J.
D. Salinger
(Nueva York, 1919 - Cornish, New Hampshire, 2010)
Justo Antes de la Guerra con los
Esquimales
(“Just Before the War with the Eskimos”)
Nine Stories (1953)
Durante cinco sábados seguidos,
por las mañanas, Ginnie Maddox había jugado al tenis en las pistas
del East Side con Selena Graff, compañera suya en la clase de la
señorita Basehaar. Ginnie pensaba francamente que Selena era la más
boba de toda la clase—en la que abundaban ostensiblemente las bobas
de marca mayor—, pero al mismo tiempo no había nadie como Selena
para traer continuamente nuevas cajas de pelotas de tenis. Su padre
las fabricaba, o algo por el estilo. (Una noche durante la cena, para
ilustración de toda la familia Maddox, Ginnie había evocado la
visión de una comida en casa de los Graff; la escena suponía un
criado perfecto que servía a todos por la izquierda, aunque en lugar
de un vaso de jugo de tomate dejaba una lata de pelotas de tenis.)
Pero esta historia de dejar a Selena en su casa con un taxi después
del tenis y luego cargar—en cada ocasión—con el pago de todo el
importe del viaje, era algo que a Ginnie le estaba alterando los
nervios. Después de todo, la idea de coger un taxi en lugar del
autobús había sido de la propia Selena. Y ese quinto sábado,
mientras el taxi arrancaba dirigiéndose hacia el norte por la avenida
York, Ginnie dijo de pronto:
—Oye, Selena...
—¿Qué?—dijo Selena, ocupada
en tantear con una mano el suelo del taxi—. ¡No encuentro la funda
de mi raqueta!—se lamentó.
Pese a la templada temperatura de
ese mes de mayo, las dos chicas llevaban abrigos sobre sus shorts.
—La guardaste en el bolsillo—dijo
Ginnie—. Escúchame ahora...
—¡Oh, menos mal! ¡Me has
salvado la vida!
—Oye—dijo Ginnie, a quien no
le interesaba la gratitud de Selena.
—¿Qué?
Ginnie decidió ir al grano. El
taxi se estaba acercando a la casa de Selena.
—No tengo ganas de cargar otra
vez con el pago de todo el viaje—dijo—. No soy millonaria, ¿sabes?
Selena puso primero expresión de
asombrada, después de ofendida:
—¿Acaso no pago siempre la
mitad?—preguntó con ingenuidad.
—No—replicó Ginnie
rotundamente—. Pagaste la mitad el primer sábado, a comienzos del
mes pasado. Y desde entonces, nunca más. No quiero ser mezquina, pero
estoy viviendo con cuatro dólares y medio por semana. Y de ahí tengo
que...
—Yo siempre traigo las pelotas
de tenis, ¿no es cierto? —preguntó Selena con tono desagradable.
A veces Ginnie sentía ganas de
matar a Selena.
—Tu padre las fabrica o algo
así—dijo—. No te cuestan nada. Yo no tengo que pagar hasta la
más mínima cosa que. . .
—Está bien, está bien—dijo
Selena levantando la voz y con un aire de suficiencia como para
asegurarse la última palabra.
En forma displicente, se revisó
los bolsillos del abrigo.
—Sólo tengo treinta y cinco
centavos—dijo, fríamente—. ¿Es bastante?
—No. Lo siento, pero me debes
un dólar sesenta y cinco. He llevado la cuenta de cada...
—Tendré que subir y pedírselo
a mamá. ¿No puedes esperar hasta el lunes? Podría llevarte el
dinero a la clase de gimnasia, si eso te hace más feliz.
La actitud de Selena no invitaba
a la clemencia.
—No—dijo Ginnie—. Tengo que
ir al cine esta noche. Necesito el dinero.
Sumidas en un silencio hostil,
las dos chicas miraron por ventanillas opuestas hasta que el taxi se
detuvo frente a la casa de Selena. Entonces Selena, sentada del lado
de la acera, se bajó. Dejando apenas abierta la puerta del automóvil,
caminó con vivacidad y soltura hasta el edificio, como si fuera una
reina de Hollywood de visita. Ginnie, con la cara ardiendo, pagó el
importe del viaje. Después recogió sus cosas de tenis—raqueta,
toalla y sombrero para el sol—y fue detrás de Selena. A sus quince
años, Ginnie medía alrededor de un metro setenta y cinco y su
calzado de tenis era del número 40. Al entrar en el hall de la casa
su sensación de
torpeza caminando sobre suelas de goma le daba
un aire de oso. Selena juzgó preferible contemplar fijamente el
indicador de pisos del ascensor.
