Joy Williams
(Chelmsford, Massachusetts, 1944 –)

El campo
(“The Country”)
Originalmente publicado en Tin House (primavera de 2014);
The Visiting Privilege. New and Collected Stories
(Nueva York: Alfred A. Knopf, 2015, 490 págs.)


      Asisto a unas reuniones llamadas «¡Ven a vernos!». El grupo se reúne una vez a la semana en la iglesia episcopal, en cualquiera de las muchísimas salas disponibles, aunque, con los tiempos que corren, las reuniones están abiertas a todo el mundo: ateos, budistas, adictos, depresivos, cualquiera. El debate de esa tarde era sobre un tema muy socorrido: ¿por qué estamos aquí? Y una mujer, fue Jeanette, compartió que nunca había sabido cuál era su misión en la vida hasta hacía poco. Había descubierto que su misión era estar al lado de los moribundos en sus últimos momentos. Justo ahí, de servicio. Sobre todo desconocidos. Nadie a quien conociera especialmente bien. Descubrió que le encantaba desempeñar aquella función. Era maravilloso, era asombroso presenciar el momento de la desaparición. Era todo un honor estar ahí y creía que su presencia daba tranquilidad. Y compartió con nosotros la historia de una pobre vieja que estaba muriéndose a conciencia —ésa fue la expresión que empleó, «morirse a conciencia»— y en un momento dado la pobre vieja miró a Jeanette y dijo: «¿Sigo aquí?», y cuando le respondió que sí, que así era, la moribunda dijo: «Maldita sea».
       —Era monísima —dijo Jeanette.
       Mis compañeros de viaje de «¡Ven a vernos!» recibieron la historia con serenidad. Nunca había visto tan feliz a Jeanette —no viene todas las semanas—, y estaba entusiasmada mientras nos contaba lo beneficioso y reconfortante que es presenciar el último viaje. Tiene algún vínculo con la iglesia y ha estudiado la organización de servicios religiosos o algo por el estilo, así que disfruta de cierto acceso a esas situaciones, es decir: no se dedica a esto de forma ilegal, indebida o qué sé yo.
       Sinceramente, no recuerdo las circunstancias que me trajeron a las reuniones de «¡Ven a vernos!» ni tampoco por qué sigo asistiendo a ellas. Hablo poco y nunca comparto nada. Me siento tieso en la silla, pero con la mirada gacha, centrada en un enorme clip que descansa en un hueco entre dos baldosas del suelo desde hace dos meses. Seguro que pliegan las sillas y las apilan o las mueven para otras sesiones, y seguro que barren el suelo o pasan la mopa de vez en cuando, pero el clip sigue ahí.
       A mi lado, Harold —tiene sesenta y tres años y es padre de unos trillizos de dos años— dice: «Creo que estamos aquí por el futuro, para construir un futuro mejor», cortando sin elegancia cualquier posibilidad de que el grupo se extienda sobre el tema «lecho de muerte» propuesto por Jeanette.
       Con los ojos bajos, miro fijamente el clip. No me gusta Harold. Trillizos, por el amor de Dios. Un día dejaré de venir aquí y escuchar estas miserias.
       Después de las reuniones de «¡Ven a vernos!» hay programado un rato de socialización en el que se ofrece un refrigerio de queso envasado, galletas saladas y vino barato. Siempre hay problemas para abrir los paquetes de queso. Alguien siempre se las arregla para derramar el vino.
       Jeanette se planta delante de mí. Tras pensármelo un rato, le sonrío.
       —Lo siento. He olvidado tu nombre —dice.
       —Ésa ha sido mi mejor sonrisa invernal —digo.
       —Sí, no ha estado nada mal.
       Me gustaría que pensara que sería un reto para ella, un reto insuperable.
       La pobre Pearl se acerca cojeando. Tiene esclerosis múltiple o alguna enfermedad igualmente espantosa y nos cuenta que a lo largo de los años ha estado con varios de sus gatos cuando se morían y que no es algo que le desearía ni al más vil de sus enemigos, y que nunca aprende nada de esa experiencia y que en ningún caso ha sido bonita.
