Joy Williams
(Chelmsford, Massachusetts, 1944 –)

La granja (1980)
(“The Farm”)
Originalmente publicado en la revista Antaeus (1980)
Taking Care
(Nueva York: Random House, 1982, 244 págs.)


      Era una noche oscura de agosto. Sarah y Tommy se dirigían a su tercera fiesta de la noche, fiesta en la que por fin se sentarían a cenar. Iban en coche por Mixtuxet Avenue, una larga y negra calle flanqueada de árboles que salía del pueblo alejándose de la costa y las casas con vistas al mar y se adentraba en el campo. Tommy sólo había tomado refrescos esa noche. Cada dos fines de semana, Tommy no tomaba alcohol. Lo hacía, decía, porque podía.
       Sarah estaba contando una larga historia mientras conducía. A cada rato le preguntaba a Tommy si ya se la había contado, pero él respondía con evasivas. Cuando Tommy no bebía, Sarah hablaba por los codos. Le estaba contando una noticia que había leído en el periódico sobre un caimán de un terrario de un parque de atracciones de Florida. El caimán se había comido a un niño que se había colado a gatas en su recinto. El caimán se llamaba Cookie. El dueño lo había sacrificado de un disparo sin perder un segundo. El dueño estaba triste por todo: el niño, el dolor de los padres, Cookie. El periódico recogía unas declaraciones suyas en las que decía que no había sacrificado a Cookie por venganza.
       Cuando Tommy no bebía, Sarah tenía frío. Estaba tiritando en el coche. La piel de sus brazos delgados y bronceados estaba erizada. Tommy fumaba a su lado sin soltar palabra.
       Habían discutido hacía un rato. En esas fiestas siempre había una corriente sexual soterrada. Sarah casi podía oírla, fluyendo alrededor de todos los presentes, llevándolos en su seno. En el coche, la noche del accidente, había llegado a ese punto en el que empezaba a sentirse culpable. Quería arreglar las cosas, hacer la vida más agradable. Había dejado atrás la fase eufórica, la fase celosa, la fase de obstinada resignación, y ahora se sentía culpable. ¿Habían hablado esa noche de divorciarse o lo habían hablado antes, otras noches? Recordaba que aquellas conversaciones sobre el divorcio tenían un aroma especial, un perfume. Era un olor sofocante, como lo había sido Italia cuando estuvieron de viaje allí. Polvo, pan, sol, un ardor en el fondo de la garganta de tanto beber.
       Pero no, esa noche no habían hablado de divorciarse. Había muchísima gente en las fiestas. Sarah apenas había visto a Tommy. Una vez, al salir del cuarto de baño, lo había visto sentado con una chica en una cama de las habitaciones de la parte de atrás de la casa. Le hablaba a la chica de los cóndores, de la caza del cóndor desde avionetas.
       —Pero no les hiciste daño, ¿no? —preguntó la chica. Era la hija de alguien, un poco pasada de peso, pero con una piel preciosa y grandes ojos verdes.
       —Claro que no —la tranquilizó Tommy—. No cazábamos para hacer daño.
       Cóndores. Sarah los miró sentados en la cama. Cuando se percataron de su presencia, la chica se ruborizó. Tommy sonrió. Sarah imaginó qué imagen debía dar en aquel momento apoyada en el quicio de la puerta.
       Habían estado en casa de los Steadman. La primera fiesta había sido en casa de los Perry. Los Perry nunca daban de comer. Sarah se tomó dos o tres copas allí. Habían puesto la barra debajo del emparrado y todo el mundo estaba fuera. Todavía era de día en casa de los Perry, pero en la fiesta de los Steadman ya había oscurecido y los invitados bebían dentro. Todo el mundo hablaba sobre el final del verano como si fuera un acontecimiento desconcertante y antinatural.
