J.
D. Salinger
(Nueva York, 1919 - Cornish, New Hampshire, 2010)
Un día perfecto para el pez
plátano
(“A Perfect Day for Bananafish”)
Nine Stories (1953)
En el hotel había noventa y
siete agentes de publicidad neoyorquinos. Como monopolizaban las
líneas telefónicas de larga distancia, la chica del 507 tuvo que
esperar su llamada desde el mediodía hasta las dos y media de la
tarde. Pero no perdió el tiempo. En una revista femenina leyó un
artículo titulado «El sexo es divertido o infernal». Lavó su peine
y su cepillo. Quitó una mancha de la falda de su traje beige. Corrió
un poco el botón de la blusa de Saks. Se arrancó los dos pelos que
acababan de salirle en el lunar. Cuando, por fin, la operadora la
llamó, estaba sentada en el alféizar de la ventana y casi había
terminado de pintarse las uñas de la mano izquierda.
No era una chica a la que una
llamada telefónica le produjera gran efecto. Se comportaba como si el
teléfono hubiera estado sonando constantemente desde que alcanzó la
pubertad.
Mientras sonaba el teléfono, con
el pincelito del esmalte se repasó una uña del dedo meñique,
acentuando el borde de la lúnula. Tapó el frasco y, poniéndose de
pie, abanicó en el aire su mano pintada, la izquierda. Con la mano
seca, tomó del alféizar un cenicero repleto y lo llevó hasta la
mesita de noche, donde estaba el teléfono. Se sentó en una de las
dos camas gemelas ya hecha y—ya era la cuarta o quinta llamada—levantó
el auricular del teléfono.
—Diga—dijo, manteniendo
extendidos los dedos de la mano izquierda lejos de la bata de seda
blanca, que era lo único que llevaba puesto, junto con las chinelas:
los anillos estaban en el cuarto de baño.
—Su llamada a Nueva York,
señora Glass—dijo la operadora.
—Gracias—contestó la chica,
e hizo sitio en la mesita de noche para el cenicero.
A través del auricular llegó
una voz de mujer:
—¿Muriel? ¿Eres tú?
La chica alejó un poco el
auricular del oído.
—Sí, mamá. ¿Cómo estás?—dijo.
—He estado preocupadísima por
ti. ¿Por qué no has llamado? ¿Estás bien?
—Traté de telefonear anoche y
anteanoche. Los teléfonos aquí han...
—¿Estás bien, Muriel?
La chica separó un poco más el
auricular de su oreja.
—Estoy perfectamente. Hace
mucho calor. Este es el día más caluroso que ha habido en Florida
desde...
—¿Por qué no has llamado
antes? He estado tan preocupada...
—Mamá, querida, no me grites.
Te oigo perfectamente —dijo la chica—. Anoche te llamé dos veces.
Una vez justo después...
—Le dije a tu padre que
seguramente llamarías anoche. Pero no, él tenía que... ¿estás
bien, Muriel? Dime la verdad.
—Estoy perfectamente. Por
favor, no me preguntes siempre lo mismo.
—¿Cuándo llegasteis?
—No sé... el miércoles, de
madrugada.
—¿Quién condujo?
—Él—dijo la chica—. Y no
te asustes. Condujo bien. Yo misma estaba asombrada.
—¿Condujo él? Muriel, me
diste tu palabra de que...
—Mamá—interrumpió la chica—,
acabo de decírtelo. Condujo perfectamente. No pasamos de ochenta en
todo el trayecto, ésa es la verdad.
—¿No trató de hacer el tonto
otra vez con los árboles?
—Vuelvo a repetirte que condujo
muy bien, mamá. Vamos, por favor. Le pedí que se mantuviera cerca de
la línea blanca del centro, y todo lo demás, y entendió
perfectamente, y lo hizo. Hasta se esforzaba por no mirar los árboles...
se notaba. Por cierto, ¿papá ha
hecho arreglar el coche?
