João Guimarães Rosa
(Minas Gerais, Brazil, 1908 - Rio de Janeiro, 1967)
La partida del audaz navegante
(“A partida do audaz navegante ”)
Primeiras estórias
(Río de Janeiro: Livraria José Olympio, 1962, 193 págs.)
Por la mañana de un día en que abrumaba y lloviznaba, parecía no acontecer
cosa alguna. Se estaba junto al hogar, en la cocina, abierta, con alpende,
atrás de la pequeña casa. En el campo es bueno, es así. Mamá, todavía en bata,
mandaba a María Eva estrellar huevos con torreznos y pelar las papayas maduras.
Mamá la más bella, la mejor. Sus pies podían calzar las chinelas de Pele. Sus
cabellos daban al rubio silencioso. Sus niñas de los ojos jugaban con muñecas.
Gitanita, Pele y Pilluela —ellas brotaban en una rama. Sólo Zito, este, era de
afuera; sólo primo. Media mañana lluviosa entre verdes: el fúgido fino
salpicar, y la gente queda casi presa, alojada, en la cocina o en la casa, en
el centro de muchos barros. Siempre se avistan la barranca, el gallinero, el
marañón grande de variados torcimientos, un pedazo de un cerro —y la lejanía.
Nurka, negra, dormía. Mamá cuidaba con orgullos y miradas a las tres niñas y al
niño. De Pilluela, la más chica, mucho más. Pues Pilluela, a veces, hacía
muchas travesuras.
No en esta hora, Pilluela se había instituido en un azogue de quieta,
sentada en el cajón de las papas. Toda encogidita, de piernitas cruzadas, se
ocupaba con la caja de fósforos. Se veía Pilluela: primero, los cabellos, largos,
lacios, rubios cobrizos; y, en medio de ellos, cositas diminutas: la carita no
larga, el perfil agudito, la naricita qué-caricia. No paraba mucho, de cuando
en cuando picafloreaba, espiaba ahora —el pipipi, el empaparse del paisaje— las
pestañas tilde, tilde. Pero, se dice a sí, poco se nota, por los entrehilos: —“¡Tanto llueve que me hiela!” Ahí, se
estiró hacia arriba, dando con los pies en diversos objetos. —“Ui, ¡Upa!” había rolado en los racimos
de plátanos, su ombligo siempre apareciendo. Pele le ayudaba a incorporarse. —“Y el marañón todavía hace flores...”
—agregó; observaba el no interrumpirse de árbol aun así, con esos aguaceros,
durante días, la llovizna en el chorrear y la pálida mañana en el cielo. Pele
tentaba ayudar, diligentil. Gitanita leía un libro; para leer ella no
necesitaba voltear las páginas.
Gitanita y Zito no se aproximaban mucho una al otro, antes estaban medio
peleados. Desde la víspera, un disgustito grande y feo. Pele, que era la morena
con notables ojos. Gitanita, la niña linda en el mundo: menudo retrato de Mamá.
Zito repensaba asuntos que no osaba decir, cosas de celoso, él se había abierto
a la especie de celos sin motivo del qué o de quién. Pilluela brincó, en una
pirueta. —“¡Yo sé por qué el huevo se
parece a un asador!” —; ella vivía en álgebra. Pero no iba a contarlo a
nadie. Pilluela es así, no de juicio débil; sus secretos son sin acabar. Pero
tiene infímísimas inquietudes —“Hoy yo
tengo la cabeza muy caliente...” —esto, por no querer estudiar. Entonces
agrega: —“Yo voy a saber geografía.”
O: —“Yo quería saber el amor...” Fue
Pele quien rio. Gitanita y Zito levantan los ojos, sólo casi asustados. Casi,
casi, se entrevieron, en un no encontrarse. Pero Gitanita, que se cree con la
razón, hizo mohína. Zito, también, no quiere más continuar peleado, había
llegado al punto de no aguantar. Si, a hurtadillas, miraba a Gitanita, ella de
repente se le hacía más linda.