—Ahora me debes un dólar
noventa—dijo Ginnie, acercándose al ascensor con grandes zancadas.
Selena se dio la vuelta.
—Tal vez te interese saber—dijo—que
mi madre está muy enferma.
—¿Qué le pasa?
—Prácticamente tiene pulmonía,
y si te parece que me divierte molestarla sólo por un asunto de
dinero...—Selena pronunció la frase incompleta con todo el aplomo
posible.
A Ginnie esta información la
desconcertó un poco, aunque no sabía hasta qué punto podía ser
verdad, pero no por eso cayó en sentimentalismos.
—Yo no se la contagié—dijo,
y entró en el ascensor.
Luego que Selena tocó el timbre
del piso, las hicieron pasar, o, mejor dicho, la puerta fue entornada
por una criada negra con la que, al parecer, Selena no se hallaba en
muy buenas relaciones. Ginnie dejó caer sus cosas de tenis en una
silla del vestíbulo y siguió a Selena. En la sala, Selena se volvió
y dijo:
—¿Te molesta esperar aquí?
Tal vez tenga que despertar a mamá y todo eso.
—De acuerdo —dijo Ginnie, y
se dejó caer en un sofá.
—Nunca hubiera creído que
podías ser tan mezquina —dijo Selena, que estaba lo bastante
enojada como para usar la palabra «mezquina», aunque le faltaba
valor para poder subrayarla.
—Ahora estás enterada—dijo
Ginnie, y le abrió en la cara un ejemplar de Vogue. Mantuvo en esa
posición la revista hasta que Selena abandonó la habitación, y
después volvió a dejarla sobre el aparato de radio. Examinó el
cuarto con la mirada, redistribuyendo los muebles mentalmente, tirando
lámparas de mesa, quitando flores artificiales. En su opinión, era
una habitación totalmente horrible, lujosa, pero cursi.
De pronto se oyó una voz
masculina que gritaba desde otra parte de la vivienda:
—¡Eric! ¿Eres tú?
Ginnie supuso que era el hermano
de Selena, a quien ella no conocía. Cruzó sus largas piernas,
arregló los bajos de su abrigo sobre las rodillas y esperó.
Un joven con gafas, en pijama,
descalzo, se precipitó en la habitación, con la boca abierta.
—Diablos, creí que era Eric—dijo.
Sin detenerse y con un aire extremadamente lamentable, siguió a
través de la habitación apretando algo contra su pecho estrecho. Se
sentó en el otro extremo del sofá.
—Acabo de cortarme este
asqueroso dedo—dijo con cierta ansiedad. Miró a Ginnie como si
fuera natural que la joven estuviera sentada allí—. ¿Alguna vez te
has cortado un dedo? ¿Hasta el hueso?—preguntó. Su voz chillona
contenía un verdadero ruego, como si Ginnie, con su respuesta,
pudiera evitarle la desagradable tarea de romper el hielo.
Ginnie lo contempló extrañada.
—Bueno, no precisamente hasta
el hueso—dijo—. Pero me he cortado.
Era el muchacho, o el hombre—le
era difícil determinarlo—, más cómico que había visto jamás.
Tenía el pelo revuelto como si acabara de levantarse, y una barba
rala y rubia, como de dos días o más. Su aspecto era... bueno,
parecía un tonto.
—¿Cómo te has cortado?—preguntó
Ginnie.
Con la boca floja y entreabierta,
tenía la vista fija en el dedo lastimado.
—¿Qué?—dijo él.
—¿Cómo te has cortado?
—¿Cómo diablos puedo saberlo?—dijo,
dando a entender con su entonación que la respuesta a esa pregunta
era irremisiblemente oscura—. Buscaba algo en la asquerosa papelera,
y estaba llena de hojas de afeitar.
—¿Eres hermano de Selena?—preguntó
Ginnie.
—Sí, diablos, me estoy
desangrando. No te vayas. Tal vez necesite una de esas inmundas
transfusiones.
