James Joyce
(1882-1941)
la pensión
La señora Mooney,
hija de un carnicero, era lo que se dice una mujer
resuelta; para arreglar sus cosas se bastaba y se
sobraba sin dar un cuarto al pregonero. Casó con el
dependiente principal de su padre y abrió una
carnicería cerca de Spring Gardens. Pero no bien
hubo muerto su suegro, el señor Mooney empezó a
andar en malos pasos. Bebía, metía mano a la caja
registradora del dinero y se entrampó hasta los
ojos. De nada servía hacerle prometer enmienda: a
los pocos días, infaliblemente, quebrantaba el
solemne juramento. A fuerza de reñir con su mujer
en presencia de los parroquianos y de comprar carne
mala, terminó por arruinar el negocio. Una noche
persiguió a su mujer con la cuchilla, y ella tuvo
que dormir en casa de un vecino.
Desde
entonces vivieron separados. La mujer acudió al
cura y obtuvo una separación en regla con cargo de
los hijos. No daba dinero al marido, ni alimento, ni
morada; y así el hombre se vio obligado a entrar
como oficial de justicia. Era un borrachín astroso,
encorvado, de cara blanca y bigote blanco, y blancas
cejas dibujadas sobre sus ojillos surcados de venas
rojizas, ribeteados y tiernos; y se pasaba todo el
santo día sentado en el cuarto del alguacil, en
espera de que le encomendaran algún servicio. La
señora Mooney, que se había llevado el dinero
remanente tras la liquidación de la carnicería,
instalando con ello una pensión en Hardwicke
Street, era una mujer grande e imponente. Su casa
albergaba una población flotante compuesta de
turistas de Liverpool y de la isla de Man, y, de vez
en cuando, artistas de vodevil. Su clientela con
residencia fija se componía de empleados de
oficinas y del comercio. La señora Mooney gobernaba
la pensión con diplomacia y mano firme; sabía
cuándo procedía dar crédito, actuar con severidad
o hacer la vista gorda. Los residentes mozos, cuando
hablaban de ella, la llamaban todos la Patrona.
Los
jóvenes pupilos de la señora Mooney pagaban quince
chelines semanales por la pensión completa (cerveza
en las comidas aparte). Eran todos de los mismos
gustos y ocupaciones, y por esta razón reinaba
entre ellos franca camaradería. Discutían entre
sí las probabilidades de sus caballos favoritos.
Jack Mooney, el hijo de la Patrona, empleado con un
agente comercial en Fleet Street, tenía reputación
de ser un tipo difícil. Era aficionado a soltar
obscenidades de cuartel, y por lo general llegaba a
casa de madrugada. Cuando veía a sus amigos,
siempre tenía alguna diablura que contarles, y
siempre estaba seguro de hallarse sobre la pista de
algo bueno: un caballo o una artista con
posibilidades. También el boxeo se le daba de
maravilla. Y las canciones cómicas. Las noches de
los domingos solía haber reunión en la sala
principal de la señora Mooney. Los artistas de
vodevil participaban con gusto, y Sheridan tocaba
valses y polkas e improvisaba acompañamientos.
También solía cantar Polly Mooney, la hija de la
señora. Cantaba:
Soy una... niña traviesa.
No tienen por qué fingir:
Ya saben que soy así.
Polly
era una muchachita delgada, de diecinueve años;
tenía el pelo rubio, delicado y suave, y una boca
pequeña y rotunda. Sus ojos, grises con un tornasol
verde, tenían el hábito de echar miraditas hacia
arriba cuando hablaba con alguien, lo cual le daba
el aspecto de una pequeña madonna perversa. La
señora Mooney colocó en principio a su hija en la
oficina de un tratante en granos, de mecanógrafa;
mas como cierto oficial de justicia de pésima
reputación diera en presentarse en el despacho un
día sí y otro no rogando le permitieran hablar una
palabra con su hija, la madre volvió a llevársela
a casa y la puso a trabajar en las faenas
domésticas. Como Polly era muy alegre y pizpireta,
la intención era darle el gobierno de los pupilos
jóvenes. Además, a los mozos les gusta sentir que
ande una hembra moza no muy lejos. Polly, como es
natural, flirteaba con los mancebos, pero la señora
Mooney, juez perspicaz, sabía que los tales
mancebos se lo tomaban sólo como pasatiempo:
ninguno de ellos iba en serio. Así continuaron las
cosas mucho tiempo, y la señora Mooney empezaba a
pensar en mandar a Polly otra vez de mecanógrafa,
cuando observó que entre su hija y uno de los
jóvenes había algo. Vigiló a la pareja y no dijo
esta boca es mía.
