João Guimarães Rosa
(Minas Gerais, Brazil, 1908 - Rio de Janeiro, 1967)
Lunas de miel
(“Luas-de-mel”)
Primeiras estórias
(Río de Janeiro: Livraria José Olympio, 1962, 193 págs.)
A lo mejor, mismamente, de lo
mismo, siempre llega la novedad.
En aquella víspera, yo andaba medio flojo, débil; ¿declinaba yo hacia
los nones? En los primeros de noviembre. Soy casi de paz, tanto como
puedo. Descuento hacia atrás, todo aquello en que me metí, en la
juventud: desmanes, desórdenes, agravios. Entonces, después, la vida
en serio, que, entre nosotros, de brava se enfurecía. Soy acomodado
labrador, es decir —de pobre no me ensucio y de rico no me empuerco.
Defensa y cautela no fallecen, en esta hacienda Santa Cruz de la Onza,
de hospitalidades; mía. Aquí es una rinconada. De flojera por el
calor, me ponía a observar. En ese día, nada por nada. De fastidio y
aburrimiento, comía demasiado. Del almuerzo, después, me remitía a la
hamaca, al cuarto. Cuestión de edad, digestiones y salud: hígado.
Misía María Andreza, mi santa y medio pasada mujer, me hervía un té,
para el empacho. Bueno. Don Fifino, mi hijo, de la banda de afuera de
la puerta, notició: que había llegado cierto sujeto, un recadero, con
carta. Con calma. Prestezas y prisas no me agravian.
Don Fifino, mi hijo, sin ser necio ni sonso
del todo, me estaba explicando: que el tipo ése había arribado tan a
socapa, que sólo se notó, ya detenido, a caballo, atrás del ingenio,
ni los perros habían ladrado, tampoco hizo rechinar la tranquera; y
que, con armas, bien provisto, rifle a bandolera. Y, entonces, mi
capataz, José Satisfecho, por debajo me informaba, de él, el nombre,
el cual —Baldualdo. Soy mosquito en hocico de ocelote: no moví las
cejas, no mostré pasmo. sabía de la fama de ese Baldualdo —que valía
un batallón, con grande y muerta clientela. Por ahora, ¿a mí qué me
importaba? De eso digo: mi propio José Satisfecho, ya había sido
también un “Ze Sipío”, mano en el rifle, para que se me entienda. En
las eras de los tiroteos contra el Mayor Lidelfonso y sus soldados.
Conmigo. Yo con él, y otros. Sólo la vida tiene de esas rústicas
variedades. Yo pongo la mesa y pago el gasto. Me moví de la hamaca,
vine a ver quién. Aquel hombre que había llegado. Me miró presto,
medido respeto, me repreguntó mi nombre por entero. La carta que traía
para mí, a mano, era de verídico y alto mensaje. Releí las tres y tres
veces el nombre que la firmaba: don Seotaciano.
Y —¡me gustó esto! Es lo que deletreo:
“Estimado amigo mío y compadre...” Don Seotaciano, de su
distante sede los hechos importantes maniobrando, con estopín corto y
brazo largo. El muy jefe, hombre de gran esfera, tigroso león como la
pantera, pero justo el pan de bueno, en noblezas y formas. Mi compadre
mayor, mandante, desde mucho . Y, hace tanto tiempo de eso. Pero,
ahora se acordaba de éste, aquí, en este sitio, confiante de lealtad.
Y con un asunto. Para cosa sintreguas: lo que, seguro había de haber:
—perro, gata y zaragata. Pero tengo que secundar, y quiero. Si él
rayó, yo tajo. Declara, en resumen: “Para un joven y una joven, le
pido fuerte resguardo. Lo demás se verá más tarde” ¡Esas sandeces
de amor! —sonreí. Salí de los suspensos para los
preparativos.