       Se habían demorado en casa de los Steadman más de lo que habrían querido y ahora iban a llegar tarde a la cena. Aun así, circulaban a una velocidad tranquila por un paisaje conocido, pasando por casas a las que habían sido invitados muchas veces. Vieron la casa de los Salt, la de los Holland, la de los Grey y la de los Dodson. Los Dodson guardaban la ginebra en el congelador y tenían dos perros grandes y moteados muy aficionados a husmear entrepiernas. Los Grey importaban parejas sureñas para sus fiestas. Las mujeres del sur tenían siempre voces bonitas y sabían hacer pastel de maíz, tomates en vinagre y un ponche al que llamaban artillería pesada. Sus maridos siempre sonreían cuando le decían a Sarah: «Permíteme que te sirva otro trago. Madre mía, tienes la copa seca». Los Holland organizaban la clase de cena en la que el pato todavía contenía el perdigón y la cubertería de plata habría estado mejor en una cámara acorazada. Se servía poco whisky, pero siempre ofrecían unos vinos excelentes. Los Salt eran una pareja muy nerviosa. Jenny Salt se medicaba porque tenía la tensión alta y a menudo se le caían los canapés que intentaba servir a sus invitados. Ella y su marido, Pete, tenían una habitación reservada exclusivamente para una enorme casa de muñecas en la que unas graciosas figuritas de papel maché se encontraban secretamente bajo diminutos relojes de pared y lámparas de araña. Una vez, mientras Sarah examinaba la biblioteca de la casa de muñecas, en la que dos figuritas estaban inclinadas jugando una partida de ajedrez que estaba a punto de decidirse, según había dicho Pete siempre, en la vigesimosegunda jugada, le dijo a Sarah que tenía los ojos bonitos. Ella se apartó de Pete inmediatamente. Cerró los ojos. En otra habitación, con los otros invitados, habló sobre el final del verano.
       Esa noche, a finales de verano, la noche del accidente, Sarah todavía hablaba cuando pasaron junto a la casa de los Salt. Hablaba de Venecia. Habían estado una vez en Venecia. Bebían en plazas y escuchaban a los músicos. Sarah citó unas palabras de D. H. Lawrence… «Ciudad abominable, verde, resbaladiza…». Aunque la ciudad les había gustado. Bebían de pie en pequeños bares. Sarah cogió un resfriado y se tomó una grappa y del resfriado nunca más se supo.
       Después de la casa de los Salt, la carretera viraba hacia el norte y se volvía muy oscura. No encontraron luces ni casas en varios kilómetros. Sí encontraron muros de piedra, un huerto de melocotoneros enfermos, un almacén de sidra. Encontraron la iglesia episcopal de Saint James, adonde Tommy llevaba a la hija de ambos, Martha, todos los domingos para las clases de catequesis. Esas clases sorprendían por su profundidad. Los chicos solían debatir con sus profesores sobre la correcta interpretación de sus historias favoritas de la Biblia. Por ejemplo, cuando Lázaro se levantó de entre los muertos, ¿todavía estaba enfermo? A Martha le agradaba el fervor que se respiraba en la escuela. A medida que iban pasando las semanas, los ruegos que hacía al bendecir la mesa se hacían cada vez más apasionados y fantasiosos. Martha tenía siete años.
       Todos los domingos, Tommy lleva a Martha a sus leccioncillas de Saint James. Sarah se imagina a la niña sentada a una mesa baja con su bote de ceras de colores. Tommy no asiste a la iglesia y las clases de Martha duran dos horas. Sarah no sabe adónde va Tommy. Sospecha que se está viendo con alguien. Cuando padre e hija vuelven a casa los domingos, Tommy está estupendo, eufórico. Los tres se sientan a comer los platos que ha cocinado Sarah.
       Con los años, sospecha Sarah, Tommy ha ido emergiendo desde las profundidades del cuerpo de ella hasta salir a flote como un corcho. Ahora son dos nadadores, alejados el uno del otro en la superficie del mar.
