James Joyce
(1882-1941)
Un triste caso
(“A Painful Case”)
(Dubliners, 1914)
El señor James
Duffy residía en Chapelizod porque quería vivir lo
más lejos posible de la capital de que era
ciudadano y porque encontraba todos los otros
suburbios de Dublín mezquinos, modernos y
pretenciosos. Vivía en una casa vieja y sombría y
desde su ventana podía ver la destilería
abandonada y, más arriba, el río poco profundo en
que se fundó Dublín. Las altivas paredes de su
habitación sin alfombras se veían libres de
cuadros. Había comprado él mismo las piezas del
mobiliario: una cama de hierro negro, un lavamanos
de hierro, cuatro sillas de junco, un perchero—ropero,
una arqueta, carbonera, un guardafuegos con sus
atizadores y una mesa cuadrada sobre la que había
un escritorio doble. En un nicho había hecho un
librero con anaqueles de pino blanco. La cama estaba
tendida con sábanas blancas y cubierta a los pies
por una colcha escarlata y negra. Un espejito de
mano colgaba sobre el lavamanos y durante el día
una lámpara de pantalla blanca era el único adorno
de la chimenea. Los libros en los anaqueles blancos
estaban arreglados por su peso, de abajo arriba. En
el anaquel más bajo estaban las obras completas de
Wordsworth y en un extremo del estante de arriba
había un ejemplar del Catecismo de Maynooth
cosido a la tapa de una libreta escolar. Sobre el
escritorio tenía siempre material para escribir. En
el escritorio reposaba el manuscrito de una
traducción de Michael Kramer de Hauptmann,
con las acotaciones escénicas en tinta púrpura y
una resma de papel cogida por un alfiler de cobre.
Escribía una frase en estas hojas de cuando en
cuando y, en un momento irónico, pegó el recorte
de un anuncio de Píldoras de Bilis en la
primera hoja. Al levantar la tapa del escritorio se
escapaba de él una fragancia tenue —el olor a
lápices de cedro nuevos o de un pomo de goma o de
una manzana muy madura que dejara allí olvidada.
El señor Duffy
aborrecía todo lo que participara del desorden
mental o físico. Un médico medieval lo habría
tildado de saturnino. Su cara, que era el libro
abierto de su vida, tenía el tinte cobrizo de las
calles de Dublín. En su cabeza larga y bastante
grande crecía un pelo seco y negro y un bigote
leonado que no cubría del todo una boca nada
amable. Sus pómulos le daban a su cara un aire
duro; pero no había nada duro en sus ojos que,
mirando el mundo por debajo de unas cejas leoninas,
daban la impresión de un hombre siempre dispuesto a
saludar en el prójimo un instinto redimible pero
decepcionado a menudo. Vivía a cierta distancia de
su cuerpo, observando sus propios actos con mirada
furtiva y escéptica. Poseía un extraño hábito
autobiográfico que lo llevaba a componer
mentalmente una breve oración sobre sí mismo, con
el sujeto en tercera persona y el predicado en
tiempo pretérito. Nunca daba limosnas y caminaba
erguido, llevando un robusto bastón de avellano.
Fue durante
años cajero de un banco privado de la Calle Baggot.
Cada mañana venía desde Chapelizod en tranvía. A
mediodía iba a Dan Burke a almorzar: una botella
grande de láguer y una bandejita llena de bizcochos
de arrorruz. Quedaba libre a las cuatro. Comía en
una casa de comidas en la Calle George donde se
sentía a salvo de la compañía de la dorada
juventud dublinesa y donde había una cierta
honestidad rústica en cuanto a la cuenta. Pasaba
las noches sentado al piano de su casera o
recorriendo los suburbios. Su amor por la música de
Mozart lo llevaba a veces a la ópera o a un
concierto: eran éstas las únicas liviandades en su
vida.
No tenía
colegas ni amigos ni religión ni credo. Vivía su
vida espiritual sin comunión con el prójimo,
visitando a los parientes por Navidad y acompañando
el cortejo si morían. Llevaba a cabo estos dos
deberes sociales en honor a la dignidad ancestral,
pero no concedía nada más a las convenciones que
rigen la vida en común. Se permitía creer que,
dadas ciertas circunstancias, podría llegar a robar
en su banco, pero, como estas circunstancias nunca
se dieron, su vida se extendía uniforme —una
historia exenta de peripecias.
Una noche se
halló sentado junto a dos señoras en la Rotunda.