       Dejo a las señoras que debatan a fondo la cuestión y salgo por el patio, cuyo suelo están levantando por motivos de renovación. O quizá se trata sencillamente de que pretenden pavimentarlo con esos ladrillos para recordar los nombres de los muertos. El año pasado, las ceremonias de Pascua se celebraron en este patio porque unos vándalos habían destrozado el templo. Los feligreses llegaron para la misa del alba y encontraron el equipo de sonido arrancado, las flores tronchadas y globos de pintura verde reventados por todas partes. Adolescentes que habían pasado por el rito de iniciación a alguna banda, seguramente. Esa mañana también apalearon y atormentaron a varias cabras en el jardín de un vecino, con toda probabilidad a manos del mismo grupo, aunque las autoridades aseguran que no hay bandas en nuestro municipio. No se acusó a nadie. La iglesia los habría perdonado, así funciona esta iglesia, pero al dueño de las cabras no se le ha pasado el disgusto. Tal vez las pobres criaturas estaban destinadas a ser chivos expiatorios en el sentido bíblico de la expresión, expulsadas al desierto del dolor cargando sobre sus cabezas todos los pecados del mundo.
       Hay tanto mal en el mundo, tantísimo mal. Creo que Jeanette es mala, aunque tal vez sea más bien como esos perros clínicamente intuitivos a los que están entrenando o ya han empezado a explotar comercialmente. Los perros no sufren por sus conocimientos. Es decir, la empatía no pinta nada en este caso. Se limitan a detectar la enfermedad presente en el cuerpo antes, a veces mucho antes, de que la investigación y unos análisis estandarizados puedan confirmarla. En el caso de Jeanette, aunque sin duda sea preciso un poco más de trabajo preliminar, está afinando su instinto para llegar en el momento preciso, aparecer justo antes de que otro desdichado entre en el incomprensible refugio. Lo siguiente que hará es escribir un libro sobre sus experiencias.
       Salgo del patio y emprendo la caminata hasta mi casa. No es especialmente agradable, pero no hay camino alternativo o, para ser más precisos, las alternativas son igualmente descorazonadoras. Enderezan y amplían el trazado de las carreteras por todas partes, con los consiguientes árboles arrancados y lavabos portátiles para los operarios.
       Emprendo mi singladura a través del primer cruce monstruoso, donde un cartel anuncia la inminente llegada de una heladería llamada MEJOR QUE EL SEXO. Me gustaría mudarme al campo, pero el chico se niega. Además, «el campo» sólo existe ya en nuestras fantasías. Cuando era niño, el campo era donde a menudo terminaban las mascotas de la casa aquejadas de un exceso de vitalidad. Uno de nuestros perros, Tank, al que le gustaba escaparse, comerse la ropa y la tierra de las macetas, fue enviado al campo, donde dispondría de más espacio para correr, jugar y hacer sus trastadas bajo la vigilancia de un granjero comprensivo. Cuando regresé esa tarde del colegio, me dijeron que Tank se estaba adaptando a su nuevo hogar. Las explicaciones y promesas de mis padres se volvieron tan prolijas que supe que me estaban ocultando algo terrible.
       Encima de mí, las vallas publicitarias anuncian ferias de armas, planes de telefonía móvil y bufetes de abogados especializados en denuncias por alcoholemia. Hace poco me planteé alquilar una valla, pero rechazaron mi solicitud.

LA MAYOR PROSPERIDAD TOCA A SU TÉRMINO,
DISOLVIÉNDOSE EN LA NADA; EL MÁS PODEROSO
IMPERIO ES PRESA DE UN SÚBITO ESTUPOR
EN MEDIO DEL BRILLAR DE SUS LUCES DE FIESTA.
                                          RABINDRANATH TAGORE

       Eso es lo que habría dicho mi valla.
