João Guimarães Rosa
(Minas Gerais, Brazil, 1908 - Rio de Janeiro, 1967)
Ninguno, ninguna
(“Nenhum, nenhuma”)
Primeiras estórias
(Río de Janeiro: Livraria José Olympio, 1962, 193 págs.)
En la casa de la hacienda, hallada, al azar de otras diversas y
recomenzadas distancias, pasaron y pasan, en la memoria de uno, irreversibles
grandes hechos —reflejos, relámpagos, fulgores— pesados en oscuridad. La
mansión extraña, huyendo, detrás de sierras y sierras, siempre, y a la orilla
de la mata de algún río, que prohíbe el imaginar. ¿O tal vez no hayan sido en
una hacienda, ni en el desconocido rumbo, ni tan lejos? No es posible saber,
nunca jamás.
Mas un niño se había introducido en la habitación, en el extremo de la
veranda, donde se encontraba un hombre sin apariencia, aunque, por cierto, como
curiosamente se dice, ya “entrado en años”; él debía ser el dueño de allí. Y en
aquella habitación —que, de acuerdo con lo que se verifica, por lo general, en
la región, en los caserones de las haciendas con alta y larga veranda, sería el
“escritorio”—, hay, era una fecha. El niño no sabía leer, pero es como si la
volviese a leer, en una revista, en el colorido de las figuras; en su olor,
igualmente. Porque lo más vivaz, persistente, y que fija en la evocación de uno
lo demás, es lo de la mesa, escribanía, roja, del cajón, su madera, materia
rica de calidad: el olor, del que nunca
más hubo. El hombre sin aspecto intenta ahora parecerse a otro —uno de esos
tíos viejos, o conocidos nuestros, de ellos el más silencioso. Pero, según se
averiguó, no lo era. Alguien, apenas, lo había llamado, en la ocasión, con
nombre de aproximada asonancia; y los dos, lo ignorado y lo sabido, se perturban.
¿Alguien más, pues, había entrado allí? La Joven, imagen. La Joven es entonces
la que reaparece, linda y recóndita. El recuerdo en torno de esa Joven irradia
una tan extraordinaria, maravillosa luz, que,
si algún día yo encuentro, aquí, lo que está por detrás de la palabra “paz”, me
habrá sido dado también a través de ella. En verdad, la fecha no podía ser
aquella. Si diversa, entretanto, se impuso, por cambio, en el juego de la
memoria, por mayor causa. ¿Fue la Joven quien anunció, con la voz que así nacía
sin pretexto, que la fecha era la de 1914? Y por siempre la voz de la Joven la
rectificaba.
Todo no perteneció callado, tan hondamente, no existiendo, mientras vivían
las personas capaces —quién sabe— de aclarar dónde estaba y por dónde anduvo el
Niño en aquellos remotos, ya derogados años? Sólo ahora es que asoma, muy
lenta, la difícil claridad reminisciente, tal vez al término del larguísimo
viaje, viniendo a herirle la conciencia. Sólo no llegan hasta nosotros, de otro
modo, las estrellas.
Sin embargo, ultramucho hubo lo
que hay, por aquella parte, hasta dónde la luz de mi más lejos, lo que
certifico y sé . La casa
—rústica o solariega— sin historia visible, sólo por sombras, tintes sordos:
¿la ventana parapetada, el descansillo de la escalinata, las vacías tarimas de
los esclavos, el tumulto del ganado? Cuando
consiga recordar, ganaré calma, si consiguiera religarme: adivinar lo verdadero
y real, ya habido. ¿Infancia es cosa, cosa?
