James Joyce
(1882-1941)
Duplicados
(“Counterparts”)
(Dubliners, 1914)
El timbre sonó
rabioso. Cuando la señorita Parker se acercó al
tubo, una voz con un penetrante acento de Irlanda
del Norte gritó furiosa:
—¡A
Farrington que venga acá!
La señorita
Parker regresó a su máquina, diciéndole a un
hombre que escribía en un escritorio:
—El señor
Alleyne, que suba a verlo.
El hombre
musitó un ¡Maldita sea! y echó atrás su silla
para levantarse. Cuando lo hizo se vio que era alto
y fornido. Tenía una cara colgante, de color vino
tinto, con cejas y bigotes rubios: sus ojos,
ligeramente botados, tenían los blancos sucios.
Levantó la tapa del mostrador y, pasando por entre
los clientes, salió de la oficina con paso pesado.
Subió lerdo las
escaleras hasta el segundo piso, donde había una
puerta con un letrero que decía Señor Alleyne.
Aquí se detuvo, bufando de hastío, rabioso, y
tocó. Una voz chilló:
—¡Pase!
El hombre entró
en la oficina del señor Alleyne. Simultáneamente,
el señor Alleyne, un hombrecito que usaba gafas de
aro de oro sobre una cara raída, levantó su cara
sobre una pila de documentos. La cara era tan rosada
y lampiña que parecía un gran huevo puesto sobre
los papeles. El señor Alleyne no perdió un
momento:
—¿Farrington?
¿Qué significa esto? ¿Por qué tengo que quejarme
de usted siempre? ¿Puedo preguntarle por qué no ha
hecho usted copia del contrato entre Bodley y
Kirwan? Le dije bien claro que tenía que estar
listo para las cuatro.
—Pero el
señor Shelly, señor, dijo, dijo...
—El señor
Shelly, señor, dijo... Haga el favor de prestar
atención a lo que digo yo y no a lo que el señor
Shelly, señor, dice. Siempre tiene usted una excusa
para sacarle el cuerpo al trabajo. Déjeme decirle
que si el contrato no está listo esta tarde voy a
poner el asunto en manos del señor Crosbie... ¿Me
oye usted?
—Sí, señor.
—¿Me oye
usted ahora?... ¡Ah, otro asuntito! Más valía que
me dirigiera a la pared y no a usted. Entienda de
una vez por todas que usted tiene media hora para
almorzar y no hora y media. Me gustaría saber
cuántos platos pide usted... ¿Me está atendiendo?
—Sí, señor.
El señor
Alleyne hundió su cabeza de nuevo en la pila de
papeles. El hombre miró fijo al pulido cráneo que
dirigía los negocios de Crosbie & Alleyne,
calibrando su fragilidad. Un espasmo de rabia
apretó su garganta por unos segundos y después
pasó, dejándole una aguda sensación de sed. El
hombre reconoció aquella sensación y consideró
que debía coger una buena esa noche. Había pasado
la mitad del mes y, si terminaba esas copias a
tiempo, quizá el señor Alleyne le daría un vale
para el cajero. Se quedó mirando fijo a la cabeza
sobre la pila de papeles. De pronto, el señor
Alleyne comenzó a revolver entre los papeles
buscando algo. Luego, como si no hubiera estado
consciente de la presencia de aquel hombre hasta
entonces, disparó su cabeza hacia arriba otra vez y
dijo:
—¿Qué, se va
a quedar parado ahí el día entero? ¡Palabra,
Farrington, que toma usted las cosas con calma!
—Estaba
esperando a ver si...
—Muy bien, no
tiene usted que esperar a ver si. ¡Baje a hacer su
trabajo!
El hombre
caminó pesadamente hacia la puerta y, al salir de
la pieza, oyó cómo el señor Alleyne le gritaba
que si el contrato no estaba copiado antes de la
noche el señor Crosbie tomaría el asunto entre
manos.
Regresó a su
buró en la oficina de los bajos y contó las hojas
que le faltaban por copiar. Cogió la pluma y la
hundió en la tinta, pero siguió mirando
estúpidamente las últimas palabras que había
escrito: En ningún caso deberá el susodicho
Bernard Bodley buscar... Caía el crepúsculo:
en unos minutos encenderían el gas y entonces sí
podría escribir bien. Sintió que debía saciar la
sed de su garganta. Se levantó del escritorio y,
levantando la tapa del mostrador como la vez
anterior, salió de la oficina. Al salir, el
oficinista jefe lo miró, interrogativo.
