Infiel
“Faithless:”
Originalmente publicado en The Kenyon Review,
en The Best American Mystery Stories 1998
y en The Pushcart Prize: Best of the Small Presses 1998
Faithless: Tales of Transgression (2001)
1
La última vez que mi madre, Cornelia Nissenbaum, y su hermana Constance vieron a su madre fue el día antes de que desapareciera de sus vidas para siempre, el 11 de abril de 1923. Era una mañana lluviosa y neblinosa. Buscaban a su madre porque había un problema en la casa; no había bajado para preparar el desayuno, así que no había nada para ellas salvo lo que les dio su padre: harina de avena glutinosa de la mañana anterior recalentada a toda prisa en la cocina, pegada al fondo de la cazuela y con sabor a quemado. Su padre les pareció extraño, sonriendo pero sin verlas, como solía hacer, igual que el reverendo Dieckman, con demasiada intensidad en su púlpito los domingos por la mañana, salmodiando la palabra de Dios. Sus ojos estaban enhebrados de sangre y su rostro seguía estando pálido por el invierno pero sonrojado, con manchas. En aquella época era un hombre atractivo aunque de aspecto severo y duro. Patillas entrecanas y una barba cuadrada, áspera y también con mechas grises, y el cabello tupido, negro, liso, mullido, peinado hacia atrás desde la frente como una cresta. Las hermanas tenían miedo de su padre cuando no estaba su madre para mediar entre ellos; era como si ninguno supiese quién era sin ella.
Connie se mordió el labio y reunió el valor para preguntar dónde estaba mamá y su padre respondió, subiéndose los tirantes mientras salía:
—Tu madre está donde la encuentres.
Las hermanas observaron cómo su padre cruzaba el patio delantero lleno de charcos de barro hasta donde una cuadrilla de jornaleros esperaba a la puerta de un enorme granero. Era la época de plantar centeno y en el valle de Chautauqua en primavera siempre existía la preocupación por la lluvia: demasiada lluvia que arrastra las semillas o hace que se pudran en la tierra antes de que puedan brotar. Mi madre, Cornelia, llegó a la edad adulta pensando que las bendiciones y las maldiciones caen del cielo con igual autoridad, a cántaros, como la lluvia. Estaba Dios, que ponía el mundo en movimiento y que en ocasiones intervenía en los asuntos de los hombres por motivos que nadie podía dilucidar. Si vivías en una granja, estaba el clima, siempre el clima, cada mañana el clima y cada tarde al ponerse el sol calculando la situación del día siguiente, del cielo que significaba demasiado. Alzando la vista siempre, mirando al exterior, el corazón dispuesto a acelerarse.
Aquella mañana. Las hermanas nunca olvidarían aquella mañana. Sabían que algo iba mal, pensaban que mamá estaba enferma. La noche anterior oyeron, ¿qué exactamente? Voces. Una voz entre los sueños y el viento. En aquella granja, al borde de un descenso de dieciséis kilómetros hasta el río Chautauqua, siempre hacía viento —¡en los peores días, el aire podía dejarte literalmente sin aliento!— como un fantasma, como un duende. Un ser invisible empujándote desde detrás, cerca de ti, a veces incluso dentro de la casa, hasta en tu cama, presionando su boca (o su hocico) contra el tuyo y aspirando tu aliento.
Connie pensaba que Nelia era tonta, una niña tonta por creer esas cosas. Tenía ocho años y una mente escéptica. Y sin embargo, quizá también lo creía. Le gustaba asustarse con aquellas ideas disparatadas, de esa forma en la que casi puedes hacerte cosquillas.
Connie, que casi siempre estaba muerta de hambre y que después de aquella mañana lo estaría durante años, se sentó a la mesa cubierta con un hule y se comió las cucharadas de harina de avena que su padre había sacado para ella, las devoró, incluso la avena quemada, su cabeza inclinada con sus trenzas claras encrespadas y su mandíbula trabajando a toda velocidad. Harina de avena endulzada con la nata de la leche a punto de cortarse, y azúcar moreno grueso. Nelia, que estaba inquieta, no pudo tragar más de una cucharada o dos de la suya, así que Connie acabó devorándola también. Recordaba que parte de la harina de avena estaba tan caliente como para quemarse la lengua y el resto, frío como si acabara de salir de la nevera. Recordaba que estaba deliciosa.
Las niñas lavaron sus platos en el fregadero con agua fría y dejaron a remojo la cazuela de la harina de avena llena de espuma y jabonaduras. Era hora de que Connie se fuese a la escuela, pero ambas sabían que no iría, aquel día no. No podía salir para caminar los más de tres kilómetros hasta la escuela con aquella sensación de que «había algún problema», y tampoco podía dejar a su hermana pequeña atrás. Aunque cuando Nelia se sorbió los mocos y se limpió la nariz con las manos, Connie le dio un manotazo en el hombro y la regañó:
—Marranota.
Aquélla era una costumbre de su madre cuando hacían algo que fuese siquiera ligeramente asqueroso.
Connie subió la primera al gran dormitorio que había en la parte delantera y que era la habitación de mamá y papá y a la que tenían prohibida la entrada salvo que hubiesen sido invitadas expresamente, por ejemplo si la puerta estaba abierta y mamá estaba limpiando dentro, cambiando las sábanas y exclamaba: «¡Entrad, niñas!» mientras sonreía de buen humor, así que no había problema y no las regañaría. «Adelante, echadme una mano», lo que se convertía en un juego en el que sacudían las sábanas y las fundas para meter las pesadas almohadas de pluma de oca, mamá y Connie y Nelia riendo juntas. Pero aquella mañana, la puerta estaba cerrada. No se oía a mamá dentro. Connie se atrevió a girar el pomo, empujó la puerta abriéndola despacio, y vieron, sí, para su asombro, que su madre yacía sobre la cama deshecha, parcialmente vestida, envuelta en una manta de punto. ¡Dios mío, daba miedo ver así a mamá, tumbada a aquella hora de la mañana! Mamá, que era tan enérgica y capaz y que las sacaba de la cama si tardaban en levantarse; mamá, con poca paciencia para los trucos haraganes de Connie, como solía llamarlos, o para el moqueo, los dolores de tripa y los terrores infantiles de Nelia.
—¿Mamá? —la voz de Connie se había quebrado.
—¿Ma-má? —lloriqueó Nelia.
Su madre gimió y estiró un brazo sobre una de las almohadas, que descansaba torcida junto a ella. Respiraba con dificultad, como un caballo sin aliento; su pecho subía y bajaba visiblemente y tenía la cabeza echada hacia atrás sobre la almohada y se había puesto un paño húmedo sobre los ojos a modo de máscara, lo que le ocultaba medio rostro. Su cabello rubio oscuro estaba despeinado, sin trenzas, áspero y sin lustre como la crin de un caballo, sin lavar desde hacía días. El potente mal olor del cabello de mamá cuando hacía falta que se lo lavara. Esos olores, dirían las hermanas, algunos no muy agradables, los recuerdas toda la vida. Y el olor de la habitación prohibida de sus padres a… ¿era a polvos de talco, axilas sudorosas, el olor agridulce de las sábanas que, al margen de la frecuencia con la que las lavaras con detergente y lejía, nunca estaban verdaderamente limpias? Olor a cuerpos. Cuerpos adultos. A levadura, viciado. El tabaco de papá (enrollaba sus propios cigarrillos en un tosco papel, masticaba tabaco en una bolita gruesa y negra como el alquitrán) y el aceite capilar de papá y aquel olor especial de los zapatos de papá, los zapatos negros de los domingos que siempre estaban lustrados. (Sus botas de faena y demás las guardaba abajo, en el porche cerrado junto a la puerta trasera que llamaban «la entrada».)
En el ropero que había junto a la cama, detrás de un largo de cretona sin dobladillo, había un orinal de porcelana picada de color azul con una tapadera extraíble y un borde que se redondeaba cuidadosamente hacia abajo, como un labio.
