Katherine
Mansfield
(Nueva Zelandia, 1888 -
Francia, 1923)
Una familia ideal (1921)
(“An Ideal Family”)
Originalmente publicado en la revista Sphere (20 de agosto de 1921);
The Garden Party and Other Stories
(Londres: Constable & Company Limited, 1922, 276 págs.)
Aquella tarde, por primera vez en su vida, al apretar los batientes de la puerta y descender los tres peldaños que llevaban a la acera, el anciano señor Neave sintió que era demasiado viejo para la primavera. La primavera —cálida, vivaracha, inquieta— había llegado y le esperaba en aquella luz dorada, dispuesta a correr delante de todo el mundo, a acariciarle la blanca barba, a tirarle amablemente del brazo. Pero él no podía seguirla, no; ya no podía alcanzarla y salir corriendo con ella, ágil como un jovenzuelo. Estaba cansado y, aunque todavía lucían los últimos rayos del sol, sentía frío y tenía una curiosa sensación de atontamiento. De pronto había descubierto que ya no tenía energía, ánimos suficientes para continuar soportando aquella alegría y aquel brillante movimiento; todo aquello le confundía. Quería permanecer quieto, apartarlo todo con su bastón, exclamar: “¡Anda, lárgate!” Inesperadamente le costaba un esfuerzo enorme tener que saludar como cada día —levantando levemente el sombrero de fieltro con el bastón— a toda la gente que conocía, amigos, conocidos, tenderos, carteros, cocheros. Pero la mirada alegre que acompañaba aquel gesto, aquella amable chispita que parecía decir: “Valgo tanto como cualquiera de vosotros, si no más”, aquella mirada, el viejo señor Neave, va no podía lograrla. Continuó avanzando torpemente, levantando las rodillas como si estuviese caminando por una atmósfera que de algún modo misterioso se hubiese ido espesando y solidificando, como convirtiéndose en agua. La gente que regresaba a sus casas cruzó apresuradamente junto a él, los tranvías tintinearon, traquetearon las carretas, y los grandes coches de alquiler se deslizaban por las calles con la indiferencia desafiante y temeraria que encontramos en los sueños…
En la oficina había sido un día como cualquier otro. No había ocurrido nada especial. Harold no había regresado del almuerzo hasta cerca de las cuatro. ¿Dónde se había metido? ¿Qué había estado haciendo? Aunque esas cosas a su padre nunca se las contaba. El anciano señor Neave estaba por casualidad en el vestíbulo, despidiéndose de un cliente, cuando apareció Harold, tan impasible como siempre, tranquilo, amable, sonriendo con aquella sonrisita que las mujeres encontraban tan fascinante.
¡Ah!, Harold era demasiado hermoso, le sobraba belleza; y esa había sido la causa de todos sus problemas. Ningún hombre tenía derecho a aquellos ojos, aquellas pestañas y aquellos labios; resultaba peligroso. Y no exageraba diciendo que su madre, sus hermanas y la servidumbre le adoraban como si fuese un dios; le reverenciaban y se lo perdonaban todo; y no habían sido pocas las cosas que habían tenido que perdonarle desde que a los trece años robara el monedero de su madre, birlase el dinero, y ocultase el monedero en el dormitorio de la cocinera. El anciano señor Neave dio un fuerte punterazo con el bastón contra el borde de la acera. Aunque la familia no eran los únicos en mimarlo, pensó, todo el mundo se lo consentía todo; le bastaba mirar y sonreír, y ya caían todos rendidos a sus pies. De modo que tal vez no debiera extrañarse de que Harold esperase que aquella tradición familiar fuese seguida en la oficina. ¡Hum, hum! Pero no podía ser. No se podía jugar con un negocio —ni siquiera con un negocio próspero, de firme tradición, y que proporcionaba jugosos dividendos—. Un hombre tenía que dedicarse a él con todo su corazón y con toda su capacidad, o el negocio quedaba hecho añicos ante sus propios ojos…
Pero, además, Charlotte y las chicas siempre le estaban insistiendo para que lo dejase todo en manos de Harold y se retirase, así tendría algunos años para divertirse. ¡Divertirse! El anciano señor Neave se detuvo en seco bajo un grupo de viejas palmeras frente a los edificios gubernamentales. ¡Divertirse! La brisa del atardecer estremeció las oscuras hojas con un ligero tintineo. Sentado en casa, cruzado de brazos, sin poder olvidar que el esfuerzo de toda su vida se le escapaba, se disolvía, desaparecía como el agua entre los delicados dedos de Harold, mientras éste sonreía…
—¿Por qué eres tan poco razonable, papá? No existe ninguna necesidad de que vayas a la oficina. De lo único que sirve es para que nos sintamos violentos cada vez que alguien comenta que pareces muy cansado. Aquí tienes una casa enorme y un jardín. Seguro que podrías sentirte feliz aunque sólo fuese… por cambiar un poco. O podrías dedicarte a algún pasatiempo.
