Joyce Carol Oates
(Lockport, New York, 1938-)


Sudor de verano
(“Summer Sweat”)
Originalmente publicado en Playboy (agosto 1999)
Faithless: Tales of Transgression (2001)




      Estar muriendo frente a estar muerto. Es un hecho. En la agonía por la aventura sentimental más destructiva de su vida, con el compositor Gregor Wodicki durante el verano de 1975, Adriana Kaplan deseaba morir con frecuencia, tragándose bencedrinas bajo receta con vodka en algún hermoso lugar desolado (en las montañas Catskill probablemente), y sin embargo Adriana nunca se sintió tan afligida como para desear estar muerta de forma permanente.
       Era una joven demasiado inquieta, curiosa, difícil para la muerte. En particular no le habría gustado que la esposa de su amante la hubiera sobrevivido.
       No habría querido que su amante la sobreviviese ni siquiera durante unas pocas horas.

       ¡No hay opción! Por eso soy feliz. En aquella época la felicidad sólo podía distinguirse del dolor sutilmente, y sin embargo Adriana no habría deseado que su vida fuera de otro modo. Corría sin aliento para reunirse con Gregor en el pinar más allá de los viejos establos desvencijados del Instituto Rooke, donde ambos eran jóvenes, brillantes y neuróticos juntos, cuarenta minutos al norte de Manhattan en la rivera oriental del río Hudson. En el denso pinar en el que la penumbra era demasiado oscura durante unos días de verano dolorosamente luminosos. La luz del sol manchada de sombras: el ansia neurológica. Por lo que en sus sueños durante años e incluso décadas posteriores, Adriana veía los elevados árboles extrañamente rectos que más parecían postes telefónicos que árboles, o los barrotes de una jaula laberíntica. Pocas ramas en la parte inferior de sus troncos y otras gruesas con agujas que desprendían un olor acre en lo alto. ¿Por qué estoy aquí, por qué arriesgo tanto, estoy loca? No era una pregunta que pudiera contener cuando veía a Gregor caminando a grandes zancadas hacia ella con su expresión de deseo embelesado y aturdido. Le parecía un lobo joven, al saludarla hundiendo sus poderosos pulgares y dedos de pianista en sus costillas y elevarla por encima de su cabeza como si Adriana, con veintisiete años de edad y una complexión nada pequeña, fuera uno de sus hijos, con los que jugaba duro (ella lo había visto, a distancia) aunque con Adriana se mostraba totalmente serio, no había lugar para juegos. Gregor jadeaba con avidez: «Has venido. Has venido», como si, cada vez, de veras hubiese dudado de que ella fuera a encontrarse con él. Adriana abrazaba a aquel hombre con impaciencia, un hombre al que apenas conocía, sus brazos sujetando la cabeza de él, su rostro acalorado enterrado en el poblado cabello, graso y a menudo sin brillo, en un delirio de deseo que le permitía, como si fuera una potente anestesia, no pensar si su amante dudaba del amor que sentía por él y tampoco en cómo ella dudaba del que él sentía por ella. Y sin embargo, no podían mantenerse alejados el uno del otro. Y cuando estaban juntos a solas, no podían dejar de tocarse. Adriana amaba incluso el olor animal del cuerpo de aquel hombre, los pechos de ella resbaladizos por el sudor y su vientre aplastado bajo el peso de él, y sus brazos y piernas agarrándolo como una mujer a punto de ahogarse se agarraría a otra persona para salvar su vida. No, no, no, no me dejes. NO ME DEJES. Como en la cópula animal el delirio es unirse, no por los sentimientos o por elección, sino por compulsión física. Como si la corriente eléctrica circulara por sus cuerpos y sólo les permitiese liberarse de su abrazo cuando cesara.
       Después de sus encuentros secretos, Adriana se marchaba sola, de vuelta a su, en principio, confiado esposo. Estaba magullada, aturdida, jubilosa. Estaba cubierta de sudor y temblaba. Aquello era amor, se decía. Y aun así, también era enfermizo. Te quiero, Gregor, moriría contigo y por eso soy tan feliz.
       Fatídico. Pocas veces, aquel largo verano de locura, se encontraron juntos en un coche. En el abollado coche familiar de los Wodicki repleto de basura de la familia y que todavía olía, como se quejaba Gregor, a pañales, aunque su hijo más pequeño ya tenía tres años y por entonces el olor ya tendría que haberse evaporado. Era arriesgado conducir cerca del instituto, ya que no había motivo alguno para que Gregor Wodicki y Adriana Kaplan estuvieran solos más que el obvio. ¿Se acostaban? ¿Esos dos? El coeficiente intelectual medio de cualquier residente del instituto privado Rooke de artes y humanidades sería de ciento sesenta, y habría bastado uno de ochenta para darse cuenta. Así que estaba el riesgo, y la conducción temeraria y apresurada de Gregor, que en una leve llovizna neblinosa pilló un remiendo resbaladizo en la calzada en una carretera comarcal y el coche familiar patinó y él alargó el brazo en un acto reflejo para evitar que ella diera una sacudida hacia delante hasta el parabrisas —«¡Cuidado, Mattie!»—: alarmado, la confundió con una de sus hijas. Él no pareció darse cuenta de su error, y ella prefirió no decírselo, porque ambos reían aliviados, gracias a Dios que no habían chocado.
       —No podemos tener un accidente juntos —dijo Adriana, más trágicamente de lo que era su intención, y Gregor respondió:
       —No, a no ser que sea mortal para los dos. Porque en ese caso, ¿qué importa? —sonrió con franqueza, mostrando sus dientes imperfectos y manchados. Su colmillo izquierdo era especialmente largo y peculiar.
       Después Adriana deconstruyó ese incidente. Creía que era una buena señal. Me quiere tanto como a su hija. No soy una de esas mujeres a las que se ha follado a lo largo de su vida, mezcladas en un cajón como los trastos viejos de la familia.