—¿Te has puesto algo?
El hermano de Selena apartó un
poco la mano herida del pecho y se quitó la venda para que Ginnie
disfrutara de su aspecto.
—Sólo papel higiénico—dijo—.
Para la sangre. Como cuando uno se corta al afeitarse —de nuevo
miró a Ginnie—. ¿Quién eres?—preguntó—, ¿amiga de esa
estúpida?
—Vamos a la misma clase.
—¿Sí? ¿Cómo te llamas?
—Virginia Maddox.
—¿Eres Ginnie?—dijo,
observándola con los ojos entrecerrados tras las gafas—. ¿Eres
Ginnie Maddox?
—Sí—dijo Ginnie, descruzando
las piernas.
El hermano de Selena volvió a
fijarse en el dedo, evidentemente su verdadero y único centro de
atención.
—Conozco a tu hermana—le dijo
con tono de indiferencia—. Es una asquerosa esnob.
Ginnie se enderezó.
—¿Quién?
—Ya me has oído.
—Mi hermana no es una esnob.
—Vaya si lo es—dijo el
hermano de Selena.
—No lo es.
—¡Ya lo creo! Es la reina. La
reina de todas las esnobs.
Ginnie observaba cómo levantaba
los gruesos pliegues de papel higiénico y miraba por debajo.
—¡Ni siquiera conoces a mi
hermana!
—¿Que no la conozco?
—¿Cómo se llama?... ¿Cuál
es su nombre de pila? —preguntó Ginnie enfáticamente:
—Joan... Joan, la esnob.
Ginnie se calló.
—¿Cómo es?—preguntó de
pronto.
No hubo respuesta.
—¿Cómo es?—insistió Ginnie.
—Si fuera la mitad de bonita de
lo que cree ser, tendría una suerte endiablada—dijo el hermano de
Selena.
Esta respuesta alcanzaba el nivel
de interesante, según la opinión secreta de Ginnie.
—Nunca la oí hablar de ti—dijo.
—¡No me digas! Se me parte el
corazón.
—De todos modos, está
comprometida—dijo Ginnie, observándolo—. Se casa el mes que viene.
—¿Con quién?—preguntó él,
levantando los ojos.
Ginnie aprovechó la ocasión:
—Con nadie a quien tú conozcas.
De nuevo empezó él a escarbar
su obra de primeros auxilios:
—Lo compadezco—dijo.
Ginnie resopló.
—Sigue sangrando como un loco.
¿Crees que tendría que ponerle algo? ¿Qué será bueno? ¿Crees que
la mercromina servirá de algo?
—El yodo es mejor—dijo Ginnie.
Luego, pensando que su respuesta era demasiado cortés dadas las
circunstancias, añadió:—Para eso la mercromina no sirve de nada.
—¿Por qué no? ¿Qué tiene?
—Simplemente, que para eso no
sirve, nada más. Ahí hay que poner yodo.
—Pero escuece muchísimo, ¿no?—preguntó,
mirando a Ginnie—. ¿No quema como el demonio?
—Si —dijo Ginnie—, pero no
te vas a morir por eso.
Sin ofenderse, al parecer, por el
tono de voz de Ginnie, el hermano de Selena dedicó otra vez su
atención al dedo lastimado.
—Si quema, no me gusta—dijo.
—A nadie le gusta.
—Así es—dijo, asintiendo con
la cabeza.
Ginnie lo observó por un
instante.
—Deja de tocarte—exclamó
repentinamente.
El hermano de Selena apartó la
mano sana como si hubiera recibido una descarga eléctrica. Se irguió
un poco o mejor dicho, se repantigó un poco menos. Fijó la vista en
algún objeto situado en el otro lado de la habitación. Una
expresión casi soñadora inundó sus facciones irregulares. Metió la
uña del dedo índice de la mano sana en el intersticio entre los
incisivos, sacó una partícula de comida y se volvió hacia Ginnie.
—¿Ya has comido?—preguntó.
—¿Como?
—Que si ya has comido..
Ginnie negó con la cabeza.
—Comeré cuando llegue a casa—dijo—.
Mi madre siempre me tiene la comida lista cuando llego.
—Tengo medio bocadillo de pollo
en mi cuarto. ¿No lo quieres? Ni lo he tocado.