—Todavía no. Es que piden
cuatrocientos dólares, sólo para...
—Mamá, Seymour le dijo a papá
que pagaría él. Así que no hay motivo para...
—Bueno, ya veremos. ¿Cómo se
portó? Digo, en el coche y demás...
—Muy bien—dijo la chica.
—¿Sigue llamándote con ese
horroroso...?
—No. Ahora tiene uno nuevo
—¿Cuál?
—Mamá... ¿qué importancia
tiene?
—Muriel, insisto en saberlo. Tu
padre...
—Está bien, está bien. Me
llama Miss Buscona Espiritual 1948—dijo la chica, con una risita.
—No tiene nada de gracioso,
Muriel. Nada de gracioso. Es horrible. Realmente, es triste. Cuando
pienso cómo...
—Mamá—interrumpió la chica—,
escúchame. ¿Te acuerdas de aquel libro que me mandó de Alemania?
Unos poemas en alemán. ¿Qué hice con él? Me he estado rompiendo la
cabeza...
—Lo tienes tú.
—¿Estás segura?—dijo la
chica.
—Por supuesto. Es decir, lo
tengo yo. Está en el cuarto de Freddy. Lo dejaste aquí y no había
sitio en la... ¿Por qué? ¿Te lo ha pedido él?
—No. Simplemente me preguntó
por él, cuando veníamos en el coche. Me preguntó si lo había
leído.
—¡Pero está en alemán!
—Sí, mamita. Ese detalle no
tiene importancia—dijo la chica, cruzando las piernas—. Dijo que
casualmente los poemas habían sido escritos por el único gran poeta
de este siglo. Me dijo que debería haber comprado una traducción o
algo así. O aprendido el idioma... nada menos.. .
—Espantoso. Espantoso. Es
realmente triste... Ya decía tu padre anoche...
—Un segundo, mamá—dijo la
chica. Se acercó hasta el alféizar en busca de cigarrillos,
encendió uno y volvió a sentarse en la cama—. ¿Mamá?—dijo,
echando una bocanada de humo.
—Muriel, mira, escúchame.
—Te estoy escuchando.
—Tu padre habló con el doctor
Sivetski.
—¿Sí?—dijo la chica.
—Le contó todo. Por lo menos,
eso me dijo, ya sabes cómo es tu padre. Los árboles. Ese asunto de
la ventana. Las cosas horribles que le dijo a la abuela acerca de sus
proyectos sobre la muerte. Lo que hizo con esas fotos tan bonitas de
las Bermudas... ¡Todo!
—¿Y...?—dijo la chica.
—En primer lugar, dijo que era
un verdadero crimen que el ejército lo hubiera dado de alta del
hospital. Palabra. En definitiva, dijo a tu padre que hay una
posibilidad, una posibilidad muy grande, dijo, de que Seymour pierda
por completo la razón. Te lo juro.
—Aquí, en el hotel, hay un
psiquiatra —dijo la chica.
—¿Quién? ¿Cómo se llama?
—No sé. Rieser o algo así.
Dicen que es un psiquiatra muy bueno.
—Nunca lo he oído nombrar.
—De todos modos, dicen que es
muy bueno.
—Muriel, por favor, no seas
inconsciente. Estamos muy preocupados por ti. Lo cierto es que...
anoche tu padre estuvo a punto de enviarte un telegrama para que
volvieras inmediatamente a casa...
—Por ahora no pienso volver,
mamá. Así que tómalo con calma
—Muriel, te doy mi palabra. El
doctor Sivetski ha dicho que Seymour podía perder por completo la...
—Mamá, acabo de llegar. Hace
años que no me tomo vacaciones, y no pienso meter todo en la maleta y
volver a casa porque sí—dijo la chica—. Por otra parte, ahora no
podría viajar. Estoy tan quemada por el sol que ni me puedo mover.
—¿Te has quemado mucho? ¿No
has usado ese bronceador que te puse en la maleta? Está...
