James Joyce
(1882-1941)


Efemérides en el Comité
(“Ivy Day in the Committee Room”)
(Dubliners, 1914)


      El viejo Jack rastreó las brasas con un pedazo de cartón, las juntó y luego las esparció concienzudamente sobre el domo de carbones. Cuando el domo estuvo bien cubierto su cara quedó en la oscuridad, pero al ponerse a abanicar el fuego una vez más, su sombra ascendió por la pared opuesta y su cara volvió a salir lentamente a la luz. Era una cara vieja, huesuda y con pelos. Los azules ojos húmedos parpadearon ante el fuego y la boca babeada se abrió varias veces, mascullando mecánicamente al cerrarse. Cuando los carbones se volvieron ascuas recostó el cartón a la pared y, suspirando, dijo:
      —Mucho mejor así, señor O'Connor.
      El señor O'Connor, joven, de cabellos grises y de cara desfigurada por muchos barros y espinillas, acababa de liar un perfecto cilindro de tabaco, pero al hablarle deshizo su trabajo manual, meditabundo. Luego, volvió a liar su tabaco, meditativo, y después de una reflexión momentánea decidió pasarle la lengua al papel.
      —¿Dejó dicho el señor Tierney cuándo regresaría? —preguntó en ronco falsete.
      —No, no dijo.
      El señor O'Connor se puso el cigarrillo en la boca y empezó a buscar en sus bolsillos. Sacó un mazo de tarjetas de cartulina.
      —Le traigo un fósforo —dijo el viejo.
      —Déjelo, está bien así —dijo el señor O'Connor. Escogió una de las tarjetas y la leyó:

ELECCIONES MUNICIPALES
real sala de cambio

El señor Richad J. TIERNEY, P. L. G., solicita respetuosamente el favor de su voto y su influencia en las venideras elecciones en la Real Sala de Cambio