       Sarah se quedó en silencio finalmente. La carretera parecía infinita como en un sueño. Le pareció que estaban frenando. No sentía su pie sobre el acelerador. No sentía sus manos sobre el volante. Su mente era un armario lleno de brillantes botellas desordenadas. La carretera, recta y plateada, estaba a oscuras. En el espacio que se abría delante de ella no parecía haber nada. El espacio la llamaba, emitiendo destellos. La mente de Sarah se aclaró un poco. Vio a Martha con el pelo extrañamente corto. Vio a Tommy eligiendo una serie de casas, examinando el yeso, los entarimados, las chimeneas, decidiendo dónde debían ir las ventanas o qué paredes había que tirar. El mar era blanco y plano. Ese mar no le ordenaba que cambiara de vida. No le exigía nada. Vio a Martha durmiendo con los dedos apretados y manchados de pintura. Vio a Tommy en la ciudad con una mujer, yendo en taxi. La mujer llevaba una chaqueta de pieles y Tommy acariciaba la chaqueta mientras le hablaba. Vio una silueta en la carretera, con los brazos en alto como si intentara taparse para no verla. Era la silueta de un chico vestido con ropa oscura, pero su pelo era brillante y la cara resplandecía. Sarah vio que el coche daba un salto hacia delante y lo atropellaba sin que el chico hiciera ademán de moverse.

       Tommy asumió la responsabilidad del accidente. Le dijo a la policía que conducía él. Al parecer, el chico estaba haciendo autoestop y se había metido en la calzada. En la autopsia descubrieron restos de un alucinógeno en su organismo. El chico tenía quince años y se llamaba Stevie Bettencourt. No hubo denuncia.
       —Mi esposa —dijo Tommy a la policía— no se encontraba bien. Mi esposa —dijo— ocupaba el asiento del copiloto.
       Sarah dejó de beber inmediatamente después del accidente. Tenía náuseas casi todo el día. Dormía mal. Le dolían los huesos de las manos. Recordó que se había sentido así la última vez que había dejado el alcohol. De eso hacía dos años. Recordaba por qué lo había dejado y también por qué había vuelto a beber. Lo había dejado porque un día había sido cruel con su pequeña Martha. Era primavera y daban una fiesta en casa. Sarah se había tomado dos dry martinis al caer la tarde mientras preparaba la cena y luego se tomó un par más con los invitados. Martha había bajado las escaleras para dar educadamente las buenas noches a todos los invitados según le habían enseñado. Se había puesto el camisón y se había cepillado los dientes. Sarah se sirvió un poco más de ginebra en el vaso y subió a la habitación de la niña para cepillarle el pelo y acostarla. Martha tenía un pelo rubio largo y abundante, del cual ella estaba muy orgullosa. Esa noche lo llevaba recogido en una coleta sujeta con una goma elástica con dos bolitas de alegres colores en los extremos. Sarah tenía las manos torpes y no conseguía quitarle la goma sin tirarle del pelo y hacerla llorar. Cogió entonces unas tijeras y empezó a cortarle la goma rebelde con cuidado. Las tijeras eran grandes, como cizallas, y no era fácil manejarlas. Un palmo del pelo recogido de Martha cayó de pronto al suelo. Sarah recordaba haber intentado devolverlo a su sitio aplastándolo con las manos en la cabeza de la niña.
       Por eso había dejado el alcohol la primera vez. No se sintió renovada. Estaba exhausta y nerviosa. Leía y cocinaba. Se dio cuenta de lo poco que tenían de que hablar ella y Tommy. Éste se tomaba un whisky cuando hablaba con ella por la noche. A veces Sarah contaba mentalmente mientras él hablaba para ver cuánto tiempo le duraban las palabras. Cuando salía de viaje y la llamaba, Sarah podía oír el tintineo del hielo en el vaso.
       Tommy pasaba en la ciudad cuatro días a la semana. Cambiaba a menudo de hotel. Solía traerle pastillitas de jabón envueltas en los distintos papeles de colores de cada hotel. Los cajones de Martha estaban llenos de esas pastillas de jabón que perfumaban su ropa. Cuando Tommy regresaba los fines de semana, se ponía a trabajar en la casa y daban fiestas en las que se mostraba encantador. Tommy tenía un talento especial para aguantar la bebida y para comprar casas viejas, restaurarlas y luego venderlas por el triple de lo que había pagado por ellas. Tommy y Sarah se habían mudado de casa seis veces en once años. Todas las casas en las que habían vivido eran preciosas y se hallaban en excelentes ubicaciones a dos o tres horas de Nueva York. Sarah se quedaba en el campo mientras Tommy trabajaba en la ciudad.
