João Guimarães Rosa
(Minas Gerais, Brazil, 1908 - Rio de Janeiro, 1967)


Las cimas
(“Os cimos”)
Primeiras estórias
(Río de Janeiro: Livraria José Olympio, 1962, 193 págs.)


El inverso alejamiento

      Otra era la vez. Así, que de nuevo el Niño viajaba para el lugar donde los miles de personas hacían la gran Ciudad. Venía, sin embargo, sólo con el Tío, y era una ardua partida. Había entrado aturdido al avión, al azar tropiezo, lo envolvía desde adentro un ahogo como cansancio; fingía apenas que sonreía, cuando le hablaban. Sabía que la Madre estaba enferma. Por eso lo mandaban para afuera, seguramente por muchos días, seguramente porque era preciso. Por eso quisieron que trajera los juguetes, aun la Tía, entregándole en manos el preferido, que era el de dar suerte: un muñequito macaquito, de pantalones grises y sombrero rojo, alta pluma. Del cual, el previo lugar, era la mesita de su cuarto. Si pudiera moverse y vivir como la gente, habría de ser el más impagable y artero de este mundo. El Niño cobrara mayor miedo, a medida que los otros se mostraban más bondadosos con él. Si el Tío, bromeando, lo animaba a mirar de la ventanilla o elegir revistas, sabía que el Tío no estaba del lado sincero. Otros sustos llevaba. Si encarase pensamiento en el recuerdo de la Madre, iría a llorar. La Madre y el sufrimiento no cabían otra vez en el espacio de un instante, formaban revés —de lo horrible, de lo imposible. Ni podía entender bien eso, todo se trastornaba entonces en su cabecita. Era así: ¿alguna cosa, más grande que todas, podía, iba a acontecer?
       Ni valdría mirar, corriendo en direcciones contrarias, las nubes superpuestas, de muy lejos ir. ¿También, todos, hasta el piloto, no eran tristes, en sus modales, sólo de mentira en lo moral alegres? El Tío, con una corbata verde, en ella estaba limpiando los anteojos; ciertamente, no se habría puesto la corbata tan bonita, si a la madre amenazase el peligro. Mas el Niño concebía remordimiento, el de tener en el bolsillo el muñequito el macaquito, gracioso y sin cambiar, sólo de juguete, y con la alta pluma en el sombrerito encarnado. ¿Debía tirarlo? No, el macaquito de pantalones pardos también era menudo compañero, de no merecer malos tratos. Desprendió solamente el sombrerito con la pluma, este, sí, lo tiró, ahora no había más. Y el Niño estaba muy dentro de él mismo, en algún rinconcito de sí. Estaba muy para atrás. Él, el pobrecito sentado.
       Lo mucho que quería dormir. Uno podía poder cesar de estar despierto, cuando necesitase, y adormecerse seguro, salvo. Pero, no podía. Tenía que tornar a abrir demasiado los ojos, a las nubes que ensayan esculturas efímeras. El Tío miraba el reloj. Entonces, ¿cuándo llegaban? Todo era, por todo el tiempo, más o menos igual, estas cosas u otras. La gente, no. ¿La vida no paraba nunca, para uno poder vivir exacto, concertado? Hasta el macaquito sin sombrero iría a conocer del mismo modo el tamaño de aquellos árboles de la floresta pegados al patio de la casa. El pobre macaquito, tan pequeño, solito, tan sin madre; lo tocaba en el bolsillo, parecía que el macaquito agradecía, y, allá dentro, en lo oscuro, lloraba.
       Pero, la Madre, era sólo la alegría de momentos. Si supiese que un día la Madre tendría que enfermarse, entonces habría quedado siempre junto a ella, mirando hacia ella, con fuerza, sabiendo bien que estaba y que miraba con tanta fuerza, ah. No habría jugado, nunca, ni otra cosa alguna, sino quedar cerca, de no separarse ni para un aliento, sin necesitar que aconteciera nada. Del modo de ahora, en el corazón del pensamiento. Cómo sentía: con ella, más que si estuviesen juntos, justo, de verdad.
       El avión no cesaba de atravesar la claridad enorme, él volaba el vuelo —que parecía estar parado. Pero en el aire pasaban peces negros, seguramente más allá de aquellas nubes: lomos y garras. El Niño sufría sofrenado. El avión entonces estaría parado volando —y volviendo para tras, más, y él junto a la Madre del modo que ni había sabido, que el así era posible.