La Joven y el Joven, cuando entre sí, se pasaban una embebida mirada
diferente a la de los otros; e irradiaba en ambos un modo igual, parecido. Se
miraban uno al otro como los pajaritos oídos de repente cantar, los árboles en
puntillas, las nubes desconcertadas: como del soplar las cenizas al resplandor
de las brasas. Ellos se miraban para no—distancia, mudamente, sin saberes, sin
caso. Mas la Joven estaba serena. Mas el Joven estaba ansioso. El niño, siempre
allí cerca, tenía que buscarles los ojos. En
la propia precisión con que otros pasajes recordados se ofrecen, entre
impresiones confusas, quizá se agite la maligna astucia de la porción oscura de
nosotros mismos, que intenta incomprensiblemente engañarnos, o, por lo menos,
retardar que escrutemos cualquier verdad. Pero el Niño quería que los dos
jamás dejasen de mirarse así. Ningunos ojos tienen fondo; la vida también no.
A aquella casa, ¿cómo y por qué había venido el Niño? Quizá en desviado
viaje, sin familiares. ¿Su estada se había esperado más corta, de lo que fue?
Porque, antes, todos pensaban esconderle lo que había en un determinado cuarto,
y hasta el paso por el corredor para el que daba aquel cuarto. La duda que eso marcó, en el Niño, lo ayuda ahora a acordarse de mucho. La Joven, sin embargo, era la más hermosa criatura que jamás fue vista, y no hay fin para su belleza. Ella podría ser la princesa en el castillo, en la torre. ¿Alrededor de la altura de la torre del castillo, no debían de volar las negras águilas? ¿El Hombre, viejo, quieto y
sin hablar, sería, en realidad, el padre de la Joven? ¿El Hombre concordaba con
todos, sin tristezas se callaba? Las nubes son para no ser vistas. Hasta un niño sabe, a veces, desconfiar del
estrecho caminito por donde se tiene que ir —orillando entre la paz y la
angustia.
Poco después, porque cambiasen de idea, o porque el Niño tuviese que pasar
allá más tiempo, le dejaron saber lo que dentro de aquel dicho cuarto se
guardaba. Le dejaron ver. Y lo que había allí era una mujer. Era una vieja, una
viejita —de historia, de cuento— viejísima, la increíble. Tanto, tanto, que
ella se había encogido, se había achicado, pequeñita como una criatura, toda
arrugadita, desteñida: no caminaría, ni quedaba en pie, y casi no se daba
cuenta de cosa alguna, perdida la claridad del juicio. No sabían más quien era,
trasabuela de quién, ni de qué edad, incompuntada, incalculable, venida a
través de generaciones, sin nadie, sólo aun, de la misma especie y figuras
nuestras. Caso inmemorial, apenas con la incierta noción de que fuese parienta
de ellos. Ella no podría más ser comparada. La Joven, con amor, la cuidaba.
Tenue, tenue, hay que insistir en el esfuerzo para algo remembrar , la
lluvia que caía, la planta que crecía, retrocedidamente,
por espacio, los candeleros, los baúles, las arcas, canastos, en la tenebrosidad, la gris pantalla, el oratorio, estampas de santos, como si un
pedazo de encaje antiguo, que se deshace al desdoblarse, los olores, nunca más respirados, suspensas florestas, el marco de cristal, florestas y ojos, islas
que si blancas, las voces de las personas, extraer y retener, revolver en mí, poner en foco las altas camas con torneados, un catre de cabecera dorada; tal
vez las cosas ayudando más, las cosas, que más perduran: el largo asador de
hierro en la mano de la negra, el batidor de chocolate, la jacaranda, en la
repisa con tazones, picheles, jarras de estaño. El Niño, asustándose, había
corrido a refugiarse en la cocina, oscura e inmensa, donde mujeres de gruesos
pies y piernas se reían y hablaban.
