Katherine Mansfield
(Nueva Zelandia, 1888 - Francia, 1923)


La fiesta en el jardín (1921)
(“The Garden-Party”)
Originalmente publicado, en tres partes, en Saturday Westminster Gazette
(I: 4 de febrero de 1922; II: 11 de febrero de 1922; y III: 18 de febrero de 1922);
The Garden Party and Other Stories
(Londres: Constable & Company Limited, 1922, 276 págs.)


      Y después de todo hacía un tiempo ideal. Ni hecho a la medida no hubiesen podido tener un día más adecuado para el garden party. No hacía viento, lucía el sol, y no se divisaba una sola nube en todo el cielo. El azul sólo estaba velado por una calina de luz dorada, como ocurre a veces a principios de verano. El jardinero andaba atareado desde muy temprano, segando el césped y rastrillándolo bien, hasta dejar la hierba y los oscuros y llanos rosetones en los que crecían las margaritas que parecían recién bruñidos. Y uno tenía también la sensación de que las rosas habían comprendido que eran las únicas flores que realmente impresionan a la gente que acude a un garden party; las únicas flores que todo el mundo reconoce sin miedo a una equivocación. Cientos, sí, literalmente cientos de ellas, se habían abierto durante la noche; los verdes rosales se doblaban bajo su peso como si aquella noche hubieran sido visitados por los arcángeles.
       Todavía no habían terminado de desayunar cuando llegaron los hombres que debían plantar el entoldado.
       —Mamá, ¿dónde quieres que levanten la marquesina?
       —Hijita, no me lo preguntes a mí. Este año he decidido ponerlo todo en vuestras manos. Olvidad que soy vuestra madre y tratadme como si fuese un invitado de honor.
       Pero Meg no iba a ir a dar instrucciones a los hombres. Se había lavado el pelo antes de desayunar y estaba sentada tomándose el café con un turbante verde en la cabeza y un par de rizos oscuros y húmedos pegados a las mejillas. José, la mariposa, bajaba siempre vestida con unas enaguas de seda y la chaqueta de un kimono.
       —Tendrás que ir tú, Laura; tú eres el artista de la familia.
       Y Laura salió corriendo, llevando todavía en la mano un trocito de pan con mantequilla. Es fantástico encontrar una excusa para poder comer afuera y, además, le encantaba poder arreglar cosas; siempre le había parecido que era capaz de hacerlo mucho mejor que los otros.
       En uno de los caminitos del jardín había cuatro hombres en mangas de camisa, esperando. Llevaban gruesos palos arrollados en las lonas y grandes bolsas de herramientas colgadas a la espalda. Tenían un aspecto que imponía. Ahora Laura deseó no llevar aquel pedacito de pan con mantequilla en la mano, pero no podía dejarlo en ninguna parte y mucho menos tirarlo al suelo. Notó que se ruborizaba e intentó parecer severa e incluso un poco corta de vista mientras se aproximaba a ellos.
       —Buenos días —dijo, imitando la voz de su madre. Pero sonó tan terriblemente afectada que se avergonzó y empezó a tartamudear como una niña—: Ah…, sí…, ya han llegado ¿eh?…, es por el entoldado, ¿verdad?
       —Exactamente, señorita —dijo el más fornido de los cuatro hombres, un individuo enjuto y pecoso, cambiándose de hombro la bolsa de las herramientas, echándose el sombrero de paja hacia atrás y dirigiéndole una sonrisa—. Hemos venido a poner el entoldado.
       Su sonrisa era tan franca, tan animosa, que Laura recobró los ánimos. ¡Qué ojos tan bonitos tenía, chiquitos, pero de un azul tan intenso! Y ahora miró a los otros, y vio que también sonreían. “Anímese, no nos la vamos a comer”, parecían decir sus sonrisas. ¡Qué simpáticos eran los trabajadores! ¡Y qué mañana tan espléndida! No, no debía hablar del día; debía mostrarse eficiente. La marquesina.
       —Bien, ¿qué les parece la explanada de los lirios? ¿Estaría bien ahí?
       Y señaló hacia donde estaban los lirios con la mano que no sostenía el pedacito de pan con mantequilla. Los hombres se giraron mirando en aquella dirección. Uno bajito hizo una mueca con el labio inferior y el más alto frunció el ceño.
       —No me gusta mucho —dijo—. No resaltará bastante. Mire, con una cosa como un entoldado —dijo volviéndose hacia Laura con sus modales naturales— lo que va bien es ponerlo en un sitio en donde salte a la vista, si entiende lo que quiero decir.
       La educación de Laura la obligó a considerar por un instante si era suficientemente respetuoso que un obrero le hablase de aquel modo y del “saltar a la vista”. Pero entendía lo que él quería decir.
       —Una esquina de la pista de tenis —sugirió—. Aunque la orquesta estará también en una esquina.
       —Hum…, va a haber una orquesta, ¿eh? —dijo otro de los trabajadores. Este era un tipo pálido, y tenía una mirada macilenta mientras escudriñaba el campo de tenis. ¿En qué pensaba?