—No, gracias. De verdad.
—Vamos, acabas de jugar al
tenis. ¿No tienes hambre?
—No es eso—dijo Ginnie,
cruzando las piernas—. Es que mi madre me tiene la comida lista
cuando llego a casa. Quiero decir que, si no tengo hambre cuando llego,
se pone mala.
Al parecer, el hermano de Selena
aceptó esa explicación. Por lo menos, asintió con la cabeza y miró
hacia otro lado. Pero de pronto se volvió:
—¿Y un vaso de leche?—dijo.
—No, gracias... pero te lo
agradezco.
Luego, distraídamente, él se
inclinó y se rascó el tobillo desnudo.
—¿Cómo se llama ese tipo con
el que se va a casar? —preguntó.
—¿Quién...? ¿Joan?—dijo
Ginnie—. Dick Heffner.
El hermano de Selena continuó
rascándose el tobillo.
—Es un capitán de fragata—dijo
Ginnie.
—¡Qué bárbaro!
Ginnie lanzó una risita. Lo
miró rascarse el tobillo hasta que se le puso rojo. Cuando empezó a
arrancarse con una uña una costrita que tenía en la piel, dejó de
mirarlo.
—¿De qué conoces a Joan?—preguntó—.
Nunca te vi en casa ni en ningún otro sitio.
—Nunca estuve en tu asquerosa
casa.
Ginnie esperó, pero no hubo nada
después de esta.
—¿Dónde la conociste,
entonces?—preguntó.
—En una fiesta.
—¿En una fiesta? ¿Cuándo?
—No sé. En la Navidad del 42.
Con dos dedos sacó del bolsillo
superior del pijama un cigarrillo que parecía haber pasado allí toda
la noche.
—¿Me tiras esos fósforos?—dijo.
Ginnie le pasó una cajita de
fósforos que estaba sobre la mesa junto a ella. Encendió el arrugado
cigarrillo y guardó el fósforo quemado en la cajita. Inclinando la
cabe za hacia atrás, exhaló lentamente una enorme cantidad de humo
por la boca y lo inhaló por la nariz. Siguió fumando en este estilo
«a la francesa». Muy probablemente no era una escena de vodevil en
un sofá, sino más bien la exhibición privada de un joven que, en un
momento u otro, podía haber intentado afeitarse con la mano izquierda.
—¿Por qué dices que Joan es
esnob?—preguntó Ginnie.
—¿Por qué? Porque lo es. ¿Cómo
diablos voy a saber por qué?
—Sí, pero ¿por qué dices que
lo es?
Volvió con cansancio la cabeza
hacia ella.
—Escucha. Le escribí ocho
malditas cartas. Ocho. No me contestó ni una.
Ginnie vaciló.
—Bueno, a lo mejor tenía mucho
que hacer.
—Claro, estaría ocupada como
una laboriosa abejita de mierda.
—¿Tienes necesidad de hablar
de esa manera?—preguntó Ginnie.
—¡Mierda, es verdad que hablo
mal!
Ginnie se echó a reír.
—De todas maneras, ¿cuánto
tiempo hace que la conoces?
—Bastante tiempo.
—Quiero decir, ¿la has llamado
por teléfono o algo por el estilo?
—No.
—Bueno, si nunca la llamaste ni
nada...
—¡No podía hacerlo, diablos!
—¿Por qué no?
—¡Porque ni siquiera estaba en
Nueva York!
—Ah... ¿Y dónde estabas?
—¿Yo? En Ohio.
—¿En la universidad?
—No. Lo dejé.
—¿En el ejército?
—No—con la mano que sostenía
el cigarrillo, el hermano de Selena se dio un golpecito en el costado
izquierdo del pecho—. La maquinita—dijo.
—¿El corazón?—preguntó
Ginnie—. ¿Qué le pasa?
—No sé qué diablos le pasa.
Tuve fiebre reumática cuando era pequeño. Un dolor infernal en...
—Bueno, pero ¿no tienes que
dejar de fumar? ¿No te dijeron que no debes fumar más y todo eso? El
médico le dijo a mi...
—Oh, te dicen un montón de
chorradas—dijo él.
Ginnie dejó de ametrallarlo
durante un breve momento. Muy breve.
