Joy Williams
(Chelmsford, Massachusetts, 1944 –)

Centro de belleza
(“Health”)
Escapes
(Nueva York: The Atlantic Monthly Press, 1990, 168 págs.)


      Pammy está en una antipática ciudad texana, la ciudad donde nació, en el mes de su duodécimo cumpleaños. Hace un día frío y encapotado. Pronto lloverá. La lluvia lavará la película de ceniza que cubre el coche en el que viaja, ceniza volcánica que ha cruzado todo el golfo de México desde la península de Yucatán. Pammy es una rubia rechoncha de ojos azules, una hija a quien su padre lleva en coche a su lección de bronceado.
       Es una broma de su padre. En realidad la lleva a una sesión de bronceado, que durará veinticinco minutos. Es lo que ha pedido por su cumpleaños, diez sesiones de bronceado en un centro de belleza. También pidió y recibió un nuevo juego de ruedas para sus patines. Son unas ruedas púrpura marca Rannalli. Pammy tiñó los tacos para conjuntarlos con las ruedas, pero le quedó un púrpura un poco más basto y apagado. Quiere ser una patinadora de velocidad, pero teme no tener el carácter necesario. «Hay que tener mucho estómago para dedicarse a la velocidad», le dijo su entrenador. Pammy ya domina el paso de pato, pero el giro cruzado todavía no le sale del todo natural y a veces piensa que nunca lo conseguirá.
       Pammy y su padre, Morris, circulan detrás de una camioneta que transporta un montón de televisores. Sobre la plataforma descubierta, sujeto con una cuerda, hay un televisor de consola de veinticuatro pulgadas que les mira con un agujero en el mismo centro de la pantalla.
       Morris se toma un café en un vasito de plástico con tapa que encaja en un soporte justo debajo de la radio. Pammy tiene una amiga, Wanda, cuyo padre adoptivo tiene el mismo tipo de vasito en el coche, pero él lo utiliza para beber bourbon con agua. A Wanda la adoptaron a los dos meses de edad. A Pammy le alivia saber que ni su padre ni su madre, Marge, beben. A veces se toman una copa de vino. El día de su cumpleaños incluso Pammy tomó un poco de vino con la cena. Marge y Morris no discuten casi nunca, y eso es algo que su hija agradece. Esta mañana, sin embargo, los ha visto pelearse. Una vez más, su madre ha usado el cepillo de su padre y ha dejado unos pelos largos y castaños entre las cerdas. Su padre los ha quitado con un peine sobre el fregadero limpio. Su padre ha dejado un ovillo de pelos castaños en el fregadero blanco.
       En la radio del coche suena una canción que se llama Tainted Love, una canción a la que Morris le gusta referirse como Rancid Love. Siempre van con la radio puesta cuando su padre y ella van juntos. Morris es un buen conductor. Aún le gusta conducir a pesar de todos los años que lleva haciéndolo. Pammy tiene ganas de aprender, pero dentro de unos años quién sabe si todavía le gustará. Piensa que tal vez no sea tan divertido al cabo de un tiempo. A su padre se le da bien conducir por esta zona, en las autovías y en las calles, y también cuando viaja por las pavorosas y anchas carreteras de doble sentido y por las estrechas carreteras de montaña de México, e incluso en las bacheadas y sucias playas de la costa del golfo. Un fin de semana de esa misma primavera, Morris había alquilado un jeep en Corpus Christi y había recorrido con Pammy y Marge la costa de la isla del Padre de un extremo a otro. Iban a toda velocidad por la arena y a lo largo de un buen número de kilómetros no se cruzaron con nadie. Había plásticos por todas partes.
       —Verán mucho plástico —les dijo el hombre que les alquiló el jeep—. Eso sí, ese plástico llega de todo el mundo.
       Morris le había dado una clase de conducir a Pammy en el jeep. Le enseñó a cambiar de marcha con suavidad sincronizando el acelerador con el momento en que se pisa y suelta el embrague. «Las cosas hay que hacerlas bien», le había dicho Morris, y Pammy, cuando lo oyó, se sintió embargada por una especie de temor. Sólo eran palabras, lo sabía, palabras que podía usar cualquiera, pero detrás de las palabras siempre había cosas, a veces cosas que no podías contarle a nadie, ni mucho menos a tus seres queridos, cosas que daban miedo y que ni siquiera eran verdad.
       —Estoy harto de seguir a esta camioneta —dice Morris.