Las hermanas tenían su propio orinal, «su orinalito», como lo llamaban. No hubo instalación de agua en el interior de la granja de John Nissenbaum, ni en ninguna granja del valle de Chautauqua hasta bien entrados los años treinta, o en los hogares más pobres hasta bien entrados los cuarenta e incluso después. A unos cien metros detrás de la casa, más allá del silo, se encontraba el retrete externo, la letrina, el «baño». Pero cuando hacía frío o llovía o en la noche oscura, no te convenía hacer aquel recorrido, no si podías evitarlo.
Claro está que había olor a orina y a excrementos, más leve, por doquier, reconocieron las hermanas años después. Como adultas, al recordar. Pero probablemente lo cubría el olor a corral. Después de todo, ¡no hay nada peor que el olor a estiércol de cerdo!
Al menos, nosotros no éramos cerdos.
En fin, allí estaba mamá, en la cama. La cama, tan elevada del suelo que tenían que subir con una rodilla por delante para deslizarse hasta ella y sujetarse a lo que pudieran. Al colchón de crin de caballo, tan duro e incómodo. Mamá no se había retirado el paño sobre los ojos y junto a ella, sobre las sábanas arrugadas, su Biblia. Boca abajo. Con las páginas dobladas. La Biblia que su suegra, la abuela Nissenbaum, le dio como regalo de bodas al ver que no tenía una propia. Era más pequeña que la pesada Biblia familiar de color negro y tenía las cubiertas de cuero liso de color marfil y las páginas de papel de cebolla que a las niñas les estaba permitido examinar pero no pasarlas sin la supervisión de mamá; la Biblia desapareció con Gretel Nissenbaum para siempre.
Las niñas rogaron y lloriquearon.
—¿Mamá? Mamá, ¿estás enferma?
Al principio no hubo respuesta. Sólo la respiración de mamá, rápida, profunda y desigual. Y su piel grasa olivácea con un calor febril. Tenía las piernas enrolladas en la manta, el cabello extendido sobre la almohada. Vieron el brillo de la cruz de oro de mamá en una cadena también de oro alrededor de su cuello, prácticamente desaparecida entre su cabello. (No sólo una cruz sino también un relicario: cuando mamá lo abría, dentro se encontraba un diminuto mechón de cabello gris que perteneció a una mujer que las niñas no habían conocido nunca, la abuela de mamá a la que tanto quería de niña.) Y los pechos de mamá, ¡prácticamente descubiertos!, pesados, exuberantes, hermosos, que casi sobresalían de un camisón blanco de ojetes, redondos como sacos que contenían un líquido tibio, y los pezones oscuros y grandes como ojos. Era de mala educación mirar fijamente a cualquier parte del cuerpo de una persona. Pero ¿cómo podías evitarlo?, sobre todo Connie, que se sentía fascinada por aquello, adivinando que un día habitaría un cuerpo como el de mamá. Años antes, había mirado celosa, impresionada, a hurtadillas los enormes pechos de mamá hinchados por la leche cuando todavía amamantaba a Nelia. Ésta ya tenía cinco años y no recordaba haber sido amamantada en absoluto; un día llegaría a creer, testaruda y desdeñosa, que nunca había tomado el pecho, que sólo la habían alimentado con biberón.
Por fin mamá retiró el paño de su rostro.
—¡Vosotras! ¡Maldita sea! ¿Qué queréis? —miró a las niñas fijamente como si, con las manos juntas y boquiabiertas, fueran unas extrañas. Tenía el ojo derecho amoratado e hinchado y marcas rojas recientes en la frente, y primero Nelia y después Connie empezaron a llorar y mamá dijo—: Constance, ¿por qué no estás en la escuela? ¿Por qué no podéis dejarme en paz? ¡Válgame Dios! Siempre con el mamá, mamá, mamá.
—Mamá, ¿te has hecho daño? —lloriqueó Connie, y Nelia gimió, chupando un extremo de la manta a la manera de un bebé desquiciado y mamá hizo caso omiso de la pregunta, como solía hacer cuando pensaba que las preguntas eran entrometidas, que no eran de la incumbencia de nadie: levantó la mano en un amago de abofetearlas, pero cayó con cansancio, como si aquello hubiera sucedido muchas veces antes, aquel intercambio, aquel sentimiento, y fuese su destino que volviera a ocurrir muchas veces más. Un mal olor a sangre emanaba de la parte inferior del cuerpo de mamá, de los dobleces de la manta manchada, un olor que ninguna de las niñas podía identificar salvo al volver la vista atrás, en la adolescencia, al detectarlo en ellas: avergonzadas, incómodas, el secreto de sus cuerpos durante lo que se llamaba, siempre con connotaciones de vergüenza, «esos días del mes».
Por lo tanto: Gretel Nissenbaum, en el momento de su desaparición de la casa de su marido, tenía la menstruación.
¿Aquello significaba algo o nada?
Nada, contestaría Cornelia con aspereza.
Sí, insistiría Constance, significaba que nuestra madre no estaba embarazada. No huyó con un amante debido a eso.
Aquella mañana, ¡qué confusión reinaba en el hogar de los Nissenbaum! Sin embargo, las hermanas hablaron más adelante del encuentro en la enorme habitación, de lo que les dijo su madre, del aspecto que tenía y de su comportamiento, aunque no fue exactamente así, por supuesto. Porque, ¿cómo puedes hablar de confusión, cuáles son las palabras para describirla? ¿Cómo expresar con un lenguaje adulto la incontrolable fibrilación de las mentes infantiles, la mente de dos niñas golpeándose la una contra la otra como polillas, cómo saber lo que ocurrió de verdad y lo que imaginaron? Connie juraría que el ojo de su madre parecía un huevo repugnante ennegrecido y podrido, tan hinchado, pero no podría decir cuál de ellos era, si el derecho o el izquierdo; Nelia, que evitaba mirar el rostro magullado de su madre y únicamente ansiaba hundirse en ella, poder esconderse y ser reconfortada, con el tiempo llegaría a dudar que había visto un ojo lastimado; o se preguntaría si se lo habían hecho creer porque Connie, que era tan mandona, afirmaba que así era.
Connie recordaría las palabras de su madre, la voz aguda y desesperada de mamá: «No me toquéis… ¡Tengo miedo! Puede que me vaya, pero no estoy preparada… ¡Dios mío, tengo tanto miedo!», etcétera, etcétera, diciendo que se iba, que tenía miedo, y Connie le preguntaba, ¿adónde?, ¿adónde iba?, y mamá golpeaba las sábanas con los puños. Nelia recordaría que le dolió la forma en que mamá tiró del extremo de la manta empapada de babas para sacársela de la boca, ¡con tanta fuerza! No mamá, sino «mamá mala», «mamá bruja» que le daba miedo.
Pero entonces mamá se aplacó, exasperada.
—Vamos, ¡malditas niñas! Claro que mamá os quiere.
Ansiosas entonces como gatitas hambrientas, las hermanas se subieron con dificultad a la cama, alta y dura, gimoteando, acurrucándose en los brazos de mamá, con su cabello húmedo y enredado, con aquellos pechos. Connie y Nelia metiéndose en la cama, llorando hasta quedarse dormidas como bebés de pecho, mamá colocó la manta sobre las tres como si se estuvieran protegiendo. Aquella mañana del 11 de abril de 1923.
Y a la mañana siguiente, temprano, antes del amanecer. Las hermanas se despertaron por los gritos de su padre:
—¿Gretel? ¡Gretel!
2
«… nunca volvimos a hablar de ella después de las primeras semanas. Tras la impresión inicial. Aprendimos a rezar por ella y a perdonarla y a olvidarla. No la echamos de menos.» Eso dijo mamá con su voz tranquila y juiciosa. Una voz que no contenía culpa.
Pero la tía Connie me llevó aparte. La hermana mayor, la más prudente. «Es cierto que nunca hablábamos de mamá cuando había personas mayores cerca, eso estaba prohibido. Pero, ¡ay Dios!, la echábamos de menos todas las horas del día, todo el tiempo que vivimos en aquella granja.»
Yo era la hija de Cornelia pero confiaba en la tía Connie.
Nadie en el valle de Chautauqua sabía adónde había huido Gretel, la joven esposa de John Nissenbaum, pero todos tenían su opinión o conocían el motivo.