Polly
sabía que la vigilaban; sin embargo, el persistente
silencio de su madre no podía interpretarse
erróneamente. No había existido complicidad
manifiesta entre la madre y la hija, connivencia de
ninguna clase; pero aunque los huéspedes empezaban
a hablar del asunto, la señora Mooney continuaba
sin intervenir. Polly empezó a volverse un poco
rara en su comportamiento, y el joven, evidentemente,
andaba desazonado. Por fin, cuando estimó que era
el momento oportuno, la señora Mooney intervino.
Contendió con los problemas morales como cuchilla
con la carne; y en aquel caso concreto había tomado
ya su decisión.
Era
una luminosa mañana de principios de verano,
prometedora de calor, mas con un soplo de brisa
fresca. Todas las ventanas de la pensión estaban
abiertas y las cortinas de encaje se inflaban
suavemente hacia la calle bajo las vidrieras
levantadas. Era domingo. El campanario de San Jorge
repicaba sin cesar, y los fieles, solos o en grupos,
cruzaban la pequeña glorieta que se extiende ante
la iglesia, dejando ver de intento su propósito en
el pío recogimiento con que iban no menos que en
los libritos que llevaban en sus manos enguantadas.
En la pensión habían terminado de desayunar, y
aún estaban los platos en la mesa con amarillas
rebañaduras de huevo, piltrafas y cortezas de
tocino. La señora Mooney, sentada en el sillón de
mimbre, vigilaba a la criada Mary que estaba
retirando las cosas del desayuno. Le mandó recoger
las cortezas y mendrugos de pan que servirían para
hacer el budín del martes. Una vez despejada la
mesa, recogidos los mendrugos, guardados bajo llave
y candado el azúcar y la mantequilla, la dueña de
la pensión se puso a reconstruir la entrevista que
había tenido con Polly la noche de la víspera.
Todo era, en efecto, como ella sospechaba: se había
mostrado franca en sus preguntas, y Polly no lo
había sido menos en sus respuestas. Las dos pasaron
su apuro, desde luego. Ella por deseo de no recibir
la noticia de una manera demasiado franca y
desconsiderada, ni parecer que había hecho la vista
gorda, y Polly no sólo porque las alusiones de ese
género siempre se lo causaban, sino también porque
no quería dar pie a la sospecha de que ella, en su
sabia inocencia, había adivinado la intención
oculta tras la tolerancia de su madre.
Cuando
advirtió, en su ensimismamiento, que las campanas
de San Jorge habían dejado de tocar, la señora
Mooney echó una mirada instintiva al relojito
dorado que había sobre la repisa de la chimenea.
Pasaban diecisiete minutos de las once: tenía
tiempo más que de sobra de solventar el asunto con
el señor Doran y plantarse antes de las doce en la
calle Marlborough. Estaba segura de su triunfo. Para
empezar, tenía de su parte todo el peso de la
opinión social: era una madre agraviada. Había
permitido al seductor vivir bajo su techo, dando por
supuesto que era hombre de honor, y él había
abusado de su hospitalidad. Tenía treinta y cuatro
o treinta y cinco años, de modo que no podía
alegarse como excusa la irreflexión de la juventud;
tampoco podía ser disculpa la ignorancia, ya que
era hombre con sobrado conocimiento del mundo.
Sencillamente se había aprovechado de la juventud y
la inexperiencia de Polly; eso era evidente. ¿Qué
reparación estaría dispuesto a hacer? He aquí el
problema.
En
tales casos se debe siempre una reparación. Para el
varón todo marcha sobre ruedas: puede largarse tan
fresco, después de haberse holgado, como si no
hubiera ocurrido nada, pero la chica tiene que pagar
el precio. Algunas madres se avenían a componendas
mediante sumas de dinero; había conocido casos.
Pero ella no haría tal cosa. Para ella, por la
pérdida de la honra de su hija sólo cabía una
reparación: el matrimonio.
Repasó
de nuevo todas sus cartas antes de enviar a Mary
arriba, al cuarto del señor Doran, a decir que
deseaba hablar con él. Estaba segura de su triunfo.