       —No es más que una orquestina —explicó Laura amablemente. Tal vez no le importase tanto si la orquesta era pequeña. Pero el obrero más alto intervino.
       —Mire, señorita, lo mejor es que lo montemos ahí. Junto a esos árboles. ¿Ve? Ahí. Quedará muy bien.
       Junto a las karakas. Pero entonces las karakas quedarían escondidas. Y eran tan bonitas, con sus hojas anchas y relucientes, y los racimos amarillos del fruto. Eran como los árboles que una se imagina creciendo en una isla desierta, orgullosos, solitarios, irguiendo sus hojas y frutos hacia el sol en una especie de silencioso esplendor. ¿Tenían que quedar ocultos por el entoldado?
       Pues sí. Los hombres ya habían cargado con palos y lonas y se encaminaban al lugar indicado. Sólo el más alto quedó atrás. Y se inclinó, cortó un tallito de lavanda, se llevó el pulgar y el índice a la nariz y aspiró el aroma. Cuando Laura advirtió su gesto olvidó por completo las karakas, maravillada de que el hombre gustase de aquellas cosas —gustase de poder oler el aroma de la lavanda—. De todos los hombres que conocía, ¿cuántos hubiesen tenido aquel gesto? Oh, qué extraordinariamente simpáticos son los trabajadores, pensó. ¿Por qué no tendría amigos trabajadores en lugar de todos aquellos muchachos atontados que la sacaban a bailar y que eran invitados a cenar los domingos? Se hubiera llevado muchísimo mejor con hombres como aquéllos.
       Todo eso es culpa, decidió, mientras el más alto de los trabajadores dibujaba algo en la parte posterior de un sobre, algo que debía ser atado en alto o que podía quedar colgando, todo eso es culpa de estas absurdas distinciones de clase. Aunque ella, por su parte, no les hacía el menor caso. Ni pizca de caso, ni un átomo… Y se empezó a oír el cloc, cloc de los mazos de madera.
       Uno silbaba, otro cantaba. “¿Estás ahí, chaval?” “¡Chaval!” Qué amistoso era aquel trato, qué…, qué… Simplemente para demostrar lo contenta que estaba, para probar al obrero más alto que se sentía totalmente a sus anchas y que despreciaba todos aquellos estúpidos convencionalismos, Laura dio un mordisco al trocito de pan con mantequilla mientras contemplaba el dibujo. Se sentía exactamente como una trabajadora más.
       —¡Laura, Laura! ¿Dónde estás? ¡Laura, al teléfono! —gritó una voz desde la casa.
       —¡Ya voy! —Y salió corriendo, por el césped, el senderito y escaleras arriba, por la terraza, hacia el porche. En el recibidor, su padre y Laurie estaban cepillándose los sombreros, listos para salir hacia el despacho.
       —Oye, Laura —dijo Laurie apresuradamente—, mira si puedes darle un vistazo a mi smoking antes de esta tarde. Por si hay que plancharlo.
       —De acuerdo —respondió. Pero, de pronto, no pudo contenerse y corrió hacia su hermano y le dio un rápido abrazo—. Oh, me encantan las fiestas, ¿a ti no? —dijo, jadeando.
       —A mi también me gustan bas-tan-te —replicó Laurie con su cálida voz infantil, abrazando a su hermana, y dándole una amable palmadita—. Anda, niña, corre al teléfono.
       El teléfono.
       —Sí, sí; claro, sí, no faltaría más. ¿Kitty? Buenos días, guapa. ¿A comer? Pues naturalmente. Encantada. Aunque será una comida de sobras, las migas de los emparedados, los merengues rotos y las sobras. Sí, ¿no te parece una mañana espléndida? ¿El blanco? Desde luego, yo me lo pondría. Un momento, no te retires. Que me llama mamá —y Laura se echó hacia atrás en el asiento—. ¡Mamá! ¿Qué dices? ¡No te oigo!
       La voz de la señora Sheridan llegó desde lo alto de las escaleras:
       —Dile que se ponga aquel sombrerito tan encantador que llevaba el domingo pasado.
       —Mamá dice que te pongas aquel sombrerito encantador que llevabas el domingo. Dios mío. La una. Adiós, Kitty, adiós.
       Laura colgó el auricular, se llevó ambas manos a la cabeza, respiró profundamente, se desperezó y volvió a dejar caer los brazos.
       —¡Uf! —suspiró, y en cuanto acabó su suspiro volvió a incorporarse velozmente. Permaneció un instante quieta, escuchando. Todas las puertas de la casa parecían estar abiertas. La mansión estaba despierta, llena de pasos rápidos y apagados, de apresuradas voces. La puerta de gamuza verde que llevaba a las regiones de la cocina se abría y cerraba con un golpe amortiguado. Y ahora llegó un sonido absurdo, largo, apagado. El gran piano al ser movido en sus torpes ruedecillas. ¡Y el aire! Había que pararse para advertirlo. ¿Era el aire siempre así? Una ligera brisa parecía juguetear entrando por la parte alta de los ventanales y escapando de nuevo por las puertas. Y el sol caía formando dos luceros diminutos, uno sobre el tintero y otro sobre el marco de plata de una fotografía, igualmente juguetones. Dos maravillosas manchitas. Sobre todo la que cabriolaba en la tapa del tintero. Cálida. Una cálida estrellita de plata. Le hubiera gustado besarla.