—Y, en Ohio, ¿qué hacías?—preguntó.
—¿Yo? Trabajaba en una
asquerosa fábrica de aviones.
—¿En serio?—dijo Ginnie—.
¿Te gustaba?
—«¿Te gustaba?»—remedó
él—. Me encantaba. Adoro los aviones. Son tan «ricos»...
Ginnie estaba demasiado
interesada ahora como para sentirse ofendida.
—¿Cuánto tiempo trabajaste?
En la fábrica de aviones, quiero decir.
—Diablos, no sé. Treinta y
siete meses—se puso de pie y se acercó a la ventana. Miró hacia la
calle mientras se rascaba la columna vertebral con el pulgar—.
Míralos —dijo—. Imbéciles de mierda.
—¿Quiénes?—dijo Ginnie.
—Yo qué sé. Cualquiera.
—Si pones el dedo hacia abajo
va a sangrarte de nuevo —dijo Ginnie.
La escuchó. Apoyó el pie
izquierdo en el reborde de la ventana y descansó su mano herida sobre
el muslo en posición horizontal. Seguía mirando hacia la calle.
—Todos van a esa inmunda
oficina de reclutamiento —dijo—. En la próxima pelearemos con los
esquimales. ¿No lo sabías?
—¿Con quiénes?—dijo Ginnie.
—Con los esquimales... presta
atención, ¡demonios!
—¿Por qué con los esquimales?
—Yo que sé. ¿Cómo diablos
voy a saberlo? Esta vez van a ir todos los viejos. Los tipos de
sesenta años. No podrá ir nadie si no anda por los sesenta—dijo—.
Les darán menos horas de trabajo, nada más... Es fenomenal.
—Tú no irías de todos modos
—replicó Ginnie, quien no quería decir más que la verdad, aunque
sabía, aun antes de terminar la frase, que había dicho lo que no
debía.
—Ya lo sé—dijo rápidamente,
y bajó el pie. Subió un poco la ventana y arrojó el cigarrillo a la
calle. Después se volvió—: Oye. Hazme un favor. Cuando venga ese
tipo, dile que estaré listo en dos segundos, ¿quieres? Sólo tengo
que afeitarme, nada más. ¿De
acuerdo?
Ginnie asintió.
—¿Quieres que le diga a Selena
que se dé prisa o algo? ¿Sabe que estás aquí?
—Sí, ya lo sabe—dijo Ginnie—.
Y no tengo prisa. Gracias.
El hermano de Selena asintió.
Acto seguido echó una última y larga mirada a su dedo herido, como
para comprobar que estaba en condiciones de efectuar el viaje de
vuelta a su habitación.
—¿Por qué no le pones una
venda adhesiva? ¿No tienes una o cualquier otra cosa?
—Noo...—dijo—. Bueno.
Cuídate—y salió de la habitación.
Pocos segundos después estaba de
vuelta con el medio bocadillo en la mano.
—Cómetelo—dijo—. Está
bueno.
—En realidad, no tengo...
—¡Demonios, tómalo! No le he
puesto veneno ni nada por el estilo.
—Bueno, te lo agradezco mucho—dijo
Ginnie, aceptando el medio bocadillo.
—Es de pollo—explicó de pie
junto a ella, observándola—. Lo compré anoche en una asquerosa
Delikatessen.
—Tiene muy buen aspecto.
—Bueno, ¡cómelo, entonces!
Ginnie le dio un mordisco.
—Está bueno, ¿verdad?
Ginnie tragó con gran dificultad.
—Muy bueno—dijo.
El hermano de Selena asintió.
Paseó la mirada por la habitación, rascándose el pecho.
—Bueno, supongo que tendré que
vestirme... ¡Maldita sea! ¡El timbre! ¡Abur!—Desapareció.
Al quedarse sola, Ginnie miró a
su alrededor, sin levantarse, en busca de un buen sitio donde arrojar
el bocadillo. Oyó que alguien venía a través del vestíbulo. Metió
el bocadillo en el bolsillo de su abrigo.
Un hombre de unos treinta años,
ni alto ni bajo, entró en la habitación. Sus facciones regulares, el
corte de su traje, su cabello corto, el dibujo de su foulard no daban
ninguna información precisa sobre él. Podía pertenecer a la
redacción de una revista, o ser aspirante a redactor. Quizá
estuviera en el elenco de una obra de teatro que acababa de
representarse en Filadelfia, o tal vez trabajase en un bufete de
abogado.
