Kate Chopin
(St. Louis, Missouri, 1850 — St. Louis, 1904)


Un asunto indecoroso (1894)
(“A Shameful Affair”)
Originalmente publicado en New Orleans Times-Democrat (9 de abril de 1893);
The Complete Works of Kate Chopin
ed. por Per Seyersted; forw. por Edmund Wilson
(Baton Rouge: Louisiana State University Press, 1969, 1032 págs.)



I

      Mildred Orme, sentada en la esquina más resguardada del porche de la granja Kraummer, estaba tan contenta como cabe esperar de una chica.
       No era una granja de las que aparecen en novelas divertidas. En esta, había acres turgentes de trigo ondulante brillando al sol como un mar dorado. El Merimac, plateado, o mejor dicho, de puro cristal, dejaba ver con nitidez el fondo, cubierto de piedras como gemas verdes y amarillas. A lo largo de la orilla del río, los árboles crecían hasta el mismísimo borde del agua, y dentro, los sauces rozaban la superficie.
       La casa era grande y voluminosa, como deben ser las casas de campo. También el dueño era grande y voluminoso. La dueña, menuda y delgada, era la que, al mediodía, tocaba siempre la campana llamando a comer a los braceros.
       Mildred, desde el agradable rincón en el que holgazaneaba con su Browning o su Ibsen, contemplaba a la mujer hacerlo cada día.
       Sin embargo, cuando los desmañados peones llegaban pateando los escalones y cruzaban el porche hacia el interior donde servían la comida, ella jamás les miraba. ¿Y por qué había de hacerlo? Los campesinos no son muy atractivos de ver y ella no tenía nada de antropóloga. Pero un día, cuando la media docena de hombres avanzaba, un papel, dejado descuidadamente en la baranda, se interpuso volando en su camino. Uno de ellos lo recogió y tras subir los peldaños, se lo devolvió. Era joven, y por supuesto el sol le había puesto moreno. Tenía bonitos ojos azules; el pelo rubio, despeinado; hombros anchos y cuadrados y las extremidades fuertes y bien proporcionadas. Resultaba una figura bastante llamativa con aquel tosco atavío que le dejaba al descubierto la garganta y le permitía absoluta libertad de movimientos.
       Mildred no observó todo esto en el instante que le miró cortésmente agradecida. Le llevó muchos días darse cuenta de todo, pues cada vez que él pasaba por delante, ella le hacía señas con la intención de ofrecerle una sonrisita condescendiente de las suyas. Pero él no la miraba nunca. Y, a decir verdad, a las chicas de veinte años, inteligentes, guapas, que además han rechazado media docena de ofertas y están llegando a la conclusión de que la vida es un asunto tedioso, no les importa un comino si los braceros las miran o no. Y a Mildred no le importaba. El asunto no le hubiera ocupado ni un minuto si el demonio no llega a intervenir brindando la ocasión que las circunstancias naturales no habían proporcionado. Era verano; ella estaba desocupada, desazonada, y ese fue el principio del indecoroso asunto.
       —Señora Kraummer, ¿quiénes son esos hombres que trabajan para usted? ¿Dónde los recluta?
       —Oh, vienen de todos lados. Algunos son vecinos, otros vagabundos y así.
       —Y ese tipo joven de hombros anchos, ¿es vecino? El que me entregó el papel el otro día, ¿se acuerda?
       —¡No, por Dios! Es algo así como un vagabundo. Pero trabaja como una máquina.
       —Pero es un hombre con una pinta terriblemente desagradable. No sé como no le da miedo tenerle por ahí, sin conocerle.
       —¿Y de qué voy a tener miedo? —La mujercita rio—. Habla menos que un sordomudo. No creía que fueras tan cría.
       —Pero Señora Kraummer, no quiero que piense que soy una cría, como usted dice, o una cobarde, como quiere dar a entender. Pregunte a ese hombre si me llevaría en coche a la iglesia mañana. Ya ve que no le tengo mucho miedo —añadió sonriendo.
       La respuesta del grosero peón a la petición de Mildred fue simplemente una negativa. No podía llevarla a la iglesia porque pensaba ir a pescar.
       —Pero —ofreció la buena Señora Kraummer—, Hans Platzfeldt te llevará en coche a la iglesia, o a donde quieras. Ese Hans es un buen muchacho del que te puedes fiar.
       —Oh, dígale que muchísimas gracias. Pero he recordado que mañana tengo que escribir un montón de cartas y además me parece que va a hacer mucho calor. Después de todo, no me importará no ir a la iglesia.
       Hubiera llorado de pura humillación. ¡Rechazada por un peón!, tal vez un vagabundo. Ella, Mildred Orme, que debería haberse quedado con el resto de la familia en Narraganset, ella que había venido a este lugar retirado buscando el reposo que le permitiera seguir el exaltado curso de su pensamiento. Le asombraba el carácter desconcertante de los campesinos.
       Después de enviarle el grosero mensaje al que ya nos hemos referido, un día, al pasar delante del porche en el que estaba sentada, la miró por fin; y lo hizo de tal modo que la repentina desfachatez de aquel hombre la dejó sin aliento.
       Pero la inexplicable mirada se le quedó grabada y no se la pudo quitar de encima.


