Katherine
Mansfield
(Nueva Zelandia, 1888 -
Francia, 1923)
Felicidad (1918)
(“Bliss”)
Originalmente publicado en la revista English Review, 27.2 (agosto de 1918);
Bliss and Other Stories
(Londres: Constable & Company, 1920, 280 págs.)
A pesar de sus treinta años,
Berta Young tenía momentos como éste de ahora, en los que hubiera
deseado correr en vez de andar; deslizarse por los suelos relucientes de
su casa, marcando pasos de danza; rodar un aro; tirar alguna cosa al
aire para volverla a coger, o quedarse quieta y reír... simplemente por
nada.
¿Qué pude hacer uno
si, aún contando treinta años, al volver la esquina de su calle le
domina de repente una sensación de felicidad..., de felicidad plena...,
como si de repente se hubiese tragado un trozo brillante del sol
crepuscular y éste le abrasara el pecho, lanzando una lluvia de chispas
por todo su cuerpo?
¿Es que no puede haber
una forma de manifestarlo sin parecer “beodo o trastornado”? La
civilización es una estupidez. ¿Para qué se nos ha dado un cuerpo, si
hemos de mantenerlo encerrado en un estuche como si fuera algún valioso
Stradivarius?
“No, la comparación
con el violín no expresa exactamente lo que quiero decir —pensó
mientras subía corriendo la escalera, y, después de buscar la llave en
su bolso y ver que la había olvidado como de costumbre, repiqueteaba
con los dedos en el buzón—. Y no lo expresa porque...”
—¡Gracias, Mary! —Entró
en el vestíbulo—. ¿Ha vuelto la niñera?
—Sí, señora.
—¿Han traído la
fruta?
—Sí, señora; ya
está aquí.
—Haga el favor de
llevarla al comedor; la arreglaré antes de vestirme.
El comedor estaba ya en
penumbra y en él se sentía algo de frío; pero, a pesar de ello, Berta
se quitó el abrigo: no podía soportarlo abrochado ni un momento más.
El aire frío bañó sus brazos.
Pero en su pecho ardía
aún aquel fuego resplandeciente que se extendía a todos los miembros
como una lluvia de chispas. Casi era insoportable. Apenas se atrevía a
respirar por miedo a avivarlo más y, sin embargo, lo hacía muy
hondamente. Tampoco se decidía a mirar al frío espejo..., pero miró
al fin y vio en él a una mujer radiante, sonriente, de labios
trémulos, con unos ojos grandes y oscuros, y en toda ella ese aire
atento de quien escucha, esperando algo...,algo divino que va a pasar...
y que sabe ha de ocurrir infaliblemente.
Mary trajo la fruta en
una bandeja y dos grandes platos. Uno de ellos era de cristal y el otro
de porcelana azul, muy bonito, con un reflejo extraño, como si lo
hubiesen sumergido en un baño de leche.
—¿Doy la luz,
señora?
—No, gracias; veo muy
bien.
Había mandarinas como
bolas de fuego, manzanas llenas de lozanía con tintes de rosa; peras
amarillas tan suaves como la sea; uvas blancas con reflejos de plata y
un gran racimo de rojas, tan intensas que parecían moradas. Éstas las
había comprado para que entonaran con la nueva alfombra del comedor.
Sí, tal vez pareciera algo absurdo y rebuscado, pero no era otra la
razón de haberlas elegido. En la frutería había pensado: “Tengo
que llevarme un racimo de uvas rojas para que en la mesa haya algo que
recuerde la alfombra”. Y en aquel momento esta idea le pareció muy
razonable.
Cuando hubo hecho con
todas aquellas lustrosas redondeces dos pirámides, se alejó unos pasos
para ver el efecto, que era realmente muy curioso. La mesa oscura se
fundía en la penumbra de la habitación, y los dos platos —el azul y
el de cristal cargados de fruta— parecían flotar en el aire. Esto,
debido quizás a su estado de ánimo, le resultó increíblemente
hermoso, y se echó a reír.
“¡No, no! Me estoy
volviendo histérica”, se dijo. Y cogiendo el bolso y el abrigo,
subió hasta la habitación de la niña.