—Lo usé. Pero me quemé lo
mismo.
—¡Qué horror! ¿Dónde te has
quemado?
—Me he quemado toda, mamá,
toda.
—¡Qué horror!
—No me voy a morir.
—Dime, ¿has hablado con ese
psiquiatra?
—Bueno... sí... más o menos...—dijo
la chica.
—¿Qué dijo? ¿Dónde estaba
Seymour cuando le hablaste?
—En la Sala Océano, tocando el
piano. Ha tocado el piano las dos noches que hemos pasado aquí.
—Bueno, ¿qué dijo?
—¡Oh, no mucho! ¡Él fue el
primero en hablar. Yo estaba sentada anoche a su lado, jugando albingo,
y me preguntó si el que tocaba el piano en la otra sala era mi marido.
Le dije que sí, y me preguntó si Seymour había estado enfermo o
algo por el estilo. Entonces yo le dije...
—¿Por que te hizo esa pregunta?
—No sé, mamá. Tal vez porque
lo vio tan pálido, y yo qué sé—dijo la chica—. La cuestión es
que, después de jugar al bingo, él y su mujer me invitaron a tomar
una copa. Y yo acepté. La mujer es espantosa. ¿Te acuerdas de aquel
vestido de noche tan horrible que vimos en el escaparate de Bonwit?
Aquel vestido que tú dijiste que para llevarlo había que tener un
pequeño, pequeñísimo...
—¿El verde?
—Lo llevaba puesto. ¡Con unas
cadenas...! Se pasó el rato preguntándome si Seymour era pariente de
esa Suzanne Glass que tiene una tienda en la avenida Madison... la
mercería...
—Pero ¿qué dijo él? El
médico.
—Ah, sí... Bueno... en
realidad, no dijo mucho. Sabes, estábamos en el bar. Había mucho
barullo.
—Sí, pero... ¿le... le
dijiste lo que trató de hacer con el sillón de la abuela?
—No, mamá. No entré en
detalles—dijo la chica—. Seguramente podré hablar con él de
nuevo. Se pasa todo el día en el bar.
—¿No dijo si había alguna
posibilidad de que pudiera ponerse... ya sabes, raro, o algo así...?
¿De que pudiera hacerte algo...?
—En realidad, no—dijo la
chica—. Necesita conocer más detalles, mamá. Tienen que saber todo
sobre la infancia de uno... todas esas cosas. Ya te digo, había tanto
ruido que apenas podíamos hablar.
—En fin. ¿Y tu abrigo azul?
—Bien. Le subí un poco las
hombreras.
—¿Cómo es la ropa este año?
—Terrible. Pero preciosa. Con
lentejuelas por todos lados.
—¿Y tu habitación?
—Está bien. Pero nada más que
eso. No pudimos conseguir la habitación que nos daban antes de la
guerra—dijo la chica—. Este año la gente es espantosa. Tendrías
que ver a los que se sientan al lado nuestro en el comedor. Parece que
hubieran venido en un
camión.
—Bueno, en todas partes es
igual. ¿Y tu vestido de baile?
—Demasiado largo. Te dije que
era demasiado largo.
—Muriel, te lo voy a preguntar
una vez más... ¿En serio, va todo bien?
—Sí, mamá—dijo la chica—.
Por enésima vez.
—¿Y no quieres volver a casa?
—No, mamá.
—Tu padre dijo anoche que
estaría encantado de pagarte el viaje si quisieras irte sola a algún
lado y pensarlo bien. Podrías hacer un hermoso crucero. Los dos
pensamos...
—No, gracias—dijo la chica, y
descruzó las piernas—.
—Mamá, esta llamada va a
costar una for...
—Cuando pienso cómo estuviste
esperando a ese muchacho durante toda la guerra... quiero decir,
cuando unapiensa en esas esposas alocadas que...
—Mamá—dijo la chica—.
Colguemos. Seymour puede llegar en cualquier momento.