II

      Después de todo, no hacía tanto calor cuando, al día siguiente, Mildred bajó caminando por el largo y estrecho sendero que atravesaba el trigo cimbreante y llegaba hasta el río. El grano amarillo le sobrepasaba la cintura. Los ojos marrones de Mildred, al mirar el fulgor del trigo, se llenaban del reflejo dorado de su luz, mientras oía la vibración que respondía a la suave brisa. Cualquiera que haya atravesado un campo de trigo en pleno verano, conoce el sonido.
       En el bosque la temperatura era suave, espléndida y fresca. Y allí, junto al río, estaba el desgraciado que la había fastidiado, primero, con su indiferencia, luego con el repentino descaro de su mirada.
       —¿Está usted pescando?, —preguntó con educación pero marcando las distancias con benévola condescendencia. La pregunta no era pertinente, viéndole sentado inmóvil, con una caña en la mano y los ojos fijos en un corcho que flotaba en el agua, a la deriva.
       —Sí, señora —fue su breve respuesta.
       —¿Le molesta si me quedo aquí un momento a ver si tiene suerte?
       —No, señora.
       Se quedó de pie, muy quieta, agarrando con fuerza el libro que llevaba consigo. El sombrero de paja se le había deslizado descuidadamente a un lado, sobre el ondulante flequillo castaño bronce que casi le tapaba la frente. Tenía las mejillas y los labios rosados por el sol.
       Todos los demás trabajadores de la granja habían salido a pasear endomingados. Aunque tal vez este no tuviera nada mejor que ponerse que la ropa de trabajo que llevaba. Al pensarlo, la invadió una cierta conmiseración femenina. Él seguía sin decir ni palabra y ella se preguntaba cuántas horas podía pasarse allí sentado, esperando pacientemente a que el pez mordiera el anzuelo. La situación empezaba a cansarle y, al fin, se decidió a darle otro giro.
       —¿Me deja un momento, por favor? Tengo una idea…
       —Sí, señora.
       «Este hombre parece idiota, con tanto monosílabo», se dijo para sus adentros. Pero recordó que los monosílabos pertenecían al bagaje de un paleto.
       Mildred depositó cuidadosamente el libro y cogió con cautela la caña que él ponía en sus manos. Ahora le tocaba a él quedarse atrás y contemplar respetuosa y silenciosamente el absorbente espectáculo.
       —¡Oh!, —exclamó de repente la muchacha, nerviosa al ver hundirse el sedal en el agua.
       —¡Espere, espere! Todavía no.
       Se colocó a su lado de un salto; con la mirada ansiosamente fija en el hilo tenso, agarró la caña para evitar que ella tirara, tal como parecía que iba a hacer. Es decir, él quería agarrar la caña, pero en lugar de eso, descansó su mano morena en la blanca mano de Mildred.
       El hombre se asustó violentamente al encontrarse tan cerca de aquella maraña castaña como de bronce que casi le rozaba la barbilla, de la mejilla ardiente a solo unos centímetros del hombro y del par de ojos jóvenes y oscuros que, durante un instante, enviaron a los suyos el destello de un mensaje inconsciente.
       Luego, sin saber cómo ni por qué sucedió, sus brazos rodearon a Mildred y la besó en los labios. Ella no se dio cuenta si fueron diez veces o solamente una.
       Miró a su alrededor, con el rostro blanco como la leche, y le vio desaparecer con rápidas zancadas por el camino que ella había seguido hasta allí. Se quedó sola.
       Solamente los pájaros lo habían visto y podía contar con su discreción. No estaba violentamente indignada, como muchas hubieran estado. La vergüenza la aturdía, pero, en medio de aquello, se preguntaba inquisitorialmente si debería contar a los Kraummer que le habían robado la inocencia de sus castos labios. ¿Dar publicidad a su propia confusión? Ni hablar. Una vez en su habitación pensaría tranquilamente en la situación y entonces decidiría cómo actuar.
       Debía guardar el secreto, una odiosa carga que soportar sola hasta que pudiera olvidarla.


