João Guimarães Rosa
(Minas Gerais, Brazil, 1908 - Rio de Janeiro, 1967)


Fatalidad
(“Fatalidade”)
Primeiras estórias
(Río de Janeiro: Livraria José Olympio, 1962, 193 págs.)


      El caso fue que un hombrecito, recién llegado a la ciudad, vino a casa de Mi Amigo, por cuestión de vida o muerte, a pedir providencias. Mi Amigo, de vasto saber y pensar, poeta, profesor, ex-sargento de caballería y comisario de policía. Por todo, tal vez, acostumbraba afirmar: —“La vida de un ser humano, entre otros seres humanos, es imposible. Lo que vemos es apenas milagro salvo mejor razonamiento.” Mi Amigo, fatalista.
       En la fecha y hora, estábamos en el fondo de su jardín, tirando al blanco con carabinas y revólveres, enrevezadamente. Mi Amigo, a buen seguro que, en el mundo, nadie, jamás tiró tan bien cual él en afirmar la puntería y rapidez en sacar el arma; gastaba en eso por día, cajas de balas. Estaba justamente especulando: —“Los únicos que entendían de todo eran los griegos. La vida tiene pocas posibilidades.” Fatalista como una loza, Mi Amigo. Sucedió que en ese instante lo vinieron a llamar, el hombrecito lo buscaba.
       El cual, se veía que era aldeano, aire y traje. Se le daba entre veinte y tantos y treinta años; debería tener mucho menos por lo tanto. Menudo, molido. Pero concreto como un tapir y cargado el rostro, grabado, tan sometido, el pobre; las manos callosas del azadón. Mi Amigo lo mandó sentarse y esperar, continuó, bajo, la conversación: creo que, sólo para poder observar mejor al otro de cuando en cuando, de reojo, preparándole la valoración. De lo que dijo: —“Si el destino son componentes consecutivos —además de las circunstancias generales de persona, tiempo y lugar... y el karma...” En definitiva Mi Amigo existía, mucho. No se fornecía solamente figura de fábula, entiéndase. El hombrecito se había sentado en la punta de la silla, pies y rodillas juntos, agarrando con las dos manos el sombrero; todo limpito pobre.
       Invitado a hablar, manifestó que de nombre José de Tal, pero, con perdón, de apodo Ze Centeralfe. Se sentía que él era un sujeto ya dueño de sí; ni estaba muy nervioso. Enredábase al hablar, por gravedad: —“Soy hombre de mucha ley... Tengo un primo ujier... Pero no me abarca su socorro... Soy muy amante del orden...” Mi Amigo murmuró más o menos: —“No estamos bajo la ley, sino de la gracia...” —presumo que citase epístola de San Pablo. Pero el hombrecito, puesto en larga cruz, y porque se hallase rebajado, casi deshonrado —y amenazado— había venido a dar parte. Recogió el sombrero que había caído al suelo, con la mano lo sacudía.
       Volvió a presentarse: que era casado, por lo civil y la iglesia, sin hijos, morador en el pueblo de Pai-do-Padre. Vivía tan bien, con la mujer, que se divertía con lo cotidiano y en el trabajo no encontraba disgusto. Pero, por obra del mal, sucedió que fue a infernar allá un bullanguero, advenedizo, se insinuó desvergonzado con la mujer, la miró con ojo caliente... —“Cuál es el nombre?” —Mi Amigo lo interrumpió; seguía biográficamente los valentones del Sur del Estado. —“Es un tal Herculianón, cuyo sobrenombre, Socó...” —explicó el hombrecito. Mi Amigo se dio vuelta, refunfuñó: —“Horripilante bellaco...” Por cierto ese Herculianón Socó desmerecía la mínima simpatía humana, lo que no se daba, por ejemplo, con el joven Juancito Cabo Verde, que se hizo célebre en los dos lados de la frontera, pero, al conocer personalmente a Mi Amigo —...“un hombre de lealtad tan ilustre...”— resolvió pasar en definitiva para el lado paulista, a fin de no tener jamás que verse, con él, en conflicto. Sin saber de esto, el hombrecito Ze Centeralfe aprobaba con la cabeza. Relataba.
       Sólo para atajar discordias, fue prudente; siempre sería mejor llevar con paciencia. Y se había humillado a menos no poder. Pero el otro, rufián infame, no tenía enmienda, se desmandaba, no cedía en ese atrevimiento. —“Él no tiene estatutos. ¿Quién puede hacer razón con hombre de mala cabeza? Para eso no tengo cara...” Sólo si fuese para llegar a las manos, para alguna injusta desgracia. Ni pleito podía levantar: en el momento, faltaba la autoridad en Pai—do—Padre. La mujer no tenía forma de poner los pies fuera de la puerta, que el hombre aparecía para mal usar los ojos en ella, para desaforarla, con esas propuestas. —“Solamente empeoraba la situación a causa de la ruindad de aquel hombre desconocido...” Se había encorvado, siempre a medio reojo, a punto que parecía caer de la silla. Mi Amigo lo animó: —“¡Qué copete!” —y entonces él depositó el sombrero en el regazo y se sentó derecho.