Y Lola, la pequeña, había declarado muy decidida:
—Todos los hombres deberían tener algún pasatiempo. Si no lo tienen te hacen la vida imposible.
¡Bueno, bueno! No pudo por menos de esbozar una amarga sonrisa mientras empezaba a subir, no sin dificultades, la empinada cuesta que llevaba a Harcourt Avenue. ¿Qué demonios estarían haciendo ahora Lola y sus hermanas y Charlotte si hubiese dedicado la vida a sus pasatiempos? ¡Que se lo dijesen! Los pasatiempos no le hubiesen dado dinero suficiente para pagar aquella casa en la ciudad y el bungalow junto al mar, ni para pagar sus caballos, su golf, el gramófono que costaba sesenta guineas y al son del cual, naturalmente, ellas eran las únicas en bailar.
Aunque no se lo echaban en cara, no. No, eran muchachas inteligentes y guapas, y Charlotte era una mujer notable; era muy natural que siguiesen las modas. La pura verdad era que su casa era la más popular de toda la ciudad; no había ninguna otra familia que diese tantas fiestas. Ya no podía recordar cuántas veces, ofreciendo la caja de habanos por encima de la mesa del fumador, había escuchado elogios de su esposa, sus hijas e incluso de él mismo.
—Permítame decirle, señor Neave, que son ustedes una familia ideal. I-de-al. Parece una de esas familias que salen en los libros o en el teatro.
—Muchas gracias, muchacho, muchas gracias —replicaba el anciano señor Neave—. Prueba uno de éstos; te gustarán. Y si quieres salir a fumar al jardín, seguro que mis hijas ya deben estar allí. Ve, ve.
Aquella era la razón por la que las muchachas no se habían casado, o eso decía la gente. Se hubieran podido casar con quien hubiesen querido. Pero lo pasaban demasiado bien en casa. Eran demasiado felices viviendo juntas, las chicas y Charlotte. ¡Hum, hum! ¡Vaya, vaya! Quizá si…
Ya había recorrido casi la totalidad de la elegante Harcourt Avenue; y llegaba a la casa de la esquina, su casa. La cancela que daba acceso a los carruajes estaba abierta y en el camino se veían huellas frescas de ruedas. Ya estaba frente a la fachada de la gran mansión pintada de blanco, con las ventanas abiertas de par en par y las cortinas de tul flotando hacia fuera, con los jarrones azules de los jacintos en los anchos pretiles. Flanqueando la marquesina para los carruajes, las hortensias —famosas en toda la ciudad— empezaban a florecer; los racimos de florecillas azuladas y rosáceas parecían luciérnagas en medio de las hojas que se extendían. Y el anciano señor Neave le pareció que, de algún modo, aquella casa y las flores, e incluso las huellas frescas en el camino, repetían: “Aquí hay vida juvenil. Aquí viven muchachas…”
El recibidor, como siempre, estaba lleno de capas, sombrillas, guantes, que se amontonaban sobre los arcones de roble. En la salita de música sonaba el piano con notas rápidas, imperiosas e impacientes. A través de la puerta de la sala de estar, que estaba entreabierta, llegaba un murmullo de voces.
—¿Había helados? —oyó preguntar a Charlotte. Y luego el cric, crac de su mecedora.
—¡Que si había helados! —gritó Ethel—. Uy, mamaíta, nunca has visto helados iguales. Sólo de dos clases. Y una era una especie de heladillo de fresa de esos que venden en cualquier tenderete, metido en un moldecito de papel que estaba empapado.
—La verdad es que la comida era un desastre —comentó Marión.
—De todos modos —insinuó Charlotte—, todavía es pronto para los helados.
—Ah, pero ya que quieren dar helados, al menos… —empezó Ethel.
—Sí, tienes razón, en eso estoy de acuerdo —entonó Charlotte.
De pronto la puerta de la salita de música se abrió y Lola salió corriendo. Se quedó parada, y casi chilló al ver al anciano señor Neave.