La niñera estaba
sentada ante una mesita baja dando de cenar a la pequeña Berta después
de haberla bañado. La niña vestía una bata de franela blanca y una
chaquetilla de lana azul, y sus negros y finos cabellos los llevaba
peinados hacia atrás terminados en un gracioso moñito. En cuanto vio a
su madre, levantó la cabeza y empezó a saltar.
—No, querida, no; come
quietecita como una niña buena —dijo la niñera apretando los labios
de una forma que Berta conocía ya. Aquello significaba que era uno de
los momentos inoportunos para entrar al cuarto de la niña.
—¿Ha sido buena hoy,
Tata?
—Toda la tarde ha
estado encantadora —contestó en voz baja. Estuvimos en el parque y me
senté en una silla. Cuando la saqué del cochecito se acercó un perro
muy grande que me puso la cabeza sobre las rodillas, y la niña le
agarró las orejas tirando de ellas. ¡Oh, me hubiese gustado que la
señora la hubiese visto!
Berta quiso preguntarle
si no le parecía peligroso dejar que la niña tirara de las orejas a un
perro desconocido, pero no se atrevió y se quedó mirándolas con los
brazos caídos, como una niña pobre delante de otra rica que tiene una
muñeca.
Su hijita volvió a
levantar la cabeza, contemplándola fijamente y luego le sonrió de
manera tan adorable que Berta, sin poder resistir más, dijo:
—¡Oh, Tata, déjeme
que termine de darle la cena mientras usted arregla las cosas del baño!
—Como quiera la
señora; pero, mientras la niña come, no debe cambiarse la persona que
le da de comer —contestó la niñera en voz baja.
¡Qué absurdo! ¿Para
qué tener una niña si siempre había de estar guardada, no en una caja
como un precioso y raro violín, sino en los brazos extraños de otra
mujer?
—Bien, pero yo deseo
darle de cenar —dijo Berta.
La niñera, muy
ofendida, le entregó la niña.
—Sobre todo, le ruego
a la señora que no la excite después de cenar. Ya sabe que es muy
impresionable y luego para dormirla me hace pasar un mal rato.
Gracias a Dios la
niñera había salido ya de la habitación con las toallas del baño.
—¡Ahora eres toda
para mí, preciosa mía! —dijo Berta mientras la niña se apretaba
contra ella.
Comió graciosamente,
tendiendo los labios hacia la cuchara y agitando después sus manecitas.
A veces no quería soltarla, y otras, en el momento que Berta la tenía
llena, hacía un además apartándola lejos de sí.
Cuando terminó la sopa,
Berta se volvió hacia el fuego.
—Eres encantadora...,
sencillamente encantadora —dijo mientras la besaba, sintiéndola tan
tibia y suave—. ¡Te quiero tanto, tanto!
¡Claro que la
quería!¡La quería por entero! Le gustaba sentir su cuello tibio y ver
los deliciosos dedos de sus pies que ahora brillaban con rojizas
transparencias ante el fuego de la chimenea... Sí, la quería; la
quería tanto, que aquella intensa sensación de dicha plena la dominó
de nuevo, y otra vez no supo cómo expresarla, ni qué hacer con ella.
—La llaman al
teléfono, señora —dijo la niñera volviendo con aire de triunfo y
apoderándose de su pequeña Berta.
Bajó corriendo. Era
Harry.
—¿Eres tú, Berta? Se
me ha hecho tarde. Tomaré un taxi y llegaré tan pronto como pueda.
Retrasa la cena unos diez minutos, ¿quieres?
—Sí, Harry;
perfectamente. Oye...
—Dime.
¿Qué podía decirle?
Nada, nada en absoluto. Sólo deseaba seguir en contacto con él un
momento más; pero no podía gritarle absurdamente: “¡Qué día más
preciosos hemos tenido!”.
—¿Qué querías?—insistió
la vocecita lejana.
—¡Nada! Entendu —dijo
Berta, y colgó el auricular, pensando lo estúpida que es la
civilización.