—Hola—dijo, cordialmente, a
Ginnie.
—Hola.
—¿Has visto a Franklin?—preguntó.
—Está afeitándose. Me dijo
que te dijera que lo esperaras. En seguida sale.
—¿Afeitándose? Dios mío—el
joven consultó su reloj. Luego se sentó en un sillón tapizado de
rojo, cruzó las piernas y se cubrió la cara con las manos. Se frotó
los párpados con las puntas de los dedos como si estuviera muy
cansado o como si hubiera estado forzando los ojos—. Esta mañana ha
sido la más horrible de toda mi vida—dijo, quitándose las manos de
la cara. Hablaba exclusivamente con la laringe, como si estuviera
demasiado cansado como para poner en sus palabras el aire de sus
pulmones.
—¿Qué pasó?—preguntó
Ginnie, mirándolo.
—Es demasiado largo de contar.
Por norma, nunca aburro a la gente que no conozco desde hace por lo
menos mil años —miró vagamente hacia la ventana—. Pero nunca
intentaré, ni por asomo, juzgar a la naturaleza humana. Puedes
decírselo tranquilamente a quien quieras.
—¿Qué pasó?—repitió
Ginnie.
—Es una persona que está
compartiendo el piso conmigo desde hace meses y meses y meses... Ni
siquiera quiero comentar el tema... Este escritor—agregó con
satisfacción, acordándose probablemente de la maldición favorita de
una novela de Hemingway.
—¿Qué hizo?—repitió Ginnie.
—Francamente, ahora preferiría
no entrar en detalles —dijo el joven. Sacó un cigarrillo de su
paquete, sin hacer caso de una pitillera transparente que había sobre
la mesa, y le prendió fuego con su propio encendedor. Sus manos eran
grandes. No parecían fuertes, ni hábiles, ni sensibles. Y, sin
embargo, las usaba como si tuvieran un poder estético propio,
incontrolable—. Me he propuesto no pensar siquiera en ese asunto.
Pero estoy tan furioso...—dijo—. Fíjate: aparece este personaje
espantoso de Altoona, Pensilvania, o de algún lugar así. Muerto de
hambre, al parecer. Yo fui lo bastante decente y bondadoso (soy el
buen samaritano auténtico) para aceptarlo en mi piso, un piso tan
microscópico que apenas puedo moverme yo mismo dentro de él. Lo
presento a todos mis amigos. Dejo que llene toda la casa con sus
horrorosos originales, sus colillas, las porquerías que come y todo
lo demás. Lo presento a cuanto productor teatral hay en Nueva York.
Le llevo y le traigo sus inmundas camisas de la lavandería. Y encima
de todo eso...—el hombre se calló—. Y el producto de toda mi
amabilidad y decencia—siguió—es que se va de mi casa a las cinco
o a las seis de la
mañana, sin dejar siquiera una carta,
llevándose todo, absolutamente todo lo que pudo coger con sus puercas
manos—hizo una pausa para aspirar el humo de su cigarrillo y luego
lo echó por la boca en una delgada y silbante nube—. No quiero
hablar de eso. En serio, no quiero—miró a Ginnie—. Me encanta tu
abrigo—dijo, ya de pie. Se acercó a ella y tomó la solapa del
abrigo entre los dedos—. Es precioso. Es el primer pelo de camello
realmente bueno que veo desde la guerra. ¿Dónde lo conseguiste?
—Lo trajo mi madre de Nassau.
El hombre asintió pensativo y
retrocedió hasta su silla.
—Es uno de los pocos lugares
donde se puede conseguir pelo de camello realmente bueno—dijo. Se
sentó—. ¿Estuvo mucho tiempo?
—¿Cómo?—dijo Ginnie.
—¿Estuvo tu madre allí mucho
tiempo? Te lo pregunto porque mi madre estuvo en diciembre. Y parte de
enero. Generalmente yo voy con ella, pero este año fue tan agitado
que no pude ir.
—Estuvo en febrero—dijo
Ginnie.
—Bárbaro. ¿Sabes dónde se
hospedó?
—En casa de mi tía.
Movió la cabeza.