Era infiel. Una mujer infiel. ¿No se había ido con un hombre y había abandonado a sus hijas? Tenía veintisiete años y era demasiado joven para John Nissenbaum y no era de Ransomville, su familia vivía a unos cien kilómetros en Chautauqua Falls. Era una esposa que había cometido adulterio, que era una adúltera. (Algunos la llamarían golfa, puta, zorra.) El reverendo Dieckman, el pastor luterano, daba unos sermones maravillosos a raíz de su marcha. Kilómetros a la redonda en el valle y durante años, hasta bien entrados los cuarenta, se hablaba del escándalo de Gretel Nissenbaum: ¡una mujer que había dejado a su fiel esposo cristiano y a sus dos hijas!, ¡sin aviso!, ¡sin provocación!, que desapareció a medianoche llevándose consigo una única maleta y, como les gustaba decir a todas las mujeres que alguna vez habían hablado de aquella historia, relamiéndose, «con lo puesto».
(La tía Connie dijo que creció imaginando que de hecho había visto a su madre, como en un sueño, caminando a hurtadillas el largo camino hasta la carretera, un fardo de ropa, como si fuera colada, colgado de la espalda. Los niños son tan impresionables, solía decir la tía Connie, riendo con ironía.)
Durante mucho tiempo después de la desaparición de su madre, y al no recibir noticias de ella, o sobre ella, por lo que sabían las hermanas, Connie no parecía poder evitar atormentar a Nelia diciendo: «¡Mamá viene a casa!», para el cumpleaños de Nelia o por Navidades o por Semana Santa. Cuántas veces se entusiasmaba por su picardía al engañar a su hermana pequeña y, como niña que era, Nelia se lo creía.
Y cómo se reía sin parar Connie de ella.
Bueno, tenía gracia. ¿Verdad?
Otra travesura de Connie: despertar a Nelia hincándole el dedo por la noche mientras el viento hacía sonar las ventanas, gimiendo en la chimenea como un animal atrapado. Diciendo entusiasmada: «Mamá está ahí fuera, junto a la ventana, ¡escucha! ¡Mamá es un fantasma que intenta ATRAPARTE!».
A veces Nelia gritaba tanto que Connie tenía que ponerse a horcajadas sobre su tronco y presionar una almohada sobre su cara para amortiguar sus gritos. «Si hubiésemos despertado a papá con aquellas tonterías, lo habríamos pagado muy caro.»
En una ocasión, yo tendría unos doce años, le pregunté si mi abuelo les había dado un azote o les había pegado.
La tía Connie, sentada en nuestra sala de estar en el sillón de respaldo alto tapizado en brocado malva que ocupaba siempre cuando venía a visitarnos, hizo caso omiso. Y mamá tampoco pareció oírme. La tía Connie encendió uno de sus Chesterfield con un ademán nervioso en sus uñas pintadas de rosa glaseado, inhaló satisfecha y profundamente y dijo, como si fuera una idea que se le acababa de ocurrir, y como tal merecedora de pronunciarse:
—El otro día, viendo la tele, me di cuenta de lo mimados y tontos que son los niños, y se supone que debemos pensar que hacen gracia. Papá no toleraba que los niños montaran un numerito ni un segundo —hizo una pausa, inhalando profundamente otra vez—. Ningún hombre lo hacía en aquella época.
Mamá asintió despacio, frunciendo el ceño. Estas conversaciones con mi tía siempre parecían causarle dolor, un dolor físico real detrás de los ojos, y sin embargo no podía resistirse, al igual que la tía Connie. Dijo, enjuagándose los ojos:
—Papá era un hombre orgulloso. Tanto después de que ella nos dejara como antes.
—¡Mmm! —la tía Connie emitió su zumbido nasal agudo que significaba que tenía algo importante que añadir, pero que no quería parecer agresiva—. Bueno, quizá más, Nelia. Más orgullo. Después —habló con segundas intenciones, con una sonrisa y lanzándome una mirada.
Como una actriz que se ha desviado de su diálogo, mamá corrigió rápidamente:
—Sí, por supuesto. Porque un hombre más débil habría sucumbido a… la vergüenza y la desesperación…
La tía Connie asintió enérgicamente.
—… podría haber renegado de Dios…
—… podría haberse dado a la bebida…
—… tantos lo hicieron, en aquella época…
—… pero papá no. Él tenía el don de la fe.
La tía Connie asintió sabiamente. Y sin embargo seguía mostrando aquella media sonrisa pícara.
—Oh, en efecto. Aquél fue el regalo que nos hizo, Nelia, ¿verdad?… Su fe.
Mamá sonreía con su sonrisa hermética, con la mirada baja. Sabía que, cuando la tía Connie se fuera, subiría a su habitación a echarse un rato, se tomaría dos aspirinas y correría las cortinas y se pondría un paño húmedo sobre los ojos y se tumbaría e intentaría dormir. En su rostro suavizado por la mediana edad, del color de la masilla, brillaba un rostro infantil absorto por el miedo.
—¡Ah, sí! Su fe.
La tía Connie rió de buena gana. Rió sin cesar. Los hoyuelos se le hendían en las mejillas y lanzaba un guiño de ojos en mi dirección.
Años después, mientras ordenaba aturdida las pertenencias de mamá después de su muerte, descubrí, en un sobre perfumado de lavanda en el cajón de un escritorio, un único mechón de cabello seco de color ceniza. En el sobre, en tinta morada desvaída, «Querido padre John Allard Nissenbaum 1872–1957».
Por lo que él mismo decía, John Nissenbaum, el marido ofendido, no tenía la más mínima sospecha de que su joven y obstinada esposa estaba descontenta, inquieta. ¡Y mucho menos de que tenía un amante secreto! Tantas mujeres de la zona hubieran deseado con todas sus fuerzas cambiarse por ella, que le había hecho creer cuando la cortejaba que esa posibilidad sería absurda.
Y es que los Nissenbaum eran una familia muy respetada en el valle de Chautauqua. Entre todos ellos debían de ser los dueños de miles de hectáreas de tierras de cultivo de primera.
Durante las semanas, meses y con el tiempo años que siguieron a aquella escandalosa partida, John Nissenbaum, que era por naturaleza, como la mayoría de los hombres de la familia Nissenbaum, reticente hasta el extremo de la arrogancia, y tremendamente reservado, dio a conocer —su versión de— la historia. Como advirtieron las hermanas (ya que su padre nunca les habló de su madre una vez pasados los primeros días después de la impresión), no se trataba de una única historia coherente, sino que tuvo que ser reconstruida como un gigantesco edredón formado por un sinnúmero de retales de tela.
Reconoció que Gretel echaba de menos a su familia, a una hermana mayor con la que tenía una relación muy cercana, y a sus primos y amigas con las que fue al instituto en Chautauqua Falls; entendía que la granja de ochenta hectáreas era un lugar en el que se sentía sola: sus vecinos más próximos estaban a kilómetros de distancia, y el pueblo a algo más de once kilómetros. (Los viajes más allá de Ransomville eran poco frecuentes.) Sabía, o creía saber, que su esposa abrigaba lo que su madre y sus hermanas denominaban «ideas descabelladas», incluso después de nueve años de matrimonio, de vida en la granja, y de hijos: en varias ocasiones había solicitado tocar el órgano en la iglesia, pero se lo habían negado; recordaba, a menudo con melancolía y quizá con reproche, visitas tiempo atrás a Port Oriskany, Buffalo y Chicago, antes de que se casara a los dieciocho con un hombre catorce años mayor que ella… En Chicago había visto representaciones teatrales y musicales, a los sensacionales bailarines Irene y Vernon Castle en Watch Your Step de Irving Berlin. No era sólo que Gretel quisiera tocar el órgano durante los oficios religiosos de los domingos (y sustituir al anciano organista cuya forma de tocar, según ella, sonaba como un gato en celo), era su actitud general hacia el reverendo Dieckman y su esposa. Le molestaba tener que invitarlos a una complicada cena de domingo cada varias semanas, como insistían los Nissenbaum; permitía que sus ojos recorrieran la congregación durante los sermones de Dieckman y contenía bostezos tras su mano enguantada; se despertaba en mitad de la noche, decía, dispuesta a discutir sobre la condenación, el infierno, el concepto preciso de la gracia. Delante de un sorprendido pastor, se declaró «incapaz de aceptar plenamente las enseñanzas de la Iglesia luterana».