       Un padre de familia. Aunque había tenido aventuras amorosas, algunas secretas y otras no, tanto los amigos como los detractores de Gregor Wodicki decían de él que era «un padre de familia», a pesar de que con frecuencia se emborrachaba, consumía speed y era un ciudadano poco fiable, un compositor cerebral y primario descendiente de Schoenberg, y en general un hijo de puta. «Un padre de familia» que adoraba a sus hijos y que probablemente temía a su esposa, cuyo nombre, Pegreen, llenaba a Adriana de alegría y ansiedad: «¿Pegreen? No, ¿en serio?». Gregor Wodicki tenía treinta y dos años en el verano de 1975. Padre de cinco hijos; los tres mayores, de un matrimonio anterior de su esposa. Era uno de esos pobres desafiantes e incorregibles. Pedía dinero prestado sin la intención de devolverlo. Negociaba con la directora del instituto para que le subiese el sueldo aunque ya era el más joven de los miembros numerarios de la academia de música. Era impulsivo, difícil, maquinador, incluso en una comunidad de artistas y estudiosos temperamentales. Se decía con admiración, a regañadientes, que su música era brillante pero inaccesible. Se decía que se las arreglaba por su «genialidad» desde su adolescencia. La directora del instituto, Edith Pryce, no miraba su comportamiento con buenos ojos pero «tenía fe» en él. Pasaba días sin ducharse incluso con la humedad del pleno verano al norte del Estado de Nueva York. «¿Y a mí qué?», replicaba entre risas ante la idea de que podría ofender las sensibles fosas nasales de alguien. Se decía que Gregor y Pegreen olían igual si te acercabas lo suficiente. Y los niños también. Si ibas a su casa (algo que Adriana no hizo nunca, aunque los habían invitado a ella y a su marido a fiestas salvajes en varias ocasiones aquel verano) te sorprendería el desorden, sí, y los olores; sobre todo era escandaloso un baño de invitados en el piso inferior donde las toallas colgaban mugrientas y perpetuamente húmedas, y al inodoro, el lavabo y la bañera les hacía muchísima falta un repaso. También había perros en el hogar de los Wodicki. Una destartalada casa de madera alquilada a las afueras del recinto del instituto. «Un hombre de familia» que sin embargo discutía en público con Pegreen, su esposa, e intercambiaba golpes con ella para sorpresa de los testigos; o más que golpes, bofetadas, pero aun así. A veces, a última hora del atardecer, mientras el verano se intensificaba en un crescendo de insectos nocturnos, Adriana, enferma de amor, vagaba cerca de la casa de los Wodicki cuidándose de permanecer lo suficientemente lejos de las ventanas iluminadas para que nadie pudiera verla desde dentro. Un simple reflejo de Gregor a través de una ventana abierta, incluso si su figura aparecía borrosa, era recompensa suficiente para ella, a la vez que un castigo.¿No te da vergüenza? Cómo puedes soportarlo. Le llamaba la atención la forma en sí de la enorme casa de los Wodicki, como un buque, con todas las ventanas arrojando luz y proyectando rectángulos distorsionados en la noche.
       Podrías dirigirte a ese porche, podrías llamar a esa puerta si lo deseas. Podrías abrir esa puerta y entrar si lo quisieras.
       Pero nunca. Adriana nunca lo hizo.
       «Un hombre de familia», aunque a pecho descubierto le había confiado a Adriana, en una cama llena de bultos del motel Bide-a-Wee a las afueras de Yonkers, que sus hijos eran una carga para su espíritu. Había intentado querer a los tres mayores pero no había podido, incluso a sus propios hijos, en particular al de tres años, al que miraba fijamente con asombro e incredulidad.
       —¿En serio hice que este niño viniera al mundo? ¿A este mundo? ¿Por qué? Aunque es precioso. Me rompe el corazón.
       Un cuchillo se retorció en el de Adriana al oír aquello. Aunque quería disfrutar de la intimidad con su amante, se sentía herida con facilidad, como una adolescente. Ella respondió con cautela:
       —Claro que Kevin es precioso, Gregor. Es hijo tuyo.
       Gregor la corrigió frunciendo el ceño.
       —También de Pegreen.

       Pegreen, la Esposa, la Madre Tierra. Seis años mayor que Gregor, a quien sedujo cuando era un joven de diecinueve; estaba casada con uno de sus profesores de música del Conservatorio de Nueva Inglaterra. Una mujer atractiva y descuidada con el cabello negro como un almiar con veteado en gris, de cuerpo carnoso y sensual y con un hermoso rostro en ruinas como un Matisse emborronado. Pegreen exudaba un tipo de sexualidad burlona como un brillo de sudor graso; de hecho, parecía notablemente acalorada en público, sonrojada, con medias lunas húmedas bajo sus brazos y zarcillos de cabello pegados en la frente despejada. Sus ojos eran maliciosos y alegres y usaba un pintalabios de color rojo chillón como si fuera una actriz de cine de los años cuarenta. Llevaba ajustados suéteres de punto de verano y faldas hasta los tobillos con aberturas alarmantes hasta medio muslo. Ella también era músico y tocaba el piano, el órgano, la guitarra, la armónica y la batería con una alegre imprecisión vertiginosa, como si se burlara del arte totalmente serio de su esposo y sus colegas. Tenía una risa sonora y contagiosa muy parecida a la de su marido y, al igual que éste, tenía debilidad por el vodka y la ginebra, la cerveza y el vino, el whisky, lo que fuera. Se decía que ella era más dada a la experimentación y por lo tanto más descuidada en el consumo de drogas que Gregor, y le daba al hachís como en los sesenta. Se decía que Pegreen estaba dedicada al difícil «genio» de su marido, cuando no se sentía amargamente resentida por el difícil «genio» que era su marido. Desde luego discutían mucho, y en privado intercambiaban golpes más fuertes que las bofetadas. (Adriana se enteró de aquello asombrada por el aluvión de cardenales en la espalda de su amante.) Pegreen era la Madre Tierra, irónica en cuanto a la maternidad y el matrimonio y la feminidad en general. Parecía ser maníaco-depresiva, aunque principalmente maníaca, exultante. Sin embargo, un día después de una pelea con Gregor, metió a sus dos hijos menores en el coche familiar y se alejó conduciendo tan rápido como le permitió el vehículo por la autopista de Nueva York; cuando un policía del Estado la detuvo, los niños gritaban y lloraban en el coche; le inhabilitaron el carné de conducir durante seis meses y empezó a ver a un psicoterapeuta. En un momento dado, pasó una temporada en una clínica psiquiátrica en Manhattan. Gregor dijo: «Estoy seguro de que Pegreen tenía intención de estrellar el coche. Pero no pudo hacerlo. Sus lazos familiares son tan profundos como los míos. No está realmente loca, es sólo la llamativa energía externa de la locura».
