João Guimarães Rosa
(Minas Gerais, Brazil, 1908 - Rio de Janeiro, 1967)
La bienhechora
(“A benfazeja”)
Primeiras estórias
(Río de Janeiro: Livraria José Olympio, 1962, 193 págs.)
Sé que no tuvieron en cuenta a la mujer; ni sería posible. Se vive
demasiado cerca, en un pueblo, entre las sombras flojas, uno se habitúa al
vagar de la gente. No se revé a los que no vale la pena. ¿Todavía les parece
que no valía la pena? Sí, pues sí. En lo que ni pensaron; y no se indagó, mucha
cosa. ¿Para qué? La mujer —haraposa, doliente, sucia de por sí, compadecida,
tan vieja y fea, hecha tonta, del crimen no arrepentida— y guía de un ciego. ¿Ustedes
nunca sospecharon que ella pudiera doblegarse en el más cerrado extremo, en los
dominios de lo demasiado?
Si por lo menos le supiesen el nombre. No; pregunto, y nadie me entera. La
llamaban la “Mula Marmela”,
solamente, la abominada. La que tenía dolores en las caderas: andaba medio
agachándose; con las rodillas hacia adelante. Vivía como entre breñas, aun en
el claro, en la calle. Cualquier punto por donde pasaba, parecía apretado. La
veían ustedes en su misma mesmedad —furibunda de flaca, de estirado esqueleto,
y el desaparecer de sanguijuela, huidos los ojos, lobunos cabellos, la cara—;
las sombras carecen de cuento o relieve. ¿Sabría si los asustaba su ser: las
fauces de ayunadora, los modos, contenidos, de ensalmadora? A veces tenía el
mentón trémulo. Tómenle el andar en punta, manera de yegua solitaria; y la
salvaje compostura. Seamos exactos.
¿Y ni siquiera desconfiaron, eh, de que podrían estar en todo y por todo
engañados? ¿No decían, también, que ella ocultaba dinero, rapiñado a las tantas
limosnas que el ciego acostumbraba recoger? Rica, sí, otramente, por lo del
destino, lo terrible. Tampoco sería de rahez fealdad, esto podrían ustedes
notar, si capaces de descostrar sus facciones bajo el sórdido desarreglo, el
sarro y craso; y desfijar las arrugas que, no por la edad, sino por el crispar
de la expresión. Acuérdense bien, hagan un esfuerzo. Pésenle las palabras
escasas, los gestos, alguna acción, y verán que ella se revela, más bien,
ladina, atildada en la exacerbación. ¿Su antiguo crimen? Pero siempre oí que el
asesinado por ella era un hediondo, un perro de hombre, calamidad
horribilísima, peligro y castigo para los habitantes de este lugar. De lo que
oí, a ustedes mismos, entiendo que, por aquello, todos le estarían en gran
deuda, aunque a tanto no poniendo atención, tampoco esa gratitud externasen.
Todo se compensa. ¿Por qué, entonces, invocar, contra las manos de alguien, las
sombras de cosas de otrora?
El ciego pedía sus limosnas rudamente. Insultaba, se altivaba, impaciente,
golpeando en las puertas de las casas con el bastón, en los mostradores de los
comercios. Lo respetaban por eso mismo, jamás se vio que lo desatendiesen,
censurasen, o regañasen, reponiéndolo en su nada. ¿Piedad? ¿Escrúpulo? Más bien
sería como si percibiesen en él, de obscuro, un mando de alma, calidad de
poder. Se llamaba “el Retrupé”, sin
más. Como la Mula-Marmela, los dos, ambos: unos pobres, de sobrenombre. Y
ustedes, ¿no ven que, negándoles el de cristiano, comunicaban, a la rebelde
indigencia de uno y otra, extraña eficacia de ser, por otra parte, ya causada?
Al Retrupé, con su encarnizarse blasfemante, y prepotente pordiosear, nadie
demoraba en dar dinero, comida, lo que él quisiera, el pan-por-Dios. —“¡Es un estorbo!”— el cínico y canalla,
villano. Pero sólo a veces, alguien, después y lejos, se desahogaba. El hombre
maligno, con cara de matador de gente. Sobre los harapos, traía un cuchillo,
colgante. Extendía, imperioso, su manota y gritaba, con voz de perro,
superlativa. Si alguien hablaba o reía, él paraba, esperaba, el silencio.