—¿Puedo saber tu nombre?
Supongo que eres amiga de la hermana de Franklin.
—Estamos en la misma clase—dijo
Ginnie, contestando solamente la segunda parte de la pregunta.
—Tú eres la famosa Maxine de
la que Selena habla tanto, ¿verdad?
—No—dijo Ginnie.
De pronto el joven empezó a
sacudirse los bajos del pantalón con la palma de la mano.
—Estoy de pelos de perro de la
cabeza a los pies—dijo—. Mi madre fue a pasar el fin de semana a
Washington y me dejó la bestia en el piso. En realidad, es muy
cariñoso. Pero tiene costumbres inmundas. ¿Tienes perro?
—No.
—Realmente pienso que es una
crueldad tenerlos en la ciudad—dejó de sacudirse el pelo, se
recostó en el asiento y miró nuevamente su reloj—. Este chico
nunca es puntual. Vamos a ver La bella y la bestia, de Cocteau. Es la
única película que merece la pena que uno llegue a tiempo. ¿La has
visto?
—No.
—Tienes que verla. Yo la he
visto ocho veces. Genio puro genio—dijo—. Hace meses que trato de
que Franklin la vea—movió la cabeza con desencanto—. ¡El gusto
que tiene! Durante la guerra, los dos trabajábamos en el mismo sitio
horroroso y él insistía en llevarme a ver las películas más
increíbles del mundo. Vimos películas de pistoleros, musicales...
—¿También trabajabas en la
fábrica de aviones?—preguntó Ginnie.
—Sí, claro. Durante años y
años y años. Por favor, no hablemos de eso.
—¿Tú también tienes un
problema cardíaco?
—No, por favor. Toco madera—golpeó
dos veces un brazo del sillón—. Soy fuerte como un...
Al entrar Selena en la
habitación, Ginnie se levantó inmediatamente y se dirigió a su
encuentro. Selena se había puesto un vestido en lugar de los shorts,
detalle que normalmente habría molestado a Ginnie.
—Lamento haberte hecho esperar—dijo
Selena sin sinceridad—. Pero tuve que esperar a que mamá se
despertara... Hola, Eric.
—¡Hola, hola!
—De todos modos, el dinero no
lo quiero—dijo Ginnie, en voz baja para que sólo la oyera Selena.
—¿Cómo?
—Estuve pensando. Después de
todo, tú siempre traes las pelotas de tenis. Me había olvidado.
—Como dijiste que yo, en
cualquier caso, no las pagaba...
—Acompáñame a la puerta—dijo
Ginnie, dirigiéndose a la puerta, sin decir adiós a Eric.
—¿Pero no dijiste que esta
noche ibas al cine y necesitabas el dinero y qué sé yo?—dijo
Selena en el vestíbulo.
—Estoy muy cansada—dijo
Ginnie. Se inclinó y recogió todas sus cosas de tenis—. Escúchame.
Te llamaré después de la cena. ¿Haces algo especial esta noche? A
lo mejor, me doy una vuelta por aquí.
Selena la miró extrañada y dijo:
—De acuerdo.
Ginnie abrió la puerta del piso
y caminó hasta el ascensor. Apretó el botón.
—He conocido a tu hermano—dijo.
—¿De veras? ¿No te parece un
personaje?
—Por cierto, ¿a qué se dedica?—preguntó
Ginnie con fingido descuido—. ¿Trabaja o qué?
—Acaba de abandonar los
estudios. Papá quiere que vuelva a la universidad, pero él no va a
ir.
—¿Por qué no?
—No lo sé. Dice que está muy
viejo y todo eso.
—¿Cuántos años tiene?
—No sé. Veinticuatro.
Se abrieron las puertas del
ascensor.
—¡Te llamaré más tarde!—dijo
Ginnie.
Una vez fuera del edificio
empezó a caminar hacia la avenida Lexington para tomar el autobús.
Entre la Tercera y Lexington metió la mano en el bolsillo para sacar
el monedero y encontró el bocadillo. Lo extrajo y empezó a bajar la
mano para dejarlo caer en la calle, pero volvió a guardardo en el
bolsillo. Pocos años atrás, le había llevado tres días tirar el
pollito de Pascua que había encontrado muerto en el serrín del fondo
de papelera.
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