Joyce Carol Oates
(Lockport, New York, 1938-)
El Rey del Bingo
(“The Bingo Master”)
Originalmente publicado en la antología Dark Forces: New Stories of Suspense and Supernatural Horror (1980)
Haunted: Tales of the Grotesque (1994)
Y de repente allí está Joy Pye, el Rey del Bingo, con un retraso de diez o quince minutos para aumentar la emoción, y todos los ocupantes de la sala salvo Rose Mallow Odom le saludan con un grito de éxtasis o, por lo menos, le dedican anchas sonrisas para demostrarle hasta qué punto es bienvenido y que le perdonan el haber llegado tarde.
—¡Fíjese en lo que lleva esta noche! —exclama la joven madre regordeta sentada delante de Rose, con su lindo rostro frunciéndose en un mohín infantil—. Es increíble, ¿verdad? —murmura, consiguiendo atraer su atención aunque Rose no tiene ganas de fijarse en nadie.
Joy Pye, el Rey del Bingo, Joy Pye, la sensación de Tophet —o de algunas zonas de Tophet—, el hombre que compró la vieja Arcada de Diversiones Arlequín de la calle Purslane, junto al hotel Gayfeather (Rose creía que lo habían derribado o, por lo menos, que su entrada estaba cerrada con tablones, pero ahí está, y sigue funcionando), y cuyo bingo ha tenido tanto éxito que incluso las viejas amistades de iglesia o de club del padre de Rose, todas ellas personas de firmes convicciones morales, se pasan la vida hablando de él. El Ayuntamiento de Tophet intentó cerrar el bingo de Joy Pye la primavera pasada, primero porque estaba demasiado lleno y había peligro de incendio, segundo porque se había olvidado de pagar alguna multa (¿o sería un soborno?, se preguntó maliciosamente Rose Mallow) a la Junta de Salud y Sanidad Pública, cuyo inspector había confesado estar «asombrado y disgustado» ante las condiciones de las salitas de descanso y la calidad de las pizzas de queso y salchicha que se vendían en el puesto de refrescos y bocadillos. Y dos o tres iglesias que envidiaban los beneficios obtenidos por Joe Pye, que bien podían acabar haciendo disminuir sus propios beneficios (pues el bingo de la noche del jueves era una de las principales fuentes de ingresos para algunas iglesias de Tophet, aunque no, gracias a Dios, para la Iglesia Episcopal de San Matías, a la que acudían los Odom), habían empezado una campaña de agitación contra Joy Pye para obligarle a trasladar su bingo fuera de la ciudad, igual que hicieron con aquellas librerías «para adultos» y las salas X, que acabaron largándose a otra parte. El periódico había publicado editoriales y montones de cartas a favor y en contra, y aunque Rose Mallow no sentía el más mínimo interés hacia la política local y apenas se enteraba de lo que ocurría en su ciudad natal —tal como solían decir su padre y su tía, tenía la cabeza en otro sitio—, había seguido la «Controversia Joe Pye» con una considerable diversión. Acogió con placer la decisión de permitir que el local siguiera abierto, sobre todo porque sus vecinos —la gente que vivía junto al club de golf, el parque y a lo largo del bulevar Van Nusen— odiaban a Joe Pye y su bingo; pero si alguien le hubiera sugerido que acabaría visitando el local y que llegaría a sentarse en una de esas mesas espantosamente largas y cubiertas con una tela encerada bajo todas esas luces brillantes, rodeada de personas alegres y ruidosas que dan la impresión de conocerse perfectamente las unas a las otras y que devoran con fruición los «tentempiés» aunque no son más que las siete y media y seguramente habrán cenado antes de venir al bingo, y además, ¿por qué les entusiasma tanto ese idiota de Joe Pye…? Bueno, si alguien le hubiese sugerido que haría lo que está haciendo esta noche, Rose Mallow se habría muerto de risa y habría movido la mano en ese gesto de rechazo que su tía encontraba tan «incorrecto».
Bueno, Rose Mallow Odom está en el Salón de Bingo de Joe Pye, de hecho ha llegado de las primeras, y ahora, con los brazos cruzados debajo de los pechos, contempla al fabuloso Rey del Bingo en persona. Naturalmente, también están las ayudantes, chicas en edad de asistir a la secundaria con montañas de cabello rubio oxigenado, pendientes y rostros hábilmente maquillados, e incluso un par de mujeres mayores vestidas con unas batas color rosa fuerte con sinuosos bordados verdes en el cuello que dicen Joe Pye; y en la puerta principal hay un educado joven de piel color chocolate con leche vestido con un elegante temo; Rose supone que sus funciones deben de limitarse a dar la bienvenida a los jugadores de bingo y, quizá, impedir la entrada a quienes pudieran causar problemas, ya sean blancos o negros, pues el bingo está en una zona de la ciudad que tiene bastante mala reputación. Pero Joy Pye es el centro de atención. Joe Pye lo es todo. Su veloz parloteo ante el micrófono resulta tan ridículo y medio ininteligible como el frenético monólogo de cualquier disc-jockey local captado por azar cuando Rose mueve el dial de la radio buscando algo que la distraiga; sin embargo, todo el mundo le escucha atentamente, y la gente empieza a reírse incluso antes de que haya terminado de contar los chistes.
El Rey del Bingo es un hombre muy apuesto. Rose se da cuenta enseguida y lo admite; no importa que su perilla parezca haber sido teñida con tinta barata, al igual que sus negrísimas cejas, y que su piel, suave como la piedra y extrañamente irreal, luzca un bronceado tan intenso como el de esos hombres que aparecen en las vallas publicitarias, los que contemplan el sol con los ojos medio cerrados dejando que un cigarrillo humee entre sus dedos; no importa que tenga los labios demasiado rosados y que el perfil del labio superior sea tan recortado que produzca la impresión de un mohín perpetuo, y que su disfraz (no se le ocurre ningún término más amable, ya que el pobre hombre lleva un turbante de un blanco cegador y una túnica con hebras de plata y rosa salmón, así como unos pantalones negro azabache de perneras muy anchas, fabricados con un material que se ciñe al cuerpo casi igual que la seda) le haga sentir deseos de alzar los ojos hacia el cielo y salir del local. Pero es atractivo. La verdad es que hasta podría llamársele guapo, si una tuviera la costumbre de aplicar esa palabra a los hombres, costumbre que Rose no tiene. Sus ojos brillan con un entusiasmo que no puede ser fingido o, por lo menos, no del todo. El traje le sienta bien, por absurdo que sea, resaltando las excelentes proporciones de sus hombros y la esbeltez de su cintura y sus caderas. Esos dientes que enseña con frecuencia —de hecho, con demasiada frecuencia y en unas sonrisas claramente concebidas para resultar deslumbrantes— son de una blancura perfecta, y el conjunto de la dentadura es impecable, sin un solo diente fuera de su sitio, tal como le prometieron que serían los suyos a los doce años de edad, aunque Rose Mallow sabía que aquellos feos y dolorosos correctores y el «bocado» aún más horrible, que le daba náuseas, no harían que sus dientes fueran más atractivos de lo que ya eran…, es decir, que seguirían siendo poco atractivos. Los dientes la impresionan, aunque le dan cierta envidia y hacen que le odie un poco. Y los dientes resultan todavía más molestos dada la frecuencia con que Joe Pye sonríe, frotándose las manos en un gesto lleno de entusiasmo y contemplando a ese público que le adora y ríe sus chistes.
