James Joyce
(1882-1941)
Arcilla
(“Clay”)
(Dubliners, 1914)
La Supervisora le
dio permiso para salir en cuanto acabara el té de
las muchachas y María esperaba, expectante. La
cocina relucía: la cocinera dijo que se podía uno
ver la cara en los peroles de cobre. El fuego del
hogar calentaba que era un contento y en una de las
mesitas había cuatro grandes broas. Las broas
parecían enteras; pero al acercarse uno, se podía
ver que habían sido cortadas en largas porciones
iguales, listas para repartir con el té. María las
cortó.
María era una
persona minúscula, de veras muy minúscula, pero
tenía una nariz y una barbilla muy largas. Hablaba
con un dejo nasal, de acentos suaves: Sí, mi
niña, y No, mi niña. La mandaban a
buscar siempre que las muchachas se peleaban por los
lavaderos y ella siempre conseguía apaciguarlas. Un
día la Supervisora le dijo:
—¡María, es
usted una verdadera pacificadora!
Y hasta la
Auxiliar y dos damas del Comité se enteraron del
elogio. Y Ginger Mooney dijo que de no estar
presente María habría acabado a golpes con la muda
encargada de las planchas. Todo el mundo quería
tanto a María.
Las muchachas
tomaban el té a las seis y así ella podría salir
antes de las siete. De Ballsbridge a la Columna,
veinte minutos; de la Columna a Drumcondra, otros
veinte; y veinte minutos más para hacer las
compras. Llegaría allá antes de las ocho. Sacó el
bolso de cierre de plata y leyó otra vez el
letrero: Un Regalo de Belfast. Le gustaba
mucho ese bolso porque Joe se lo trajo hace cinco
años, cuando él y Alphy se fueron a Belfast por
Pentecostés. En el bolso tenía dos mediacoronas y
unos cobres. Le quedarían cinco chelines justos
después de pagar el pasaje en tranvía. ¡Qué
velada más agradable iban a pasar, con los niños
cantando! Lo único que deseaba era que Joe no
regresara borracho. Cambiaba tanto cuando tomaba.
A menudo él le
pedía a ella que fuera a vivir con ellos; pero se
habría sentido de más allá (aunque la esposa de
Joe era siempre muy simpática) y se había
acostumbrado a la vida en la lavandería. Joe era un
buen hombre. Ella lo había criado a él y a Alphy;
y Joe solía decir a menudo:
—Mamá es
mamá, pero María es mi verdadera madre.
Después de la
separación, los muchachos le consiguieron ese
puesto en la lavandería Dublín Iluminado y
a ella le gustó. Tenía una mala opinión de los
protestantes, pero ahora pensaba que eran gente muy
amable, un poco serios y callados, pero con todo muy
buenos para convivir. Ella tenía sus plantas en el
invernadero y le gustaba cuidarlas. Tenía unos
lindos helechos y begonias y cuando alguien venía a
hacerle la visita le daba al visitante una o dos
posturas del invernadero. Una cosa no le gustaba:
los avisos en la pared; pero la Supervisora era
fácil de lidiar con ella, agradable, gentil.
Cuando la
cocinera le dijo que ya estaba, ella entró a la
habitación de las mujeres y empezó a tocar la
campana. En unos minutos las mujeres empezaron a
venir de dos en dos, secándose las manos humeantes
en las enaguas y estirando las mangas de sus blusas
por sobre los brazos rojos por el vapor. Se sentaron
delante de los grandes jarros que la cocinera y la
mudita llenaban de té caliente, mezclado
previamente con leche y azúcar en enormes latones.
María supervisaba la distribución de las broas y
cuidaba de que cada mujer tocara cuatro porciones.
Hubo bromas y risas durante la comida. Lizzie
Fleming dijo que estaba segura de que a María le
iba a tocar la broa premiada, con anillo y todo, y,
aunque ella decía lo mismo cada Víspera de Todos
los Santos, María tuvo que reírse y decir que ella
no deseaba ni anillo ni novio; y cuando se rió sus
ojos verdegris chispearon de timidez chasqueada y la
punta de la nariz casi topó con la barbilla.
Entonces, Ginger Mooney levantó su jarro de té y
brindó por la salud de María, y, cuando las otras
mujeres golpearon la mesa con sus jarros, dijo que
lamentaba no tener una pinta de cerveza negra que
beber.
Y María se rió
de nuevo hasta que la punta de la nariz casi le
tocó la barbilla y casi desternilló su cuerpo
menudo con su risa, porque ella sabía que Ginger
Mooney tenía buenas intenciones, a pesar de que,
claro, era una mujer de modales ordinarios.