Si había algún otro problema más íntimo entre Gretel y John Nissenbaum, u otro factor en la vida emocional de Gretel, está claro que nadie hablaba de ello por entonces.
Aunque se daba a entender —¿posiblemente más que eso?— que John Nissenbaum estaba decepcionado al haber tenido hijas únicamente. Como era de esperar, quería tener hijos varones para que le ayudaran en el incesante trabajo en la granja; hijos a los que pudiera dejar sus considerables propiedades, igual que sus hermanos casados tenían hijos.
Lo que se sabía en líneas generales era: aquel día de abril, John se despertó una hora antes de que amaneciera, cuando todavía era noche cerrada, y descubrió que Gretel no estaba en la cama. ¿Se había ido de la casa? La buscó, la llamó, cada vez más alarmado, incrédulo:
—¿Gretel? ¡Gretel!
Buscó en todas las habitaciones del piso superior de la casa incluido el dormitorio en el que sus hijas, asustadas y aturdidas por el sueño, estaban acurrucadas en su cama; miró en todas las habitaciones del piso de abajo, incluso en el húmedo sótano con el suelo de tierra al que bajó con una linterna:
—¿Gretel? ¿Dónde estás?
El amanecer llegó mortecino, poroso y húmedo, y con un abrigo que se puso a toda prisa sobre su pijama, y los pies descalzos en sus botas de goma, inició una búsqueda frenética a la vez que metódica en las dependencias de la granja: el baño, el establo de las vacas y el establo contiguo, el pajar y el granero en el que las ratas se movían ligeramente cuando se acercaba. En ninguna de ellas excepto quizá el baño era probable que encontrara a Gretel; de todos modos, John continuó su búsqueda cada vez más asustado, sin saber qué otra cosa podía hacer. Desde la casa, sus hijas, que ahora estaban aterradas, lo observaban entrando y saliendo de edificio en edificio, una figura alta, rígida y de movimientos nerviosos con las manos ahuecadas ante la boca gritando:
—¡Gretel! ¡Greteeel! ¡Me oyes! ¡Dónde estás! ¡Greteeel!
La voz intensa y fuerte de aquel hombre pulsaba como un metrónomo, clara, profunda y, a oídos de sus hijas, tan terrible como si el mismísimo cielo se hubiera quebrado y el mismo Dios estuviera gritando.
(¿Qué sabían de Dios unas niñas tan pequeñas, de cinco y ocho años? De hecho, bastante, como explicaría la tía Connie más adelante. Estaba la imitación de barítono del reverendo Dieckman del Dios del Antiguo Testamento, la expulsión del Edén, la réplica demoledora a Job, la espectacular zarza que ardía sin consumirse en la que el mismo fuego gritaba ¡HEME AQUÍ!, todo ello se había grabado irrevocablemente en su imaginación.)
Sólo entrada la mañana —pero aquélla era una explicación confusa y atormentada— descubrió John que la maleta de Gretel había desaparecido del armario. Y visiblemente faltaba ropa de las perchas. Y los cajones de la cómoda de Gretel habían sido vaciados a toda prisa: su ropa interior, sus medias habían desaparecido. Y sus joyas favoritas, por las que sentía una vanidad infantil, no estaban en la caja de madera de cedro; tampoco su juego de peine, cepillo y espejo con el camafeo desvaído, herencia familiar. Ni su Biblia.
¡Qué gracia! ¡Cómo iba a reírse la gente de aquello, Gretel Nissenbaum se había llevado su Biblia!
Donde demonios fuera que hubiese ido.
¿Y no había nota de despedida después de nueve años de matrimonio? John Nissenbaum afirmaba haber buscado en todas partes sin éxito. Sin una palabra de explicación, sin una palabra de remordimiento siquiera por sus pequeñas hijas. «Sólo por eso la expulsamos de nuestros corazones.»
Durante aquel momento de confusión, mientras su padre buscaba y llamaba a su madre, las hermanas se abrazaban en un estado de aturdimiento más allá de la sorpresa y el terror. A veces su padre parecía apresurarse hacia ellas con la ceguera de los ojos saltones de un caballo de carreras, y ellas desaparecían de su trayecto a toda prisa. No las veía más que para ordenarles que no se cruzaran en su camino, que no lo molestaran ahora. Lo observaron desde la puerta de entrada trasera mientras enganchaba los caballos a su calesa y partía estremecido en dirección a Ransomville por la carretera del correo repleta de baches por el invierno, dejando a las niñas atrás, borrándolas de su mente. Y después contó, con repugnancia de sí mismo llena de arrepentimiento, con el aspecto de un pecador iluminado, que realmente creía que adelantaría a Gretel en la carretera, convencido de que estaría allí, caminando por el arcén cubierto de hierba, llevando su maleta. Gretel era una mujer nerviosa, enjuta y tensa, más fuerte de lo que parecía, sin miedo al esfuerzo físico. ¡Una mujer capaz de cualquier cosa!
John Nissenbaum tenía la idea de que Gretel había partido hacia Ransomville, a unos once kilómetros de distancia, para tomar el tren de media mañana hacia Chautauqua Falls, a unos cien kilómetros hacia el sur. Creía confuso que debían de haber tenido una discusión, porque si no Gretel no se habría ido; de hecho, no recordaba discrepancia alguna, pero, de todos modos, Gretel era «una mujer impulsiva, muy excitable»; insistía en visitar a los Hauser, su familia, a pesar de los deseos de su marido, ¿era por eso? Los echaba de menos, o echaba algo de menos. Estaba enojada porque no habían ido a Chautauqua Falls en Semana Santa, no veía a su familia desde Navidades. ¿Era por eso? Nunca fuimos suficiente para ella. ¿Por qué no?
Pero en Ransomville, en la estación de ladrillo de cenizas de Chautauqua & Buffalo, no había señal de Gretel, y el solitario empleado tampoco la había visto.
—Es una mujer más o menos de mi altura —dijo John Nissenbaum con su estilo formal y un tanto altivo—. Seguramente lleva una maleta, y es probable que sus pies estén llenos de barro. Sus botas.
El empleado negó despacio con la cabeza.
—No, señor, nadie con ese aspecto.
—Una mujer sola. Una… —cierta duda, una mirada de dolor—, una mujer atractiva, joven. Una especie de, una forma de, una forma de… —otra pausa—, hacer notar su presencia.
—Lo siento —dijo el empleado—. Acaba de pasar el tren de las 8.20 y ninguna mujer ha comprado un billete.
Entonces se observó a John Nissenbaum, con los ojos duros, con el cabello negro rígido y mullido y mechones como plumas de ave, durante gran parte de aquella mañana del 12 de abril de 1923, recorriendo un lado de la única calle principal de Ransomville y luego el otro. Sin sombrero, con un peto y botas de granja pero con un abrigo de vestir —de un gris plomizo y sombrío, de lana «buena»— mal abotonado por su estrecho torso musculoso. Desaliñado y desfigurado por el dolor del marido engañado demasiado patente en ese momento para que intervenga el orgullo masculino; patético dijeron algunos, como un perro apaleado, y sin embargo ansioso al mismo tiempo, ansioso como un cachorro, preguntó en Meldron’s Dry Goods, en Elkin & Sons Grocers, en First Niagara Trust, en el bufete de Rowe & Nissenbaum (ese Nissenbaum era un primo pequeño de John), incluso en el almacén de baratijas donde las dependientas se rieron tontamente a su paso. Entró al fin en el hotel Ransomville, en el sombrío bar donde la esposa del dueño barría el suelo de madera cubierto de serrín.