      El señor O'Connor había sido contratado por un enviado de Tierney para hacer campaña en una zona del electorado, pero, como el clima era inclemente y sus botas se filtraban, se pasaba gran parte del tiempo sentado junto al fuego en el Comité de Barrio de la calle Wicklow, con Jack, el viejo ujier. Ahí estaban sentados desde que el corto día empezó a oscurecer. Era el 6 de octubre, triste y frío a la intemperie.
      El señor O'Connor rasgó una tira de la tarjeta y, encendiéndola, prendió el cigarrillo. Al hacerlo, la llama alumbró una oscura y lustrosa hoja de hiedra que llevaba en la solapa. El viejo lo miró atentamente y luego, esgrimiendo de nuevo su cartón, comenzó a abanicar el fuego lentamente mientras su acompañante fumaba.
      —Pues sí —continuó—, es difícil saber de qué manera criar a los hijos. ¡Quién iba a saber que me iba a salir así! Lo mandé a los Hermanos Cristianos, hice todo lo que pude por él y ahí lo tiene, hecho un borracho. Traté de hacerlo por lo menos gente.
      Desganado, dejó el cartón donde estaba.
      —Si yo no fuera ya un viejo lo haría cambiar de melodía. Cogía mi bastón y le aporreaba la espalda a todo lo que da... como hacía antes. Su madre, ya sabe, lo tapa por aquí y por allá...
      —Es eso lo que echa a perder a los hijos.
      —¡Claro que sí! —dijo el viejo—. Y que no dan ni las gracias, todo se vuelve insolencias. Me levanta la voz cada vez que me ve llevarme un trago a la boca. ¿A dónde vamos a parar cuando los hijos les hablan así a los padres?
      —¿Cuántos años tiene él?
      —Diecinueve —dijo el viejo.
      —¿Por qué no le busca un puesto?
      —Pero naturalmente. ¿Cree que he hecho otra cosa desde que este borracho dejó la escuela? No te voy a mantener, le digo. Búscate un trabajo. Pero es peor, claro, cuando tiene trabajo: entonces se bebe el sueldo.
      El señor O'Connor movió la cabeza, comprensivo, y el viejo se quedó callado mirando a las llamas. Alguien abrió la puerta y llamó:
      —¡Hola! ¿Es éste el mitin de los masones?
      —¿Quién, quién es? —preguntó el viejo.
      —¿Qué hacen ustedes en esa oscuridad? —preguntó una voz.
      —¿Eres tú, Hynes? —preguntó el señor O'Connor.
      —Sí. ¿Qué hacen ustedes en esa oscuridad? —dijo el señor Hynes y avanzó hacia la luz de la lumbre.
      Era un joven alto, delgado y con un bigote castaño claro. Inminentes gotitas de lluvia le colgaban del ala del sombrero y llevaba el cuello de su abrigo vuelto hacia arriba.
      —Bueno, Mat —le dijo al señor O'Connor—, ¿cómo van las cosas?
      El señor O'Connor meneó la cabeza. El viejo dejó el hogar y dando tumbos por el cuarto regresó con dos velas que hundió una tras otra entre las llamas, y luego las llevó a la mesa. Una pieza vacía apareció a la vista y la lumbre perdió sus alegres colores. Las paredes estaban desnudas excepto por una copia de un discurso electoral. En medio del cuarto había una mesita cargada de papeles.
      El señor Hynes se recostó de la repisa y preguntó:
      —¿Ya pagó?
      —No, todavía —dijo el señor O'Connor—. Quiera Dios que no nos deje enganchados esta noche.
      El señor Hynes rió.
      —¡Oh, él te va a pagar! No tengas temor —dijo.
      —Espero que se apure, si es que habla en serio —dijo el señor O'Connor.
      El viejo regresó a su asiento junto al fuego y dijo:
      —No lo ha hecho todavía, pero al menos tiene con qué. No como el otro gitano.
      —¿Qué otro gitano? —dijo el señor Hynes.
      —Colgan —dijo el viejo con desprecio.
      —¿Será porque Colgan es obrero que dices eso? ¿Qué diferencia hay entre un albañil honesto y un tabernero, eh? ¿No tiene el trabajador derecho de estar en la Corporación como todo el mundo...? Pues sí, ¿y más derecho todavía que esos que están siempre sombrero en mano ante cualquier tipo de esos con un ganchito en el nombre? ¿No es así, Mat? —dijo el señor Hynes dirigiéndose al señor O'Connor.
      —Creo que tienes razón —dijo el señor O'Connor—. Uno es un hombre honesto sin nada de nalgas mojadas. Sube a representar a la clase obrera. Este tipo para quien trabajamos nada más que quiere coger este puesto o el otro.
      —Por supuesto la clase obrera debe ser representada —dijo el viejo.
      —El trabajador —dijo el señor Hynes— recibe las patadas, no las monedas. Pero es la clase obrera la que produce. El obrero no anda buscando sinecuras para sus hijos y sobrinos y primos. Los obreros nunca arrastrarían el honor de Dublín por el fango para complacer a un monarca alemán.