       La pantalla del televisor herido parece de agua sucia. Morris aparca delante de un supermercado japonés. Pammy mira el establecimiento, donde los clientes hacen cola en la caja. Muchas de las mujeres llevan la cabeza cubierta con un pañuelo. En la asignatura de ciencias sociales de la escuela, está leyendo testimonios presenciales de las consecuencias de la bomba atómica de Hiroshima. Ha leído que unas niñas, mientras huían despavoridas de la ciudad derretida, con todo el pelo quemado y la piel quemada colgando a tiras, iban gritando: «Estúpidos americanos». Morris toma un sorbito de café y vuelve a incorporarse a la calle, libre ya de televisores heridos de muerte.
       Pammy se mira el dorso de las manos. Están bronceadas, pero no lo suficiente, piensa. Tienen un color melocotón oscuro. Ésta será su quinta lección de bronceado. En el centro de belleza hay diez fotografías a color que muestran a una mujer en biquini en su transformación de una mujer pálida a una mujer bronceada. En la última imagen, la mujer se aparta ligeramente el biquini de la cadera para mostrar una tajada de piel blanca y sonríe al mirarla.
       Pammy responde bien al bronceado. Sin broncear, su tez parece granulosa e irregular porque es pecosa y tiene los poros bastante abiertos. El bronceado la uniformiza, la completa. Ha tenido todo tipo de bronceados: bronceados dorados, bronceados de piscina e incluso un bronceado de Florida que en Texas parecía amarillento. Trajo a todas sus amigas el mismo regalo de Florida: unas cajitas de madera contrachapada llenas de unas naranjas diminutas que en realidad eran chicles. De todos modos, el mejor bronceado que ha conseguido fue en México hace seis meses. Pasó allí dos semanas con sus padres y volvió a casa con un bronceado verdaderamente notable y una tuberculosis. Esto último fue motivo de cierta tensión entre Morris y Marge, porque había sido idea de Morris bañarse en los balnearios de montaña en vez de hacerlo en las piscinas de hoteles más convencionales. Creían que Pammy se había contagiado en un balneario público en concreto, justo a las afueras de una aldea polvorienta que habían ido a visitar para comprar azulejos, unos azulejos de un naranja oscuro con rayos azules que irradiaban del centro y que ahora están en la cocina de su casa, donde cada mañana Pammy se toma un zumo y una dosis de trescientos miligramos de isoniazida.
       —Ya hemos llegado —dice Morris.
       El centro de belleza se aloja en un pequeño edificio de hormigón cuya fachada está decorada con unas columnas blancas rescatadas de la demolición de una mansión. En la calle hay tiendas de regalos, adivinos que leen la mano y una empresa de fumigación. No es la misma empresa que cubrió con una lona la casa de Wanda para exterminar una plaga de termitas. Ésa fue otra. Mientras Pammy estaba en México contrayendo su tuberculosis, Wanda tuvo que irse a San Antonio con sus padres una semana porque les envolvieron la casa con una lona aislante. Cuando regresaron, encontraron el cadáver de un ladrón tirado en el salón, con las cosas que había robado ordenadas en un montoncito no muy lejos de donde yacía. Había muerto al inhalar el gas letal que usaban los fumigadores.
       —Te recogerá mamá —dice Morris—. Tiene clase esta tarde, así que a lo mejor llega un poco tarde. Espérala dentro.
       Morris le da un beso en la mejilla. La trata como si fuera una niña pequeña. Y trata a Marge como a una madre, la madre de su hija.
       Marge tiene treinta y cinco años, pero aún estudia. Está matriculada en asignaturas de historia del arte y de cine en una de las universidades de la ciudad, la misma universidad donde Morris imparte clases de ingeniería del petróleo. Años antes, la primera vez que Marge estudió en la universidad, antes de conocer a Morris o de que naciera Pammy, viajó a España y un día, estudiando un Goya en un museo, se desprendió un trocito del cuadro y cayó a sus pies. Se lo metió rápidamente en el bolsillo y ahora lo tiene sobre su escritorio guardado en una cajita de cristal. Es un triangulito de pintura violeta tirando a verde del tamaño de la uña de un pulgar. Procede de uno de los desnudos de Goya.
       Pammy sale del coche y entra en el centro de belleza. Lo único que tienen son máquinas de bronceado, doce en total repartidas en ocho salitas. Pammy nunca ha tenido que compartir salita con nadie. Si se lo piden, seguramente responderá que no, esperando no herir con ello los sentimientos de quien se lo pida. La recepcionista, sentada tras un mostrador de metal arañado, es una mujer mayor y vigorosa vestida con un mono negro y unos pendientes de plumas. Tras ella hay varias estanterías repletas de achaparrados frascos marrones llenos de polvos y pastillas con nombres como ACUMULADOR DE RESISTENCIA DINÁMICA, MATAESTRÉS SUPERDINÁMICO Y CONCENTRADO DE HÍGADO ENERGIZANTE.