—¿Dónde está?
—En la playa.
—¿En la playa? ¿Solo? ¿Se
porta bien en la playa?
—Mamá—dijo la chica—.
Hablas de él como si fuera un loco furioso.
—No he dicho nada de eso,
Muriel.
—Bueno, ésa es la impresión
que das. Mira, todo lo que hace es estar tendido en la arena. Ni
siquiera se quita el albornoz.
—¿Que no se quita el albornoz?
¿Por qué no?
—No lo sé. Tal vez porque
tiene la piel tan blanca.
—Dios mío, necesita tomar sol.
¿Por qué no lo obligas?
—Lo conoces muy bien—dijo la
chica, y volvió a cruzar las piernas—. Dice que no quiere tener un
montón de imbéciles alrededor mirándole el tatuaje.
—¡Si no tiene ningún tatuaje!
¿O acaso se hizo tatuar cuando estaba en la guerra?
—No, mamá. No, querida—dijo
la chica, y se puso de pie—. Escúchame, a lo mejor te llamo otra
vez mañana.
—Muriel, hazme caso.
—Sí, mamá—dijo la chica,
cargando su peso sobre la pierna derecha.
—Llámame en cuanto haga, o
diga, algo raro..., ya me entiendes. ¿Me oyes?
—Mamá, no le tengo miedo a
Seymour.
—Muriel, quiero que me lo
prometas.
—Bueno, te lo prometo. Adiós,
mamá—dijo la chica—. Besos a papá—y colgó.
—Ver más vidrio—dijo Sybil
Carpenter, que estaba alojada en el hotel con su madre—. ¿Has visto
más vidrio?
—Cariño, por favor, no sigas
repitiendo eso. Vas a volver loca a mamaíta. Estáte quieta, por
favor.
La señora Carpenter untaba la
espalda de Sybil con bronceador, repartiéndolo sobre sus omóplatos,
delicados como alas. Sybil estaba precariamente sentada sobre una
enorme y tensa pelota de playa, mirando el océano. Llevaba un traje
de baño de color amarillo canario, de dos piezas, una de las cuales
en realidad no necesitaría hasta dentro de nueve o diez años.
—No era más que un simple
pañuelo de seda... una podía darse cuenta cuando se acercaba a
mirarlo—dijo la mujer sentada en la hamaca contigua a la de la
señora Carpenter—. Ojalá supiera cómo lo anudó. Era una
preciosidad.
—Por lo que dice, debía de ser
precioso—asintió la señora Carpenter.
—Estáte quieta, Sybil, cariño...
—¿Viste más vidrio?—dijo
Sybil.
La señora Carpenter suspiró.
—Muy bien—dijo. Tapó el
frasco de bronceador—. Ahora vete a jugar, cariño. Mamaíta va a ir
al hotel a tomar un martini con la señora Hubbel. Te traeré la
aceituna.
Cuando estuvo libre, Sybil echó
a correr inmediatamente por el borde firme de la playa hacia el
Pabellón de los Pescadores. Se detuvo únicamente para hundir un pie
en un castillo de arena inundado y derruido, y en seguida dejó atrás
la zona reservada a los clientes del hotel.
Caminó cerca de medio kilómetro
y de pronto echó a correr oblicuamente, alejándose del agua hacia la
arena blanda. Se detuvo al llegar junto a un hombre joven que estaba
echado de espaldas.
—¿Vas a ir al agua, ver más
vidrio?—dijo.
El joven se sobresaltó,
llevándose instintivamente la mano derecha a las solapas del albornoz.
Se volvió boca abajo, dejando caer una toalla enrollada como una
salchicha que tenía sobre los ojos, y miró de reojo a Sybil.
—¡Ah!, hola, Sybil.
—¿Vas a ir al agua?
—Te esperaba—dijo el joven—.
¿Qué hay de nuevo?
—¿Qué?—dijo Sybil.
