João Guimarães Rosa
(Minas Gerais, Brazil, 1908 - Rio de Janeiro, 1967)


Secuencia
(“Seqüência”)
Primeiras estórias
(Río de Janeiro: Livraria José Olympio, 1962, 193 págs.)


      En la Estrada de las Tabocas, una vaca viajaba. Venía por el medio del camino, como una criatura cristiana. La vaquita roja, el color grueso, y hondo —el tono intenso de bermejón. Ella solevantaba las ancas, en el trote balanceado y manso, sus cascos en el suelo golpeaban el polvo. No vacilaba en las encrucijadas. Sacudía los cuernos, encorvados en corona, bajaba la testa, al rumbo que recto la traía, hacia el río, y —para allá del río— a las tierras de un Mayor Quiterío, en los confines del día, a la hacienda del Pandeojo.
       En Arcángel, donde la estrada bordeaba el pueblo, fue notada, y viendo que era una res tránsfuga, intentaron rebatirla; pero se desvencijó, feroz, y se fue. De la orla de los pastos, los aníes, que volaban cruzándola, desviaban al posarse en la espalda. En el riachuelo de Gonzalves, casi sumido a mengua de agua, se detuvo a beber. Dieron tiros, en el campo, cazando a las codornices. Ladridos, en otra parte, la hacían entrar oculta en el matorral. Ahora, de ella corrían unas mujeres, que andaban buscando leña. Si encontraba hombres a caballo, sabía alejarse de ellos, pegada al cercado, con disimulos: socarrona, encorvada a pastar, en la sufrida simulación. Legua adelante, sin embargo, en lo alto de los Antonios, desataba en galope, desaliñada, al pasar por los corrales donde oía gente y no era, todavía, su término. Tío Terencio, el viejo, a la puerta de su casa, habló con el otro: —“Mi hijo, ¿qué vaca es esa?” —“Padre, esa no es nuestra, no.” Seguía, cierta; por amor, no por acaso.
       Sola, así, la vaquita, se había huido de La Piedra, madragudamente, entre el primer canto de los mirlos, y el tercero de los gallos —el sol saliendo a su frente, en un cielo de casi su color. Era parte de un ganado de tropero, transportado, ganado de corazón activo. Había venido del Pandeojo —su querencia. Se apresuraba en ella el arrebato de la añoranza que enferma al buey campero en tierra extraña, cada octubre, en el presentir de los truenos. Había entrado en la estrada —los caminos hacia donde— frente a frente al oriente.
       Voceada la noticia, don Rigerio, el dueño de La Piedra, dijo: —“Diabla.” Era alto, el hombre para tan chiquita cosa. Sus sabedores le informaban: que la marca era de un hacendado, del otro lado, lejano. Sus vaqueros, dispuestos, preparados. Ese don Rigerio tenía varios hijos que allí se encontraban. Ni de ellos, para qué, no había necesidad. Y ved, entonces. De qué modo todo pasó.
       Sólo uno de los hijos, joven, patroncito, se ofreció de repente, para aquello: llevar en brío y tomar en cuenta. Ató el lazo a la grupa. Dijo: —“¿Es una vaquita encarnada?” Se puso a caballo. Si supiese lo que por allá lo ponía; ¿sería capaz? Salió al camino real. Iba yendo a espuela leve. Iba desconocidamente. Yendo de oeste a este.
       Ya la vaca. El avance que llevaba no le servía de mucho. Ante el cerro, a paso, breve, ni paraba para los pastos de las barrancas: los arrancaba, aun en marcha, en la misma sorda inquietud. Si subía —cabeceaba en un descoyuntado trabajo de sí. Si bajaba —era bordeando abismos, despatarrada, asestándose. Después en el llano troteaba. Ahora, allá en un campo, otras vacas se veían. Las miraba: se alteó y berreó —el berrido llenó la región tristona. El día era grande, azul y blanco, por sobre los pastos y polvos. El sol total.
       Ya el joven se orientaba. Sólo veía el horizonte y sí. Sabía lo de una vaquita fugitiva: la que, de alma, señala el rumbo y hace atajos querenciosa. De cuando en cuando, él preguntaba. Le daban nuevas de la arribada. Su caballo gamuza se aplicaba yendo en otra forma, ligero. Sabía qué cosa era el tiempo, la involuntaria aventura, y se aparejaba. Iba el largo, largo, largo. Dio patas a la fantasía. Allí escampaba Tiempo sin lluvias, torregosas campiñas las lomas tan sucias, campos sin fisonomía. El joven ahora se cansaba. Y entonces, mucho descanso. De lo que, después, se atormentaba. Apuró.
       Con horas de diferencia, la vaquita providenciaba. Aquí alta cerca la detuvo, fue siguiéndola, vera, vera. Daba en un arroyo. En el arroyo la vaquita entró; vino viniendo dentro del agua. Tres veces astuta. Hasta que otra cerca la trabó, e iba poniéndola desairada. Volvió —irrumpida ida— entonces, de un ímpetu la saltó: en un salto que quería ser vuelo. Vencía. Y más allá se sumía la vaca colorada, suspendida en un bailete, la cola oscilando. El enemigo ya venía cerca.
