Jhumpa Lahiri
(Londres, 1967-)
El intérprete del dolor (1998)
[Intérprete de emociones]
(“Interpreter of Maladies”)
Originalmente publicado en la revista The Agni Review;
Interpreter of Maladies
(Boston: Mariner/Houghton Mifflin, 1999, 198 págs.)
En el quiosco donde se servía té, el señor y la señora Das discutieron a quién correspondía llevar al lavabo a Tina. La señora Das terminó por ceder cuando su marido le recordó que a él le había tocado bañar a la niña la noche anterior. Por el retrovisor, el señor Kapasi observó a la señora Das salir con lentitud del enorme Ambassador blanco, descruzando sus piernas depiladas y en gran parte desnudas sobre el asiento trasero. Al caminar hacia el lavabo, la señora Das no cogió a la niñita por la mano.
Se dirigían a visitar el Templo del Sol en Konarak. Era un sábado seco y luminoso y el calor de mediados de julio se veía atemperado por la brisa del océano; un tiempo ideal para ir de excursión. En otra ocasión, el señor Kapasi no hubiera hecho alto en tan temprano estadio del camino, pero la niñita se había quejado cinco minutos después de recoger a la familia frente a la puerta del hotel Sandy Villa. Lo primero que advirtió el señor Kapasi al ver al señor y la señora Das de pie con sus niños bajo el pórtico del hotel fue que era una pareja muy joven, quizá de menos de treinta anos. Ademas de Tina, teman dos niños, Ronny y Bobby, que parecían de edad similar y mostraban iguales dentaduras cubiertas por un armazón de reluciente alambre plateado. La familia parecía originaria de la India, si bien vestía al estilo extranjero, los niños envueltos en tiesas ropas multicolores y gorras de visera translúcida. El señor Kapasi estaba acostumbrado a los turistas extranjeros; como hablaba inglés, era frecuente que le asignaran trabajar con ellos. Ayer le había tocado conducir a un viejo matrimonio escocés que exhibía idénticos rostros moteados y blancos cabellos tan escasos que dejaban al descubierto la piel del cráneo requemada por el sol. En comparación, los rostros atezados y juveniles del señor y la señora Das resultaban impresionantes. Al presentarse, el señor Kapasi había unido las palmas de las manos en saludo, pero el señor Das le había respondido con un enérgico apretón al estilo americano, cuyas vibraciones se extendieron hasta el codo del señor Kapasi. La señora Das, por su parte, se había limitado a torcer un lado de la boca, sonriendo por compromiso, sin mostrar el menor interés en su persona.
Mientras esperaban en el quiosco de té, Ronny, que parecía el mayor de los dos chicos, saltó repentinamente del asiento trasero, intrigado por una cabra amarrada a una estaca en el suelo.
—No la toques —ordenó el señor Das, alzando el rostro de su guía de viaje. Editada en rústica, la guía exhibía la palabra «INDIA» en letras amarillas y tenía aspecto de haber sido publicada en el extranjero. La voz del señor Das, un tanto indecisa y chirriante, delataba que aún no había alcanzado su madurez.
—Sólo quiero darle un chicle —gritó el niño, andando al trote en dirección a la cabra.
El señor Das salió del coche y flexionó las piernas sobre el suelo. Hombre pulcro y bien afeitado, su aspecto era exactamente el de una versión magnificada de Ronny. Lucía una visera azul zafiro y vestía pantalones cortos, zapatillas deportivas y camiseta. La cámara que llevaba en bandolera, de impresionante teleobjetivo e incontables botones y mandos, era el único elemento complicado en su persona. Frunció el ceño cuando Ronny se acercó a la cabra; con todo, no parecía tener intención de impedírselo.
—Bobby, vigila a tu hermano. Que no haga ninguna tontería.
—A mí me da igual —respondió Bobby, sin moverse. Sentado en el asiento delantero junto al señor Kapasi, Bobby estaba ocupado en estudiar la imagen de un dios-elefante adherida a la guantera.
—No tiene por qué preocuparse —intervino el señor Kapasi—. Esas cabras son inofensivas.
El señor Kapasi tenía cuarenta y seis años y grandes entradas en el cabello, enteramente plateado; no obstante, su tez acaramelada y su frente sin arrugas, que trataba en sus ratos libres con balsámico aceite de loto, permitían imaginar cuál había sido su aspecto años atrás. Vestía pantalones grises a juego con una sobrecamisa ceñida en la cintura, de manga corta y ancho cuello de puntas afiladas, confeccionados en una tela sintética ligera pero resistente. Había instruido a su sastre acerca del corte y el género de estas ropas, su uniforme preferido, que nunca se arrugaba por muchas horas que pasara al volante. Por el retrovisor, observó a Ronny dar vueltas en torno a la cabra antes de acariciarle el lomo por un instante y volver corriendo al coche.
—¿Se fueron ustedes de la India siendo niños? preguntó el señor Kapasi después de que el señor Das volviera otra vez a su asiento.
—Oh, Mina y yo hemos nacido en América —explicó el señor Das con repentino aire de seguridad en sí mismo—. Nacidos y crecidos allí. Nuestros padres ahora viven aquí, en Assansol. Están jubilados. Una vez cada dos años venimos de visita. —El señor Das se volvió para observar a la niñita, que volvía al coche corriendo, los lazos encarnados de su vestido veraniego agitándose sobre sus hombros estrechos. La pequeña apretaba contra su pecho una muñeca cuyo pelo amarillento parecía haber sido recortado, a modo de castigo, con un par de tijeras melladas—. Esta es la primera visita de Tina a la India. ¿A que sí, Tina?
—Ya no tengo que ir al lavabo —anunció Tina.
—¿Dónde está Mina? —preguntó el señor Das.
Al señor Kapasi le extrañó que el señor Das se refiriera a su mujer por el nombre de pila al hablar con la niñita. Tina señaló a su madre, ocupada en negociar alguna cosa con uno de los hombres de torso desnudo empleados en el quiosco del té. El señor Kapasi oyó cómo uno de ellos canturreaba el estribillo de una conocida canción romántica hindú cuando la señora Das echó a caminar hacia el automóvil. Con todo, ella no pareció entender la letra de la canción, pues no exhibió la menor irritación o embarazo; de hecho, no reaccionó en modo alguno a los versos del hombre descamisado.
El señor Kapasi la observó con atención. Lucía una falda a cuadros rojiblancos que no le llegaba a las rodillas, zapatos bajos de cuadrado tacón de madera y una ceñida blusa de diseño similar al de una camiseta masculina. Un fresón estampado decoraba la blusa a la altura del pecho. La señora Das era bajita, de figura algo rolliza y manos pequeñas que recordaban a garras de animal y uñas pintadas de un rosa glaseado a juego con los labios. Su cabello, apenas más largo que el de su marido, peinaba raya en un extremo. Lucía grandes gafas de sol marrones con un destello rosáceo en el cristal y cargaba con un gran bolso de paja, casi tan grande como su torso, en forma de cuenco, del que sobresalía el extremo de una botella de agua. Se movía con lentitud y traía una gran provisión de arroz hinchado con cacahuetes y guindillas envuelta en papel de periódico. El señor Kapasi se volvió hacia el señor Das.