—“¿Sin saber del amor, se pueden leer
las novelas grandes?” —Pilluela especulaba. —“¿Pues? Tú no sabes leer ni el
catecismo...” Pele le azotaba una brizna de desdén; mas Pele no se perdía por
buenita y pellizcaba dulcemente, siempre sonreía en la voz. Pilluela adereza,
remoquete: —“¡Graciosa!... Pues leí las
35 palabras en la etiqueta de la caja de fósforos...” Por eso, quería avanzar
afirmaciones, con superior modo y calor de expresión, deducidos de babitas. —“Zito, tiburón es desvariado, o es explícito o demagogo?” Porque le gustaba, poetisa, importar esos nombres
serios, que centellaban largo claror en el obscuro de nuestra ignorancia. Zito
no contestaba, desesperado de repente, en controversias de culpabilidad, soñaba
irse, teatral, bajo lluvia y más lluvia, él estallaba en una rabia. Pero
Pilluela tenía el don de apresar las tenuidades: de ellas se apropiaba y las
reflejaba en sí —la cosa de las cosas y la persona de las personas. —“Zito, ¿tú podías ser el pirata inglorioso
marinero, es un barco muy intacto, para lejos, le—e—ejos en el mar, navegante,
que él nunca más, de todos?” Zito sonríe, con aire de fuerte. Gitanita
había temblado, y agarró con más dedos el libro, hesitaba. Mamá había dado a
Pele el bol, para que ella batiese los huevos.
Pero Pilluela llevaba las manos en la cara, ella misma arrebatada, sin
detener en sí el impulso de contar: —“El
Aldaz Navegante, que fue a descubrir los otros lugares valetudinario. Él fue en
un barco, también, ardides. Fue solito. Los lugares eran lejanos, y el mar. El
Aldaz Navegante estaba con añoranzas, antes, de la mamá, de los hermanos, del
padre. Él no lloraba. Él precisaba, respectivamente, de ir. Dijo:
—“¿Ustedes se van a olvidar mucho de mí?” Llegó
el día de irse su barco. El Aldaz Navegante quedó agitando el pañuelo blanco,
extrínseco, dentro de irse del barco. El barco fue saliendo del cerca para el
lejos, pero el Aldaz Navegante no daba las espaldas a la gente, para atrás. La
gente también inclusive agitaba los pañuelos blancos. Al fin, no había más
barcos que ver, había el resto del mar. Entonces, alguien pensó y dijo: —“Él
va a descubrir los lugares, que nosotros no vamos a descubrir jamás...” Entonces y entonces, otro dijo: —“Él va
a descubrir los lugares, después él nunca volverá...” Entonces, más, otro pensó pensó, esférico, y dijo: “Él debe de
tener, entonces, alguna de la rabia de nosotros, dentro de sí, sin saber...” Entonces, todos lloraron, muchísimos, y
volvieron tristes a casa, para cenar...”
Pele levantó la cuchara: —“Tú eres
una analfabetota aldaz”, —“¡La falsa
beatota eres tú!” Pilluela se portó malcriada. —“¿Por qué inventas esa historia de tonterías, boba, boba?” —y
Gitanita se hería en el enfado. —“¡Porque
después puede quedar bonito, pues!” Nurka había ladrado. ¿También Mamá
estaba enojada? Porque Pilluela había dado con el pie en cafeteras y otras
cosas. Dijo todavía, reflexiva: —“Antes
decir tonterías, que callar necedades...” Ahora, cerró los ojos qué verdes,
solemne arrepentida de su desaliño de conducta, Oirá solamente el rumorear de
la llovizna, que estarán friendo.
La mañana es una esponja. Pero, seguro que Pele había rezado los diez desponsorios
a San Antonio, mientras batía los huevos. Porque rompió manso el milagro.
Templó el tiempo. Sólo era marzo —componiendo sus lluvias ordinarias. Gitanita
y Zito, un suspiro. Se soltaban del gallinero las gallinas y el pavo. Sr iba
para el patio, Nurka. ¿El cielo volvía al azul?
Mamá iría a visitar a la enferma, la mujer del peón Ze Pavío. —“Ah, ¿y tú vas a ir connosco o sin nosco?”
Pilluela preguntaba. Mamá para no reírse ni hacerse la alejada decía burlas
tiernas. —“¡Qué vergüenza la nuestra...!” —y
la de ella era una voz de vocales dulzuras. La mañana se hace de flores.