—¿Qué hay de nuevo? ¿Qué
programa tenemos?
—Mi papá llega mañana en un
avión—dijo Sybil, tirándole arena con el pie.
—No me tires arena a la cara,
niña—dijo el joven, cogiendo con una mano el tobillo de Sybil—.
Bueno, ya era hora de que tu papi llegara. Lo he estado esperando
horas. Horas.
—¿Dónde está la señora?—dijo
Sybil.
—¿La señora?—el joven hizo
un movimiento, sacudiéndose la arena del pelo ralo—. Es difícil
saberlo, Sybil. Puede estar en miles de lugares. En la peluquería.
Tiñiéndose el pelo de color visón. O en su habitación, haciendo
muñecos para los niños pobres.
Se puso boca abajo, cerró los
dos puños, apoyó uno encima del otro y acomodó el mentón sobre el
de arriba.
—Pregúntame algo más, Sybil—dijo—.
Llevas un bañador muy bonito. Si hay algo que me gusta, es un
bañador azul.
Sybil lo miró asombrada y
después contempló su prominente barriga.
—Es amarillo—dijo—. Es
amarillo.
—¿En serio? Acércate un poco
más.
Sybil dio un paso adelante.
—Tienes toda la razón del
mundo. Qué tonto soy.
—¿Vas a ir al agua?—dijo
Sybil.
—Lo estoy considerando
seriamente, Sybil. Lo estoy pensando muy en serio.
Sybil hundió los dedos en el
flotador de goma que el joven usaba a veces como almohadón.
—Necesita aire—dijo.
—Es verdad. Necesita más aire
del que estoy dispuesto a admitir—retiró los puños y dejó que el
mentón descansara en la arena—. Sybil—dijo—, estás muy guapa.
Da gusto verte. Cuéntame algo de ti—estiró los brazos hacia
delante y tomó en sus manos los dos tobillos de Sybil—. Yo soy
capricornio. ¿Cuál es tu signo?
—Sharon Lipschutz dijo que la
dejaste sentarse a tu lado en el taburete del piano—dijo Sybil.
—¿Sharon Lipschutz dijo eso?
Sybil asintió enérgicamente. Le
soltó los tobillos, encogió los brazos y apoyó la mejilla en el
antebrazo derecho.
—Bueno —dijo—. Tú sabes
cómo son estas cosas, Sybil. Yo estaba sentado ahí, tocando. Y tú
te habías perdido de vista totalmente y vino Sharon Lipschutz y se
sentó a mi lado. No podía echarla de un empujón, ¿no es cierto?
—Sí que podías.
—Ah, no. No era posible. Pero
¿sabes lo que hice?
—¿Qué?
—Me imaginé que eras tú.
Sybil se agachó y empezó a
cavar en la arena.
—Vayamos al agua—dijo.
—Bueno—replicó el joven—.
Creo que puedo hacerlo.
—La próxima vez, échala de un
empujón —dijo Sybil.
—¿Que eche a quién?
—A Sharon Lipschutz.
—Ah, Sharon Lipschutz —dijo
él—. ¡Siempre ese nombre! Mezcla de recuerdos y deseos.—De
repente se puso de pie y miró el mar—. Sybil—dijo—, ya sé lo
que podemos hacer. Intentaremos pescar un pez plátano.
—¿Un qué?
—Un pez plátano—dijo, y
desanudó el cinturón de su albornoz.
Se lo quitó. Tenía los hombros
blancos y estrechos. El traje de baño era azul eléctrico. Plegó el
albornoz, primero a lo largo y después en tres dobleces. Desenrolló
la toalla que se había puesto sobre los ojos, la tendió sobre la
arena y puso encima el albornoz plegado. Se agachó, recogió el
flotador y se lo puso bajo el brazo derecho. Luego, con la mano
izquierda, tomó la de Sybil.
Los dos echaron a andar hacia el
mar.
—Me imagino que ya habrás
visto unos cuantos peces plátano—dijo el joven.
