John Steinbeck
(27 de febrero, 1902 – 20 de diciembre, 1968)
El pony colorado, II:
Las grandes montañas (1933)
(“The Red Pony II, The Great Mountains”)
Originalmente publicado en la revista The North American Review, 236 (diciembre 1933);
The Long Valley
(Nueva York: The Viking Press, 1938, 303 págs.)
En el calor zumbante de una tarde de verano, el pequeño Jody recorría displicentemente el rancho en busca de algo que hacer. Había estado en el establo, y en seguida se había puesto a tirar piedras contra los nidos de golondrinas, bajo los aleros, hasta que todas las pequeñas casitas de barro se rompieron dejando caer sus forros de paja y de plumas sucias. Después, en la casa del rancho, preparó una trampa para ratones, con queso podrido, y la colocó en un sitio donde Doubletree Mutt, el buen perro pastor, pudiera atraparse el hocico. No era un impulso de crueldad lo que movía a Jody a actuar así, sino el tedio de la larga y calurosa tarde. Doubletree Mutt metió su hocico imprudentemente en la trampa y huyó cojeando y ladrando de dolor, con las ventanillas ensangrentadas. Cada vez que se hería en alguna parte de su cuerpo, fuera cual fuese, Mutt cojeaba. Era su manera de ser. Una vez, siendo joven, se vio cogido en una trampa de coyotes, y desde entonces siempre había cojeado, hasta cuando le reñían.
Al oír gañir al perro, la madre de Jody llamó al niño desde la casa:
—¡Jody! ¡Deja de torturar a ese perro y haz algo útil!
Sintiéndose culpable, Jody le arrojó una piedra a Mutt. En seguida cogió su honda del pórtico y se dirigió hacia la pradera, para tratar de matar algún pájaro. Era una buena honda con gomas compradas en un almacén; pero, aun cuando Jody había apuntado a menudo a los pájaros, jamás había dado en el blanco a ninguno. Cruzó la huerta, golpeando el polvo con los pies. En el camino encontró una piedra perfecta para su honda: una piedra redonda, ligeramente plana y lo suficientemente pesada para cruzar el aire. La colocó en la bolsa de goma de su arma y se encaminó a la pradera. Tenía el ceño contraído y movía los labios incesantemente; por vez primera en aquella tarde estaba atento. A la sombra de la artemisa, los pajarillos escarbaban afanosamente entre las hojas, luego alzaban el vuelo hacia algún sitio próximo y allí volvían a escarbar. Jody tiró las gomas de la honda y se adelantó cautelosamente. Un zorzal se detuvo, le miró y se agachó listo para emprender el vuelo. Jody se acercó bordeando, avanzando lentamente un pie, luego el otro. Cuando estuvo a veinte pasos de distancia, levantó cuidadosamente la honda y apuntó. La piedra silbó; el zorzal voló rectamente hacia ella y cayó con la cabecita destrozada. Jody corrió a recogerlo.
—Bueno, te pillé —dijo.
El pájaro parecía mucho más pequeño muerto que lo que había parecido vivo. Jody sintió un ligero dolor en el estómago; entonces, sacando su cortaplumas le cortó la cabeza. A continuación le sacó las entrañas, le cortó las alas, y por último lo arrojó todo a un matorral. No le importaba el pájaro ni la vida de éste, pero sabía lo que habrían dicho las gentes mayores si le hubieran visto matarlo y sentía vergüenza ante su probable opinión. Decidió olvidar el asunto lo más pronto posible y no mencionarlo nunca a nadie.
Las colinas estaban secas por aquel entonces y el césped se veía dorado; pero en el sitio donde el caño llenaba la tina redonda hasta que el agua se desparramaba, había un trozo de fino césped verde, profundo, suave y húmedo. Jody bebió dé la tina musgosa y se lavó las manos para quitarse la sangre del pájaro. Después se tendió sobre el césped, contemplando las nubes espesas del verano. Cerrando un ojo y anulando así la perspectiva, traía las nubes hasta su alcance, de tal modo que podía extender sus dedos y tocarlas, ayudando a la brisa ligera a empujarlas por el cielo; le parecía que rodaban más aprisa gracias a su ayuda. Así disipó una nube blanca y espesa hasta hacerla desaparecer de su vista. Jody se preguntó qué vería aquella nube ahora. Se irguió para observar mejor las grandes montañas hacia donde las nubes iban a amontonarse y donde se tornaban obscuras y amenazadoras para concluir en un borde dentado muy alto hacia el Oeste. Extrañas y misteriosas montañas; pensó en cuan poco sabía acerca de ellas.