Entonces, se pidió permiso de ir a espiar el arroyo lleno. Mamá las dejaba,
ellas ya no eran, más, niñas de vivir pegadas a la falda. De impulso se
alegraron. Sólo que alguien debería ir con ellas, para que no se olvidasen de
no acercarse a las aguas peligrosas. El río, allí, es mucho. ¿No sería Zito
mismo, esa persona para acompañar, medio hombrecito, leal de responsabilidades?
Se fue la cerrazón del aire. Pero, tenían de vestir otras ropas abrigadoras. —“¡”Oh las bufandas!” Pilluela de alegría
ante todas, como si, si, si: niña sólo ave. —“¡Vayan con Dios!” —Mamá dijo, profetisa, con aquella voz al vuelo.
Ella hablaba y llovía ráfagas de bendición. Las personitas se separaron
Para ir allá, el camino primeramente subía, torcido, el repechito de la
loma, colinita. Tan así mismo, los dos paraguas. En uno —adelante Pilluela y
Pele. Bajo el otro, Zito y Gitanita. Sólo restos de la lluvia, llovizna
secretándose. Nurka corría, negramente, y al fin volvía, perra desenvuelta
dichosa. Si uno volteaba, veía la casa, blanquita, con el listón verdeazul, la
más chiquita y linda de todas, todas. Zito dando el brazo a Gitanita a veces.
Mucho, las manos se encontraban. Pele se alteaba, elegante. Y ágil iba
Pilluela, con su saquito coleóptero. Ella caminaba con los pies hacia adentro,
como una cotarrita, impávida.
En el ascenso de la colineta, Zito y Gitanita se callaban , confundidos, en
los conmovidos no decires. Sí, ya se ponían en pie de paz, haciendo su
experiencia de felicidad; para ellos el paseo era un hecho sentimental. Se
bajaba ahora por el otro repecho, tomando cuidado, por enlodado y resbaladizo,
charquitos, pero también, para no pisar en lo que Pilluela llamaba de “el bovino” —altas rodelas de estiércol
hongoso. Allí, en efecto, andaban bueyes: “el
buey trompudo”; en eso, Pilluela se cayó. Ella dijo que Mamá recomendó que
precisaba tener: valor y juicio. Mas, eso, eran mentiritas. Y, lo que, pues: —“Ahora, ya me ensucié, entonces ahora puedo no
tener cuidado...” Corrió con Nurka por la pendiente inferior, en el verdecito
del pasto. Pele todavía regañó: —“¿Vas a
ir a buscar un audaz navegante?” Pero, más. Entretanto, por la humedad, por
la luz, el plano pasto —y se floreció: se extienden, de repente despiertas, las
margarititas, todas se cercan de párpados.
Lo que se quería aquí era la pequeña angra, donde el arroyuelo hace foz.
Abajo, en los buenos bambúes, y en las piedras de la orilla del río, oyendo el
ronquido del soplo del agua. Porque el río, en grosor se desparrama, y aun,
también el arroyuelo, su estuario ya feo, lleno, se reúne, se represa, se
encrespa —poroquea—“¡Cachetudo!” —le
grita Pilluela. Ya se sumió su última arenita, bajo danza de una mantilla de
espumas en un bello despropósito, el bullir de ampollas. Pilluela ya todo miró
de memoria. Clavó varillas de bambú, marcando puntos, para medir el agua en el
crecerse, cambiando de lugar. Pero, el hervor de aquello le imponía recuerdos a
Pilluela, y a ella, no le gustaba el mar. —“El
mar no tiene diseño. El viento no lo deja. El tamaño...” Se lamentaba de no
haber traído pan para los peces —“¿Pez,
¿así, a esta hora?” —Pele dudaba. Divagaba Pilluela: —“La cascada es una pared de agua...” Dijo que aquella isla allí
enfrente, en el río, era la Islita de los Caimanes.—“¿Ya viste un caimán allá?” —se burlaba Pele. —“No. Pero tampoco tú nunca viste caimán no estar...” Mas Pilluela,
Nurka a su lado, ya había visto todo, parada, volteaba su par de ojos
pajarillos. Y se demoraba el subir y extenderse del agua, con los mil y un
movimientos superfluos.