Aparición del pájaro

      En la casa, que no había mudado, entre y delante de los árboles, todos comenzaron a tratarlo con calidad de cuidado. Decían que era pena que no hubiese allí otros niños. Sí, daría a ellos los juguetes; no quería jugar, nunca más. Mientras uno jugaba, descuidado, las cosas malas ya estaban armando el ensañamiento a acontecer: ellas lo esperaban a uno tras las puertas.
       También no daba ganas de salir en jeep, con el Tío, si para el polvo, la gente y tierra. Se agarraba fuerte, cerrados los ojos; el Tío dijo que él no debía agarrarse con tanta tiesa fuerza, sino dejar el cuerpo en el ir y venir de los traqueteos del carro. Si también se enfermase, grave, tal vez —¿cómo iba a quedar, más lejos de la Madre, o más cerca? Él mordió su corazón. Ni quiso hablar con el macaquito muñequito. El día, sólo servía para hacerse el esparcimiento en el cansancio.
       Así mismo, en la noche, no empezaba a dormir. El aire de aquel lugar era friíto, más fino. Acostado, el Niño se sentía sobrecogido, el corazón daba muchos golpes. La Madre, esto es... Y no podía dormir en seguida, y por la dicha causa. Lo callado, lo oscuro, la casa, la noche —todo caminaba despacio, para el otro día. Aunque uno quisiera, nada podía parar, ni volverse atrás, para lo que ya se sabía, y de lo que se gustaba. Él estaba solito en el cuarto. Pero el muñequito macaquito no era ya para la mesa de cabecera: era el camarada, en el cojín, de barriguita hacia arriba, piernas extendidas. El cuarto del Tío estaba al lado, la pared fina, de madera. El Tío roncaba. El macaquito, casi también, hecho un muy viejo niño. ¿Se estaría hurtando alguna cosa de la noche?
       Y, venido el otro día, en el no—estar—dormido y no—estar—aun—despierto, el Niño recibía una claridad de juicio —como un soplo— dulce, suelta. Casi como asistir a las certezas recordadas por otro; era como una especie de cine de desconocidos pensamientos; como si él estuviese pudiendo copiar en el espíritu ideas de gente muy grande. Tanto que, por ahí, desaparecían deshilachadas.
       Mas, en aquel rayar, él sabía y hablaba: que uno nunca podía apreciar, bien, de veras, las cosas bonitas o buenas, que acontecían. A veces, porque sobrevenían de prisa e inesperadamente, sin estar uno preparado. O esperadas, y entonces no tenían gusto de tan buenas, eran sólo una imitación grosera. O porque las otras cosas, las malas, proseguían también, de un lado y de otro, y no dejaban lugar limpio. O porque faltaban aun otras cosas, acontecidas, en distintas ocasiones, pero que carecían de formar junto con aquellas, para lo completo. O porque, justo, mientras estaban aconteciendo, uno sabía que ellas ya estaban caminando, para acabarse, roídas por las horas, deshechas... El Niño no podía quedar más en la cama. Estaba ya levantado y vestido, agarraba el macaquito y lo metía en el bolsillo, tenía hambre.
       El alpende era un corredor, entre el terrenito más la floresta y el extendido otro lado —aquel oscuro campo, bajo hendeduras, neblinas, hecho un hielo, y las perlitas del rocío: que iban hasta el fin de la vista, a la línea del cielo de este en la extremidad del horizonte. El sol todavía no había venido. Sólo la claridad. Las cimas de los árboles se doraban. Los altos árboles después del terreno, aun más verdes, por lo que el rocío había lavado. Entremañana —y de todo un perfume, y pajaritos piando. De la cocina, traían café.
       Y —“¡Pst!”— se apuntó. A uno de los árboles, había llegado un tucán, en blando aleteo horizontal. ¡Tan cerca! El alto azul, de las frondas, el alumbrado amarillo alrededor y los tantos dulces rojos del pájaro —después de su vuelo. Sería de verse: grande, de adornos, el pico semejándose a flor de orquídea. Saltaba de rama en rama, comía del árbol cargado. Toda la luz era de él, que la esparcía de sus coloridos, en momento saltando en medio del aire, extravagante, suspendido, esplendentemente. En el tope del árbol, en las grutitas, tuco, tuco... y ahí, limpiaba el pico en el gajo. Y, de ojos arrezagados, el Niño, sin siquiera poder asegurar para sí el embevecido instante, sólo en los silencios de un—dos—tres. En el nadie hablar. Hasta el Tío. El Tío, también estaba de dar gusto por aquello: limpiaba los anteojos. El tucán paraba, oyendo otros pájaros —quién sabe si sus pichones— de la banda de la mata. El gran pico hacia arriba, soltaba, por su vez, a las una o dos, aquel grito medio herrumbroso de los tucanes: —“¡Crrée!”... El Niño estaba en los comienzos del llorar. Mientras tanto cantaban los gallos. El Niño se acordaba sin recuerdo alguno. Mojó todas las pestañas.
       Y el tucán, el vuelo, recto, lento —cómo se fue volando, ¡xo,xo!— mirable, pairantes colores, en el garrido ir; hizo sueño. Pero uno ni podía enfriar de ver. Ya para el otro inmenso lado le indicaban. De allá, el sol iba a salir, en la región de la estrella del alba. La orilla del campo, oscura como un muro bajo, se rompía, en un punto, dorado rombo de bordes astillados. Por allí se balanceó hacia arriba suave, a los ligeros despacitos, el medio sol, el disco, el liso, el sol, la luz por toda parte. Ahora era la bola de oro a equilibrarse en el azul de un hilo. El Tío miraba el reloj. Tanto tiempo de eso, y el Niño ni siquiera exclamaba. Apañaba con la mirada cada sílaba del horizonte.
       Pero no había podido combinar con el vertiginoso instante la presencia del recuerdo de la Madre —sana, ah, sin ninguna enfermedad, conforme sólo en alegría ahí tendría ella que estar. Y ni la rapidez de la idea de sacar del bolsillo el compañero muñequito macaquito, para que él lo viese también: el tucán —el señorcito rojo, batiendo manos, al frente el pico empinado. Pero como si, a cada parte y pedacito de su vuelo, él quedase parado, en el trechito e imposible del punto, ni en el aire —por ahora, sin fin y siempre.