       Lo más preocupante que Adriana sabía sobre Pegreen era que había conseguido un revólver del calibre 32 en algún lugar y se jactaba de llevarlo «en mi bolso y en mi persona» cuando iba a la ciudad. Se reía del alarmismo y la desaprobación de los colegas de su marido. Creía firmemente, decía burlona, en el derecho a llevar armas y en la supervivencia de los más aptos.
       Adriana protestó: «Pero ¿tu mujer tiene permiso de armas? ¿Es legal?», y Gregor respondió encogiéndose de hombros: «Pregúntale». Ella replicó: «Pero ¿no te da miedo tener una pistola en casa? ¿Sabe tu mujer cómo usarla? ¿Y qué hay de los niños?». Las relaciones sexuales dejaban a Adriana agotada y al borde del llanto, y su voz consternadamente nasal. No puedes hacer el amor con el marido de otra mujer durante la mayor parte de la tarde sin imaginar que tienes cierto poder sobre sus pensamientos, el derecho a su fidelidad. Aunque sabía que era arriesgado preguntar a Gregor sobre su familia más allá de lo que él elegía ofrecer, Adriana no podía resistirse. Su corazón latía con fuerza en la inmadura esperanza de oírle hablar con dureza de su rival. En cambio, se apartaba de Adriana irritado y se frotaba los ojos con los nudillos. Se encontraban acostados entre las sábanas húmedas y ajadas del Bide-a-Wee. Un olor a tuberías atascadas se extendía por la habitación. Ya no estaban abrazados el uno al otro devorándose las bocas angustiadas, sino tumbados uno junto al otro como efigies. Gregor balanceó sus piernas peludas y musculosas hasta el borde de la cama y se sentó, gruñendo.
       —Pegreen hace lo que hace. Paso primero al baño, ¿vale?
       Veintitrés años más tarde, en el funeral que se celebró en el instituto por la fallecida Edith Pryce, y una década después de la muerte de Pegreen (en un supuesto accidente de tráfico en la autopista, durante la época en que Pegreen recibía quimioterapia por cáncer de ovario, con cincuenta y un años, y aún estaba casada con Gregor Wodicki), Adriana oiría una vez más aquella frase cruel a modo de koan. «Pegreen hace lo que hace.»

       En el Bide-a-Wee no había una jaula laberíntica y estremecedora de pinos demasiado rectos, sino un techo bajo con manchas de humedad y una única ventana con una persiana manchada de humedad y aquel olor a desagüe que se extendía por la habitación y a sudor causado por el sexo. Cuando se acostaron, las sábanas parecían rasgadas, pisoteadas. Había un olor agridulce a cabello apelmazado y enmarañado, a axilas. El traqueteante aparato de aire acondicionado de la ventana se veía vencido por el calor de julio que se acercaba a los treinta y ocho grados, y por la humedad, como si hubiera expulsado un gigantesco aliento. Pasaban horas en un tenso delirio de anhelo tormentoso, juntos, besándose, mordiéndose, lamiéndose, recorriendo el cuerpo lívido del otro. Eran como enormes serpientes en convulsión. Música rítmica en sus gemidos, en sus quejidos temerosos y sus agudos gritos espasmódicos. Si cualquiera de los dos hubiese querido pensar que aquél podría ser su último encuentro, y que después se verían libres del otro, ninguno lo hubiera creído entonces. Sus cuerpos estaban atravesados por un anzuelo. No podrían liberarse fácilmente. Los ojos en blanco en sus cráneos, como una imitación de la muerte. La saliva les salía por la comisura de los labios. Los genitales estaban sensibles y escocían como si estuvieran en carne viva. La piel de Adriana le escocía en todas partes a causa de la egoísta mandíbula sin afeitar y el vello áspero del cuerpo de su amante. La espalda de Gregor estaba repleta de marcas rojizas por los arañazos enloquecidos de Adriana. Él reía, ella iba a arrancarle la cabeza con los dientes, como la legendaria mantis religiosa. Y sin embargo, quizá él estuviera algo asustado. Allí donde él le agarraba de los hombros, permanecían las huellas enrojecidas de sus dedos. Sus senos estaban amoratados y los pezones doloridos como los de una madre que amamanta. (Aunque Adriana Kaplan nunca había amamantado a un bebé y nunca lo haría.) Ella contemplaría después las marcas que su amante le había dejado en el cuerpo, jeroglíficos sagrados que sólo ella podría interpretar. Era ingeniosa al recortarse el vello púbico con el cortaúñas de su marido; su vello púbico negro, tupido, rizado, chispeante, igual que el cabello que llevaba en una sola trenza como un látigo que le llegaba hasta media espalda. No quería que nada se interpusiese entre ella y Gregor, nada que amortiguara la sensación física de él. Ya que parecía saber que aquél sería el único conocimiento que tendría de él, y que era fugaz como el aliento: su contacto sexual, que se prolongaría tanto como fuera posible. Extensas oleadas de estremecimiento del llamado placer, que sin embargo, para Adriana, no tenía un nombre adecuado.