Escuchaba mucho alrededor de sí. Pero nunca oía todo; no sabía ni podía.
Tenía miedo, también: de eso, ustedes nunca desconfiaron. La temía, a ella,
la mujer que lo guiaba. La Mula-Marmela lo llamaba, con simple sílaba, entre
dientes, casi chorreando un “ei” o “han” —y el Retrupé se movía de allá,
ahora tanteante, pisando con ayuda; se agitaba el cuchillo, la vaina presa a un
cordón en la cintura. Sé que él, leve, breve, se había sacudido. Bajaron la
calle y doblaron el callejón, se acompañaron por allá, los dos, en zozobroso séquito.
Rézanse odio. Casar y acompañar, cada cual con su igual. Tal para cual, loba y
perro. ¿Cómo era que se quedaban en ese acuerdo de incomunión, malquerientes,
parando entre ellos un frío profundo? El ciego Retrupé era hijo del finado
marido de ella, el “Mumbungo”, que la
Mulata-Marmela había asesinado.
Ustedes saben lo que pasó hace tantos años. Ese Mumbungo era célebre-cruel
e inicuo, muy criminal, hombre al que le gustaba el sabor de la sangre,
monstruo de perversidades. Ese nunca perdonó, prestaba al diablo el alma de los
otros. Mataba, afligía, mataba. Dicen que acuchillaba al sesgo, sólo por darse
el gusto de ver a la víctima hacer muecas. ¿Sería su verdad? Hace tiempo y a
causa de él, todo se estremecían sin pausa de remedio. Lo decían maltratado del
seso. Era el castigo de Dios, el abultado demonio —el “lucifer”. Y, a pesar,
con la mujer se llevaba bien, se amaban. ¿Cómo? El amor es la vaga, indecisa
palabra. Pero, yo, indagué. Vengo de fuera. El Mumbungo quería a su mujer, la
Mula-Carmela, y, aun así, inciertamente, ella lo amedrentaba. De temor que no
se sabe. Tal vez presintiera que sólo ella sería capaz de destruirlo, de
cortar, con un acto de “no”, su existencia locamente fascinerosa. Tal vez
adivinase que en sus manos, las de ella, estuviera ya decretado y pronto su
fin. La quería, y la temía —con el temor igual al que ahora incesante siente el
ciego Retrupé. Sabían, sin embargo, pero como si nada. Uno es portador.
El ciego Retrupé era grande, fuerte. Surge, de allá, traído por la
Mula-Marmela; ahora se conduce firme, no vacila. ¿Dicen que toma? Pero, vean,
ustedes mismos, cómo esas tretas esconden la cosa singular. Todos saben que él
no tomaba, nunca, porque no lo dejaba la Mula-Marmela. Para la paz de la
prohibición, no precisaba hablarle: apenas le daba un silencio, terrible. Y él
cumplía, tenía la marca del cabestro. Curtía agudos deseos, no los descifraba.
Aspiraba, a la puerta de las tabernas, febril, el espíritu de los aguardientes.
Seguía, en fin, detestado y remiso, malagradecido, rabioso, crujiéndole los
dientes de ratón. Porque él mismo, no sabiendo que no habría de beber, lo que
no fuese —¡ah. sí!— la sangre de la gente. Porque su sed y embriaguez eran
fatales, de causar miedo, más allá del punto. ¿Sería él, en realidad, un alma
de Dios? ¿están seguros? Ah, ni siquiera lo saben. Podía también ser de otra
esencia —la enviada, manchada, malhadada. Se dicen cuentos. Así mismo, en el
falso estado en que tantea, carente, apenas existente, lo que es,
cumplidamente, es el hijo de-tal-padre; el “lucifer”, también, en la práctica
verdad.
