Kate Chopin
(St. Louis, Missouri, 1850 — St. Louis, 1904)


La bella Zoraida (1894)
(“La Belle Zoraïde”)
Originalmente publicado en la revista Vogue (4 de enero de 1894);
Bayou Folk
(Boston y Nueva York: Houghton, Mifflin and Company, 1894, 314 págs.), págs. 280-290.



      La noche de verano era tranquila y silenciosa; ni una brizna de aire soplaba sobre el marais [pantano]. Más allá, al otro lado de Bayou St. John, las luces centelleaban caprichosamente en la noche, y, en el cielo oscuro, unas pocas estrellas titilaban. Un lugre, que había salido del lago, avanzaba lento y perezoso, canal abajo. El hombre de la barca cantaba una canción.
       Las notas de la canción llegaban débilmente a los oídos de la vieja Manna-Loulou, negra como la noche, que había salido a la galería para abrir los postigos de par en par.
       Algo en el estribillo recordó a la mujer una vieja romanza criolla casi olvidada, y empezó a cantarla para sí, bajito, mientras abría los postigos:

Lisett’ to kité la plaine, [Lisette dejó la llanura]
Mo perdi bonhair à moué; [Yo, mi felicidad perdí]
Ziés à moué semblé fontaine, Mis ojos parecen fuentes]
Dépi mo pa miré toué. [desde que muerta la vi.]