       El joven, en el hueco del mundo, así avocado y ordenado. Él ahora se irritaba. Pensó en arrepentir camino, suspender aquello para más tarde. Pensó palabrota. El estúpido que se juzgaba. Desanimadamente, él, malandante, podía volver atrás. ¿Adónde lo llevaba un animal? Lo no comenzado, lo latoso, el desvío, lo necesario. Si volviera sin ella, pasaría vergüenza. ¿Por qué, entonces, había intentado? Triste en derredor. Sólo las pendientes guardando el florecer de los árboles deshojados: su violeta oscuro de julio, los abeyes; ipés, su amarillo de agosto. Sólo veía las lejanías de un cuadro. El absurdo aire. Chatos mapas. El cielo para abismarse. E indagaba el suelo, rastreaba. Ahora, manchaba el campo la sombra grande de una nube. El joven miró a lo lejos. De repente, ajustó la mano a la frente, exclamó. Del lugar vislumbró que: aquella. La vaquita, empolvorando. Ahí y allá, la vio. El bulto, un pie de persona, que escalaba la cima del cerro. Ver al qué diablos. Reducida, ocupó, un instante, la línea lomuda del espigón. Entonces se hundió para lo de allá y se escondió de sus ojos. Transcendía a lo que se destinaba.
       El joven, mientras tanto, montado en el buen caballo, a las espuelas avante, transponiendo. Siempre agudamente miraba. Podía seguir con los ojos cómo el rastro se formaba. Sólo perseguía el paisaje. Se preparaba una amplitud: de manchas grises y amarillas. También el cielo en amarillo. En el receso del sol, pitaban extensiones de campo, por las quemadas; altas, más altas, azules, las humaredas se deshacían. El joven —desdoblada vida—, pensó: —“Sea lo que sea.
       Entonces, también subía al cerro de donde mucho se avistaba: antes de las puertas de lo lejos, los llanos entre colinas —y un río en sus bajadas, con su vega en palmar. El río liso y brillante, de movimientos invisibles. Como cortando el mundo en dos, en el camino se atravesaba —sin sonido. Serían hoyos negros, las sombras cercanas, a las márgenes.
       Después de los destornamientos, la vaquita llegaba a la orilla, a las últimas cañas bravas. Con sonsacada rapidez iba a levantar el destierro. Fue una movida figurita —casi solo y mal los dos cuernos nadando— la vaca roja trasponiéndolo, ese río, de tardecita; que en septiembre. Bajo el cielo que recibía a la noche, y que a las humaredas llamaba.
       Otramente el dorado bosquejo del crepúsculo. El joven, el caballo bueno, cómo venían, contorneando. Antes del río no veían: a las aves, que ya anidaban. A la orilla, retardando, no quería destemplarse en nada; pensaba. A las pausas, por partes. No escuchó la campana de vísperas. ¿Habría de perder, de ganar? Ya sí y ya no, así pensó: jamás, jamemos... —el hijo de don Rigerio. La fatal persecución, podía quebrarse y dejarse. Hesitó, sí. Por cierto no sucedería sin lo que él mismo no sabía —la oculta, súbita saudade. ¡Paso extremo! Empezó a descalzarse de las botas. Y entró —decididamente. A aquellas quilas-trans-aguas, a las brazadas. Era un río y su más allá. Estaba ya del otro lado.
       —“¿La vaca?” —apretaba él en pos de, dando espuela, a toda rienda. Pero la vaca era una malicia, se precipitaba el logro. En eso, anocheció. Y peor que su caballo, su gamuza, se resentía —del viaje pelo a pelo: las rodillas se le aflojaban, flaqueaba, casi caía para delante el jinete.
       Se iban en la ceguedad de la noche —a la casa del betún: la vaca, el hombre, la vaca —transeúntes, galopando. —“¿Dónde entonces el Pandeojo? ¿Quién el dueño? ¿se iba a qué destinatario?” Por las vertientes, lejos, y hasta la cumbre del cerro, un campo se incendiaba: chispas —las primeras estrellas. El andamiento. El joven: obcecado. Sufría como podía y no cabía más desesperación. El escalofrío negro de los árboles. El mundo entre las estrellas y los grillos. Media luz: solas estrellas. ¿Dónde y adónde? La vaca, esa, sabía: por amor a esos lugares.
       Llegaba, llegaban. Los pastos de la vasta hacienda. La vaca surgía en la tiniebla. Berreó arrancadamente. Reberreó en fin. A un grano de luz, allá, allá. A las luces que puntillaban, acullá, las ventanas de la casa, grande. ¿Sólo era una luz de mientras tanto? La casa de un Mayor Quiterio.
       El joven y la vaca entraban por la tranquera principal de los corrales. El joven desmontaba. Bajo el entontecimiento, empezó a subir las escaleras. Tanto tenía que explicar.
       ¡Tanto él era el bien llegado!
       A una rueda de personas. A las cuatro jóvenes de la casa. A una de ellas, la segunda. Era alta, alba, amable. Ella salía de su recato hacia él. ¿Y no se esperaban? El joven se comprendió. Aquello cambiaba lo acontecido. De la vaca, él a ella diría: “Es suya” ¿Sus dos almas se transformaban? Y todo en sazón del ser. En el mundo no hay tonterías: la miel de lo maravilloso, venida a tales horas de cuentos, el anillo de los maravillados. Se amaban.
       Y la vaca —victoria, en sus dondes, por sus pasos.




Literatura .us
Mapa de la biblioteca | Aviso Legal | Quiénes Somos | Contactar