Katherine
Mansfield
(Nueva Zelandia, 1888 -
Francia, 1923)
La mujer del almacén (1912)
(“The Woman at the Store”)
Originalmente publicado en Rhythm, Núm. 4 (primavera 1912);
Something Childish and Other Stories
(Londres: Constable and Company Limited, 1924, 262 págs.)
Durante todo el día hizo un
calor terrible. El suelo levantaba un viento cálido, que silbaba entre
los montecillos de hierba y se arrastraba por todo el camino, empujando.
El blanco polvo calcáreo se elevaba en remolinos, impulsado por el
viento, envolviéndonos la cara y posándose sobre nuestros cuerpos como
otra piel reseca e irritante. Los caballos iban con paso lento,
resoplando. El que llevaba la carga estaba enfermo, con una gran llaga
abierta que hería su vientre. De vez en cuando se detenía en seco,
giraba la cabeza para mirarnos, como a punto de llorar, ¿relinchando?
Cientos de alondras gemían en el aire. El cielo se había teñido de un
color brilloso y los gemidos de las alondras me parecieron los que
hacía la tiza al escribir en un pizarrón. Se veía sólo una
extensión de manojos de hierba, una fila tras otra de montones de
hierba, con alguna flor púrpura perdida o zarzas secas cubiertas de
telarañas densas.
Jo cabalgaba
adelante. Llevaba una camisa azul de tela gruesa, pantalones de pana y
botas altas de montar. Un pañuelo blanco con lunares rojos —parecía
que acababa de limpiarse la sangre de las narices— le rodeaba el
cuello. Bajo las alas anchas de su sombrero se veían mechones de
cabellos blancos; sus cejas y el bigote estaban cubiertos de polvo. Jo
cabalgaba balanceándose muy suelto sobre la silla y se quejaba de tanto
en tanto. Ni una sola vez en el día, cantó aquello que decía:
“No me
interesa, porque verás, tengo a mi suegra siempre delante”.
Era el
primer día, luego de un mes de estar juntos, en que no le habíamos
oído canturrear aquella canción. Su silencio nos ponía melancólicos.
Jim iba junto a mí, blanco de polvo, de la cabeza a los pies. Su rostro
parecía el de un payaso y sus ojos negros brillaban más que nunca en
esa máscara empolvada; a cada rato, sacaba la lengua para humedecerse
los labios. Su chaqueta corta, de tela gruesa de algodón y los
pantalones azules, sostenidos por un cinturón muy ancho, mostraban su
color ante los huecos abiertos en la capa de polvo. Apenas si habíamos
cruzado algunas palabras desde el amanecer.
A mediodía
nos detuvimos junto al borde barroso de un arroyo para almorzar galletas
duras y duraznos.
—Tengo el
estómago como buche de gallina —dijo Jo—. Veamos, Jim: tú que eres
el guía de nuestro grupo, ¿dónde diablos está ese almacén del que
siempre nos hablas? “Por supuesto”, nos dices, “yo
conozco un buen almacén, con sus troncos gruesos para atar los caballos
y una pradera verde bordeada por un arroyo. Su dueño es un buen amigo
mío”, nos has dicho, “un tipo correcto que te ofrece un trago
de whisky y luego te da la mano”. Me gustaría ver ese almacén,
Jim, aunque sólo fuera para calmar mi curiosidad. No quiero decir con
eso que dude de tu palabra, tú lo sabes muy bien, pero...
Jim se echó
a reír.
—No
olvides que en el almacén hay una mujer, Jo; una hermosa mujer de ojos
azules y cabello rubio como el oro, que te ofrece algo mejor que el
whisky antes de estrecharte la mano. Métete eso en la cabeza y no lo
olvides.
—El calor
te debilita la cabeza —comentó Jo, subiendo al caballo. Clavó las
espuelas en los ijares y nosotros lo seguimos unos metros más atrás. A
poco de andar me quedé medio dormida sobre la silla y, entre sueños,
tuve la desagradable sensación de que todos los caballos se detenían.
De pronto me vi encima de un caballito de madera y mi madre, que se
hallaba detrás de mí, me retaba por levantar tanto polvo de la
alfombra. “La has gastado tanto que sus hermosos dibujos
desaparecieron”, me decía y se abalanzó sobre mí para darme un
golpe en los riñones. Empecé a llorar en voz baja y me desperté
asustada y encontré a Jim inclinado sobre mí, sonriendo con malicia.
—Esa sí
que es buena —me dijo—. Acabo de sorprenderte. ¿Qué te sucede?
¿En qué mundo andabas?
—Ninguno
—le respondí con énfasis, alzando la cabeza—. ¡Gracias a Dios,
por fin llegamos a alguna parte!
Estábamos
al pie de la colina y, más abajo, se veía un techo de chapa acanalada.
Ocupaba el centro de un amplio jardín, distanciado del camino. A su
alrededor, una pradera verde se extendía con un arroyo zigzagueante. El
paraje estaba aislado por una cantidad de sauces jóvenes. Por la
chimenea, ascendía recto un hilillo de humo azul, asomando por un
rincón del techo. Mientras observaba la forma de aquel cobertizo vi
salir a una mujer seguida por una niña y un perro ovejero. La mujer
parecía llevar en la mano una larga vara negra. Nos había visto y
estaba haciéndonos alguna seña. Los caballos soltaron un prolongado y
sonoro resoplido final. Jo se quitó el ancho sombrero, dio un grito,
sacó pecho y empezó a cantar aquello de “no me interesa, porque ya
ves...” De repente, el sol reapareció entre las nubes pálidas e
iluminó con brillosos resplandores aquella escena. Uno de los rayos
acentuó el cabello rubio de la mujer, resplandeció el delantal agitado
por el viento y brilló también el rifle que llevaba en la mano. La
chiquilla se escondió detrás de su madre, y el perro ovejero, de
pelaje blanco y sucio, regresó trotando al cobertizo, con la cola entre
las patas. Tiramos de las riendas, los caballos se detuvieron en seco y
desmontamos.