—Está bien,
señor Shelly —dijo el hombre, señalando con un
dedo para indicar el objetivo de su salida.
El oficinista
jefe miró a la sombrerera y viéndola completa no
hizo ningún comentario. Tan pronto como estuvo en
el rellano el hombre sacó una gorra de pastor del
bolsillo, se la puso y bajó corriendo las
desvencijadas escaleras. De la puerta de la calle
caminó furtivo por el interior del pasadizo hasta
la esquina y de golpe se escurrió en un portal.
Estaba ahora en el oscuro y cómodo establecimiento
de O'Neill y, llenando el ventanillo que daba al bar
con su cara congestionada, del color del vino tinto
o de la carne magra, llamó:
—Atiende, Pat,
y sé bueno: sírvenos un buen t.c.
El dependiente
le trajo un vaso de cerveza negra. Se lo bebió de
un trago y pidió una semilla de carvi. Puso su
penique sobre el mostrador y, dejando que el
dependiente lo buscara a tientas en la oscuridad,
dejó el establecimiento tan furtivo como entró.
La oscuridad,
acompañada de una niebla espesa, invadía el
crepúsculo de febrero y las lámparas de la Calle
Eustace ya estaban encendidas. El hombre se pegó a
los edificios hasta que llegó a la puerta de la
oficina y se preguntó si acabaría las copias a
tiempo. En la escalera un pegajoso perfume dio la
bienvenida a su nariz: evidentemente la señorita
Delacour había venido mientras él estaba en
O'Neill's. Arrebujó la gorra en un bolsillo y
volvió a entrar en la oficina con aire abstraído.
—El señor
Alleyne estaba preguntando por usted —dijo el
oficinista jefe con severidad—. ¿Dónde estaba
metido?
El hombre miró
de reojo a dos clientes de pie ante el mostrador
para indicar que su presencia le impedía responder.
Como los dos clientes eran hombres el oficinista
jefe se permitió una carcajada.
—Yo conozco el
juego —le dijo—. Cinco veces al día es un poco
demasiado... Bueno, más vale que se agilice y saque
una copia de la correspondencia del caso Delacour
para el señor Alleyne.
La forma en que
le hablaron en presencia del público, la carrera
escalera arriba y la cerveza que había tomado con
tanto apuro habían confundido al hombre y al
sentarse en su escritorio para hacer lo requerido se
dio cuenta de lo inútil que era la tarea de
terminar de copiar el contrato antes de las cinco y
media. La noche, oscura y húmeda, ya estaba aquí y
él deseaba pasarla en dos bares, bebiendo con sus
amigos, entre el fulgor del gas y el tintineo de
vasos. Sacó la correspondencia de Delacour y salió
de la oficina. Esperaba que el señor Alleyne no se
diera cuenta de que faltaban dos cartas.
El camino hasta
el despacho del señor Alleyne estaba colmado de
aquel perfume penetrante y húmedo. La señorita
Delacour era una mujer de mediana edad con aspecto
de judía. Venía a menudo a la oficina y se quedaba
mucho rato cada vez que venía. Estaba sentada ahora
junto al escritorio en su aire embalsamado, alisando
con la mano el mango de su sombrilla y asintiendo
con la enorme pluma negra de su sombrero. El señor
Alleyne había girado la silla para darle el frente,
el pie derecho montado sobre la rodilla izquierda.
El hombre dejó la correspondencia sobre el
escritorio, inclinándose respetuosamente, pero ni
el señor Alleyne ni la señorita Delacour prestaron
atención a su saludo. El señor Alleyne golpeó la
correspondencia con un dedo y luego lo sacudió
hacia como si dijera: Está bien: puede usted
marcharse.