Al padre, el Mumbungo, si vivía bien con la mujer, la Mula-Marmela, y si
ella lo necesitaba, como los pobres necesitan los unos de los otros, ¿por qué
entonces lo mató? Ustedes jamás pensaron en eso, y la culparon. ¿Por qué han de
ser tan infundados y poltrones, sin especie para percibir y reconocer? Pero,
cuando ella mató al marido, sin que se sepa la clara y extensa razón, todos
aquí respiraron y bendijeron a Dios. Ahora, se podía vivir el sosiego, el mal
se había vaciado, tan felizmente, de repente. El Mumbungo; ese, fue el que tuvo
que volver a otro lugar, fue como alma que cayó en el infierno. Pero, no la
recompensaron, a ella, a la Mula-Marmela; al contrario: la dejaron en el
escarnio, señalada a la amargura, y en la muda miseria, eso fue. Mató al
marido, y, después, ella mismo temió demasiado fuerte, el pavor que se le
refluía, caída, dado ataque, casi fría de asombro de estupefacción, con el
aullar de perro. Y ella, entonces, no rio. Ustedes los que no la oyeron no
reír, ni soportan acordarse bien de lo delirado de aquella risa.
Si yo digo lo que sé y piensan, ustedes inquietos se disgustarán. No
consentirán, tal vez, que yo explique, acabe. La mujer tenía que matar, tenía
que cumplir por sus manos el necesario bien de todos, sólo ella misma podría
ser la ejecutora —de la obra altísima, que todos ni osaban concebir, pero que,
en sus escondidos corazones, imploraban. Sólo ella misma, la Marmela, que había
venido al mundo con destino preciso de amar a aquel hombre y por él ser amada;
y, juntos, enviados. ¿Por qué? Alrededor de nosotros, lo que hay es la sombra
más cerrada —cosas generales. ¿La Mula-Marmela y el Mumbungo, en el hilo por
hilo de su afecto, sospecharían anticipadamente la sanción y sentencia? La
temía él, así, y el amor que le tenía lo colocaba a merced de su justicia. La
Marmela, pobre mujer. Que sentía más que todos, quizá, y sin saberlo, sentía
por todos, por los amenazados y vejados, por los que lloraban sus entes
parientes, que el Mumbungo, mandatario no sé de qué poderes, atroz había
sacrificado. Si sólo ella podía matar al hombre que era el suyo, ella tendría
que matarlo. Si así no cumpliese —si se recusase a satisfacer lo que todos, a
solas, a todos los instantes, suplicaban enormemente— ¿enloquecería? El color
del carbón es un misterio; uno piensa que es negro, o blanco.
Y otra vez veo que vienen por la indiferente calle, y pasan, en harapos,
los dos, tan fuera de la vida ejemplar de todos, de los que son los moradores
de este sereno lugar nuestro. El ciego Retrupé avanza, fingiéndose seguro, no
da a la Mula-Marmela la punta del bastón para asegurar, ella lo guía apenas con
su delantera presencia, él la sigue por el sentido, por el dislocar del aire
—como en trasvuelo se van los pájaros; ¿o lo que él percibe frente va sí es la
esencia vivaz de la mujer, su sombra-de-alma, le husmea el olor, el lobuno?
Noten que el ciego Retrupé mantiene siempre muy levantada la cabeza, por
inexplicado orgullo: que él proviene de un reino de orgullo, su maligna índole,
el poder de mandar, que aterra. Y él usa un sombrero chato, ni blanco ni negro.
¿Vieron cómo muchas veces se le cae de la cabeza ese sombrero, principalmente
cuando él más se exalta, gestialargado, bárbaro y maldoso, reclamando con
urgencia sus limosnas al pueblo? Pero, ¿notaron cómo la Mula-Marmela le recoge
del suelo el sombrero, y busca limpiarlo con sus dedos antes de entregárselo,
el sombrero que él mismo jamás se quita, por no respetar a nadie? Sé que en
ustedes es nulo el interés por ella, no reparan en cómo esa mujer anda, y
siente, y vive y hace. ¿Repararon cómo mira a las casas con ojos sencillos,
libre de maldiciones de pedidor? Y no pone, en el mirar a los niños, el sombrío
de cautiverio que destinaría a los adultos. Ella mira todo con simpleza de
admiración. Pero a ustedes no puede gustarles, ni siquiera tolerarían su
proximidad, porque no saben que un hado forzoso la apartó demasiado de todos,
la soltó. Ampara, en su conciencia de deber, el odio que debería ir sólo para
los dos hombres. Le dicen maldita: será; ¿eh? Pero esto, nunca más lo repitan,
no me digan: del lobo, la piel; ¡y ojo! Hay
sobrecargas, que se llevan, otros, y son la vida.