Pero María no
se sintió realmente contenta hasta que las mujeres
terminaron el té y la cocinera y la mudita
empezaron a llevarse las cosas. Entró al cuartito
en que dormía y, al recordar que por la mañana
temprano habría misa, movió las manecillas del
despertador de las siete a las seis. Luego, se
quitó la falda de trabajo y las botas caseras y
puso su mejor falda sobre el edredón y sus botitas
de vestir a los pies de la cama. Se cambió también
de blusa y al pararse delante del espejo recordó
cuando de niña se vestía para misa de domingo; y
miró con raro afecto el cuerpo diminuto que había
adornado tanto otrora. Halló que, para sus años,
era un cuerpecito bien hechecito.
Cuando salió
las calles brillaban húmedas de lluvia y se alegró
de haber traído su gabardina parda. El tranvía iba
lleno y tuvo que sentarse en la banqueta al fondo
del carro, mirando para los pasajeros, los pies
tocando el piso apenas. Dispuso mentalmente todo lo
que iba a hacer y pensó que era mucho mejor ser
independiente y tener en el bolsillo dinero propio.
Esperaba pasar un buen rato. Estaba segura de que
así sería, pero no podía evitar pensar que era
una lástima que Joe y Alphy no se hablaran. Ahora
estaban siempre de pique, pero de niños eran los
mejores amigos: así es la vida.
Se bajó del
tranvía en la Columna y se abrió paso rápidamente
por entre la gente. Entró en la pastelería de
Downes's, pero había tanta gente que se demoraron
mucho en atenderla. Compró una docena de tortas de
a penique surtidas y finalmente salió de la tienda
cargada con un gran cartucho. Pensó entonces qué
más tenía que comprar: quería comprar algo
agradable. De seguro que tendrían manzanas y nueces
de sobra. Era difícil saber qué comprar y no pudo
pensar más que en un pastel. Se decidió por un
pastel de pasas, pero los de Downes's no tenían muy
buena cubierta nevada de almendras, así que se
llegó a una tienda de la Calle Henry. Se demoró
mucho aquí escogiendo lo que le parecía mejor, y
la dependienta a la última moda detrás del
mostrador, que era evidente que estaba molesta con
ella, le preguntó si lo que quería era comprar un
pastel de bodas. Lo que hizo sonrojarse a María y
sonreírle a la joven; pero la muchacha puso cara
seria y finalmente le cortó un buen pedazo de
pastel de pasas, se lo envolvió y dijo:
—Dos con
cuatro, por favor.
Pensó que
tendría que ir de pie en el tranvía de Drumcondra
porque ninguno de los viajeros jóvenes se daba por
enterado, pero un señor ya mayor le hizo un
lugarcito. Era un señor corpulento que usaba un
bombín pardo; tenía la cara cuadrada y roja y el
bigote cano. María se dijo que parecía un coronel
y pensó que era mucho más gentil que esos jóvenes
que sólo miraban de frente. El señor empezó a
conversar con ella sobre la Víspera y sobre el
tiempo lluvioso. Adivinó que el envoltorio estaba
lleno de buenas cosas para los pequeños y dijo que
nada había más justo que la gente menuda la pasara
bien mientras fueran jóvenes. María estaba de
acuerdo con él y lo demostraba con su asentimiento
respetuoso y sus ejemes. Fue muy gentil con ella y
cuando ella se bajó en el puente del Canal le dio
ella las gracias con una inclinación y él se
inclinó también y levantó el sombrero y sonrió
con agrado; y cuando subía la explanada, su
cabecita gacha por la lluvia, se dijo que era fácil
reconocer a un caballero aunque estuviera tomado.
Todo el mundo
dijo: ¡Ah, aquí está María! cuando llegó
a la casa de Joe. Joe ya estaba allí de regreso del
trabajo y los niños tenían todos sus vestidos
domingueros. Había dos niñas de la casa de al lado
y todos jugaban. María le dio el envoltorio de
queques al mayorcito, Alphy, para que lo repartiera
y la señora Donnelly dijo qué buena era trayendo
un envoltorio de queques tan grande, y obligó a los
niños a decirle:
—Gracias,
María.
Pero María dijo
que había traído algo muy especial para papá y
mamá, algo que estaba segura les iba a gustar y
empezó a buscar el pastel de pasas. Lo buscó en el
cartucho de Downes's y luego en los bolsillos de su
impermeable y después por el pasillo, pero no pudo
encontrarlo. Entonces les preguntó a los niños si
alguno de ellos se lo había comido -por error,
claro-, pero los niños dijeron que no todos y
pusieron cara de no gustarles las tortas si los
acusaban de haber robado algo. Cada cual tenía una
solución al misterio y la señora Donnelly dijo que
era claro que María lo dejó en el tranvía.
María, al recordar lo confusa que la puso el señor
del bigote canoso, se ruborizó de vergüenza y de
pena y de chasco. Nada más que pensar en el fracaso
de su sorpresita y de los dos chelines con cuatro
tirados por gusto, casi llora allí mismo.