       Sonó el timbre de la puerta delantera, y se oyó el fru-frú de la falda estampada de Sadie bajando las escaleras. Murmullos de una voz varonil; y Sadie que respondía:
       —No sé nada de nada. Espere un momento. Preguntaré a la señora Sheridan.
       —¿Qué ocurre, Sadie? —dijo Laura yendo hacia el recibidor.
       —Es el florista, señorita Laura.
       Y lo era. El florista. Allí, en el umbral de la puerta, con una bandejita baja pero enorme, repleta de tiestecillos de lirios rosados. Ninguna otra flor. Unicamente lirios —lirios y más lirios, enormes flores rosadas, abiertas, radiantes, casi sorprendentemente vivas en sus vividos tallitos escarlatas.
       —¡Oh, Sadie! —dijo Laura, y el sonido de su exclamación fue como un pequeño gemido.
       Se agachó, como si quisiese calentarse con aquel resplandor de los lirios; sintió como si los tuviese en los dedos, en los labios, creciéndole en el pecho.
       —Debe ser un error —musitó débilmente—. No hemos encargado tantos. Salie, ve a buscar a mamá.
       Pero en aquel preciso instante apareció la señora Sheridan.
       —Sí, sí, están bien —dijo tranquilamente—. Sí, los he encargado yo. ¿No te parecen magníficos? —dijo apretando el brazo de Laura—. Ayer pasé frente a la floristería y los vi en el escaparate. Y de pronto pensé que por una vez en la vida podía darme el gusto de tener todos los lirios que quisiera. Y la fiesta es una excelente excusa.
       —Pero creía que habías dicho que no ibas a meterte en nada —dijo Laura. Sadie ya se había ido. El hombre de la floristería continuaba afuera, junto a la camioneta del reparto. Rodeó con un brazo el cuello de su madre y muy, muy dulcemente, le dio un mordisquito en la oreja.
       —Hijita, estoy segura de que no te gustaría tener una madre que pecase de lógica, ¿verdad? No me hagas eso. Mira que vuelve ese señor.
       El hombre volvía con más lirios, otra canasta llena.
       —Póngalos todos juntos, por favor. Aquí dentro, al lado de la puerta, a ambos lados del porche —dijo la señora Sheridan—. ¿No crees que ahí estarán bien, Laura?
       —Oh, estupendamente, mamá.

       En la sala de estar, Meg, José y el bueno de Hans por fin habían logrado retirar el piano.
       —Veamos. Si ponemos este sofá chester contra la pared y sacamos todo lo que queda en la sala excepto las sillas… ¿Qué os parece?
       —Bien.
       —Hans, lleva estas mesitas al fumador y trae una escoba para barrer las señales de la alfombra y…, un momento Hans… —a José le encantaba dar órdenes a los criados y a ellos les encantaba obedecerlas. Siempre les hacía sentir que participaban en una especie de teatro—. Por favor, dile a mi madre y a la señorita Laura que vengan inmediatamente.
       —Como usted diga, señorita José.
       Esta se volvió hacia Meg.
       —Quiero ver cómo suena este piano, por si esta tarde me piden que cante. Probémoslo. Podemos cantar Oh, qué cansada vida.
       ¡Pim! ¡Ta-ta-ta! ¡Ti-ta! El piano resonó tan apasionadamente que el rostro de José cambió. Juntó las manos. Y miró triste y enigmáticamente a su madre y a Laura, que entraban en la sala de estar, empezando a cantar:

Oh, qué cansada es la vida,
todo es tristeza y suspiro.
El amor emigra,
cansada es la vida,
una lágrima brilla
y se va el amor.
Adiós, para siempre… ¡Adiós!

       Pero a la palabra “¡Adiós!”, aunque el piano sonaba más desesperado que nunca, su rostro se iluminó con una sonrisa resplandeciente, que no tenía nada de desolada.
       —¿Verdad que no ando mal de voz, mami? —dijo José, contenta.

Cansada es la vida,
la esperanza marchita.
Un sueño…, un despertar.

       Pero en ese instante Sadie les interrumpió.
       —¿Qué ocurre, Sadie?
       —Perdone, señora, la cocinera dice que si tiene la lista de los emparedados.
       —¿La lista de los emparedados? —repitió, ausente, la señora Sheridan. Y por su cara sus hijas adivinaron que no la tenía—. Déjame pensar. —Y añadió con resolución—: Sadie, por favor, dile a la cocinera que se la daré dentro de diez minutos.
       Sadie salió.