Naturalmente, posee una voz meliflua y emplea un tono casi íntimo, siempre que no esté ocupado en mostrarse «entusiasta», y Rose piensa que es como si hablara otro idioma; de hecho, si no tuviera que soportar todas esas tonterías sobre las «hermosas damas» y los «grandes premios» y las «cartas sorpresa» y los «diez cartones por el precio de siete» (bajo ciertas condiciones muy complicadas que no ha logrado entender), quizá hasta le parecería una voz muy atractiva. Si se esforzara, incluso él podría resultarle atractivo. Pero el parloteo interfiere su poder, o poderes, de seducción, y Rose acaba por no prestarle atención y descubre que le ha dado dinero a una chica vestida de rosa y a cambio ha recibido un cartón de bingo asombrosamente mugriento, con lo que su rostro enrojece de irritación. Naturalmente, la velada no es más que un experimento: ha venido en autobús, sin escolta, llevando medias y zapatos de tacón más bien alto, con los labios pintados, perfumada, intentando disimular su falta de atractivo de una forma mucho más concienzuda de lo habitual, y todo ello, como dice la frase hecha, para perder su virginidad. O quizá resultaría más preciso y menos narcisista decir que ha acudido allí para buscarse un amante…
Pero no es así. Rose Mallow Odom no quiere un amante. No busca tener ningún tipo de relación con un hombre, aunque supone que el ritual que pretende completar exige la presencia de un varón.
—Y ahora, damas y caballeros, si están preparados, si todos están preparados para empezar… —canturrea Joe Pye, mientras una chica de rizada cabellera color zanahoria y con una enorme sonrisa violeta hace girar la manivela de la gran cesta de alambre dentro de la cual unas bolas tan grandes como pelotas de ping-pong y, aparentemente, tan ligeras como éstas, saltan y bailan alegremente—, yo también estoy preparado para empezar y deseo que todos y cada uno de ustedes tengan la mejor suerte posible, sí, eso es lo que les deseo con la mayor sinceridad y desde el fondo de mi corazón, y recuerden que siempre hay más de un ganador y que cada noche tenemos docenas de ganadores, porque la ley de Joy Pye dice que nadie se marcha de aquí con las manos vacías… Ah, veamos, veamos: el primer número es…
Y, sin poderlo evitar, Rose Mallow se inclina sobre el sucio cuadrado de cartón, pellizcándose el labio inferior con los dientes, haciendo girar entre sus dedos un grano de maíz. El primer número es…
La idea de salir una noche y «perder» su virginidad se le ocurrió la víspera del día en que iba a cumplir treinta y nueve años, y de eso ya hacía casi dos meses.
Quizá la idea no fuera totalmente suya. Se presentó cuando estaba escribiendo una de sus feroces y animadas cartas (sabía que sus amistades admiraban sus cartas… ¿A que es divertidísima?, solían decir. Y es tan valiente…), esta vez dirigida a Georgene Wescott, que había vuelto a Nueva York dejando atrás su segundo divorcio, una especie de complicado y dignísimo pero no muy bien pagado trabajo en Columbia (o eso sospechaba Rose) que llevaba muy poco tiempo desempeñando, y un nuevo libro, una colección de ensayos sobre artistas contemporáneos, recién encargado por una prestigiosa editorial de Nueva York. Querida Georgene, escribió Rose, En Tophet la vida sigue siendo tan grotesca como de costumbre, cómo iba a ser con papá, tía Olivia y mis idas y venidas a nuestros carísimos especialistas de esa clínica tan espantosa de la que ya te he hablado. Parece ser que hubo un escándalo de proporciones épicas en el Club Femenino de Tophet debido a que uno de los clubs subsidiarios a los que se les alquila el edificio (supongo que debe de estar formado por las típicas izquierdistas bienintencionadas, y si tú, Ham y Carolyn tuvierais la desgracia de vivir aquí, os habríais afiliado a él) tiene a dos o tres Personas de Color incluidas entre sus miembros, cosa que no viola la letra de los estatutos del Club pero que desde luego sí viola su espíritu, y pasando a otra cosa, escribía Rose una noche a hora muy avanzada, después de que su tía Olivia se hubiera acostado, y cuando hasta su padre, cuyo insomnio era tan famoso como el de ella, se había ido a la cama, pasando a otra cosa, ¿te he hablado de la convención del PBPNS en el Holiday Inn (que supongo que aún no estaba terminado cuando Jack y tú nos visitasteis), el que hay junto a la interestatal? Bueno, tanto da (me temo que ya te he hablado de esa convención, o quizá fuera a Carolyn, o puede que ya os lo haya contado a las dos), todo estaba preparado, ya habían reservado las salas y el comedor del banquete, y entonces algún joven reportero audaz y emprendedor del Globe-Times de Tophet descubrió que las siglas PBPNS quieren decir Partido Blanco del Pueblo Nacional Socialista, que es (y no estoy exagerando, Georgene, aunque ya puedo ver cómo arrugas la nariz ante otra de las locas fantasías de Rose Mallow, «¿Por qué no mete todo eso en un relato o en un poema symboliste como solía hacer, y así tendrá algo con que justificar su exilio, su silencio y lo lista que es?», te he oído, y tienes razón al 100%) nada menos que (¿estás PREPARADA???) ¡el Partido Nazi Norteamericano! Sí. De veras. Ese partido existe, y según dice papá, muy serio, está en relación con el Klan y con ciertas organizaciones cívicas de la zona, aunque se negó a dar más detalles posiblemente porque la solterona que tiene por hija estaba empezando a poner cara de éxtasis e incredulidad. Bueno, al final los nazis no obtuvieron permiso para usar el Holiday Inn de Tophet, y estoy segura de que si hubieras leído los editoriales donde les ponían verdes te habrías quedado impresionadísima. (He oído contar que los nazis no sólo llevan sus brazaletes con la esvástica sino también prendedores debajo de las solapas, prendedores con la esvástica, naturalmente, pero quizá no sea más que un rumor surrealista…). Y después cambió de tema y pasó a darle noticias de sus amistades, las esposas y esposos de las amistades, los ex esposos y esposas, lo último de sus conocidos, tanto si era escandaloso como si no lo era (pues aquel animado grupo repleto de mentes geniales que había celebrado sus reuniones informales en Cambridge, Mass., casi veinte años atrás, contaba con una sola corresponsal realmente dedicada a su labor de escribir cartas, Rose Mallow Odom, quien se encargaba de mantenerles en contacto a través del correo y era capaz de seguir mandando una alegre carta de cotilleos tras otra incluso cuando llevaba dos años sin recibir respuesta), y a modo de pequeña posdata añadió que el día en que cumpliría los treinta y nueve años estaba cada vez más cerca y como regalo a sí misma tenía intención de librarse de su maldita virginidad. Dado que mi famosa silueta tipo tabla de planchar anda más lisa que nunca, y que después de la gripe ritual de primavera más una reedición de la maldita bronquitis tengo los pechos más pequeños que las tacitas de té modelo Dixie, ya podrás imaginarte que la cosa promete ser un auténtico desafío.
Naturalmente, era sólo una broma, uno de esos irónicos chistes en que Rose se reía de sí misma, una posdata garrapateada cuando la fatiga ya empezaba a cerrarle los párpados. Y aun así… Aun así, cuando escribió tengo intención de librarme de mi maldita virginidad y cerró el sobre, se dio cuenta de que el proyecto era inevitable. Sí, tendría que llevarlo adelante. Lo llevaría adelante igual que en los viejos tiempos de hacía tantos años, cuando era la escritora más joven y prometedora de todo el círculo, cuando las becas, las menciones honoríficas y los premios llovían sobre su regazo, tal como se había obligado a llevar adelante una innumerable cantidad de proyectos sólo porque suponían un desafío y la harían sufrir. (Aunque Rose se burlaba del desprecio puritano que los Odom sentían hacia el placer, sus burlas no pasaban de lo meramente intelectual, y creía que las experiencias dolorosas, e incluso el dolor puro y simple, solían tener un efecto saludable).