       Sarah no probó el alcohol en tres semanas. Entonces llegó su cumpleaños. Tommy le regaló un fino collar de oro y lo abrochó a su cuello. Quería que la acompañara a Nueva York a cenar, ver una obra de teatro y pasar la noche con él en la magnífica suite que le pagaba su empresa. Llamaron a una canguro para Martha, una mujer maravillosa y competente. Sarah llevaba el coche. Tommy nunca había mostrado ningún interés por conducir. Su mano descansaba en el muslo de Sarah. De vez en cuando la deslizaba por debajo de su falda. A Sarah le ponía enferma pensar que tocaba a otras mujeres de la misma manera.
       Cuando llegaron a Manhattan, estaban discutiendo. Llevaban once años de casados. Ambos habían tenido breves matrimonios antes. Se ponían a discutir por cualquier cosa. Al llegar al centro, Tommy se bajó del coche bruscamente aprovechando que Sarah había parado en un semáforo. Agarró su maleta y desapareció.
       Sarah condujo despacio a lo largo de muchas manzanas. Cuando veía la oportunidad, aparcaba junto a la acera y le preguntaba a alguien cómo se iba a Connecticut. Nadie parecía saber el camino. Sarah pensó que seguramente planteaba mal la pregunta, pero no conocía otra forma de expresarla. Al cabo de media hora, encontró casi sin querer el hotel en el que se hospedaba Tommy. El portero aparcó el coche y Sarah entró en el vestíbulo. Echó un vistazo al bar y descubrió a Tommy en la penumbra, sentado a una mesa pequeña. Al verla se puso de pie de un salto y la besó apasionadamente. Le pasaba las manos por los costados una y otra vez. «Cariño, cariño —decía—. Quiero que pases un feliz cumpleaños».
       Tommy pidió copas para los dos. Al principio, Sarah bebía a sorbitos, despacio, pero luego se terminó la copa de un trago y Tommy pidió otra ronda. El ambiente en el bar estaba apagado. Había un pianista que cantaba una canción sobre el Rey de la Danza. La letra recordaba a un himno religioso. El himno la hizo sentirse triste, pero se reía. Tommy le hablaba de forma apasionada y alegre acerca de cosas sin importancia. Se reían juntos como en los primeros días de casados. En esa época siempre bebían mucho juntos y luego se dormían, en un ovillo amoroso y confortable.
       Subieron a la habitación a cambiarse para el teatro. La camarera había hecho las camas y las almohadas estaban a la vista. Sobre el escritorio había una rosa fresca en un florero de cuello estrecho. Se tomaron otra copa en la habitación y se desnudaron. Por la mañana, Sarah se despertó acurrucada en el suelo con la colcha enrollada alrededor del cuerpo. Tenía la boca dolorida. Vio que tenía un cardenal en la pierna. Se arrastró hasta el cuarto de baño y abrió la ducha. Se sentó en la bañera dejando que el agua la golpeara. Antes de irse a trabajar, Tommy le había dejado una nota sujeta con un alfiler en el exterior de la cortina de la ducha. «Cariño —decía la nota—, lo pasamos bien por tu cumpleaños. No puedo decir que me arrepienta de no haber salido. Te llamo a la hora de comer. Te quiero».
       Sarah volvió la nota hacia el interior de la ducha hasta que el agua dejó ilegible el texto. Cuando sonó el teléfono justo antes de las doce, no respondió.

       Hay cierto tipo de conversación que sólo escuchas cuando estás borracho y es como un sueño cargado de humor, amenazas y significado, un profundo significado. Y la forma como presenciamos las cosas también es distinta estando borracho. Es como ponerse una máscara ante la superficie del mar e indagar en las cosas que se te ofrecen, en sus corazones perplejos e inocentes.
       Cuando Sarah era una bebedora se sentía capaz de captar de forma esencial y creativa las situaciones que se le planteaban, pero ahora que había dejado de beber le parecía hallarse en medio de un silencio impenetrable y grande que no sabía interpretar en modo alguno.