       Si te hago daño, dímelo y dejaré de hacerlo.
       No. No pares. No pares jamás.

       «Simplemente termina.» Ése fue el comentario de Adriana a una de las composiciones de Gregor interpretadas por un cuarteto de cuerda, y Gregor se puso tenso y contestó: «No, se interrumpe», y Adriana respondió: «Pero eso es a lo que me refiero. Acaba sin previo aviso para el oyente, esperas oír más», y Gregor dijo: «Exacto. Eso es lo que quiero. El oyente completa la música en silencio, para sí mismo». Adriana se dio cuenta de que su amante, tan despreocupado por los sentimientos de los demás, de hecho se había ofendido por aquellas palabras; se sintió incluso más ofendido al verse obligado a explicarle cuál era su intención, y porque la mujer con la que estaba liado no sabía nada de música. Adriana respondió dolida: «Supongo que Pegreen lo entiende. ¿Verdad?». Gregor se encogió de hombros. Adriana añadió: «Si tu música es tan enrarecida, entonces al diablo con ella». Gregor rió, como si uno de sus hijos hubiera dicho algo divertido. La besó enérgicamente en la boca y dijo: «¡Eso es! Al diablo con ella».

       La jaula. Hubo una terrible semana a finales de agosto, casi al final de su aventura, en que Adriana creyó que estaba embarazada. Varias veces, precipitadamente, habían hecho el amor sin tomar precauciones, así que no debería de haber sido una sorpresa, y sin embargo lo era: un susto que desencadenó terror a la vez que alegría. Su deseo de morir estaba tan omnipresente como la señal telefónica: levantas el auricular y siempre está ahí.
       Pero no. ¿Por qué morir? Ten el niño.
       Quizá acabes siendo el verdadero amor de tu amante.
       Incluso las voces burlonas de Adriana sonaban estridentes por la esperanza.
       Edith Pryce convocaba a cada nuevo miembro del instituto para tomar el té en su espaciosa oficina de techos altos en la vieja casa señorial de piedra caliza de color rosa, y llegó el turno de Adriana. Sería una cortés visita ritual durante la que la distinguida anciana preguntaría a la joven sobre su trabajo. Edith Pryce era una mujer de aspecto solemne con poco más de sesenta años, tan severamente poco atractiva que desprendía una especie de belleza; llevaba su pelo cano ceniciento en un moño estilo francés y solía elevar la barbilla como si te mirara fijamente desde el otro extremo de un abismo no sólo espacial sino también temporal. Había sido la protegida de Gregory Bateson en los años cincuenta y era licenciada del Instituto Psicoanalítico de Nueva York. En su elegante oficina había muebles antiguos, una alfombra Aubusson y una jaula barroca de latón que colgaba del techo. Era vox pópuli en el instituto que el té con Edith Pryce comenzaba con un comentario de admiración a la jaula y al canario dorado y rojizo que había dentro. Adriana suponía que ése era el propósito, ya que Edith Pryce era una mujer tímida y fríamente autoprotectora a la que no le gustaban las sorpresas. Adriana, parpadeando las lágrimas en sus ojos, que ya estaban enrojecidos y en carne viva, exclamó:
       —¡Qué bonito es su canario! ¿Canta?
       Edith Pryce sonrió y respondió que Tristán solía cantar a primera hora de la mañana, inspirado por los pájaros silvestres que se posaban más allá de la ventana. Al principio, le dijo a Adriana, tenía dos canarios: aquel macho red-factor alemán y una hembra amarilla americana; mientras Tristán cortejaba a Isolda, cantaba continua y apasionadamente; pero una vez que se aparearon e Isolda puso sus cinco huevos, de los que salieron cinco minúsculas crías, ambos canarios se desesperaban por alimentar a sus pequeñuelos y Tristán dejó de cantar.
       —Acabé regalando a Isolda y a los polluelos a un buen amigo que cría canarios —dijo Edith Pryce con un estoico aire de pesar— y Tristán permaneció mudo durante semanas, y casi no comía, y pensé que también tendría que regalarlo, y entonces, una mañana, empezó a cantar otra vez. No tan maravillosamente como antes pero al menos cantaba, que después de todo es lo que se espera de los canarios. Los carboneros y los herrerillos son sus favoritos.
       Adriana estaba atenta y sonreía. Llevaba gafas oscuras para disimular sus ojos desfigurados y una camisa no demasiado limpia metida en una falda tejana que, en otras circunstancias, mostraba sus esbeltas piernas atractivas y bronceadas para sacarles partido. Su cabello parecía haberse vuelto áspero de la noche a la mañana y los mechones se escapaban de la trenza, difícil de manejar y gruesa como la mano de un hombre en la parte superior de su espalda. Abrió la boca para decir algo pero no pudo. Ayúdeme. Creo que me estoy volviendo loca. Creo que he perdido mi alma. Me he casado con el hombre equivocado y amo al hombre equivocado y me quiero morir, estoy agotada pero no quiero que mi amante me sobreviva, sé que me olvidará. Estoy tan avergonzada, me siento despreciable pero tengo miedo, tengo miedo de morir.
       De repente, Adriana se echó a llorar. Su rostro se desmoronó. Tartamudeaba:
       —Lo siento, señorita Pryce. No, no sé qué me pasa…
       Las lágrimas le ardían como ácido al verterse de sus ojos. A través de una bruma vertiginosa vio cómo Edith Pryce la contemplaba horrorizada. Un teléfono empezó a sonar y ésta esperó un momento antes de levantar el auricular y decir en voz baja:
       —Sí, sí, te vuelvo a llamar en un momento.