       La recepcionista se llama Aurora. Pammy cree que el nombre es estupendo y le sorprende que una mujer tan mayor se llame así. Aurora la acompaña a una de las salas al fondo del local. La sala contiene un espejo, un lavamanos, un taburete pequeño, un ventilador blanco de cabeza oscilante y la cama, un aparato de color cobre y alargado semejante a un ataúd con su correspondiente tapa. Pammy siempre se queda sorprendida cuando ve la cama con los fluorescentes ultravioletas de cristal esmerilado y el reposacabezas de plástico negro. Alguien tose en la sala de al lado. Pammy imagina que hay clientes tumbados en todas las salas, envueltos en una luz blanca, tumbados tranquilamente como si descansaran tras un viaje larguísimo. Aurora coge una botella de desinfectante en espray y un jirón de toalla de la repisa que hay encima del lavamanos y limpia la superficie de la cama. Gira el cronómetro y aparece la luz.
       —Listo, cariño —dice Aurora. Le da una palmadita en el hombro y se va.
       Pammy se quita las sandalias y se desnuda a toda prisa. Deja la ropa en un montón, con el jersey encima. El jersey es blanco con un patinador estampado en la espalda. El patinador lleva casco y rodilleras y patina con los pies abiertos, con el derecho por delante. Pammy se tumba y con la mano izquierda baja la tapa hasta dejarla a unos veinticinco centímetros de la fría superficie de la cama. Puede ver la puerta cerrada, el montoncito de ropa y sus propios pies. Pammy piensa que sus pies son la peor parte de su cuerpo. Son flacos, con los dedos muy separados. Wanda y ella se pintaron una vez las uñas de los pies del mismo color, pero los pies de Wanda eran bonitos y los suyos no. Pammy pensó que sus pies parecían los de una persona muerta y que no tenían remedio. Cierra los ojos.
       Wanda, que es una gran lectora, le contó un día a Pammy que la tuberculosis era una enfermedad romántica que sólo sufrían artistas, poetas e «individuos altamente sensibles».
       —Pues claro —dijo el padre adoptivo de su amiga—. La tuberculosis tiene mucho caché.
       El padre adoptivo de Wanda siempre está bromeando, piensa Pammy. Los padres de Wanda le parecen bastante agradables, pero siempre se siente un poco incómoda con ellos. Wanda no fue el primer niño que adoptaron. Hubo otro bebé, pero luego averiguaron que la información sobre sus orígenes no era del todo fidedigna. O quizá fue porque era un crío aburrido. El caso es que devolvieron el bebé y recibieron a Wanda. Pammy no cree que los padres de Wanda sean personas muy resolutivas. Le sorprende que eso no ponga nerviosa a Wanda.
       Hace calor dentro de la cama solar, pero no es insoportable. Pammy está tumbada con los brazos estirados y las palmas hacia abajo. Oye voces en el pasillo y ruido de pasos. Las primeras veces que fue al centro de belleza, tenía miedo de que alguien pudiera confundirse y abrir su puerta. Imaginó exactamente cómo se daría la situación. De pronto, vería abrirse la puerta con el rabillo del ojo y luego alguien diría «lo siento» y la puerta volvería a cerrarse. Pero no había ocurrido. Las voces pasan de largo.
       Pammy piensa en Blancanieves tumbada en su ataúd de cristal. ¿Cuántas veces la ha engañado la reina? ¿Tres? Iba disfrazada, pero y qué. Y luego Blancanieves se atragantaba con la manzana. En los restaurantes a los que a veces va con sus padres, hay carteles en las paredes que muestran a una persona que se ahoga y a otra que trata de salvarla.
       Blancanieves yace en un ataúd de cristal, no desnuda, por supuesto, sino con un vestido, con los enanitos velándola. Pero no eran enanos de verdad, naturalmente. Lo de enanitos era un mote que alguien les había puesto.
       Cuando Pammy le dijo a Morris que la tuberculosis era una enfermedad romántica, él respondió:
       —No hay nada romántico en ella. Además, tú no la tienes.
       Según parece, es un hecho incuestionable que Pammy tiene y no tiene tuberculosis al mismo tiempo.
       A Pammy le hicieron la prueba de la tuberculina en el brazo junto a sus compañeros de clase cuando empezó el curso en septiembre y al cabo de cuarenta y ocho horas se le hinchó mucho.
       —Ahora que has estado expuesta, no tienes que preocuparte por cogerla —le había dicho el pediatra en su consulta, sonriendo.