       —Veamos, Laura —dijo su madre rápidamente—, ven conmigo al fumador. Apunté los nombres detrás de un sobre y en algún sitio debe andar. Tendrás que escribirlos tú. Meg, tú sube arriba ahora mismo y sácate esa cosa húmeda de la cabeza. Y tú, José, ya puedes ir corriendo y terminar de vestirte. ¿Me oís, niñas, o queréis que se lo diga a vuestro padre cuando vuelva esta noche? Y…, y, José, si vas a la cocina, tranquiliza a la cocinera, ¿de acuerdo? Esta mañana le tengo verdadero pánico.
       El sobre en cuestión apareció por fin tras el reloj del comedor, aunque la señora Sheridan era incapaz de imaginar cómo podía haber ido a parar allí.
       —Alguna de vosotras me lo debe haber cogido del bolso, porque recuerdo claramente haber apuntado… Crema de queso y natilla de limón. ¿Has hecho éstos?
       —Sí.
       —Huevo y… —la señora Sheridan alejó el sobre para leer mejor—. Parece que ponga ratones, pero no puede ser ratones, ¿verdad?
       —Aceitunas, mamá —dijo Laura, leyendo por encima del hombro de su madre.
       —Ah, claro está, aceitunas. Parece una combinación horrible. Huevo y aceitunas.
       Por fin concluyeron y Laura llevó los rótulos a la cocina, en donde encontró a José tranquilizando a la cocinera, cuyo aspecto era perfectamente apacible.
       —Jamás he visto emparedados tan deliciosos —exclamó José embelesada—. ¿Cuántas clases ha dicho que había, cocinera? ¿Quince?
       —Quince, señorita José.
       —Bueno, pues la felicito.
       La cocinera barrió las migas con un largo cuchillo de cortar el pan y sonrió satisfecha.
       —Ha llegado el de casa Godber —anunció Sadie, saliendo de la despensa. Había visto pasar al hombre por la ventana.
       Aquello significaba que habían llegado los bollos de nata. La casa Godber era famosa por sus bollos de nata. No había nadie que se atreviese a hacerlos en casa.
       —Tráelos y ponlos sobre la mesa, niña —ordenó la cocinera.
       Sadie entró con los bollos y volvió a la puerta. Naturalmente José y Laura eran demasiado mayores para continuar preocupándose por los dulces, pero, a pesar de todo, estuvieron de acuerdo en que los bollos de Godber parecían muy, muy apetitosos. La cocinera había empezado a arreglarlos, quitándoles el azúcar en polvo que sobraba.
       —¿No te hacen recordar todas las fiestas a las que has ido? —comentó Laura.
       —Supongo que sí —dijo José, mucho más práctica, y a quien nunca le gustaba regresar al pasado—. La verdad es que tienen un aspecto delicioso, hinchaditos y esponjosos.
       —Anda, niñas, coged uno —dijo la cocinera con su voz amable—. La señora no va a enterarse.
       Oh, imposible. ¿Imaginas comer un bollo tan temprano, acabadas de desayunar? Una se estremecía solo de pensarlo. Pero al cabo de dos minutos José y Laura estaba chupándose los dedos con esa mirada absorta y reconcentrada que pone uno al tomar nata.
       —Salgamos al jardín por la puerta trasera —sugirió Laura—. Quiero ver cómo va el trabajo de los hombres del entoldado. Son unos hombres simpatiquísimos.
       Pero la puerta trasera se hallaba bloqueada por la cocinera, Sadie, el mandadero de Godber y Hans.
       Algo debía haber ocurrido.
       —Toc-toc-toc —asentía la cocinera como una gallina espantada. Sadie tenía la mano apoyada en la mejilla, como si tuviese dolor de muelas. Y Hans contraía el rostro en un esfuerzo por comprender. El único que parecía divertirse era el mandadero de la casa Godber. Era él quien había traído la noticia.
       —¿Qué ocurre? ¿Qué ha sucedido?
       —Ha habido un terrible accidente —dijo la cocinera—. Un hombre muerto.
       —¡Un hombre muerto! ¿Dónde? ¿Cuándo? ¿Cómo?
       Pero el mandadero de la casa Godber no iba a permitir que otros se aprovecharan de su historia, y muchísimo menos delante de sus narices.
       —¿Sabe esas casitas que están ahí, un poco más abajo, señorita?
       ¿Si las conocía? No faltaría más.
       —Pues un hombre joven que vive en ellas, uno llamado Scott, un carretero. Esta mañana su caballo se ha desbocado al encontrarse con un tractor, en la esquina de la calle Hawke. El pobre ha salido despedido de espaldas y ha caído de cabeza. Muerto.
       —¡Muerto! —exclamó Laura mirando fijamente al hombre.
       —Cuando le han recogido ya estaba muerto —dijo el mandadero de la casa Godber con fruición—. Cuando yo subía hacia aquí llevaban el cadáver a la casa. —Y, dirigiéndose a la cocinera, añadió—: Deja a la mujer con cinco pequeños.