Al día siguiente, un jueves, habló con su padre y su tía Olivia cuando ya faltaba poco para que anocheciera y les dijo que iba a la biblioteca de Tophet. Su padre y su tía se alarmaron, tal como esperaba, y le preguntaron por qué iba allí a semejante hora; Rose frunció el ceño igual que una colegiala y les dijo que eso era asunto suyo. Su tía Olivia quiso saber si la biblioteca estaría abierta a una hora tan extraña, y Rose le dijo que los jueves abrían hasta las nueve.
Aquel primer jueves Rose tenía intención de ir a un bar del que había oído hablar, un local especializado en personas solitarias que se hallaba en la planta baja de un nuevo rascacielos para oficinas; pero le costó bastante encontrarlo y estuvo dando vueltas a la inmensa torre de cristal y cemento, tambaleándose sobre sus incómodos zapatos de tacón alto y repitiéndose que ninguna experiencia podía merecer tantos esfuerzos, ni siquiera una experiencia dolorosa. (Casi no hace falta decir que Rose era una mujer casta por naturaleza y que sus opiniones generales acerca del sexo apenas diferían de las que mantenía cuando estaba en la escuela primaria, un sitio donde los chicos —siempre más groseros, intrépidos y con más experiencia que ella— tenían el poder de conseguir que la pobre Rose Mallow Odom se tapara los oídos con las manos, cosa para la que les bastaba canturrear ciertas palabras).
Y entonces descubrió el bar…, mejor dicho, descubrió una larga fila de personas jóvenes que empezaba en unos oscuros peldaños de cemento y ocupaba la acera a lo largo de sus buenos cien metros; estaba claro que esperaban entrar en el Chanticleer. Lo que más la asombró no fue el ver tanta gente, sino el que su promedio de edad fuera tan exuberantemente juvenil: nadie tenía más de veinticinco años, y nadie iba vestido como ella. (Ella daba la impresión de haberse arreglado para ir a la iglesia, lo que la disgustó. Pero ¿qué otra forma de arreglarse podía concebir?). Se batió en retirada y acabó yendo a la biblioteca; todas las bibliotecarias la conocían y le preguntaron respetuosamente por su «trabajo» (aunque años antes había dejado bien claro que ya no «trabajaba» en nada; las exigencias de su madre durante los largos años de enfermedad, y luego la precaria salud de su padre y, naturalmente, su propio historial de enfermedades respiratorias, anemia y huesos que se rompían con tanta facilidad, habían hecho que cualquier intento de concentrarse acabara siendo imposible). En cuanto hubo logrado librarse de aquellas ancianas y su solícito parloteo, pasó el resto de la velada de una forma bastante provechosa: leyó La orestíada en una traducción que no conocía y tomó notas, como hacía siempre que se le ocurrían ideas para artículos, relatos o poemas, aunque al final siempre acababa arrugando las notas y tirándolas a la basura. Al menos, la noche no había sido totalmente desperdiciada.
El segundo jueves fue al hotel Park Avenue, el único hotel elegante de Tophet, con la intención de sentarse en la penumbra del bar y seguir allí hasta que pasara algo…, pero apenas había pisado el suelo del vestíbulo, cuando oyó la voz de Barbara Pursley y acabó yendo a cenar con Barbara y su esposo, que estaban pasando unos días en Tophet, y con los padres de Barbara, que siempre le habían caído bien. Aunque llevaba quince años sin ver a Barbara y, si había de ser sincera, no había pensado en ella ni una sola vez durante esos quince años (salvo para recordar que cuando hacían sexto una amiga íntima de Barbara fue la que intentó el cruel pero probablemente muy merecido apodo de «el Avestruz», apodo por el que Rose había sido conocida en lo sucesivo), se lo pasó bastante bien. Quien hubiera observado la mesa que ocupaban en el gran comedor del Park Avenue, con su techo abovedado y sus paneles de roble, seguramente se habría fijado en aquella mujer alta, flaca y nerviosa que reía con gran frecuencia enseñando las encías, y que parecía incapaz de impedir que su mano subiera continuamente hasta su cabello para alisarlo (cabello que era tan fino como el de un bebé y de un color castaño claro, y que resultaba bastante bonito pese a la absoluta falta de estilo con que había sido peinado) y toquetearse el cuello o los pendientes, y se habría asombrado si alguien le hubiera dicho que aquella mujer (de edad indeterminada: los «dulces» y expresivos ojos color chocolate podrían haber pertenecido a una desmañada adolescente de dieciséis años o a una mujer entrada en la cincuentena) había ido allí con la intención de pasarse la noche a la caza de un hombre.
Y el tercer jueves (pues los jueves ya se habían convertido en un ritual: su tía se limitaba a protestar débilmente, su padre le daba un libro para que lo devolviera a la biblioteca) fue al cine, al mismo local adonde había asistido cuando tenía trece o catorce años, acompañada de su amiga Janet Brome, y donde había conocido —o casi— a los que entonces eran considerados «chicos mayores» de diecisiete o dieciocho años. (Eran chicarrones de granja que se gastaban el dinero en Tophet yendo de un lado para otro en busca de chicas, pero Rose y Janet no se parecían al tipo de chicas que buscaban, ni aun estando en la penumbra del Rialto…). Y no pasó nada. Nada. Rose se salió del cine cuando la película —una pesadísima comedia intelectualoide sobre el adulterio en Manhattan— apenas había llegado a la mitad, y cogió el autobús para volver a casa con el tiempo suficiente de sentarse a la mesa y compartir el helado y los pasteles con su padre y su tía.
—Poner cara de estar incubando un resfriado —le dijo su padre—. Tienes los ojos llorosos.
Rose lo negó, pero al día siguiente estaba bastante resfriada.
Aquel jueves tuvo que quedarse en casa, pero a la semana siguiente volvió a salir, después de haberse contemplado en el espejo de su dormitorio con ojos cínicos y totalmente desprovistos de afecto (el espejo le devolvía una imagen pálida y descolorida, cierto, pero Rose pensaba que los espejos también envejecían), creyendo posible que si un hombre miraba en su dirección con los ojos entrecerrados y en la penumbra adecuada podía encontrarla bonita, con sus grandes ojos de avestruz, su estatura de avestruz y su desmañada dignidad. A esas alturas ya sabía que su proyecto estaba condenado al fracaso, pero volver al hotel Park Avenue le hizo sentir una especie de irritada satisfacción, siquiera fuese por el mero hecho de volver al martirio, tal como lo expresó en una carta más reciente dirigida a la chica —no, la mujer— con quien había compartido una habitación de estudiante en el Radcliffe, una chica que entonces era tan virginal como Rose y a la que los hombres intimidaban probablemente todavía más que ella…, y ahora Pauline estaba divorciada, tenía dos hijos y vivía con un poeta irlandés y los hijos de éste en una torre que se hallaba al norte de Sligo, una torre bastante parecida a la que antaño ocupara Yeats.