Tenían invitados a
cenar. Los Norman Knight —una pareja muy bien avenida: él iba a abrir
un nuevo teatro y a ella le interesaba la decoración de interiores—;
un muchacho joven, llamado Eddie Warren, que acababa de publicar un
tomito de versos y a quien todo el mundo invitaba a cenar, y Perla
Fulton, un “hallazgo” de Berta. Ésta ignoraba lo que la señorita
Fulton hacía. Se habían conocido en el club y Berta se entusiasmó
enseguida con ella, como siempre le sucedía con una mujer guapa que
tuviera algo extraño y misterioso.
Lo que más le atraía
de la joven era que, a pesar de haberse visto y hablado muchas veces,
aún no la comprendía. Hasta cierto punto, encontraba a la señorita
Fulton extraordinariamente franca; pero había en ella esa línea
divisoria imposible de trasponer.
¿Existía algo más?
Harry decía que no. Le parecía insulsa y fría como todas las rubias,
y quizá con un poco de anemia cerebral. Pero Berta no estaba de acuerdo
con él por el momento.
—Esa manera que tiene
de sentarse ladeando un poco la cabeza y de sonreír oculta algo, Harry
—le había dicho—.Tenemos que averiguar lo que es.
—Pues aseguraría que
tiene un buen estómago —contestaba Harry.
Le gustaba dejar a su
esposa sin respuesta con salidas de esta índole. Unas veces decía: “A
mi juicio tiene el hígado helado”. Otras: “Quizás padece de
narcisismo”. En ocasiones: “Tal vez sufre de una afección al
riñón”..., y cosas por el estilo. Sin embargo, por alguna razón
extraña, a Berta le gustaba eso, y casi lo admiraba.
Se dirigió al salón y
encendió el fuego en la chimenea. Luego cogió uno de los cojines que
Mary había arreglado con tanto esmero y volvió a disponerlos sobre los
sillones y los sofás. Así ya era otra cosa. La habitación pareció de
repente cobrar vida. Mientras dejaba el último almohadón, quedó
sorprendida al ver que lo abrazaba fuerte y apasionadamente. Pero esto
no logró extinguir el fuego que ardía en su pecho. ¡Oh, no, no; al
contrario!
Las ventanas del salón
se abrían a un balcón sobre el jardín. Al fondo, cerca de la tapia,
un alto y esbelto peral, totalmente en flor, se erguía magnífico y
sereno recortado en el cielo verde jade. Berta veía, a pesar de la
distancia, que no tenía ni una flor ni un solo pétalo marchito. Más
abajo, en los arriates, los tulipanes rojos y amarillos parecían
apoyarse en la oscuridad. Un gato gris, arrastrando el vientre, se
deslizaba a través del césped, y otro negro —como su sombra— le
seguía. Al verlos tan rápidos y cautelosos, Berta sintió un extraño
temblor.
—¡De qué forma más
inquietante se arrastran esos animales —balbuceó. Y, apartándose de
la ventana, comenzó a pasear por el cuarto.
¡Cómo flotaba el aroma
de los narcisos en el aire caliente del cuarto!¿Olían demasiado?¡Oh,
no, no! Y, sin embargo, como si no hubiese podido resistir más el
intenso perfume, se echó en un sofá apretándose los ojos con las
manos.
—¡Soy feliz,
demasiado feliz! —dijo con un susurro.
Aún persistía en su
retina, bajo los párpados cerrados, el hermoso peral, con todas las
flores completamente abiertas como el símbolo de su vida.
Realmente...,
realmente..., lo tenía todo: era joven; Harry y ella se querían más
que nunca, llevándose muy bien; tenía una niña adorable; no le
agobiaban preocupaciones económicas; vivían en una hermosa casa, con
jardín, que reunía todas las condiciones deseables, y tenían amigos,
modernos e interesantes: escritores, pintores, poetas y hombres de
mundo..., precisamente la clase de amistades que a ambos les gustaban.
Y, para colmo de su dicha, había descubierto una modista maravillosa,
el próximo verano saldrían de viaje por el extranjero, y su nueva
cocinera sabía hacer unas tortillas sabrosísimas...