El hombre
regresó a la oficina de abajo y de nuevo se sentó
en su escritorio. Miró, resuelto, a la frase
incompleta: En ningún caso deberá el susodicho
Bernard Bodley buscar... y pensó que era
extraño que las tres últimas palabras empezaran
con la misma letra. El oficinista jefe comenzó a
apurar a la señorita Parker, diciéndole que nunca
tendría las cartas mecanografiadas a tiempo para el
correo. El hombre atendió al tecleteo de la
máquina por unos minutos y luego se puso a trabajar
para acabar la copia. Pero no tenía clara la cabeza
y su imaginación se extravió en el resplandor y el
bullicio de la cantina. Era una noche para ponche
caliente. Siguió luchando con su copia, pero cuando
dieron las cinco en el reloj todavía le quedaban
catorce páginas por hacer. ¡Maldición! No
acabaría a tiempo. Necesitaba blasfemar en voz
alta, descargar el puño con violencia en alguna
parte. Estaba tan furioso que escribió Bernard
Bernard en vez de Bernard Bodley y tuvo que empezar
una página limpia de nuevo.
Se sentía con
fuerza suficiente para demoler la oficina él solo.
El cuerpo le pedía hacer algo, salir a regodearse
en la violencia. Las indignidades de la vida lo
enfurecían... ¿Le pediría al cajero un adelanto a
título personal? No, el cajero no serviría de
nada, mierda: no le daría el adelanto... Sabía
dónde encontrar a los amigos: Leonard y O'Halloran
y Chisme Flynn. El barómetro de su naturaleza
emotiva indicaba altas presiones violentas.
Estaba tan
abstraído que tuvieron que llamarlo dos veces antes
de responder. El señor Alleyne y la señorita
Delacour estaban delante del mostrador y todos los
empleados se habían vuelto, a la expectativa. El
hombre se levantó de su escritorio. El señor
Alleyne comenzó a insultarlo, diciendo que faltaban
dos cartas. El hombre respondió que no sabía nada
de ellas, que él había hecho una copia fidedigna.
Siguieron dos insultos: tan agrios y violentos que
el hombre apenas podía contener su puño para que
no cayera sobre la cabeza del pigmeo que tenía
delante.
—No sé nada
de esas otras dos cartas —dijo, estúpidamente.
—No—sé—nada.
Claro que no sabe usted nada —dijo el señor
Alleyne—. Dígame —añadió, buscando con la
vista la aprobación de la dama que tenía al dado—,
¿me toma usted por idiota o qué? ¿Cree usted que
yo soy un completo idiota?
Los ojos del
hombre iban de la cara de la mujer a la cabecita de
huevo y viceversa; y, casi antes de que se diera
cuenta de ello, su lengua tuvo un momento feliz:
—No creo,
señor —le dijo—, que sea justo que me haga
usted a mí esa pregunta.
Se hizo una
pausa hasta en la misma respiración de dos
empleados. Todos estaban sorprendidos (el autor de
da salida no menos que sus vecinos) y la señorita
Delacour, que era una mujer robusta y afable,
empezó a reírse. El señor Alleyne se puso rojo
como una langosta y su boca se torció con la
vehemencia de un enano. Sacudió el puño en la cara
del hombre hasta que pareció vibrar como la palanca
de alguna maquinaria eléctrica.
—¡So
impertinente! ¡So rufián! ¡Le voy a dar una
lección! ¡Va a saber lo que es bueno! ¡Se excusa
usted por su impertinencia o queda despedido al
instante! ¡O se larga usted, ¿me oye?, o me pide
usted perdón!
Se quedó
esperando en el portal frente a la oficina para ver
si el cajero salía solo. Pasaron todos los
empleados y, finalmente, salió el cajero con el
oficinista jefe. Era inútil hablarle cuando estaba
con el jefe. El hombre se sabía en una posición
desventajosa. Se había visto obligado a dar una
abyecta disculpa al señor Alleyne por su
impertinencia, pero sabía la clase de avispero que
sería para él la oficina en el futuro. Podía
recordar cómo el señor Alleyne le había hecho la
vida imposible al pequeño Peake para colocar en su
lugar a un sobrino. Se sentía feroz, sediento y
vengativo: molesto con todos y consigo mismo. El
señor Alleyne no le daría un minuto de descanso;
su vida sería un infierno. Había quedado en
ridículo. ¿Por qué no se tragaba la lengua? Pero
nunca congeniaron, él y el señor Alleyne, desde el
día en que el señor Alleyne lo oyó burlándose de
su acento de Irlanda del Norte para hacerles gracia
a Higgins y a la señorita Parker: ahí empezó
todo. Podría haberle pedido prestado a Higgins,
pero nunca tenía nada. Un hombre con dos casas que
mantener, cómo iba, claro, a tener...