       Los de las vallas me dijeron que no sabían quién era Rabindranath Tagore y que no podían verificar lo que hubiera pensado. Sin duda era un extranjero y sus opiniones, insurreccionales. Además, lo que decía no era ningún anuncio publicitario. Esta noche veo que el espacio que intenté reivindicar muestra a unas vacas blanquinegras pintando las palabras
COME MÁS POLLO en el lateral de un establo.
       Sería más fácil ir en coche a la iglesia y ahorrarme el malestar de tener que andar por esta tierra baldía, pero no tengo ninguna prisa en llegar a casa. Nunca sé con quién voy a encontrarme en casa, si con mi madre, mi padre, mi mujer o mi hijo. Normalmente sólo está mi hijo, mi chico, y las cosas van más o menos como deberían, pero desde que terminaron las clases el ambiente se ha vuelto un poco más volátil. Debo decir que vivimos solos, el chico y yo. Tiene nueve años y los cambios que se han producido en esta década son inconmensurables. Es, en efecto, como si viviéramos en una civilización distinta. Mis padres, a los que estábamos muy apegados, murieron el año pasado. Mi mujer nos dejó esta primavera. Ya no era capaz de sentir nada por nosotros, dijo, y sólo intentaba salvar lo poco que pudiera de su vida.
       Camionetas cubiertas de polvo pasan a toda velocidad, con los soportes para las escopetas bien visibles. Incluso las berlinas más caras llevan soportes para armas, apreciables a través de los cristales levemente tintados de las ventanillas. La gente conoce sus nombres y prestaciones como antes se conocían los de los jugadores de béisbol. Mi chico es distinto. Él no se sabe esas cosas. Sabe otras. Por ejemplo, plantamos unos cuantos árboles en el jardín después de que su madre se marchara, frutales, cítricos. El árbol que da el fruto no es el mismo árbol que plantamos. Eso sí lo sabe, por supuesto.
       Ya casi ha oscurecido y doblo hacia nuestra calle. Mañana es el día de recogida de la basura y mis vecinos han arrimado sus enormes cubos al bordillo de la acera. Los cubos son tan altos como el chico y a saber qué contienen, semana tras semana.
       Encuentro la puerta sin cerrar y las luces encendidas.
       —Hola, papá —dice Colson. Está en la cocina haciéndose unos sándwiches para cenar—. Papá —dice—, tenemos que cenar pronto porque quiero irme a la cama.
       No me disgusta que esta noche me reciba con su yo de siempre, aunque, dadas las circunstancias, ese yo suyo cada vez me parezca más imaginario. Le gusta poner las canciones religiosas de los indios navajos mientras cenamos, especialmente una que se titula Cumpleaños feliz, mi niño querido. Los cánticos son ininteligibles, pero de pronto, en la lúgubre melodía, surgen las palabras Cumpleaños feliz, cumpleaños feliz y mi hijo nunca se cansa de escucharla.
       Por la mañana veo a mi mujer en el jardín, podando el naranjo. Salimos corriendo para detenerla. Por descontado, en verano no se debe podar nada y los árboles están recién plantados y ni siquiera han tenido tiempo de adaptarse a la tierra y dejar que sus raíces exploren libremente el entorno. Ella descarta nuestras preocupaciones, pero tira el serrucho, que yo no había visto nunca, y se larga, aunque si nos preguntaras si la vimos marcharse realmente tendríamos que responder que no. El árbol tiene un aspecto horrible y sollozando recogemos del suelo tallos y ramitas. Pero sobrevivirá. No lo ha destruido, nos aseguramos el uno al otro, por lo menos no hoy. Queda descartado plantar un sustituto. No sería una lección útil que aprender.
       Quizá está enfadada porque, desde su marcha, Colson ha intentado invocarla muy pocas veces y siempre en los términos más generales. Ello se debe, según explica, a que su madre sólo se ha marchado de casa, no del mundo que todavía habita. Creo que la llegada de su madre esta mañana ha sido una conmoción para él y dudo que vuelva a visitarnos.