El trabajo del pájaro

      Así, el Niño, durante el día, en la tristeza, luchaba con lo que no quería en sí. No soportaba atender, en crudo, a las cosas, como son y como siempre van quedando: más pesdas, más cosas —cuando miradas sin precauciones. Temía pedir noticias; ¿temía la Madre en el malo espejismo de la enfermedad? Aunque se opusiese, no podía pensar para atrás. Si quería atinar con la Madre enferma, mal, no conseguía ligar el pensamiento, todo en la cabeza se le daba en un borrón. La Madre de uno era la Madre de uno y sólo; nada más.
       Pero esperaba; por lo bello. Había el tucán —sin tacha— en vuelo y poso y vuelo. De nuevo, de mañana, enderezando sólo a aquel árbol de ramaje alto, de especie llamada justo tucanera. Y dándose al rayar del día, su aliento dorado. Cada madrugada, a la horita, el tucán, gentil, rumoroso... llego-llego-llego... —en vuelo directo, quedo, a ras, trazando en el aire, como un barquito rojo sacudiendo despacio las velas, halado; tan cierto en la plana como si fuese patito deslizándose hacia adelante, por sobre la luz de agua dorada.
       Después del encanto, se entraba en el vulgar entero del día. El de los otros, no de uno. Los traqueteos del jeep formaban el acontecer más seguido. La Madre siempre había recomendado cuidado con las ropitas; pero la tierra aquí estaba a desafiar. Ah, el muñequito macaquito, aun siempre en el bolsillo, se ensuciaba más de sudor y polvo. Los mil y mil hombres hartos trabajaban haciendo la gran ciudad.
       Mas el tucán, sin falta, tenía su constancia de sobrevenir, todos allí lo conocían, en el pintar de la aurora. Hacía más de un mes que eso había comenzado. Primero, apareció por allá una bandada de unos treinta de ellos, voceadores, pues siendo de día, entre diez y once horas. Sólo aquel había quedado, sin embargo, para cada amanecer. Con los ojos tardos, tontos de sueño, el muñequito macaquito en el bolsillo, el Niño apresuradamente se levantaba y bajaba el alpende, animoso de amar.
       El Tío le hablaba con exceso de agrado, sin la habilidad propia. Salían —sobre el tener que hacer las cosas. El polvo tapaba todo. El muñequito macaquito, un día debía de poder ganar otro sombrerito, de alta pluma; pero verde, del color de la corbata, tan sobresaliente, la que el Tío, de camisa, no llevaba ahora. El Niño, a cada instante, era como si fuese sólo una cierta parte de él mismo, empujando hacia adelante, sin querer. El jeep corría por estradas de no parar, siemore nuevas. Pero el Niño, en su más fuerte corazón, declaraba, sólo: que la Madre tenía que reponerse bien, ¡tenía que quedar salva!
       Esperaba al tucán, que llegaba, justo, a tiempo en punto, a las seis y veinte de la mañana: quedaba enarbolado en la fronda de la tucanera, birlando las frutas, sólo los diez minutos, comidos y resaltados. De ahí, partía, siempre en aquel otro rumbo, antes del goteado medio instante en que el sol arrebolaba redondo del suelo; porque el sol estaba a las seis y media. El Tío medía todo en el reloj.
       De día no retornaba allá. De donde venía y donde moraba —si de las sombras de la mata, ¿las impenetrables? Nadie sabía sus costumbres verdaderas, ni los ciertos horarios: los demás lugares, donde iría encontrar de comer y beber, sobre los puntos aislados. Pero el Niño pensaba que debía acontecer así mismo —que nadie supiese. Él venía de lo diferente, sólo donde. El día: el pájaro.
       Entretanto, el Tío, recibido un telegrama no podía dejar de mostrar la cara aprensiva —el envejecimiento de la esperanza. Pero, entonces, fuera lo que fuese, el Niño, callado consigo, temoso de sólo amor, precisaba repetirse: ¡que la Madre estaba sana y bien, la Madre estaba salva!
       De repente, oyó que, para consolarlo, combinaban un modo de agarrar el tucán: con trampa, pedrada en el pico, tiro de espingardita en el ala. ¡No y no! —se enojó afligido. Lo que cuidaba, lo que quería, no podía ser aquel tucán apresado. Sino la fina primera luz de la mañana, con dentro de ella, el vuelo exacto.
       El hiato —lo que él ya era capaz de entender, con el corazón. Al otro día siguiente. Ahí, cuando el pájaro, su rayar, cada vez, era un juguete gratis. Así como el sol: de aquella partecita oscura en el horizonte, luego fracturada en fulgor y como la cáscara de un huevo —al término de la oscura y allanada inmensidad del campo, por donde la mirada avanzaba como en el extender el brazo.
       El Tío, entretanto, frente a él, paró sin la cualquier palabra. El Niño no quiso entender ningún peligro. Dentro de lo que era, dijo y redijo: ¡que la Madre nunca había estado enferma, había nacido siempre sana y salva! El vuelo del pájaro lo habitaba más. El muñequito macaquito casi se había caído y perdido: ya estaba con la carita picuda y medio cuerpo salidos del bolsillo, ¡chismoso! El Niño no lo había regañado. El retorno del pájaro era emoción enviada, impresión sensible, un desbordamiento del corazón. El Niño, lo guardaba, en el revolar, de memoria, en feliz vuelo, en el aire sonoro, hasta la tarde. De lo que podía servirse para consolarse, y desdolorirse, con escapar del apretón de siempre —de aquellos días cuadriculados.
       Al cuarto día llegó un telegrama. El Tío sonrió, fuertísimo. La Madre estaba bien, ¡sana! En el siguiente —después del último sol del tucán— volverían a casa.


