Katherine Anne Porter
(Indian Creek, Texas, 1890 - Silver Spring, Maryland, 1980)


Judas en flor
“Flowering Judas”
Originalmente publicado en Hound and Horn Magazine (Spring 1930)
Flowering Judas and Other Stories (1930)


      Braggioni está sentado en el borde de una silla de respaldo recto, demasiado pequeña para él, y le canta a Laura con una sedosa pero lúgubre voz. Laura ha empezado a encontrar excusas para eludir su propia casa hasta el último momento posible, porque Braggioni está allí casi cada noche. No importa cuán tarde sea, él estará allí sentado, con una hosca y expectante expresión, tironeando de su propio rizado cabello amarillo, manoseando las cuerdas de su guitarra, gruñendo una melodía entre dientes. Lupe, la criada india, recibe a Laura en la puerta y dice, con un esbozo de mirada que se dirige a la habitación de arriba: «Él espera».
       Laura desea acostarse, está cansada de las horquillas y del contacto de las largas mangas ajustadas, pero le dice: «¿Tienes una nueva canción para mí esta noche?». Si él dice que sí, ella le pide que la cante. Si dice que no, recuerda la que él prefiere y le pide que la cante de nuevo. Lupe le trae una taza de chocolate y un plato de arroz. Laura come en la mesa pequeña bajo la lámpara, invitando primero a Braggioni, cuya respuesta es siempre la misma: «Ya he comido y, además, el chocolate espesa la voz».
       Laura contesta: «Canta, entonces», y Braggioni se pone a cantar. Rasguea la guitarra con familiaridad, como si fuera un animal doméstico, y canta desafinando apasionadamente, llevando las notas altas a un prolongado chillido quejumbroso. Laura, que frecuenta los mercados escuchando a los que cantan baladas y se detiene cada día para oír al muchacho ciego tocar su flauta de caña en la calle Dieciséis de Septiembre, escucha a Braggioni con despiadada cortesía, porque no se atreve a sonreír ante su miserable actuación. Nadie se atreve a sonreír ante él. Braggioni es cruel con todos por una especie de insolencia especializada, pero también tan vanidoso en cuanto a sus talentos y tan sensible a los desaires, que se requeriría una crueldad y una vanidad mayores que las suyas para poner el dedo en la vasta e incurable llaga de su autoestima. Y osadía, también, porque resulta peligroso ofenderle, y nadie tiene ese coraje.
       Braggioni se ama a sí mismo con tal ternura, amplitud y caridad eterna, que sus seguidores —porque él es un conductor de hombres, un hábil revolucionario, y su piel ha sido perforada en una guerra honorable— se calientan en el ardor que refleja, y se dicen entre ellos: «Tiene verdadera nobleza, un amor por la humanidad que está por encima de los meros afectos personales». El exceso de ese amor propio ha fluido de modo inconveniente sobre Laura, quien, con muchos otros, le debe su cómoda situación y su salario. Cuando él está de muy buen humor, le dice: «Estoy tentado de perdonarte que seas una gringa. ¡Gringuita/», y Laura, encendida, se imagina a sí misma adelantándose de pronto hacia él y, con un fuerte revés, borrándole la sebosa sonrisa del rostro. Si él repara en sus ojos en esos momentos, no da muestras de ello.