Pero, a pesar de tanto, está que nadie sabe verdaderamente lo que entre
ellos dos pasa —del desconcierto y desacierto de así ambular, torvos, en lo
monótono, en harapos, semovientes: con lo que ustedes sólo se divierten, sacan
bromas y chocarrerías. Si lo que hay, es apenas embrujar y odiar, loba contra
perro, ojeriza y aversión; ¿convocan demonios? O algún encubierto ultrapasar
—puesto que también lo hay: ¿una hermandad de almas malas, manada de lobos y
jauría? No, no hay odio; engaño. Ella, no. Ella cuida de él, lo guía, lo trata
—como a uno más infeliz, más feroz, más débil. Desde que murió el hombre-marido, el Mumbungo, ella se encargó de este. Pasó
a cuidarlo en su mayor obligación, sin buscar sosiego. Ella no tenía hijos. —“Ella nunca parió”... —ustedes la culpan. A
ustedes, creo, les gustaría que ella también se fuera, desapareciera en el no,
después de haber asesinado al marido. Ustedes la odian, de este modo.
Pero, si ella también se hubiese matado, ¿qué sería de ustedes, de
nosotros, las muchas manos del Retrupé, que todavía no estaba cegado, en esos
tiempos; y qué sería tan pronto para ser el sanguinario y cruel-perverso cuanto
el padre —y el que reniega de Dios— de la piel de Judas, de tan deshumana y
tremenda estirpe, de espantar?
Del Retrupé, sus ojos, todavía eran sanos: para espejar inevitable odio,
para cumplir con el dañar, y para el placer de elegir las víctimas más fáciles,
más frescas. Y ahí entonces, se dio que, en algún día común, el Retrupé quedó
ciego, de ambos aquellos ojos. ¿Supieron ustedes cómo fue? ¿Buscaron hallar?
Sin embargo saben que hay leches y polvos de plantas, venenos que ocultamente
retiran, retoman la visión, de ojos que no deben ver. Con eso, no más sin otra
precisión, y ya el Retrupé se aquietaba, un ser casi inocuo, un renunciado. Y
ustedes, buenos moradores del lugar, quedaban defendidos, al cubierto de sus
desenfrenadas perversidades. Tal vez, él no precisara morir condenado como el
Mumbungo, su padre. Tal vez, me pregunto, el propio Mumbungo, descareciera ser
muerto, si acaso, para poner fin, alguien pensase antes en esas hierbas enceguecedoras, o supiera ya, entonces, de su
aplicación y efecto. Si así, pues, se tendrían ahora la Mula-Marmela girando a
dos, por las calles, y cuidándolos con un terrible deber-de-amor, como si
fuesen los hijos que ella quería, los que no parió ni parirá nunca —el dócil
muerto y el impedido ciego. A pacto de tullirles las aun posibles malicias, y
darles, como en su antiquísimo lenguaje ella dice: gasajo y emparo. Pero
ustedes creo que jamás le escucharán la voz —a la sorda.
También el ciego Retrupé se intimida con esa voz, rara, tanto. ¿Saben lo
que es tan extravagante? —que, aun uno que no ve, sabe que precisa apartar la
cabeza: hace eso, para no encarar a la mujer odiosa. El ciego Retrupé se vuelve
de frente hacia el punto donde están las sensatas, quietas personas, que él
odia en sí, por el desprecio de todos, en la tranquilidad y concordia. Él
precisaba matar, para íntimamente cumplirse, desahogo y bien. Pero no puede.