La sala, en silencio y apenas concurrida, auguraba
un rotundo fracaso. La señora sentada a su lado
echó una mirada en redondo, una o dos veces, y
después dijo:
—¡Qué pena
que haya tan pobre entrada esta noche! Es tan duro
tener que cantar a las butacas vacías.
Entendió él
que dicha observación lo invitaba a conversar. Se
sorprendió de que ella pareciera tan poco
embarazada. Mientras hablaba trató de fijarla en la
memoria. Cuando supo que la joven sentada al otro
lado era su hija, juzgó que ella debía de ser un
año menor que él o algo así. Su cara, que debió
de ser hermosa, era aún inteligente: un rostro
ovalado de facciones decisivas. Los ojos eran azul
oscuro y firmes. Su mirada comenzaba con una nota de
desafío pero, confundida por lo que parecía un
deliberado extravío de la pupila en el iris,
reveló momentáneamente un temperamento de gran
sensibilidad. La pupila se enderezó rápida, la
naturaleza a medias revelada cayó bajo el influjo
de la prudencia, y su chaqueta de astracán, que
modelaba un busto un tanto pleno, acentuó
definitivamente la nota desafiante.
La encontró
unas semanas más tarde en un concierto en Earlsfort
Terrace y aprovechó el momento en que la hija
estaba distraída para intimar. Ella aludió una o
dos veces a su esposo, pero su tono no era como para
convertir la mención en aviso. Se llamaba la
señora Sinico. El tatarabuelo de su esposo había
venido de Leghom. Su esposo era capitán de un buque
mercante que hacía la travesía entre Dublín y
Holanda; y no tenían más que una hija.
Al encontrarla
casualmente por tercera vez halló valor para
concertar una cita. Ella fue. Fue éste el primero
de muchos encuentros; se veían siempre por las
noches y escogían para pasear las calles más
calladas. Al señor Duffy, sin embargo, le repugnaba
la clandestinidad y, al advertir que estaban
condenados a verse siempre furtivamente, la obligó
a que lo invitara a su casa. El capitán Sinico
propiciaba tales visitas, pensando que estaba en
juego la mano de su hija. Había eliminado aquél a
su esposa tan francamente de su elenco de placeres
que no sospechaba que alguien pudiera interesarse en
ella. Como el esposo estaba a menudo de viaje y la
hija salía a dar lecciones de música, el señor
Duffy tuvo muchísimas ocasiones de disfrutar la
compañía de la dama. Ninguno de los dos había
tenido antes una aventura y no parecían conscientes
de ninguna incongruencia. Poco a poco sus
pensamientos se ligaron a los de ella. Le prestaba
libros, la proveía de ideas, compartía con ella su
vida intelectual. Ella era todo oídos.
En ocasiones,
como retribución a sus teorías, ella le confiaba
datos sobre su vida. Con solicitud casi maternal
ella lo urgió a que le abriera su naturaleza de par
en par; se volvió su confesora. Él le contó que
había asistido en un tiempo a los mítines de un
grupo socialista irlandés, donde se sintió como
una figura única en medio de una falange de obreros
sobrios, en una buhardilla alumbrada con gran
ineficacia por un candil. Cuando el grupo se
dividió en tres células, cada una en su buhardilla
y con un líder, dejó de asistir a aquellas
reuniones. Las discusiones de los obreros, le dijo,
eran muy timoratas; el interés que prestaban a las
cuestiones salariales, desmedido. Opinaba que se
trataba de ásperos realistas que se sentían
agraviados por una precisión producto de un ocio
que estaba fuera de su alcance. No era probable, le
dijo, que ocurriera una revolución social en
Dublín en siglos.
Ella le
preguntó que por qué no escribía lo que pensaba.
Para qué, le preguntó él, con cuidado desdén.
¿Para competir con fraseólogos incapaces de pensar
consecutivamente por sesenta segundos? ¿Para
someterse a la crítica de una burguesía obtusa,
que confiaba su moral a la policía y sus bellas
artes a un empresario?