       Era un pueblo pequeño. Muchas de las personas que vivían allí ni siquiera tenían coche. Allí era fácil cumplir con las obligaciones de la vida y, además, el sitio era bonito. El pueblo se dividía entre los que siempre habían vivido en él y eran dueños de barcos de pesca y restaurantes, y los urbanitas que habían descubierto la zona en tiempos recientes como inversión donde pasar el verano y los fines de semana de invierno. Los fines de semana, los neoyorquinos subían al pueblo con sus invitados y sus patés y quesos franceses y prendían fogatas y salían a hacer esquí de fondo por el campo. Tommy subía a pasar con Sarah los fines de semana. Hacían cosas juntos. Planeaban juntos adónde irían. Entre semana, Sarah se quedaba sola.
       Una vez, estando sola, vio un helicóptero que sobrevolaba el estrecho con un árbol colgado de una eslinga. Los ricos podían permitirse no dejar nada atrás.
       Una vez, con el resto del pueblo, vio cinco embarcaciones que ardían en sus fundas de almacenamiento. Todo club de veraneo tiene su pirómano invernal.
       Sarah ya no leía. Le escocían los ojos al leer y las manos le dolían siempre. Entre semana, iba a comprar, salía a pasear y cuidaba de Martha.
       Habían pasado tres meses desde la muerte de Stevie Bettencourt cuando la madre del chico visitó a Sarah. Llegó a la entrada, llamó con el puño a la puerta y Sarah la hizo pasar.
       Genevieve Bettencourt tenía la edad de Sarah, aunque parecía bastante más joven. Estaba divorciada casi desde el mismo día en que Stevie vino al mundo. Tenía otro hijo que se llamaba Bruce y que vivía con su padre en Nueva Escocia. Había aparcado un viejo Buick azul claro en la calle, justo enfrente de casa de Sarah. El Buick tenía una puerta pintada de blanco.
       Las dos mujeres se sentaron en el precioso y soleado salón de Sarah. Se respiraba un ambiente muy tranquilo, muy extraño, casi emocionante. Genevieve examinó el salón de punta a cabo. Al lado estaban los dormitorios. La puerta que daba a la habitación de Sarah y Tommy estaba cerrada, pero la de Martha estaba abierta. Tenía un pequeño jardín colgante en la ventana. Tenía un hámster en una jaula. Tenía una estantería enorme repleta de muñecas y libros.
       —Esa habitación no estaba aquí antes —dijo Genevieve a Sarah—. Aquí se vendían langostas vivas. Me conozco este pueblo como la palma de mi mano. La gente como usted no tiene nada que ver con lo que recuerdo de este pueblo. ¿Alguna vez piensa en cómo fueron las cosas antes?
       —No —dijo Sarah.
       Genevieve suspiró.
       —¿Su hija se parece a usted o a su marido?
       —Nadie me ha dicho nunca que se parezca a mí —dijo Sarah con calma.
       —Conocerla a usted es lo último que habría querido —dijo Genevieve.
       Se quitó un pelo de la pechera de su blusa blanca y lo dejó caer al suelo. Miró por la ventana al sol. El suelo era de pino barnizado muy claro. Sarah vio el pelo sobre la madera.
       —Lo lamento mucho —dijo Sarah—. Lo lamento tanto.
       Irguió el cuello y echó la cabeza atrás.
       —Stevie estaba muy desorientado —dijo Genevieve—. Lo expulsaron del equipo de baloncesto. Tomaba pastillas. Iba con malas compañías. No estudiaba, sacó un muy deficiente en geometría y por eso no le dejaban jugar en el equipo.
       Se puso de pie y dio una vuelta por el salón. Llevaba unas botas de goma verdes, unos vaqueros sucios y un precioso jersey tejido a mano.
       —Durante un tiempo compré el pescado aquí —dijo—. Era de los O’Malley. No había casi ventanas. Sólo unos ventanucos estrechos y altos sobre los tanques de agua. Ahora todo está lleno de ventanas, ¿no? ¿No se siente a la vista de todo el mundo?
       —No, yo… —empezó a responder Sarah—. Hay cortinas —dijo.
       —Aquí al lado, donde tiene su jardín, encuentras huesos de ballena si cavas un poco. Puedo contarle muchas cosas sobre este pueblo.
       —Mi marido quiere mudarse —dijo Sarah.