Sintió que su
corpachón dolido echaba de menos la comodidad de la
cantina. La niebla le calaba los huesos y se
preguntó si podría darle un toque a Pat en
O'Neill's. Pero no podría tumbarle más que un
chelín —y de qué sirve un chelín. Y, sin
embargo, tenía que conseguir dinero como fuera:
había gastado su último penique en la negra y
dentro de un momento sería demasiado tarde para
conseguir dinero en otro sitio. De pronto, mientras
se palpaba la cadena del reloj, pensó en la casa de
préstamos de Terry Kelly, en la Calle Fleet.
¡Trato hecho! ¿Cómo no se le ocurrió antes?
Con paso rápido
atravesó el estrecho callejón de Temple Bar,
diciendo por lo bajo que podían irse todos a la
mierda, que él iba a pasarla bien esa noche. El
dependiente de Terry Kelly dijo ¡Una corona! Pero
el acreedor insistió en seis chelines; y como suena
le dieron seis chelines. Salió alegre de la casa de
empeño, formando un cilindro con las monedas en su
mano. En la Calle Westmoreland las aceras estaban
llenas de hombres y mujeres jóvenes volviendo del
trabajo y de chiquillos andrajosos corriendo de
aquí para allá gritando los nombres de los diarios
vespertinos. El hombre atravesó la multitud
presenciando el espectáculo por lo general con
satisfacción llena de orgullo, y echando miradas
castigadoras a las oficinistas. Tenía la cabeza
atiborrada de estruendo de tranvías, de timbres y
de frote de troles, y su nariz ya olfateaba las
coruscantes emanaciones del ponche. Mientras
avanzaba repasaba los términos en que relataría el
incidente a los amigos:
—Así que lo
miré en frío, tú sabes, y le clavé los ojos a
ella. Luego lo miré a él de nuevo, con calma, tú
sabes. No creo que sea justo que usted me pregunte a
mí eso, díjele.
Chisme Flynn
estaba sentado en su rincón de siempre en Davy
Byrne's y, cuando oyó el cuento, convidó a
Farrington a una media, diciéndole que era la cosa
más grande que oyó jamás. Farrington lo convidó
a su vez. Al rato vinieron O'Halloran y Paddy
Leonard. Hizo de nuevo el cuento.
O'Halloran pagó
una ronda de maltas calientes y contó la historia
de la contesta que dio al oficinista jefe cuando
trabajaba en la Callan's de la Calle Fownes's; pero,
como su respuesta tenía el estilo que tienen en las
églogas los pastores liberales, tuvo que admitir
que no era tan ingeniosa como la contestación de
Farrington. En esto Farrington les dijo a los amigos
que la pulieran, que él convidaba.
¡Y quién vino
cuando hacía su catálogo de venenos sino Higgins!
Claro que se arrimó al grupo. Los amigos le
pidieron que hiciera su versión del cuento y él la
hizo con mucha vivacidad, ya que la visión de cinco
whiskys calientes es muy estimulante. El grupo
rugió de risa cuando mostró cómo el señor
Alleyne sacudía el puño en la cara de Farrington.
Luego, imitó a Farrington, diciendo, Y allí
estaba mi tierra, tan tranquilo, mientras
Farrington miraba a la compañía con ojos pesados y
sucios, sonriendo y a veces chupándose las gotas de
licor que se le escurrían por los bigotes.
Cuando terminó
la ronda se hizo una pausa. O'Halloran tenía algo,
pero ninguno de los otros dos parecía tener dinero;
por lo que el grupo tuvo que dejar el
establecimiento a pesar suyo. En la esquina de la
Calle Duke, Higgins y Chisme Flynn doblaron a la
izquierda, mientras que los otros tres dieron la
vuelta rumbo a la ciudad. Lloviznaba sobre las
calles frías y, cuando llegaron a las Oficinas de
Lastre, Farrington sugirió la Scotch House. El bar
estaba colmado de gente y del escándalo de bocas y
de vasos. Los tres hombres se abrieron paso por
entre los quejumbrosos cerilleros a la entrada y
formaron su grupito en una esquina del mostrador.