Porque es ciego, apenas. El ciego Retrupé, sedicioso, entonces, insulta, brama
espumas, ruge —en las gargantas del demonio. ¿Sabe que es de otra raza, que
viene del aun horroroso, informe; que todavía no entendió la mansedumbre, por
el temor? Entonces el ciego Retrupé tropieza con la impotencia de la ceguera;
ahora él no puede alcanzar a nadie, si la rabia más lo ciega; ¿puede? El ciego
Retrupé cuchichea consigo —él ofende al invisible. Para él, gracias a la
ceguera, este mundo nuestro ya es algún más allá. Y, ¿si así no fuese? ¿Sería
alguien capaz de querer ir a poner el bozal al perro con rabia? ¿Y ustedes
pueden aun culpar a esta mujer, la Marmela, juzgarla, hallarla, vituperable?
Déjenla si no la entienden, ni a él. Cada cual con su bajeza; cada uno con su
altura.
Sepan ver cómo ella sabe dar cuenta de sí. Sí, ella es inobservable;
ustedes no podrían. Pero, reparando con más tiempo, verían, por lo menos, cómo
ella no es capaz de agarrar atropelladamente nada; tampoco deja de encorvarse
para tomar un pedazo de vidrio en el suelo de la calle, y ponerlo a un lado,
por peligroso. Ella baja asaz los ojos. Por el marido, su muerto; puede, porque
lo mató sin inútiles sufrimientos. Si no lo hubiese matado, ¿él se habría
condenado más aun? Ella aleja de la taberna al ciego Retrupé, perturbador,
remiso y barullero. Sólo este es suyo, de ellos, el diálogo: una carraspera y
un improperio. Él la sigue caninamente. Se van; jamás ninguno de ustedes los
observó; uno no consigue, no persigue a los hilos trenzados de los hechos.
Viven en aterrador, en cosa de silencio, tan juntos, de morar en escondrijos.
La luz es para todos; son las oscuridades las que son apartadas y diversas.
Decían que, en otro tiempo, al menos, entre ellos hubo algún concubinato.
¿Adúltera? Ustedes saben que eso es falso; y cómo a la gente le gusta aceptar
esas sencillas, apaciguadoras suposiciones. Saben que al ciego Retrupé, dañino
y díscolo, ella misma lo conduce, paciente, a las mujeres, y lo espera aquí
afuera, cela para que no maltraten. Pero esto hace tiempo. Hoy él está
avejentado, se tornó macilento, canoso, las canas le quedan bien, cuando se le
cae el sombrero. Durante estos tiempos, en que dejamos de conocerlos y
averiguarlos. El ciego Retrupé anda medio decaído, enfermizo, en delgadez y
trasijado. Parece que, al mismo tiempo, su manera de miedo a la Mula-Marmela
cambia y aumenta. Se le flojea también la furia desparramada y áspera de vivir;
no ejerce con el mismo encono la lucha por su derecho —el feroz derecho de
pedir.
Parece que su temor lo hacía murmurar quejumbres, súplicas, a la
Mula-Marmela. Y, sin embargo, ella cada día más se ablanda con él, apiadada de
su desvalor. Pero él no cree, no puede saber, no confía en ella, ni en la
gente. El entresentirse, entre las personas, viene por lo general con
exageraciones, errores, y tardanza. Él susurra disimulada e impersonalmente sus
pedidos de perdón; ¿notaron ustedes? La Mula-Marmela lo oía, sin parecer que.
Rehuía mirarlo. Sé, ustedes no notaron, nada. Y, aun, ahora, ustedes se sienten
un poco más garantizados, tranquilos estamos. Es de creer que, en breve,
estaremos libres de aquello que airadamente nos fastidia, pasma.
Cuentan que él quiso matarla. En hora en que se miedo se derramó más
grande, ¿se podrá saber por qué? Sabido que ya se encontraba maltrecho, cuando
se enfermó, mal, de fiebre perniciosa. Se había sentado en el cordón de la
vereda, para jadear. De repente se levantó sin bastón, estorbado, gritó, bramó:
exaltado como un perro que es despertado de repente. Sacó el cuchillo, lo
blandía, avanzaba a tontas, de verdad a ciegas, tentando golpearla en su
desatinado furor. Y ella, erguida, donde estaba, permaneció, no se movió, ¿no
se intimidaba? Miraba en dirección al no. Si él acertase, podría en carnes
destrozarla. Pero, poco a poco, se dio cuenta de que el cuchillo no la
encontraría nunca, se sintió desamparado, demasiado solo. Temió, todo de pie.