III

      Y como temía no olvidarlo, Mildred lloró aquella noche. Durante todo el día, se le impuso una verdad espantosa, haciéndole pensar si estaría loca. Tenía miedo de aquella verdad. Además, ¿por qué había sido aquel beso la cosa más deliciosa que había conocido en sus veinte años de vida? El aguijón permanecía en sus labios desde que se clavó en ellos, y la dulce inquietud que le producía alejó el sueño de su almohada.
       Pero Mildred no alteraría sus condiciones externas de vida por obedecer cualquier capricho indecoroso que, como un mal sueño, acertara a imponerse en su corazón. No huiría de nada. Seguiría yendo y viniendo como siempre.
       Por la mañana, encontró sobre la silla del porche el libro que se había dejado junto al río. ¡Un nuevo insulto! Pero continuó yendo de un sitio a otro, como había decidido y, como de costumbre, se sentó en el porche, entre las cosas que le eran familiares. Cuando «el ofensor» pasó por delante, ella lo supo aunque en ningún momento levantó la vista. Pero ¿son acaso la vista y el sonido los únicos modos de captar esta clase de cosas? Ella lo percibió por una oleada de confusión y no se sabe qué más que la recorrió.
       Un día, mientras él hablaba en el campo con el granjero Kraummer, Mildred lo miró furtivamente. Cuando él se marchó, ella se quedó como si estuviera borracha. Después, dio la vuelta decidida y empezó a hacer los preparativos para dejar la granja de los Kraummer.
       A última hora de la tarde, le trajeron varias cartas. Una de ellas decía así:

Mi queridísima Mildred:
       Acabo de llegar a Narragansett y estoy desolado por no encontrarte aquí. Así que estás ahí abajo, en esa granja de Kraummer, en la Iron Mountain. ¡Muy bien! ¿Qué te parece ese delicioso chiflado de Fred Evelyn? Porque un hombre debe de estar chiflado para hacer estas cosas. Imagínate, el año pasado decidió atravesar las praderas de un lado a otro, conduciendo una máquina de vapor. Este año cultiva la tierra con los braceros. El año que viene será alguna otra locura, y alega que le gusta vivir distintos tipos de vida y otras razones quijotescas. Somos grandes amiguetes. Me escribe diciéndome que se ha puesto fuerte como un toro, pero no me dice nada de tu presencia ahí. Sé que no debes llevarte bien con él, porque no tiene nada de intelectual; detesta a Ibsen y maltrata a Tolstoi. No lee «en los libros»; dice que son como anteojos a través de los que los miopes miran la vida. No le rechaces ni seas demasiado dura con él; tiene un corazón de oro aunque sea el chiflado número uno de América.


      Mildred intentó pensar, sentir que la información que le proporcionaba esta carta la libraría de parte del aguijón, de la vergüenza que la torturaba. Pero fue inútil. Sabía que no podía.
       A la hora del crepúsculo, caminó de nuevo entre el trigo, pesado y fragante por el rocío. El sendero era muy largo y estrecho. A la mitad del camino, vio «al ofensor» avanzando hacia ella. ¿Qué podía hacer? ¿Dar la vuelta y correr como si fuera una niña? ¿Saltar al trigo como un bicho de cuatro patas? No podía hacer nada más que pasar delante de él con la dignidad que la ocasión claramente requería.
       Pero él no pasó de largo. Se quedó plantado frente a ella, en medio del camino, sombrero en mano y una mirada descompuesta en la cara.
       —Señorita —dijo—, cada hora de la semana pasada he estado deseando decirle que soy el canalla más redomado que pisa la tierra.
       Ella no protestó. Todo en su porte parecía indicar que estaba de acuerdo con la opinión que él tenía de sí mismo.
       —Si tiene usted padre, o un hermano, o cualquiera al que usted se lo pueda decir…
       —Creo que, al hablar de ello, está usted agravando la ofensa. Le ruego que no vuelva a mencionarlo. Quiero olvidar que eso sucedió alguna vez. ¿Sería tan amable de dejarme pasar?
       —Oh —aventuró él con vehemencia—, ¡quiere usted olvidarlo! Entonces, ¿es posible que ya que está dispuesta a olvidar, sea lo bastante generosa como para perdonar un día a quien la ofendió?
       —Algún día —repitió en un tono casi inaudible, mirando a su través, pero sin mirarle—, tal vez, algún día; cuando me haya perdonado a mí misma.
       Él se quedó inmóvil, mirando su esbelta figura erguida empequeñecerse a medida que se alejaba caminando lentamente. Se preguntaba qué habría querido decir. Después, cuando se dio cuenta a qué podía haberse referido, una repentina oleada le golpeó la garganta morena tiñéndola de rojo.




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