       Sabe lo que Braggioni le ofrecería y debe resistir tenazmente sin dar la impresión de resistir y, si pudiera evitarlo, no admitiría, ni siquiera ante sí misma, la lenta deriva de la intención de él. Durante esas largas noches que le han echado a perder un mes entero, ella se sienta en su mullida silla con un libro abierto sobre las rodillas, descansando los ojos sobre la rigidez consoladora de la página impresa, cuando la vista y el sonido del canto de Braggioni amenazan identificarse con todas las aflicciones que recuerda y agregar su peso a sus inquietantes premoniciones. La glotona mole de Braggioni ha llegado a ser un símbolo de sus muchas desilusiones, porque un revolucionario debería ser delgado, inspirado por una fe heroica y una vasija de virtudes abstractas. Eso es una tontería, ahora lo sabe y se avergüenza de ello. La revolución debe poseer líderes, y el liderazgo es una carrera para hombres enérgicos. Ella está, sus camaradas se lo dicen, llena de errores románticos, porque lo que define como cinismo en ellos, constituye apenas «un desarrollado sentido de la realidad». Se ve casi demasiado inclinada a decir: «Estoy equivocada, supongo que no entiendo verdaderamente los principios». Luego hace una tregua secreta consigo misma, decidida a no rendir su voluntad a tal expediente lógico. Pero no puede evitar sentir que ha sido traicionada irreparablemente por el divorcio entre su modo de vivir y su intuición de lo que la vida debe ser, y a veces se contenta casi con descansar en esa sensación de injusticia como una reserva privada de consuelo. Otras veces desea escapar, pero se queda. Ahora quiere salir volando de esa habitación, bajar las estrechas escaleras y echarse a la calle, donde las casas se apoyan una en otra como conspiradores bajo una única lámpara manchada, y dejar a Braggioni cantando para sí mismo.
       En cambio, mira a Braggioni, franca y directamente, como una buena chica que entiende las normas de comportamiento. Junta las rodillas bajo la espesa sarga azul y su blanco cuello redondo no es intencionadamente monjil. Usa el uniforme de una idea y ha renunciado a las vanidades. Nació católica y, a pesar de su temor a ser vista por alguien que pudiera escandalizarse de ello, de vez en cuando entra furtivamente en alguna pequeña iglesia derruida, se arrodilla en la piedra helada y reza un avemaría con el rosario de oro que compró en Tehuantepec. No sirve de nada y termina por examinar el altar con sus flores de oropel y sus brocados raídos, y se enternece por la maltrecha imagen de algún santo varón cuyos blancos calzones guarnecidos de encaje cuelgan flojamente sobre sus tobillos o bajo la hierática dignidad de su hábito de terciopelo. Ella se ha encerrado en un conjunto de principios derivados de su formación temprana, sin dejar intacto ningún detalle en los gestos o el gusto personal, y por esta razón no está dispuesta a usar encajes hechos a máquina. Ésa es su herejía privada, porque en su grupo especial la máquina es sagrada y será la salvación de los trabajadores. Ama el encaje fino, y hay un delgado reborde de tela de araña estriada en su cuello, que es uno de los veinte exactamente iguales envueltos en papel de seda azul sobre el cajón superior de la cómoda.
       Braggioni atrapa su mirada con firmeza, como si la hubiese estado esperando. Se inclina hacia delante, balanceando su panza entre las rodillas abiertas, y canta con tremendo énfasis, pesando sus palabras. No tiene, cuenta la canción, padre ni madre, ni siquiera un amigo que le consuele; solitario como una ola del mar, viene y va, solitario como una ola del mar. Su boca se abre en un círculo y suspira hacia un lado mientras sus mejillas como globos se tornan más grasientas con el esfuerzo del canto. Sobresale prodigiosamente de sus costosas ropas. Sobre su cuello color lavanda, arrugado sobre una corbata púrpura, sujeta por un broche de diamante; sobre su canana de cuero labrado repujado en plata y cruelmente ceñida en torno de su jadeante cintura; sobre los bordes de sus brillantes zapatos amarillos, Braggioni se hincha con ominosa madurez, a la vez que destacan sus tensos calcetines de seda malva y sus tobillos rodeados por las recias tiras de cuero de los zapatos.
       Cuando deja caer sus ojos sobre Laura, ella nota una vez más que son verdaderos ojos amarillos leonados de gato. Él es rico, no en dinero, le dice, sino en poder, y el poder trae aparejada la posesión inocente de las cosas y el derecho a satisfacer su amor por los pequeños lujos. «Tengo cierto gusto para los refinamientos elegantes», ha dicho alguna vez, agitando un pañuelo de seda amarilla ante la nariz de Laura. «¿Hueles esto? Es Jockey Club, importado de Nueva York.» Sin embargo, está herido por la vida. Lo dirá dentro de un instante. «Es verdad que todo se convierte en polvo entre las manos, en hiel en la lengua.» Suspira y su cinturón de cuero cruje como una cincha de montar. «Me decepciona ver cómo van las cosas. Todas.» Sacude la cabeza. «Tú, pobrecilla, te decepcionarás también. Has nacido para ello. Somos más parecidos de lo que tú crees en algunas cosas. Espera y verás. Algún día recordarás lo que te he dicho, sabrás que Braggioni era tu amigo.»