Sybil negó con la cabeza.
—¿En serio que no? Pero, ¿dónde
vives, entonces?
—No sé—dijo Sybil.
—Claro que lo sabes. Tienes que
saberlo. Sharon Lipschutz sabe dónde vive, y sólo tiene tres años y
medio.
Sybil se detuvo y de un tirón
soltó su mano de la de él. Recogió una concha y la observó con
estudiado interés. Luego la tiró.
—Whirly Wood, Connecticut—dijo,
y echó nuevamente a andar, sacando la barriga.
—Whirly Wood, Connecticut—dijo
el joven—. ¿Eso, por casualidad, no está cerca de Whirly Wood,
Connecticut?
Sybil lo miró:
—Ahí es donde vivo—dijo con
impaciencia—. Vivo en Whirly Wood, Connecticut.
Se adelantó unos pasos, se
cogió el pie izquierdo con la mano izquierda y dio dos o tres saltos.
—No puedes imaginarte cómo lo
aclara todo eso —dijo él.
Sybil soltó el pie:
—¿Has leído El negrito Sambo?—dijo.
—Es gracioso que me preguntes
eso—dijo él—. Da la casualidad que acabé de leerlo anoche.—Se
inclinó y volvió a tomar la mano de Sybil—. ¿Qué te pareció?
—¿Te acuerdas de los tigres
que corrían todos alrededor de ese árbol?
—Creí que nunca iban a parar.
Jamás vi tantos tigres.
—No eran más que seis—dijo
Sybil.
—¡Nada más que seis! —dijo
el joven—. ¿Y dices «nada más»?
—¿Te gusta la cera?—preguntó
Sybil.
—¿Si me gusta qué?
—La cera.
—Mucho. ¿A ti no?
Sybil asintió con la cabeza:
—¿Te gustan las aceitunas?—preguntó.
—¿Las aceitunas?... Sí. Las
aceitunas y la cera. Nunca voy a ningún lado sin ellas.
—¿Te gusta Sharon Lipschutz?—preguntó
Sybil.
—Sí. Sí me gusta. Lo que más
me gusta de ella es que nunca hace cosas feas a los perritos en la
sala del hotel. Por ejemplo, a ese bulldog enano de la señora
canadiense. Te resultará difícil creerlo, pero hay algunas niñas
que se divierten mucho pinchándolo con los palitos de los globos.
Pero Sharon, jamás. Nunca es mala ni grosera. Por eso la quiero tanto.
Sybil no dijo nada.
—Me gusta masticar velas—dijo
ella por último.
—Ah, ¿y a quién no?—dijo el
joven mojándose los pies—. ¡Diablos, qué fría está!—Dejó
caer el flotador en el agua—. No, espera un segundo, Sybil. Espera a
que estemos un poquito más adentro.
Avanzaron hasta que el agua
llegó a la cintura de Sybil. Entonces el joven la levantó y la puso
boca abajo en el flotador.
—¿Nunca usas gorro de baño ni
nada de eso?—preguntó él.
—No me sueltes—dijo Sybil—.
Sujétame, ¿quieres?
—Señorita Carpenter, por
favor. Yo sé lo que estoy haciendo—dijo el joven—. Ocúpate sólo
de ver si aparece un pez plátano. Hoy es un día perfecto para los
peces plátano.
—No veo ninguno—dijo Sybil.
—Es muy posible. Sus costumbres
son muy curiosas. Muy curiosas.
Siguió empuiando el flotador. El
agua le llegaba al pecho.
—Llevan una vida triste—dijo—.
¿Sabes lo que hacen, Sybil?
Ella negó con la cabeza.
—Bueno, te lo explicaré.
Entran en un pozo que está lleno de plátanos. Cuando entran, parecen
peces como todos los demás. Pero, una vez dentro, se portan como
cerdos, ¿sabes? He oído hablar de peces plátano que han entrado
nadando en pozos de plátanos y llegaron a comer setenta y ocho
plátanos—empujó al flotador y a su pasajera treinta centímetros
más hacia el horizonte—. Claro, después de eso engordan tanto que
ya no pueden salir. No pasan por la puerta.