Iba a menudo a
su chalecito en las afueras de Dublín y a menudo
pasaban la tarde solos. Poco a poco, según se
trenzaban sus pensamientos, hablaban de asuntos
menos remotos. La compañía de ella era como un
clima cálido para una planta exótica. Muchas veces
ella dejó que la oscuridad los envolviera,
absteniéndose de encender la lámpara. El discreto
cuarto a oscuras, el aislamiento, la música que
aún vibraba en sus oídos, los unía. Esta unión
lo exaltaba, limaba las asperezas de su carácter,
hacía emotiva su vida intelectual. A veces se
sorprendía oyendo el sonido de su voz. Pensó que a
sus ojos debía él alcanzar una estatura angelical;
y, al juntar más y más a su persona la naturaleza
fervorosa de su acompañante, escuchó aquella
extraña voz impersonal que reconocía como propia,
insistiendo en la soledad del alma, incurable. Es
imposible la entrega, decía la voz: uno se
pertenece a sí mismo. El final de esos discursos
fue que una noche durante la cual ella había
mostrado los signos de una excitación desusada, la
señora Sinico le cogió una mano apasionadamente y
la apretó contra su mejilla.
El señor Duffy
se sorprendió mucho. La interpretación que ella
había dado a sus palabras lo desilusionó. Dejó de
visitarla durante una semana; luego, le escribió
una carta pidiéndole encontrarse. Como él no
deseaba que su última entrevista se viera
perturbada por la influencia del confesionario en
ruinas, se encontraron en una pastelería cerca de
Parkgate. El tiempo era de aterido otoño, pero a
pesar del frío vagaron por los senderos del parque
cerca de tres horas. Acordaron romper la comunión:
todo lazo, dijo él, es una atadura dolorosa. Cuando
salieron del parque caminaron en silencio hacia el
tranvía; pero aquí empezó ella a temblar tan
violentamente que, temiendo él otro colapso de su
parte, le dijo rápido adiós y la dejó. Unos días
más tarde recibió un paquete que contenía sus
libros y su música.
Pasaron cuatro
años. El señor Duffy retornó a su vida habitual.
Su cuarto era todavía testigo de su mente
metódica. Unas partituras nuevas colmaban los
atriles en el cuarto de abajo y en los anaqueles
había dos obras de Nietzsche: Así hablaba
Zaratustra y La Gaya Ciencia. Muy raras
veces escribía en la pila de papeles que reposaba
en su escritorio. Una de sus sentencias, escrita dos
meses después de la última entrevista con la
señora Sinico, decía: El amor entre hombre y
hombre es imposible porque no debe haber comercio
sexual, y la amistad entre hombre y mujer es
imposible porque debe haber comercio sexual. Se
mantuvo alejado de los conciertos por miedo a
encontrarse con ella. Su padre murió; el socio
menor del banco se retiró. Y todavía iba cada
mañana a la ciudad en tranvía y cada tarde
caminaba de regreso de la ciudad a la casa, después
de comer con moderación en la Calle George y de
leer un vespertino como postre.
Una noche,
cuando estaba a punto de echarse a la boca una
porción de cecina y coles, su mano se detuvo. Sus
ojos se fijaron en un párrafo del diario que había
recostado a la jarra del agua. Volvió a colocar el
bocado en el plato y leyó el párrafo atentamente.
Luego, bebió un vaso de agua, echó el plato a un
lado, dobló el periódico colocándolo entre sus
codos y leyó el párrafo una y otra vez. La col
comenzó a depositar una fría grasa blancuzca en el
plato. La muchacha vino a preguntarle si su comida
no estaba bien cocida. Él respondió que estaba muy
buena y comió unos pocos bocados con dificultad.
Luego, pagó la cuenta y salió.
Caminó rápido
en el crepúsculo de noviembre, su robusto bastón
de avellano golpeando el suelo con regularidad, el
borde amarillento del informativo Mail
atisbando desde un bolsillo lateral de su ajustada
chaqueta-sobretodo. En el solitario camino de
Parkgate a Chapelizod aflojó el paso. Su bastón
golpeaba el suelo menos enfático y su respiración
irregular, casi con sonido de suspiros, se
condensaba en el aire invernal. Cuando llegó a su
casa subió enseguida a su cuarto y, sacando el
diario del bolsillo, leyó el párrafo de nuevo a la
mortecina luz de la ventana. No leyó en voz alta,
sino moviendo los labios como hace el sacerdote
cuando lee la Secreta. He aquí el párrafo:
MUERE UNA SEÑORA EN LA ESTACIÓN DE
SYDNEY PARADE
Un Triste Caso
En
el Hospital Municipal de Dublín, el fiscal forense
auxiliar (por ausencia del señor Leverett) llevó a
cabo hoy una encuesta sobre la muerte de la señora
Emily Sinico, de cuarenta y tres años de edad,
quien resultara muerta en la estación de Sydney
Parade ayer noche. La evidencia arrojó que al
intentar cruzar la vía, la desaparecida fue
derribada por la locomotora del tren de Kingston (el
correo de las diez), sufriendo heridas de
consideración en la cabeza y en el costado derecho,
a consecuencia de las cuales hubo de fallecer.