       Laura siente un lento escalofrío, una sensación puramente física de peligro, una advertencia en su sangre de que la violencia, la mutilación, una muerte espantosa, la esperan con menor paciencia cada vez. Ha traducido ese miedo en algo doméstico, inmediato, y a veces vacila antes de cruzar la calle. «Mi destino personal no es nada, salvo como testimonio de una actitud mental», se recuerda a sí misma, citando algún olvidado manual de filosofía, y es lo bastante inteligente como para agregar: «De todos modos, no seré atropellada por un automóvil, si puedo evitarlo».
       «Puede ser verdad que yo sea tan corrupta, en otro sentido, como Braggioni», piensa, a pesar de sí misma, «tan cruel, tan incompleta», y si esto es así, cualquier clase de muerte parece preferible. Sigue tranquilamente sentada, no echa a correr. ¿Adónde podría ir? Sin que se la invitase, ella se ha prometido a este lugar; ya no puede imaginarse viviendo en otro país, y no le produce placer el recordar la vida anterior a su llegada aquí.
       ¿Cuál es exactamente la naturaleza de esa devoción, sus verdaderos motivos, y cuáles sus obligaciones? Laura no lo puede decir. Pasa parte de sus días en Xochimilco, cerca de aquí, enseñando a los niños indios a decir en inglés: «El gato está sobre el felpudo». Cuando aparece en el aula, ellos se agolpan a su alrededor con sonrisas en sus sabios rostros inocentes del color de la arcilla, gritando: «¡Buenos días, mi maestra!» con voces inmaculadas, y convierten su escritorio en un fresco jardín de flores cada día.
       En su tiempo libre, va a reuniones sindicales y escucha a importantes voces activas discutir sobre tácticas, métodos, política interna. Visita a los prisioneros de su propia fe política en sus celdas, donde se entretienen contando cucarachas, arrepintiéndose de sus indiscreciones, escribiendo sus memorias, redactando manifiestos y planes para sus camaradas que todavía caminan en libertad, con las manos en los bolsillos y oliendo el aire puro. Laura les lleva comida y cigarrillos y un poco de dinero, y transmite mensajes, disimulados en frases equívocas, de los hombres que están afuera y que no se atreven a poner un pie en la prisión por miedo a desaparecer en las celdas que se mantienen vacías para ellos. Si los prisioneros confunden el día y la noche, y se quejan: «Querida Laurita, el tiempo no pasa en este agujero infernal y no sé cuándo es hora de dormir si no tengo algo que me lo recuerde», ella les lleva sus narcóticos favoritos y les dice en un tono cuya piedad no los hiera: «Esta noche será verdaderamente de noche para ti», y aunque su español les divierte, la encuentran consoladora, útil. Si pierden la paciencia y la fe, y maldicen la lentitud de sus amigos en venir a rescatarles con dinero e influencia, confían en que ella no lo repita todo, y si pregunta: «¿Dónde crees que puedo encontrar dinero o influencia?», responden sin duda: «Bueno, ahí está Braggioni, ¿por qué no hace algo?».
       Ella lleva de contrabando cartas del cuartel general a los hombres que se esconden de los pelotones de ejecución en callejas apartadas, en casas enmohecidas, donde se sientan en camas destartaladas y hablan amargamente como si todo México estuviera pisándoles los talones, cuando Laura sabe positivamente que podrían aparecer en el concierto de la banda en la Alameda, el domingo por la mañana, y nadie repararía en ellos. Pero Braggioni dice: «Déjalos sudar un poco. La próxima vez tendrán cuidado. Es un gran descanso tenerles apartados un tiempo». Ella no teme llamar a ninguna puerta en cualquier calle después de la medianoche, y entrar en la oscuridad, y decir a uno de esos hombres que está realmente en peligro: «Te buscarán —seriamente— mañana por la mañana, después de las seis. Aquí tienes algún dinero de Vicente. Vete a Veracruz y espera allá».