Empezaron a cambiar cuentos. Leonard les presentó a
un tipo joven llamado Weathers, que era acróbata y
artista itinerante del Tívoli. Farrington invitó a
todo el mundo. Weathers dijo que tomaría una media
de whisky del país y Apollinaris. Farrington, que
tenía noción de las cosas, les preguntó a los
amigos si iban a tomar también Apollinaris; pero
los amigos le dijeron a Tim que hiciera el de ellos
caliente. La conversación giró en tomo al teatro.
O'Halloran pagó una ronda y luego Farrington pagó
otra, con Weathers protestando de que la
hospitalidad era demasiado irlandesa. Prometió que
los llevaría tras bastidores para presentarles
algunas artistas agradables. O'Halloran dijo que él
y Leonard irían pero no Farrington, ya que era
casado; y los pesados ojos sucios de Farrington
miraron socarrones a sus amigos, en prueba de que
sabía que era chacota. Weathers hizo que todos
bebieran una tinturita por cuenta suya y prometió
que los vería algo más tarde en Mulligan's de la
Calle Poolbeg.
Cuando la Scotch
House cerró se dieron una vuelta por Mulligan's.
Fueron al salón de atrás y O'Halloran ordenó
grogs para todos. Empezaban a sentirse entonados.
Farrington acababa de convidar a otra ronda cuando
regresó Weathers. Para gran alivio de Farrington
esta vez pidió un vaso de negra. Los fondos
escaseaban, pero les quedaba todavía para ir
tirando. Al rato entraron dos mujeres jóvenes con
grandes sombreros y un joven de traje a cuadros y se
sentaron en una mesa vecina. Weathers los saludó y
le dijo a su grupo que acababan de salir del
Tívoli. Los ojos de Farrington se extraviaban a
menudo en dirección a una de las mujeres. Había
una nota escandalosa en su atuendo. Una inmensa
bufanda de muselina azul pavoreal daba vueltas al
sombrero para anudarse en un gran lazo por debajo de
la barbilla; y llevaba guantes color amarillo
chillón, que le llegaban al codo. Farrington
miraba, admirado, el rollizo brazo que ella movía a
menudo y con mucha gracia; y cuando, más tarde,
ella le devolvió la mirada, admiró aún más sus
grandes ojos pardos. Todavía más lo fascinó la
expresión oblicua que tenían. Ella lo miró de
reojo una o dos veces y cuando el grupo se marchaba,
rozó su silla y dijo Oh, perdón con acento
de Londres. La vio salir del salón en espera de que
ella mirara para atrás, pero se quedó esperando.
Maldijo su escasez de dinero y todas las rondas que
había tenido que pagar, particularmente los whiskys
y las Apollinaris que tuvo que pagarle a Weathers.
Si había algo que detestaba era un gorrista. Estaba
tan bravo que perdió el rastro de la conversación
de sus amigos.
Cuando Paddy
Leonard le llamó la atención se enteró de que
estaban hablando de pruebas de fortaleza física.
Weathers exhibía sus músculos al grupo y se
jactaba tanto que los otros dos llamaron a
Farrington para que defendiera el honor patrio.
Farrington accedió a subirse una manga y mostró
sus bíceps a los circunstantes. Se examinaron y
comprobaron ambos brazos y finalmente se acordó que
lo que había que hacer era pulsar. Limpiaron la
mesa y los dos hombres apoyaron sus codos en ella,
enlazando las manos. Cuando Paddy Leonard dijo ¡Ahora!,
cada cual trató de derribar el brazo del otro.
Farrington se veía muy serio y decidido.
Empezó la
prueba. Después de unos treinta segundos, Weathers
bajó el brazo de su contrario poco a poco hasta
tocar la mesa. La cara color de vino tinto de
Farrington se puso más tinta de humillación y de
rabia al haber sido derrotado por aquel mocoso.
—No se debe
echar nunca el peso del cuerpo sobre el brazo —dijo—.
Hay que jugar limpio.
—¿Quién no
jugó limpio? —dijo el otro.
—Vamos, de
nuevo. Dos de tres.