—¿Dónde viven en América?
—Nueva Brunswick, en Nueva Jersey.
—¿Cerca de Nueva York?
—Eso mismo. Soy profesor de instituto en esa ciudad.
—¿Cuál es su asignatura?
—Biología. De hecho, cada año me toca llevar a mis alumnos de visita al Museo de Historia Natural de Nueva York. En cierto modo, mi trabajo tiene mucho que ver con el suyo. ¿Cuánto tiempo lleva trabajando como guía turístico, señor Kapasi?
—Cinco años.
La señora Das llegó junto al coche.
—¿Cuánto viaje nos queda? —preguntó, cerrando la portezuela.
—Unas dos horas y media —respondió el señor Kapasi.
Al oírlo, la mujer exhaló un suspiro de impaciencia, como si llevara la vida entera viajando sin pausa. Se abanicó con una doblada revista cinematográfica de Bombay escrita en inglés.
—Yo pensaba que el Templo del Sol estaba a treinta kilómetros al norte de Puri —intervino el señor Das, señalando su guía ilustrada.
—Las carreteras que llevan a Kornarak están fatal. De hecho, la distancia es de ochenta kilómetros.
El señor Das asintió en silencio y reajustó la correa de su cámara, que le rozaba la parte posterior del cuello.
Antes de poner el coche en marcha, el señor Kapasi volvió el rostro para cerciorarse de que los cierres de seguridad de las portezuelas traseras, parecidos a dos pequeñas manivelas, estaban bien ajustados. Nada más ponerse el coche en marcha, la niñita empezó a jugar con el cierre de su lado, abriéndolo y cerrándolo una y otra vez, sin que la señora Das hiciera nada por impedírselo. Repantigada en un extremo del asiento trasero, la mujer comía su arroz hinchado sin ofrecer a nadie. Ronny y Tina estaban sentados a su lado, mascando chicle de un color verde reluciente.
—Fijaos —avisó Bobby cuando el auto ganó velocidad. El niño señaló los grandes árboles que flanqueaban la carretera—. Fijaos.
—¡Monos! —exclamó Ronny—. ¡Guau!
Sentados en grupo sobre las ramas, los monos exhibían rostros negros y relucientes, cuerpos plateados y un ceño importante en sus cabezas con cresta. Sus largas colas grisáceas pendían como cuerdas bajo las ramas. Varios se rascaban con negras manos como de cuero o balanceaban las piernas al paso del coche.
—Monos hanumanos —explicó el señor Kapasi—. Son bastante comunes por aquí.
Nada más decir estas palabras, uno de los monos saltó al centro de la carretera, obligando al señor Kapasi a frenar de golpe. Un segundo mono rebotó sobre la capota del vehículo y salió disparado. El señor Kapasi hizo sonar el claxon. Boquiabiertos, los niños contenían el aliento y se llevaban las manos al rostro. Nunca habían visto monos en otro sitio que el zoológico, explicó el señor Das, pidiendo al señor Kapasi que se detuviera un momento para permitirle tomar una fotografía.
Mientras el señor Das ajustaba el teleobjetivo, su mujer aprovechó para rebuscar en su bolso de paja y extraer un frasco de esmalte de uñas incoloro, que procedió a aplicar sobre la punta de su dedo índice.
La niñita alzó su mano de inmediato.
—Yo también quiero, mami, yo también quiero.
—Déjame en paz —respondió la señora Das, volviendo el rostro levemente mientras se soplaba la uña—. No me distraigas ahora.
La niñita buscó distracción en abrochar y desabrochar el delantal que cubría el cuerpo de plástico de la muñeca.
—Ya está —declaró el señor Das, volviendo a ajustar la tapa sobre el teleobjetivo.
El auto traqueteó considerablemente al ganar velocidad sobre la polvorienta carretera, haciéndoles rebotar sobre sus asientos una y otra vez. El señor Kapasi redujo la presión sobre el acelerador, a fin de que el trayecto fuera más cómodo. Cuando echó mano al cambio de marchas, el chico a su lado desvió sus rodillas sin vello para facilitarle la maniobra. El señor Kapasi observó que el chaval era de tez algo más clara que sus hermanos.
—Papá, ¿cómo es que el conductor lleva el volante al otro lado del coche? —preguntó el niño.
—Aquí todos los coches llevan el volante al revés, tonto —apuntó Ronny.
—No llames tonto a tu hermano —advirtió el señor Das. Volviéndose al señor Kapasi, explicó—: En América, ya sabe…
Esto les confunde.
—Claro, lo entiendo muy bien —dijo el señor Kapasi. Tan delicadamente como le fue posible, volvió a cambiar de marcha, acelerando al encarar una pendiente—. Lo he visto en Dallas. Allí el volante está a la izquierda.
—¿Qué es Dallas? —preguntó Tina, golpeando con su muñeca, recién desvestida, contra el respaldo del asiento del señor Kapasi.
—Ya no la dan —explicó el señor Das—. Es una serie de televisión.
Se comportaban como hermanos, pensó el señor Kapasi mientras pasaban junto a una fila de datileras. Antes que sus padres, el señor y la señora Das parecían los hermanos mayores de los tres pequeños. Parecía como si hoy les hubiera tocado estar al cargo de los niños; resultaba difícil de creer que los demás días pudieran ocuparse de otros que no fueran ellos mismos. Él repiqueteaba con los dedos sobre la tapa del teleobjetivo y la guía de viaje, rascando las páginas de vez en cuando con la uña del dedo índice. Ella seguía ocupada en esmaltarse las uñas. Todavía no se había quitado las gafas de sol. Cada cierto tiempo, Tina insistía en que ella también quería esmaltarse las uñas; por fin, la señora Das dejó caer una gota de esmalte sobre el pequeño dedo de la niña antes de devolver el frasco a su bolso de paja.
—¿No hay aire acondicionado en este coche? —preguntó, todavía soplándose la mano. La ventana que había al lado de Tina estaba rota y no podía bajarse.
—Deja ya de quejarte —intervino su marido—. Tampoco hace tanto calor.
—Te dije que exigieras un coche con aire acondicionado —insistió ella—. Raj, no sé a qué viene tu empeño en ahorrar unas tonterías de rupias. ¿Qué ahorras así? ¿Cincuenta centavos?
Sus acentos eran clavados a los que el señor Kapasi oía en los programas americanos de televisión, aunque no los mismos que aparecían en Dallas.