—Lo siento, señor, pero no abrimos hasta el mediodía —dijo la mujer pensando que se trataba de un borracho, aturdido y balanceándose, después lo miró con más atención: no sabía su nombre de pila (ya que John Nissenbaum no era cliente de las tabernas locales) pero reconoció sus rasgos. Se decía que los hombres de la familia Nissenbaum se parecían al nacer, o acababan pareciéndose—. ¿Señor Nissenbaum? ¿Ocurre algo?
En un compás de silencio estancado, Nissenbaum parpadeó, intentando sonreír, buscando a tientas un sombrero para quitárselo pero sin encontrarlo, susurrando:
—No, señora, estoy seguro de que no. Es un malentendido, creo. Debía encontrarme con la señora Nissenbaum por aquí. Mi esposa.
Poco después de la desaparición de Gretel Nissenbaum surgieron, de numerosas fuentes, desde todos los puntos de la brújula, ciertas historias sobre la mujer. ¡Lo grosera que había sido, en más de una ocasión, con los Dieckman!, ¡con muchos de los miembros de la congregación luterana! Una mala esposa. Una madre antinatural. Se decía que había abandonado a su esposo y a sus hijas en el pasado, que había regresado con su familia en Chautauqua Falls, o era Port Oriskany; y el pobre John Nissenbaum tenía que ir a buscarla para llevarla a casa otra vez. (Aquello no era cierto, aunque con el tiempo les acabaría pareciendo verdad incluso a Constance y Cornelia. Ya anciana, Cornelia juraría que recordaba las «dos ocasiones» en que se fue su madre.) Una fresca sinvergüenza, una golfa a la que le gustaban los hombres. Estaba loca por los hombres. Cualquier cosa que llevara pantalones. O era presumida, una esnob. Casarse con un miembro de la familia Nissenbaum, un hombre casi lo suficientemente mayor como para ser su padre, ¡ningún misterio! Y lo que era peor, su lengua podía resultar mordaz, blasfema. Se le había oído pronunciar palabras como maldito, condenado, infierno. Sí, y cojones, gilipollez. De pie con las manos en las caderas, fijando los ojos en ti; con sus fuertes carcajadas. Y mostrando los dientes, que eran demasiado grandes para su boca. Se pasaba de lista, eso seguro. Era maquinadora, infiel. Todo el mundo sabía que coqueteaba con los braceros de su marido, hacía mucho más que coquetear con ellos, sólo había que preguntar por ahí. Claro que tenía un novio, un amante. Claro que era una adúltera. ¿No se había ido con un hombre? Se había ido ¿y adónde iba a ir, adónde iba a ir una mujer si no era con un hombre? Quienquiera que fuese.
De hecho, lo habían visto: un operador de la torre de control de los ferrocarriles de Chautauqua & Buffalo, un hombretón pelirrojo que vivía en Shaheen, a veinte kilómetros. ¿O era un vendedor de aspiradoras, un hombrecillo con aspecto de roedor con bigote y una forma de hablar calmada, que pasaba cada ciertos meses por el valle pero a quien después del 12 de abril de 1923 nunca más se volvió a ver?
Otro rumor más atractivo era que el amante de Gretel Nissenbaum era un oficial de la Marina de treinta años estacionado en Port Oriskany. Había sido trasladado a una base en Carolina del Norte, o quizá fuera en Pensacola, Florida, y Gretel no tuvo más opción que huir con él, lo quería tanto. Y estaba embarazada de tres meses, de él.
No podría haber habido romanticismo alguno en la terrible posibilidad de que Gretel Nissenbaum hubiese huido a pie, sola, no para reunirse con su familia sino simplemente para escapar de su vida; ¿en qué caso de necesidad se encontraba?, ¿en qué abatimiento de espíritu?; nadie que no lo hubiera sufrido podría darle un nombre.
Pero, en todo caso, ¿adónde había ido?
¿Adónde? Desapareció. A los confines del mundo. Quizá a Chicago. O a la base del ejército en Carolina del Norte, o a Florida.
La perdonamos, la olvidamos. No la echamos de menos.
Las cosas que Gretel Nissenbaum dejó tras de sí en su prisa por huir.
Varios vestidos, sombreros. Un andrajoso abrigo de paño. Chanclos y botas de goma. Ropa interior, medias remendadas. Guantes de punto. En la sala de la casa de John Nissenbaum, en jarrones de vidrio tallado, narcisos de color amarillo vivo que había hecho de papel crepé; abanicos pintados a mano, tazas de té; libros que había traído consigo de su casa: un Tesoro de la poesía, Juana de Arco de Mark Twain, A este lado del paraíso de Fitzgerald, sin su sobrecubierta. Programas destrozados de espectáculos musicales, montones de música popular para piano de la época en que Gretel tocaba en su hogar materno. (No había piano en el hogar de los Nissenbaum, él no sentía interés por la música.)
Aquellos escasos objetos, y algunos otros, Nissenbaum los vertió bruscamente en cajas de cartón quince días después de la desaparición de Gretel y los llevó a la iglesia luterana para el «fondo para los necesitados», sin preguntar si los Hauser querían algo, o si sus hijas habrían deseado guardar algunos recuerdos de su madre.
¿Rencor? No John Nissenbaum. Era un hombre orgulloso incluso en su humillación pública. Pensaba en la tarea del Señor. Después de todo, no era simple vanidad humana.
Aquella primavera y aquel verano el reverendo Dieckman ofreció una serie de sermones deprimentes, amenazadores y apasionados desde el púlpito de la primera iglesia luterana de Ransomville. El motivo, el tema de los sermones, era muy obvio. Los miembros de la congregación estaban encantados.
El reverendo Dieckman, de quien Connie y Nelia tenían miedo, tanto por sus sonrisas temibles como por su expresión severa y ceñuda, era un hombre grueso y bajo con la cabeza en forma de cúpula de un brillo mortecino, sus ojos como agua helada. Años después, al ver una fotografía de él, varios centímetros más bajo que su esposa, rieron con un asombro nervioso, ¿era ése el hombre que las intimidaba tanto? ¿Ante quien incluso John Nissenbaum permanecía serio y con la mirada baja?
Y sin embargo: aquella voz vibrante y sonora del Dios de Moisés, del Dios del Antiguo Testamento, que no podías acallar de tu conciencia ni siquiera horas, días más tarde. Años más tarde. Presionando las manos contra los oídos y cerrando los ojos con fuerza.
—A la mujer le dijo: «TANTAS haré tus fatigas cuantos sean tus embarazos: CON DOLOR parirás los hijos. Hacia TU MARIDO irá tu apetencia, y él TE DOMINARÁ». Al hombre le dijo: «Por haber escuchado la voz de TU MUJER y comido DEL ÁRBOL del que yo te HABÍA PROHIBIDO COMER: maldito sea el suelo por tu causa; con fatiga sacarás de él el alimento todos los días de tu vida. ESPINAS Y ABROJOS te producirá, y comerás la hierba del campo. Con el SUDOR DE TU ROSTRO comerás el pan, hasta que vuelvas al suelo, pues de él fuiste tomado. Porque POLVO ERES, y al POLVO TORNARÁS» —el reverendo Dieckman hizo una pausa para recobrar el aliento como un hombre corriendo colina arriba. Manchas grasientas brillaban en su rostro como monedas. Lentamente, sus ojos helados buscaron entre las hileras de feligreses hasta que, como por casualidad, se posaron en los rostros alzados aunque encogidos de las hijas de John Nissenbaum, que estaban sentadas en el banco de la familia, justo delante del púlpito en la quinta fila, entre su tieso padre con su ropa oscura como si estuviera de luto y su abuela Nissenbaum, también en ropas oscuras como si estuviera de luto aunque muy encorvada, con una joroba perceptible, aquella abuela triste, consciente de sus deberes, que vivía con ellos ahora que su madre se había ido.
(Sus otros abuelos, los Hauser, que vivían en Chautauqua Falls y a quienes adoraban, las hermanas no volverían a verlos nunca. Estaba prohibido ni siquiera hablar de ellos, de «la familia de Gretel». De algún modo los Hauser eran culpables de la deserción de Gretel. Aunque afirmaban, siempre, que no sabían nada de lo que ella había hecho y en realidad temían que le hubiera sucedido algo. Pero los Hauser eran un tema prohibido. Sólo después de que Constance y Cornelia fueran mayores, cuando ya no vivían en casa de su padre, vieron a sus primos por parte de los Hauser; pero de todos modos, como confesó Cornelia, se sintió culpable. Papá se habría sentido tan dolido y furioso si lo hubiera sabido. Lo habría considerado una «asociación con el enemigo». Una traición.)