       —Me lo figuro, pero en realidad la borracha es usted y no él, ¿me equivoco?
       —Ya no bebo —dijo Sarah. Miró mareada a la mujer.
       Genevieve no era guapa, pero tenía una expresión definida y fuerte. Se sentó al otro lado del salón.
       —Supongo que me apetece tomar algo —dijo—. Un vaso de agua.
       Sarah fue a la cocina y sirvió dos vasos de Vichy. Le temblaban las manos.
       —No somos tan distintas la una de la otra —dijo Genevieve—. Podríamos ser amigas.
       —Mi primer marido quiso hacerse amigo de mi segundo marido —dijo Sarah al cabo de un momento—. Nunca pude entenderlo. —Al hacer aquel comentario le había parecido que eran situaciones comparables, pero ahora ya no—. No es conveniente que seamos amigas —dijo.
       Genevieve seguía sentada y hablando. Sarah notó que se concentraba con todas sus fuerzas en la conversación compleja y ensimismada de aquella mujer. Sospechó que las palabras que empleaba eran otras palabras cifradas, palabras terribles. Genevieve hablaba sin pensar, sin pasión, con esporádicas florituras verbales. Sarah no daba crédito a que estuvieran hablando de comida, de hombres, de las nubes rojas arracimadas sobre el mar.
       —Tengo una amiga diseñadora —dijo Genevieve—. Espera ganar mucho dinero algún día. El trabajo ha alterado completamente su forma de percibir las cosas. Cada vez que mira un paisaje, piensa en sábanas. «Quita esas montañas», dice, «aclara un poco esa nube y tendrás una preciosa sábana». Cuando mira el cielo, piensa en lencería. Yo, cuando miro el cielo, lo que pienso es en tiempos pasados más felices en los que miraba el cielo. Nunca he estado enamorada, ¿y usted?
       —Sí —dijo Sarah—. Estoy enamorada.
       —No es una suerte estar enamorada, ¿sabe?
       Se oyó un ligero ruido de pasos en la puerta y entró Martha.
       —Hola —dijo—. Me ha ido bien en la escuela. Tengo hambre.
       —Hola, bonita —dijo Genevieve. Y dirigiéndose a Sarah dijo—: Podríamos quedar para comer algún día.
       —¿Quién era? —preguntó Martha a Sarah después de que Genevieve se hubiera marchado.
       —Una vecina —dijo Sarah—. Una amiga de mamá.

       Cuando Sarah le comentó que Genevieve había ido a visitarla, Tommy le dijo:
       —Es acoso. Podemos pararlo.
       Era domingo por la mañana. Acababan de desayunar y Tommy y Martha secaban los platos y los guardaban. Martha llevaba la ropa de catequesis y cantaba una canción que había aprendido el domingo anterior.
       —Viajo a una Mansión en el Expreso del Día Feliz… —cantó.
       Tommy sujetó a Martha por los hombros.
       —Ve a buscar tu abrigo, cariño —dijo. Cuando la niña se fue, le dijo a Sarah—: No hables con esa mujer. Que no se repita.
       —No hablamos de eso.
       —¿Y de qué hablasteis entonces? Es rarísimo.
       —Nadie habla de eso. Nadie, nunca.
       Tommy llevaba un traje de pana y una corbata que Sarah nunca le había visto.
       —He hecho todo lo que estaba en mi mano para protegerte, Sarah, para ayudarte a enderezar tu vida. Fue terrible, pero lo pasado, pasado está. Tienes que superarlo. No vuelvas a verla. No te causará problemas si no hablas con ella.
       Sarah dejó de mirar la corbata de Tommy. Desplazó la vista a las patatas que acababa de pelar y poner en un bol lleno de agua.
       Martha entró en la cocina y se colgó del brazo de su padre. Tenía el pelo largo y abundante, pero se le estaba oscureciendo. Era como si nunca se lo hubieran cortado.