       Pide prestado dinero al agitador rumano para dárselo a su encarnizado enemigo, el agitador polaco. El territorio que se disputan es el favor de Braggioni, y Braggioni mantiene el equilibrio muy bien, porque puede usarlos a los dos. El agitador polaco habla a Laura de amor sobre mesas de cafés, esperando explotar lo que cree su secreta preferencia sentimental por él, y le da información falsa, que le pide que repita como la solemne verdad a ciertas personas. El rumano es más hábil. Se muestra generoso con su dinero en todas las buenas causas y le miente con un aire de ingenuo candor, como si fuera su amigo y confidente. Ella nunca repite nada de lo que le dicen. Braggioni nunca hace preguntas. Tiene otros medios para descubrir lo que desea saber sobre ellos.
       Nadie la toca, pero todos alaban sus ojos grises y su suave y redondeado labio inferior que promete placeres, aunque siempre sea serio y casi siempre esté firmemente cerrado, y no comprenden por qué está en México. Ella va de aquí para allá haciendo recados, con la perplejidad en las cejas, llevando su carpeta de dibujos y música y papeles escolares. Ningún bailarín baila mejor de lo que Laura camina, e inspira algunos divertidos e inesperados ardores que suscitan pequeñas habladurías porque nada sale de ellos. Un joven capitán que había sido soldado en el ejército de Zapata intentó, durante un paseo a caballo cerca de Cuernavaca, expresarle su deseo con la noble simplicidad que corresponde a un rudo héroe popular; pero con gentileza, porque era gentil. Esa misma gentileza le venció, ya que cuando desmontó y sacó el pie de Laura del estribo para tratar de ayudarla a bajar tomándola entre sus brazos, el caballo, habitualmente dócil, se espantó, se encabritó y se precipitó a la carrera. El caballo del joven héroe corrió ciegamente tras su compañero de cuadra y el héroe no volvió al hotel hasta bien entrada la noche. Durante el desayuno, llegó a su mesa con traje charro completo, chaqueta de ante gris y pantalones con hileras de botones de plata a lo largo de las piernas, y estaba alegre y despreocupado. «¿Puedo sentarme con usted?» y «Es usted una amazona maravillosa. Me aterrorizaba la posibilidad de que la desmontase y la arrastrase. No me lo hubiera perdonado nunca. ¡Pero no acabo de admirarla lo bastante por su estupenda manera de montar!»
       —Aprendí en Arizona —dijo Laura.
       —Si vuelve a montar conmigo esta mañana, le prometo un caballo que no se espantará —dijo él.
       Pero Laura recordó que debía regresar a la ciudad de México a mediodía.
       A la mañana siguiente, los niños celebraron una fiesta y pasaron su tiempo libre escribiendo en la pizarra: «Amamos a nuestra maestra», y con tizas de colores dibujaron guirnaldas de flores alrededor de las palabras. El joven héroe le escribió una carta: «Soy un hombre muy necio, atolondrado, impulsivo. Debería haberle dicho en primer lugar que la amo, y entonces usted no hubiese huido. Pero me verá nuevamente». Laura pensó: «Debo enviarle una caja de lápices de colores», pero estaba tratando de perdonarse el haberle clavado las espuelas a su caballo en un mal momento.