—¡Demonios, papá! ¡Menudo susto me has dado! ¿Acabas de llegar? ¿Cómo es que Charles no ha venido a ayudarte a quitarte el abrigo?
Tenía las mejillas encendidas de haber estado tocando, le brillaban los ojos y el pelo le caía sobre la frente. Y jadeaba como si hubiese estado corriendo en la oscuridad y estuviese asustada. El anciano señor Neave contempló a su hija menor; era como si la viese por primera vez. De modo que aquella era Lola, ¿eh? Pero la muchacha parecía haberse olvidado de su padre; no era a él a quien esperaba. Ahora se llevó la puntita del pañuelo arrugado a los labios y la mordisqueó enojadamente. Sonó el teléfono. ¡Ahhh! Lola soltó un gritito como un sollozo y pasó corriendo junto a él. La puerta de la cabina del teléfono dio un portazo y al mismo tiempo Charlotte llamó:
—¿Eres tú, papá?
—Ya te has vuelto a cansar —le dijo Charlotte en son de reproche, y dejó de mecerse para ofrecerle su mejilla cálida y encendida como una ciruela. La rubia Ethel le dio un tironcito de la barba; los labios de Marión le rozaron la oreja.
—¿Has vuelto andando, papá? —preguntó Charlotte.
—Sí, he venido andando —respondió el anciano señor Neave y se dejó caer en uno de los enormes butacones de la sala de estar.
—¿Por qué no has tomado un coche de alquiler? —preguntó Ethel—. A esta hora los hay a cientos.
—Hermanita —exclamó Marión—, si nuestro querido padre prefiere llegar rendido a casa, la verdad es que no veo con qué derecho se lo vamos a prohibir.
—Hijas, hijas —las apaciguó Charlotte.
Pero Marión no pensaba callar.
—No, mamá, le mimas demasiado y no puede ser. Tendrías que ser más inflexible con él. Es muy malo. —Y rió con aquella risa dura y luminosa, arreglándose el pelo frente al espejo. ¡Qué extraño! De pequeña había tenido una voz tan melodiosa y vacilante; incluso había tartamudeado un poco y, ahora, cualquier cosa que dijese, aunque simplemente fuera: “Papá, dame la mermelada, por favor”, sonaba como si se hallase sobre un escenario.
—¿Ha salido Harold de la oficina antes que tú, querido? —preguntó Charlotte reemprendiendo su rítmico balanceo.
—No estoy seguro —respondió el señor Neave—. No estoy seguro, le he visto a las cuatro, pero luego ya no le he vuelto a ver.
—Había dicho que… —empezó Charlotte.
Pero en aquel instante, Ethel, que estaba pasando las páginas de una revista, corrió junto a su madre y se arrodilló al lado de la mecedora.
—Mira, mira, ya lo he encontrado —exclamó—. Este era el que quería decir, mamá. Amarillo con reflejos plateados. ¿No te gusta?
—Déjame ver, guapa —dijo Charlotte buscando sus gafas de concha de carey y poniéndoselas. Dio un golpecito a la página con sus deditos regordetes y frunció los labios—. ¡Es divino! —decidió un tanto vagamente, mirando a Ethel por encima de las gafas—. Pero me gustaría más sin cola.
—¿Sin cola? —exhaló Ethel trágicamente—. ¡Pero si la cola lo es todo!
—A ver mamá, dejadme decidir —intervino Marión quitándole burlonamente la revista a su madre—. Mamá tiene razón —decidió triunfalmente—. Con cola resulta demasiado exagerado.
El anciano señor Neave, olvidado por las mujeres, se hundió en el anchuroso asiento del butacón y, adormilado, las oyó como si se tratase de un sueño. No cabía la menor duda, estaba muy agotado; había perdido facultades. Incluso Charlotte y sus hijas resultaban demasiado para él esta noche. Eran demasiado…, demasiado… Pero lo único que su cerebro somnoliento podía pensar era: son demasiado ricas para mí. Y desde algún lugar en el fondo de todo contempló a un ancianito ajado que subía unas escaleras interminables. ¿Quién podía ser?
—Esta noche no voy a vestirme para la cena —murmuró.
—¿Qué dices papá?
—¡Eh! ¿Qué? ¿Cómo? —preguntó el anciano señor Neave despertándose sobresaltado y contemplando la sala de estar—. Esta noche no voy a vestirme para la cena —repitió.
—Pero, papá, esta noche vienen Lucile y Henry Davenport, y la señora de Teddie Walker.
