginar esto último. Uno puede verlos jugando a las cartas en el coche comedor y comiendo bocadillos de queso en las estaciones de ferrocarril mientras cruzan Kansas y Nebraska, sobre las montañas y rumbo a la costa.



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