       Un jovencito moreno de pelo revuelto llegó a su patio una noche y cantó como un alma en pena durante dos horas, pero a Laura no se le ocurría cómo quitárselo de encima. La luna tendía un manto de gasa plateada sobre los claros del jardín, y las sombras eran azul cobalto. Los capullos escarlata del árbol de Judas eran púrpura profundo, y los nombres de los colores se repetían automáticamente en su mente mientras contemplaba, no al muchacho, sino su sombra, caída como un ropaje oscuro sobre el borde de la fuente, arrastrándose en el agua. Lupe se le acercó silenciosamente y susurró un consejo experto en su oído: «Si le arroja una pequeña flor, cantará una o dos canciones más y se irá». Laura arrojó la flor y él cantó una última canción y se marchó con la flor metida en la cinta del sombrero. Lupe dijo: «Es uno de los organizadores del Sindicato de Tipógrafos y, antes de eso, vendía corridos en el mercado de la Merced y, antes de eso, llegó de Guanajuato, donde yo nací. Yo no confío en ningún hombre, pero menos aún en los que vienen de Guanajuato».
       No le dijo a Laura que él volvería a la noche siguiente, y a la otra, ni que la seguiría a cierta distancia por el mercado de la Merced, por el Zócalo, por la avenida Francisco I. Madero, y a lo largo del Paseo de la Reforma hasta el parque de Chapultepec y por el Sendero de los Filósofos, todavía con aquella flor marchitándose en su sombrero y una exclusiva atención en sus ojos.
       Ahora Laura se ha acostumbrado a él, lo cual no significa nada, salvo que el chico tiene diecinueve años y observa una convención con toda propiedad, como si estuviera fundada en una ley natural, lo que finalmente podría ser cierto. Está comenzando a escribir poemas que imprime en una prensa de madera, y los deja clavados como pasquines en su puerta. Ella está agradablemente inquieta por la abstracta y parsimoniosa vigilancia de sus ojos negros que, en su momento, se volverán fácilmente hacia otro objeto. Se dice a sí misma que arrojarle la flor fue un error, porque ella tiene veintidós años y sabe más; pero se niega a lamentarlo, y se persuade de que su negación de todos los hechos externos tal como ocurren es un signo de que se está perfeccionando en el estoicismo que se esfuerza por cultivar contra ese desastre que teme, aunque no pueda nombrarlo.
       No está cómoda en el mundo. Todos lo días enseña a niños que le siguen siendo ajenos, aunque ame sus tiernas manitas redondas y su encantador salvajismo oportunista. Llama a puertas desconocidas sin saber si contestará un amigo o un extraño, y aun cuando de la acre tiniebla de ese interior ignorado emerge una cara familiar, sigue siendo la cara de un extraño. No importa lo que ese extraño le diga, ni cuál sea el mensaje que ella le lleve, las propias células de su carne rechazan el conocimiento y la afinidad con una única monótona palabra. No. No. No. Saca sus fuerzas de esa única palabra mágica, sagrada, que le impide caer en el mal. Negando todo, puede ir a todas partes con tranquilidad, pues mira todo sin asombro.
       No, repite esa firme voz inmutable de su sangre, y ella mira a Braggioni sin asombro. Él es un gran hombre, desea impresionar a esta muchacha sencilla que cubre sus grandes pechos redondos con gruesa ropa oscura y que esconde sus largas, inalcanzablemente hermosas piernas bajo una pesada falda. Es casi delgada, salvo por la incomprensible plenitud de sus pechos, como los de una madre en la lactancia, y Braggioni, que se considera buen juez de mujeres, vuelve a especular sobre el enigma de su notoria virginidad, y se toma la libertad de palabra que ella permite sin una señal de modestia, sin ninguna clase de señal, en realidad, lo cual es desconcertante.
       «¡Tú crees que eres muy fría, gringuita! Espera y verás. ¡Te sorprenderás algún día! ¡Ojalá esté yo allí para aconsejarte!» Entorna los párpados mirándola, y sus malhumorados ojos de gato se agitan en dos miradas separadas hacia los dos puntos de luz que marcan los extremos opuestos de un sendero tersamente trazado entre las llenas curvas de sus pechos. No le desanima esa sarga azul ni su resuelta mirada fija. Dispone de todo el tiempo del mundo. El viento del canto hincha sus mejillas. «Oh, muchacha de los ojos oscuros», canta. Y reconsidera, «Pero los tuyos no son oscuros. Puedo cambiar todo eso. Oh, muchacha de los ojos verdes, tú me has robado el corazón!», entonces su mente se pierde en la canción y Laura siente que el peso de su atención se desplaza hacia alguna otra parte. Al cantar así, parece inofensivo, es completamente inofensivo, no hay nada que hacer sino estar sentada pacientemente y decir «No» cuando llega el momento. Ella suspira muy hondo y su mente se pierde también, pero no se aleja. No se atreve a ir demasiado lejos.