       Sucediéndose los sustos y vergüenzas, no encontraron otro medio. Él y su mujer decidieron mudarse. —“Siendo, para la pobre la de uno, difícil y penoso. Además de las saudades por salirse de Pai-do-Padre; nosotros éramos muy estimados allá.” Pero, para considerar a Dios, y no traspasar la ley, era el modo. —“Me largué para el pueblo de Amparo...” Arreglaron en Amparo una casita, una plantación, una huerta. Pero el hombre, el ignominioso, no tardó en aparecer, siempre en el malhacer, en aquella manía. Rancheó. Su porfía rehacía un dañino poder, todos le tenían miedo. Y fue con dificultad aun mayor, y a escondidas, que José Centeralfe y la esposa consiguieron huir, también de allá, con pesar.
       A causa de aquel —“¡Cuyalma!” —profirió Mi Amigo, meticuloso, yendo a acomodar una carabina, que se exhibía, oblicua en la pared. Pues la sala —de tan repleta de rifles, pistolas espingardas— semejaba lo que nunca se ve. —“Esta lleva lejos...” —dijo— y rio, un tanto malignamente. Volvió a sentarse, pero sonriendo agraciado para José Centeralfe.
       Pero el hombrecito se había ensombrecido más.
       ¿Iría a llorar?
       Habló: —“Viajamos para acá, y él en el rastro, lastimándonos. Es el diablo. No me perdió de vista. A donde voy el hombre se me cruza... Tengo de tomar sentido, para no enfrentarme con él.” Duró una pausa. Entonces, por primera vez, alzó la voz: “¿Tendrá el derecho a eso, el que pasa de la raya? ¿es reo? ¿Debe ser citado? Es un hombre de trapazas, yo lo sé. Aquí es ciudad, se dice que uno puede halar por sus derechos. Soy pobre, en lo particular. Pero quiero la ley...” Eso dicho, calló, en mediano silencio. Pedía con ojos de perro.
       Mi Amigo hizo una cosa. Volteó, por mitad, el rostro, para encarar aquella carabina. Serio, cargando el minuto. Sólo eso. Sin voz. Afirmaba más en ella la vista, mientras unas cuantas veces soslayaba los ojos, en dirección al hombrecito; en acto, llamole a que también la mirase, como atrayéndolo a la lección. Pero el otro aun no entendía que le señalase alguna cosa. Tanto más que dijo: —“Y yo qué hago? —en directa pregunta.
       Se hacía el sordo. Mi Amigo, pato, mudo. Sopló en los dedos. Siempre a hito, en el arma en la pared, y remirando al otro —por tanto tiempo, tanto cuanto fuese. En efecto. El hombrecito desencajó los ojos —de despierto. Una vez que él entendía, ver qué era para valer: la llave del juego. Entendió. Dijo: “Ah...” Y rio: a las razones y consecuencias. Bien, se levantó: podía proceder con confianza.
       Sin más perplejidades, se iba. Agradecía, reanimando, con su fuerza y de su santo. Iba a salir. Mi Amigo aun le preguntó: —“¿Quiere café... o un aguardiente?” Y el otro, de sesudo: —“Que sea, lo acepto después...” No cambiamos otras palabras. Mi Amigo le apretó la mano. Sí, se fue José Centeralfe.
       Mi Amigo, tan valedor, propositadamente, de que se las arregle ¿lo dejaba? Comentó: —“Revólver o carabina...” El hombrecito, tan perecedero, un casi nada, el mohino —¿era para esfuerzo tuetánico? Mi Amigo, el dueño del caos. Pero, revistando su arma, si el tambor estaba lleno. Dijo: “—Sigamos a nuestro carente Aquiles...” Pues, visto que.
       Lo seguimos.
       Él iba, y mucho.
       Había que alargar el paso.
       Y —de repente y súbito— se precipitó la ocasión: de allá venía, fatalmente, el otro, el Herculianón, descompasado. Mi Amigo bufó, un semisoplo canino, conforme su vezo y uso, en esas horas oliendo pólvoras.
       Y... fue: fuego con rapidez angélica: y el fallecido Herculianón, cataplum, ya flojo, ya con algo entre los infrahumanos ojos, allá él —tapando la bocacalle. No hay como el curso de una bala; y —¡cómo es bella y fugaz, vida!
       Pero, ¿tres habían sacado arma, y dos tiros se habían oído? Solamente el Herculianón no tuvo tiempo. Con otra bala en el corazón. Hombre lento.
       El Centeralfe se explicó: —“Este iscariote...
       Mi Amigo, no. Dijo un “Oh” polisilábico sin despesas de emoción. Dijo: —“No está todo escrito y previsto? Hoy lo de este hombre. Los griegos...” Dijo: —“Pero... la necesidad tiene manos de bronce...” Dijo: —“Resistencia a la prisión constatada...” Había dicho un “no” metafisicado.
       Sin alardes providenciaba la remoción del Herculianón, con presteza, para su competente hoyo.
       Y nos invitaba a almorzar, a Ze Centeralfe, principalmente. Meditaba Mi Amigo. Dijo —“Esta Tierra nuestra es inhabitada. Esto se prueba...” puntualizante.




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