      —¿Cómo dices? —dijo el viejo.
      —Ah, ¿pero tú no sabes que quieren dar un discurso de bienvenida a Eduardo Rex cuando venga el año que viene? ¿Por qué le vamos a hacer genuflexiones a un rey extranjero, a ver?
      —Nuestro candidato no votará por ese discurso —dijo el señor O'Connor—. Él va en la boleta nacionalista.
      —¿Ah, no? —dijo el señor Hynes—. Espera y verás si lo hace o no lo hace. Lo conozco de lo más bien. Le dicen Dicky Trampas Tierney.
      —¡Caramba, tal vez tengas tú razón, Joe! —dijo el señor O'Connor—. De todas maneras, me gustaría verlo entrar acompañado por la divina pastora.
      Los tres hombres se quedaron callados. El viejo empezó a recoger más brasas. El señor Hynes se quitó el sombrero, lo sacudió y luego bajó el cuello al abrigo, mostrando al hacerlo una hoja de hiedra en su solapa.
      —Si este hombre estuviera vivo —dijo, señalando a la hiedra—, no tendríamos que estar hablando de discursos de bienvenida.
      —Eso es verdad —dijo el señor O'Connor.
      —Concho, ¡qué tiempos aquellos, Dios mío! —dijo el viejo—. Se palpaba la vida entonces.
      El cuarto quedó en silencio de nuevo. En ese momento un ágil hombrecito de nariz mocosa y orejas heladas empujó la puerta. Fue al fuego, rápido, frotándose las manos como si tratara de sacarles chispas.
      —Nada de dinero, caballeros —dijo.
      —Siéntese aquí, señor Henchy —dijo el viejo, ofreciéndole su silla.
      —Oh, ni te muevas, Jack, ni te muevas —dijo el señor Henchy. Saludó, cortés, al señor Hynes y se sentó en la silla que dejó vacante el viejo.
      —¿Te ocupaste de la calle Aungier? —preguntó al señor O'Connor.
      —Sí —dijo O'Connor, comenzando a buscar la lista en sus bolsillos.
      —¿Visitaste a Grimes?
      —También.
      —Y qué, ¿dónde se pone?
      —No promete nada. Me dijo: No pienso decirle a nadie por quién voy a votar. Pero me parece que va a caer del lado de acá.
      —¿Cómo así?
      —Me preguntó que quiénes serían los candidatos; y yo le dije, le mencioné al padre Burke. Creo que va a dar resultado.
      El señor Henchy comenzó a moquear y a frotarse las manos sobre el fuego a toda velocidad. Luego, dijo:
      —Por el amor de Dios, Jack, tráenos un poco de carbón. Tiene que quedar un fondo.
      El viejo salió del cuarto.
      —No anda bien la cosa —dijo el señor Henchy, moviendo la cabeza—. Le pregunté a ese limpiabotas pero lo que dijo es: Oh, pero vamos, señor Henchy, cuando el carro eche a andar no los voy a olvidar, delo por seguro. ¡Mezquino gitano! ¿Cómo iba a ser de otro modo?
      —¿Qué te dije, Mat? —dijo el señor Hynes—. Dicky Trampas Tierney.
      —Oh, ése más tramposo que nadie —dijo el señor Henchy—. No tiene esos ojitos de maula por gusto. ¡Maldita sea su alma! ¿No le saldría mejor pagarnos que venir con su: Oh, pero vamos, señor Henchy, debo hablar con el señor Fanning... He gastado ya mucho dinero? ¡Limpiabotas estreñido! Supongo que ya se le olvidaron los tiempos en que su padre tenía su tienda de ropa usada en Mary's Lane.
      —¿Es cierto eso? —preguntó el señor O'Connor.
      —¡Que si es cierto! —dijo el señor Henchy—. ¿Nunca lo oyeron decir? Los parroquianos solían ir los domingos temprano, antes de que abrieran los pubs, a comprarse pantalones y chalecos... ¡moya! Pero el viejo de Dicky Trampas siempre tenía su botellita de trampa en un rincón. ¿Y ahora? Así fue. Ahí vio la luz por vez primera.
      El viejo regresó con unos cuantos carbones que puso al fuego aquí y allá.
      —Preciosa bienvenida —dijo el señor O'Connor—. ¿Cómo espera que trabajemos para él si no pone de su parte?
      —No hay nada que hacer —dijo el señor Henchy—. Espero encontrarme las autoridades competentes con una orden de desahucio cuando vuelva a casa, apostadas a la entrada.
      El señor Hynes se rió y, saliendo de entre las repisas de la chimenea con la ayuda de sus hombros, se dispuso a marcharse.
      —Todo irá mejor cuando venga Eduardito el reyecito —dijo—. Bueno, caballeros, me marcho por ahora. Los veo luego. Adiosito.
      Salió del cuarto lentamente. Ni el señor Henchy ni el viejo dijeron nada, pero, justo cuando se cerraba la puerta, el señor O'Connor, que se quedó mirando al fuego cabizbajo, gritó de pronto:
      —¡Adiós, Joe!
      El señor Henchy esperó unos minutos y luego movió la cabeza en dirección a la puerta.
      —Díganme —dijo desde el otro lado del fuego—, ¿qué trajo al amigo acá? ¿Qué quiere ahora?
      —¡Oncho el pobre Joe! —dijo O'Connor arrojando el cigarrillo al fuego—. Está tan necesitado como el resto de nosotros.
      El señor Henchy inhaló con fuerza y escupió tan copiosamente que casi apagó el fuego.
      Este, en respuesta, respondió silbando.
      —Para darle, en toda confianza, mi opinión personal y franca —dijo—, creo que éste está con el otro bando. Para mí que es un espía de Colgan. ¿Por qué no te das una vuelta por allá y averiguas cómo andan? De ti no sospecharán. ¿De acuerdo?
      —Nah, el pobre Joe es un tipo decente —dijo el señor O'Connor.
      —Su padre era hombre decente y respetable —admitió el señor Henchy—. ¡El pobre Larry Hynes! Mucho bien que hizo en su día. Pero me temo muy mucho que nuestro amigo no es de ley. Comprendo que alguien ande corto, pero lo que no comprendo es un sablista profesional, ¡maldita sea! ¿Es que no queda ya una pizca de decencia en el mundo?
      —Yo no le doy precisamente una bienvenida calurosa cuando viene —dijo el viejo—. ¡Que trabaje para la otra gente en vez de andar espiando por acá!
      —Yo no sé —dijo el señor O'Connor, dubitativo, mientras sacaba tabaco y papel de liar—. Me parece que Joe Hynes es de ley. Es listo, también, con la pluma. ¿No recuerdan aquello que escribió...?
      —Muchos de esos fenianos a mi parecer se pasan de listos —dijo el señor Henchy—. ¿Quiere conocer mi opinión personal y franca sobre muchos de estos payasos? Creo que la mitad de ellos están a sueldo de la Corona.
      —¿Cómo saberlo? —dijo el viejo.
      —Oh, pero yo lo sé de buena tinta —dijo el señor Henchy—. Son turiferarios de la Corona... No digo que Hynes... No, diantres, ése está unas pulgadas por encima de todo eso... Pero hay cierto noblecito bizco... ¿saben al patriota que me refiero?
      El señor O'Connor asintió.
      —Ahí tienen a un descendiente directo de Judas si quieren uno. ¡Qué vida la del patriota! Ahí tienen a un tipo capaz de vender su país por tres peniques, sí, señor, y capaz al mismo tiempo de hincarse de rodillas y dar gracias a Dios Todopoderoso por tener un país que vender.
      Llamaron a la puerta.
      —Entre —dijo el señor Henchy.
      Un personaje que parecía un clérigo pobre —o un actor pobre— apareció en la puerta. Con sus ropas negras ceñidamente abotonadas al corto cuerpo era imposible decir si llevaba gollete o cuello laico, porque las solapas de su desaliñado saco —cuyos botones raídos reflejaban la luz de las velas— estaban vueltas alrededor del pescuezo. Llevaba un sombrero hongo de fieltro negro.
      Su cara, brillosa por el agua, tenía la apariencia de un queso lechoso, salvo donde dos manchones rosados indicaban los pómulos. Abrió su enorme boca de pronto para expresar decepción y al mismo tiempo agrandó sus ojos azules para indicar placer por la sorpresa.
      —¡Ah, padre Keon! —dijo el señor Henchy, dejando su silla de un salto—. ¿Es usted? ¡Pase, pase!
      —¡Oh, no, no, no! —dijo el padre Keon rápido, frunciendo sus labios como si se dirigiera a un niño.
      —¿No quiere pasar y sentarse?
      —¡No, no, no! —dijo el padre Keon, a la vez indulgente y discreto, hablando con voz velada—. ¡No quiero molestar! Ando buscando al señor Fanning.
      —Anda por el Águila Negra —dijo el señor Henchy—. Pero, ¿no quiere usted entrar y sentarse un minuto?
      —No, no, gracias. Era por un asuntito de negocios —dijo el padre Keon—. Gracias, de veras...
      Se retiró de la puerta y el señor Henchy, tomando una de las velas, fue hacia allá a alumbrarle las escaleras.
      —¡Oh, no se moleste, se lo ruego!
      —No, es que la escalera está tan oscura.
      —No, no, si puedo ver... De veras, gracias.
      —¿Está bien así?
      —Está bien, sí... gracias... Gracias.
      El señor Henchy regresó con la vela y la dejó en la mesa. De nuevo se sentó al fuego. Se hizo el silencio por unos minutos.
      —Dime, John —dijo el señor O'Connor, encendiendo su cigarrillo con otra cartulina.
      —¿Ajá?
      —¿Qué es lo que es este tipo exactamente?
      —Pregúntame una más fácil —dijo el señor Henchy.