—No vayamos tan lejos—dijo
Sybil—. ¿Y qué pasa despues con ellos?
—¿Qué pasa con quiénes?
—Con los peces plátano.
—Bueno, ¿te refieres a
después de comer tantos plátanos que no pueden salir del pozo?
—Sí—dijo Sybil.
—Mira, lamento decírtelo,
Sybil. Se mueren.
—¿Por qué?—preguntó Sybil.
—Contraen fiebre platanífera.
Una enfermedad terrible.
—Ahí viene una ola—dijo
Sybil nerviosa.
—No le haremos caso. La
mataremos con la indiferencia—dijo el joven—, como dos engreídos.
Tomó los tobillos de Sybil con
ambas manos y empujó hacia delante. El flotador levantó la proa por
encima de la ola. El agua empapó los cabellos rubios de Sybil, pero
sus gritos eran de puro placer.
Cuando el flotador estuvo
nuevamente inmóvil, se apartó de los ojos un mechón de pelo pegado,
húmedo, y comentó:
—Acabo de ver uno.
—¿Un qué, amor mío?
—Un pez plátano.
—¡No, por Dios!—dijo el
joven—. ¿Tenía algún plátano en la boca?
—Sí—dijo Sybil—. Seis.
De pronto, el joven tomó uno de
los mojados pies de Sybil que colgaban por el borde del flotador y le
besó la planta.
—¡Eh!—dijo la propietaria
del pie, volviéndose.
—¿Cómo, eh? Ahora volvamos.
¿Ya te has divertido bastante?
—¡No!
—Lo siento—dijo, y empujó el
flotador hacia la playa hasta que Sybil descendió. El resto del
carnino lo llevó bajo el brazo.
—Adiós —dijo Sybil, y salió
corriendo hacia el hotel.
El joven se puso el albornoz,
cruzó bien las solapas y metió la toalla en el bolsillo. Recogió el
flotador mojado y resbaladizo y se lo acomodó bajo el brazo. Caminó
solo, trabajosamente, por la arena caliente, blanda, hasta el hotel.
En el primer nivel de la planta
baja del hotel—que los bañistas debían usar según instrucciones
de la gerencia— entró con él en el ascensor una mujer con la nariz
cubierta de pomada.
—Veo que me está mirando los
pies—dijo él, cuando el ascensor se puso en marcha.
—¿Cómo dice?—dijo la mujer.
—Dije que veo que me está
mirando los pies.
—Perdone, pero casualmente
estaba mirando el suelo —dijo la muier, y se volvió hacia las
puertas del ascensor.
—Si quiere mirarme los pies,
dígalo—dijo el joven—. Pero, maldita sea, no trate de hacerlo con
tanto disimulo.
—Déjeme salir, por favor—dijo
rápidamente la mujer a la ascensorista.
Cuando se abrieron las puertas,
la mujer salió sin mirar hacia atrás.
—Tengo los pies completamente
normales y no veo por qué demonios tienen que mirármelos—dijo el
joven—. Quinto piso, por favor.
Sacó la llave de la habitación
del bolsillo de su albornoz.
Bajó en el quinto piso, caminó
por el pasillo y abrió la puerta del 507. La habitación olía a
maletas nuevas de piel de ternera y a quitaesmalte de uñas.
Echó una ojeada a la chica que
dormía en una de las camas gemelas. Después fue hasta una de las
maletas, la abrió y extrajo una automática de debajo de un montón
de calzoncillos y camisetas, una Ortgies calibre 7,65. Sacó el
cargador, lo examinó y volvió a colocarlo. Quitó el seguro.
Después se sentó en la cama desocupada, miró a la chica, apuntó
con la pistola y se disparó un tiro en la sien derecha.
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