¿La Joven y el Joven vinieron a buscarlo? El Joven le causaba antipatía y
rencor, de él ya tenía celos. La Joven, de tan extremada hermosura, vestida de
negro, y ella era alta, alba, alba; ¿parecía estar de madrina en un casamiento,
o en un teatro? Ella alzó al Niño, olía a un venir de verde y a rosa, más
suaves que las rosas huelen, más grave. El Joven le sonreía, exacto. Lo
tranquilizaban, decían que la viejita no era la Muerte, no. Ni estaba muerta. Más bien, era la vida. Allí, en un solo ser, la vida vibraba en silencio, dentro de sí, intrínseca, sólo el corazón, el espíritu de la vida, que esperaba. Existir todavía aquella mujer, parecía un desatino del que ni ella misma tuviese la culpa. Pero el Joven no se reía más. Allá estaba también el Hombre callado, de espaldas, hasta de pie él rezaba el tercio, en un rosario de negras camándulas.
Decían al Niño, le demostraban que la viejita no era aparición, sino
persona. Sin saber su verdadero nombre, la llamaban la “Neña”. Se quedaba tan
quieta en medio de la alta cama de torneados, el catre de cabecera dorada, que
allí casi desaparecía, en los paños, algo inviolable en su exigüidad, y
respiraba. Tenía color de cidra, en todas las arruguitas —y los ojos abiertos,
garzos. ¿Lo que no tenían eran párpados? Mas un temblorcito, una babita, en lo
marchito, la boca, y era lo dulcemente incomprensible. El Niño sonrió.
Preguntó: —¿Ella belladormeció?” La
Joven lo besó. La vida era el viento queriendo apagar una lámpara. El caminar
de las sombras de una persona inmóvil.
La Joven no quería que cosa alguna sucediera. ¿La Joven tenía un abanico?
El Joven la conjuraba, suspensos ojos. La Joven dijo al Joven: —“Todavía, tú no sabes sufrir...” —y ella temblaba como los claros aires. Tengo que
acordarme. Es el pasado que vino a mí, como una nube, viene para ser
reconocido: apenas, no estoy sabiendo descifrarlo. Estábamos en el gran
jardín. Para allá, habían traído también la Neña, viejita.
La traían, a tomar el sol, acomodadita en un cesto, que parecía cuna. Todo
tan galano, que el Niño de repente se olvidó y se precipitó: ¡quería jugar con
ella! La Joven se lo impidó apenas con blandura, sin reprocharlo, ella se
sentaba entre madreselvas y alhelíes, insustituible.
La miraba a la Neña, extremosamente, lento, por el curso de los años, por
los diferentes tiempos, ella también niña ancianísima. La había abrigado con un
chal antiguo, de la viejita no se veían las manos. Solamente lo gracioso,
pueril acondicionamiento, el lento impalparse, amable ridiculez. Le daban en la
boca comidita blanda. A veces se le volvían unas sonrisitas, un sonar de tos,
llegaba a hablar —y escasamente podía ser entendida— en el semisurro más
discreto que el revoloteo de la mariposita blanca. ¿Las Joven la adivinaba?
Pedía agua. La Joven traía el agua, venía, en las dos manos, el vaso lleno
hasta los bordes, sonriendo igual, sin dejar caer una sola gota —uno pensaba
que ella debía haber nacido así, con aquel vaso de agua por el borde, y
conservarlo hasta la hora del desnacer: de él nada se derramaría.
No, la Neña no reconocía a nadie, enajenada de fin, sólo un pensar sin
inteligencia, inmensa omisión, y ya condenados secretos —corazón imperceptible.
Sin embargo, en el vaguear de los ojos,
se le sorprende al inmanecer de la bienaventuranza, desacostumbrada benignidad,
lo bueno fantástico. El Niño preguntó: “¿Ella
está ahora llena de juicio?” La Joven fijó la mirada como el claro de luna
que reanima. El rumor de la gran tijera podaba los rosales. Era el Hombre
viejo, de pie, a contraluz, hombre muy alto. El Joven sostuvo la mano de la
Joven, él estaba enamorado. El Niño se recogió, mirando al suelo, en una
tristeza de disgusto.