—¡Soy absurda,
absurda! —murmuró levantándose. Pero notó que se sentía
completamente aturdida, como embriagada. Sería seguramente la
primavera.¡Sí, era la primavera! Estaba tan cansada, que le costó
trabajo subir a vestirse.
Se puso un vestido
blanco, un collar de jade y zapatos verdes. Esta combinación no era
casual. Lo había pensado muchas horas de haber visto el peral en flor
por la ventana del salón.
Los pliegues de su
vestido crujieron suavemente cuando entró en el vestíbulo y besó a la
señora Knight que estaba quitándose un extravagante abrigo color
naranja, adornado con una procesión de monos negros que orlaban todo el
borde y subían después por las solapas.
—No hago más que
preguntarme —dijo— por qué será la clase media tan obtusa y
tendrá tan poco sentido del humor. Querida mía, estoy aquí por pura
casualidad, y gracias a Norman, que me ha servido de protección. Mis
adorables monos han revuelto el tren entero de tal manera, que todos los
ojos no eran ya más que un solo par. Se me comían, sencillamente. No
ser reían, no; no les producía risa, cosa que al fin me hubiese
gustado. Sólo me miraban muy fijos, como si quisieran atravesarme.
—Pero lo gracioso del
caso... —repuso Norman calándose un gran monóculo con montura de
concha—. No te importa que lo cuente, ¿verdad, Cara? —En casa y
entre amigos se llamaban Cara y Careto—. Lo gracioso fue que cuando
Face estaba más enojada se volvió a la mujer que tenía a su lado y le
dijo: “¿Es que nunca ha visto usted un mono?”.
—¡Oh, sí! —y su
esposa unió su risa a la de los demás—.Tuvo gracia,¿verdad?
Pero lo que resultó
aún más divertido fue que, una vez quitado el famoso abrigo, la
señora Knight parecía realmente un mono inteligente que se hubiese
hecho un traje con tiras de papel de plátano. Y sus pendientes de
ámbar eran como dos pequeñas nueces colgantes.
Sonó otra vez el timbre
de la puerta. Era Eddie Warren, delgado y pálido como de costumbre y en
su estado de extrema angustia.
—Es ésta la casa
¿verdad? ¿Es ésta? —preguntó.
—Sí, supongo que sí
—contestó riéndose Berta.
—He pasado un rato
malísimo con el chófer de un taxi: tenía un aspecto de los más
siniestro y no había forma de hacerle parar. Cuando más tocaba en el
cristal para avisarle, más corría él. Bajo el claro de luna, era una
figura grotesca con la cabeza achatada hundida en el volante...
Al quitarse un inmenso
pañuelo de seda blanco que le envolvía el cuello se estremeció. Berta
observó que sus calcetines también eran blancos.¡Una combinación
realmente encantadora!
—¡Debió ser
horrible! —le dijo.
—Sí, verdaderamente
lo fue —continuó Eddie siguiéndola al salón—.Yo me veía rodando
hacia la eternidad en un taxi sin taxímetro.
A Norman Knight ya le
conocía, pues estaba escribiendo una obra para su teatro.
—¿Qué tal, Warren?
¿Cómo va esa comedia? —le preguntó, dejando caer el monóculo y
concediendo a su ojo un momento de libertad para que pudiera dilatarse a
gusto antes de volver a quedar otra vez prisionero tras el cristal.
La señora Knight,
también se acercó a él.
—¡Oh, señor Warren!
Sus calcetines son preciosos.
—Celebro que le gusten
—dijo mirándose los pies—. A la luz de la luna producen mucho mayor
efecto.—Y volviendo su rostro delgado y triste hacia Berta, añadió—:
Porque esta noche hay luna, ¿no lo sabía usted?
Berta sintió ganas de
gritar: “¡Estoy segura de que la hay con frecuencia, con mucha
frecuencia!”.
Verdaderamente, Warren
era muy atractivo; pero también lo era Cara, que estaba inclinada ante
el fuego, con su vestido de pieles de plátano, y Careto, que, dejando
caer la ceniza de su cigarrillo, preguntaba:
—Pero, ¿dónde está
el novio?
—Ahora llega.
Se oyó abrir y cerrar
de golpe la puerta de la calle y Harry gritó:
—¡Un saludo a todos!