       Cuando se marcharon, Sarah metió el asado en el horno y fue al salón. El día, un día incoloro, ventoso, sin pájaros a la vista, dominaba el gran ventanal. Sarah se sentó en el suelo y pasó los dedos por la superficie lisa y barnizada de la madera. Bajo ese caro entarimado se extendía el cemento. Tiempo atrás, las cisternas de la pescadería habían cubierto aquellas paredes. Las langostas habían reptado tras un cristal pringoso de liquen. Sonó el teléfono. Sarah no lo miró, sospechando que era Genevieve. Luego descolgó el auricular.
       —Hola —dijo Genevieve—. He pensado que podría pasarme un rato. Hace un día deprimente. Frío. ¿Está su familia en casa?
       —Los domingos salen —dijo Sarah—. Tengo tiempo para pensar. Mi marido acompaña a nuestra hija a la iglesia.
       —¿Y en qué piensa?
       La voz de la mujer parecía llegar de muy lejos. A Sarah le costaba oírla bien.
       —Se supone que tengo que cocinar. Cuando vuelven, celebramos un almuerzo a las doce.
       —Sé cocinar las almejas de cuarenta y tres formas distintas —dijo Genevieve.
       —Hoy tenemos asado. Cerdo asado.
       —En fin, ¿puedo pasarme?
       —De acuerdo —dijo Sarah.
       Siguió sentada en el suelo mientras esperaba a Genevieve, contemplando el mar bajo el cielo. El agua en el horizonte dibujaba una amplia cinta de satén. Deseó tener el valor de nadar en un día tan crudo de invierno. Nadar mar adentro y descansar, dudar y luego regresar. Su vida era un territorio oscuro e inexplorado. La abstinencia la había consumido. Se sentía torpe, expoliada. Su cuerpo había perdido la libertad.
       Sentada, sin ver nada, la luz terrible y tranquila del día la envolvía. Las cosas que recordaba estaban lejísimos, bañadas en una luz distinta. Su vida no podía parecerle más remota. Había buscado la felicidad en otra persona, pues sabía que no iba a encontrarla en sí misma, y ahora su corazón se había vuelto extrañamente duro. Se pasó las manos por la cabeza.
       Su vida con Tommy estaba rota, era irreparable. Su vida con él había terminado. Las infidelidades de su marido seguían mezclándose en su cabeza con la muerte del chico, con la falsa confesión de que él conducía cuando se produjo la muerte del chico. Sarah no entendía nada. Su vida le parecía tan azarosa, de una estructura tan injustificada, y ahora la veía amenazada de una forma que no le despertaba ningún interés.
       —Hola —gritó Genevieve. Había abierto la puerta y esperaba en el recibidor—. No ha oído que llamaba a la puerta.
       Sarah se levantó del suelo. Tenía que recibir a aquella mujer. Se sintió inquieta, adúltera. La piel y el pelo de Genevieve despedían frío. Sarah recogió su abrigo y lo colgó en el armario. El olor fresco del frío se entretuvo en sus manos.
       Sarah fue a la cocina. Sacó un paquete de panecillos del congelador.
       —¿A su hija le gusta la iglesia? —preguntó Genevieve.
       —Sí, mucho.
       —Es un teatro —dijo Genevieve—. Yo soy católica. De niña me fascinaban los mártires. Recuerdo una imagen de santa Lucía, llevando sus ojos como si fueran una bandeja de huevos, y a santa Ágata. Ésta llevaba sus pechos en una bandeja.
       —No entiendo de qué estamos hablando —dijo Sarah—. Sé que emplea esas palabras porque significan otras palabras, yo…
       —Un día podríamos llevarnos a su pequeña al cine, a una sesión de tarde, después de la escuela.
       —Se llama Martha —dijo Sarah.
       Imaginó a Martha de mayor, con el pelo corto otra vez, sacando panecillos de un congelador, esperando.
       —Martha, sí —dijo Genevieve—. ¿Ha querido tener más hijos?
       —No —dijo Sarah.
       La conversación que mantenían era ilegal, innombrable. Sarah no veía que fuera a terminar nunca. Sus dedos tocaron las bandejas de cubitos de hielo.
       —¿Le apetece una copa?
       —Un vaso muy alto de vermú —dijo Genevieve. Estaba mirando un dibujito que había hecho Martha y que Sarah había clavado con chinchetas en la pared. Era un caballo muy mal dibujado—. Yo quería tener hijos. Quería sentirme realizada. Pero una no puede realizarse nunca. Creo que es un imposible.