       —José, ven un momento —dijo Laura tomando a su hermana por una manga y llevándola por la cocina hasta llegar al otro lado de la puerta de gamuza verde. Una vez allí se detuvo, recostándose contra la puerta—. ¡José! —dijo horrorizada—, ¿cómo nos lo vamos a hacer para suspender la fiesta?
       —¿Suspender la fiesta? —exclamó sorprendida José—. ¿Qué quieres decir?
       —Suspender el garden party, naturalmente. —¿En qué estaba pensando José?
       Pero José aún parecía más sorprendida.
       —¿Suspender el garden party? Laura, guapita, no digas ridiculeces. Nadie espera que lo suspendamos. No seas extravagante.
       —Pero no vamos a dar una fiesta en nuestro jardín con un hombre de cuerpo presente en una de las casitas de enfrente.
       Aquello sí que era grotesco. En realidad las casitas formaban una especie de callejuela apartada y estaban en la falda de la cuesta que llevaba a la casa. Entre ambas quedaba todo el anchuroso camino. Era cierto que estaban demasiado cerca. Seguramente eran la mácula más importante al panorama que se divisaba desde la mansión, y no tenían ningún derecho a estar en aquella vecindad. Eran unas casuchas infames pintadas de color pardusco, chocolate. En sus jardincillos delanteros lo único que había eran rabos de coles, gallinas pelonas y latas de tomate. Incluso el humo que salía de sus chimeneas olía a pobreza. Formaba harapos y girones brumosos y no los grandes penachos plateados que brotaban de las chimeneas de los Sheridan. En la callejuela vivían lavanderas, barrenderos y un zapatero, y un hombre que tenía la fachada de su casa completamente cubierta por pequeñas jaulas de pájaros. Los rapazuelos holgaban a sus anchas. Cuando los Sheridan eran pequeños se les había prohibido acudir allí por culpa de las palabrotas que pudiesen oír y de posibles contagios. Pero ya de mayores, Laura y Laurie habían pasado algunas veces por la callejuela en sus paseos. Era una zona sórdida y repugnante. Cuando pasaban por allí siempre sentían un escalofrío. Así y todo había que conocerlo todo; debían verse todas las caras de la realidad. Por eso pasaban por allí.
       —Imagínate qué efecto le producirá a esa pobre mujer la música de la orquesta —dijo Laura.
       —¡Oh, Laura, por Dios! —José empezaba a estar enfadada de verdad—. Si vas a prohibir que toque la orquesta cada vez que alguien tiene un accidente, te garantizo una vida muy dura. Lo siento tanto como tú. También me da lástima. —Su mirada se hizo más dura. Miró a su hermana como acostumbraba a mirarla de pequeñas cuando se peleaban—. Por muy sentimental que seas no conseguirás devolver la vida a un pobre obrero borracho —dijo quedamente.
       —¡Un borracho! ¿Quién ha dicho que estuviese borracho? —dijo Laura volviéndose furiosa hacia su hermana. Y reaccionó diciendo exactamente las mismas palabras que acostumbrara a decir en tales ocasiones—: Ahora mismo se lo voy a contar a mamá.
       —Ve, Laura, ve —la animó José.
       —Mamá, ¿puedo pasar? —preguntó Laura haciendo girar la gran manecilla de vidrio.
       —Claro, hija. Pero ¿qué te ocurre? ¿Qué haces tan acalorada? —preguntó la señora Sheridan dándose media vuelta frente al tocador. Se estaba probando un sombrero nuevo.
       —Mamá, acaba de matarse un hombre —empezó a contar Laura.
       —¿En nuestro jardín? —la interrumpió su madre.
       —¡No, no!
       —¡Oh, qué susto me has dado! —espetó la señora Sheridan suspirando aliviada, y quitándose el gran sombrero que colocó sobre sus rodillas.
       —Mamá ¿quieres escucharme? —suplicó Laura. Jadeando, casi atragantándose, le contó aquel tremendo suceso—. Naturalmente tenemos que suspender la fiesta, ¿verdad? —suplicó—. Imagínate la orquesta y toda la gente invitada. Nos oirían, mamá: ¡son casi vecinos nuestros!
       —Pero, hijita, piensa un poco con la cabeza. Sólo nos hemos enterado de lo ocurrido por casualidad. Si alguien hubiese muerto de muerte natural, y lo cierto es que no entiendo muy bien cómo siguen viviendo hacinados en esos agujeros sucios, no hubiésemos suspendido la fiesta, ¿de acuerdo?
       La única respuesta que Laura podía dar al planteamiento de su madre era un “sí”, pero de algún modo presentía que todo el planteamiento estaba equivocado. Tomó asiento en el sofá de su madre y pellizcó la orla de un cojín.
       —Mamá, ¿no crees que es mostrarnos tremendamente crueles? —preguntó.