—Señor Kapasi, ¿no se cansa usted de enseñar siempre las mismas cosas a los turistas? —preguntó el señor Das mientras bajaba por completo la ventanilla de su lado—. Oiga, ¿le importaría parar el coche un momento? Quiero hacerle una foto a ese hombre de ahí.
El señor Kapasi detuvo el auto en la cuneta para que pudiera fotografiar a un hombre descalzo y de cabeza envuelta en un sucio turbante, sentado sobre un carro cargado de sacos de grano y tirado por dos bueyes. El hombre y los bueyes aparecían igual de descarnados. En el asiento trasero, la señora Das echó una mirada por su ventanilla; en el cielo, unas nubes casi transparentes se adelantaban mutuamente con velocidad.
—La verdad es que me gusta hacer de guía —comentó el señor Kapasi cuando el coche reemprendió la marcha—. El Templo del Sol es uno de mis sitios preferidos. En este sentido, ser guía es estupendo. Yo sólo acompaño a excursiones los viernes y sábados. Durante la semana trabajo en otra cosa.
—¿En serio? ¿A qué se dedica usted? —preguntó el señor Das.
—Trabajo en la consulta de un médico.
—¿Es usted médico?
—No lo soy. Trabajo con un médico. Como intérprete.
—¿Cómo es que un médico necesita de intérprete?
—El doctor tiene varios pacientes originarios del Gujarat. Pocas personas hablan gujarati en esta región. El mismo doctor no lo habla. Como mi padre era gujarati, el doctor me ofreció trabajar en su consulta como intérprete de sus pacientes.
—Interesante. Nunca había oído hablar de un caso similar —observó el señor Das.
El señor Kapasi se encogió de hombros.
—Es un trabajo como cualquier otro.
—Pero es tan romántico… —intervino la señora Das en tono soñador, rompiendo su prolongado silencio. La mujer alzó sus gafas marrón rosado, ajustándolas sobre el cabello como una tiara. Por primera vez, sus ojos se encontraron con los del señor Kapasi en el retrovisor. Pálidos y un tanto pequeños, sus ojos aparecían fijos, si bien algo soñolientos.
El señor Das giró el cuello hacia ella.
—¿Qué es lo que tiene de romántico?
—No sé. Algo. —La mujer se encogió de hombros, frunciendo el ceño por un instante—. ¿Quiere un poco de chicle, señor Kapasi? —preguntó con repentina animación. Rebuscó en el bolso de paja y le pasó una pastilla envuelta en papel a rayas blanquiverdes. Nada más llevarse el chicle a la boca, el señor Kapasi sintió que un líquido espeso y dulzón se extendía por su lengua.
—Cuéntenos algo más sobre su trabajo, señor Kapasi —pidió la señora Das.
—¿Qué es lo que quiere saber, señora?
—No sé —se encogió ella de hombros, mascando arroz hinchado y lamiéndose el aceite de mostaza de las comisuras de los labios—. Cuéntenos alguna situación típica. —La mujer se reclinó en el asiento, la cabeza ladeada bajo un rayo de sol, y cerró los ojos—. Quiero tener una idea de lo que sucede en su trabajo.
Muy bien. El otro día se presentó un hombre con dolor de garganta.
—¿Era fumador?
No. Aquello era curioso. El hombre decía sentir como si tuviera largos trozos de paja en la garganta. Cuando se lo dije al doctor, a éste le fue fácil recetar el medicamento adecuado.
—Parece sencillo.
—Sí —acordó el señor Kapasi tras un momento de vacilación.
Entonces, esos pacientes dependen por completo de usted —dijo la señora Das. Hablaba poco a poco, como si pensara en voz alta—. En cierta forma, dependen más de usted que del médico.
—¿Qué quiere decir? ¿Cómo podría ser así?
—Por ejemplo, usted podría decir al médico que su paciente sentía como una quemazón en la garganta, en vez de esas raspaduras como de paja. El paciente nunca sabría lo que usted le ha dicho al médico, y el médico tampoco sabría que usted le ha descrito otro síntoma. Es una responsabilidad muy grande.
—Sí, tiene usted una gran responsabilidad entre manos, señor Kapasi —secundó el señor Das.
El señor Kapasi jamás había pensado en su trabajo en términos tan elevados. A sus ojos se trataba de una ocupación desagradecida. Él no encontraba nobleza alguna en la interpretación de las enfermedades ajenas, en la continua traducción de síntomas referentes a la hinchazón ósea, los infinitos calambres de estómago o intestino, las manchas en la palma de la mano que cambiaban de color, forma o tamaño. Al médico, que tenía la mitad de años que él, le gustaba vestir pantalones de campana y contar chistes sin gracia sobre el partido del Congreso. Trabajaban juntos en un hospital pequeño e insalubre donde las bien confeccionadas ropas del señor Kapasi se pegaban a su cuerpo por obra del calor, y eso a pesar de las ennegrecidas aspas del ventilador que giraba sobre sus cabezas.
Ese empleo daba la medida de su fracaso en la vida. De joven, el señor Kapasi fue un devoto estudiante de idiomas, dueño de una impresionante colección de diccionarios. Su sueño era el de convertirse en intérprete para diplomáticos y dignatarios, trabajando en la resolución de conflictos entre pueblos y naciones, en el arreglo de disputas en las que sólo él sería capaz de comprender a ambas partes. El señor Kapasi era autodidacta. Antes que sus padres arreglasen un matrimonio para él, había apuntado un listado de etimologías corrientes en una serie de cuadernos de notas, confiando en que en algún momento de su vida, cuando llegara la oportunidad, sería capaz de conversar en inglés, francés, ruso, portugués e italiano, por no hablar del hindi, el bengalí, el orissi y el gujarati. Hoy su memoria sólo albergaba un puñado de expresiones europeas, referentes a cosas como platos y sillas. El inglés era el único idioma no indostánico que hablaba con fluidez. Era consciente de que ésa no era cualificación particularmente destacable. A veces temía que sus propios hijos acabaran sabiendo más inglés que él por el mero hecho de ver la televisión. En todo caso, el inglés le venía bien para su trabajo como guía.
El señor Kapasi había comenzado a trabajar de intérprete después de que su hijo contrajera el tifas a los siete años de edad, momento en que por primera vez trabó conocimiento con el doctor. Por entonces empleado como profesor de inglés en una escuela de primaria, empezó a valerse de su capacidad de interpretación como medio de financiar los gastos médicos, cada vez más exorbitantes. Al final el niño murió en brazos de su madre, con las extremidades ardiendo de fiebre, pero aún así hubo que pagar el funeral, la manutención de los niños que llegaron más tarde y la casa, más grande y cómoda, las buenas escuelas y tutores, los zapatos de calidad y la televisión, y otra infinidad de cosas con que trató de consolar a su esposa para que dejara de llorar en sueños, así que cuando el doctor le ofreció el doble del salario que recibía en la escuela, aceptó. El señor Kapasi era consciente de que su mujer no sentía demasiada consideración hacia su carrera como intérprete, pues sabía que le llevaba a pensar en el hijo perdido y que, en cierta forma, sentía resentimiento hacia las vidas que su trabajo, en pequeña medida, ayudaba a salvar. Cuando hacía referencia a su empleo, su mujer siempre le describía como «asistente del doctor», como si el proceso de interpretación pudiera equipararse a tomar la temperatura o cambiar la bacinilla de cama. Su esposa nunca le hacía preguntas acerca de los pacientes que visitaban la consulta del doctor ni tampoco había dicho jamás que su empleo entrañase una gran responsabilidad.