Él era un joven serio, no un libertino ni un
escandaloso como los otros. Si se hubiera tratado
del señor Sheridan o del señor Meade o de Bantam
Lyons, su tarea habría sido mucho más ardua. No
creía ella que Doran arrostrase la divulgación del
caso. Todos los huéspedes de la pensión sabían
algo del asunto; algunos hasta habían inventado
pormenores. Además, llevaba trece años empleado en
la oficina de un comerciante en vinos, católico
cien por cien, y la divulgación tal vez significara
para él la pérdida del empleo. Mientras que si se
avenía a razones, todo podría ser para bien.
Sabía ella que el galán cobraba un buen sueldo, y
por otra parte sospechaba que debía de tener un
buen pico ahorrado.
¡Casi
la media hora! Se levantó y se miró en el espejo
de luna. La expresión resuelta de su rostro grande
y rubicundo la satisfizo, y pensó en algunas madres
conocidas suyas incapaces de quitarse a sus hijas de
encima.
El
señor Doran estaba en realidad muy nervioso aquel
domingo por la mañana. Había intentado por dos
veces afeitarse, pero tenía el pulso tan inseguro
que se vio obligado a desistir. Una barba rojiza de
tres días orlaba sus mandíbulas, y cada dos o tres
minutos se le empañaban los lentes, de suerte que
tenía que quitárselos y limpiarlos con el pañuelo.
El recuerdo de su confesión de la pasada noche le
causaba profunda congoja; el cura le había
sonsacado hasta el último detalle ridículo del
asunto, y al final había exagerado tanto su pecado
que casi daba gracias que se le concediera un
respiradero, una posibilidad de reparación. El
daño estaba hecho. ¿Qué podría hacer él ahora
sino casarse con la chica o huir de la ciudad? No
iba a tener la desfachatez de negar su culpa. Era
seguro que se hablaría del caso, y sin duda alguna
llegaría a oídos de su patrón. Dublín es una
ciudad tan pequeña..., todo el mundo está
informado de los asuntos de los demás. En su
excitada imaginación oyó al viejo señor Leonard
que con su bronca voz ordenaba: «Que venga el
señor Doran, por favor», y sólo de pensarlo le
dio un vuelco tan grande el corazón que casi se le
sale por la boca.
¡Todos
sus largos años de servicio para nada! ¡Sus
trabajos y afanes malogrados! De joven la había
corrido en grande, por supuesto; había blasonado de
librepensador y negado la existencia de Dios en las
tabernas ante sus compañeros. Mas todo eso
pertenecía al pasado; había concluido totalmente...
o casi totalmente. Todavía compraba el Reynolds's
Newspaper cada semana, pero cumplía con sus deberes
religiosos y durante nueve décimas partes del año
llevaba una vida metódica y ordenada. Tenía dinero
suficiente para tomar estado; no se trataba de eso.
Pero la familia miraría a la chica con menosprecio.
Estaba primero la pésima reputación de su padre, y
por si fuera poco, la pensión de su madre empezaba
a adquirir cierta fama. Tenía sus barruntos de que
le habían cazado. Imaginaba a sus amigos hablando
del asunto y riéndose. Ella era un poquillo vulgar;
a veces decía «haiga» y «hubieron». ¿Mas qué
importaba la gramática si él la quería? No podía
decidir si apreciarla o despreciarla por lo que
había hecho. Naturalmente él lo había hecho
también. Su instinto le impelía a permanecer libre,
a no casarse. Una vez que uno se casa es el fin, le
decía.
Estaba
sentado al borde de la cama, en camisa y pantalones,
inerme ante la fatalidad que lo abrumaba, cuando
ella dio unos golpecitos en su puerta y entró en la
habitación. La muchacha se lo dijo todo, que había
confesado los hechos a su madre desde la A hasta la
Z, y que su madre hablaría con él esa misma
mañana. Rompió a llorar y le echó los brazos al
cuello, diciendo:
—¡Oh,
Bob! ¡Bob! ¿Qué voy a hacer? ¿Qué voy a hacer?
Terminaría
de una vez con su existencia, dijo.
Él
la consoló débilmente, diciéndole que no llorara,
que todo se arreglaría, que no había que temer.
Sintió la agitación del pecho femenino contra su
camisa.
No
fue del todo culpa suya que el hecho sucediera.
Recordaba, con la singular y paciente memoria del
soltero, los primeros roces fortuitos de su vestido,
su aliento, sus dedos, que habían sido como
caricias para él. Luego, una noche, ya avanzada la
hora, cuando se desvestía para acostarse, la joven
dio unos tímidos golpecitos a su puerta. Quería
encender su vela en la de él, pues una corriente de
aire se la había apagado. Se había bañado esa
noche, y llevaba un peinador suelto y abierto de
franela estampada. Su blanco empeine relucía en la
abertura de sus zapatillas de piel, y bajo su
epidermis perfumada bullía cálida la sangre.