—¿Qué hay al otro lado? —le había preguntado una vez a su padre.
—Más montañas, supongo. ¿Por qué?
—¿Y al otro lado de ellas?
—Más montañas. ¿Por qué?
—¿Y siempre más y más montañas?
—Bueno, no. Finalmente llega uno al océano.
—Pero, ¿qué hay en las montañas?
—Solamente peñascos, y matorrales, y rocas, y sequedad.
—¿Estuvo usted allí alguna vez?
—No.
—¿Ha estado alguien allí alguna vez?
—Algunas personas, supongo. Es peligroso a causa de los peñascos y demás cosas. He oído decir que hay más regiones inexploradas en las montañas del condado de Monterrey que en ningún otro lugar de los Estados Unidos.
Su padre parecía sentirse orgulloso de que así fuese.
—¿Y después viene el océano?
—Después viene el océano.
—Pero... —insistió el muchacho—, pero, ¿entre ambas cosas? ¿Nadie lo sabe?
—Oh, sí, algunas personas. Pero no hay manera de llegar hasta allí. Y tampoco mucha agua. Sólo rocas, y peñascos, y bosques. ¿Por qué?
—Estaría bien ir allí.
—¿Para qué? No hay nada.
Jody sabía que tenía que haber algo, algo muy maravilloso porque no era conocido, algo secreto y misterioso. En su interior sentía que así era. Otro día preguntó a su madre:
—¿Sabe usted qué hay en las grandes montañas?
Ella alzó los ojos hasta él, luego los volvió hacia las feroces cordilleras.
—Me imagino que sólo el oso —dijo.
—¿Qué oso?
—Aquel que fue a la montaña para ver lo que en ella había.
Jody interrogó a Billy Buck sobre la posibilidad de que existieran antiguas ciudades perdidas en las montañas, pero Billy estaba de acuerdo con el padre de Jody.
—No es probable —dijo—, No habría nada que comer, a menos que vivan allí gentes que se alimenten de rocas.
Ésa fue toda la información que Jody pudo obtener, y aquel misterio convertía a las montañas en algo terrible y atrayente a la vez. A menudo imaginaba millas de sierras hasta que por último venía el mar. Cuando los picachos estaban rosados por la luz del sol, le invitaban a ir a ellos, y cuando el sol había desaparecido tras sus bordes al atardecer y las montañas eran como una desolación púrpura, le infundían pavor; parecían tan impersonales y distantes que su misma imperturbabilidad era como una amenaza.
Ahora volvió la cabeza hacia las montañas del Este, las Gavilanes. Éstas eran montañas alegres en cuyas colinas había ranchos y en cuyas crestas crecían pinos. Vivían gentes en sus laderas, y allí habíanse librado batallas contra los mejicanos.
Volviendo un instante la cabeza hacia las Sierras Grandes, Jody se estremeció ligeramente ante el contraste. La cuenca formada al pie de la colina en la cual se encontraba el rancho, ofrecía un refugio soleado y seguro. En la casa resplandecía la luz blanca y el granero tenía un aspecto pardo y tibio. Las vacas coloradas en la colina más alejada pastaban lentamente hacia el Norte. Incluso el ciprés obscuro junto a la casa de los peones tenía su aspecto habitual. Los pollos escarbaban entre los escombros del corral con pequeños y rápidos pasos de vals.