Esta era la razón por la que al señor Kapasi le halagaba el interés que la señora Das expresaba por su trabajo. A diferencia de su esposa, la señora Das sí había hecho mención al componente intelectual de su trabajo. También había empleado la palabra «romántico». La señora Das no exhibía romanticismo alguno respecto a su marido, y sin embargo se había valido de esa misma palabra para describirle a él. El señor Kapasi se preguntó si el matrimonio Das sería consecuencia de un arreglo mal llevado, como lo había sido el que le unía a su esposa. Quizá ellos también tuvieran muy poco en común, a excepción de tres niños y una década de sus vidas. Los signos que reconocía de su propio matrimonio estaban ahí: las discusiones, la indiferencia, el silencio prolongado. El repentino interés mostrado por su persona, un interés que no mostraba hacia su esposo o hijos, resultaba levemente embriagador. Cuando el señor Kapasi volvió a pensar en el modo en que había dicho la palabra «romántico», la sensación de embriaguez creció en su interior.
Mientras seguía conduciendo, empezó a examinar su reflejo en el retrovisor, sintiéndose satisfecho de haber escogido el traje gris esa mañana, y no el marrón, que tendía a formar bolsas en las rodillas. De modo repetido, miró a la señora Das por el espejo. Además de mirar su rostro, miró la fresa que tenía entre los pechos y el dorado hoyuelo en su garganta. Se decidió a hablarle de otro paciente, y de otro más: la joven que se había quejado de sentir como gotas de lluvia en la columna, el caballero en cuya marca de nacimiento habían empezado a brotar pelos. La señora Das le escuchó con atención mientras se peinaba el cabello con un pequeño cepillo de plástico que llevaba a pensar en una ovalada cama de clavos, haciéndole nuevas preguntas sobre algún nuevo caso. Los niños estaban callados, absortos en la detección de más monos en los árboles, y el señor Das estaba absorto en la lectura de su guía turística, de modo que la conversación parecía tener carácter privado entre el señor Kapasi y la señora Das. Así transcurrió la siguiente media hora, de modo que cuando hicieron alto para almorzar en un restaurante de carretera que ofrecía frituras y emparedados de tortilla, parada que en otros viajes el señor Kapasi solía anticipar con placer, deseoso de sentarse en paz y disfrutar de un té bien caliente, en esta ocasión se sintió contrariado. Mientras la familia Das se acomodaba bajo un parasol color magenta decorado con borlas blancas y anaranjadas y pedía las consumiciones a uno de los camareros ataviados con gorras triangulares, el señor Kapasi se dirigió de mala gana a una mesa vecina.
—Espere, señor Kapasi. Hay sitio para todos —le llamó la señora Das. La mujer puso a Tina en su regazo e insistió en que se uniera a ellos. A la mesa, juntos bebieron zumo de mango embotellado, comieron emparedados y platos de cebollas y patatas fritas en masa de harina integral. Tras dar cuenta de dos emparedados de tortilla, el señor Das tomó nuevas fotografías del grupo.
—¿Cuánto camino nos queda? —preguntó al señor Kapasi mientras insertaba una nueva película en la cámara.
—Una media hora más.
Los chavales se habían alejado de la mesa para observar a un nuevo grupo de monos posado en un árbol de las cercanías, de forma que ahora había considerable espacio entre la señora Das y el señor Kapasi. El señor Das se llevó la cámara al rostro y cerró un ojo; la punta de su lengua asomaba por una comisura de los labios.
—Así no queda bien, Mina. Mejor acércate más al señor Kapasi.
Así lo hizo ella. El señor Kapasi olió el aroma de su piel, similar a una combinación de agua de rosas y whisky. De pronto le preocupó que ella advirtiera el sudor que sabía agolpado bajo la tela sintética de su camisa. Bebió su zumo de mango de un trago y repasó sus cabellos plateados con una mano. Una gota de zumo le había resbalado a la barbilla. Se preguntó si ella se habría dado cuenta.
No era así.
—¿Cuál es su dirección, señor Kapasi? —preguntó ella, rebuscando en su bolso de paja.
—¿Quiere mi dirección?
—Para enviarle unas copias —respondió ella—. Copias de las fotografías.
La señora Das le pasó un trozó de papel que rasgó de su revista cinematográfica. El espacio en blanco era limitado, pues la delgada tira de papel estaba cubierta de líneas de texto y la pequeña fotografía de una pareja protagonista abrazada bajo un eucaliptus.
El papel se rizó mientras el señor Kapasi escribía su dirección en una letra clara y cuidadosa. La señora Das le escribiría interesándose por su trabajo de intérprete en la consulta del doctor y él le respondería en tono elocuente, seleccionando únicamente las anécdotas más sabrosas, aquellas que le hicieran reír a carcajadas al leerlas en su casa de Nueva Jersey. Con el tiempo ella le confesaría la decepción sufrida en su matrimonio, como lo haría él en relación con el suyo. Poco a poco su amistad crecería hasta florecer. Ella conservaría la imagen de ambos comiendo aros de cebolla bajo un parasol color magenta, la misma que él guardaría —lo decidió ahora— bien a salvo entre las páginas de su gramática rusa. Mientras su mente volaba, el señor Kapasi experimentó una leve y agradable conmoción. La sensación era similar a la experimentada mucho tiempo atrás, cuando tras meses de traducir con ayuda del diccionario, de pronto leía el párrafo de una novela francesa, o un soneto en italiano, y descubría que era capaz de comprender todas las palabras, una tras otra, sin que el esfuerzo le resultara gravoso. En momentos así, sentía que el mundo era un lugar maravilloso, que el esfuerzo siempre era recompensado, que los errores de la vida terminaban por cobrar sentido. La promesa de que seguiría en contacto con la señora Das le llevaba a sentirse de modo similar.
Cuando terminó de escribir su dirección, el señor Kapasi le pasó el papel; sin embargo, nada más hacerlo, le preocupó la idea de haber escrito mal su propio nombre o haber invertido, sin quererlo, los números de su distrito postal. Se horrorizó al pensar en una carta perdida, en una fotografía que jamás llegaría a sus manos, olvidada en algún rincón de Orissa, tan cercana y a la vez imposible de obtener. Pensó en pedir otra vez la tira de papel y asegurarse de que la dirección era la correcta, pero la señora Das ya la había sumido en las profundidades de su bolso.