       En aquel instante Adriana comprendió que Edith Pryce no estaba interesada en sus sentimientos, que la vida emocional era en sí misma infantil y vulgar, y que en todo caso, ella, Adriana Kaplan, era demasiado mayor para comportarse de aquel modo. Se puso de pie temblorosa y tartamudeó otra disculpa que Edith Pryce aceptó asintiendo con el ceño fruncido y ojos evasivos.
       Mientras Adriana salía huyendo de la oficina, oyó a Tristán, alborotado por su llanto, gorgojeando y regañándola a su salida.

       La primera vez, la última vez. La primera vez, un día de mayo inesperadamente caluroso. Rápido y dulcemente brutal. Una especie de música. Como la de Gregor Wodicki. Después Adriana lo recordaría como la más pura sensación. Dios mío, no puedo creer que esté pasando, ¿soy yo?, mientras cedía a un regocijo aturdido: No puedo creer que yo haya hecho eso, y soy inocente. Pareció un accidente, como si dos vehículos que viajaban en sentidos opuestos hubieran virado bruscamente hasta chocar en la autopista. Ella y su marido asistieron a un recital del instituto en el que se interpretaba una extraña composición de Gregor Wodicki: un trío para piano, viola y tambor militar; Gregor tocó el piano con una ferocidad minimalista, haciendo muecas al teclado como si fuera una prolongación de su cuerpo. Durante los tensos dieciocho minutos de aquella pieza, Adriana se enamoró. Eso se dijo a sí misma y, con el tiempo, a Gregor. (Pero ¿era verdad? Mientras se desvestían para irse a la cama aquella noche, Randall y ella bromearon con que la música contemporánea «no tenía sentido» para sus oídos, que preferían sin duda a Mozart, Beethoven, los Beatles.) Sin embargo, poco después Adriana y Gregor volvieron a encontrarse, y se sintieron atraídos inmediatamente, y se alejaron juntos durante una ferviente conversación que acabó en un encuentro abrupto más allá de los viejos establos desvencijados y en los románticos pinares. Era una tarde normal y corriente de un día entre semana del mes de mayo.
       Recordaría mucho después aquella primera caricia tanteante de Gregor Wodicki. Los dedos de aquel hombre en su muñeca. Una pregunta, y sin embargo también un derecho. Como quien acerca una cerilla encendida a material inflamable.
       ¿Cómo puede ser culpa mía? No es culpa mía, es algo que ocurre, como el clima.
       La última vez, después del Día del Trabajo, un calor húmedo y sofocante iluminado por vetas de rayos lejanos, se encontraron en el pinar, aunque por entonces cada uno tenía miedo del otro. Adriana ya sabía que no estaba embarazada: después de su humillante encuentro con Edith Pryce había empezado a sangrar sin parar, y ya se había acabado el embarazo psicológico, aunque en momentos de debilidad en su vida imaginaba que de hecho había estado embarazada de Gregor Wodicki, el único embarazo de su vida, y que había abortado de forma natural aquel precioso feto por las profundas emociones a que ella y Gregor se sometían. En sus sueños, Adriana ve a la afligida joven caminando como una sonámbula por el laberinto de árboles que asemejan barrotes. Decidida a no advertir las señales de otros amantes descuidados en aquel bosque, adolescentes que entraban de manera ilegal, y dejaban tras de sí los restos de campamentos extinguidos, latas de cerveza, envoltorios de comida rápida, condones. Condones esparcidos como babosas traslúcidas entre las agujas de los pinos. Adriana vio un condón usado y arrugado y un frenesí de minúsculas hormigas negras que reptaban entusiasmadas hacia el interior, y sintió arcadas y se alejó.
       Pero la última vez fue muy distinta de la primera. El aliento de Gregor humeaba a alcohol, su rostro estaba salpicado de sudor, sus ojos dilatados; la contemplaba como si no la reconociera y se mostraba reacio a tocarla, no la agarraba de las costillas ni la izaba como siempre con sus fuertes manos que la lastimaban. Sus besos parecían errados, vacilantes sin resultar tiernos. A pesar del calor, Gregor llevaba chaqueta; Adriana suponía que la extendería en el suelo, pero no fue así; su comportamiento era distraído, impreciso y no hizo esfuerzo alguno por defenderse cuando Adriana le acusó de no quererla, de estar únicamente utilizándola, y lo abofeteó, le golpeó con sus puños a la vez que lloraba no de pesar sino de rabia. ¡No puedo creer que esto esté ocurriendo! Y no tengo opción.
       Hubo un momento en que él podría haberle devuelto los golpes y haberla lastimado, Adriana vio el destello de puro odio en sus ojos, pero la apartó de él susurrando:
       —Mira, no puedo. Tengo que volver. Lo siento.

       La puta. Adriana pensó un día, tranquilamente, con la sabiduría de Spinoza: Debe de ocurrirle a todo el mundo. La última vez que haces el amor no puedes saber que va a serlo.
       Después de Gregor, y después de que su matrimonio se disolviera en tristes calumnias y recriminaciones, Adriana se embarcó en varias aventuras amorosas. Se trataba explícitamente de «aventuras amorosas», designadas así de antemano. Algunos eran encuentros de una noche. Otros, ni siquiera la noche entera. A los treinta y tres años se había ganado la reputación de una joven crítica de la cultura americana, brillante y agresiva, que había vivido durante bastante tiempo en Roma. Era una chica sexy e ingeniosa. Llevaba unas gafas de diseño de lentes azul metálico y ropa de segunda mano de la mejor y más estrafalaria calidad. Le gustaba el negro: seda, brocados, cachemir. Solía lucir su personal trenza como un látigo que le llegaba a media espalda y no se la tiñó cuando su cabello empezó a tornarse cano prematuramente. Tanto las mujeres como los hombres se sentían atraídos por ella. Los homosexuales «veían algo» en ella: una profunda fuerza erótica no muy distinta a la suya propia. A Adriana le hubiera gustado decirle a Gregor Wodicki: «Me convertiste en una puta», pero no estaba segura de que él hubiera entendido su sentido del humor. O de que aquello fuera muestra de ello.