      Y esta vieja canción, el lamento de un amante por la pérdida de su amada, flotando en su memoria, le hizo recordar la historia que iba a contar a Madame, quien, tumbada en su magnífica cama de caoba, esperaba que Manna-Loulou le abanicase y le durmiese al arrullo de una de sus historias. La vieja negra ya había lavado y besado amorosamente, uno tras otro, los blancos y hermosos pies de su ama. Le había cepillado el precioso cabello, suave y brillante como el satén, del mismo color que el anillo de boda de Madame. Ahora, cuando entró de nuevo en la habitación, se dirigió suavemente hacia la cama, y sentándose allí, empezó a abanicar con dulzura a Madame Delisle.
       Manna-Loulou no siempre tenía una historia a punto, pues Madame solo quería escuchar las que eran verdad. Pero aquella noche la historia estaba allí entera, en la cabeza de Manna-Loulou, la historia de la bella Zoraida, y se la contó a su ama en el suave dialecto criollo, cuya música y encanto no hay palabra inglesa que pueda transmitir.
       «La bella Zoraida tenía los ojos tan oscuros, tan hermosos, que cualquier hombre que mirara demasiado tiempo su profundidad, perdería seguramente la cabeza e incluso, a veces, el corazón. Su piel tersa y suave era color café-au-lait. La elegancia de sus modales y la gracia y esbeltez de su cuerpo eran la envidia de la mitad de las damas que visitaban a su ama, Madame Delarivière.
       »No hay ni que decir que Zoraida era tan encantadora y delicada como la dama más fina de la rue Royale. Había sido educada junto a su ama desde que gateaba; sus dedos no conocían trabajo más duro que el de hacer una costura en fina muselina; e incluso había tenido su pequeña sirvienta negra para atenderla. Madame, su madrina y su ama, le decía a menudo:
       »—Recuerda, Zoraida, cuando estés preparada para casarte, deberás hacer honor a tu educación. Será en la catedral. Tu vestido de novia, tu corbeille [cesta, canasta], todo, será de lo mejor; yo misma me encargaré. Ya sabes que M’sieur Ambroise está preparado para cuando te decidas; y su amo está dispuesto a hacer por él tanto como yo haré por ti. Será una unión que me encantará.
       »M’sieur Ambroise era entonces el criado personal del doctor Langlé. La bella Zoraida detestaba al pequeño mulato de patillas brillantes como las de los blancos, y ojillos crueles y falsos de serpiente. Ella bajaba la mirada traviesa y decía:
       »—Ah, nénaine, [querida madrina] ¡soy tan feliz tal y como estoy ahora! ¡Estoy tan contenta aquí, a tu lado! No quiero casarme de momento; tal vez al año que viene, o al siguiente.
       »Y Madame sonreía indulgentemente y recordaba a Zoraida que los encantos de una mujer no son eternos.
       »Pero la verdad del asunto era que Zoraida había visto al hermoso Mézor bailando bámbula en Congo Square. Era un espectáculo que dejaba pegado al suelo. Mézor era erguido como un ciprés y de porte tan altivo como un rey. Su cuerpo, desnudo hasta la cintura, era una columna de ébano y brillaba como el aceite.
       »El corazón de la pobre Zoraida enfermó de amor por el bello Mézor desde el momento que vio la fiera luz de sus ojos iluminados por las inspiradoras notas de la bámbula, y contempló el imponente movimiento de su espléndido cuerpo balanceándose y vibrando con las posturas de la danza.
       »Pero cuando más tarde le conoció, y él se acercó para hablar con ella, toda la fiereza había desaparecido de sus ojos. Zoraida solo vio en ellos amabilidad y únicamente escuchó dulzura en su voz; porque también el amor se había apoderado de él, y Zoraida estaba más aturdida que nunca. Cuando Mézor no estaba bailando bámbula en Congo Square, trabajaba en la caña de azúcar, descalzo y medio desnudo, en el campo de su amo a las afueras de la ciudad. El doctor Langlé era su amo, lo mismo que el de M’sieur Ambroise.
       »Un día, Zoraida, arrodillada a los pies de su ama, poniéndose las medias de seda de Madame, que usaba de las más finas, dijo:
       »—Nénaine, a menudo usted me ha hablado de casarme. Ahora, por fin, he elegido marido, pero no es M’sieur Ambroise; quiero al bello Mézor y a nadie más. —Y Zoraida ocultó su cara entre las manos cuando lo dijo, porque intuía, con bastante acierto, que su ama se enfadaría mucho. Y, desde luego, en un principio, Madame Delarivière se quedó muda de rabia. Cuando finalmente habló, tan solo pudo jadear exasperada:
       »—¡Ese negro! ¡Ese negro! Bon Dieu Seigneur [Buen Dios Señor], ¡pero esto es demasiado!
       »—¿Acaso soy yo blanca, nénaine?, —imploraba Zoraida.
       »—¡Blanca tú! Malheureuse! [Infeliz] Mereces que te azoten como a cualquier esclavo; has demostrado que no eres mejor que el peor de ellos.
       »—No soy blanca —insistía Zoraida, respetuosa y dulcemente—. El doctor Langlé accede a casarme con su esclavo, pero no me daría a su hijo. Así que, ya que no soy blanca, déjeme tener al que mi corazón ha elegido entre los de mi raza.
       »Sin embargo, esté usted segura que Madame no oía esto. Se le prohibió a Zoraida hablar a Mézor, y a Mézor se le advirtió que no volviera a ver más a Zoraida. Pero ya sabe usted como son los negros, Ma’zélle Titite —añadió Manna-Loulou, sonriendo tristemente—. No hay amo, ama, sacerdote ni rey que pueda impedirles amar cuando ellos quieren. Y estos dos encontraron el modo y la manera.
       »Cuando pasaron los meses, Zoraida, que estaba desconocida, grave y preocupada, volvió a hablar a su ama:
       »—Nénaine, no me dejaste casarme con Mézor; pero te desobedecí, he pecado. Mátame si lo deseas, nénaine, o perdóname si quieres; pero cuando oí al bello Mézor decirme “Zoraïde, mo l’aime toi[te quiero], podría haber muerto pero no hubiera podido evitar quererle.