       —¿Se refiere a que la infección te vuelve inmune? —dijo Marge.
       —No exactamente —dijo el pediatra, meneando la cabeza y sin dejar de sonreír.
       Tiene los pulmones limpios. No está enferma pero tiene una enfermedad. Los microbios se encuentran en su cuerpo pero en estado latente, aún vivos pero despojados de toda fuerza. Por fuera es la misma de siempre, pero por dentro ha tenido lugar un gran drama y Pammy se siente poseedora de un saber luminoso, secreto e indecible.
       Sabe otras cosas también, cosas que partirían el corazón a sus padres, cosas vulgares, feas, simples. Sabe que una niña de la escuela robó dinero de la cartera de su madre y se compró un masajeador íntimo. Sabe de otra niña a cuyo hermano le gusta vestirse con su ropa. Sabe que un niño le tiró una lata de aceite de motor a su padre y lo dejó inconsciente.
       Pammy se estira. Siente un hormigueo en la cabeza. Su cuerpo está a medio metro del suelo y se ve casi gris bajo el resplandor de los fluorescentes. Se ha enterado de que hay unas píldoras que te broncean. Es tan fácil como tomarse un par de píldoras al día y al cabo de tres semanas tendrás un bronceado maravilloso que podrás conservar si te las sigues tomando. Puedes encargarlas en Canadá. Son una especie de colorante alimentario. Qué asqueroso, piensa Pammy. De niña compró por correo la cuarta parte de un acre de terreno en Canadá que le costó cincuenta centavos. De eso hace dos años.
       Pammy oye voces en la sala de al lado que llegan a través de la delgada pared. Una mujer que habla deprisa dice:
       —Pete subió hace un par de días a Detroit a visitar a su hermano, que se está muriendo en un hospital allá arriba. Tiene cáncer. Su hermano siempre ha sido un tipo repugnante, muy desagradable. Más joven que Pete y siempre mala persona. Intentó suicidarse dos veces. Y ahora se entera de que tiene cáncer y resulta que no quiere morirse. Y está todo el día dale que te pego. Se comporta como un desgraciado con todo el mundo. Hace pasar a toda la familia por un auténtico calvario, pero no tiene remedio, se muere de cáncer. Así que Pete sube al hospital a pasar con él sus últimos días y ¿sabes lo que pasa? Le roban la cartera a Pete. Figúrate, en la habitación de un moribundo. Quinientos dólares en efectivo y todas nuestras tarjetas de crédito. Eso fue ayer. Menudo día.
       —Cuando no es una cosa, es otra —dice la otra mujer.
       Pammy tose. No quiere oír las voces de otras personas. La gente usa las palabras como si estuviera tirando basura, como si una palabra valiera lo mismo que otra cualquiera.
       —Todo pasa tan deprisa ahora —dice la mujer—. ¿Sabes a qué me refiero?
       Pammy no escucha y no abre los ojos porque, si lo hiciera, vería esa extraña sala blanca con su ropa en un montón y a ella misma tumbada, quieta y desnuda. No abre los ojos porque prefiere imaginar que está levitando en un escenario sobre un muelle de pura energía. Si uno pudiera pensar con la pureza suficiente, podría crear su propia verdad. Así es como la gente conseguía hacer viajes astrales, caminar descalza sobre las brasas, curar verrugas. Había una niña en la clase de Pammy, Bonnie Black, una niña enclenque, con pinta de lechuza, que era de la Ciencia Cristiana. Criaba conejos y los exponía en ferias, y siempre llevaba a la escuela las cintas que habían ganado sus conejos, prendidas con un alfiler a su blusa. Sus manos estaban cubiertas de verrugas, pero un día Pammy vio que ya no tenía y Bonnie Black le contó que habían desaparecido después de asumir plenamente que era imposible que tuviera verrugas porque su auténtico ser estaba hecho a imagen y semejanza de Dios.
       Parecía que a la gente le iba mejor la vida cuando podía concentrarse en algo, aferrarse a algo mentalmente durante largo tiempo y creer en ello de verdad. Pammy había visto una vez a un patinador extremo que ofreció una exhibición durante la inauguración de un gran centro comercial. Saltaba sobre coches y se encaramaba por las paredes de los edificios. Hacía saltos mortales y piruetas. En el aparcamiento, un disc-jockey a quien habían contratado para el gran día lo entrevistó: «Me ha impresionado muchísimo tu actuación —dijo el disc-jockey—, y también me impresiona que nunca te caigas. ¿Por qué no te caes?». El patinador era un chico flaco con unos vaqueros cortados que le iban anchos. «No me caigo —dijo el chico mirando fijamente al micrófono— porque siento un enorme respeto por las superficies de hormigón y porque cuando cometo un error de cálculo, en vez de caerme, lo convierto en un truco nuevo».