      —Él y Fanning parecen ser uña y carne. A menudo están juntos en Kavanagh. ¿Es cura o qué?
      —Ajá... sí, creo... Me parece que es lo que se conoce como oveja negra. ¡Gracias a Dios que no tenemos muchas como esas! Aunque sí unas cuantas... Es una suerte de hombre sin suerte...
      —¿Y cómo se las arregla? —preguntó el señor O'Connor.
      —Ese es otro misterio.
      —¿Pertenece a alguna capilla, iglesia o institución?
      —No —dijo el señor Henchy—, creo que viaja por su cuenta... Que Dios me perdone —añadió—, pero creí que era nuestra docena de negras.
      —¿Habrá por casualidad algo que tomar? —preguntó el señor O'Connor.
      —Yo también me he quedado seco —dijo el viejo. —Tres veces le pedí a ese pichón de limpiabotas —dijo el señor Henchy—, si iba a mandarnos a subir una docena de negras aquí o no. Se lo iba a volver a pedir ahorita, pero estaba recostado al mostrador en mangas de camisa en sesuda reunión con el concejal Cowley.
      —¿Y por qué no se lo recordaste? —dijo el señor O'Connor.
      —Bueno, no iba yo a acercarme cuando hablaba al concejal Cowley. Esperé hasta que nos cruzamos las miradas y le dije: “Acerca de ese asuntito de que le hablé...” “Será resuelto”, el señor H, me dijo. ¡Por Yerra, que ese mequetrefe se olvidó por completo!
      —Ahí se estaba cocinando algo —dijo el señor O'Connor, meditativo—. Los vi a los tres ayer en la esquina de calle Suffolk.
      —Me parece que sé lo que se traen —dijo el señor Henchy—. Hay que quedarle debiendo plata a los ediles si quieres llegar a Alcalde. Es así como te hacen Alcalde. ¡Dios! Estoy pensando en serio en hacerme prócer yo también. ¿Qué les parece? ¿Serviría yo para el cargo?
      El señor O'Connor se río.
      —Si se trata de deberle dinero a alguien...
      —Salir en coche de Mansion House —dijo el señor Henchy—, empavesado, con Jack aquí de pie detrás de mí con su peluca empolvada, ¿eh?
      —Nómbrame tu secretario particular, John.
      —Sí, y nombraré al padre Keon mi capellán particular. Tendremos una fiestecita familiar.
      —A fe mía, señor Henchy —dijo el viejo—, usted tendría más estilo que muchos de ellos. Hablaba yo con el viejo Keegan, el portero del ayuntamiento. “¿Y qué tal el nuevo jefe, Pat?”, le dije. “¿No hay mucho movimiento ahora?”, le dije. “¡Movimiento!”, me dijo. “¡Ese es capaz de vivir del aire que da un abanico!” ¿Y saben lo que me dijo? Por lo más sagrado que me negué a creerlo.
      —¿Qué? —dijeron los señores Henchy y O'Connor.
      —Me dijo: “¿Qué pensarías tú de un Alcalde de Dublín que manda a buscar una libra de costillas para el almuerzo? La gran vida; ¿no?,” me dijo. “¡Vaya, vaya!”, le dije yo. “Una libra de costillas”, me dijo él. “Hacer venir una libra de costillas a Mansion House. ¡Vaya!”, le dije yo, “¿con qué clase de gentuza tendremos que convivir ahora?”
      En ese punto llamaron a la puerta y un muchacho metió la cabeza.
      —¿Qué? —dijo el viejo.
      —Del Águila Negra —dijo el muchacho, entrando y dejando una cesta sobre el piso con un ruido de botellas.
      El viejo ayudó al muchacho a trasladar las botellas de la cesta a la mesa y contó el botín. Cuando terminó, el muchacho se echó la cesta al brazo y preguntó:
      —¿Y las botellas?
      —¿Qué botellas? —dijo el viejo.
      —¿Es que no van a dejarnos beberlas antes? —dijo el señor. Henchy.
      —Me dijeron que reclamara las botellas.
      —Vuelve mañana —dijo el viejo.
      —¡Oye, chico! —dijo el señor Henchy—, ¿querrías ir corriendo a casa de O'Farrell a pedirle que nos preste un tirabuzón? Di que de parte del señor Henchy. Dile que se lo devolvemos al minuto. Deja aquí la cesta.
      El muchacho salió y el señor Henchy comenzó a frotarse las manos alegremente, diciendo:
      —¡Ah, bueno, no es tan malo el tipo después de todo! Por lo menos tiene palabra.
      —No hay vasos —dijo el viejo.
      —No te preocupes por eso, Jack —dijo el señor Henchy—, que mejores gentes que tú han bebido a pico antes.
      —De todas formas, es mejor que nada —dijo el señor O'Connor.
      —No es mala gente —dijo el señor Henchy—. Lo que ocurre es que Fanning lo tiene cogido. Para que vean, él tiene buenas intenciones a su manera.
      El muchacho regresó con el sacacorchos. El viejo abrió tres botellas y le devolvía el sacacorchos cuando el señor Henchy le preguntó al muchacho:
      —Chico, ¿quieres un trago?