* * *
Llegaron a Konarak a las dos y media. El templo, construido en arenisca, era una estructura piramidal de forma semejante a la de un carro. Estaba dedicado al gran hacedor de la vida, el sol, cuyos rayos iluminaban tres lados del edificio al efectuar su diario recorrido en el cielo. Las caras norte y sur del zócalo exhibían veinticuatro ruedas gigantescas talladas en la piedra.
El edificio entero aparecía conducido por un tiro de siete caballos al galope como si atravesaran los cielos. Cuando estuvieron más cerca, el señor Kapasi explicó que el templo había sido construido entre 1243 y 1255 por mil doscientos artesanos a las órdenes de un gran monarca de la dinastía Ganga, el rey Narasimhadeva I, que conmemoró así su victoria sobre un ejército musulmán.
—Aquí dice que el templo tiene una superficie de ciento setenta acres —observó el señor Das, leyendo su guía.
—Es como un desierto —comentó Ronny, con la mirada fija en la arena que se extendía a todos lados del templo.
—El río Chandrabhaga antaño fluía a kilómetro y medio de aquí. Ahora está seco —explicó el señor Kapasi, apagando el motor.
Salieron del auto y caminaron hasta el templo, aprovechando para posar ante el par de leones que flanqueaban los escalones. El señor Kapasi les llevó ante una de las ruedas del carro. De tres metros de diámetro, la rueda era mayor que cualquier ser humano.
—«Las ruedas simbolizan la rueda de la vida —leyó el señor Das—. También simbolizan el ciclo de creación, conservación y adquisición del conocimiento». Flipante. —El señor Das volvió la página de su guía—. «Cada rueda se divide en ocho rayos anchos y estrechos que dividen el día en ocho partes iguales. El armazón está decorado con aves y animales esculpidos en la piedra, mientras los medallones de los radios exhiben figuras femeninas en actitud sensual, francamente erótica muchas veces».
El señor Das hacía mención a la multitud de frisos que mostraban cuerpos desnudos y emparejados, haciendo el amor en distintas posiciones, las mujeres aferradas al cuello de los hombres, con las rodillas eternamente envueltas sobre los muslos de sus amantes. Además, se veían numerosas escenas de la vida cotidiana, de la caza y el comercio, de ciervos a los que se daba muerte con arcos y flechas, de guerreros desfilantes espada en mano.
Ya no era posible entrar en el templo, cuyo interior llevaba años en ruinas, así que se contentaron con admirar su interior, como hacían todos los turistas que el señor Kapasi acompañaba hasta aquí. Tomándose su tiempo, caminaron por cada uno de sus lados. El señor Das caminaba a la zaga, aprovechando para tomar fotografías. Los niños corrían al frente, señalando las desnudas figuras humanas, particularmente atónitos ante las Nagamithunas, parejas medio humanas medio serpeantes de las que se decía —según les informó el señor Kapasi— que vivían en las profundidades abisales del océano. Al señor Kapasi le agradaba que el templo fuera de su gusto, complaciéndole de forma especial el interés mostrado por la señora Das. La mujer se detenía a cada tres o cuatro pasos para fijar su mirada silenciosa en los amantes esculpidos en la piedra, las procesiones de elefantes y las muchachas de torso desnudo que extraían música de sus tambores de dos caras.
Aunque el señor Kapasi había estado en el templo infinidad de veces, esta vez se le ocurrió —al observar también a las mujeres semidesnudas— que jamás había visto a su esposa desnuda por completo. Incluso cuando acostumbraban a hacer el amor, su mujer insistía en mantener su blusa cerrada y el extremo de sus enaguas anudado en torno a la cintura. Él nunca había tenido ocasión de admirar las curvas de su mujer del modo que ahora admiraba las de la señora Das, que en ese momento parecía caminar para su exclusivo disfrute. Por supuesto, el señor Kapasi había visto numerosas piernas desnudas con anterioridad, pertenecientes a mujeres americanas o europeas a las que había llevado de excursión. Sin embargo, la señora Das era distinta. A diferencia de las otras mujeres, que sólo habían mostrado interés en el templo y mantenían la nariz pegada a su guía turística o los ojos escondidos tras el objetivo de una cámara, ella se había interesado por su persona.
El señor Kapasi estaba ansioso de encontrarse a solas con ella, de continuar con su conversación de carácter privado; sin embargo, le ponía nervioso caminar a su lado. La mujer aparecía perdida tras sus gafas de sol, desatendiendo las exhortaciones de su marido a posar para una nueva foto, caminando junto a sus hijos como si fueran extraños. Temeroso de molestarla, el señor Kapasi caminaba unos pasos por delante, a fin de admirar, como siempre hacía, las tres encarnaciones esculpidas en bronce a tamaño natural de Surya, el dios-sol, cada una de ellas saliendo de su nicho en la fachada del templo para reverenciar al sol en el amanecer, el mediodía y el crepúsculo. Las tres encarnaciones lucían elaborados tocados y tenían cerrados los ojos lánguidos y rasgados; sus pechos desnudos estaban envueltos en amuletos y cadenas trabajadas. Pétalos de hibisco, ofrenda de anteriores visitas, yacían bajo sus pies, de un verde grisáceo. La última estatua, en el muro norte del templo, era la preferida del señor Kapasi. Este Surya exhibía una expresión fatigada, cansada tras un largo día de trabajo, y aparecía montado a horcajadas sobre un caballo con las patas dobladas. Incluso los ojos de su caballo se mostraban soñolientos. En torno a su cuerpo revoloteaban esculturas menores que representaban a mujeres emparejadas con la cadera apuntando hacia uno de sus lados.
—¿Qué representa esta figura? —preguntó la señora Das. El señor Kapasi se quedó de una pieza al verla a su lado.
—Es el Astachala-Surya —respondió él—. El sol poniente.
—¿Lo cual significa que en un par de horas el sol se pondrá exactamente aquí? —La señora Das deslizó un pie fuera del zapato de cuadrado tacón y se frotó los dedos contra el gemelo de la otra pierna.
—Correcto.
La mujer alzó las gafas de sol un instante y volvió a cubrirse los ojos con ellas.
—De primera.