El Hombre viejo sólo quería ver las flores, quedarse entre ellas,
cuidarlas. El Hombre viejo jugaba con las flores. Se cierra la niebla, el oscurecido, hay una muralla de fatiga. ¡Orientarme! —como un riachuelo, a las vueltas, que intentase subir la montaña.
Había un hilo de cáñamo que uno enrollaba en un palito. La Joven repetía
muchas cosas, muy mansas, al Joven. Necesito recuperarme, desdesacordarme, excogitar —¿qué sé?— de las camadas angustiosas del olvido. Como viví y cambié, también el pasado cambió. Si yo consiguiera
retomarlo. De lo que hablaban el Joven y la Joven. Del viejo Hombre su
padre, desengañadamente enfermo, para cualquier momento, mortal.
—“¿Y él ya lo sabe?” —el Joven preguntó. La Joven, con un pañuelo blanco,
muy fino, limpiaban la hundida boca de la Neña, viejita. —“¡Él sabe. Pero no sabe por qué!” —ella habló, había cerrado los
ojos, tiesa, de pie. El Joven se mordió, un instante. —“¿Y quién lo sabe?” “¿Y para qué saber por qué hemos de morir?” dijo. La Joven, ahora, era quien tomaba su mano.
Vuelvo a recordar. Cuando amodorro. De como fuese posible
que tan del todo se perdiera la tradición del nombre y persona de aquella Neña,
viejísima, antepasada, pero conservada allí, por su pueblo de parientes.
Alguien antes de morir se acordaba, todavía, de que no se acordaba: ella sería
apenas la madre de otra, de otra, de otra para atrás. Antes de venir para la
hacienda, habría residido en ciudad o pueblo, en una cierta casa, en la Plaza,
cuidada por unas hermanas solteronas. Esas mismas, ya no contaban. Había
sucedido que, hace tiempo, casi todas las antecedentes mujeres de la familia,
de rueca y huso, sucesivamente habían muerto, casi de una vez, de mal de
semana, fiebre de parto; de ahí, quebrado el conocimiento, los hombres
mudándose, había quedado confiada a extraños la Neña, viejita, que duraba,
visible, más allá de todos los límites del vivir común y de la vejez, en la
perpetuidad. Entonces el hecho se disuelve. Los recuerdos son otras distancias. Eran cosas que se quedaban ya a la orilla de un gran sueño. Uno crece siempre sin saber para dónde.
Trasvisto, sin sofrenarse, cerrando los dientes, el Joven argüía con la
Joven, ella firme y dulzura. Ella había dicho: —“esperar, hasta la hora de la muerte...”. Sombrío, nervioso, el Joven no podía entender, considerar el impedimento. Porque la Joven explicaba: que no
la muerte del padre, ni de la viejita Neña, de quien era la cuidadora. Habló:
—“Sino la nuestra muerte...” Sobre este
punto ella sonreía —mucho— flor, límite de transformación. ¿Se había obligado
por un voto? No. Pero dijo: —“Si yo, si tú me quieres... ¿Y cómo saber si es el amor cierto, lo único?
Fuerte es el poder errar, en los engaños de la vida... ¿Serías capaz de olvidarte
de mí, y, así mismo, después y después, sin saberlo, sin quererlo, continuar
queriéndome? ¿Cómo lo sabe uno? Escuchada
la contestación de la Joven, el Niño se estremeció, quería que ella no hubiese
hablado. Reperdida la remembranza, la representación
de todo se desordena: es un puente, puente —pero que, a cierta hora, se
terminó, parece que. Se lucha con la memoria. Aturdido, el Niño, casi
inconsciente, como si no fuese nadie, o si todos una sola persona, una sola
vida fuesen: él, la Joven, el Joven, el Hombre viejo y la Neña viejita —sobre
quien llevó la mirada.