Y al principio la noche pareció bastante prometedora. El azar quiso que Rose se encontrara metida en la Segunda Conferencia Anual de los Amigos de la Evolución, y acabó sentándose en las últimas filas de una sala de baile atestada para oír la disertación de un caballero muy distinguido que llevaba quevedos y lucía un clavel rojo en el ojal, participando en el entusiástico aplauso que saludó el final de su conferencia. (Rose no estaba muy segura de cuál era el tema de la disertación. Quizá fuera la necesidad de entrar en comunicación con los extraterrestres…, ¿o sería que dicha comunicación ya existía y el FBI y los «profesores de la universidad» habían formado un frente común para acabar con ella?). La segunda disertación fue leída por una mujer que tendría la edad de Rose y caminaba ayudándose con un bastón, y su tema parecía ser que Cristo estaba en el espacio —«ahí fuera, en el espacio»—, cosa que una lectura mínimamente atenta del Evangelio de san Juan bastaba para demostrar sin lugar a dudas. El final de esa disertación fue acogido con aplausos todavía más entusiásticos, aunque Rose se limitó a una mera contribución de cortesía, pues a lo largo de los años había tenido bastantes dudas centradas en torno a Jesús de Nazaret —de hecho, había acabado dudando de sus dudas—, por lo que un día de mucho sol visitó a un psiquiatra del hospital Mount Yarrow, derramó un montón de lágrimas y, muy avergonzada, le confesó que sabía que todo eso —todo eso— no era más que una estupidez, y una estupidez de lo más insípido y bobo, pero que aun así, de vez en cuando le sorprendía descubrir que estaba «creyendo», ¿y no sería eso una prueba de que había perdido la razón y estaba clínicamente loca? Alguna inflexión de su voz o algún movimiento de sus pupilas debió de llamar la atención del psiquiatra, haciéndole comprender que Rose Mallow Odom era alguien como él —había estudiado en el norte, ¿verdad?—, por lo que le dijo que no debía preocuparse, que naturalmente todo eso eran estupideces, pero que uno siempre sentía cierta lealtad hacia la familia, sí, te peleabas con ella y decías cosas terribles pero la lealtad seguía estando allí, le daría una receta para barbitúricos si sufría de insomnio, ¿y no sería mejor que se hiciera un examen físico?, lo decía porque aparentaba estar exhausta, como consumida (el psiquiatra pretendía ser amable con ella y nunca supo cómo le dolió oír aquellas palabras). Rose no le dijo que acababa de pasar por su chequeo de cada seis meses y que por una vez su estado de salud casi podía calificarse de excelente: ningún problema de tórax y la anemia bajo control. Hacia el final de la conversación el psiquiatra se acordó de quién era —«Vaya, pero si usted es famosa, ¿verdad? ¿No publicó una novela que dejó muy escandalizada a toda la gente de por aquí?»—, y Rose había recobrado la compostura lo suficiente para decirle que en aquella parte de Alabama nadie podía ser famoso, con lo que el asunto que la había llevado allí fue quedando completamente olvidado. Y ahora Jesús de Nazaret flotaba en el espacio…, o estaba en órbita alrededor de alguna luna…, o quizá se hallase en una nave espacial (los conferenciantes usaban con mucha frecuencia esas dos palabras: «nave espacial»), esperando a sus primeros visitantes del planeta Tierra. Rose acabó hablando con un caballero de pelo blanco que debía de tener unos setenta años y que se cambió de sitio para salvar la distancia de dos o tres sillas plegables que le separaba de ella, y hasta hubo un señor algo más joven —debía de andar por la cincuentena, tenía el cabello grasiento y hablaba con un leve tartamudeo; su identificación proclamaba que era H. Speedwell, de Sion, Florida— que se ofreció a invitarla a una taza de café en cuanto terminaran las disertaciones. Rose sintió una leve punzada de… ¿Qué era? ¿Diversión, interés, desesperación? Tuvo que llevarse un dedo a los labios en el gesto típico de la colegiala sabihonda, pues tanto el anciano caballero de su derecha como H. Speedwell, que estaba sentado a su izquierda, habían empezado a hablar en voz alta, como si intentaran impresionarla, de sus experiencias y avistamientos de ovnis, y el tercer orador estaba a punto de empezar.
El tema de la disertación era «La próxima y última etapa de la evolución», y la disertación correría a cargo del reverendo Jake Gromwell, del Instituto de Estudios Religiosos Nueva Holanda de Stoneseed, Kentucky. Rose se irguió en el asiento, puso las manos sobre el regazo y juntó pudorosamente las rodillas (pues la rodilla derecha del señor Speedwell estaba rozándole el muslo, sin duda por puro accidente) y fingió escuchar. Su mente era un torbellino de ideas que se agitaban tan confusamente como las ocupantes de un gallinero invadido por un perro, y hasta que se calmara ni siquiera podría saber lo que sentía. Estaba en el salón de baile del Regency, una noche de jueves del mes de septiembre, y escuchaba la disertación de un hombre con aspecto porcino que vestía un ceñido traje a cuadros grises y rojos y llevaba una corbata de un rojo subido. Se había dado cuenta de que muchos de los asistentes tenían algún tipo de problema físico: muchos llevaban bastones o muletas, e incluso había algunos que iban en silla de ruedas (una de ellas, ocupada por un hombre bastante joven con rostro de halcón, que quizá tuviera la edad de Rose pero daba la impresión de haber cumplido los doce años hacía poco, era un artilugio maravillosamente sofisticado y tenía un panel de botones evidentemente capaces de hacer casi todo lo que el joven deseara; unos años antes Rose había tenido un pinzamiento en la espalda y se vio obligada a alquilar una silla de ruedas, y su silla de ruedas era un modelo de lo más corriente), y casi todos eran de edad bastante avanzada. Había hombres de su edad, pero su aspecto no resultaba muy prometedor. Y el señor Speedwell, que emitía un olor vagamente dulzón, como a tapioca, tampoco era muy prometedor. Rose siguió sentada durante unos cuantos minutos más, sabiendo que debía ser cortés y buena, dejándose adormecer por la monótona voz del reverendo Gromwell y la decoración de la sala de baile (serpientes de color verde, violeta y naranja fluorescente ondulaban en la alfombra, suntuosos cortinajes de terciopelo que medirían diez metros de altura se agitaban impulsados por el aire tibio que brotaba de respiraderos invisibles, y hasta había un techo de espejos chillonamente inadecuado pero de un gran poder hipnótico, con iluminación tipo «polvo de estrellas», gracias al cual el público congregado en la sala cobraba una apariencia vagamente disoluta y un tanto obscena, pese a la abundancia de cabezas calvas, cuellos temblorosos y muletas), antes de salir huyendo tras haber murmurado unas cuantas disculpas.