También de sus manos y de sus muñecas, mientras
encendía la vela, se desprendía un delicado aroma.
Cuando
volvía tarde por las noches, era ella quien le
calentaba la cena. Apenas si se daba cuenta de lo
que comía, sintiéndola tan cerca, a solas y de
noche, mientras todos dormían. ¡Y lo solícita que
se mostraba! Si la noche era fría, o húmeda, o
borrascosa, sin dudas habría allí un vasito de
ponche preparado para él. Tal vez pudieran ser
felices juntos...
Solían
subir la escalera de puntillas, cada cual con una
vela, y en el tercer rellano se daban muy a disgusto
las buenas noches. Tomaron la costumbre de besarse.
Recordaba bien sus ojos, el contacto de su mano, el
delirio en que aquello terminó por precipitarlo...
Pero
el delirio pasa. Se hizo eco ahora de la frase de
ella: «¿Qué voy a hacer?» Su instinto de célibe
le advertía que no se comprometiese. Pero el pecado
allí estaba; su propio sentido del honor le decía
que por tal pecado debía efectuarse una reparación.
Sentado
así con ella en el borde de la cama, apareció Mary
en la puerta y dijo que la patrona quería verlo en
la sala. Se levantó para ponerse el chaleco y la
chaqueta, más desamparado que nunca. Una vez
vestido, se acercó a ella para consolarla. Todo se
arreglaría, no había que temer. La dejó llorando
en la cama y gimiendo débilmente: «¡Oh, Dios mío!»
Cuando
bajaba por la escalera se le empañaron de tal forma
los lentes que tuvo que quitárselos y limpiarlos.
Hubiera querido salir por el tejado y volar lejos, a
otro país donde jamás volviera a saber nada de
aquel lío, y sin embargo una fuerza lo empujaba
escalera abajo, peldaño por peldaño.
Las
caras implacables de su patrón y de la señora
parecían mirarlo inquisitivas, en su frustración y
desconcierto. En el último tramo de escaleras se
cruzó con Jack Mooney que subía de la despensa con
dos botellas de cerveza amorosamente abrazadas. Se
saludaron con frialdad, y los ojos del galán se
detuvieron un par de segundos en una recia
fisonomía de perro de presa y dos brazos cortos y
vigorosos. Al llegar al pie de la escalera, echó
una furtiva ojeada hacia arriba y vio a Jack
mirándolo desde la puerta del recibimiento.
Entonces
recordó la noche en que uno de los artistas de
vodevil, cierto rubio londinense, hizo una alusión
a Polly bastante desenfadada. La reunión casi
terminó de mala manera debido a la violenta
reacción de Jack. Todos se extremaron por aplacarle.
El artista de vodevil, un poco más pálido que de
costumbre, no hacía más que sonreír y repetir que
no lo había dicho con mala intención. Pero Jack no
hacía más que gritarle que si cualquier individuo
intentaba llevar adelante tales devaneos con su
hermana, por su alma que le iba a hacer tragarse las
muelas, como lo estaban oyendo.
***
Polly
continuó un rato sentada en el borde de la cama,
llorando. Luego se enjugó los ojos y se acercó al
espejo. Mojó la punta de la toalla en el jarro del
lavabo y se refrescó los ojos con el agua fría. Se
miró en el espejo de perfil y se ajustó una
horquilla en el pelo por encima de la oreja. Luego
volvió a la cama y se sentó a los pies. Miró un
largo rato las almohadas, y esta contemplación
suscitó en su ánimo secretos y dulces recuerdos.
Apoyó la nuca en el frío barandal metálico de la
cama y se abandonó a sus ensueños. Toda
perturbación visible había desaparecido de su
rostro.
Siguió
esperando paciente, casi alegremente, sin sobresalto,
dejando que sus recuerdos dieran paso poco a poco a
esperanzas y visiones del futuro. Tan intrincadas
eran estas esperanzas y visiones que ya no veía las
almohadas blancas donde tenía fija la mirada ni
recordaba que estaba esperando algo.
Por
fin oyó a su madre que la llamaba. Se puso de pie
automáticamente y corrió al pasamano de la
escalera.
—¡Polly!
¡Polly!
—Aquí
estoy, mamá.
—Baja,
hija mía. El señor Doran quiere hablar contigo.
Entonces
recordó lo que estaba esperando.
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