El cuchillo se le cayó de la mano. Su miedo no tenía ojos para llenar. Parece
que gimió y lloró: —“Madre... Mamá... ¡Madre
mía!” —en un chillido imploraba, cesado el enfurecimiento; y temblaba
estremecidamente, como la granilla de los pastos. Estaba en lo más estrecho del
embudo, hay que creer. La Mula-Marmela, ella vino, se allegó, sin decir ni
susurrar. Le recogió el sombrero, lo limpió, volvió a ponérselo en la cabeza, y
trajo también el cuchillo, lo recolocó en el cinto, en la vieja vaina. Él, con
el empequeñecerse de sufrir y temblar, semejaba un animal en lo hondo de la
floresta. Dicen que ella tenía lágrimas en los ojos; que habló, sombría, de
ternuras terribles: —“Mi hijo...” Y
miró hacia un lado, dijo alguna cosa más, como hablando a otro; sollozaba
también por el Mumbungo, su devuelto marido, de su parte, por su acto. De eso,
ustedes no querrán saber, son endiabladas confusiones, de eso ustedes no saben.
Y, sí, ¿para qué? Si nadie entiende a nadie; y nadie entenderá nada, jamás;
esta es la práctica verdad.
Sí, los dos, se quedaron hasta el anochecer, y ya adentrada la noche, en
aquella soledad, próxima, a orillas de una verja. ¿Alguien acudió? Se dice que
él padecía un dolor terriblemente, de demasiado castigo, y medrosa sofocación
de aire, conforme siquiera para una esperanza todavía no agonizaba. Sólo en
convulsiones. No vieron, de madrugada, cuando él lanzó el último mal suspiro.
Sí, pero lo que ustedes creen saber, esto, seriamente afirman: que ella, la
Mula-Marmela, en el transcurrir de las tinieblas, fue quien ahogó por
estrangulación al infeliz, que paró de sufrirse, por los pescuezos en él, en el
cuerpo del difunto, después, se vieron marcas de sus uñas y dedos, hincados.
Sólo que no la acusaron y prendieron, porque mayor era el alivio de verla
partir, para nunca, de ahí que, silenciosa toda, como era siempre, en el
cementerio, acompañó al ciego Retrupé en las consolaciones. Ustedes,
distintamente, ¿todavía la odiaban?
Y ella se iba yendo, amarga, sin tener que despedirse se nadie, tambaleante
y cansada. Sin ofrecerle al menos cualquier espontánea limosna, ustedes la
vieron partir: lo que parecía la expedición del chivo —su expiar. Fea, furtiva,
lupina, tan flaca. Ustedes, de sus decretantes corazones la expulsaban. Ahora,
¿no van a salirle a buscar el cuerpo muerto, para, contritos, enterrarlo, en
fiesta y llanto, en homenaje? No será difícil hallarlo, por ahí caído, ni una
legua adelante. Ella iba para cualquier lejos, iba luengamente, ardiente; la
sola y sola; tenía finas las piernas de andar, andar. Es serio lo que ahora
diré. Y jamás se olviden, guarden en la memoria, cuenten a sus hijos, habidos o
venideros, lo que ustedes vieron con esos ojos suyos terrivorosos, y no
supieron impedir, ni comprender ni agraciar. De cómo, cuando iba a partir, ella
avistó aquel un perro muerto, abandonado y ya medio podrido, en la
punta—de—la—calle, y lo agarró y a cuestas lo fue llevando: —¿Si para librar el
lugar público de su pestilencia peligrosa, si por piedad de darle hoyo en
tierra, si para con él tener con quién o de qué abrazarse a la hora de su gran
muerte solitaria? Piensen, mediten en ella, en tanto.
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