       In memóriam. Veintitrés años después de aquel húmedo y caluroso verano, Adriana Kaplan regresa por primera vez al Instituto Rooke para asistir al funeral de Edith Pryce, que había fallecido recientemente a los ochenta y cuatro años. Una de las primeras personas a las que ve es, como era de esperar, Gregor Wodicki: «Greg Wodicki», como prefiere que le llamen ahora, es el director actual del instituto. Adriana sabe, porque informantes maliciosos se lo han contado, que Gregor, o Greg, ha engordado en los últimos años, pero no está del todo preparada para su corpulencia. No hay otra palabra más adecuada: corpulencia.
       Adriana piensa, asombrada y ofendida: ¿Se supone que debo saber quién es ese hombre? No.
       No es que Gregor Wodicki esté obeso exactamente. Soporta su peso, unos veinticinco o treinta kilos de más, con dignidad. Su rostro está enrojecido y reluciente; su cabello se ha vuelto gris plomo, entrecano, y se eleva sobre la coronilla como limaduras magnéticas. Lleva un traje de sirsaca de color gris en el que su corpulencia entra como una salchicha hinchada. Adriana siente una punzada de dolor, al ver que el cuerpo que conoció tan íntimamente y amó con una pasión fanática ha cambiado tanto; y sin embargo, parece ser la única visitante sorprendida por su aspecto, y Gregor, o Greg, se muestra del todo cómodo en su piel. Al ver a Adriana, se dirige a ella con una inesperada rapidez depredadora para un hombre de su tamaño, y le estrecha la mano. Hay un momento de duda y después dice:
       —Adriana. Gracias por venir.
       Igual que en otra ocasión, años atrás, susurró triunfal: «¡Has venido!».
       Adriana consigue decir cortésmente que está allí por Edith.
       —Claro, cariño. Todos hemos venido por Edith.
       Cariño. Una palabra peculiar y ambigua. Nunca la llamó cariño cuando eran amantes.
       Durante la ceremonia, Adriana estudia el rostro de «Greg Wodicki». Aunque se trata de una ocasión pública y solemne, su antiguo amante se siente a todas luces relajado en el papel de organizador y supervisor. Donde antiguamente menospreciaba formalidades de ese tipo y no se fiaba de las palabras («En música no puedes mentir sin exponerte, pero cualquier gilipollas puede mentir con las palabras. Las palabras son una mierda»), ahora habla con cortesía y una franqueza cautivadora. Presenta a los oradores, a los músicos. Se ha convertido en un adulto del todo responsable. Sus ojos están bastante hundidos en los pliegues de su rostro regordete, y sin embargo son sin lugar a dudas los suyos; dentro de la máscara carnosa de mediana edad hay un rostro hermoso, delgado y joven que mira hacia fuera. La boca que Adriana besó tantas veces, la que chupó y en la que gimió, en tiempos más familiar para ella que la suya propia, es de un curioso color rojo húmedo, como un órgano interno. Donde existía Gregor, ahora está Greg. Increíble.
       Adriana nunca volvió al Instituto Rooke después de dejar su puesto, pero está claro que estuvo al tanto, en la distancia, de su antiguo amante. Hace años que no trabaja como compositor o músico. Adriana había evitado las ocasiones musicales en las que se interpretaban sus composiciones y echaba una ojeada a las críticas de su trabajo en las publicaciones neoyorquinas —de hecho eran infrecuentes— y nunca asistió a un concierto o recital. Había grabaciones de su trabajo, pero no hizo esfuerzo alguno por oírlas. La había herido demasiado profundamente; era como si parte de ella hubiera muerto y con ello la totalidad de sus sentimientos por él. Lo que oyó sobre él fue de forma accidental y sin buscarlo: su esposa Pegreen y él nunca se divorciaron formalmente, aunque vivieron separados durante mucho tiempo, y tuvieron problemas con uno o más de sus hijos, y Gregor permaneció en el instituto y Pegreen se trasladó a vivir con él durante su terrible experiencia con el cáncer, hasta su muerte. Es probable que Gregor tuviese otras aventuras amorosas, ya que él también ejercía una poderosa atracción tanto sobre las mujeres como sobre los hombres, y la sexualidad parecía haber sido para él una expresión tan natural como una caricia, con las mismas consecuencias. La sorpresa en la vida de Gregor Wodicki quizá fuese su talento tardío por el trabajo administrativo. Edith Pryce lo nombró su ayudante, y tomó el mando después de que ella se jubilara.
       Decían que Gregor había sido amante de Edith Pryce. Adriana lo dudaba, pero ¿quién sabe? Suponía que en realidad nunca lo había conocido, excepto a nivel íntimo.
       Unos músicos locales interpretaron tres hermosos fragmentos musicales durante el funeral. Uno de J. S. Bach, otro de Gabriel Fauré y el último un cuarteto para cuerda y piano de «Greg Wodicki». Una pieza enigmática, delicada y sobria que no acababa de golpe sino con un suave fundido. Adriana, que escucha con atención, deja caer unas lágrimas al parpadear y se pregunta amargamente si puede que «Greg» haya revisado la pieza desde la muerte de Edith Pryce para enfatizar su tono elegíaco. La fecha de su composición es 1976, el año después de su separación, y la música que compuso en los setenta era estridente e inflexible, indiferente a las emociones.
       Hipócrita, piensa Adriana furiosa. Asesino.