De pronto, Jody divisó una figura que se movía. Era un hombre que caminaba lentamente por la cima de la colina, en la carretera de Salinas, y parecía dirigirse a la casa. Jody se puso de pie y echó a andar en la misma dirección, pues si alguien llegaba a la casa, él quería estar allí para verle. Cuando llegó a la puerta, el hombre estaba sólo a mitad del camino. Era un hombre delgado, de hombros muy rectos. Jody se dio cuenta de que era viejo por su manera de golpear el suelo con los tacones y de andar con brincos tiesos. Al aproximarse más, Jody vio que vestía pantalones y chaqueta de color. Tenía unos zapatos de gañán y un viejo sombrero Stetson. Llevaba al hombro un saco de algodón sucio de tierra y lleno. Ya estaba lo suficientemente cerca para poderle ver el rostro. Era un rostro moreno como carne de vaca seca. Tenía unos bigotes blancos que se veían de un tono casi azulado sobre la piel tostada, y cabellos también blancos. La piel de la cara parecía haber retrocedido sobre su cráneo hasta cubrir el hueso, no la carne, y hacía aparecer la nariz y la barbilla puntiagudas y frágiles. Sus ojos eran grandes, profundos y obscuros. El iris y la pupila eran una sola cosa negra, pero los globos de sus ojos eran pardos. No tenía una sola arruga en el rostro. El viejo vestía una chaqueta de estameña azul cerrada hasta el cuello con botones de bronce, como acostumbran los hombres que no usan camisa. Por las mangas asomaban unas muñecas huesudas y unas manos nudosas y duras como ramas de durazno. Las uñas eran lisas, romas y lustrosas.
El viejo se acercó a la puerta bajando el saco del hombro al enfrentarse con Jody. Sus labios se agitaron ligeramente y de ellos salió una voz suave e impersonal.
—¿Usted vive aquí?
Jody se sintió apurado. Se volvió para mirar hacia la casa y al granero, donde estaban su padre y Billy Buck.
—Sí —replicó, al ver que no venía ayuda alguna de aquella dirección.
—He vuelto —dijo el viejo—. Soy Gitano y he vuelto.
Jody no podía asumir aquella responsabilidad. Se volvió bruscamente y corrió hacia la casa en busca de ayuda, haciendo golpear la puerta tras sí. Su madre estaba en la cocina hurgando con una horquilla los agujeros tapados de un escurridor, y mordiéndose el labio inferior en la concentración de su trabajo.
—Es un viejo —exclamó Jody excitado—. Es un paisano y dice que ha vuelto.
Su madre dejó a un lado el escurridor clavando la horquilla detrás de la tabla del vertedero.
—¿Qué pasa? —preguntó pacientemente.
—Hay un viejo afuera. Venga a verle.
—Bueno, ¿qué desea? —preguntó desatando los lazos de su delantal y alisándose el cabello con los dedos.
—No sé. Vino caminando.
Su madre se ordenó el vestido y salió seguida de Jody. Gitano no se había movido.
—¿Qué desea? —preguntó mistress Tiflin.
Gitano se quitó su viejo sombrero negro, sujetándolo con ambas manos delante de sí.
—Soy Gitano —repitió —y he vuelto.
—¿Vuelto? ¿Vuelto adónde?
El cuerpo recto de Gitano se inclinó un poco hacia delante. Su mano derecha descubrió el círculo de las colinas, los campos y las montañas.
—Al rancho. Yo nací aquí, y mi padre también.
—¿Aquí?— preguntó ella—. Éste no es un lugar muy antiguo.
—No, allí —dijo él, señalando la sierra occidental—. Al otro lado, en una casa que ha desaparecido. Sí, señora. Cuando la hacienda fue parcelada, no pusieron más cal en el adobe y las lluvias se lo llevaron.
La madre de Jody permaneció silenciosa un instante, mientras extraños pensamientos nostálgicos cruzaban su mente; pero los borró rápidamente.
—¿Y qué desea ahora aquí, Gitano?
—Quedarme aquí hasta que muera —respondió él tranquilamente.
—Pero no necesitamos ningún hombre extraño.
—Ya no puedo trabajar mucho, señora. Puedo ordeñar una vaca, dar de comer a las aves, cortar un poco de madera y nada más. Me quedaré aquí. Éstas son mis cosas —concluyó, mostrando el hatillo colocado en el suelo junto a él.
—Corre al granero a llamar a tu padre.
Jody salió precipitadamente y volvió con Carl Tiflin y Billy Buck. El viejo estaba en el mismo sitio donde le dejara, pero ahora descansaba. Todo su cuerpo se había combado en un reposo sin tiempo.
—¿Qué sucede? —preguntó Carl Tiflin—. ¿Por qué está Jody tan excitado?
Mistress Tiflin señaló al viejo.
—Quiere quedarse aquí. Quiere hacer algún pequeño trabajo y quedarse aquí.
—Pues no podemos tenerle. No necesitamos más hombres. Es demasiado viejo. Además, Billy hace todo lo que hay que hacer.
Habían estado hablando de él como si no existiera; de pronto, ambos vacilaron y miraron a Gitano, sintiéndose confusos. Gitano aclaró su garganta.