Se sentaban, cerca, no en el suelo, tampoco en el tronco caído, a causa de
lo llovido, de lo mojado. Gitanita y Zito, en una piedra, que sólo alcanzaba
para dos, pudieron horas infinitas; apenas platicaban como la gente trivial.
Pele había salido a recoger un manojo de flores. No lloviznaba más. Pilluela ya
brincaba de nuevo. Dijo: que el día estaba muy recitado. Miraba la otra ribera,
de las más verdes, y tiraba pìedras, lo lejos posible, para que Nurka,
corriendo, fuese a buscarlas. Después se agacha; de entretenerse, parece que
tiene calzado un solo zapatito. Pero, sin desagacharse, pronto gira en sus
piecitos, quiere que Gitanita y Zito la oigan. Los mira.
—¡¡Al Aldaz Navegante no le gustaba
el mar? ¿Así mismo, él tenía que partir? Él amaba a una joven, flaca. Pero el
mar vino, en viento, y llevó su barco con él adentro, escrutinio. El Aldaz
Navegante no podía nada, sólo el mar, bravo, de alrededor, preliminar. El Aldaz
Navgante recordaba mucho a la joven. El amor es original...”
Gitanita y Zito sonreían. Rieron juntos. —“Jesús, ¿el asunto sigue todavía?” —era Pele, regresada, en una
porción de flores escudándose. Pilluela hizo mueca en un “¡ah!” y quizo, y continuó: “Viene
la tripulación... Entonces, no. Después llovió, llovió. El mar se llenó, el
esquema, amaestrador... El Aldaz Navegante no tenía camino para correr y huir, en
frente, y el barco despedazado. El barco voltejeaba... Él, con su miedo, intacto,
casi no tenía tiempo de tornar a pensar más en la joven que amaba,
circunspecto. Él sólo prevaricando... El amor es singular...”
—“¿Y ahí?”
—“La joven estaba paralela, allá,
lejos solita, quedaba, incluso ellos dos estaban en las puntitas de la saudade...
El amor, es decir... El Aldaz Navegante, el peligro era total, titular... no tenía
salvación... El Aldaz... El Aldaz...”
—“Sí. ¿Y ahora? ¿De ahí?” —Pele
la intimaba.
—“¿Ahí? Entonces... entonces... Voy a dar
una explicación. Bueno. Entonces, él encendió la luz del mar. Y bueno. Él
estaba en combinación con el hombre del faro... Bueno. Y...”
—“No, no. ¡No vale! No se puede
inventar personaje nuevo, en el fin del cuento, ¡fu! Y —mira a tu “aldaz
navegante” allí. Es aquel...”
Se miró. Era: aquel —la cosa vacuna grande, acumulada, semirreseca, obra
pastoril en el suelo legamoso, sobre las puntas del pasto— chato, dejado. Sobre
su eminencia, había crecido un hongo de tallo fino y flexible, muy largo: el
sombrerito blanco, allá arriba, petulante se bamboleaba. El embate y orla del
agua creciente, ya lo alcanzaban, casi.
Pilluela hizo mueca. Pero, en eso el ramillete de Pele se deshizo, cayendo
al suelo algunas flores. —“¡Ah! pues, eso
mismo.” —y Pilluela saltaba y actuaba, rápida en el valerse de las
ocasiones. Había agarrado aquellas florecitas amarillas —juanitas doradas y
margariditas— y la espetó en la coronilla del objeto. —“¿Hoy no tendremos una flor azul?” —todavía indagó. La risa fue de
todos. Gitanita y Zito aplaudieron. —“Pronto.
Es el Aldaz Navegante...” —y Pilluela lo acribillaba con más cosas— hojas de
bambú, ramitas, astillas. Ya aquella materia, el “bovino” se transformaba.
Mas, sobrevino, ahí, lejano rumor: un trueno arrastra sus trastos. Pilluela
teme demasiado a los truenos. Corre hacia Zito y Gitanina. Y Pele. Pele,
tierna. Que: —“¿Entonces? ¿El cuento no
sigue más? ¿Se puso mustio?”