El motorista,
James Lennon, declaró que es empleado de los
ferrocarriles desde hace quince años. Al oír él
pito del guardavías, puso el tren en marcha, pero
uno o dos segundos después tuvo que aplicar los
frenos en respuesta a unos alaridos. El tren iba
despacio.
El maletero P.
Dunne declaró que el tren estaba a punto de
arrancar cuando observó a una mujer que intentaba
cruzar la vía férrea. Corrió hacia ella dando
gritos, pero, antes de que lograra darle alcance, la
infortunada fue alcanzada por el parachoques de la
locomotora y derribada al suelo.
Un miembro del
jurado. — ¿Vio usted caer a la señora?
Testigo. —
Sí.
El sargento de
la policía Croly declaró que cuando llegó al
lugar del suceso encontró a la occisa tirada en la
plataforma, aparentemente muerta. Hizo trasladar el
cadáver al salón de espera, pendiente de la
llegada de una ambulancia.
El gendarme 57
corroboró la declaración.
El doctor
Halpin, segundo cirujano del Hospital Municipal de
Dublín, declaró que la occisa tenía dos costillas
fracturadas y había sufrido severas contusiones en
el hombro derecho. Recibió una herida en el lado
derecho de la cabeza a resultas de la caída. Las
heridas no habrían podido causar la muerte de una
persona normal. El deceso, según su opinión, se
debió a un trauma y a un fallo cardíaco repentino.
El señor H. B.
Patterson Finlay expresó, en nombre de la
compañía de ferrocarriles, su más profunda pena
por dicho accidente. La compañía, declaró, ha
tomado siempre precauciones para impedir que los
pasajeros crucen las vías si no es por los puentes,
colocando al efecto anuncios en cada estación y
también mediante el uso de barreras de resorte en
los pasos a nivel. La difunta tenía por costumbre
cruzar las líneas, tarde en la noche, de plataforma
en plataforma, y en vista de las demás
circunstancias del caso, declaró que eximía a los
empleados del ferrocarril de toda responsabilidad.
El capitán
Sinico, de Leoville, Sydney Parade, esposo de la
occisa, también hizo su deposición. Declaró que
la difunta era su esposa, que él no estaba en
Dublín al momento del accidente, ya que había
arribado esa misma mañana de Rótterdam. Llevaban
veintidós años de casados y habían vivido
felizmente hasta hace cosa de dos años, cuando su
esposa comenzó a mostrarse destemplada en sus
costumbres.
La señorita
Mary Sinico dijo que últimamente su madre había
adquirido el hábito de salir de noche a comprar
bebidas espirituosas. Atestiguó que en repetidas
ocasiones había intentado hacer entrar a su madre
en razón, habiéndola inducido a que ingresara en
la liga antialcohólica. La joven declaró no
encontrarse en casa cuando ocurrió el accidente.
El jurado dio su
veredicto de acuerdo con la evidencia médica y
exoneró al mencionado Lennon de toda culpa.
El fiscal
forense auxiliar dijo que se trataba de un triste
caso y expresó su condolencia al capitán Sinico y
a su hija. Urgió a la compañía ferroviaria a
tomar todas las medidas a su alcance para prevenir
la posibilidad de accidentes semejantes en el
futuro. No se culpó a terceros.
El señor Duffy
levantó la vista del periódico y miró por la
ventana al melancólico paisaje. El río corría
lento junto a la destilería y de cuando en cuando
se veía una luz en una casa en la carretera a
Lucan. ¡Qué fin! Toda la narración de su muerte
lo asqueaba y lo asqueaba pensar que alguna vez le
habló a ella de lo que tenía por más sagrado. Las
frases deshilvanadas, las inanes expresiones de
condolencia, las cautas palabras del periodista
habían conseguido ocultar los detalles de una
muerte común, vulgar, y esto le atacó al
estómago. No era sólo que ella se hubiera
degradado; lo degradaba a él también. Vio la
escuálida ruta de su vicio miserable y maloliente.
¡Su alma gemela! Pensó en los trastabillantes
derrelictos que veía llevando latas y botellas a
que se las llenara el dependiente. ¡Por Dios, qué
final! Era evidente que no estaba preparada para la
vida, sin fuerza ni propósito como era, fácil
presa del vicio: una de las ruinas sobre las que se
erigían las civilizaciones. ¡Pero que hubiera
caído tan bajo! ¿Sería posible que se hubiera
engañado tanto en lo que a ella respectaba?