—Soy demasiado viejo para trabajar. He vuelto al lugar donde nací.
—Usted no nació aquí —respondió Carl ásperamente.
—No. Nací en la casa de adobe, allá en la colina. Antes que ustedes llegaran, todo esto era una sola hacienda.
—¿En la casa de barro que se ha deshecho?
—Sí. Y mi padre también. Ahora me quedaré aquí, en el rancho.
—Le repito que no puede quedarse —dijo Carl irritado—. No necesito a ningún viejo. Éste no es un rancho grande. No puedo darle de comer ni pagarle un médico. Debe tener usted parientes o amigos. Vaya con ellos. Acudir a extraños es lo mismo que mendigar.
—Yo nací aquí —repitió Gitano paciente e inflexible.
A Carl Tiflin no le gustaba ser cruel, pero sintió que no le quedaba otro remedio.
—Puede comer aquí esta noche y dormir en el cuartito de la vieja casa de peones. Le daremos su desayuno por la mañana y luego tendrá que seguir su camino. Vaya con sus amigos. No venga a morir en casa de extraños.
Gitano se puso su sombrero negro y se inclinó a recoger su saco.
—Éstas son mis cosas —dijo.
Carl se volvió.
—Ven, Billy, vamos a terminar nuestros quehaceres, Jody, muéstrale el cuartito del galpón.
Billy y él tomaron la dirección del granero. Mistress Tiflin entró en la casa, volviéndose en el umbral para decir:
—Le enviaré algunas mantas.
Gitano miró interrogativamente a Jody.
—Yo le mostraré dónde és —dijo el muchacho.
En el cuarto había un camastro con un colchón casi plano, un cajón de manzanas sobre el que había una linterna, y una silla mecedora sin respaldo. Gitano depositó cuidadosamente su saco sobre el suelo y se sentó en la cama. Jody permaneció tímidamente en el cuarto, vacilando. Finalmente dijo:
—¿Vino usted por las montañas grandes?
—No, trabajé en el valle de Salinas.
Pero los pensamientos de la tarde no abandonaron a Jody.
—¿Estuvo usted alguna vez en las montañas grandes?
Los ojos oscuros del viejo parecieron hundirse y su luz iluminar interiormente los años que vivían en su cabeza.
—Una vez.., cuando era pequeño. Fui con mi padre.
—¿Qué había allí? —exclamó Jody—. ¿Vio gentes o alguna casa?
—No.
—Entonces, ¿qué había?
Los ojos de Gitano permanecieron fijos en su interior. Una pequeña arruga se formó entre sus cejas.
—¿Qué vio allí? —insistió Jody.
—No sé —dijo Gitano—. No recuerdo.
—¿Era muy terrible y seco?
—No recuerdo.
En su excitación, Jody había perdido su timidez.
—¿No se acuerda usted de nada de allí?
La boca de Gitano se abrió para dar una respuesta, mientras su cerebro buscaba las palabras.
—Creo que era muy tranquilo... creo que era agradable.
Los ojos de Gitano parecían haber encontrado algo en los años, porque se suavizaron como si una sonrisa hubiera asomado a ellos.
—¿Y nunca más volvió usted a las montañas? —insistió Jody.
—No.
—¿Nunca quiso volver?
El rostro de Gitano se había tornado impaciente.
—No —dijo en un tono que manifestaba claramente que no quería hablar más de aquello.
Sin embargo, el muchacho siguió allí, atraído por una curiosa fascinación. No quería alejarse de Gitano; pero su timidez volvió a apoderarse de él.
—¿Quiere usted venir al establo a ver los caballos? —preguntó.
Gitano se puso de pie, se colocó su sombrero y se dispuso a seguirle.
Era ya casi de noche. Ambos se detuvieron junto al abrevadero, observando a los caballos que bajaban de las colinas a beber su ración de la tarde. Gitano apoyó sus grandes manos morenas y nudosas en la baranda superior del cerco. Cinco caballos se acercaron a beber, y después se quedaron en las cercanías mordisqueando el suelo o restregándose los costados contra la madera pulida del cerco. Largo rato después que hubieron terminado de beber, apareció un caballo viejo que bajaba penosamente la colina. Tenía grandes dientes amarillos, unos cascos planos y afilados como espadas y costillas que se marcaban nítidamente bajo la piel. Llegó penosamente hasta el abrevadero y bebió con un fuerte ruido succionador.