Pero Joe dijo
que no tenía importancia y la hizo sentarse junto
al fuego. Era muy amable con ella. Le contó todo lo
que pasaba en la oficina, repitiéndole el cuento de
la respuesta aguda que le dio al gerente. María no
entendía por qué Joe se reía tanto con la
respuesta que le dio al gerente, pero dijo que ese
gerente debía de ser una persona difícil de
aguantar. Joe dijo que no era tan malo cuando se
sabía manejarlo, que era un tipo decente mientras
no le llevaran la contraria. La señora Donnelly
tocó el piano para que los niños bailaran y
cantaran. Luego, las vecinitas repartieron las
nueces. Nadie encontraba el cascanueces y Joe estaba
a punto de perder la paciencia y les dijo que si
ellos esperaban que María abriera las nueces sin
cascanueces. Pero María dijo que no le gustaban las
nueces y que no tenían por qué molestarse. Luego,
Joe le dijo que por qué no se tomaba una botella de
stout y la señora Donnelly dijo que tenían en casa
oporto también si lo prefería. María dijo que
mejor no insistieran: pero Joe insistió.
Así que María
lo dejó salirse con la suya y se sentaron junto al
fuego hablando del tiempo de antaño y María creyó
que debía decir algo en favor de Alphy. Pero Joe
gritó que Dios lo fulminaría si le hablaba otra
vez a su hermano ni media palabra, y María dijo que
lamentaba haber mencionado el asunto. La señora
Donnelly le dijo a su esposo que era una vergüenza
que hablara así de los de su misma sangre, pero Joe
dijo que Alphy no era hermano suyo y casi hubo una
pelea entre marido y mujer a causa del asunto. Pero
Joe dijo que no iba a perder la paciencia porque era
la noche que era y le pidió a su esposa que le
abriera unas botellas. Las vecinitas habían
preparado juegos de Vísperas de Todos los Santos y
pronto reinó la alegría de nuevo. María estaba
encantada de ver a los niños tan contentos y a Joe
y a su esposa de tan buen carácter. Las niñas de
al lado colocaron unos platillos en la mesa y
llevaron a los niños, vendados, hasta ella. Uno
cogió el misal y el otro el agua; y cuando una de
las niñas de al lado cogió el anillo la señora
Donnelly levantó un dedo hacia la niña abochornada
como diciéndole: ¡Oh, yo sé bien lo que es
eso! Insistieron todos en vendarle los ojos a
María y llevarla a la mesa para ver qué cogía; y,
mientras la vendaban, María se reía hasta que la
punta de la nariz le tocaba la barbilla.
La llevaron a la
mesa entre risas y chistes y ella extendió una mano
mientras le decían qué tenía que hacer. Movió la
mano de aquí para allá en el aire hasta que la
bajó sobre un platillo. Tocó una sustancia húmeda
y suave con los dedos y se sorprendió de que nadie
habló ni le quitó la venda. Hubo una pausa
momentánea; y luego muchos susurros y mucho
ajetreo. Alguien mencionó el jardín y, finalmente,
la señora Donnelly le dijo algo muy pesado a una de
las vecinas y le dijo que botara todo eso enseguida:
así no se jugaba. María comprendió que esa vez
salió mal y que había que empezar el juego de
nuevo: y esta vez le tocó el misal.
Después de eso
la señora Donnelly les tocó a los niños una danza
escocesa y Joe y María bebieron un vaso de vino.
Pronto reinó la alegría de nuevo y la señora
Donnelly dijo que María entraría en un convento
antes de que terminara el año por haber sacado el
misal en el juego. María nunca había visto a Joe
ser tan gentil con ella como esa noche, tan llena de
conversaciones agradables y de reminiscencias. Dijo
que todos habían sido muy buenos con ella.
Finalmente, los
niños estaban cansados, soñolientos, y Joe le
pidió a María si no quería cantarle una
cancioncita antes de irse, una de sus viejas
canciones. La señora Donnelly dijo ¡Por favor,
sí, María!, de manera que María tuvo que
levantarse y pararse junto al piano. La señora
Donnelly mandó a los niños que se callaran y
oyeran la canción que María iba a cantar. Luego,
tocó el preludio, diciendo ¡Ahora, María!,
y María, sonrojándose mucho, empezó a cantar con
su vocecita temblona. Cantó Soñé que habitaba
y, en la segunda estrofa, entonó:
Soñé que habitaba
salones de mármol
Con vasallos mil
y siervos por gusto,
Y de todos los allí congregados,
Era yo la
esperanza, el orgullo.
Mis riquezas eran incontables, mi nombre
Ancestral y
digno de sentirme vana,
Pero también soñé, y mi alegría fue enorme
Que tú todavía
me decías: «¡Mi amada!»
Pero
nadie intentó señalarle que cometió un error; y
cuando terminó la canción, Joe estaba muy
conmovido. Dijo que no había tiempos como los de
antaño y ninguna música como la del pobre Balfe el
Viejo, no importaba lo que otros pensaran; y sus
ojos se le llenaron de lágrimas tanto que no pudo
encontrar lo que estaba buscando y al final tuvo que
pedirle a su esposa que le dijera dónde estaba
metido el sacacorchos.
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