Recordó los exabruptos de aquella noche y los
interpretó en un sentido más riguroso que lo
había hecho jamás. No tenía dificultad alguna en
aprobar ahora el curso tomado.
Como la luz
desfallecía y su memoria comenzó a divagar pensó
que su mano tocaba la suya. La sorpresa que atacó
primero su estómago comenzó a atacarle los
nervios. Se puso el sobretodo y el sombrero con
premura y salió. El aire frío lo recibió en el
umbral; se le coló por las mangas del abrigo.
Cuando llegó al pub del puente de Chapelizod entró
y pidió un ponche caliente.
El propietario
vino a servirle obsequioso, pero no se aventuró a
dirigirle la palabra. Había cuatro o cinco obreros
en el establecimiento discutiendo el valor de la
hacienda de un señor del condado de Kildare.
Bebían de sus grandes vasos a intervalos y fumaban,
escupiendo al piso a menudo y en ocasiones barriendo
el aserrín sobre los salivazos con sus botas
pesadas. El señor Duffy se sentó en su banqueta y
los miraba sin verlos ni oírlos. Se fueron después
de un rato y él pidió otro ponche. Se sentó ante
el vaso por mucho rato. El establecimiento estaba
muy tranquilo. El propietario estaba tumbado sobre
el mostrador leyendo el Herald y bostezando.
De vez en cuando se oía un tranvía siseando por la
desolada calzada.
Sentado allí,
reviviendo su vida con ella y evocando
alternativamente las dos imágenes con que la
concebía ahora, se dio cuenta de que estaba muerta,
que había dejado de existir, que se había vuelto
un recuerdo. Empezó a sentirse desazonado. Se
preguntó qué otra cosa pudo haber hecho. No podía
haberla engañado haciéndole una comedia; no podía
haber vivido con ella abiertamente. Hizo lo que
creyó mejor. ¿Tenía él acaso la culpa? Ahora que
se había ido ella para siempre entendió lo
solitaria que debía haber sido su vida, sentada
noche tras noche, sola, en aquel cuarto. Su vida
sería igual de solitaria hasta que él también
muriera, dejara de existir, se volviera un recuerdo
—si es que alguien lo recordaba.
Eran más de las
nueve cuando dejó el pub. La noche era fría y
tenebrosa. Entró al parque por el primer portón y
caminó bajo los árboles esmirriados. Caminó por
los senderos yermos por donde habían andado cuatro
años atrás. Por momentos creyó sentir su voz
rozar su oído, su mano tocando la suya. Se detuvo a
escuchar. ¿Por qué le había negado a ella la
vida? ¿Por qué la condenó a muerte? Sintió que
su existencia moral se hacía pedazos.
Cuando alcanzó
la cresta de Magazine Hill se detuvo a mirar a lo
largo del río y hacia Dublín, cuyas luces ardían
rojizas y acogedoras en la noche helada. Miró
colina abajo y, en la base, a la sombra del muro del
parque, vio unas figuras caídas: parejas. Esos
amores triviales y furtivos lo colmaban de
desespero. Lo carcomía la rectitud de su vida;
sentía que lo habían desterrado del festín de la
vida. Un ser humano parecía haberlo amado y él le
negó la felicidad y la vida: la sentenció a la
ignominia y a morir de vergüenza. Sabía que las
criaturas postradas allá abajo junto a la muralla
lo observaban y deseaban que acabara de irse. Nadie
lo quería; era un desterrado del festín de la
vida. Volvió sus ojos al resplandor gris del río,
serpeando hacia Dublín. Más allá del río vio un
tren de carga serpeando hacia la estación de
Kingsbridge, como un gusano de cabeza fogosa
serpeando en la oscuridad, obstinado y laborioso.
Lentamente se perdió de vista; pero todavía sonó
en su oído el laborioso rumor de la locomotora
repitiendo las sílabas de su nombre.
Regresó
lentamente por donde había venido, el ritmo de la
máquina golpeando en sus oídos. Comenzó a dudar
de la realidad de lo que la memoria le decía. Se
detuvo bajo un árbol a dejar que murieran aquellos
ritmos. No podía sentirla en la oscuridad ni su voz
podía rozar su oído. Esperó unos minutos,
tratando de oír. No se oía nada: la noche era de
un silencio perfecto. Escuchó de nuevo:
perfectamente muda. Sintió que se había quedado
solo.
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