El señor Kapasi no estaba completamente seguro acerca del significado de la expresión, aunque algo le decía que expresaba una opinión favorable. Esperaba que la señora Das hubiera comprendido la belleza y el poder emanantes de Surya. Quizá más tarde podrían discutir la cuestión en sus cartas. Él le explicaría más cosas de la India, ella le respondería hablándole de América. En cierto modo, la correspondencia contribuiría a trocar su sueño en realidad, a convertirle en intérprete entre dos naciones. Él fijó la mirada en el bolso de paja de la mujer, entusiasmado ante la idea de que su dirección yacía en su interior. Al pensar en ella a miles de kilómetros de distancia, sintió un vacío en su interior que le produjo ansias de abrazarla con todas sus fuerzas, de unirse a ella, siquiera por un momento, en un abrazo con su Surya favorito por testigo. Pero la señora Das ya se había puesto otra vez a caminar.
—¿Cuándo vuelven ustedes a América? —preguntó él, esforzándose en mostrar placidez.
—En diez días.
El señor Kapasi hizo cálculos: una semana para hacerse al regreso, una semana para revelar los carretes, unos días más para escribirle su carta, dos semanas para que la misiva llegara a la India por avión. De acuerdo con esta secuencia, dejando margen para posibles retrasos, tendría noticias de la señora Das en unas seis semanas.
* * *
La familia guardaba silencio cuando el señor Kapasi emprendió el camino de regreso al hotel Sandy Villa, poco más tarde de las cuatro y media. Los niños jugaban con unas réplicas en miniatura talladas en granito de las ruedas del carro, recién adquiridas en un quiosco de souvenirs. El señor Das continuaba enfrascado en la lectura de su guía. La señora Das desenmarañaba el cabello de Tina con el cepillo, arreglándolo en dos pequeñas colas.
El señor Kapasi sentía aprensión ante la perspectiva de dejarles en el hotel. No estaba preparado para asumir las seis semanas de espera que pasarían antes de volver a saber de esa mujer. Mientras la miraba furtivamente por el retrovisor, pensó en alguna estratagema que le permitiera alargar la excursión. En circunstancias normales se valía de un atajo para llegar a Puri cuanto antes, deseoso de llegar a casa, lavarse pies y manos con jabón de sándalo y disfrutar del periódico vespertino y la taza de té que su mujer siempre le servía en silencio. La idea de ese silencio, al que se había resignado tanto tiempo atrás, ahora le resultaba opresiva. En ese preciso momento sugirió visitar las colinas de Udayagiri y Khandagiri, desfiladero en el que se alineaban ciertas edificaciones religiosas esculpidas en la misma piedra. El lugar estaba a algunos kilómetros, pero valía la pena, les aseguró.
—Sí, la guía también habla de ese desfiladero —dijo el señor Das—. Parece que la construcción fue obra de un rey Jain, o algo así.
—¿Les apetece echar una mirada? —preguntó el señor Kapasi, deteniendo el vehículo en un desvío—. Hay que tomar a la izquierda para llegar allí.
El señor Das se volvió hacia su mujer. Ambos se encogieron de hombros.
—A la izquierda, a la izquierda —urgieron los niños.
Casi extático de alivio, el señor Kapasi hizo girar el volante. No sabía qué haría o qué le diría a la señora Das cuando llegaran a las colinas. Quizá le diría cuán magnífica era su sonrisa. Quizá elogiaría su blusa con el fresón, que encontraba favorecedora de un modo irresistible. Quizá, cuando el señor Das estuviera ocupado en tomar alguna fotografía, se atreviera a cogerla de la mano.
No tuvo que pensarlo demasiado. Cuando llegaron a las colinas, divididas por un empinado camino flanqueado por una espesura de árboles, la señora Das se negó a bajar del coche. Junto al camino, docenas de monos aparecían sentados sobre las piedras y las ramas de los árboles. Con los cuartos delanteros erguidos hasta el hombro, sus brazos descansaban sobre las rodillas.
—Me duelen las piernas —dijo ella, hundiéndose en el asiento—. Mejor me quedo aquí.
—No sé por qué te has puesto esos estúpidos zapatos —apuntó él—. Conseguirás no salir en ninguna foto.
—Pues imagínate que sí salgo.
—Pero podríamos hacer una foto para nuestra próxima felicitación de Navidad. No nos hemos hecho ninguna foto juntos en el Templo del Sol. El señor Kapasi podría tomarla.
—No tengo ganas de salir. Además, esos monos me dan repelús.
—Pero si son inofensivos —objetó el señor Das. Volviéndose al señor Kapasi, incidió—: ¿A que lo son?
—Más bien tienen hambre que otra cosa —dijo el señor Kapasi—. Si uno no se acerca con algo de comida, no tiene nada que temer.
El señor Das echó a caminar con los niños hacia el desfiladero. Los dos chavales marchaban a su lado, la niñita iba sobre sus hombros. El señor Kapasi les observó cruzarse con una pareja japonesa, únicos turistas además de ellos que había en el lugar. Tras detenerse para tomar una última fotografía, la pareja se metió en un coche aparcado en las cercanías y se alejó de allí. Mientras el auto se perdía de vista, algunos monos chillaron con suavidad y echaron a caminar sobre sus pies planos sendero arriba. En cierto momento, un grupo de ellos rodeó al señor Das y sus hijos. Tina soltó un grito de entusiasmo. Ronny corría en círculos en torno a su padre. Bobby se agachó y cogió una gruesa estaca del suelo. Cuando la extendió, uno de los monos se acercó y se la arrebató de las manos. El mono golpeó el suelo con la estaca por unos segundos.
—Voy a acompañarles —declaró el señor Kapasi, abriendo la portezuela de su lado—. Hay mucho que explicar sobre esas cuevas.
—No. Quédese un momento —dijo la señora Das. La mujer se levantó de la parte posterior y se sentó al frente, junto a él—. Raj ya tiene bastante con esa tonta guía de viaje. —Sentados el uno al lado del otro, contemplaron cómo Bobby jugaba con el mono, pasándose la estaca mutuamente.
—Un muchachito muy valeroso —comentó el señor Kapasi.
—Es natural —apuntó ella.
—¿Cómo?
—No es suyo.
—¿Perdón?
—De Raj. No es hijo de Raj.
El señor Kapasi sintió que le picaba la piel. Su mano rebuscó en el bolsillo de la camisa hasta dar con la latita de bálsamo de aceite de loto que siempre llevaba encima y se aplicó el bálsamo en tres puntos de la frente. Aunque sabía que la señora Das le estaba observando, no volvió el rostro hacia ella.
En lugar de eso, contempló las siluetas del señor Das y los niños, cada vez menores a medida que ascendían por el empinado sendero, deteniéndose aquí y allí para tomar una fotografía, rodeados por los monos en número cada vez mayor.
—¿Le sorprende?
El modo en que ella hizo la pregunta le llevó a escoger las palabras con cuidado.
—No es cosa que uno espere de buenas a primeras —respondió en tono mesurado, llevándose la latita de bálsamo de aceite de loto al bolsillo.
—No, claro que no. Y nadie lo sabe. Nadie en absoluto. Es un secreto que no he dicho a nadie en ocho años. —La mujer miró al señor Kapasi ladeando la barbilla, como si deseara obtener una nueva perspectiva—. Pero ahora se lo he dicho a usted.