       No por nada Braggioni ha hecho el esfuerzo de ser un buen revolucionario y un amante profesional de la humanidad. Nunca morirá de eso. Tiene la malicia, la inteligencia, la perversidad, la agudeza de juicio y la dureza de corazón estipuladas para amar al mundo provechosamente. Nunca morirá de eso. Vivirá para verse echado a puntapiés del comedero por otros hambrientos salvadores del mundo. Por tradición, debe cantar a pesar de su vida, que le conduce a la efusión de sangre, le dice a Laura, porque su padre era un campesino toscano que se vio arrastrado a Yucatán y se casó con una mujer maya: una mujer de raza, una aristócrata. Así que ellos le dieron el amor y el conocimiento de la música, y bajo el rasgueo de la uña de su pulgar, las cuerdas del instrumento se quejan como nervios expuestos.
       En un tiempo le llamaban Delgadito todas las muchachas y las mujeres casadas que corrían tras él; era tan escuálido que se le veían todos los huesos bajo su fina ropa de algodón, y podía apretar su vacuidad hasta alcanzar la columna vertebral con sus dos manos. Entonces era un poeta y la revolución era solamente un sueño; demasiadas mujeres le amaban y mimaban su juventud, y nunca encontraba comida suficiente en ninguna parte, ¡en ninguna parte! Ahora es un conductor de hombres, hombres taimados que murmuran en su oído, hombres hambrientos que esperan durante horas ante su despacho para hablar una palabra con él, hombres demacrados con rostros salvajes que le salen al paso en la puerta de la calle con un tímido: «Camarada, déjame decirte…» y le echan el fétido aliento de sus estómagos vacíos en la cara.
       Siempre es compasivo. Les da puñados de calderilla de su propio bolsillo, les promete trabajo, habrá manifestaciones, deben unirse a los sindicatos y asistir a las reuniones, sobre todo deben estar alerta por los espías. Están más cerca de él que sus propios hermanos, sin ellos yo no puedo hacer nada… ¡Hasta mañana, camarada!
       Hasta mañana. «Son estúpidos, son haraganes, son traicioneros, me cortarían el cuello por nada», le dice a Laura. Tiene buena comida y abundante bebida, alquila un automóvil y va al Paseo los domingos por la mañana, y disfruta plenamente del sueño en una cama mullida junto a una esposa que no se atreve a molestarle, y se sienta mimando sus huesos con cómodas oleadas de grasa, cantándole a Laura, que conoce y piensa esas cosas sobre él. Cuando tenía quince años, trató de ahogarse porque amaba a una muchacha, su primer amor, y ella se rió de él. «Mil mujeres han pagado por eso», y su boquita rígida se tuerce en los extremos. Ahora se perfuma el pelo con Jockey Club y confiesa a Laura: «Una mujer es en realidad tan buena como cualquier otra para mí, en la oscuridad. Las prefiero a todas».
       Su esposa organiza sindicatos entre las muchachas de las fábricas de cigarrillos, y va con los piquetes y hasta habla en reuniones por la noche. Pero no se le puede hacer comprender los beneficios de la verdadera libertad. «Le digo que debo tener mi libertad, claramente. No entiende mi punto de vista.» Laura ha oído eso muchas veces. Braggioni rasguea la guitarra y medita. «Ella es una mujer instintivamente virtuosa, oro puro, de esto no hay duda. Si no lo fuera, la encerraría, y ella lo sabe.»
       Su mujer, que trabaja tanto en bien de las muchachas de la fábrica, pasa parte de su tiempo libre echada en el suelo llorando porque hay tantas mujeres en el mundo y un solo marido para ella, y nunca sabe dónde ni cuándo buscarle. Él le dijo: «A menos que aprendas a llorar cuando yo no estoy aquí, tendré que marcharme para siempre». Aquel día se marchó y alquiló una habitación en el hotel Madrid.