—Es el viejo Pascua Florida, el primer caballo que tuvo mi padre. Tiene treinta años —explicó Jody alzando los ojos hasta los de Gitano en espera de una respuesta.
—Ya no sirve para nada—dijo Gitano.
El padre de Jody y Billy Buck salieron en aquel momento del establo.
—Demasiado viejo para trabajar —repitió Gitano—. No hace sino comer y pronto ha de morir.
Carl Tiflin alcanzó a escuchar las últimas palabras. Aborrecía su brutalidad hacia el viejo Gitano y por esto mismo volvió a mostrarse brutal.
—Es una vergüenza no matar a Pascua Florida —dijo—. Le evitaríamos una cantidad de sufrimientos y reumatismo.
Miró secretamente a Gitano para ver si éste había captado el paralelo; pero las grandes manos huesudas no se movieron, ni desvió el viejo sus ojos del caballo.
—Los seres viejos deberían ser suprimidos —prosiguió el padre de Jody—. Un tiro, un gran ruido, un gran dolor en la cabeza tal vez, y se acabó. En todo caso, es preferible al envaramiento y al dolor de muelas.
—Pero también existe el derecho de descansar después de haber trabajado toda la vida —interrumpió Billy Buck.
Carl había estado mirando fijamente al caballo viejo.
—No puedes imaginarte cómo era Pascua Florida —dijo suavemente—. Tenía un cuello erguido, un pecho profundo, una magnífica envergadura. Podía saltar una puerta de cinco barras. En cierta ocasión, gané una carrera llana con él, cuando yo tenía quince años. Pude haber sacado doscientos dólares por él en cualquier época. Al verle ahora, nadie se imaginaría qué hermoso animal era. —Carl Tiflin se contuvo porque no le gustaba mostrarse blando—. Pero ahora deberíamos pegarle un tiro —concluyó.
—Tiene derecho a descansar —insistió Billy Buck.
El padre de Jody tuvo un pensamiento humorista. Volviéndose a Gitano, dijo:
—Si en una colina crecieran jamón y huevos, yo le pondría a pastar a usted también. Pero no puedo dejarle pastar en mi cocina.
Más tarde, mientras se dirigían hacia la casa, rió de su broma con Billy Buck.
—¡Qué bueno sería para todos nosotros que en las colinas creciera jamón con huevos!
Jody sabía que su padre había estado buscando un punto preciso para herir a Gitano. A él le había ocurrido aquello a menudo. Su padre conocía cada punto sensible del muchacho para dejar caer allí una palabra emponzoñada.
—Lo dice solamente por hablar —dijo Jody—. No tiene intención de matar a Pascua Florida. Él quiere a su caballo. Fue el primero que tuvo.
El sol se hundió detrás de las altas montañas mientras permanecían allí. El rancho descansó. Gitano parecía sentirse más a sus anchas con el crepúsculo. Hizo con los labios un curioso ruido y extendió una de sus manos sobre el cerco. El viejo Pascua Florida se acercó tiesamente hacia él, y Gitano le acarició el cuello escuálido bajo la melena.
—¿Le gusta? —preguntó Jody suavemente.
—Sí... pero no sirve para nada.
El triángulo sonó en el rancho.
—Es hora de cenar —exclamó Jody—. Venga conmigo.
Los pavos volaban pesadamente hacia las ramas bajas del ciprés junto a la casa de los peones. Un gato del rancho cruzó el camino llevando una rata tan grande que la cola le arrastraba por el suelo. La codorniz, en las laderas, estaba todavía escuchando la cristalina llamada del agua.
Jody y Gitano llegaron hasta los peldaños traseros y mistress Tiflin los miró a través de la mampara.
—Apresúrate, Jody. Venga a comer, Gitano.
Carl y Billy Buck se habían sentado ya frente a la larga mesa cubierta de hule y habían comenzado a comer. Jody se deslizó a su silla sin moverla, pero Gitano permaneció de pie, sujetando el sombrero entre las manos, hasta que Carl le dijo:
—Siéntese, siéntese. Mejor será que llene su panza antes de marcharse.
Carl temía ablandarse y permitir que el viejo se quedara, y por ello continuaba recordándose a sí mismo que esto no podía ser.
Gitano dejó su sombrero en el suelo y se sentó tímidamente. No podía alcanzar la comida y Carl tuvo que pasársela.