—“Entonces, bueno. Voy a volver a
empezar. El Aldaz Navegante, él amaba a la joven, recomenzado. Bueno. Él, de
repente, se avergonzó de tener miedo, le dio un valor, sin susto. Dio un salto
omnipotente... Agarró, de lejos, a la joven en sus brazos... Entonces, bueno. El
mar fue quien se quedó bobo. ¡Arre! El Aldaz Navegante, bueno. Ahora se
terminó, de veras: yo escribí —“Fin”.”
De hecho, el agua se acerca al “Aldaz Navegante”, su primer choque lo
golpea. —“¿Se va para el mar?”
—preguntaba, ansiosa Pilluela. Se puso muy en pie. Una brisa le hace bilo—bilo
—le acaricia el rostro, los labios, sí, y los oídos, los cabellos. La lluvia,
lejos, postergada.
Secreteándose, Gitanita y Zito se consideran en las orillitas de la
realidad. —“Hoy está tan bonito, ¿verdad?
Todo, todos, tan bien, nosotros alegres... Me gusta este tiempo...” y: —“A mí también, Zito. ¿Vas a volver siempre
aquí, muchas veces?” Y: —“Si Dios
quiere, vendré...” Y: —“Zito, ¿eres
capaz de hacer como el Audaz Navegante? ¿Ir a descubrir los otros lugares?”
Y: —“Él fue porque los otros lugares son
aun más bonitos, ¿quién sabe?...” Y ellos dos, así, se dijeron cosas
grandes en palabras pequeñas, tú a mí, me a ti, y tanto. Con todo, y felices,
alguna otra cosa en ellos se agitaba, confusa —así rosa-amor-espinos-saudade.
Pero, el “Aldaz Navegante”, el agua se apura, en el venir e irse, su
espumillar le llaga ya alrededor, recomienza a empaparse. Helo circunavegable,
aunque en firme terrestreidad: el suelo todavía lo amarra de romper y partir.
Pilluela le aumenta los adornos. Hasta Gitanita y Zito se ponen a ayudar. Y
Pele. Es otro, coloreado, estrambótico, hojas, flores. —“Él va a descubrir los otros lugares...” —“No, Pilluela. ¡No juegue con cosas serias!” —“Y, ¿qué?” Entonces Gitanita, sensible, propone: —“¿Vamos mandar con él, un recado?” Enviar,
por ahora, una cosa al mar. Eso, todos quieren. Zito pone una moneda, Gitanita
una horquilla. Pele, un chiclé. Pilluela —una escupidita; es su estilo. ¿y el
cuento? ¿Todavía habrá tiempo para recontar el verdadero cuento? Pues.
—“Ahora ya lo sé. El Aldaz Navegante
no fue solito; ¡bueno! —Pero embarcó con la joven, que él y ella se amaban y
entraron en el barco, estricto. Y bueno. El mar fue yendo con ellos, estético...
Ellos se iban, sin solitos, en el barco, que quedaba cada vez mas bonito, más
bonito, el barco... bueno: y se volvió luciérnagas...”
Ya. El trueno, terrible, este en cielos y tierra, invencible. Cargó.
Pilluela y el trueno se atragantan. Ella iría a caer en un abismo “intacto” —¿la
grieta del trueno? Nurka ladró en su auxilio. Gitanita, Pele y Zito también
vienen para ampararla. Pero antes, otra, hada, inesperada, surgía allí, de
contra flor.
—“¡Mamita!”
Se le fue al cuello. Mamá le sostenía la cabecita como una ardilla agarra la
nuez. Pilluela se ríe sin tilde. Y, Pele:
—“¡Mira! ¡Ahora! ¡Allá se va el
“Aldaz Navegante”!”
—“¡Ea!”
—“¡Ah!”
¡El Aldaz! Él partía. Oscilado, sólo bailoteando, espumas y aguas lo
llevaban, al Aldaz Navegante, para siempre, vagabundo, abajo, más abajo. Sus
follajes, sus flores, una gotita, que rebrilla —en el pináculo de una boñiga
seca de vaca.
Pilluela se conmueve, también. En el desconmoverse, sin embargo, dice: “¡Mamita, ahora ya sé más: ¡que el huevo sólo
se parece, de veras, a un asador!”
De nuevo cae la lluvia.
De modo que se abrieron, diestros, los paraguas.
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