Quedito, era lo que
se necesitaba. Temperar el venir de las cosas, acomodar a los
huéspedes, los esperados. Dando órdenes conformes. Prevenido para
valer por cuatro. Aquel día era sábado. Me entendí con José Satisfecho
y con Don Fifino, mi hijo: que me trajesen del retiro del Medio,
ciertos hombres; y unos cuantos, de ésos del Muño, de las rozas:
siempre quedarían todavía otros en el hoy por hoy, para el trabajo.
Pero aquéllos aquí a la mano; porque: a horas competentes, hombres de
posibilidades. Con hartos frijoles y arroz y cargas de pólvora, plomo
y bala. Sensato, me dicen. Sólo en paz, con Dios, tranquilo. Sensato,
sincero y honrado.
Misia María
Andreza, mi mujer, me miraba.
Aquel Baldualdo, decente: —“Si le place, señor mío, por
unos días, aquí, me quedo...” —me dijo, bajito, sabiendo de
memoria su deber. Él ya era mi compañero —por arte de los ángeles de
la guardia. En la terraza caminé unos pasos, ejercitados. Los que iban
a venir, ¿un joven, una joven? Misia María Andreza, mi correcta mujer,
uno o dos cuartos arreglaría —toallas, bienestar, flores en floreros.
Seguro que de noche llegarían, sagaces. —“Ah, mi vieja, vamos a
tocar rabeles...” —bromeé, limpiando el revólver. Misia María
Andreza, buena compañera, dijo apenas, moviendo el copete: “El
lentisco de mata virgen no se endereza..”. La tomé de la mano
medio afectuoso. Repensé en todas mis armas. ¡Ay, ay, la lejana
juventud!
Sin nadie, entre
nosotros, desprevenido; de hecho a la media noche llegaron. Novios,
mucho amor. Ella era de las lindas, reteniendo las atenciones; yo ni
supe hija de qué padre. Sólo medio asustadita, sonrisas desahogadas.
El joven —¡hombre!— de los buenos. Vi rápido. Tenía rifle largo.
Gallardo, guapo. No, todavía no eran matrimonio. Cenaron. No hablaron.
La joven se retiró a la recámara, a la inviolable de la casa; doncella
con recato. El joven, ése, valeroso, quiso ranchearse en la casa del
ingenio. Joven, un deporte de fuerte. Aprecio. Pude presumir de su
padre. Ah, ellos habían viajado solitos, como se debe de, en fugas
particulares. Me gustó más. Sólo poco después llegó otro sujeto que, a
ellos dos, con buena distancia, garantizaba protección, sin que ellos
supiesen —también por orden de don Seotaciano.
Las cosas bien hechas, medidas, como sólo
un gran capitán concibe. Ese otro se llamaba el Bibiano, era un
valiente de espingarda: me tomó la bendición. Bueno. Todo en todo, en
orden, me adormecí, conforme, propietario de mi sueño. ¿Por qué no?
Gente mía ya galopaba en esa noche y madrugada. Un enviado a la
Hacienda Congoña, de mi compadre Verísimo, por tres rifles, tres
hombres, prestados. Para seguridad. La gente de allá es lumbre. Y uno
a la Laguna de los Caballos, por otros tres —para que mi compadre
Serejerio no se sintiese despreciado. Bueno. Yo juzgo a los otros por
mí. Con tino y consideración el respeto es granjeado: con honor,
sosiego y provecho. Por bien encaminar, me adormecí bien. Sólo vivo en
lo supradicho.
Amanecí antes del
sol, todo en paz, posesiones y rocíos. Admiro esas exactitudes del
campo, en olores, adornado; mientras tanto nada. Misia María Andreza,
mi mujer, me cuidaba. A ella dije: —“Que no me conste quién es
esta joven, no lo que haya revelado”. El no, por ahora. Yo no
quería saber, solamente para prevenir: podía ser hija de conocido,
pariente mío o amigo. No tenía caso. En esas horas le era fiel a don
Seotaciano. Siquiera, por lo menos. ¡Aquél es tu amigo, que te quita
de ruido!— buen dicho. Ese día, de domingo. Se almorzó con hambre, a
pesares de. La joven y el Joven, justo ante mí, dichosos se
contemplaban. Tanta cosa en este mundo, bien hecha. Misia María
Andreza, mi conservada mujer, en cocinar se esmeraba. Nomás me dije,
ni pensé: los enamoramientos son mis otras mocedades.