—Tome, sírvase.
Gitano comía muy lentamente, cortando trocitos de carne y arreglando pequeñas pastillas de patatas amasadas en su plato. La situación no cesaba de preocupar a Carl Tiflin.
—¿No tiene usted parientes en esta parte del país? —preguntó.
Gitano replicó con cierto orgullo:
—Mi cuñado está en Monterrey. También tengo primos allí.
—Bueno, entonces puede irse a vivir con ellos.
—Yo nací aquí —dijo Gitano como un suave reproche.
La madre de Jody salió de la cocina trayendo una gran fuente de budín de tapioca.
Carl se dirigió a ella riendo:
—¿Te conté lo que le dije a Gitano? Le dije que si el jamón y los huevos crecieran en las laderas de las colinas, le pondría a pastar como al viejo Pascua Florida.
Gitano no levantó los ojos, clavados en el plato.
—Es una lástima que no pueda quedarse —dijo mistress Tiflin.
—Mira, no vengas ahora con esas cosas —dijo Carl ásperamente.
Cuando terminaron de comer, Carl, Billy Buck y Jody fueron a sentarse un rato en el living-room; pero Gitano, sin una palabra de despedida o de agradecimiento, atravesó la cocina y salió por la puerta trasera. Jody observaba en secreto a su padre, pues sabía cuan mezquino se sentía.
—Esta comarca está llena de estos viejos paisanos —le dijo Carl a Billy Buck.
—Son excelentes hombres —dijo Billy defendiéndolos—. Pueden trabajar muchos más años que los blancos. Yo conocí a uno que tenía ciento cinco años y que todavía podía montar un caballo. Jamás se ve a un hombre blanco, de la edad de Gitano, caminando veinte o treinta millas.
—Sí, es verdad que son muy resistentes —estuvo de acuerdo Carl—. Pero, dime, ¿es que te vas a poner también de su parte? Óyeme, Billy —explicó—, bastantes preocupaciones tengo con librar a este rancho del Banco de Italia para hacerme cargo todavía de alguien a quien alimentar. Tú lo sabes bien, Billy.
—Sin duda —replicó Billy—. Si usted fuera rico, sería diferente.
—Así es. Además, el viejo tiene sitio adonde ir. Tiene cuñado y primos en Monterrey. ¿Por qué habría yo de hacerme cargo de él?
Jody escuchaba y le parecía oír la voz suave de Gitano con su imperturbable: “Pero yo nací aquí». Gitano era misterioso como las montañas. Había sierras que se seguían hasta donde alcanzaba la vista; pero detrás de la última serranía se extendía una vasta comarca desconocida. Y Gitano no era un hombre viejo hasta que uno llegaba a sus ojos obscuros, detrás de los cuales había algo desconocido. Él no decía jamás nada que le permitiera a uno adivinar lo que había dentro de ellos, en el interior de sus ojos. Jody se sentía irresistiblemente atraído hacia la casa de los peones. Mientras su padre hablaba, se escurrió de su silla y saltó por la puerta sin hacer ruido.
La noche era obscura y los ruidos lejanos se percibían claramente. Los horcates de un arreo de madera sonaban por encima de la colina, en el camino del condado. Jody atravesó el patio en sombras. Por la ventana del pequeño cuarto de peones se filtraba una luz, y como la noche era callada, se dirigió silencioso hasta ella asomándose a mirar. Gitano estaba sentado en la silla mecedora, de espaldas a la ventana. Su brazo derecho se movía lentamente delante de él. Jody empujó la puerta y entró. Gitano se irguió y cogiendo un trozo de cuero de venado trató de cubrir el objeto que tenía en su regazo; pero el cuero resbaló y Jody se quedó atónito ante lo que Gitano tenía en la mano. Era un hermoso espadín con una cazoleta dorada. La hoja era como un sombrío rayo de luz, y la cazoleta estaba labrada con un intrincado diseño.
—¿Qué es? —preguntó Jody.
Gitano se limitó a dirigirle una mirada de agravio, y cogiendo el cuero de venado envolvió firmemente la hermosa hoja en él. Jody extendió la mano.
—¿Puedo verlo?
Los ojos de Gitano brillaron de ira y sacudió la cabeza.
—¿De dónde lo sacó? ¿Cómo lo ha conseguido?
Esta vez, Gitano le miró profundamente, como si estuviera reflexionando.