¡Estaré listo dentro de cinco minutos!
Y subió corriendo la
escalera. Berta no pudo contener una sonrisa. Sabía que a Harry le
gustaba hacer las cosas a gran velocidad, aunque al fin y al cabo,
¿qué importaban cinco minutos más o menos? Pero él se convencía a
sí mismo de que eran importantísimos y además luego tenía el
puntillo de entrar en el salón muy lento y sosegado.
Harry sabía exprimir a
la vida todo su sabor y Berta le admiraba por ello. También sentía
admiración hacia él por su amor a la lucha, por dar en todo cuanto se
le oponía, una prueba de su fuerza y de su valor, aún cuando delante
de personas que no lo conocían bien —Berta lo comprendía— este
rasgo de su carácter lo ridiculizaba un tanto..., pues había momentos
en los que se lanzaba a la lucha cuando ésta en realidad no existía.
Hablando y riendo, Berta olvidó completamente que Perla Fulton no
había llegado aún y no se dio cuenta de ello hasta que su marido
entró en el salón exactamente como ella se había figurado.
—Estaba pensando si la
señorita Fulton se habrá olvidado de nosotros...
—No me extrañaría—dijo
Harry—. ¿Tiene teléfono?
—Ahora llega un taxi.—Y
Berta sonrió con aquel aire de posesión que siempre adoptaba mientras
sus nuevas amigas constituían para ella un misterio—. Es una mujer
que vive en los taxis.
—Engordará demasiado
si tiene esta costumbre —repuso Harry tranquilamente, tocando el gong
para la cena—. Y eso es un terrible peligro para las rubias.
—Harry, por favor—le
suplicó Berta riendo.
Esperaron todavía un
momento hablando y riéndose como si tal cosa, pero quizá con demasiada
naturalidad. Luego apareció la señorita Fulton con un vestido de tisú
de plata y una cinta también de plata, sujetando sus rubios cabellos.
Entró sonriendo y con la cabeza ladeada.
—¿Llego tarde? —preguntó.
—No, no, de ninguna
manera —dijo Berta—. Venga. —Y, cogiéndola del brazo, la guió
hasta el comedor.
¿Qué había en el
contacto de su brazo frío que avivaba...que avivaba...y hacía arder
aquel fuego de felicidad que Berta sentía en su interior sin saber
cómo exteriorizarlo?
La señorita Fulton no
advirtió nada en su rostro porque rara vez miraba a las personas cara a
cara. Sus espesas pestañas le caían sobre los ojos, y una extraña
sonrisa bailaba en sus labios. Parecía vivir más para escuchar que
para mirar. Pero de repente Berta sintió como si se hubiera cruzado
entre las dos la más íntima mirada y se hubiesen dicho la una a la
otra: “¿Tú también?”. Y Perla Fulton, mientras movía la sopa
rojiza en el plato gris, sintió lo mismo.
¿Y los demás? Cara y
Careto, al igual que Eddie y Harry, hablaban de diversas cosas mientras
subían y bajaban las cucharas, se secaban los labios, desmenuzaban el
pan y tocaban los tenedores y los vasos. De cosas así:
—La conocí una noche
de estreno en el Alfa. Es un ser de lo más fantástico. No sólo tenía
muy recortado el pelo, sino que parecía también haberse quitado
trocitos de sus piernas y brazos, un pedazo de cuello, y algo de su
pobre nariz.
—¿No está muy liée
con Michael Oat?
—¿El autor de El amor
con dentadura postiza?
—Ahora quiere escribir
un monólogo para mí. El argumento es un hombre que decide suicidarse.
Expone primero todas las razones por las cuales debería hacerlo y a
continuación las que a su juicio se lo impiden y, en el preciso momento
en que después de sopesar el pro y el contra toma una determinación,
cae el telón. Es una idea bastante buena.
—¿Cómo va a
titularla? ¿Digestión pesada?
—Creo haber visto la
misma idea en una pequeña revista francesa casi desconocida en
Inglaterra.