       Recojo el serrucho curvo. Parece nuevo, pero tiene unos trocitos de madera amarilla adheridos a sus relucientes dientes serrados.
       —¿Quieres que nos lo quedemos? —le pregunto a Colson.
       Frunce el ceño y menea la cabeza, luego se encoge de hombros y entra en casa. Ha terminado con ella. Me pregunto si de algún modo he sido yo quien ha provocado este último disgusto. Nunca he sabido hablar sobre la muerte o la pérdida del sentido o del amor. Busco pero nunca encontraré, pienso.
       Meto el serrucho en el contenedor que me queda más cerca en el mismo instante en que oigo bajar imperiosamente por la calle al camión de la basura. Es el día de la basura. ¡El día de la basura! El barrio se prepara con alegría. Hay quien desearía que ese día llegara más de una vez a la semana.
       Más tarde planteo la posibilidad de cambiarnos de casa. Podríamos tener un huerto, senderos para las bicicletas y cavar un estanque para bañarnos. Podríamos tener caballos.
       —Hoy en día conseguir un caballo es coser y cantar —digo.
       —¿Cantar? —pregunta el chico—. ¿Cantar qué?
       Pero no se me ocurre ninguna canción. Lo miro con gesto estúpido.
       —¿Una canción religiosa navaja? —propone.
       —Sí, pero no nos hace falta rezar por un caballo. Podemos comprarlo.
       Inmediatamente me doy cuenta de que mis palabras han sido desafortunadas, sin gracia. El chico no me responde enseguida, pero luego dice:
       —Tienes que estar aquí si quieres prepararte para cuando no estés aquí.
       La voz me resulta familiar, porque es la voz de mi madre, aunque me parece menos familiar que en otra época. Lleva más de un año en la tumba, con mi padre al lado. Habían empezado a trabajar en un refugio para animales después de jubilarse y un día volvían en coche a casa tras una larga jornada cuidando de todo tipo de bichos. Me habían pedido el coche, porque habían llevado el suyo al taller para cambiarle los neumáticos. Había planeado acompañarlos en coche a casa esa noche, pero hubo un cambio de planes, no recuerdo por qué motivo. Aún no sabemos qué ocurrió exactamente. Una distracción momentánea, lo más seguro.
       El refugio al que tanta importancia daban era polémico, porque los animales no eran nativos de esta región, si bien es verdad que los animales autóctonos no gozan de gran estima por aquí, ya que la gente los ve como plagas o piezas de caza. El refugio echó el cierre y los animales fueron trasladados a lo que llaman instalaciones alternativas, donde aún se pueden visitar algunos ejemplares. De hecho, fuimos un día a ver a una de las elefantas por la que mi padre sentía un cariño especial. En la reserva original había dos —Carol y Lucy—, pero las separaron, lo que me pareció una decisión espantosa. Visitamos a Carol, porque quedaba una hora más cerca. Tiene una enfermedad de la trompa que le complica comer, pero era evidente que alguien seguía cuidando de ella. No fue una visita feliz, para nada. Nos sentimos mal por haber ido. Saber lo que ahora sabemos les habría roto el corazón, creo, pero cuando mis padres hablan por boca de Colson no se pronuncian sobre las elefantas, esos seres extraordinarios. No hablan de cosas extraordinarias. Colson no los convoca de vuelta para que nos hagan hazañas de omnisciencia o trucos de magia. No sé por qué los trae de vuelta. Al principio intentaba impedírselo. Apelaba a su sensatez, aunque, la verdad sea dicha, nunca ha sido un chico muy sensato. Le amenacé con tratamiento psiquiátrico, horas de preguntas irrelevantes y acertijos. Le dije que sus actuaciones eran inútiles y crueles. Le tomé el pelo e incluso le insulté, diciéndole que si se consideraba un prodigio o un niño con poderes estaba tristemente equivocado. De nada sirvió.