Y ahora Rose Mallow Odom está sentada en una de las largas mesas del bingo de Joe Pye, con el estómago algo revuelto después de haberse bebido una naranjada, y ante ella hay un cartón lleno de promesas, un cartón realmente prometedor. Está preguntándose si la creciente excitación que siente es real o si tiene algo que ver con el refresco de naranja y gas carbónico; o si no será más que un puro espasmo de terror originado en su mente, ya que después de todo no quiere ganar. Ni siquiera es capaz de imaginarse a sí misma exclamando ¡Bingo! en un tono de voz lo bastante fuerte para que la oigan. Son más de las diez y media de la noche y el número de ganadores y de gente que ha hecho línea es bastante elevado, y Rose ha oído muchos gritos extasiados de Bingo, así como algunos Bingo que eran auténticos alaridos y un par de jadeos de incredulidad, y la verdad es que ya debería haber vuelto a casa; Joe Pye es el único hombre medianamente atractivo de todo el lugar (apenas hay una docena de hombres presentes), y no es muy probable que vaya a prestarle mucha atención. No, esa figura de hombros gráciles y voz almibarada, que lleva un atuendo abigarrado y se toca con un deslumbrante turbante blanco sostenido por un prendedor de oro, no va a fijarse en ella… Pero la inercia o la curiosidad la han hecho quedarse. Qué diablos, ha pensado Rose, moviendo los granos de maíz sobre los desgastados recuadros de su grueso cartón, mientras se familiariza con la presencia de sus conciudadanos de Tophet, estoy segura de que hay formas peores de pasar una noche de jueves, ¿no? Ese fin de semana escribirá a Hamilton Frye y Carolyn Sears, aunque ellos aún no han respondido a la última carta que les envió, y les describirá con todo detalle a las nuevas amistades que ha hecho durante la velada (la joven regordeta y sudorosa que está sentada ante ella se llama Lobelia, y resulta algo irónico que a Rose le esté yendo tan bien, porque justo antes de empezar, Lobelia le preguntó si podían intercambiarse los cartones. Fue un acto puramente impulsivo. «¡Dame el mío y yo te daré el tuyo, Rose!», había dicho con una encantadora falta de precisión y una gran sonrisa, y, naturalmente, Rose no supo negarse), y esa inmensa sala tan terriblemente iluminada, con su bandera norteamericana sobre la plataforma de Joy Pye, y a todos esos jugadores tan extraños, tristes, nerviosos y concentrados en el bingo; hay gente viejísima, tienen los rostros arrugados y les tiemblan las manos, hay algunos lisiados, otros son demasiado bajos o flacos y algunos indiscutiblemente raros, aunque Rose no sabría decir por qué ni en qué consiste su rareza, y hay algunos muy jóvenes (de hecho es un auténtico escándalo, niños levantados a esa hora jugando al bingo junto a sus mamás, a veces con dos o tres cartones delante mientras que sus mamás se ocupan codiciosamente de cuatro cartones a la vez, ya que ése es el límite máximo), y esa horrible música enlatada que suena y suena como telón de fondo acompañando a la incansable voz de Joe Pye, y naturalmente no hay que olvidarse de Joe Pye, el mismísimo Rey del Bingo, el que sabe dedicar una sonrisa tan cálida y llena de dientes a todas y cada una de las personas que hay en la sala, y que un poco antes incluso ha llegado a dirigirle una sonrisa especial y le ha dedicado un guiño —a menos que sea cosa de su imaginación o una broma que la luz le ha gastado a sus débiles ojos—, seguramente porque se ha dado cuenta de que es nueva en el bingo. Sí, Rose convertirá la experiencia en un montón de anécdotas irresistibles. Se mostrará muy dura consigo misma, como es típico de ella, y se dedicará a especular sobre el fenómeno del suspense y su significado psicológico (después de todo, ¿acaso el suspense no tiene una faceta de pura y simple imbecilidad?, y Rose no piensa en el suspense de un bingo, sino en cualquier clase de suspense) y en los perdedores, esas personas que seguirán siendo perdedores aunque ganen (pues, ¿en qué va a cambiar sus vidas el que tengan un secador de pelo, o 100 dólares en efectivo, o una barbacoa para cocinar al aire libre, o un tren eléctrico con vías incluidas, o un inmenso ejemplar de la Biblia en una edición ilustrada y encuadernada en una sustancia blanca que imita al cuero?). Describirá los gemidos de abatimiento y decepción que se oyen cuando alguien grita ¡Bingo!, y los murmullos que resuenan después de que los números del cartón ganador hayan sido leídos en voz alta por una ayudante con cara de aburrimiento y esa lectura ritual haya demostrado que se trataba de un auténtico bingo; y las más que frecuentes lágrimas de quienes han ganado, el entusiástico apretón de manos y los besos en la mejilla que reparte Joe Pye, como si sintiera un cariño especial hacia cada ganador o ganadora, un viejo amigo que viene presurosamente hacia él para ser saludado; y la mostaza de un color amarillo chillón esparcida sobre las salchichas, y los panecillos cargados de harina; y los bebés cuyos pañales fueron cambiados en un banco que, por desgracia, estaba muy cerca de su mesa; y cómo Lobelia acariciaba supersticiosamente la minúscula crucecita de oro que lleva colgando de una cadena alrededor del cuello; y la niña que se ha quedado dormida en el suelo, con la cabeza sobre un osito de peluche rosado que algún familiar suyo ha debido de ganar horas antes; y…
—¡Has ganado! Aquí, ¡eh! ¡Ha ganado! ¡Aquí, aquí! ¡Su cartón, aquí! ¡Aquí! ¡Joe Pye, aquí, es aquí!
La mujer con aspecto de abuela sentada a la izquierda de Rose, con quien había mantenido un agradable intercambio de palabras al principio de la noche (ha resultado llamarse Cornelia Teasel; había trabajado como mujer de la limpieza en casa de unos vecinos de los Odom, los Filaree), se ha puesto a chillar y ha cogido a Rose de la mano, está tan nerviosa que ha tirado al suelo todos los granos de maíz, pero no importa, no importa, Rose tiene el cartón ganador, ha hecho bingo y es imposible negarlo.
Se oyen los gemidos de costumbre, los medios sollozos, los murmullos de enfado y decepción, pero el bingo ya ha salido, y una chica que mastica chicle y cuya cabellera parece un casco de rizos broncíneos se encarga de leerle los números de Rose a Joe Pye, quien no sólo va puntuando cada número con un Sí, correcto, sino que los acompaña con una sucesión de Sigue adelante, cariño, y Ya te falta poco, y una blanca y deslumbrante sonrisa, como si durante toda su vida jamás hubiera visto nada tan maravilloso. ¡Ha ganado 100 dólares! ¡Una clienta que viene por primera vez (a menos que sus ojos le engañen) y que ha ganado 100 dólares!
Rose tiene que subir a la plataforma de Joe Pye con el rostro ardiendo y sintiendo palpitaciones de vergüenza en las sienes, y una vez allí se ve obligada a recibir las más sinceras y cálidas felicitaciones de Joe Pye, así como un húmedo y sonoro beso que aterriza incómodamente cerca de su boca (tiene que resistir el impulso de echarse hacia atrás…, la presencia de ese hombre es tan físicamente vívida, tan real, está tan allí…).
—Ahora sí que estás sonriendo, ¿verdad, cariño? —dice Joe Pye con cara de felicidad. Visto de cerca es igual de guapo, pero el blanco de sus ojos quizá sea un poquito demasiado blanco. El prendedor de oro que sujeta su turbante representa a un gallo cacareando. Tiene la piel muy morena y su perilla es aún más negra de lo que le había parecido a Rose—. Te he estado observando toda la noche, cariño, y si te relajaras y sonrieras un poquito más, te aseguro que estarías mucho más bonita —le murmura al oído. Su cuerpo emite un olor dulzón, como el de la fruta confitada o el vino.
Rose retrocede, ofendida, pero antes de que pueda escapar, Joe Pye vuelve a cogerle la mano, su mano fría y delgada, y empieza a frotarla enérgicamente entre las suyas.
—Eres nueva aquí, ¿verdad? ¿Es la primera noche que vienes? —le pregunta.
—Sí —dice Rose, hablando tan bajito que Joe Pye ha de inclinarse para oírla.
—¿Y eres de Tophet? ¿Tu familia vive en la ciudad?
—Sí.
—Pero nunca habías venido a la Sala de Bingo de Joe Pye, ¿verdad?
—No.
—¡Y aquí estás, ahora, con cien dólares de premio! ¿Qué tal te sientes?
—Oh, muy bien, yo…
—¿Qué?
—Muy bien… No esperaba…
—¿Juegas al bingo? Quiero decir, ya sabes, si vas a esas iglesias de la ciudad o a algún otro sitio…
—No.