Él asintió en silencio. De repente se encontró muerto de sed; sentía la frente cálida y levemente dormida por el bálsamo. Pensó en pedir un sorbo de agua a la señora Das, pero finalmente descartó la idea.
—Nos conocimos siendo muy jóvenes —explicó la mujer. Rebuscó algo en el interior de su bolso de paja; su mano emergió blandiendo un paquete de arroz hinchado—. ¿Le apetece?
—No, gracias.
La señora Das se llevó un puñado a la boca, hundió ligeramente el cuerpo en el asiento y desvió su mirada del señor Kapasi para fijarla en la ventanilla lateral del automóvil.
—Cuando nos casamos, aún estábamos en la universidad. Eramos novios desde la secundaria. Por supuesto, estudiábamos en la misma universidad. Entonces no podíamos soportar la idea de vernos separados, ni por un día ni por un minuto. Nuestros padres eran amigos de toda la vida que vivían en la misma ciudad. Desde siempre le veía cada fin de semana, en su casa o en la nuestra. Cuando nos mandaban a jugar al piso de arriba, nuestros padres hacían bromas sobre nuestro futuro matrimonio. ¡Ya puede imaginarse! Nunca nos pillaron in fragante ahora creo que era una especie de arreglo matrimonial. Lo que hacíamos esos viernes y sábados por la noche, mientras nuestros padres tomaban el té en el piso de abajo… No me creería usted, señor Kapasi.
Como consecuencia de estar siempre junto a Raj en la universidad, nunca hizo demasiadas amistades. No había persona con quien pudiera hablar después de alguna pequeña disputa con él ni en quien pudiera confiar la más mínima idea o preocupación. Por entonces sus padres vivían en el otro extremo del mundo; aunque, la verdad, nunca se había sentido demasiado unida a ellos. Después de casarse tan joven, se vio abrumada por la responsabilidad: un hijo tan temprano, los cuidados incesantes, calentar el biberón, comprobar su temperatura contra la muñeca mientras Raj estaba en el trabajo, vestido con su pantalón de pana y jersey, hablando de piedras y dinosaurios a sus alumnos. Raj nunca parecía molesto o preocupado; nunca engordó, como le sucedió a ella después del primer niño.
Siempre fatigada, rechazaba las invitaciones de sus una o dos únicas amigas de la universidad para almorzar juntas o ir de tiendas a Manhattan. Con el tiempo, las amigas dejaron de llamarla y se vio encerrada en casa con el niño el día entero, rodeada de juguetes que le hacían tropezar al caminar o sobresaltarse cuando tomaba asiento. Después de que naciera Ronny, sólo salían muy de tarde en tarde y casi nunca recibían a invitados. A Raj le daba igual; cuando volvía de la escuela, tenía bastante con ver la televisión y columpiar a Ronny sobre su rodilla. Ella se irritó sobremanera cuando Raj la informó de la inminente visita de un amigo punjabí, a quien ella conociera tiempo atrás pero al que apenas recordaba, amigo que pasaría una semana en casa mientras atendía ciertas entrevistas de trabajo en Nueva Brunswick.
Bobby fue concebido una tarde, sobre un sofá sembrado de juguetes para niños a quienes les estaban saliendo los dientes, justo después de que el amigo supiera que había sido contratado por una empresa farmacéutica con sede en Londres, mientras Ronny lloraba demandando salir de la trona. Ella no protestó cuando el amigo acarició la base de su espalda y la apretó contra su bien planchada americana azul marino. El amigo le hizo el amor con una pericia que ella nunca había conocido, sin ningunas de las miradas y expresiones preñadas de significado con que Raj insistía en obsequiarla después. Al día siguiente, Raj le llevó en coche al aeropuerto John Fitzgerald Kennedy. El amigo hoy estaba casado con una muchacha punjabí con quien vivía en Londres; ambos matrimonios intercambiaban tarjetas cada Navidad y se enviaban fotografías de sus respectivas familias. El amigo no sabía que era el padre de Bobby. Nunca lo sabría.
—Discúlpeme, señora Das, pero quisiera saber por qué me ofrece esta información —preguntó el señor Kapasi cuando ella dejó de hablar y de nuevo volvió su rostro hacia él.
—Por Dios, deje de llamarme señora Das. Sólo tengo veintiocho años. Seguro que sus hijos tienen mi edad.
—La verdad, no… —Al señor Kapasi no le gustó descubrir que ella pensaba en él como en un padre. Lo que sentía hacia ella, lo que le había llevado a espiarla furtivamente por el retrovisor mientras conducía, se evaporó ligeramente.
—Si se lo he dicho, es por su talento. —La mujer devolvió el paquete de arroz hinchado al interior del bolso sin molestarse en doblar la parte superior.
—No entiendo —dijo el señor Kapasi.
—¿No se da cuenta? Me he pasado ocho años sin poder decírselo a nadie, ni a un amigo ni, por supuesto, al propio Raj. Lo que es él, no tiene la menor sospecha. Todavía piensa que sigo enamorada de él. Y bien, ¿no tiene usted nada que decir?
—¿Sobre qué?
—Sobre lo que acabo de contarle. Sobre mi secreto, y sobre lo mal que me hace sentirme. Cuando miro a mis niños y miro a Raj, me siento fatal, fatal de veras. A veces me entran esos terribles arrebatos, señor Kapasi. Un día sentí el impulso de tirarlo todo por la ventana, la televisión, los niños, todo. ¿No le parece malsano?
Él guardó silencio.
—Señor Kapasi, ¿no tiene nada que decir? Pensaba que ése era su trabajo.
—Mi trabajo es el de guía turístico, señora Das.
—No me refiero a eso. Me refiero a su otro trabajo, el de intérprete.
—Pero aquí no hay barrera lingüística alguna. ¿Qué falta hace un intérprete?
—No es eso lo que quiero decir. Si no, no se lo hubiera contado. ¿No se da cuenta de lo que para mí significa contárselo?
—¿A qué significado se refiere?
—Significa que estoy harta de sentirme siempre así de mal. Ocho años, señor Kapasi, llevo ocho años sufriendo. Yo esperaba que usted podría ayudar a que me sintiera mejor, quizá mediante la palabra adecuada. Quizá sugiriéndome alguna clase de remedio.