       Sarah preparó muy despacio la copa de Genevieve. Ella no se sirvió nada.
       —Cuando Stevie tenía la edad de Martha lo sabía todo de las ballenas. Lo apuntaba en unas libretas. Una vez, por su cumpleaños, lo llevé al museo de la caza de la ballena que hay en New Bedford. —Tomó un sorbito de su vaso—. Todo se tuerce en algún momento —dijo.
       Le dio la espalda a Sarah y entró en la otra habitación. Sarah la siguió.
       —Hay muchísimas maneras de decir muerto, ¿sabe? —le decía Genevieve—. Los chicos se las inventan, o las sacan de canciones o de guerras. Stevie tenía una que aplicaba a los animales muertos y a las estrellas de rock. Decía que «compraban la granja».
[expresión norteamericana que tiene su origen en la Segunda Guerra Mundial: cuando un avión se estrellaba en una explotación agrícola y destruía cultivos o instalaciones, el gobierno compensaba a sus dueños adquiriendo la propiedad]
       Sarah asintió. Se tocaba las uñas y se arrancaba los padrastros.
       —Da un poco de miedo. Una granja tenebrosa, ¿sabe? Llena de mala hierba. En ruinas. Con maquinaria estropeada por todas partes. Mal asunto.
       Sarah levantó la cabeza.
       —Quiere compartir a Martha, ¿verdad? —dijo—. Sería lo justo, ¿no?
       —La pintura descascarillada, hectáreas y más hectáreas de tierra negra cubierta de maleza, una tapa rota sobre el pozo.
       Sarah volvió a bajar la cabeza. Sintió que el frío y el horror calaban en su corazón. La realidad de las dos mujeres, reunidas por azar en aquella sala, aquella sala luminosa, funcional y decorada con buen gusto que Tommy había creado, estaba siendo puesta a prueba. La realidad resistiría durante días, tal vez incluso semanas, pero luego cedería. Cedería ante aquella invitada, esa visitante, a la que Sarah había hecho sitio en su vida.
       —¿Se tomará una copa conmigo? —preguntó Genevieve—. Después me iré.
       —No debo beber —dijo Sarah.
       Genevieve fue a la cocina y se sirvió otro vermú. Sarah olió la carne en el horno. En otra habitación, el reloj dio la hora.
       —Tiene que venir a mi casa pronto —dijo Genevieve. No se sentó. Sarah miró el líquido verde claro en el vaso.
       —Sí —dijo Sarah—. Pronto.
       —De todos modos, cuando nos encontremos por la calle, no debemos saludarnos. A la gente le encanta cotillear.
       —Sí —dijo Sarah—. Nos condenarían.
       Miró desalentada a Genevieve, vencida por la tristeza y la sumisión. Oyó que llamaban a la puerta.
       —Sarah. —Era la voz de Tommy—. ¿Por qué está cerrada la puerta?
       Sarah vio su cabeza oscura en la ventana.
       —Habré echado el cerrojo —dijo Genevieve—. En invierno es mejor cerrar la casa, ¿sabe? Sobre todo por los niños. Se aburren. Stevie entró a robar en un par de casas, estoy segura.
       Dejó entonces el vaso sobre la mesa, sacó el abrigo del armario y salió. Sarah oyó que Martha decía: «Es la amiga de mamá».
       Tommy se había quedado en la puerta y miró a Sarah.
       —¿Qué hacía esa mujer aquí? ¿Por qué has cerrado la puerta?
       Sarah imaginó verse desnuda. Dijo:
       —Hay ladrones.
       —Si no te sientes segura aquí, nos mudamos —dijo Tommy—. He visto un sitio precioso a unos treinta kilómetros, en una cala. Sólo necesita un poco de arreglo. Tendremos más espacio. Hay un granero y una valla. Martha podría tener un caballo.
       Sarah lo miró con gesto intenso y quieto, como si estuviera escuchando un diálogo en el que ninguno de los presentes tuviera parte. Finalmente dijo:
       —Hay ladrones. Todo ha cambiado.



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