En la escuela dominical, la señora Dieckman se preocupaba especialmente de la pequeña Constance y la pequeña Cornelia. Las contemplaba con ojos empañados por la pena, como a niñas leprosas. La regordeta Constance propensa a ataques de risa, y la pequeña Cornelia de ojos hundidos, dada a los resfriados, a la melancolía. Ambas niñas tenían el rostro y las manos enrojecidas e irritadas porque su abuela Nissenbaum se las frotaba una y otra vez con un potente jabón gris, nunca menos de dos veces al día. El cabello pardo de Cornelia era extrañamente ralo. Cuando los otros niños salían en tropel de la escuela dominical, la señora Dieckman hacía que las niñas se quedaran, para rezar con ellas. La tenían muy preocupada, decía. Ella y el reverendo Dieckman rezaban por ellas constantemente. ¿Se había puesto su madre en contacto con ellas desde que se fue? ¿Había habido algún… indicio de lo que su madre tenía pensado hacer? ¿Algún extraño que hubiera visitado la granja? ¿Algún… incidente inusual? Las hermanas observaban a la señora Dieckman con la mirada vacía. Fruncía el ceño por su ignorancia, o por la apariencia. Se secaba ligeramente sus ojos llorosos y suspiraba como si el peso del mundo hubiese recaído sobre sus hombros. Les decía medio regañándolas:
—Deberíais saber, niñas, que hay un motivo por el que vuestra madre os dejó. Fue la voluntad de Dios. El plan de Dios. Os está poniendo a prueba, niñas. Sois especiales a sus ojos. Muchos de nosotros hemos sido especiales a sus ojos y hemos surgido más fuertes por ello, no más débiles —tenía lugar una pausa entrecortada. Se invitaba a las hermanas a contemplar que la señora Dieckman, con su suave rostro velludo, su robusto cuerpo encorsetado, sus gruesas piernas embutidas en unas medias opacas de compresión, era una persona más fuerte y no más débil, por el plan especial de Dios—. Aprenderéis a ser más fuertes que las niñas que tienen madre, Constance y Cornelia… —aquellas palabras, las niñas que tienen madre, las pronunciaba de una forma extraña, desdeñosa—, ya estáis aprendiendo: ¡sentid cómo os recorre la fuerza de Dios!
La señora Dieckman cogía a las niñas de la mano apretando tan rápidamente y con tanta fuerza que Connie rompía a reír por el miedo y Nelia chillaba como si se hubiese quemado, y casi se orinaba en las bragas.
Nelia se volvió orgullosa entonces. En lugar de sentirse avergonzada, humillada públicamente (en la escuela rural de una sola clase, por ejemplo, donde algunos de los demás niños eran despiadados), ella podía ser orgullosa, como su padre. «Dios tenía un sentimiento especial para mí. Dios se preocupaba por mí. Jesucristo, su único hijo, también fue puesto a prueba cruelmente. Y ensalzado. Puedes soportar cualquier dolor y degradación. Cardos y espinas. La espada ardiendo, el querubín guardián del edén.»
Las simples «niñas que tenían madre», ¿cómo podían saberlo?
3
Está claro que Connie y Nelia habían oído discutir a sus padres. Durante las semanas, los meses anteriores a la desaparición de su madre. De hecho, toda su vida. Si les hubiesen preguntado, si hubiesen tenido el lenguaje necesario para expresarlo, habrían dicho: «Eso es lo que se hace, un hombre, una mujer… ¿verdad?».
Connie, que tenía tres años más que Nelia, sabía mucho más de lo que nunca sabría ésta. No por las palabras de aquellas peleas exactamente, y en un tono distinto al de su padre al gritar sus instrucciones a los braceros. No por las palabras sino con una erupción de voces. Que resonaban por las tablas del suelo si la pelea provenía del piso de abajo. Que reverberaban en los cristales en los que el viento silbaba débilmente. En la cama, Connie abrazaba a Nelia con fuerza, fingiendo que Nelia era mamá. O Connie lo era. Si cierras los ojos con suficiente fuerza. Si bloqueas los oídos. Siempre llega el silencio después de las voces. Si esperas. En una ocasión, agazapada al pie de las escaleras, ¿era Connie? —¿o Nelia?—, mirando fijamente hacia arriba asombrada mientras mamá bajaba los peldaños tambaleándose como una borracha, su mano izquierda tanteando la barandilla, el rostro blanco como una sábana, y un brillante capullo carmesí en la comisura de la boca que relucía mientras la frotaba frenéticamente una y otra vez. Y mientras caminaba deprisa de esa manera tan suya que hacía vibrar toda la casa, con paso firme tras ella, bajando desde lo alto de la escalera un hombre cuyo rostro no podía ver, fuerte y cegador. Dios en la zarza ardiente. Dios en el trueno.
—¡Puta! ¡Vuelve a subir! ¡Si tengo que ir a buscarte…! ¡Si no vas a cumplir como mujer…! ¡Como esposa!
Fue algo que las hermanas aprendieron desde pequeñas: si esperas lo suficiente, si huyes y ocultas tus ojos, si bloqueas tus oídos, llega un silencio inmenso y arrollador y vacío como el cielo.
Y luego estaba el misterio de las cartas, del que hablaban mi madre y la tía Connie, aunque nunca lo trataron en mi presencia exactamente, hasta el último año de la vida de mi madre.
No se ponían de acuerdo en quién de las dos había sido la primera en darse cuenta. O en qué fecha exacta comenzó; no antes del otoño de 1923. Solía ocurrir que papá iba a buscar el correo, algo que no hacía con frecuencia, y sólo los sábados; y al recorrer los cuatrocientos metros de vuelta, lo observaban (¿sin querer? Las niñas no estaban espiando) con una carta abierta en la mano —o era una postal—, leyendo mientras andaba con una lentitud inusitada, aquel hombre cuyos pasos eran siempre enérgicos e impacientes. Connie recordaba que a veces él se colaba en el establo para seguir leyendo, a papá le gustaba el establo que para él era un lugar privado en el que mascaba tabaco, escupía en el heno, recorría sus manos callosas por la ijada de su caballo, pensando en sus cosas. Otras veces, llevando lo que fuera, una carta, una postal, la rareza de un artículo de correo personal, regresaba a la cocina y a su lugar a la mesa. Allí lo encontraban las niñas (accidentalmente, no estaban espiando) tomando café con un chorrito de nata y azúcar, enrollando uno de sus torpes cigarrillos. Y Connie era la que preguntaba: «¿Ha habido algo de correo, papá?», en voz baja, sin mostrar interés. Y papá se encogía de hombros y contestaba: «Nada». Sobre la mesa, donde los había dejado con indiferencia, había unas cuantas facturas, folletos publicitarios, la Gaceta Semanal del Valle de Chautauqua. Nelia nunca preguntaba por el correo en esas ocasiones porque no confiaba en poder hablar. Pero, con sus diez años, Connie podía ser agresiva, imprudente.
—¿No ha habido carta, papá? ¿Qué es eso que tienes en el bolsillo, papá?
Y papá respondía con calma, mirándola fijamente:
—Cuando tu padre dice nada, niña, es que no hay nada.
A veces le temblaban las manos, toqueteando la bolsa de Old Bugler y el enrollador para cigarrillos manchado.