       Es este mes de separación por mor de los más altos principios lo que ha afligido no sólo a la señora Braggioni, cuyo sentido de la realidad está más allá de la crítica, sino también a Laura, que se siente hundida en una pesadilla. Esta noche, Laura envidia a la señora Braggioni, que está sola y es libre de llorar todo lo que quiera por un mal concreto. Laura acaba de volver de una visita a la prisión, y está esperando el día de mañana con una amarga ansiedad, como si el mañana pudiera no llegar, y el tiempo pudiera ser inmovilizado en esta hora, con ella completamente paralizada, Braggioni cantando por siempre jamás y el cuerpo de Eugenio aún no descubierto por el guardia.
       Braggioni dice: «¿Vas a dormir?». Casi antes de que ella pueda negar con la cabeza, empieza a hablarle de los disturbios que habrá el Primero de Mayo en Morelia, porque los católicos harán un festival en honor de la Virgen Bendita y los socialistas honran a sus mártires ese día. «Habrá dos procesiones independientes, que partirán una de cada extremo de la ciudad, y que marcharán hasta encontrarse, y el resto depende…» Le pide que le engrase y le cargue las pistolas. Poniéndose en pie, se desabrocha la canana y la coloca sobre las rodillas de ella. Los cartuchos resbalan del paño empapado en aceite y él vuelve a decir que no entiende por qué trabaja tanto por el ideal revolucionario, a menos que esté enamorada de algún hombre que luche por él.
       —¿No estás enamorada de alguien?
       —No —dice Laura.
       —¿Y nadie está enamorado de ti?
       —No.
       —Pues es por tu propia culpa. Ninguna mujer necesita pedir caridad. Porque, ¿qué es lo que pasa contigo? La mendiga sin piernas de la Alameda tiene un amante perfectamente fiel. ¿Sabías eso?
       Laura observa el cañón de la pistola y no dice nada, pero un largo y lento desfallecimiento crece y remite dentro de ella; Braggioni curva sus gruesos dedos sobre la garganta de la guitarra y modera delicadamente su música, y cuando vuelve a oírle, él parece haberla olvidado y está hablando con la voz hipnótica que emplea cuando se dirige, en habitaciones pequeñas, a una multitud atenta y espesa. Algún día este mundo, que ahora parece tan sosegado y eterno, hasta las orillas de todos los mares, no será más que una maraña de trincheras abiertas, de muros derrumbados y cuerpos quebrados. Todo debe ser arrancado de su lugar acostumbrado, donde ha estado pudriéndose durante siglos, arrojado hacia el cielo y distribuido, derribado nuevamente y limpio como la lluvia, sin identidad separada. Nada sobrevivirá de lo que las endurecidas manos de la pobreza hayan creado para los ricos, y a nadie se dejará con vida, salvo los espíritus elegidos destinados a procrear un mundo nuevo, libre de crueldad e injusticia, regido por la benevolente anarquía.
       —Las pistolas son buenas, las amo, los cañones son aún mejores, pero al final pongo mi fe en la buena dinamita —concluye, y acaricia la pistola que ella sostiene—. Una vez soñé con destruir esta ciudad, en caso de que ofreciera resistencia al general Ortiz, pero cayó en sus manos como una pera madura.
       Le desasosiegan sus propias palabras, se levanta y se queda esperando. Laura le tiende el cinturón.
       —Póntelo, y ve a matar a alguien en Morelia, y serás más feliz —dice suavemente. La presencia de la muerte en la habitación la hace audaz—. Hoy he encontrado a Eugenio entrando en estupor. Se negó a permitirme llamar al médico de la prisión. Había tomado todas las tabletas que le llevé ayer. Dijo que las tomó porque estaba aburrido.
       —Es un tonto y su muerte es asunto suyo —dice Braggioni, abrochándose el cinturón cuidadosamente.