      —Si le parece bien, señor —dijo el muchacho.
      El viejo abrió otra botella a regañadientes y se la dio al muchacho.
      —¿Qué edad tienes? —le preguntó.
      —Diecisiete —dijo el muchacho.
      Como el viejo no dijo nada más, el muchacho cogió la botella y dijo: “Con mis mejores respetos, señor. A la salud del señor Henchy”, bebió el contenido, puso la botella en la mesa y se secó la boca con la manga. Luego, recogió el sacacorchos y salió de lado, murmurando una especie de despedida.
      —Así se empieza —dijo el viejo.
      —No hay peor cuña —dijo el señor Henchy.
      El viejo repartió las botellas que había abierto y los hombres bebieron de ellas, simultáneos. Después de beberlas, cada uno colocó su botella en la repisa al alcance de la mano y todos soltaron suspiros satisfechos.
      —Bueno, tuve un buen día de trabajo hoy —dijo el señor Henchy, después de una pausa.
      —¿Es cierto, John?
      —Pues sí. Le conseguimos, Crofton y yo, uno o dos de seguros en la calle Dawson. Que quede entre nosotros, naturalmente, pero Crofton (un tipo decente, claro) no vale una moneda como sargento político. No sabe hablar a la gente. Se para y se pone a mirar mientras yo soy el que da la perorata.
      Entraron dos personas. Una de ellas era un hombre muy gordo, cuyas ropas de sarga azul parecían correr peligro de caer de su encorvada figura. Tenía una cara grande, parecida a la jeta de un buey joven en su expresión, fijos ojos azules y un bigote canoso. El otro hombre era mucho más joven y más frágil, tenía una cara flaca, bien afeitada. Llevaba un doble cuello muy alto y un bombín de alas anchas.
      —¡Hola, Crofton! —dijo el señor Henchy al gordo—. Hablando del rey de Roma...
      —¿De dónde viene esa bebida? —preguntó el joven—. ¿Parió la vaca?
      —¡Oh, sí, claro, Lyons ve primero el trago! —dijo el señor O'Connor, riendo.
      —¿Así sargentean ustedes, gente? —dijo el señor Lyons—. Y Crofton y yo a la intemperie buscando votos...
      —Maldita sea tu alma, hombre —dijo el señor Henchy—, ¡que yo consigo más votos en cinco minutos que ustedes dos en una semana!
      —Abre dos botellas, Jack —dijo el señor O'Connor.
      —¿Cómo? —dijo el viejo—. ¿Sin tirabuzón?
      —Esperen, esperen —dijo el señor Henchy levantándose rápidamente—. ¿Han visto ustedes este truco antes?
      Tomó dos botellas de la mesa y, llevándolas al fuego, las puso en el antehogar. Luego se sentó de nuevo al fuego y bebió otro trago de su botella. El señor Lyons se sentó al borde de la mesa, empujó su sombrero hacia atrás y comenzó a mover las piernas.
      —¿Cuál es mi botella? —preguntó.
      —Esta, joven —dijo el señor Henchy.
      El señor Crofton se sentó sobre una caja a mirar fijamente la otra botella en el repecho. Se mantenía callado por dos razones. La primera era que no tenía nada que decir; la segunda que consideraba a su compañía inferior. Había sido sargento político de Wilkins, el conservador, pero cuando los conservadores retiraron su candidato, y, escogiendo el mal menor, dieron su apoyo al candidato nacionalista, lo contrataron para trabajar por Tierney.
      En unos minutos se oyó un apologético ¡pok! del corcho que salía disparado de la botella de el señor Lyons, quien saltó de la mesa, fue hasta el fuego, cogió su botella y volvió de nuevo a la mesa.
      —Les estaba contando, Crofton —dijo el señor Henchy—, que conseguimos unos cuantos buenos votos hoy.
      —¿A quiénes consiguieron? —preguntó el señor Lyons.
      —Bueno, en primer lugar a Parkes y a Atkinson en segundo lugar, y conseguí a Ward, el de la calle Dawson. Buena gente: ¡viejo votante conservador, viejo afiliado! “¿Pero, no es el candidato de ustedes un nacionalista?”, me dijo. “¿Es un hombre respetable”, le dije. “Un hombre”, le dije yo, “que está en favor de todo lo que beneficie al país. Es un gran contribuyente”, le dije yo. “Posee extensas propiedades en la ciudad y tres negocios, ¿no cree usted que le conviene mantener bajos los impuestos municipales? Es un ciudadano prominente, respetado”, le dije yo, “de los Guardianes de las Leyes del Pobre y no pertenece a ningún partido, bueno, malo o regular". Así es como hay que hablarle a esta gente.
      —¿Y qué hubo del discurso de bienvenida al Rey? —dijo el señor Lyons, después de beber y chasquear los labios.