       Cuando entra en estas fases, me quedo agotado. A veces, lo reconozco, salgo huyendo. No parece necesitarme para llevar a cabo sus conversaciones con los muertos, si es que de conversaciones se trata. Más bien parecen posesiones. Y lo cierto es que, aunque a veces me sienta un poco confundido, no resultan peligrosas, pero el comentario de esta mañana me ha inquietado, tal vez porque su madre, mi mujer, acababa de hacer acto de presencia sin que viniera a cuento. En serio, ¿a quién se le ocurre volver a casa sólo para talar nuestro arbolito sin mediar palabra? No tiene ningún sentido.
       —¿Perdón? —digo.
       —Estamos aquí para prepararnos para cuando no estemos aquí —dice, con la vocecita apopléjica de mi madre.
       Es como si mi hijo diera respuesta a la pregunta planteada en «¡Ven a vernos!». Un día lo llevé conmigo. A veces alguien trae a un hijo o un nieto, no es inaudito. Escuchó con atención. Nadie esperaba que participara en la reunión y todos lo encontraron adorable.
       —No vuelvas a llevarme nunca más a esa sala estúpida —me ordenó después.
       Tal vez está en lo cierto diciendo que es una sala estúpida y que de todas las salas en las que podría entrar o entrará, con atención y esperanzado, será, con la perspectiva de los años, la más estúpida de todas.
       Observo a Colson. Mi querido hijo está flaco y necesita un corte de pelo. Se frota los ojos como hacía su madre. ¡No te frotes los ojos así!, le gritábamos todos. Pero ahora no digo nada.
       —Entonces estás en el otro aquí —dice Colson—, donde lo divertido es que nadie se da cuenta de que has llegado.
       Se deja caer en una de las sillas de la mesa de la cocina.
       —¿Te apetece una taza de té? —pregunto.
       —Sería muy agradable —dice con la voz de asombro de mi madre.
       Pero no encuentro el té por ninguna parte. No hemos tenido té en casa desde que se murieron. Siempre teníamos un poco de té a mano para cuando venían a vernos.
       —Salgo a comprar té ahora mismo —digo.
       Pero me dice que no me moleste.
       —Siéntate conmigo, habla conmigo —dice.
       Me siento delante de mi hijo. Veo que el relojito de la cocina marca las 9.47 y que la placa de los fogones está llena de polvo, como si hiciera mucho tiempo que no cocinamos en ella. Me prometo cocinar una cena caliente, nutritiva y reconfortante esta noche. Y lo hago, y entonces también conversamos relajadamente, aunque no comentamos ni decidimos ningún asunto de importancia.
       Me resulta más sencillo estar con mi padre cuando Colson lo trae. Aunque siempre me pareció un hombre bastante indescifrable, ahora ya no me apena tanto. Él no aceptaría la propuesta de una taza de té que sospechara improbable de satisfacer. Mi padre era capaz de relacionarse con los animales de una forma imposible para mi madre, y presagiaba que en breve viviremos grandes progresos en lo que a valorar y comprender la conciencia de los animales se refiere, aunque dichos progresos coincidirían en el tiempo con una drástica reducción mundial en el número de nuestros hermanos y hermanas no humanos. Me avergüenza reconocer que una vez me dejé dominar por la sensiblería y hablé del perro de mi infancia, Tank, y mi padre dijo que un ayudante del sheriff lo había matado de un disparo porque pensó que era un perro abandonado, y que ese hombre también había disparado al caballo de una mujer en invierno, afirmando lo mismo, y que había recibido una amonestación, pero que no lo habían multado ni despedido. Así es. Y que me habían contado una mentira, mi madre y él. Fue Colson quien me lo dijo con la voz de mi padre, Colson, que nunca conoció a Tank y que nunca acarició su «pelo feliz», que es como lo llamaba yo de niño. Tank, mi perro malo y feliz. Se comía la cena en el molde Bundt de mi madre. Así comía un poco más despacio, porque tenía que pelearse con la espiral del molde. Siempre comía demasiado rápido.