       Adriana M. Kaplan. Adriana había declinado una invitación para comer después del funeral, y sin embargo, de alguna forma, la convencen para que se quede; por suerte no la sitúan en la mesa principal con Gregor, o Greg, y distinguidos amigos y colegas ancianos de la difunta Edith Pryce. Hacia la mitad del prolongado almuerzo, se siente intranquila y se disculpa, sale del comedor y vaga por el primer piso de la vieja casa señorial, que fue transferida al instituto en 1941 con treinta y seis hectáreas de terreno y numerosas dependencias. Desde 1975, la Casa Rooke, como se llama, ha sido remodelada y restaurada con buen gusto. En una amplia biblioteca con paneles, Adriana echa una ojeada a las estanterías de libros publicados por miembros del instituto, antiguos y actuales, y le halaga descubrir dos de sus cinco títulos; uno de ellos es el primero, un estudio del modernismo en Estados Unidos (el arte, el teatro, la danza), un delgado volumen publicado por University of Chicago Press, bastante bien recibido en su momento pero descatalogado tiempo atrás. Allí está en la estantería de la biblioteca sin su sobrecubierta, con aspecto desnudo y desprotegido; probablemente lleva allí quince años, sin abrir. Impreso en el lomo, desvaído y casi ilegible, aparece el nombre de la autora: Adriana M. Kaplan («M» de Margaret). Junto a los libros de Adriana se encuentran títulos y autores de los que nunca ha oído hablar. Siente una oleada de vértigo pero la supera, y consigue reír. ¿He cambiado mi vida por esto?
       Como si hubiera tenido opción.

       En el pinar. Aunque Adriana tenía la intención de volver a la ciudad inmediatamente después del almuerzo, de alguna forma se encuentra en compañía de su antiguo amante, que insiste en enseñarle el recinto del instituto —«¿Te gustan los cambios que has visto, Adriana? Lo hemos arreglado un poco»—. Aquello era quedarse corto.
       Adriana sabe que desde que «Greg Wodicki» se convirtió en director del instituto, se ha embarcado sin ayuda en una campaña de recaudación de fondos de diez millones de dólares, y los resultados más inmediatos son impresionantes. Varios edificios nuevos, un granero maravillosamente renovado que ahora hace las funciones de sala de conciertos, zonas ajardinadas, aparcamientos. Adriana dice, sí, sí, por supuesto, los cambios son maravillosos, pero echa de menos el viejo estilo descuidado del lugar: tejados con goteras, establos desvencijados, fachadas con manchas de humedad, campos sin cultivar.
       —Era otra época —señala Gregor—. Una fundación sin ánimo de lucro como Rooke podía sobrevivir con los rendimientos de pequeñas inversiones y el raro donante ocasional. Pero ya no.
       Adriana quiere preguntar: «¿Por qué no?».
       Después de la sorpresa inicial de su encuentro, se produjo un período de tiempo en suspenso (el funeral, el almuerzo), durante el cual Adriana y su antiguo amante parecían haber aceptado que se habían vuelto a ver. Pero ahora, solos de repente, bajo el austero sol de junio, entran en otra fase de emoción y temor. El corpulento Gregor respira por la boca, Adriana siente punzadas de pánico. ¿Qué haces aquí, qué demonios intentas probar? ¿Y a quién? Nuestro más ferviente deseo es la derrota de un antiguo amante, privado de nuestro amor; al menos deseamos parecer trascendentes, indiferentes, plenamente libres de aquel amor desaparecido. Durante el almuerzo Adriana se dio cuenta de que Gregor miraba en su dirección, pero no le hizo caso, hablando muy en serio con los invitados que había a su mesa. Sin embargo, ahora recorren un camino de gravilla uno al lado del otro, como viejos amigos. Gregor contempla su corpulencia con una leve exasperación y confusión y suspira:
       —He cambiado un poco, ¿eh, Adriana? No como tú. Tan guapa como siempre.
       Adriana dice con frialdad:
       —Yo también he cambiado. Aunque sea de forma imperceptible.
       —¿De verdad? —el tono de Gregor es de escepticismo.
       Como si tuvieran una lesión cerebral o estuvieran borrachos, ambos recorren al azar un camino entre dos edificios de piedra; alejándose de Rooke Hall hacia el pinar. Ahora, a media tarde, el aire se ha vuelto húmedo, casi vaporoso. Un repentino olor a agujas de pino hace que los orificios nasales de Adriana se arruguen por el miedo.
       ¿Dónde están los viejos establos? Demolidos para hacer sitio para el aparcamiento.
       ¿Dónde está el antiguo camino cubierto de maleza por el que ella bajaba hacia el bosque? Ampliado, cuidadosamente cubierto de pedacitos de madera.
       Aunque bajan por una cuesta hasta el bosque ensombrecido, la respiración de Gregor se vuelve cada vez más audible y su piel, que ahora está bastante fría y húmeda y amarillenta, está salpicada de gotas de sudor. Se ha quitado la chaqueta de sirsaca y la corbata y se ha remangado la camisa blanca de vestir, pero la mayor parte de ella está cubierta de sudor. Si este hombre fuera un familiar o un amigo, Adriana estaría preocupada por su salud: la corpulencia de aquel cuerpo, al menos ciento diez kilos, pesando sobre su corazón y sus pulmones.
       Una vez en el bosque, se oyen los dulces sonidos transparentes de los pequeños pájaros de capucha negra que hay en lo alto. ¿Carboneros?
       Sin pensar, Adriana dice:
       —La jaula de latón de Edith.
       Gregor dice:
       —Todavía la tenemos, por supuesto. En la antigua oficina de Edith, que ahora es la mía. Es una valiosa antigüedad.
       —¿Y hay un canario dentro?
       Gregor suelta una carcajada, como si Adriana hubiese dicho algo pícaramente ingenioso.
       —Dios, no. ¿Quién tiene tiempo para limpiar la porquería de los pájaros?