El desmedido momento

Y, poco después, el Niño espiaba, de la ventanilla, las nubes de blanco desengarzamiento, el veloz nada. Entretanto se retrasaba en una saudade, fiel a las cosas de allá. Del tucán y del amanecer, mas también de todo, en aquellos días tan malos: la casa, la floresta, la gente, el jeep, el polvo, las jadeantes noches —lo que se afinaba, ahora, en el casi azul de su imaginar. La vida, de veras, nunca paraba. El Tío, con otra corbata, que no era la tan bonita, con prisa de llegar miraba el reloj. Medio pensaba el Niño, ya casi en la frontera soporosa. Súbita seriedad le hacía la carita más larga.
       Y, casi en un salto se apenó: ¡el muñequito macaquito no estaba más en su bolsillo! ¡No era que había perdido el macaquito compañero!... ¿Cómo había sido posible aquello? En seguida se le saltaban las lágrimas.
       Pero, entonces, el joven ayudante del piloto vino a traerle, se consuelo, una cosa: —“Mira, qué fue lo que encontré para ti” —y era, desarrugado, el sombrerito rojo, de alta pluma, que él otro día, tanto había tirado.
       El Niño no pudo atormentarse más con llorar. Sólo el rumor y el estar en el avión lo molestaban. Sostuvo el sombrerito solito, lo alisó, lo puso en el bolsillo. No, el compañerito macaquito no estaba perdido, en el sinfondo oscuro del mundo, ni nunca. Cierto, él sólo allá paseaba, venturo y veniente, en la otra—parte, a donde las personas y las cosas siempre iban y volvían. El Niño sonrió de lo que sonrió, conforme de repente se sentía: para fuera del caos preinicial, como el desenglobarse de una nebulosa.
       Y era el inolvidable de repente, de que podía traspasarse, y la calma, incluso. Durante un casi nada, como se deshace la paja, y, por lo común, en uno no cabe: paisaje y todo, fuera de los marcos.
       Como si él estuviese con la Madre, sana, salva, sonriente, y todos, y el macaquito con una linda corbata verde —en el alpende del terrenito de los altos árboles... y en el jeep a los buenos traqueteos... y en toda la parte... en el mismo instante sólo... el primer punto del día... de donde asistían, en tiempo—sobre—tiempo, al sol en el renacer y al vuelo, todavía más vivo, entonante y existente —parado que no se terminaba— del tucán, que viene a comer frutitas en la dorada fronda, en los altos valles de la aurora, allí junto a la casa. Sólo aquello. Sólo todo.
       —“¡Llegamos, finalmente!” —el Tío dijo.
       —“Ah, no. Todavía no...” —respondió el Niño.
       Sonreía cerrado: sonrisas y enigmas suyos. Y venía la vida.




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