       Pero ésta fue la única vez que hubo una revelación y ahora soy más prudente en las conversaciones. No me apetece que me iluminen el pasado ni el futuro. Pero cada vez me inquieta más la posibilidad de que mi hijo encuentre la manera de comunicarse con otras personas, gente a la que no conocemos, como la mujer del pueblo de al lado que murió en un incendio que ella misma había provocado, o incluso con uno de los desdichados clientes de Jeanette. Que llegue una noche a casa y que Colson no sea mi hijo, sino un desconocido cuya muerte no me toque lo más mínimo y que aun así conversemos relajadamente, de cosas intrascendentes y con desconcertada desesperación.
       Pasan las semanas. Este verano, Colson tiene un profesor particular de matemáticas que no está al corriente de la situación y yo tengo el despacho al que tengo la obligación de acudir. Colson quiere ser ingeniero o arquitecto de mayor, pero le cuestan los conceptos de la escala y la mensurabilidad. El profesor me asegura que progresa adecuadamente, pero Colson nunca habla de las clases y sólo reitera tercamente su deseo de crear espacios elevados no utilitarios.
       Al término de la semana regreso a la reunión «¡Ven a vernos!». Mi paso por la zona de obras es más o menos igual que siempre. Supongo que los cambios se manifestarán de golpe. De pronto habrá una lisa calzada de seis carriles con nuevas salidas y aceras con altos muros de cemento para ocultar el escaso paisaje que pronto se convertirá en zona residencial. Los muros estarán decorados con dibujos abstractos o, a veces, imágenes estilizadas de pájaros. Ya lo he visto. Todo el mundo lo ha visto.
       Sólo está Jeanette. Me siento inmediatamente incómodo y busco enseguida la silla en la que suelo sentarme. Ahí está el clip, su presencia tan molesta y carente de sentido como siempre.
       —Hay mucha gripe —dice Jeanette.
       —¿Gripe? —digo—. ¿Todos tienen la gripe?
       —O tienen miedo de cogerla —dice—. El hospital incluso ha limitado las visitas. ¿No te has enterado de esta gripe?
       —Sólo en los términos más generales —digo—. No sabía que hubiera una epidemia.
       —Pandemia, seguramente es una pandemia. Deberíamos estar todos en casa, procurando guardar la calma.
       Esperamos, pero no aparece nadie. En la sala hay un gran ventanal que mira al aparcamiento, pero está vacío y sigue estándolo. El cielo hace esa cosa tan curiosa de iluminarse justo antes de oscurecer.
       —¿Por qué no empezamos igualmente? —dice—. «Porque donde dos están congregados en mi nombre…», etcétera. ¿O son tres?
       —¿Por qué iban a ser tres? —digo—. No creo que sean tres.
       —Llevas razón —dice.
       Tiene la cara redonda y pálida y las manos pequeñas. No hay nada en ella que sea atractivo, aunque es agradable, sin duda, o intenta serlo.
       —No me estoy muriendo —digo. Sólo Dios sabe lo que me poseyó en ese momento.
       —¡Claro que no! —exclama ella, y su cara redonda se ruborizó—. ¡Por el amor de Dios! —Pero luego dice—: El miércoles, sí, creo que fue el miércoles, seguro que no fue el jueves, estaba en la habitación de una tipa y el olor a flores era insoportable. Casi no se podía respirar y sabía que sus amigos lo habían hecho con la mejor de las intenciones, pero me ofrecí a sacar los arreglos, había más de una docena, me sorprende que no haya ninguna normativa que limite el número de ramos, y me dijo: «No me estoy muriendo», y entonces se murió.
       —Nunca se sabe —digo.
       —Espero que me dejen volver pronto.
       —¿Y por qué no te iban a dejar?
       —Gracias —dice en voz baja.
       —Lo que quiero decir exactamente es por qué te iban a dejar volver.
       Se pone de pie, pero luego vuelve a sentarse.
       —No —dice—. No pienso dejarlo.
       —Es asqueroso lo que estás haciendo. Eres como el cómplice del ladrón —digo—. Nadie puede estar seguro de estas cosas.