       Continúan caminando. Adriana se cuida de no rozarse con Gregor, cuyo enorme cuerpo exuda, a través de sus ropas ceñidas, una especie de calor graso. Se oye a sí misma decir, con voz neutra:
       —Nunca te lo dije. Casi al final de… nuestra… rompí a llorar en la oficina de Edith Pryce. Me invitó a tomar el té. Empecé a llorar de repente y no podía parar. Era como una agresión física, estaba hecha polvo, al parecer creía que estaba… embarazada.
       —¿Embarazada? ¿Cuándo?
       La reacción de Gregor es inmediata, instintiva. El terror masculino a ser atrapado y descubierto.
       Adriana dice:
       —No lo estaba, claro. No comía mucho y tomaba Bencedrina que algún médico irresponsable me recetaba y es obvio que estaba un poco loca. Pero no embarazada.
       —¡Dios mío! —dice Gregor conmovido. Hace una pausa para acariciar el brazo de Adriana pero ella se aparta—. ¿Pasaste sola por eso?
       —No exactamente —responde Adriana, con una sutil ironía maliciosa—. Te tenía a ti.
       —Pero ¿por qué no me lo dijiste?
       Adriana lo piensa con detenimiento. ¿Por qué? Su intensa intimidad sexual de algún modo excluía la confianza.
       —No lo sé —responde con franqueza—. Me daba pavor que quisieras que abortara, que no quisieras volver a verme y yo… yo no estaba preparada para eso —hace una pausa, consciente de que Gregor la mira fijamente. Sus ojos: húmedos y alerta, enrojecidos, ojos vivos que observan sin parpadear por los orificios de una máscara flácida y carnosa—. Pensé que de algún modo sería más fácil… morir. Menos complicado.
       Gregor Wodicki acepta esta ridícula afirmación sin cuestionarla. Como si lo supiera, como si hubiera estado allí.
       —¿Y qué te dijo Edith?
       —Nada.
       —¿Nada?
       —En cuanto empecé a llorar, me interrumpió. No quería ser testigo. De hecho, quizá sabía lo nuestro. Pero no quería saber nada más. Me permitió verme como lo que era: una mujer histérica, egoísta, ciega y neurótica.
       —Una mujer que necesitaba ayuda, por el amor de Dios. Compasión.
       —Creo que fue positiva. La respuesta de Edith Pryce.
       —¡En serio! —exclama Gregor resoplando.
       —¡Sí! Por supuesto.
       Ella camina delante en un silencio airado. ¿Por qué discuten? El corazón de Adriana late con rapidez; no está preparada para esos sentimientos después de tantos años, es como ascender a una altitud muy elevada muy deprisa. Recuerda la última vez que estuvieron juntos en aquel bosque. Ella esperaba que fueran a hacer el amor y no fue así. El raro comportamiento crispado de Gregor. Su aliento que olía a whisky, sus extraños ojos dilatados. Ve los altos pinos rectos, tan parecidos a los barrotes de una jaula, una amplia jaula donde vivir en la que, sin saberlo, habían estado atrapados. Amor erótico. Un profundo placer sexual. Esas sensaciones de las que no puedes hablar sin que suenen absurdas, así que no hablas de ellas en absoluto hasta que al final dejas de experimentarlas y con el tiempo no puedes creer que otros las experimenten, y sólo puedes reaccionar con burla. Estás anestesiado.
       Te dices: «Ahora es parte del pasado, he sobrevivido».
       —La última vez que nos vimos, ¿fue cerca de aquí, creo? —dice Gregor sin darle importancia, limpiándose la frente con un pañuelo de papel muy arrugado—. ¿O quizá más abajo junto al río?
       Como si el propósito de aquello fuera el lugar.
       Adriana mira a Gregor y ve que está sonriendo. Que intenta sonreír. Sus dientes ya no son desiguales ni están descoloridos, sino que han sido cubiertos con unas costosas fundas. Y sin embargo, están sus ojos hundidos y húmedos. La piel flácida y húmeda. ¿Está volviendo a enamorarse de ese hombre? El príncipe «genio» de Adriana Kaplan convertido en una rana.
       En la vida. Nunca va a volver a enamorarse de alguien.
       Y tampoco le gusta el rumbo que está tomando la conversación. Tentándola para que traicione veintitrés años de indiferencia estoica.
       Continúan caminando. Aquí el aire es ligeramente más fresco, a cuatrocientos metros del río. Gregor empieza a hablar impulsivamente, divagando.
       —Sabes, Adriana, para serte sincero, no recuerdo cada minuto de aquel verano. Había estado «mezclando», tomando anfetaminas y bebiendo. Pegreen me estaba haciendo la vida imposible. Ella estaba realmente al borde del suicidio. Pero no podía abandonarla, y no podía dejarte. Estaba obsesionado contigo, Adriana. Y tenía celos de ti y de tu matrimonio. Y de mi juventud que desaparecía. Y de mi genialidad. Mi puta música como cenizas en la boca. La última vez que nos vimos aquí, nunca lo supiste… traje, en el bolsillo de la chaqueta caqui…, el revólver de Pegreen.
       Adriana no está segura de haber oído bien.
       —¿La… pistola? ¿Tenías una pistola aquí?…
       —Debí de pensar, era una locura, por supuesto, que la usaría contigo y luego la volvería hacia mí. ¡Dios mío! —Gregor infla sus mejillas y pone los ojos en blanco con el gesto de adolescente que Adriana recuerda de veintitrés años antes, cuando por poco estrelló el coche familiar.
       En el pinar, en el aire veraniego extrañamente pacífico sin brisa, Adriana Kaplan y Gregor, o Greg, Wodicki se contemplan fijamente. Después, de forma inesperada, se echan a reír. El revólver de Pegreen calibre 32, en el bolsillo de la chaqueta de Gregor. Qué absurdo, qué penoso. La risa de Gregor es profunda, la risa contagiosa de una hiena. La risa de Adriana es casi insonora, temblorosa y espasmódica, como si se ahogara.



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