—¿No juegas al bingo? Has venido a divertirte un ratito y nada más, ¿eh? ¡Has ganado cien dólares en tu primera noche! ¿No te parece que has tenido una suerte increíble? Sabes, cariño, eres una chica realmente muy atractiva, sobre todo ahora que se te han subido los colores, y me pregunto si no querrías esperar un poquito, oh, digamos media hora más, sólo hasta que acabe con esto; hay un bar muy agradable aquí al lado, y me he dado cuenta de que estás sola… Quizá podríamos tomarnos un par de copas antes de que te vayas, solos los dos…
—Oh, señor Pye, no creo que…
—¡Joe Pye! ¡Joe Pye, ése es mi nombre! —dice él, sonriendo e inclinándose sobre ella—. Bueno, ¿y cuál es el tuyo? Algo relacionado con una flor, ¿verdad? Alguna clase de flor, una flor…
Rose está muy confusa y sólo desea escapar, pero Joe Pye no le suelta la mano.
—¿Qué pasa, eres tan tímida que no puedes decirle tu nombre a Joe Pye? —le pregunta.
—Yo… Me llamo Olivia —tartamudea Rose.
—Oh. Olivia. Así que te llamas Olivia, ¿eh? —dice Joe Pye muy despacio, y su sonrisa pierde algo de intensidad—. Olivia, así te llamas… Bueno, a veces me equivoco, ¿sabes?; se me cruzan los cables y me equivoco; nunca he dicho que acierte al cien por cien… Bueno, así que Olivia. Muy bien, estupendo, Olivia. ¿Por qué estás tan nerviosa, Olivia? El micrófono no capta ni una sola palabra de lo que decimos. ¿Estás libre para tomar una copa sobre las once? ¿Sí? Junto al Grayfeather, me alojo allí, la puerta de al lado, un sitio encantador y muy íntimo, estaremos solos los dos, sin obligaciones ni compromisos, nada que…
—Mi padre me está esperando, y…
—Oh, vamos, Olivia, eres una chica de Tophet, ¿verdad? ¿No quieres brindarle un poco de vuestra hospitalidad a un pobre forastero?
—Es que…
—Bueno, entonces todo arreglado, ¿eh? ¿Sí? ¿Palabra de honor? ¿Tan pronto como cerremos el bingo? ¿La puerta que hay junto al Gayfeather?
Rose contempla a ese hombre de ojos brillantes que lleva un reluciente gallo heráldico en su turbante y oye como su voz murmura un débil sí; y Joe Pye le suelta la mano, pero no antes de que haya prometido ir a la cita.
Y ése es el curso ridículo e improbable que han seguido los acontecimientos, y ahora Rose Mallow Odom se encuentra en el sepulcral recinto del bar; la medianoche se acerca y Joe Pye, el Rey del Bingo, está junto a ella (su turbante blanco resulta deslumbrante incluso allí, rodeado de humo y con los enfermizos destellos multicolores de la televisión instalada más arriba del mostrador), y también hay dos o tres siluetas sombrías encorvadas en silencio sobre sus copas, bebedores solitarios que está claro que no quieren tener ningún tipo de relación entre sí. (Uno de ellos, un anciano caballero muy bien vestido, con una nariz hinchada y llena de venas rojizas, le recuerda un poco a su padre…, salvo por la nariz de alcohólico, claro está). Rose toma nerviosos sorbos de un «flor de naranjo», un brebaje agridulce especialmente concebido para las chicas, que no ha probado desde 1962 y que ha pedido esta noche, o que le ha hecho pedir a su acompañante, sólo porque no se le ocurría nada más que tomar. Joe Pye le habla de sus viajes a tierras lejanas —Venezuela, Etiopía, el Tíbet, Islandia—, y Rose intenta dar la impresión de que le cree, intenta parecer lo bastante ingenua para creerle porque ha decidido seguir hasta el final, ha decidido aceptar a ese timador extravagante como amante pero sólo por una noche o para unas horas, no importa, el tiempo que haga falta para llevar a cabo la transacción.
—¿Otra copa? —murmura Joe Pye, colocando su mano sobre la muñeca de Rose sin que ésta oponga resistencia.
El altavoz del aparato de televisión suspendido en ángulo sobre el mostrador chisporrotea emitiendo ráfagas de ametralladora, y siluetas borrosas, probablemente humanas, corren sobre dunas de arena reluciente bajo un cielo azul turquesa. Joe Pye, disgustado, se da la vuelta y le hace una seña al camarero, moviendo velozmente los dedos en sentido contrario a las agujas del reloj, y éste se apresura a bajar el sonido; que el camarero se muestre tan deferente con él hace que Rose se sienta algo impresionada. Claro que esa noche casi todo la impresiona. Pero, después de todo, normalmente ella no es de las que se dejan impresionar… El burbujeante brebaje agridulce se le ha subido a la cabeza.
—Estuve en el norte y en el sur del globo terráqueo, y visité el este y el oeste, viajé en mercante, en tren y algunas veces viajé a pie, crucé las montañas a pie y pasé un año aquí y seis meses allá, y dos años en otro sitio, y finalmente volví a casa, a los Estados Unidos, y estuve yendo de un lado para otro hasta que me sentí a gusto, ¿comprendes?, igual que te ocurre a veces con una ciudad, con un paisaje o con otra persona, y tú sabes que es cosa del destino —dijo Joe Pye en voz baja y suave—. Sabes a qué me refiero, ¿verdad, Olivia?
Dos dedos morenos le acarician el dorso de la mano. Rose se estremece, aunque si ha de ser sincera la verdad es que casi le hace cosquillas.
—… El destino —dice Rose—. Sí. Creo que sé a qué te refieres.
Quiere preguntarle a Joe Pye si ha ganado el premio gracias al azar o si él ha manipulado los números porque se había fijado en ella. Se ha pasado toda la noche mirándola. Una desconocida, una desconocida que frunce el ceño en una mueca de incredulidad, una desconocida que le contempla con ojos inteligentes y llenos de escepticismo, y en toda la sala no hay ninguna mujer vestida con más discreción y elegancia que ella… Pero Joe Pye no parece tener muchas ganas de hablarle de su negocio, no, quiere hablar de su vida como «mercenario» —sea lo que sea lo que entienda por eso—, y Rose no está segura de si esa pregunta será considerada como una muestra de ingenuidad o como un insulto, pues preguntárselo equivale a sugerir que Joe Pye no es honrado, que el bingo está amañado. Claro que quizá todo el mundo sepa que está amañado, igual que ocurre con las carreras de caballos…
Quiere preguntárselo pero no puede. Joe Pye está sentado tan cerca de ella y su piel es tan morena y sus labios tan oscuros, sus dientes tan blancos, su perilla tan mefistofélica y sus modales —ahora que ya no está «sobre el escenario», ahora que puede ser «él mismo»— resultan tan delicadamente íntimos que Rose se siente algo desorientada. Está dispuesta a ver su posición como claramente cómica, incluso ridícula (ella, Rose Mallow Odom, que siempre ha sentido un considerable desdén hacia los hombres y hacia todo lo físico, va a permitir que ese charlatán se imagine que ella está siendo seducida por él…, pero al mismo tiempo está muy nerviosa, ni siquiera puede hablar con claridad); necesita creer que esa situación es algo e interpretarla en consecuencia. Pero Joe Pye sigue hablando. Como si lo estuviera pasando en grande, como si le gustara hablar, como si aquello fuera una conversación normal. ¿Tiene alguna afición? ¿Animales domésticos? ¿Ha crecido y estudiado en Tophet? ¿Viven sus padres? ¿A qué se dedicaba su padre? ¿Algún tipo de negocio, o era un profesional liberal? Y ella, ¿había viajado mucho? ¿No? ¿No se había casado? ¿Tenía alguna «profesión»? ¿Había estado enamorada? ¿Tenía esperanzas de llegar a estarlo alguna vez?