—Lo recibí de mi padre.
—¿Y él de dónde lo sacó?
Gitano miró el paquete envuelto en el cuero de venado que tenía en la mano.
—No sé.
—¿Nunca se lo dijo?
—No.
—¿Y qué hace usted con eso?
Gitano pareció ligeramente sorprendido.
—Nada, lo guardo simplemente.
—¿Puedo verlo de nuevo?
El viejo desenvolvió lentamente la hoja reluciente dejando que la luz de la lámpara se proyectara sobre ella un instante. En seguida volvió a guardarla.
—Márchese ahora. Quiero acostarme —dijo, apagando la lámpara casi antes de que Jody hubiera cerrado la puerta.
Mientras se encaminaba a la casa, Jody sabía algo con mayor precisión de lo que jamás había tenido en su vida, y era que no debía contarle a nadie nada acerca del espadín. Sería espantoso contárselo a alguien, porque ello destruiría alguna frágil estructura de verdad. Era una verdad que podía ser destrozada por la indiscreción.
En el camino a través del patio obscuro, Jody pasó junto a Billy Buck.
—Están buscándote —le dijo Billy.
Jody regresó al living-room y su padre se volvió al sentirle entrar.
—¿Dónde estabas?
—Fui a ver si cogía ratas en la nueva trampa.
—Es hora de que te acuestes —dijo su padre.
* * *
Jody fue el primero que estuvo a la mesa del desayuno a ¡a mañana siguiente. Después llegó su padre, y por último, Billy Buck. Mistress Tiflin se asomó desde la cocina.
—¿Dónde está el viejo, Billy? —preguntó.
—Me imagino que debe estar dando un paseo —dijo Billy—. Miré a su cuarto y no estaba allí.
—Tal vez partió para Monterrey —dijo Carl—. Es un largo trayecto.
—No —explicó—. Su saco está en el cuarto.
Terminado su desayuno, Jody se dirigió a la casa de los peones. Las moscas volaban al sol. El rancho parecía especialmente tranquilo aquella mañana. Cuando estuvo seguro de que nadie le observaba, entró en la pequeña habitación y miró dentro del saco de Gitano. Éste contenía alguna ropa interior, un par de pantalones y tres pares de calcetines usados. No había nada más. Una aguda soledad cayó sobre Jody. Regresó lentamente a la casa. Su padre estaba en el pórtico hablando con Mistress Tiflin.
—Parece que el viejo Pascua Florida se murió por fin —dijo Carl—. No le vi bajar al agua con los demás caballos.
A mediados de la mañana, Jess Taylor, del rancho de la sierra, llegó a caballo.
—Supongo que no venderías aquel viejo matalón tuyo, ¿eh, Carl?
—No, por supuesto que no. ¿Por qué?
—Es el caso —dijo Jess —que esta mañana salí temprano y observé algo curioso. Vi a un viejo montado en un caballo muy viejo, sin silla y con un trozo de cordel por brida. No iba por el camino, sino que cortaba derecho por la pradera. Creo que tenía un revólver. Al menos, vi relucir algo en su mano.
—Es el viejo Gitano —dijo Carl Tiflin—. Voy a ver si falta alguno de mis fusiles.
Entró un segundo en la casa.
—No, están todos allí. ¿Qué dirección llevaba, Jess?
—Bueno, esto es precisamente lo curioso. Iba directamente hacia las montañas.
Carl rió.
—Nunca son demasiado viejos para robar —dijo—. Supongo que robó al viejo Pascua Florida.
—¿Quieres salir a buscarle, Carl?
—Bah, no; así me ahorrará el trabajo de enterrar a ese caballo. Pero me pregunto de dónde habrá sacado ese revólver y qué es lo que va a hacer allá.
Jody cruzó la huerta, hacia el matorral. Desde allí, miró con ojos interrogadores las montañas que se erguían majestuosamente, sierra tras sierra, hasta el mar. Por un minuto creyó divisar una mancha negra que se arrastraba en la sierra más lejana. Pensó en el espadín, y en Gitano, y en las grandes montañas. Sentía un gran deseo, un deseo tan agudo, que hubiera querido llorar para arrancárselo del pecho. Se tendió en el césped cerca del abrevadero al borde de la pradera. Se cubrió los ojos con los brazos y estuvo allí largo rato, lleno de una tristeza sin nombre.
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