La gente moviéndose, tranquila, el tiempo
creciendo, parado. De ese modo, se pasó el día, en oros y copas;
mientras nada. La linda Joven, allá dentro, en el oratorio rezaba.
Misia María Andreza, mujer, sinceros cariños le daba. Nosotros acá
afuera. Don Fifino, mi hijo, de esta banda, el Bibiano en la parte del
cerro, en el puente del arroyo el Baldualdo; con otros y otros
hombres; pero a escondidas, tan sutilmente, que no se veían ni
se notaban. Conmigo, juntos, José Satisfecho y el Joven novio, de
pocas palabras: caminábamos de la zanja al vallado. Misia María
Andreza, mía ¿por mí también rezaba? Yo —exagerado. Proveía, no
meditaba. Día y tanto, Dios loado. Entonces, vino el anochecer, las
estrellas, a las esperas. Ahí, uno en pos de otro, llegaban, a los
surtos, los de la Hacienda Congoña y los de la Laguna de los Caballos.
Ésos no se reían, en armas. Ah, las buenas amistades.
Así, más gente, otra vez, se despertó antes
de los gallos. Allí, para el incierto lunes —medio redondo. Día de las
fuertes llegadas. Primero, dos hombres más, que don Seotaciano
enviaba. Jefe bravo. Después, según aviso dado, todavía otros, un par
de jinetes: el sacristán atrás del cura. Ave. ¿El cura; joven,
espingarda a la espalda? Armado con esmero; rifle corto. Se apeó,
bendijo todo, aprestado para el casorio que se iba a tener: bodas en
la casa. Tuve que movermepara prepararme, vestir mejor ropa —para esos
momentos. Misia María Andreza, mi mujer, con gusto dispuso el altar.
El Joven y la Joven se enaltecían. Amor es sólo amor. Airosos. Íban
los dos, el brazo en el brazo. ¡Vean cómo son las pasiones! Todo
bueno, bastante bueno, Misia María Andreza bien vestida, me parece que
hasta con colores. Soy hombre para bandas de música. El cura dijo
bellas palabras. A esa altura yo ya sabía: la novia de cuál familia.
Hija del Mayor Juan Dioclecio, duro y rico, de hecho, fuerte. Esas
cosas y escalofríos... Bueno. Me encogí de hombros. Yo cerco un campo,
y en él soplo: destorcidas claridades. Terminado el casorio se salió
del altar a la mesa, se pasó de sala a sala.
Ahí, en sencillo banquete, que con todo y
lechón y pavo, rellenos como de costumbre; vinos. Comimos nosotros
todos y el cura; yo sin hastío ni empacho. Los dulces. Se cantó a
coro. El novio de armas al cinto. La novia, una hermosura, como se
debe, con velo y azahares. La vejez de la lana es la suciedad... —yo
pensé, consonante, viéndome. ¡Esas delicias de amor! —Suspiré apenas
pensando. Yo bajaba de los valles a los cerros. Y, todavía en la
ceremonia, mi hermano Juan Norberto llega, de lejos, de su hacienda
Las Arapongas. Sabida, allá, la noticia, llegaba para ayudarme. Traía
mayor novedad: —“Si el Mayor atacase con matones, don Seotaciano
bajaría a la escena —al frente de cien de sus hombres: ¡a proteger la
retaguardia!” De glorias, silbé, sentado. Aquel Joven novio,
gentil, era pariente de don Seotaciano. Alguno de mis hombres tocaban
guitarras. ¿Se bailaba?
Miré a mi
saludable Misia María Andreza —contemplada.
¡Y era noche de las mayores! Vinieron mis
compadres Serejerio y Verísimo, en persona.