Desde la vergüenza de la pérdida de su esposa y el hecho de que todo el mundo supiera las circunstancias, John Nissenbaum había envejecido de forma sorprendente. El rostro estaba arrugado, la piel enrojecida y agrietada, levemente punteada con lo que se le diagnosticaría (cuando por fin fue al médico) como cáncer de piel. Los ojos, envueltos en párpados arrugados como los de una tortuga, a menudo parecían ausentes, intranquilos. Incluso en la iglesia, en una fila cercana al púlpito del reverendo Dieckman, tenía aspecto lejano. En lo que podría denominarse su vida anterior, había sido un hombre duro, fuerte, inteligente aunque irascible; ahora se cansaba con facilidad, no podía seguir el ritmo de sus jornaleros de los que desconfiaba cada vez más. La barba, que antaño llevaba siempre recortada y pulcra, crecía descuidada y desigual y estaba completamente entrecana, como telarañas. Y su aliento olía a jugo de tabaco, húmedo, maloliente, enfermizo, putrefacto.
En una ocasión, al ver el borde de una carta en el bolsillo de papá, Connie se mordió el labio y dijo:
—Es de ella, ¡a que sí!
Papa respondió sin perder la calma:
—He dicho que no es nada, niña. No es de nadie.
Nunca en presencia de su padre aludían las hermanas a su madre ausente salvo como ella.
Más adelante, cuando buscaron la carta, incluso el sobre, por supuesto no encontraron nada. Probablemente papá la había quemado en la cocina. O la había hecho trizas y la había tirado a la basura. De todos modos, las hermanas arriesgaban la ira de su padre atreviéndose a mirar en su habitación (el dormitorio viciado al que se había mudado, en la planta de abajo en la parte trasera de la casa) cuando había salido; incluso, desesperadas, sabiendo que era en vano, hurgaban en la basura recién tirada. (Como todas las familias granjeras de la época, los Nissenbaum tiraban la basura colina abajo en una zona junto a la caseta del retrete.) En una ocasión, Connie revolvió entre montones de basura llena de moscas tapándose la nariz, agachándose para sacar… ¿qué? Una tarjeta que anunciaba rebajas en la venta de fertilizante que parecía una postal.
—¿Estás loca? —exclamó Nelia—. ¡Te odio!
Connie se giró para gritarle, los ojos rebosantes de lágrimas.
—Vete al diablo, idiota, ¡yo te odio a ti!
Ambas querían creer, o de hecho creían, que su madre escribía no a su padre sino a ellas. Pero nunca lo sabrían. Durante años, como las cartas llegaban muy espaciadas, sólo cuando su padre recogía el correo, no lo sabrían.
Aquél podría haber sido un elemento adicional de misterio: por qué las cartas, que llegaban con tan poca frecuencia, sólo lo hacían cuando su padre recogía el correo. Por qué, cuando Connie, o Nelia, o Loraine (la hermana pequeña de John, que se había trasladado a vivir con ellos) recogían el correo, nunca había una de aquellas misteriosas cartas. Sólo cuando papá recogía el correo.
Después de la muerte de mi madre en 1981, cuando hablé con más franqueza con mi tía Connie, le pregunté por qué no sospecharon nada, por qué no tuvieron ni siquiera una pequeña sospecha. La tía Connie arqueó sus cejas maquilladas, parpadeó como si hubiese dicho algo obsceno: «¿Sospechar? ¿Por qué?». Ni una sola vez, las niñas (que de hecho eran inteligentes, Nelia fue una estudiante sobresaliente en el instituto del pueblo) calcularon las probabilidades: cómo era posible que las supuestas cartas de su madre llegaran sólo aquellos días (los sábados) cuando su padre recogía el correo; uno de los seis días en que llegaba el correo, y sin embargo nunca cualquier otro día salvo ése en concreto (el sábado). Pero, como dijo la tía Connie, encogiéndose de hombros, simplemente parecía que así era; nunca habían concebido la posibilidad de cualquier situación en la que las probabilidades no hubieran estado en contra de ellas y a favor de papá.
4
La granja ya era vieja la primera vez que me llevaron a visitarla, durante el verano, en los años cincuenta. Parte de ella era de ladrillos rojos tan erosionados que parecían no tener color y parte de madera podrida, con un inclinado tejado de tablillas, techos altos y rincones espeluznantes; un olor perpetuo a humo, keroseno, moho, vejez. Una corriente incesante atravesaba la casa desde la parte trasera, que daba al norte, y a una larga pendiente de hectáreas, de kilómetros, que bajaban al río Chautauqua que se hallaba a dieciséis kilómetros, como una escena aérea en una película. Recuerdo el viejo lavadero, la lavadora con un escurridor manual; una puerta al sótano en el suelo de aquella habitación, con una gruesa argolla de metal a modo de tirador. También fuera de la casa había otra puerta, horizontal en vez de vertical. La idea de lo que se encontraba más allá de aquellas puertas, el oscuro sótano que olía a piedra donde corrían las ratas, me llenaba de un terror infantil.
Al abuelo Nissenbaum lo recuerdo como si siempre hubiera sido viejo. Un anciano enjuto, musculoso, casi mudo. Su piel levemente agrietada, vidriosa y venosa, como si hubiese sido enrojecida con tierra; ojos entrecerrados y legañosos cuyas pupilas parecían, como las de las cabras, tablillas negras horizontales. ¡Qué miedo me daban! La sordera había vuelto al abuelo distante y extrañamente imperial, como un rey casi olvidado. Su calva era brillante y un fleco de cabello áspero teñido de color ceniza le crecía a los lados y en la nuca. Cuando antes, se lamentaba mi madre, había sido cuidadoso en su vestir, sobre todo los domingos para ir a la iglesia, ahora llevaba petos llenos de suciedad y todos los meses menos los de verano ropa interior de franela gris larga que le salía por debajo del dobladillo como una segunda piel suelta. El aliento le apestaba a tabaco y a dientes cariados, los nudillos de ambas manos hinchados de forma grotesca. Mi corazón latía rápida y erráticamente en su presencia.
—No seas tonta —susurraba nerviosa mamá, empujándome hacia el anciano—, tu abuelo te quiere.
Pero yo sabía que no era así. Nunca me llamaba por mi nombre, Bethany, sino tan sólo «niña», como si no se hubiera preocupado de aprender cómo me llamaba.
Cuando mamá me enseñaba fotografías del hombre al que ella llamaba papá, algunas de ellas cortadas por la mitad, para extirpar a mi abuela desaparecida, yo miraba fijamente y ¡no podía creer que en otra época hubiera sido tan apuesto! Como un actor de cine del pasado.
—Ves —dijo mamá, furiosa, como si hubiéramos estado discutiendo—, así es John Nissenbaum realmente.
Crecí sin conocer en verdad a mi abuelo, y cierto es que no lo quería. Nunca fue «abuelito» para mí. Las visitas a Ransomville eran esporádicas, a veces se cancelaban en el último momento. Mamá estaba inquieta, esperanzada, aprensiva; después, por el motivo que fuera, la visita se cancelaba, y se le saltaban las lágrimas, disgustada y a la vez aliviada. Ahora sospecho que mi abuelo no recibía bien a mi madre y a su familia; era un anciano solitario y amargado, pero todavía orgulloso; nunca la perdonó por irse de casa después del bachillerato, igual que su hermana Connie; por asistir a la escuela de Magisterio de Elmira en lugar de casarse con un joven local que mereciera trabajar y heredar con el tiempo la granja de los Nissenbaum. Cuando nací, en 1951, las hectáreas se habían ido vendiendo; cuando murió el abuelo Nissenbaum, en 1972, en una residencia para ancianos en Yewville, las poco más de ochenta hectáreas se habían reducido a unas humillantes tres, que ahora están en manos de extraños.
En el cementerio con fuertes pendientes detrás de la primera iglesia luterana de Ransomville, Nueva York, se encuentra una lápida de granito negro todavía brillante en el extremo de hileras de lápidas de la familia Nissenbaum, JOHN ALLARD NISSENBAUM 1872–1957. Esculpido en la piedra: «¿Cuánto tiempo habré de estar con vosotros? ¿Cuánto tiempo habré de soportaros?». ¡Unas palabras tan airadas de Jesucristo! Me pregunté quién las habría elegido; seguro que no fueron ni Constance ni Cornelia. Debió de ser el mismo John Nissenbaum.