Se ve —cerrando un poco los ojos,
como pide la memoria: el reconocimiento, la recordación del cuadro, se aclara,
se desempaña . Desesperado, el Joven, lívido, ríspido, hablaba con la Joven se agarraba de las barras de la verja del jardín. Había dicho que era un hombre sencillo, sano de juicio, para no tentar a Dios, sino para seguir el vivir común por sus medios, por los llanos caminos. ¿Qué será, ahora, si la Joven no lo quiere retener, si ella no concuerda? La Joven, lágrimas en
ojos, pero mediante la sonrisa linda ya de otra especie. Ella no concordó. Sólo
miraba, con enorme amor para el Joven. Entonces él le volvió la espalda. Y la
Joven se arrodilló, recurvada sobre la cuna de la Neña, viejita, y lloraba
abrazándola —ella se abrazaba al inconmutable, inmutable. Tanto, de una vez, se
separaba de los demás, que aun el Niño no quería querer quedarse con ella,
consolarla. El Niño, contra todo lo que sentía, acompañó al Joven. El Joven lo
aceptó, le tomó la mano, juntos caminaron.
El Joven había venido con tropiezo, palpando las paredes, como los ciegos.
Y entraron en el cuarto, al extremo de la veranda, en el escritorio. Aquella
mesa escribanía olía tan rico, la madera roja, el cajón, le gustaría al Niño,
guardar para sí la revista con las figuras coloreadas; mas no tuvo ánimo para
pedir. El Joven escribió una esquela, para la Joven, allí depositó. Lo que en
ella estaba no se sabe, nunca jamás. No se vio más a la Joven. El joven partía
para siempre, tornaviajero, con él iba el Niño, de vuelta a casa. El joven, con
capa de bayeta azul, lo llevaba, delante de la silla. Volvieron los ojos, ya la
distancia: del umbral, en la puerta, sólo el Hombre alto, sin poderse verle el
rostro, desconocidamente, les hacía más ademanes de adiós.
El viaje debía de ser largo, con aquel Joven, que hablaba con el Niño, lo
trataba mano a mano, carecía sellar palabras, Él, el Joven, dijo: —“¿Será que puedo
vivir, sin olvidarme de ella, hasta la gran hora? ¿Será que en mi corazón, ella
tiene razón?... El Niño no contestó, sólo pensó fuerte: —“¡Yo también!” Ah, él sentía ira de ese Joven, ira de rivalidades. Del Joven que otras cosas repetía, que él no quería percibir. Pidió: ¿si podía ir a la grupa, en lugar de en el arzón? Él quería no
quedar cerca de la voz y del corazón de ese joven, que él detestaba. Hay horas en las cuales, de repente, el mundo se vuelve chiquito, pero en otro de repente él ya vuelve a ser demasiado
grande, otra vez. Uno debe esperar el tercer pensamiento. Ahora el Joven no
hablaba. Fallido, ido, en otra confusión rompió a llorar. Poco a poco, el Niño,
despacito, lloraba también, el caballo resollaba. El Niño sentía: que si de
alguna pudiese gustarle, por querer, ese joven, entonces era un modo de
quedarse más cerca de la Joven, tan linda, tan lejos, para siempre, en la
soledad. Entonces se vio en casa. Había llegado.
Nunca más supe nada del Joven, ni quién era, venido conmigo. Me fijé en mi
padre, que tenía bigotes. Mi padre estaba dando órdenes a dos hombres, para que
levantasen el nuevo muro del fondo. Mi madre me besó, quería tener noticias de
mucha gente, miraba si yo no me había rasgado la ropa, si todavía conservaba en
el pescuezo, sin perder ninguno, los santos de todas las medallitas.
Y yo tuve que hacer alguna cosa, de mí, lloré, grité, para ellos dos: —“¡¿Ustedes no saben nada, de nada, oyeron?! ¡Ustedes ya se olvidaron de todo aquello que, algún día, sabían!...”
Y ellos bajaron las cabezas, creo que se estremecieron.
Porque yo desconocí a mis Padres —me eran extraños; jamás podría
verdaderamente conocerlos, yo; ¿Yo?
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