Buena gente para llevar a cabo empresas
dificultosas. Hasta el cura dijo que se quedaba: para confesar a quién
o quién en la hora. Sólo que, sobre la mesa el brevario, pero al lado,
la pistola. Buen cura, muy virtuoso, amigo de don Seotaciano. Ahora,
se esperaba por el mayor Dioclecio y sus matones. —“¡Pero tan
cierto!” — se decía— “¡Esas cosas quiero verlas a la
noche!” —otro. Otro: —“¿Y quién es el que apaga la vela?”
Ahí, por toda parte, se me dice no más patrullas, trincheras,
centinelas. Pasos callados, suaves, retintín de carabinas. Ah, esta
vieja hacienda Santa Cruz de la Onza, con picas para cualquier
hojalata. Punto era que, yo, el jefe. Yo estaba ya medio
sanguinolento: medio aturdido. Yo, sencillamente. Yo —en nombre mío y
de don Seotaciano.
La gente debía
quedarse en vela. En estos bancos y sillas. Aquellas lámparas y
lamparillas. Todos, los del mando. En la sala. Yo, mi hermano Juan
Norberto, compadres Verísimo y Serejerio, y el Novio, más don Fifino.
También la novia en su vestido blanco, y Misia María Andreza, mujer
mía. Todos y todas. La rueda de hombres buenos. Cerca de mí, mi Ze
Sipío. Y la cena —las sobras del almuerzo— con alegría. Hombres
comiendo parados, el plato en la mano; alerta el oído. La gente,
risueños de guerra, para cualquier cosa. ¡Aquí, que viniera el
enemigo! —esos Dioclecios, demonios. La hora —de encerrar los huelgos.
Y se esperaba —con luces para mil brujas. Y: mantan-tiru-liru-lá... se
dice —¡pique será! ¿No venía nadie? A lo que es que es,
estábamos.
La gente, a un paso de
la muerte, valiente, juntos, tantos, bastantes. Nadie venía. La Novia
sonreía al Novio, levemente; esas nupcias. Y yo con la mente
erradamente, de quien se halla en estado armado. Lo que a otro mengua
a mí me sobra. Mía, Misía María Andreza, mujer, me sonreía. Lo que los
viejos no pueden tener más: secretitos, secreteados. Nadie venía.
Madrugar y gallos cantaban. El cura rezó, guerrero, en denodado placer
de las armas. Primeramente, sentí el merecer más en ese venturoso día.
Recibí más naturaleza —fuente seca que brota de nuevo— el rebrotar,
rebrotado. Misia María mi Andreza me miró con un amor, estaba bella,
rejuvenecida. En esa noche ¿nadie venía? ¡Mientras nada! Madrugada. El
Novio se retiró con la Novia; y unos más, que con más sueño ya están a
cierra ojos. Resolvios turnar la vigilancia. Yo, feliz, miré para mi
Misia María Andreza; fuego de amor, verbigracia. Mano en la mano,
diciéndole yo —en la otra empuñando el rifle—: “Vamos a dormir
abrazados...” Las cosas que están para la aurora, son confiadas antes
a la noche. Bueno. Nos adormecimos.
Amanecí a deshoras, naciendo de los
acogimientos. Todos en sus puestos. Aquel día, el martes. ¿Sería el
día? Se esperaba, medio cuidadoso, medio alegres; serios, sin
algaraza. ¿Con qué entonces? En esas calmas dilatadas. Y,
pues.
Y, justo, pues, surgio la
novedad: un recado. El peón que lo traía era un empleado de los
Dioclecios: que hoy, en esta fecha, solito, un patrón vendría a
visitarme, de paso. Amistoso. ¡¿Había visto yo, ésta?! —¿con qué? me
reuní con los jefes compañeros para comparar ideas, consonante. Se
llegó a la razón: que ellos, más el grueso de los hombres y rifles,
deberían salir, por un rato —esperar en el retiro del Medio, de aquí a
media legua y casi nada. Mi hermano Juan, mis dos compadres, más el
sacristán atrás del cura. Dejar, provisionalmente, sin gente en armas,
mi casa de hacienda. Así, así, entonces. Bueno. Para no hacer
desafueros, de lo que mucho me cuido. ¿No venía solito, embajador,
apenas para decirme a mí pues y pues? ¿Amenazar, quejarse, declarar
guerras? Sea lo que fuere. Mi puerta da al oriente. No veo otra banda.