Ya de niña, cuando tenía once o doce años, era agresiva y curiosa, y preguntaba a mi madre sobre mi abuela desaparecida. «Mira, mamá, por el amor de Dios, ¿adónde fue? ¿Nadie intentó encontrarla?» Las respuestas de mamá eran imprecisas y evasivas. Como si las hubiera ensayado. Aquella sonrisa estoica, dulce y resuelta. Resignación alegre, perdón cristiano. Enseñó lenguaje a estudiantes de bachillerato durante treinta y cinco años en las escuelas públicas de Rochester, y sobre todo después de que mi padre nos abandonara y volviera a quedarse sola, una mujer divorciada, adoptó con facilidad su autoridad dinámica, como en sus clases, el fingimiento de que un maestro capacitado sopesa cuidadosamente la opinión de los demás antes de reiterar la suya propia.
Mi padre, un administrador docente, nos dejó cuando yo tenía catorce años para volver a casarse. Yo estaba furiosa, desconsolada. Aturdida. «¿Por qué? ¿Cómo pudo habernos traicionado así?» Pero mamá mantuvo su fortaleza cristiana, su aire de orgullo sutilmente herido. «Eso es lo que hace la gente, Bethany. Se vuelven contra ti, se vuelven infieles. Es mejor que lo sepas siendo joven.»
Y sin embargo, yo seguía presionando. Hasta el final mismo de su vida, cuando mamá estaba tan enferma. Creerán que soy dura, cruel; la gente lo hizo. Pero, por el amor de Dios, quería saber: ¿qué le ocurrió a mi abuela Nissenbaum, por qué a nadie pareció importarle que se hubiera ido? Las cartas que mi madre y Connie juraban que su padre recibía ¿eran auténticas, o era aquello una jugarreta de algún tipo? Y si era una jugarreta, ¿con qué propósito? «Sólo dime la verdad por una vez, mamá. La verdad sobre cualquier cosa.»
Tengo cuarenta y cuatro años. Sigo queriendo saberlo.
Pero mamá, la intrépida maestra de escuela, la cristiana creyente, era impenetrable. Inescrutable como su padre. Capaz de resumir toda su infancia allí (así es como ella y la tía Connie hablaban de Ransomville, de su pasado: allí) afirmando que ese dolor era la voluntad de Dios, el plan de Dios para cada uno de nosotros. Una prueba de nuestra fe. Una prueba de nuestra fortaleza interior. Dije indignada:
—Y si no crees en Dios, ¿qué te queda entonces?
Y mamá respondió como si nada:
—Te queda tu persona, por supuesto, tu fortaleza interior. ¿No es suficiente?
La última vez que hablamos de ello, perdí la paciencia, probablemente presioné demasiado a mamá. Con una voz aguda y punzante, una voz que no había oído en ella hasta entonces, me dijo:
—Bethany, ¿de qué quieres que te hable? ¿De mi madre? ¿De mi padre? ¿Crees que los conocí? ¿A cualquiera de los dos? Mi madre nos abandonó a Connie y a mí cuando éramos pequeñas, nos dejó con él, ¿no fue eso lo que eligió? ¿Su egoísmo? ¿Por qué iba alguien a buscarla? Era escoria, era infiel. Aprendimos a perdonar, y a olvidar. Tu tía te cuenta una versión distinta, lo sé, pero es mentira; yo fui la peor parada, era la pequeña. Sólo te pueden romper el corazón una vez en la vida, ¡ya lo verás! Nuestras vidas estaban llenas de ocupaciones, llenas de ocupaciones como las vidas de las mujeres adultas hoy en día: mujeres que tienen que trabajar, mujeres que no tienen tiempo para quejarse y refunfuñar porque les han herido sus sentimientos, no puedes saber cómo trabajábamos Connie y yo en aquella granja, en aquella casa, como mujeres adultas aun siendo niñas. Papá intentó evitar que fuéramos a la escuela después de octavo grado, ¡imagínate! Teníamos que recorrer más de tres kilómetros para que el vecino nos llevara al instituto de Ransomville; en aquella época no había transporte escolar. Todo lo que has tenido lo has dado por supuesto y has querido más, pero nosotras no éramos así. No teníamos dinero para llevar ropa adecuada a la escuela, todos nuestros libros de texto eran de segunda mano, pero fuimos al instituto. Yo era la única «chica de granja», así es exactamente como me llamaban, incluso mis maestros, en la clase donde estudié Matemáticas, Biología, Física, Latín. Memorizaba las declinaciones del latín ordeñando las vacas a las cinco de la mañana en invierno. Se reían de mí, Nelia Nissenbaum era motivo de risa. Pero lo acepté. Lo único que importaba era conseguir una beca para ir a la Escuela de Magisterio y poder escapar del campo y la conseguí y nunca volví a vivir en Ransomville. Sí, quería a papá; todavía le quiero. También adoraba la granja. Es imposible no querer un lugar que te ha arrebatado tanto. Pero yo tenía mi propia vida, tenía mi trabajo como maestra, tenía mi fe, mi creencia en Dios, tenía mi destino. Incluso me casé; aquello fue un extra, algo inesperado. Trabajé para conseguir todo lo que he tenido y nunca tuve tiempo para volver la vista atrás, para compadecerme de mí misma. ¿Por qué iba a pensar en ella entonces? ¿Por qué me atormentas con ella? ¡Una mujer que me abandonó cuando tenía cinco años! ¡En 1923! Hice las paces con el pasado, como Connie aunque de forma distinta. Somos mujeres felices, nos hemos evitado una vida de amargura. Ése fue el regalo que Dios nos hizo —mamá hizo una pausa, respirando aceleradamente. En su rostro se mostraba el entusiasmo de alguien que ha hablado demasiado, que no puede retractarse; me quedé sin habla. Ella prosiguió, con desdén—: ¿Qué es lo que quieres que admita, Bethany? ¿Que tú sabes algo que yo no sé? ¿Qué es lo que quiere tu generación constantemente de la nuestra? ¿No es suficiente que os hayamos dado la vida, os hayamos consentido, también debemos sacrificarnos ante vosotros? ¿Qué queréis que os digamos? ¿Que la vida es cruel y sin sentido? ¿Que no hay un Dios que nos quiere, y que nunca lo ha habido, únicamente un accidente? ¿Es eso lo que quieres oír, lo que quieres que te diga tu madre? ¿Que me casé con tu padre porque era un hombre débil, un hombre por el que yo no podía sentir gran cosa, que cuando llegara el momento no me lastimaría?
Y se produjo un silencio. Nos miramos fijamente, mamá con sus destellos de furia, su hija Bethany tan sorprendida que no podía articular palabra. Nunca volvería a pensar en mi madre como antaño.
Lo que mi madre no supo nunca: en abril de 1983, dos años después de su muerte, un riachuelo que atraviesa la vieja finca de los Nissenbaum inundó su orilla, y de repente cayeron al lecho del riachuelo varios cientos de metros de barro rojizo, como en un terremoto. Y en la tierra viva, expuesta, se descubrió un esqueleto humano, con varias décadas pero prácticamente intacto. Al parecer había sido enterrado a poco más de un kilómetro de la granja de los Nissenbaum.
Nunca había ocurrido algo tan notorio —tan sensacional— en la historia del condado de Chautauqua.
Los investigadores forenses del Estado determinaron que el esqueleto perteneció a una mujer que al parecer había muerto al recibir varios golpes en la cabeza (con un martillo o con el borde afilado de un hacha) que le destrozó el cráneo como un melón. Tirada en la tumba con ella estaba lo que parecía haber sido una maleta, ahora podrida, su contenido —ropas, zapatos, ropa interior, guantes— casi irreconocible entre la tierra. Había unas cuantas joyas y, todavía alrededor del cuello del esqueleto, una cruz de oro sin brillo al final de una cadena. La mayor parte de las ropas de la mujer se había podrido mucho tiempo atrás y también había un libro, casi irreconocible —¿una Biblia encuadernada en piel?— cerca de ella. Alrededor de los frágiles huesos de las muñecas y los tobillos, parcialmente desprendidos, se encontraban unos lazos de alambre para liar fardos que se habían soltado, enrollados en el barro rojizo y húmedo como serpientes dormidas en miniatura.
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