      —Oye lo que te voy a decir —dijo el señor Henchy—. Lo que queremos nosotros en este país, como le dije al viejo Ward, es capitales. La visita del Rey aquí significaría una tremenda infusión de dinero para el país. Los ciudadanos de Dublín saldrán beneficiados. Mira a todas esas fábricas de los muelles cómo están, paradas. Piensen en todo el dinero que habría en este país si pusiéramos a funcionar las viejas industrias, los telares, los astilleros y las fábricas. Son inversiones lo que necesitamos.
      —Pero mira, John —dijo el señor O'Connor—. ¿Por qué vamos a tener que darle la bienvenida al Rey de Inglaterra? ¿No fue el mismo Parnell quien...?
      —Parnell —dijo el señor Henchy— está muerto. Ahora bien, yo lo veo así. Aquí tienen ustedes a este muchacho que llega al trono después que su madre lo dejó esperando hasta que le salieron canas. Es un hombre de mundo y quiere hacerlo bien, en favor nuestro. Es un tipo que está muy bien, que es decente, si alguien me pregunta, y que va directo al grano. Se dijo a sí mismo: La vieja nunca fue a ver a estos locos irlandeses. Y por Cristo, que iré yo mismo a ver cómo son. ¿Y vamos nosotros a insultar a este hombre cuando viene aquí en visita amistosa? ¿Eh? ¿No es así, Crofton?
      El señor Crofton asintió.
      —Pero después de todo —dijo el señor Lyons, argumentativo—, la vida del rey Eduardo, como saben, no es precisamente...
      —Lo pasado al pasado —dijo el señor Henchy—. Yo personalmente admiro a este hombre. Es una persona corriente como tú y como yo. Le gusta su vaso de grog y es un poco libertino y un buen deportista. ¡Diantres! ¿Es que los irlandeses no sabemos ser justos?
      —Todo eso está muy bien —dijo el señor Lyons—. Pero mira el caso de Parnell.
      —Por el amor de Dios —dijo el señor Henchy—, ¿dónde está la analogía entre ambos casos?
      —Lo que yo quiero decir —dijo el señor Lyons— es que nosotros tenemos ideales. ¿Por qué tenemos que darle la bienvenida a un hombre así? ¿Puedes creer ahora que después que Parnell hizo lo que hizo estaba capacitado para dirigimos? Entonces, ¿por qué tenemos que celebrar a Eduardo Séptimo?
      —Es el aniversario de Parnell —dijo el señor O'Connor—, y no nos pongamos a hacernos mala sangre. Todos lo respetamos ahora que está muerto y enterrado, hasta los conservadores —añadió, volviéndose a el señor Crofton.
      ¡Pok! El demorado corcho saltó fuera de la botella del señor Crofton. El señor Crofton se levantó de su caja y fue hasta el fuego. Cuando regresó con su presa dijo con voz de bajo:
      —Nuestra ala del cabildo lo respeta porque fue un caballero.
      —¡Tienes toda la razón, Crofton! —dijo el señor Henchy con fiereza—. Era el único que podía poner orden en esta olla de grillos. ¡Abajo, perros! ¡Tranquilos ustedes, satos! Así es como los trataba. ¡Entra, Joe! ¡Entra! —llamó al atisbar a el señor Hynes en la puerta.
      El señor Hynes entró despacio.
      —Abre otra botella, Jack —dijo el señor Henchy—. ¡Oh, me olvidé de que no hay sacacorchos! ¡Mira, dame acá una que te la pongo a la candela!
      El viejo le alargó otra botella y él la colocó sobre el antehogar.
      —Siéntate, Joe —dijo el señor O'Connor—, que estamos hablando del Jefe.
      —¡Sí, sí! —dijo el señor Henchy.
      Eel señor Hynes se sentó en el borde de la mesa cerca del señor Lyons, pero no dijo una palabra.
      —Aquí tienen a uno que, por lo menos —dijo el señor Henchy— no renegó de él. ¡Por Dios que sí, Joe, que eso sí se puede decir de ti! ¡Por el cielo que le fuiste fiel como un solo hombre!
      —¡Ah, Joe! —dijo el señor O'Connor de repente—. Dinos esa cosa que escribiste, ¿te acuerdas? ¿La traes arriba?
      —¡Oh, sí, sí! —dijo el señor Henchy—. Recítalo. ¿Has oído esto alguna vez, Crofton? Óyelo ahora, que es estupendo.
      —¡Vamos! —dijo el señor O'Connor—. ¡Lárgalo, Joe!
      De momento, el señor Hynes no pareció recordar la pieza a que se referían, pero después de una breve reflexión, dijo:
      —Oh, eso es cosa... ¡Por supuesto, eso es ropa vieja para este tiempo!
      —¡Sácala para afuera, hombre! —dijo el señor O'Connor.
      — Ch, ch –dijo el señor Henchy—. ¡Arriba Joe!
      El señor Hynes dudó un tanto más. Luego, en medio del silencio, se quitó el sombrero, lo dejó en la mesa y se puso de pie. Parecía estar ensayando la pieza en la mente. Después de una pausa larga anunció:

LA MUERTE DE PARNELL
6 de Octubre de 1891

      Se aclaró la voz una o dos veces y luego comenzó a recitar:

Ha muerto. Nuestro rey sin corona
Ha muerto. ¡Oh, Erín, sufre y llora!
Padece porque aquí yace difunto
Al que difamó este hipócrita mundo.

Yace muerto por los cobardes perros
Que a la gloria elevara del cieno,
Y las ansias de Erín y sus anhelos
Perecieron con él bajo su cielo.

En los palacios, casas o cabañas:
Doquiera está, el corazón de Irlanda
Aparece sumido en duelo.
Se ha ido Aquel que forjaría nuestro destino.

Habría dado a ésta su Erín la fama,
Su bandera verde al viento soberana,
Y a sus bardos, guerreros y estadistas,
Del mundo todo cantarían los artistas.

Soñó (¡ay, sí: fue todo sólo sueño!)
Con la libertad, pero mientras luchaba
Por coger ese ídolo con sus dedos,
La traición de un solo golpe lo acababa.

Desprecia a las cobardes, viles manos
Que ahogaron al Señor o con un beso
Lo entregaron a una turba de malos
Sacerdotes: no eran sus amigos, esos.

¡Que la vergüenza eterna depararan
Los cielos a aquellos que trataran
De envilecer y manchar el nombre
del que fue entre los hombres, hombre!

Cayó como caen los todopoderosos:
Noblemente inmaculado hasta el fin.
Ahora la muerte lo reúne gozoso
Con los héroes del pasado de Erín.

¡Ni un ruido de lucha turbe ahora su sueño!
Descansa en paz: ningún humano empeño
O alta ambición que espolee su memoria
Para alcanzar las cumbres de la gloria.

Lo rebajaron: se salieron con la suya
Pero, oye, Erín —o mejor, sí: escucha:—
Su espíritu se alzará de entre las llamas
Como el Fénix, como esa aurora soberana

Que alumbrará el día que nos devuelva
El imperio de la libertad. Que vuelva
Ese día y Erín elevará su copa por aquel
Que es de nos dolor y alegría: ¡Parnell!

El señor Hynes se sentó de nuevo sobre la mesa. Cuando terminó de recitar hubo un silencio y luego un estallido de aplausos: hasta el señor Lyons aplaudió. Los aplausos continuaron por corto tiempo. Cuando terminaron, los espectadores bebieron todos de sus botellas en silencio.
      ¡Pok! El corcho salió volando de la botella del señor Hynes, pero el señor Hynes permaneció en la mesa, la cara enrojecida y la cabeza desnuda. No parecía que hubiera oído aquella invitación.
      —¡Bravo, Joe, hombre! —dijo el señor O'Connor, sacando papel de liar y su tabaco para ocultar mejor su emoción.
      —¿Qué te ha parecido eso, Crofton? —gritó el señor Henchy—. ¿Es bueno o no es bueno?
      El señor Crofton dijo que era una fina pieza literaria.




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