El señor Kapasi la contempló vestida con su roja falda de cuadros y su camiseta decorada con un fresón, una mujer que no llegaba a los treinta años y no amaba a su marido ni a sus niños, una mujer que ya no sentía aprecio por la vida. Su confesión le deprimía, sobre todo cuando pensaba en el señor Das sendero arriba, con Tina sobre los hombros, tomando fotografías de las viejas células monacales horadadas en la montaña a fin de mostrárselas a sus alumnos en América, sin sospechar por un segundo que uno de sus hijos no era suyo de veras. Se tomó como un insulto que la señora Das se atreviera a pedirle una interpretación de su secreto tan trivial y corriente. Ella no tenía nada que ver con los pacientes que acudían a la consulta del doctor, desesperados y con los ojos vidriosos, incapaces de dormir, respirar u orinar sin problemas, incapaces, sobre todo, de prestar nombre a sus dolencias. Con todo, el señor Kapasi seguía pensando que su deber consistía en ayudar a la señora Das. Quizá debiera animarla a confesar la verdad al señor Das. Le diría que la sinceridad es siempre la mejor política. Sin duda, la sinceridad la ayudaría a sentirse mejor, por usar su misma expresión. Quizá él pudiera ofrecerse a presidir la discusión como mediador. Decidió empezar por la cuestión más obvia, a fin de llegar al fondo del asunto, así que le preguntó:
—Señora Das, ¿siente usted culpabilidad por lo sucedido? ¿O simplemente sufre por ello?
La mujer se giró y clavó su mirada en él, con sus labios glaseados en rosa todavía escarchados en aceite de mostaza. Cuando abrió la boca para decir alguna cosa, su mirada fija en él reveló cierta íntima y fugaz lucidez que la llevó a guardar silencio. Él se quedó petrificado; en ese momento supo que su persona ni siquiera merecía la consideración necesaria para ser insultada. La mujer abrió la portezuela del coche y echó a caminar por el sendero, tambaleándose ligeramente sobre sus cuadrados tacones de madera, llevando la mano al bolso para comer puñados de arroz hinchado. El arroz se deslizó entre sus dedos, dejando un rastro zigzagueante que llevó a uno de los monos a saltar de su árbol para devorar los diminutos granos blanquecinos. Hambriento, el mono salió en pos de la señora Das. Otros monos se unieron a él y, en un momento, la señora Das se vio seguida por una docena de primates que arrastraban sus colas aterciopeladas al caminar.
El señor Kapasi salió del coche. Quiso gritar en señal de advertencia, pero temió que ella se pusiera nerviosa si advertía la presencia de los monos a su espalda. Quizá resbalara sobre sus tacones. Quizá los monos tironeasen de su bolso o sus cabellos. El señor Kapasi subió al trote sendero arriba, armándose con una rama caída para espantar a los monos. La señora Das seguía caminando, inadvertida, dejando un reguero de arroz hinchado a su paso. Junto a la cima de la pendiente, el señor Das estaba de rodillas, ocupado en ajustar el objetivo de su cámara. Los niños se encontraban bajo los arcos, ora visibles, ora invisibles.
—¡Esperad un momento! —les llamó la señora Das—. ¡Ahora voy!
Tina comenzó a saltar de alborozo.
—¡Ahí viene mamá!
—Estupendo —comentó el señor Das sin levantar la mirada—. Justo a tiempo. A ver si el señor Kapasi puede hacernos una fotografía.
El señor Kapasi apretó el paso, agitando la rama en su mano para que los monos se distrajeran y dispersaran en otra dirección.
—¿Dónde está Bobby? —preguntó la señora Das, haciendo un alto.
El señor Das alzó la vista de la cámara.
—No lo sé. Ronny, ¿dónde está Bobby?
Ronny se encogió de hombros.
—Yo pensaba que andaba por aquí.
—¿Dónde está? —repitió la señora Das con insistencia—.
¿Cómo es que no está con vosotros?
Llamándole a voces, comenzaron a recorrer los lados del sendero. Por un momento, sus propias llamadas les impidieron oír los gritos del pequeño. Cuando por fin lo encontraron, algo más abajo, bajo un árbol, Bobby estaba rodeado por un grupo de monos, más de media docena de ellos, que le tiraban de la camiseta con sus dedos largos y negros. El arroz hinchado vertido por la señora Das sembraba el suelo junto a sus pies, rastrillado por las manos de los monos. El niño guardaba silencio y se mostraba paralizado; unas lágrimas veloces le corrían rostro abajo. Sus piernas desnudas estaban polvorientas y enrojecidas allí donde uno de los monos le golpeaba repetidamente con la estaca que él mismo le entregara antes.
—¡Papá, ese mono está pegándole a Bobby! —exclamó Tina.
El señor Das se frotó las palmas sudorosas contra los pantalones cortos. En su nerviosismo, sin querer, apretó el obturador de la cámara; el zumbido de la película al pasar aumentó la excitación de los monos. El animal armado con la estaca redobló sus golpes contra Bobby.
—¿Qué se supone que tenemos que hacer? ¿Qué hacemos si atacan todos de golpe?
—¡Señor Kapasi! —chilló la señora Das, advirtiendo su presencia a un lado—. ¡Haga alguna cosa, por Dios, haga algo!
El señor Kapasi empuñó su rama y ahuyentó a los monos, silbando con agresividad a quienes se mantenían inmóviles, pateando el suelo a fin de asustarles. Los animales retrocedieron con lentitud, midiendo los pasos, obedientes pero no intimidados. El señor Kapasi tomó a Bobby en brazos y lo llevó junto a sus padres y hermanos. Mientras lo llevaba en brazos, estuvo tentado de susurrarle un secreto al oído. Pero Bobby estaba aturdido, tembloroso de miedo, sangrando ligeramente allí donde la estaca había rasgado la piel de sus piernas. Después de que el señor Kapasi lo devolviera junto a sus padres, el señor Das palmeó su camiseta para liberar la porquería acumulada y reajustó la visera en su cabeza. La señora Das rebuscó en su bolso de paja hasta encontrar una tirita con la que cubrió la herida de la rodilla. Ronny ofreció un chicle a su hermano.
—El chico está bien, sólo un poquito asustado. ¿Verdad, Bobby? —dijo el señor Das, acariciándole la cabeza.
—Por Dios, vayámonos de una vez —intervino la señora Das. La mujer cruzó sus brazos sobre el fresón que tenía en el pecho—. Este sitio me da repelús.
—Sí, vámonos al hotel de una vez —secundó su marido.
—Pobrecito Bobby —musitó ella—. Ven aquí un segundo. Deja que mamá te arregle el pelo.
La mujer volvió a rebuscar en el bolso de paja, sacando esta vez el cepillo, que empezó a pasar junto a la visera translúcida de su hijo. Cuando apartó el cepillo, la tira de papel con la dirección del señor Kapasi revoloteó en el aire. Nadie se dio cuenta; sólo el señor Kapasi. El intérprete la contempló alzarse en el aire, cada vez más alta, arrastrada por la brisa hacia los árboles, donde los monos, sentados, observaban con solemnidad la escena que tenía lugar a sus pies. El señor Kapasi también la observaba, sabedor de que ésta era la imagen de la familia Das que conservaría por siempre en su recuerdo.
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