La prueba
comenzó de nuevo. Las venas de la frente se le
botaron a Farrington y la palidez de la piel de
Weathers se volvió tez de peonía. Sus manos y
brazos temblaban por el esfuerzo. Después de un
largo pulseo Weathers volvió a bajar la mano de su
rival, lentamente, hasta tocar la mesa. Hubo un
murmullo de aplauso de parte de los espectadores. El
dependiente, que estaba de pie detrás de la mesa,
movió en asentimiento su roja cabeza hacia el
vencedor y dijo en tono confianzudo:
—¡Vaya!
¡Más vale maña!
—¿Y qué
carajo sabes tú de esto? —dijo Farrington
furioso, cogiéndola con el hombre—. ¿Qué tienes
tú que meter tu jeta en esto?
—¡Quietos,
quietos! —dijo O'Halloran, observando la violenta
expresión de Farrington—. A ponerse con lo suyo,
caballeros. Un sorbito y nos vamos.
Un hombre con
cara de pocos amigos esperaba en la esquina del
puente de O'Connell el tranvía que lo llevaría a
su casa. Estaba lleno de rabia contenida y de
resentimiento. Se sentía humillado y con ganas de
desquitarse; no estaba siquiera borracho; y no
tenía más que dos peniques en el bolsillo. Maldijo
a todos y a todo. Estaba liquidado en la oficina,
había empeñado el reloj y gastado todo el dinero;
y ni siquiera se había emborrachado. Empezó a
sentir sed de nuevo y deseó regresar a la caldeada
cantina. Había perdido su reputación de fuerte,
derrotado dos veces por un mozalbete. Se le llenó
el corazón de rabia, y cuando pensó en la mujer
del sombrerón que se rozó con él y le pidió ¡Perdón!,
su furia casi lo ahogó.
El tranvía lo
dejó en Shelbourne Road y enderezó su corpachón
por la sombra del muro de las barracas. Odiaba
regresar a casa. Cuando entró por el fondo se
encontró con la cocina vacía y el fogón de la
cocina casi apagado. Gritó por el hueco de la
escalera:
—¡Ada! ¡Ada!
Su esposa era
una mujercita de cara afilada que maltrataba a su
esposo si estaba sobrio y era maltratada por éste
si estaba borracho. Tenían cinco hijos. Un niño
bajó corriendo las escaleras.
—¿Quién es
ése? —dijo el hombre, tratando de ver en la
oscuridad.
—Yo, papá.
—¿Quién es
yo? ¿Charlie?
—No, papá,
Tom.
—¿Dónde se
metió tu madre?
—Fue a la
iglesia.
—Vaya... ¿Me
dejó comida?
—Sí, papá,
yo...
—Enciende la
luz. ¿Qué es esto de dejar la casa a oscuras? ¿Ya
están los otros niños en la cama?
El hombre se
sentó pesadamente a la mesa mientras el niño
encendía la lámpara. Empezó a imitar la voz
blanca de su hijo, diciéndose a media: A la
iglesia. ¡A la iglesia, por favor! Cuando se
encendió la lámpara, dio un puñetazo en la mesa y
gritó:
—¿Y mi
comida?
—Yo te la
voy... a hacer, papá —dijo el niño.
El hombre saltó
furioso, apuntando para el fogón.
—¿En esa
candela? ¡Dejaste apagar la candela! ¡Te voy a
enseñar por lo más sagrado a no hacerlo de nuevo!
Dio un paso
hacia la puerta y sacó un bastón de detrás de
ella.
—¡Te voy a
enseñar a dejar que se apague la candela! —dijo,
subiéndose las mangas para dejar libre el brazo.
El niño gritó Ay,
papá y le dio vueltas a la mesa, corriendo y
gimoteando. Pero el hombre le cayó detrás y lo
agarró por la ropa. El niño miró a todas partes
desesperado pero, al ver que no había escape, se
hincó de rodillas.
—¡Vamos a ver
si vas a dejar apagar la candela otra vez! —dijo
el hombre, golpeándolo salvajemente con el bastón—.
¡Vaya, coge, maldito!
El niño soltó
un alarido de dolor cuando el palo le cortó el
muslo. Juntó las manos en el aire y su voz tembló
de terror.
—¡Ay, papá!
—gritaba—. ¡No me pegues, papaíto! Que voy a
rezar un padrenuestro por ti ... Voy a rezar un
avemaría por ti, papacito, si no me pegas... Voy a
rezar un padrenuestro...
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