       —¡Hijita! —exclamó la señora Sheridan incorporándose y acercándose a ella con el sombrero en las manos. Y antes de que Laura hubiese tenido tiempo de detenerla, ya le había colocado el sombrero en la cabeza—. Toma, hija —anunció—, es tuyo. Te viene a la medida. A mí me hace demasiado joven. Nunca te había visto tan elegante. ¡Mírate al espejo! —añadió, entregándole un espejito de mano.
       —Pero, mamá… —volvió a empezar Laura. Era incapaz de mirarse en el espejo y tuvo que girarse.
       Y la señora Sheridan perdió la paciencia, igual como había ocurrido con José.
       —No seas absurda, Laura —dijo fríamente—. Esa gente no espera ningún sacrificio de nosotros. Y no es muy agradable echar a perder la diversión de los demás, como tú estás haciendo.
       —No lo comprendo —musitó Laura, saliendo rápidamente de la habitación de su madre y precipitándose en su propio dormitorio. Al entrar lo primero que vio fue, casualmente, su agraciada figura juvenil reflejada en el espejo, el sombrero negro engalanado de doradas margaritas y una larga cinta de terciopelo negro. No se había imaginado que le fuese a sentar tan bien. ¿Tendrá mamá razón?, pensó. Y empezó a desear que sí, que la tuviese. ¿De verdad me estoy mostrando extravagante? Tal vez fuese una extravagancia. Durante un segundo volvió a ver fugazmente a aquella pobre mujer y a sus hijuelos, y a los hombres entrando el cadáver en la casa. Pero todo parecía confuso, irreal, como una de esas fotos de los periódicos. Volveré a pensar en ello cuando termine la fiesta, decidió. Y, por alguna razón, le pareció que aquella era la actitud más sensata…
       A la una y media habían terminado de almorzar. A las dos y media ya estaban a punto para empezar la batalla. La orquesta, con sus uniformes verdes, había llegado y estaba aposentada en un rincón de la pista de tenis.
       —¡Querida! —exclamó Kitty Maitland—. ¿No te parecen igualitos que ranas? Tenías que haberles colocado alrededor del estanque y poner al director en el centro, sobre una hoja de nenúfar.
       Llegó Laurie y las saludó mientras subía rápidamente a cambiarse. Al verle, Laura volvió a recordar el accidente. Quería contárselo. Si Laurie estaba de acuerdo con José y con su madre era que estaba bien. Le siguió hasta el recibidor.
       —¡Laurie!
       —¿Qué hay? —respondió él, ya a medio subir las escaleras, pero cuando se giró y descubrió a su hermana, pegó un resoplido y abrió los ojos de par en par—. ¡Hermanita, estás imponente! —dijo—. ¡Llevas un sombrero que es una verdadera preciosidad!
       Laura comentó débilmente.
       —¿Tú crees? —y le sonrió, sin atreverse a decirle nada.
       Poco después empezaron a llegar los invitados, cada vez en mayor número. La orquesta empezó a tocar; los camareros contratados corrían de la casa al entoldado. Mirara uno a donde mirase se veían parejas paseando, inclinándose a observar las flores, saludando, dirigiéndose al jardín. Eran como aves deslumbrantes que hubiesen ido a posarse en el jardín de los Sheridan por una tarde, antes de proseguir camino hacia…, hacia ¿dónde? ¡Ah, qué felicidad hallarse con gente que rebosa felicidad, estrechar la mano, rozar las mejillas, sonreír a los ojos!
       —¡Laura, querida, estás hecha una monada!
       —¡Hijita, qué bien te sienta ese sombrero!
       —¿Sabes que tienes un aspecto un poco español? Nunca te había visto tan atractiva.
       Y Laura, ruborizada, respondía amablemente:
       —¿Han tomado té? ¿No quiere un helado? Los helados de granadilla son realmente deliciosos. —Corrió hacia su padre y le pidió—: Papaíto, ¿podemos dar algo de beber a los músicos?
       Y aquella tarde perfecta fue avanzando lentamente, difuminándose lentamente, cerrando lentamente sus pétalos.
       —Ha sido una fiesta verdaderamente encantadora…
       —Un éxito…
       —El mejor garden party al que hemos asistido últimamente…
       Laura ayudó a su madre a despedir a los invitados. Permanecieron juntas, de pie, en el porche, hasta que todos se hubieron ido.
       —Uf, ya se ha terminado, menos mal —suspiró la señora Sheridan—. Avisa a los demás, Laura. Vamos a tomar un poco de café. Estoy rendida. Sí, ha sido un éxito sensacional. Pero, ¡uy!, estas fiestas. ¡No sé cómo podéis insistir siempre en dar fiestas y más fiestas!
       Ytodos tomaron asiento bajo el entoldado desierto.
       —Anda, papá, toma un emparedado. Los letreritos los he escrito yo.
       —Gracias, hija —dijo el señor Sheridan despachando el emparedado de un solo bocado. Tomó otro—. Supongo que no os habréis enterado de un horrible accidente que ha ocurrido esta mañana —dijo.
       —Dios mío —dijo la señora Sheridan, levantando una mano—, sí que nos hemos enterado. Por poco nos agua la fiesta. Laura quería que suspendiésemos el party.