       De pronto parece libre de todo nerviosismo o ganas de gustar.
       No hablamos más y nos quedamos sentados frente a frente hasta que llega el sacristán e insiste en que ya es hora de cerrar.
       En casa, Colson está viendo un programa especial sobre la muerte de nuestros océanos.
       —Apaga eso, por favor —digo.
       —La abuela quería verlo.
       Ha hecho palomitas y las ha puesto en un gran bol azul que no me suena de nada. Es un hermoso bol de palomitas.
       —¿Tienes otro bol igual? —pregunto—. Quiero prepararme una copa.
       Se ríe como podría haberlo hecho mi mujer cuando todavía me quería, pero luego vuelve a mirar la tele.
       —Es trágico —dice—. ¿Se puede hacer algo?
       —Muchísimas cosas —digo—. Pero todo tendría que cambiar.
       —Bueno —suspira—, ahora los abuelos ya lo saben. La abuela quería ver el programa.
       —¿Te has enterado de la gripe? —pregunto—. ¿La tiene alguien que conozcas?
       —La abuela murió por una gripe.
       —No. Los abuelos se murieron en un accidente de coche. Lo sabes perfectamente.
       —A veces se confunden —dice.
       Tenía la edad de Colson cuando mis padres me hablaron del campo. Diez años después me casaba. Me casé demasiado joven y precipitadamente, eso seguro.
       —¿Te cuentan a veces historias que no te crees?
       —Papá —dice sin ninguna inflexión en la voz, de modo que no sé qué quiere decir.
       Nos terminamos las palomitas. Ha hecho un buen trabajo. Todos los granos han reventado. Me llevo el bol al fregadero y lo lavo con cuidado. Luego saco un trapo del cajón y lo seco. De verdad que es un bol extraordinariamente bonito. No sé dónde guardarlo porque no sé de dónde ha salido.
       Mi padre vuelve al cabo de unos días. Era un hombre apuesto que tenía una preciosa y abundante mata de pelo blanco.
       —Hijo —dice—. No sé qué decirte.
       —No te preocupes —digo.
       —Sí me preocupa. Ojalá supiera qué decirte.
       —Colson, tesoro —digo—. Para.
       —Así no hay manera de llegar a un acuerdo —dice—. A tu madre y a mí nos encantaría que la situación fuera distinta.
       —A mí también —digo.
       —Ojalá pudiéramos echar una mano, pero les faltan tantas cosas por resolver… Uno creería que a estas alturas ya lo tendrían todo resuelto, pero no.
       —¿A quién te refieres? —pregunto de mala gana.
       Pero Colson no parece haberme oído. Se pasa las manos por el pelo desgreñado, que se ve húmedo y caliente. Mi hijo siempre anda con prisas. Me pregunto si se ducha y cepilla los dientes. Mi pobre hijo, pienso, mi pobre y querido hijo. Alguien debería recordárselo.
       La tarde siguiente, mientras Colson está con su profesor particular, el cual, según creo, nos está estafando a los dos a pesar de que aparentemente es un joven directo y sincero, conduzco casi ciento cincuenta kilómetros para ver a Lucy, la otra elefanta. Está patrocinada por dos hermanos que se ocupan del mantenimiento de todos los cementerios del condado, supongo que se trata de una concesión a perpetuidad, aunque hacerse cargo de un elefante es otra historia se mire por donde se mire, diría yo. Esos hermanos son extremadamente discretos y evitan toda notoriedad. Sólo con gran esfuerzo pude por fin averiguar algo sobre ellos y el paradero actual de Lucy. Alguien (no fue ninguno de los hermanos, un amigo suyo es como me lo imagino) se avino a mostrarme el terreno que ahora habita, pero cuando llego a la verja descubro que no puedo seguir adelante.
       Doy media vuelta, avergonzado, y más alejado de mi situación actual de lo que ya estaba.