No, no; ninguno
compartía los sentimientos que a ella le animaban, pero todos eran
encantadores...¡todos! Le gustaba tenerlos allí, sentados a su mesa,
dándoles manjares exquisitos y buenos vinos. Y le alegraba tanto su
presencia, que hubiese querido decirles lo simpáticos que eran, y lo
decorativo que a su juicio resultaba el grupo en el que cada uno
parecía servir para hacer resaltar al otro, como si fueran personajes
de una comedia de Anton Chejov.
Harry estaba disfrutando
con la comida. Formaba parte de su...no diremos exactamente, naturaleza,
ni tampoco su actitud..., sino de su...algo...al hablar de los diversos
platos y vanagloriarse de su “exagerada pasión por la carne blanca de
la langosta” y “el verde de los helados de pistacho...tan verdes y
fríos como los párpados de las danzarinas egipcias”.
Cuando mirando a su
esposa le dijo: “Berta, este soufflé es admirable”, a ella le
faltó poco para echarse a llorar de felicidad como una niña.
¡Oh! ¿Por qué
sentía tanta ternura esta noche hacia el mundo entero? ¡Todo era
bueno, todo justo! Cuanto ocurría colmaba más y más la copa rebosante
de su dicha hasta hacerla desbordarse.
Y constantemente, en lo
profundo de su pensamiento, tenía fija la imagen del peral. Ahora
debía ser todo de plata bajo la luz de la luna a la que ser refirió el
pobre Eddie; plateado como la señorita Fulton, que estaba acariciando
una mandarina con sus dedos largos y tan pálidos que parecían despedir
una extraña y débil luz.
Lo que Berta no llegaba
a comprender —y en ello estaba precisamente el milagro— era cómo
había podido adivinar exactamente y en el instante preciso el
pensamiento de la señorita Fulton, porque no tenía la más leve duda
de que lo había adivinado y, sin embargo, ¿en qué se había fundado?
En casi nada; en menos que nada.
“Supongo que esto pasa
alguna vez, aunque muy raramente, entre mujeres, pero nunca entre
hombres —pensó Berta—. Tal vez mientras prepare el café en el
salón, la señorita Fulton hará o dirá algo que ha comprendido.”
En realidad no sabía lo
que quería decir con esto.¡Tampoco imaginaba lo que pasaría después!
Mientras pensaba de
este modo se daba cuenta de que seguía hablando y riendo. Tenía que
hacerlo así porque no le era posible contener su alegría.
“Tengo que reírme —se
dijo—, si no, me moriría.”
Y cuando se dio cuenta
de la extraña costumbre que Cara tenía de meterse la mano en el escote
de su vestido, como si guardara allí una diminuta y secreta provisión
de avellanas, Berta tuvo que clavarse las uñas en las manos para no
estallar en una carcajada.
Por fin terminaron de
cenar.
—Vengan a ver mi nueva
cafetera exprés —les dijo.
—Cada quince días
tenemos una nueva —comentó Harry.
Esta vez fue Cara quien
la cogió del grazo. La señorita Fulton las siguió con la cabeza
ladeada.
El fuego del salón
convertido en ascuas brillaba como un ojo intenso y vacilante hecho “un
nido de pequeños Fénix”, como dijo Cara.
—No encienda todavía
la luz. ¡Es tan bonito!— Y volvió a inclinarse cerca de las brasas.
Siempre tenía frío. “Sin duda lo siento hoy porque no lleva su
caquetita de lana roja”, pensó Berta.
Y en aquel instante la
señorita Fulton hizo el signo de inteligencia esperado.
—¿Tienen ustedes
jardín? —preguntó con voz tranquila y soñadora.
Pronunció estas
palabras de una manera tan delicada, que Berta no pudo hacer más que
obedecer. Atravesó el cuarto, y descorriendo las cortinas abrió los
anchos ventanales.
—¡Aquí está! —murmuró.
Y las dos mujeres
juntas contemplaron el esbelto árbol en flor. Lo vieron como la llama
de una vela que se alargaba en punta, temblando en el aire tranquilo. Y
mientras lo miraban les pareció que crecía más y más, casi hasta
tocar el borde de la luna plateada.