—Quedaría totalmente fuera de lugar.
—¿No te sientes bien, querido?
—No necesitas hacer ningún esfuerzo. Para eso tienes a Charles.
—Aunque si de verdad no te sientes con ánimos… —concluyó Charlotte vagamente.
—¡De acuerdo! ¡De acuerdo! —dijo el señor Neave levantándose y uniéndose a aquel ancianito que subía unas escaleras interminables de momento sólo hasta su propio gabinete…
El joven Charles ya le estaba esperando en él. Cuidadosamente, como si fuese el acto más importante del mundo, tomaba con una toalla la jarra del agua caliente. El joven Charles había sido su favorito desde que había entrado a servir en la casa siendo un mocoso de mejillas coloradotas que cuidaba de las chimeneas. El anciano señor Neave se tendió en el canapé de mimbre situado junto a la ventana, estiró las piernas, e hizo su acostumbrado chiste de todas las tardes:
—¡Ya puedes vestirle, Charles!
Y Charles, respirando intensamente y frunciendo el ceño, se inclinó para quitarle el alfiler de la corbata.
¡Hum, hum! ¡Vaya, vaya! Allí, al lado de la ventana, era agradable, muy agradable…, hacía una tarde muy templada. Abajo, en la pista de tenis, estaban cortando el césped; podía oír el suave ronroneo de la segadora. Pronto las muchachas reanudarían sus partidas de tenis. Y al pensarlo le pareció oír la voz de Marión gritando: “Buena para ti, compañero… Así se juega, parejita… Oh, muy bien, estupendo…” Y luego a Charlotte llamando desde la terraza: “¿Dónde está Harold?” Y a Ethel: “Lo que es por aquí no le hemos visto, mamá”. Y de nuevo a Charlotte: “Había dicho que…”
El anciano señor Neave suspiró, se incorporó, y llevándose una mano a la barba, tomó el peine que le entregaba Charles y se peinó cuidadosamente la barba. Charles le dio el pañuelo doblado, el reloj, los anillos, la funda de las gafas.
—Está bien, muchacho, gracias. —La puerta se cerró y volvió a recostarse, estaba solo…
Y ahora aquel ancianito se ponía a bajar unas interminables escaleras que conducían a un deslumbrante y alegre comedor. ¡Menudas piernas tenía! Parecían patas de araña: delgadas, marchitas.
“Permítame decirle, señor Neave, que son ustedes una familia ideal. I-de-al”.
Pero, si aquello era cierto, ¿por qué Charlotte o alguna de sus hijas no le paraba? ¿Por qué se encontraba solo, subiendo y bajando escaleras? ¿Dónde estaba Harold? Ah, de nada servía confiar en Harold. La vieja arañita continuaba bajando más y más escaleras y luego, horrorizado, el señor Neave le vio deslizarse y abandonar el comedor, salir hacia el porche, por el sendero, hacia la verja de los carruajes, camino de la oficina. ¡Deténganle, deténganle, que alguien le detenga!
El anciano señor Neave se despertó. El gabinete estaba sumido en la oscuridad del ocaso; la ventana brillaba con un leve fulgor. ¿Cuánto tiempo había permanecido dormido? Aguzó el oído, y a través de la gran mansión, envuelta por las sombras, le llegaron voces lejanas y sonidos amortiguados. Tal vez, pensó vagamente, hubiera dormido largo tiempo. Tal vez le hubieran olvidado. ¿Qué tenía todo aquello que ver con él…, aquella casa, Charlotte, las chicas, Harold…, qué sabía de todos ellos? Eran extraños, forasteros. La vida había pasado por su lado sin que se hubiese dado cuenta. Charlotte no era su esposa. ¡Su esposa!
… Un porche en sombras, casi escondido por una pasionaria que colgaba triste, lastimera, como si pudiese comprender. Unos brazos pequeños, cálidos, le tenían abrazado por el cuello. Un rostro, diminuto y pálido, le miraba, y una voz susurraba: “Adiós, tesoro”.
¡Tesoro! “¡Adiós, tesoro!” ¿Cuál de los dos había hablado? ¿Por qué se habían despedido? Había sido un tremendo error. Ella era su esposa, aquella muchachita pálida; el resto de su vida había sido un sueño.
Y entonces se abrió la puerta y Charles, deteniéndose en el umbral iluminado, con los brazos pegados a los costados, como un soldado bisoño, anunció:
—¡La cena está servida, señor!
—Ya voy, ya voy —respondió el anciano señor Neave.
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