       Pammy piensa que es maravilloso que ese chico sea capaz de decirse algo que le ayudará a no pensar que puede caerse.
       Se ha abierto la puerta de la sala. Pammy había oído cómo se giraba el pomo. Primero se queda tumbada sin abrir los ojos, deseando oír que la puerta se cierra, pero no oye nada, sólo el tictac del temporizador de la cama solar. Gira de golpe la cabeza a un lado y busca la puerta. Hay un hombre de pie, mirándola. Pammy cierra la mano derecha y la pone entre sus piernas. Se cubre los pechos con el brazo izquierdo.
       —¿Qué? —dice asustada a la silueta.
       En un instante casi se le corta la respiración de miedo. Intuye la repetición de algo doloroso y conocido, pero ella no lo ha conocido, nunca lo ha vivido. La silueta no dice nada y cierra la puerta. El temporizador se detiene con una salva de tictacs acelerados. La dura luz de la cama se apaga.
       Pammy abre la tapa y sale enseguida. Se viste a toda prisa y se alisa el pelo con los dedos. Se mira en el espejo, con la boca entreabierta. Sus dientes blancos asoman tras sus labios pálidos. Se mira fijamente. Podrán mirarla pero no descubrirla. Podrá hablar pero no la conocerán. Abre la puerta y sale al pasillo. No hay nadie. El pasillo es tan estrecho que si abre los brazos puede rozar las paredes con las puntas de los dedos. En la recepción, junto al mostrador de Aurora, hay tres personas: una joven con los hombros caídos y dos hombres. La mujer se estaba apuntando a un mes de bronceados ilimitados, lo que significaba que después de la tarifa mensual básica sólo tendría que pagar un dólar por cada visita. Saca el talonario de un bolso sucio, que está hecho de un material plateado, y firma un talón. Los hombres parecen estar cómodos, apoltronados en las sillas, con las piernas estiradas. Se conocen, supone Pammy, pero no conocen a la mujer. Uno de ellos tiene el pelo oscuro e hirsuto, como el de un animal mojado. El otro lleva una camiseta roja ajustada. Ninguno de los dos es el hombre que ha visto en la puerta.
       —¿A qué hora quieres venir mañana, cielo? —pregunta Aurora a Pammy—. Te está sentando de maravilla. ¿Verdad que le está sentando de maravilla?
       —Me gustaría volver mañana a la misma hora —dice Pammy. Se lleva la mano a la boca y tose un poco.
       —A la misma hora no, cariño. No puedo darte la misma hora. ¿Qué te parece una hora después?
       —Perfecto —dice Pammy.
       La mujer con los hombros caídos se sienta en una silla. No hay más sillas en la salita. Pammy abre la puerta y sale. Ha llovido y la acera está oscura y reluciente. Camina lentamente calle abajo y huele la lluvia que remolonea en los árboles. Junto a una tienda que se llama Imagine ve una mata de bambú con unas latas de cerveza que brillan en el centro enmarañado y lleno de hierba de la planta. En Imagine venden palmeras de neón y nubes y estrellas de seda. También venden tarjetas de felicitación, bombones en formas que los niños tienen prohibido ver y adhesivos y cordones para críos. Pammy mira en el escaparate una almohada de satén en forma de corazón con una gran cremallera que recorre su centro de arriba abajo. Da media vuelta y regresa al edificio que alberga las camas solares. Su madre aparca el coche al lado. «¡Pammy!», la llama. Está inclinada hacia la ventanilla del acompañante, que ha bajado. Abre la puerta del coche. Pammy se sube y la puerta vuelve a cerrarse con seguro.
       El coche circula deprisa por la calle y Pammy va sentada dentro, un poco aturdida. Su padre le enseñará a conducir y ella dará una vuelta en el coche. Su madre seguirá yendo a clases en la universidad. Cada vez que conozca a alguien, le mencionará el Goya: «Tengo un pequeño Goya», dirá, antes de reírse. Pammy se hará mayor, ya es mayor. Pero el mundo permanecerá tan joven como ella es ahora, infinito en sus posibilidades, e insensible. No quiere volver a ver esa silueta que la miraba, esa mirada glacial, pero sabe que la volverá a ver porque sus rasgos ya han empezado a desdibujarse, a hacerse más generales. Podría ser cualquier cosa. Y ahora estará en otra parte, será otra cosa. Pammy tose, pero no es la tos de una enferma porque es una niña sana como un roble. Es la clase de tos que una haría en una fiesta si no conociera a nadie.



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