Rose se sonroja y oye su propia risita de incomodidad, se hace un lío con las palabras, y Joe Pye está cada vez más cerca, haciéndole cosquillas en el antebrazo, un payaso con pantalones acampanados de seda negra y turbante, que huele como una fruta demasiado madura. Sus oscuras cejas se curvan en una especie de uve, el blanco de sus ojos tiene luz propia, sus carnosos labios se fruncen en un mohín invitador; es irresistible. Hasta tiene las fosas nasales algo dilatadas en un perfecto simulacro de la pasión… Rose se echa a reír y no puede contenerse.
—Eres una chica terriblemente atractiva, sobre todo cuando te olvidas de estar seria, como ahora… —dice Joe Pye en voz baja—. Oye, podríamos subir a mi habitación, estaríamos más a gusto. ¿Te gustaría?
—No soy una chica —dice Rose, y traga una temblorosa bocanada de aire para despejarse la cabeza—. Es difícil ser una chica cuando tienes treinta y nueve años.
—En mi habitación estaríamos más a gusto. Allí nadie nos interrumpiría.
—Mi padre no se encuentra bien, está levantado esperando a que regrese —se apresura a decir Rose.
—¡Oh, a estas alturas lo más probable es que se haya quedado dormido!
—No, no…, sufre de insomnio, como yo.
—¡Como tú! ¿De veras? Yo también sufro de insomnio —dice Joe Pye apretándole la mano, muy emocionado—. Desde una mala experiencia que tuve en el desierto…, en otra parte del mundo… Pero ya te hablaré de eso más tarde, cuando nos conozcamos mejor. Olivia, si los dos sufrimos de insomnio deberíamos hacernos compañía el uno al otro. Las noches de Tophet son tan largas…
—Las noches son largas —dice Rose, ruborizándose.
—Pero tu madre no te está esperando, ¿verdad?
—Mamá murió hace años. No voy a decirte cuál era su enfermedad, pero supongo que podrás adivinarlo; estuvo enferma años y años, y cuando murió cogí todas mis cosas, entonces yo tenía una especie de carrera literaria, no voy a aburrirte con los detalles, cogí todos mis papeles, mis relatos, mis notas y ese tipo de cosas… y los quemé junto con la basura, y desde entonces me he pasado las noches y los días en casa, y cuando quemé mis cosas me sentí bien, y cuando lo recuerdo también me siento bien…, y ahora me siento bien —dice Rose con voz desafiante, terminándose su bebida—. Por lo tanto, sé que lo que hice fue un pecado.
—¿Y una chica tan sofisticada como tú cree en el pecado? —le pregunta Joe Pye con una gran sonrisa.
El alcohol es un cálido soplo dorado que llena los pulmones de Rose, desbordándose hasta invadir todas las partes de su cuerpo, llegando hasta las puntas de los dedos de sus pies y el final de sus orejas. Y sin embargo su mano está fría como la de un pez: que Joe Pye la acaricie cuanto quiera. Bien, parece ser que la están seduciendo, y es tan ridículo y torpe como se había imaginado que sería, tal como ya se imaginaba que serían ese tipo de cosas, incluso de joven. Bien. Tal como comprendió Descartes, aquí estoy, arriba, en mi cabeza, y mi cuerpo es mi cuerpo, extendiéndose en el espacio, ahí fuera; será interesante observar lo que ocurre, piensa Rose con mucha calma. Pero no está tranquila. Ha empezado a temblar. Sin embargo, debe estar tranquila, todo aquello es tan absurdo…
Van a la habitación 302 (el ascensor no funciona, o quizá no hay ascensor, tienen que ir por la escalera de incendios, Rose está encantadoramente mareada y su acompañante tiene que pasarle el brazo por la cintura), y Rose le dice a Joe Pye que no se merece haber ganado en el bingo y que realmente debería devolver los 100 dólares, o quizá lo mejor sería dárselos a Lobelia (¡pero no sabe cuál es su apellido! Qué pena), porque en realidad el cartón premiado era el de Lobelia, no el suyo. Joe Pye asiente aunque no parece comprender muy bien qué está diciéndole. Abre la puerta y Rose empieza a narrarle una historia incoherente, o quizá sea una confesión, una historia sobre algo que hizo cuando tenía once años y nunca se lo ha contado a nadie, y Joe Pye la hace entrar en la habitación y enciende la luz con una floritura algo teatral y hasta pone la televisión, aunque luego la apaga en seguida. Rose parpadea con los ojos clavados en el complicado dibujo de franjas que oscila sobre la alfombra, las franjas son como serpientes, y termina su confesión con voz pastosa:
—… era tan popular y bonita…, y yo la odiaba, solía salir de casa hacia la escuela antes que ella y me entretenía para que me alcanzara, y a veces funcionaba y a veces no, yo la odiaba, le compré una tarjeta del día de San Valentín, una de esas tarjetas de broma, debía de medir treinta centímetros, estaba hecha de una cartulina muy brillante y en la tapa había un dibujo que representaba a un idiota, Mamá me amaba, decía, y cuando la abrías leías pero se murió, así que se la envié a Sandra porque su madre había muerto…, cuando estábamos en quinto…, y…, y…
Joe Pye se quita el prendedor con el gallo dorado y luego va desenrollando su turbante, que es increíblemente largo. Rose empieza a luchar con el primer botón de su vestido, y sus labios siguen sonriendo. Es un botón muy pequeño forrado de tela y resiste sus intentos de hacerlo pasar a través del ojal, pero acaba consiguiéndolo y se queda inmóvil, jadeando.
Pensará en todo aquello, debo pensar en todo esto, como si fuera algo totalmente impersonal, un acontecimiento corporal pero no espiritual, como un examen ginecológico. Pero Rose odia esos exámenes ginecológicos. Los odia y los teme y siempre intenta retrasarlos, cancelando las visitas en el último instante. Me estaría bien empleado si…, piensa a menudo. Pero su madre no tuvo cáncer allí, lo tuvo en otro sitio. Sí, empezó en otro sitio de su cuerpo y acabó estando por todas partes… Quizá no haya ninguna relación.
El cráneo de Joe Pye está cubierto de un espeso cabello oscuro que parece musgo: lo lleva muy corto. Debió de afeitarse la cabeza hace tiempo y ahora el pelo está volviendo a crecerle, pero en algunos sitios crece más de prisa que en otros. El moreno de la piel termina en el nacimiento del cabello, y la piel de esa zona es de un blanco tan lechoso como la de Rose. Mira a Rose y le dirige una sonrisa donde se mezclan la ternura y la interrogación y se arranca la perilla de un manotazo, sin mover ni un músculo del rostro. Rose traga aire, sorprendida.
—Pero, Olivia, ¿qué estás haciendo? —le pregunta.
El suelo se inclina repentinamente, con lo que Rose corre peligro de caerse, acabará cayendo en sus brazos. Da un paso hacia atrás. Su peso hace que el suelo vuelva a la posición normal, lo mantiene en su sitio. Tira de esos feos botoncitos que cierran su vestido. Está nerviosa, enfadada.
—Yo…, yo…, no puedo ir más de prisa —murmura.
Joe Pye se frota el mentón; la piel de esa zona es de color rosado y parece estar algo irritada. Se vuelve hacia Rose Mallow Odom y la mira. Sigue siendo un hombre impresionante, aunque ahora ya no lleva su majestuoso turbante ni su perilla; y sabe cómo adoptar una postura llena de dignidad, con los hombros un poco erguidos. Mira a Rose como si no pudiera creer lo que está viendo.
—¿Olivia? —dice.