¿Cuánto tiempo
estuvieron así? Fue como si ambas hubieran sido aprisionadas por aquel
círculo de luz sobrenatural; como si fueran dos seres de otro planeta
que, perfectamente compenetrados, se preguntasen lo que estaba haciendo
en este mundo, yendo como iban cargadas con aquel tesoro de felicidad
que ardía en sus pechos y caía hecho de flores de plata de su cabeza y
de sus manos.
¿Estuvieron así una
eternidad?...¿un momento? La señorita Fulton murmuró:
—Sí, eso es —¿o
soñó Berta que lo decía?
Luego alguien encendió
la luz y, mientras Cara hacía el café, Harry dijo:
—Mi querida señora
Knight, no me pregunte por mi hija, porque no la veo casi nunca. No
quiero ocuparme de ella hasta que tenga novio.— Careto se quitó un
momento el monóculo y enseguida volvió a ponérselo de nuevo. Eddie
Warren se tomó el café y dejó la taza con una expresión de angustia,
como si al beber hubiera visto una araña.
—Lo que yo quiero es
dar una oportunidad a los jóvenes —dijo Careto—. Creo que Londres
está lleno de obras muy buenas, unas escritas y otras por escribir. A
todos ellos quiero decirles: “Aquí hay un teatro; trabajad y adelante”.
—¿No sabe usted,
amigo —dijo la señora Knight—, que voy a decorar una habitación
para los Jacob Narthan? Estoy tentada de llevar a la práctica una idea
que tengo. Hacer una decoración a base de pescado frito: los respaldos
de las sillas tendrían la forma de una sartén y en las cortinas irían
boradadas unas lindas patatas fritas haciendo dibujos.
—El inconveniente de
nuestros jóvenes escritores —continuó Careto— es que aún son
demasiado románticos. No es posible viajar por mar sin marearse y sin
tener que echar mano de una palangana. Pero, ¿por qué no tienen el
valor de decir que ésta se necesita?
—Un poema horrible que
trataba de una niña a la que un mendigo sin nariz violaba en un
bosquecillo.
La señorita Fulton se
sentó en el sillón más bajo y hondo y Harry le ofreció cigarrillos.
Se puso delante de ella
y presentándole la pitillera de plata le dijo fríamente:
—¿Egipcios? ¿Turcos?
¿Virginia? Están todos mezclados.
Berta entonces
comprendió que la señorita Fulton no sólo no le gustaba a Harry, sino
que le molestaba. Y comprendió también, por el modo cómo la señorita
Fulton le contestó que no deseaba fumar, que esta antipatía la
percibía y ofendía...
“¡Oh, Harry!"
¿Por qué no te agrada? Estás equivocado. Es extraordinaria, y,
además, ¿cómo es posible que te sientas tan alejado de una persona
que significa tanto para mí? Cuando estemos acostados trataré de
explicarte lo que ambas hemos sentido esta noche”, se dijo.
Y con las últimas
palabras, algo extraño y casi espantoso cruzó por la mente de Berta. Y
este algo ciego y sonriente le susurró: "Pronto se marcharán
todos. Se apagarán las luces, y tú y él os quedaréis solos, metidos
en la cama caliente, con el dormitorio a oscuras...".
Se levantó rápidamente
de la silla y corrió hacia el piano.
—¡Es una lástima que
nadie sepa tocar! —dijo alto— ¡Una verdadera lástima!
Por primera vez en su
vida, Berta Young deseaba a su marido.
Antes sí, le
quería...estaba enamorada de él, pero de otras muy distintas maneras,
no precisamente como ahora. Y también había comprendido que él era
diferente. Lo habían discutido muchas veces. Al principio, a ella le
había preocupado mucho descubrir que era tan fría; pero al cabo de
algún tiempo pareció que aquello no tenía la menor importancia. Se
trataban con entera confianza, eran muy buenos compañeros y, a su
entender, esto era lo mejor de los modernos matrimonios.
Pero ahora lo deseaba,
¡ardientemente, ardientemente! Esta sola palabra la sentía de una
forma dolorosa en su cuerpo abrasado. ¿Era esto lo que aquella
sensación de felicidad significaba? Pero, ¡entonces, entonces!...