Soy un hombre leal. Soy lo que soy —yo— Joaquín Norberto. Soy el amigo
de don Seotaciano.
Aquí, recibí al
hombre en la puerta de lo que es mío. Y él era un hermano de la novia.
Mi conocido, cordial con buen apretón de manos. Entramos. Nos
sentamos. Severo, sereno, yo estaba: sensato, él, desenvuelto. No
venía a provocar escándalos, ni a producir confusiones; parecía
portarse en términos. ¿Si de buena forma se condujese el negocio? Mi
deber y gusto era reconciliar, rescatar y componer, como hombre de
bien y jefe en armas. Ahora era el desenrrollar de allá y de acá, de
ambas partes. Me aclaré. Invité al hombre a comer. Y, entonces me
definí: con medios modos y trastejos no se pone ni se quita. Llamé a
los Novios, ¡a la mesa!
Gente
tiesa —un par de todo valor. Vinieron. El hombre sonrió, mi visitante.
Dio la mano a ella, y a él dijo: —“¿Cómo le va? ¿cómo le va?”
—en leal estima y franqueza. Bueno. Se comió y se platicó de diversas
materias. Bueno. Aquello, al escurrir del caballo. Suavemente, con
incompletos, él invitó a los dos, a que se fuesen con él: para la
bendición de los papás y una fiesta de tornabodas. ¿No estaba en lo
justo y aprobado? Él sabía lo del casamiento. A mí me invitó también,
y más a Misia María, querida Andreza. Bueno, consonante. Yo,
convenientemente, no podía, por los hechos... Pero mandé a mi hijo don
Fifino, representante; él quiso, por amor a la fiesta,
decidido.
Porque los novios
aceptaron ir, satisfechos, agradeciéndome se despidieron. Y yo,
respondiendo por lo derecho: —“Sólo enmiendo: ¡abajo de Dios, sólo
don Seotaciano!” —dije. El hombre de pie para salir. Y, a él,
directo, seguro, en la regla del bienvivir: —“Soy el padrino de
ellos dos, en el casorio, ¡y voy a ser padrino del primer hijo, si les
place!” —grueso dije, fingiendo franca risa. Siempre sería bueno.
Y él, ¿no me iba a entender? Poquita duda. Esta vida tiene que ser
declarada y firmada. ¡Lo más en lo más, si no las carabinas!
De la terraza, Misia María Andreza, y yo,
nosotros, contemplábamos a la gente: los caballeros, en el
congraciamiento, en buena ida. Todo tan terminado, de repente, se me
dice, todo quitado. ¡Ni guerra, ni más lunas de miel, regalo no
regalado!
Miré a Misia María
Andreza, mía, que me miraba. Ay de. Encuanto nada.
Se fueron el Baldualdo y el Bibiano,
también consonantes. Don Seotaciano, estaba servido y mis deberes
concordados. Mi capataz, el José Satisfecho, medio flojo, cerraba la
tranquera. Aquella lunas de miel, tan pocas, así en soplo de gaita.
Las pasajeras consolaciones: haz de cuenta de amor, lo que era mi
cestito de cargar agua. Nosotros ahora: salir de las desilusiones, el
entrar en edad. Pero, don Fifino, mi hijo, un día habría de robarse a
una joven así —¡en armas! Sonreí, yo, Joaquín Norberto respetador.
Abracé a Misia María Andreza, mía, teníamos los ojos desanublados.
¿Qué me dicen? Pues sí. Aquí en esta hacienda Santa Cruz de la Onsa;
aquí es un recato. Ah, bueno; y semejante hecho pasó.
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