Rose empieza a tirar de su vestido y un botón sale disparado, es ridículo pero no hay tiempo para pensar en eso, algo va mal, el vestido no quiere salir, se da cuenta de que sigue con el cinturón abrochado y naturalmente no puede quitarse el vestido, si ese idiota dejara de mirarla… Se baja los tirantes sollozando de frustración, revelando la flaca desnudez de sus hombros y sus minúsculos pechos, Rose Mallow Odom, que se ha pasado años enteros encogiéndose cada vez que entraba en el vestuario de la escuela, ardiendo de vergüenza, pues sólo pensar en su cuerpo la llenaba de vergüenza, y ahora está desnudándose delante de un desconocido, como si no le importara, y el desconocido la mira como si jamás hubiera visto nada semejante.
—Pero, Olivia, ¿qué estás haciendo? —dice.
Lo ha preguntado en un tono de voz que revela tanto alarma como una tensa cortesía. Rose se limpia las lágrimas de los ojos y le mira, perpleja.
—Pero, Olivia, las personas no lo hacen así, no tan de prisa y con esa cara de enfado… —dice Joe Pye. Arquea las cejas, con los ojos medio cerrados, en una mueca de desaprobación; toda la postura de su cuerpo irradia una inmensa dignidad—. Creo que has malinterpretado la naturaleza de mi proposición.
—¿Qué quieres decir con eso de que las personas no lo hacen…? ¿Qué clase de personas…? —gimotea Rose.
Tiene que parpadear a toda velocidad para seguir viéndole claramente, pero las lágrimas siguen brotando de sus ojos y corren por sus mejillas, van a dejar señales en la espesa capa de maquillaje que tan generosa y despectivamente se aplicó hace ya tantas horas; algo ha ido mal, algo ha ido terriblemente mal, ¿qué hace ese idiota, por qué me mira con tal compasión?
—Las personas decentes —dice Joe Pye muy despacio.
—Pero yo…, yo…
—Las personas decentes —dice él, bajando la voz, y una comisura de sus labios se curva hacia arriba formando un leve mohín de ironía.
Rose ha empezado a temblar pese al calor dorado que arde en su garganta. Tiene los pechos de un blanco azulado, y los pezones marrón claro se han endurecido de miedo. Miedo, frío y lucidez. Intenta mover los brazos para ocultarse a la brillante mirada de Joy Pye, pero no puede: él lo ve todo. El suelo está volviendo a inclinarse con enloquecedora lentitud. Si no deja de hacerlo, Rose acabará cayendo hacia adelante. Por mucho que intente resistirse echándose hacia atrás y apoyando el peso en sus temblorosos tacones, caerá en sus brazos.
—Pero yo pensaba… ¿Es que tú no…? ¿Es que no quieres…? —murmura.
Joe Pye se estira hasta alcanzar el máximo de su estatura. Es todo un gigante: el Rey del Bingo con su chaqueta plateada y sus negros pantalones acampanados, con la sombra de la perilla enmarcando su leve sonrisa de irritación, los ojos entrecerrados a causa del disgusto. Rose se echa a llorar al verle menear la cabeza. No. No, otra vez. No.
Solloza, le suplica, está cayendo hacia adelante. Algo ha ido mal y no puede comprender qué es. En su cabeza los acontecimientos siguieron su inevitable curso, ya había escogido las palabras frías e inteligentes que mejor servirían para describirlos, pero Joe Pye no sabe nada de sus planes, no sabe nada de sus palabras, no sabe nada de ella y no le importa.
—¡No! —dice él con voz seca, y la abofetea.
Debe de haber caído hacia él, será que se le han doblado las rodillas, pues de repente él la está cogiendo por los hombros desnudos y la sacude violentamente, con el rostro oscurecido por el flujo de la sangre. La cabeza de Rose oscila hacia adelante y hacia atrás. Contra la mesita, contra la pared, tan de repente, con tanta brusquedad, su nuca se estrella contra la pared, sus dientes chocan unos contra otros, sus pupilas desorbitadas, sus ojos que no ven nada.
—No no no no no.
Y de repente está en el suelo, algo la ha golpeado en la comisura derecha de los labios, está mirando hacia arriba y sus ojos se abren paso por entre capas y capas de aire turbulento para ver a un hombre con la cabeza en forma de bala que tiene los ojos húmedos, ojos de loco, un hombre al que nunca había visto con anterioridad. La bombilla que cuelga del techo, tan lejos de ella, arde con la potencia de un cegador sol desnudo detrás del cráneo de ese hombre.
—Pero yo…, yo…, pensaba que… —murmura.
—¡Te has exhibido en el Salón de Bingo de Joy Pye, has subido aquí para exhibirte y has ensuciado mi habitación, oh, sí, señorita, a ver qué sabes decir en tu defensa! —grita Joe Pye, levantándola de un tirón.
Le pone bien el vestido y la lleva hacia la puerta, cogiéndola nuevamente por los hombros y apretándole la mano, muy fuerte, muy fuerte, sin ninguna huella de afecto o cortesía, ¡oh, sí, está claro que no quiere ni verla!, y un instante después Rose está en el pasillo, y su bolso de cuero vuela por los aires detrás de ella y la puerta de la 302 se cierra con un golpe seco.
Todo ha sucedido tan de prisa que Rose no comprende nada. Se queda inmóvil y contempla la puerta como si esperara verla abrirse de nuevo. Pero la puerta sigue cerrada. Al otro extremo del pasillo alguien abre una puerta, asoma la cabeza por el umbral y, al ver el estado en que se encuentra, también esa puerta se cierra a toda velocidad. Rose se queda sola, completamente sola.
Está demasiado aturdida y confusa para sentir dolor; sólo siente una especie de cosquilleo en la mandíbula, y el palpitar de sus hombros allí donde el fantasma de los dedos de Joe Pye sigue apretándoselos con fuerza. Vaya, pero si no sentía nada hacia ella, si no podía ni verla…
Camina por el corredor haciendo eses igual que una borracha, sosteniéndose el vestido con una mano y usando la otra para apretar torpemente el bolso contra su costado, va haciendo eses, tambaleándose y hablando consigo misma igual que una borracha… Está borracha.
—¿Qué quieres decir con eso de que las personas…? ¿Qué clase de personas…?
¡Si la hubiera abrazado! ¡Si la hubiera amado!
Llega al primer rellano de la escalera de incendios y sufre un terrible ataque de mareo, y piensa que será más prudente sentarse en el suelo. Sí, hay que sentarse, en seguida. Su cabeza vibra con unas palpitaciones que no logra controlar, cree que quizá sea el pulso del Rey del Bingo, cuya voz llena de enfado sigue resonando en su cabeza, mezclada con sus propios pensamientos. Una bola de líquido se va acumulando en su paladar —escupe sangre, conteniendo las náuseas—, y descubre que uno de sus dientes delanteros está suelto, sí, uno de sus dientes delanteros está suelto, y el canino de al lado también baila de un lado para otro en su alvéolo.
—Oh, Joe Pye —murmura—, oh, Cristo bendito, qué has hecho…
Llora, se sorbe los mocos y finalmente consigue abrir el cierre de su bolso, el cierre de metal cromado que imita el oro, y mete la mano dentro, sollozando, para ver si…, pero ya no está…, ha desaparecido…, ah, no, allí está; allí está después de todo, doblado una y otra vez y un poquito arrugado (se había sentido tan incómoda que se apresuró a guardarlo dentro de su bolso): el cheque de 100 dólares. Un cheque en el que debería haber una gran firma negra, unas letras elegantes y orgullosas, la firma de Joe Pye; si al menos pudiera enfocar sus pupilas el tiempo suficiente para verla…
—Joe Pye, ¿qué clase de personas? —gimotea, parpadeando—. Nunca oí hablar de… ¿Qué clase de personas, dónde…?
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