       —Le dije que si hubiese esperado sólo un poco más, tú le hubieras hecho salir en libertad —dice Laura—. Dijo que no quería esperar.
       —Es un tonto y es bueno librarse de él —dice Braggioni, cogiendo su sombrero.
       Se marcha. Laura sabe que su humor ha cambiado, no volverá a verle durante un tiempo. Le mandará decir algo cuando la necesite para hacer recados en calles desconocidas, hablar con los extraños rostros que aparecerán, como máscaras de arcilla con el poder del habla humana, murmurando su agradecimiento a Braggioni por la ayuda. Ahora ella es libre, y piensa: «Debo huir mientras haya tiempo». Pero no se va.
       Braggioni entra en su propia casa donde durante un mes su mujer ha pasado muchas horas llorando cada noche y enredándose el cabello sobre la almohada. Ahora está llorando, y llora más al verle, la causa de todas sus penas. Él echa una mirada a la habitación. Nada ha cambiado, los olores son buenos y familiares, conoce bien a la mujer que se le aproxima sin más reproche que la pena en el rostro. Le dice tiernamente:
       —Eres tan buena, por favor, no llores más, querida criatura.
       Ella dice:
       —¿Estás cansado, ángel mío? Siéntate aquí y te lavaré los pies.
       Trae un bol de agua y, arrodillada, desata los cordones de sus zapatos, y cuando desde el suelo alza sus ojos tristes bajo las pestañas renegridas, él lo lamenta todo, y estalla en lágrimas.
       —¡Ah, sí, tengo hambre, estoy cansado, comamos algo juntos! —dice, entre sollozos.
       Su mujer reclina la cabeza en su brazo y dice:
       —¡Perdóname!
       Y esta vez él se refresca en la solemne e interminable lluvia de sus lágrimas.
       Laura se quita el vestido de sarga y se pone un camisón de lino blanco y se va a la cama. Vuelve la cabeza ligeramente hacia un lado y, yaciendo inmóvil, se acuerda que es hora de dormir. Los números golpean en su cerebro como pequeños relojes, puertas silenciosas se cierran solas a su alrededor. Si duermes, no debes recordar nada, los niños dirán mañana: buenos días, mi maestra; los pobres prisioneros que vienen cada día trayendo flores a su carcelera. 1-2-3-4-5… es monstruoso confundir amor con revolución, noche con día, vida con muerte. ¡Ah, Eugenio!
       La campanada de la medianoche es una señal, pero ¿qué significa? Levántate, Laura, y sígueme: sal de tu sueño, de tu cama, de esta casa extraña. ¿Qué estás haciendo en esta casa? Sin una palabra, sin miedo, se levantó y buscó la mano de Eugenio, pero él la eludió con una cínica y taimada sonrisa, y se alejó. Esto no es todo, verás. Asesina, dijo, sígueme, te mostraré un país nuevo, pero está lejos y debemos apresurarnos. No, dijo Laura, no, a menos que tomes mi mano, y se cogió primero de la baranda de la escalera, y luego de la más alta rama del árbol de Judas, que se inclinó lentamente y la depositó en tierra, y después a la saliente rocosa de un acantilado, y luego a la mellada ola de un mar que no era agua sino un desierto de piedras desmenuzadas. Adónde me llevas, preguntó maravillada pero sin miedo. A la muerte, y hay un largo camino, y debemos apresurarnos, dijo Eugenio. No, contestó Laura, no, a menos que tomes mi mano. Entonces come estas flores, pobre prisionera, dijo Eugenio con voz piadosa, toma y come, y del árbol de Judas arrancó las cálidas flores sangrantes y se las acercó a los labios. Ella vio que su mano estaba descarnada, que era un haz de pequeñas ramas blancas petrificadas, y en las cuencas de sus ojos no había luz, pero comió las flores con avidez porque colmaban tanto el hambre como la sed. ¡Asesina!, dijo Eugenio, ¡Caníbal! Éste es mi cuerpo y mi sangre. Laura gritó: ¡No!, y, ante el sonido de su propia voz, despertó temblando y tuvo miedo de volver a dormirse.


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