—Querida mía—dijo
la señora Knight—. Ya conoce usted nuestras desgracias: somos
víctimas del tiempo y del tren. Vivimos en Hampstead y debemos
retirarnos. Hemos pasado una agradable velada.
—Les acompañaré
hasta el vestíbulo —dijo Berta—. No desearía que se marcharan
aún, pero comprendo que no deben perder el último tren. ¡Es tan
desagradable!, ¿verdad?
—Tome antes otro
whisky, Knight —dijo Harry.
—No, gracias.
Como reconocimiento por
esta palabra, Berta, al darle la mano, se la estrechó un poco más.
—¡Adiós! ¡Buenas
noches!—les gritó desde la escalera, notando que su viejo ser se
despedía de ellos para siempre. Cuando volvió al salón, los demás se
disponían también a marcharse.
—Usted podrá ir parte
de su trayecto en mi taxi —dijo la señorita Fulton a Warren.
—Me alegra mucho. Así
no tendré que hacer solo otro viaje después de la horrible aventura de
esta tarde.
—Encontrarán una
parada al final de la calle. Sólo tendrán que andar unos metros.
—¡Qué cómodo! Voy a
ponerme el abrigo.
La señorita Fulton se
dirigió hacia el vestíbulo. Berta iba a seguirla cuando Harry se
adelantó:
—Yo la acompañaré
—dijo.
Berta comprendió que
su esposo se arrepentía de la poca amabilidad anterior...y dejó que
fuera él. ¡Era a veces tan niño en su comportamiento...tan
impulsivo...tan sencillo!
Y Berta se quedó con
Eddie junto al fuego.
—¿Ha leído el nuevo
poema de Bilk Table d´Hote? —le preguntó Eddie lentamente—. ¡Es
magnífico! Está en la última antología. ¿Tiene usted el volumen? Me
gustaría podérselo enseñar. Empieza con un verso increíblemente
maravilloso: “¿Por qué darán siempre sopa de tomate?”.
—Sí —dijo Berta. Y
se dirigió silenciosamente a una mesita que estaba al lado de la
puerta, seguida de Eddie. Tomó el librito y se lo dio, sin que ni él
ni ella hubiesen hecho el más leve ruido.
Mientras Eddie buscaba
la página correspondiente, Berta volvió la cabeza hacia el vestíbulo
y vio a Harry con el abrigo de la señorita Fulton en las manos y a
ésta de espaldas a él con la cabeza ladeada. Harry arrojó de pronto
el abrigo, la cogió por los hombros y la hizo volverse violentamente.
Sus labios dijeron:
—Te adoro.
La señorita Fulton le
puso sus manos con aquellos dedos como rayos de luna en el rostro y le
sonrió con su sonrisa de perezosa. Harry entonces se estremeció y sus
labios dibujaron una terrible mueca mientras decían en voz baja:
—¿Mañana?
Y la señorita Fulton,
bajando los párpados, contestó:
—Sí.
—¡Aquí está! —exclamó
Eddie—. “¿Por qué darán siempre sopa de tomate?” Es
completamente cierto. ¿No le parece? La sopa de tomate es
desesperadamente eterna.
—Si lo desea —dijo
Harry en el vestíbulo— puedo pedirle un taxi por teléfono.
—No es necesario —contestó
la señorita Fulton. Y acercándose a Berta le tendió sus dedos
levísimos—. Adios, y mil gracias.
—Adiós —dijo Berta.
La señorita Fulton le
estrechó un poco más la mano.
—¡Su hermoso
peral...! —murmuró.
Y se fue. Eddie la
siguió, como el gato negro había seguido al gato gris.
—Bueno, cerremos la
tienda —dijo Harry extraordinariamente frío y sereno.
“¡Su hermoso
peral!...¡Su hermoso peral!...”
Berta corrió hacia la
ventana.
—¿Qué va a pasar
ahora? —gritó.
Y el peral alto y
esbelto, cargado de flores, seguía inmóvil como la llama de una vela
que alargándose estuviera casi a punto de tocar el borde plateado de la
luna.
Traducción:
Ester de Andreis. Ediciones Cátedra SA. 1991.
Literatura
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