       —¡Oh, mamá! —protestó Laura, que no deseaba que bromeasen sobre aquel incidente.
       —De todos modos ha sido algo horripilante —prosiguió el señor Sheridan—. El pobre hombre estaba casado. Vivía ahí abajo en el callejón, y, según he oído contar, deja mujer y media docena de niños.
       Por unos instantes se produjo un extraño silencio. La señora Sheridan tamborileó con los dedos en su taza. Lo cierto era que su marido estaba mostrando muy poco tacto…
       De pronto levantó la cabeza. En la mesa quedaban muchísimos emparedados, pastelillos, bollos, nadie los había tocado, y se echarían a perder. Había tenido una de sus brillantes ideas.
       —Ya sé —dijo—. Llenemos una canastilla y mandémosle a esa pobre criatura un poco de comida que es absolutamente excelente. De cualquier modo para los niños será un manjar suculento. ¿No os parece? Además seguramente tendrá vecinos que irán a darle el pésame y todas esas cosas. Es perfecto que ya lo tengamos todo preparado. ¡Laura! —llamó, levantándose de un brinco—. Tráeme la canastilla grande que está en el armario de las escaleras.
       —Pero, mamá, ¿crees realmente que es una buena idea? —intervino la muchacha.
       Y otra vez, qué curioso era, pareció que fuese distinta a todos los demás. Llevarle las sobras de su fiesta. ¿Iba realmente a apreciar aquello la pobre mujer?
       —¡Pues claro está que lo es! ¿Qué demonios te ocurre hoy? Hace un par de horas insistías en que nos mostrásemos compadecidos, y ahora…
       ¡Oh, estaba bien! Laura salió corriendo en busca de la canastilla, que su madre llenó con un montón rebosante de comida.
       —Llévasela tú misma, hija —dijo—. Puedes ir tal como vas. No, espera, lleva también unos lirios. A la gente de su condición los lirios les impresionan mucho.
       —Los tallos le van a echar a perder la falda de encaje, mamá —dijo José, tan práctica como de costumbre.
       Era cierto. Suerte que lo había dicho.
       —Entonces lleva sólo la canastilla. Y, ¡Laura…! —añadió su madre siguiéndola fuera del entoldado—, bajo ningún concepto no…
       —¿Qué, mamá?
       No, era mejor no poner aquellas ideas en la cabeza de la pobre niña.
       —¡Nada, nada! Anda, corre.
       Empezaba a oscurecer y Laura cerró las puertas de la verja del jardín. Un enorme perrazo pasó corriendo como una exhalación. El camino tenía un brillo blanquecino, y en el fondo de la hondonada las casuchas quedaban envueltas por las sombras. Qué tranquilo parecía todo después de aquella tarde. Bajaba el pequeño cerro dirigiéndose a un hogar en el que había un hombre muerto, pero no acababa de hacerse a la idea. ¿Por qué le costaba tanto? Se detuvo un instante. Y le pareció que todos los besos, las voces, el tintineo de las cucharillas, las risas, el aroma del césped pisoteado, reverberaban en su interior. No le cabía nada más. ¡Qué extraño! Miró el pálido celaje y lo único que pudo pensar fue: “Sí, la fiesta ha sido un gran éxito”.
       Había llegado al cruce del camino. Allí empezaba el callejón oscuro, lleno de humo. Mujeres envueltas en chales, tocadas con gorras de hombre, de tweed, se afanaban de un lado a otro. Los hombres estaban apoyados en las cercas. Algunos niños jugaban en los umbrales de las casuchas. Un leve zumbido se elevaba de todas aquellas míseras casas. En algunas se veía un destello de luz, y una sombra, como un cangrejo, moviéndose de un lado a otro de la ventana. Laura bajó la cabeza y apretó el paso. Ahora hubiese deseado llevar puesto el abrigo. ¡Qué llamativo resultaba su vestido! Y el gran sombrero con la cinta de terciopelo. ¡Si tan sólo hubiese llevado otro sombrero! ¿La estaban mirando? Seguro. Había cometido un error yendo; desde el primer momento había tenido la impresión de estar cometiendo un error. ¿Iba a dar media vuelta ahora?
       No, era demasiado tarde. Aquella era la casa. Tenía que serlo. Afuera se había formado un lóbrego grupito de gente. Junto al portillón había una anciana muy vieja con una muleta, sentada en una silla, mirando. Tenía los pies envueltos en un papel de periódico. Las voces se fueron acallando a medida que Laura se aproximó. El grupo de gente se abrió dejando un pasillo. Era como si la estuviesen esperando, como si hubiesen sabido de antemano que se dirigía hacia ellos.
       Se sintió terriblemente nerviosa. Echándose la cinta de terciopelo tras el hombro, preguntó a una mujer que estaba allí parada:
       —¿Es esta la casa de la señora Scott?
       Y la mujer, con una sonrisa enigmática, respondió:
       —Sí, mocita.