       Cuando llego a casa, el profesor ya se ha marchado y Colson está ordenando sus dibujos, clasificándolos conforme a algún sistema que se me escapa. Cuando mi madre y mi padre nos fueron arrebatados de forma tan inesperada supe que Colson estaba profundamente afligido. Aun así, no quiso quedarse con el sombrero de safari o la funda para la cantimplora de mi padre. No quiso su reloj ni su backgammon de viaje con las piezas imantadas. Tampoco quiso la colección de estilográficas de mi madre y eso que le dije que serían ideales para sus dibujos. No quería recuerdos. En vez de ello, acudió directamente a canales de comunicación imposibles de establecer.
       —¿Dónde estabas, papá? —pregunta Colson.
       —Pues en el trabajo —respondo enseguida.
       Sin duda he vuelto a la hora de siempre. Casi nunca miento. Es más, ni siquiera recuerdo las circunstancias de mi última mentira. ¿Por qué me había preguntado eso? Le doy un beso y voy a la cocina a prepararme una copa, pero luego recuerdo que he dejado el alcohol.
       —Ha venido una señora, pero le he dicho que no sabía dónde estabas.
       —¿Qué aspecto tenía? —pregunto, y, naturalmente, me describe a Jeanette de pe a pa.
       Estoy tan agotado que casi no puedo llevarme la mano a la cabeza. Tengo que hacer la cena, pero pienso que la más sencilla de las tortillas está ahora mismo más allá de mis capacidades. Propongo cenar fuera, pero me dice que ya ha comido con el profesor particular. Se han comido unos tacos cocinados y vendidos en una furgoneta pintada de flores y se han sentado a una mesa de pícnic encadenada a un tilo. No entiendo palabra de lo que dice. El cabreo con Jeanette me ciega prácticamente la vista y lo miro sin verlo mientras ordena una y otra vez sus papeles, algunos de los cuales parecen marcados sólo con una línea. Me siento asombrosamente ignorante. Ésa es la palabra inverosímil que me viene a la cabeza. Colson guarda sus papeles y me sonríe, y es una sonrisa tan radiante que acabo cerrando los ojos, aunque eso sea lo último que me apetece hacer, y luego, con dulzura, de alguna forma, vuelve a ser de día y voy caminando por la atestada tierra baldía de camino a «¡Ven a vernos!». La reflexión de hoy es sobre Gregorio de Nisa. Es un tema popular, pero siempre me cuesta horrores recordar lo que ya he aprendido sobre ese hombre. Algo sobre lo Realmente Real y su importancia crucial para nosotros, aunque lo Realmente Real sea impenetrable para nuestro entendimiento. Materia para la reflexión, sin duda, y otra vez dale que te pego con el tema.
       Cuando termina la reunión y nos echan de la sala, casi me abalanzo sobre Jeanette, la cual, sin que sirva de precedente, no ha aportado nada al debate de esta noche.
       —Ni se te ocurra volver a mi casa —digo.
       —¿Entonces estuve allí realmente? Pensé que me había equivocado de sitio. ¿Era tu hijo? Un muchacho muy simpático. Sin duda sabe guardar un secreto, ¿no?
       —Llamaré a la policía —dijo.
       —Madre mía —se ríe—. La policía.
       He de reconocer que sonó ridículo.
       —Me tenías preocupada —dice—. Hace tiempo que no te pasas por aquí. Nos evitas.
       —Ni se te ocurra… —digo.
       —Un chiquillo encantador —continúa ella—. Pero no debes hacerle cargar con secretos.
       —… volver a mi casa. —No pude ser más insistente.
       —En realidad —dice—, nadie te reprochará que dejes de venir. ¿Cuántas veces más tendremos que soportar a alguien soltándonos un refrito de Gregorio de Nisa? La gente es muy obstinada cuando en realidad debería ser libre. ¡Libre!
       Empiezo a hablar, pero descubro que no tengo ninguna necesidad de hacerlo. La sala me resulta más familiar de lo que me gustaría reconocer. ¿Quién fue el hombre cuyo último aliento no le sirvió para volver a casa?
       ¿O soy yo el primero?



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