       »Esta vez, Madame Delarivière estaba realmente tan disgustada, tan herida al oír la confesión de Zoraida, que su corazón rebosaba de ira. Solo podía lanzar confusos reproches. Pero como era más una mujer de acción que de palabras, actuó rápidamente. El primer paso que dio fue inducir al doctor Langlé a que vendiera a Mézor. El doctor Langlé, un viudo, hacía mucho que deseaba casarse con Madame Delarivière y gustosamente hubiera atravesado a cuatro patas y en pleno día la Place d’Armes, si ella se lo hubiera pedido.
       »Naturalmente, no perdió tiempo en disponer del bello Mézor, que fue vendido en Georgia, las Carolinas, o en uno de los lejanos pueblos donde jamás volviera a oír hablar su criollo natal, ni a bailar calinda, ni a tener a la bella Zoraida entre sus brazos.
       »A la pobrecilla se le destrozó el corazón cuando la separaron de Mézor, pero se consoló con la esperanza del niño que pronto se agarraría a su pecho.
       »Las penas de la bella Zoraida no habían empezado en realidad. No solo penas, sino sufrimientos; y con la angustia de la maternidad llegó el espectro de la muerte. Pero no hay agonía que una madre no pueda olvidar cuando aprieta contra su corazón al recién nacido, y besa la carne del niño, la suya, y sin embargo, más preciosa que la propia.
       »Por eso, instintivamente, cuando Zoraida salió de la terrible oscuridad, buscó interrogante con la mirada a su alrededor y palpó con manos temblorosas a un lado y al otro.
       »—Où, li, mo piti a moin? [¿Dónde está mi pequeño?] —preguntó suplicante.
       »Madame y la enfermera que estaba allí respondieron una tras otra:
       »—To piti à toi, li mouri [Tu pequeño ha muerto] —una mentira tan malvada que hubiera hecho llorar a los ángeles del cielo, porque el niño estaba vivo, bien y fuerte. Se lo habían quitado a su madre y lo habían enviado a la plantación de Madame, costa arriba. Zoraida solo podía responder gimiendo: «Li mouri, li mouri» y volvía la cara contra la pared.
       »Madame había esperado que, quitando el niño a Zoraida, su joven doncella volvería otra vez a su lado, libre, feliz y hermosa como antes. Pero una voluntad más poderosa que la de Madame estaba actuando: la voluntad del buen Dios, que ya había decidido afligir a Zoraida con una pena inconsolable en este mundo. La bella Zoraida dejó de existir. En su lugar había una mujer de ojos tristes que se dolía noche y día por su hijo. «Li mouri, li mouri», decía suspirando una y otra vez a los que la rodeaban, o para sí, cuando los demás se aburrían de sus lamentos.
       »Aun así, y a pesar de todo, M’sieur Ambroise seguía pensando en casarse con ella. ¡Qué más daba una esposa triste o alegre mientras fuera Zoraida! Y ella parecía consentir, o más bien someterse a la boda que se avecinaba, como si nada en el mundo le importara ya.
       »Un día, una sirvienta negra entró haciendo un poco de ruido en la habitación donde Zoraida estaba sentada cosiendo. Con una expresión en la cara de extraña y vacua felicidad, Zoraida se levantó presurosa:
       »—Shiss shiss —susurró, levantando un dedo en señal de advertencia—, mi pequeña duerme, no la despierte.
       »Sobre la cama había un desmadejado fardo de trapos en forma de bebé con mantillas. La mujer había corrido la mosquitera encima del muñeco y estaba sentada tranquilamente junto a él. En resumen, a partir de aquel día la bella Zoraida enloqueció. Ni de noche ni de día quitaba la vista de la muñeca tumbada en la cama o en sus brazos.
       »Al ver la terrible aflicción que había sobrevenido a su querida Zoraida, Madame sintió el aguijón de la pena y el remordimiento. Consultó al doctor Langlé y decidieron devolver a la madre el verdadero hijo de su carne y su sangre, que ya gateaba y jugueteaba en el polvo de la plantación.
       »Madame en persona llevó la pequeña y hermosa mulatita a la madre. Zoraida estaba sentada en un banco de piedra del patio, escuchando el suave borboteo de la fuente y contemplando las vacilantes sombras de las hojas de palma sobre el ancho y blanco enlosado.
       »—Aquí tienes —dijo Madame acercándose—, aquí tienes a tu niña, mi pobre querida Zoraida. Tómala, es tuya. Nadie volverá a quitártela.
       »Zoraida miró con hosca desconfianza a su ama y a la niña. Alargando una mano empujó recelosamente lejos de sí a la pequeña. Con la otra mano estrechó furiosamente el montón de trapos contra su pecho, pues sospechaba un complot para arrebatárselo.
       »No la pudieron convencer de que permitiera que su hija se le acercara; y finalmente, enviaron a la pequeña de vuelta a la plantación, donde nunca conoció el amor de madre ni de padre.
       »Y este es el fin de la historia de Zoraida. No volvió jamás a conocérsela como la bella Zoraida, sino como Zoraida la loca, con la que nadie se quería casar, ni siquiera M’sieur Ambroise. Vivió hasta convertirse en una vieja a la que algunos compadecían y de la que otros se reían, y siempre agarrando su montón de trapos: su piti».
       —¿Está dormida, Ma’zelle Titite?
       —No, no estoy dormida; estaba pensando. ¡Ay, pobrecita, Man Loulou, pobrecita! ¡Más le valdría haberse muerto!
       Pero, en realidad, esta era la forma en la que Madame Delisle y Manna-Loulou se hablaban una a la otra:
       —Vou pré droumi, Ma’zéll Titite?
       —Non, pa pré droumi, mo yapré zongler. Ah, la pauv’ piti, Man Loulou. La pauv’ piti! Mieux li mouri!




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