       ¡Ah, poder escapar de todo aquello! Incluso llegó a musitar:
       —Dios mío, ayúdame —mientras avanzaba por el estrecho caminillo y llamaba a la puerta.
       Poder escapar a aquellas miradas que la seguían, o, al menos, poder taparse con algo, aunque fuese con uno de los chales de aquellas mujeres. Me limitaré a dejar la canastilla y me voy, decidió. No esperaré ni a que la vacíen.
       La puerta se abrió. Una mujer vestida de negro apareció en el umbral.
       Laura dijo:
       —¿Es usted la señora Scott?
       Pero, ante su horror, la mujer respondió:
       —Entre, por favor —y cerró la puerta, dejándola encerrada en aquel corredor.
       —No —replicó Laura—. No pensaba entrar. Sólo quería dejarles esta canastilla. Me manda mi madre…
       La mujercilla en el tenebroso corredor pareció no haberla oído.
       —Por favor, venga por aquí, señorita —dijo con voz untuosa, y Laura la siguió.
       De pronto se encontró en una mísera cocina, de techo bajo, iluminada por un ahumante candil. Junto al fuego estaba sentada una mujer.
       —Em —dijo la criatura que le había franqueado la entrada—. ¡Em! Es una señorita. —Y se volvió hacia Laura, comunicándole intencionadamente—: Yo soy su hermana, señorita. Tiene que disculparla, ¿comprende?
       —Oh, claro, naturalmente —dijo Laura—. Por favor, por favor, no la moleste. Sólo…, sólo quería dejar…
       Pero en aquel instante la mujer sentada junto al fuego se dio media vuelta. Su rostro abotargado, enrojecido, con los ojos y labios hinchados, tenía un aspecto espantoso. Se hubiese dicho que no entendía qué razón había llevado a Laura hasta allí.
       ¿Qué significaba aquello? ¿Qué hacía aquella extraña en la cocina con una canastilla? ¿Qué era todo aquello? Y el mísero rostro vuelve a sumirse en su abstracción.
       —Bueno, mujer —dijo la hermana—, ya se las daré yo las gracias a la señorita.
       Y volvió a empezar:
       —Tiene que perdonarla, señorita, comprende, ¿verdad? —y su rostro, también abotargado, intentó esbozar una untuosa sonrisa.
       Laura sólo quería salir de allí, escapar. De nuevo estaban en el pasillo. Se abrió una puerta y entró directamente en el aposento en donde yacía el muerto.
       —Querrá verlo, ¿verdad? —dijo la hermana de Em, y pasó rozando junto a Laura y se acercó a la cama—. No tenga miedo, mocita —su voz se había tornado afectuosa y astuta, y retiró cariñosamente la sábana—, ha quedado como un retrato. No se le nota nada. Acérquese, guapa.
       Laura se aproximó.
       Allí yacía un hombre joven, profundamente dormido —durmiendo tan apacible y profundamente que se hallaba lejos, muy lejos, de ambas. Ah, un sueño tan remoto y apacible. Estaba soñando. Y no iba a despertar nunca más. Su cabeza estaba ligeramente hundida en la almohada y tenía los ojos cerrados: bajo sus párpados cerrados ya no verían nunca más. Su sueño se lo había llevado.
       ¿Qué le importaban ya los garden parties, las canastillas de emparedados o los vestidos bordados? Se hallaba muy lejos de todas aquellas cosas. Y era espléndido, hermosísimo. Mientras ellos reían y la orquesta desgranaba sus melodías, aquella maravilla había llegado a aquel callejón. Feliz…, feliz… Todo va bien, decía aquel rostro dormido. Todo es tal y como debe ser. Estoy contento.
       Pero, a pesar de todo, era imposible no echarse a llorar, y no podía dejar la habitación sin decirle algo. Laura dejó escapar un sollozo infantil:
       —Disculpe mi sombrero —dijo.
       Y ahora ya no esperó a la hermana de Em. Supo encontrar el camino por el corredor hasta la puerta, y por el caminillo, pasando junto a todas aquellas gentes macilentas. En la esquina del callejón encontró a Laurie. Salió de entre las sombras.
       —¿Eres tú, Laura?
       —Sí.
       —Mamá empezaba a inquietarse. ¿Ha ido todo bien?
       —Sí, bastante bien. ¡Oh, Laurie! —exclamó cogiéndole del brazo y apretándose contra él.
       —Vaya, no estarás llorando, ¿verdad? —Preguntó su hermano.
       Laura denegó con la cabeza. Pero lloraba.
       Laurie le echó un brazo al hombro.
       —No llores —dijo su voz cálida, cariñosa—. ¿Ha sido horrible?
       —No —sollozó ella—. Ha sido maravilloso. Pero Laurie… —Se detuvo y miró a su hermano—. ¿No es la vida… —balbuceó—, no es la vida…? —Pero era incapaz de explicar lo que la vida era. No importaba. Laurie la había comprendido.
       —Lo es, querida —dijo él.



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