—¡Hola!
—gritó la mujer—. Creía que eran tres buitres. Mi chica llegó
corriendo, azorada. “Mamá”, me dijo, “vienen bajando por la
colina tres cosas grises”. Yo me preparé para recibirlas, estén
seguros de eso. “Tienen que ser buitres”, le respondí a la chica.
No saben la cantidad de buitres que hay por aquí.
La niña nos
dirigió la mirada con uno de sus ojos, por detrás de las faldas de su
madre, y se ocultó de nuevo.
—¿Dónde
está su hombre? —preguntó Jim.
La mujer
parpadeó rápidamente, se pasó una mano por la boca y giró la cabeza
para observarnos.
—Se fue a
la esquila —nos dijo, demorando su respuesta—. Hace casi un mes que
anda fuera. Supongo que no permanecerán aquí, ¿verdad? Una tormenta
se avecina.
—No se
intranquilice, pero nos quedamos —afirmó Jo—. ¿De modo que está
sola, señora?
Permaneció
quieta, con la cabeza gacha y empezó a acomodar los pliegues del
delantal. Luego nos miró de reojo, uno a uno, con una expresión de
pajarito hambriento. Me sonreí al pensar en la burla que le había
hecho Jim a Jo, hablándole siempre sobre aquella hermosa mujer del
almacén. Cierto era que ella tenía los ojos azules y el poco pelo que
le quedaba era rubio como el oro viejo, pero no era bonita. Su figura
tenía un aspecto ridículo que daba lástima. Al observarla, se tenía
la impresión de que bajo su blanco delantal, sólo había palos y
alambres retorcidos. Los dientes de delante le faltaban, sus manos
largas, agrietadas y enrojecidas, le colgaban inútiles de los brazos y
llevaba un par de botas de hombre arrugadas, cubiertas de polvo.
—Voy a
soltar los caballos en el prado —dijo Jim—. ¿No tiene por
casualidad algún linimento? El pobre Poi tiene una llaga hecha un
demonio.
—¡Un
momento! —gritó la mujer con algo de histérica. Se quedó en
silencio, mirándonos, llena de ira: las narices se le dilataron,
temblándole al respirar. Y volvió a gritar con el mismo tono chillón—.
Es mejor que no se detengan. Váyanse y se acabó. No quiero que los
caballos pasten en mi prado. Tienen que irse; no tengo nada para
ofrecerles.
—¡Vaya,
que me cuelguen! —dijo Jo sorprendido. Me apartó hacia un costado—.
El diablo salió de su cuerpo —murmuró—. Será porque hace tiempo
que está sola. Si la tratamos con respeto, volverá a la coherencia.
Pero no fue
necesario poner en práctica la propuesta. La mujer había vuelto a sus
cabales por sí sola.
—Quédense,
si quieren —nos dijo de mala gana, encogiendo los hombros. Luego giró
y me dijo—: Si viene conmigo, le daré el linimento para el caballo.
—Muy bien,
yo se los llevaré después al prado.
Seguí por
el largo sendero que atravesaba el jardín. A ambos lados había
plantado repollos y tal vez por eso el lugar olía a agua podrida.
También había flores: una fila de amapolas dobles y toda una
plantación de arvejillas de olor. Me llamó la atención una porción
de tierra removida en medio de las flores, señalada por hileras de
conchas y caracoles. Al rato advertí que aquel terreno pertenecía a la
niña, porque al pasar frente a él se desprendió de las faldas de su
madre y corrió para escarbar esa porción de tierra con una percha
rota. El perro atravesaba el umbral de la puerta, matando las pulgas a
mordiscos. La mujer lo apartó de nuestro camino, de una patada.
—¡Eh,
fuera de aquí, bestia inmunda...! La casa está desordenada. No tuve
tiempo de arreglarla... Estuve planchando. ¡Adelante!
La “casa”
era tan sólo una habitación amplia cuyas paredes estaban empapeladas
con las hojas de viejos diarios londinenses. A primera vista, me
pareció que el número más actual era de la época del jubileo de la
Reina Victoria. Había una mesa con una tabla de planchar, un cubo de
agua, algunos recipientes de madera, un diván desarmado con un forro de
crin negro y varias sillas de cañas rotas y apoyadas contra la pared
para que no se cayeran. La repisa que se hallaba encima de la estufa
estaba adornada con papel encarnado, flores, tallos y hojas secas en
floreros cubiertos de polvo y con una imitación de Richard Seddon en
colores. Había cuatro puertas: una, por el olor, parecía dar al
almacén; la otra, seguramente al patio trasero; en la tercera, que
estaba entreabierta, se podía ver una cama. Las moscas, volando en
bandada, zumbaban contra el cielo raso. Y sobre las cortinas de la
única ventana tenía adheridos papeles matamoscas y un montón de
tréboles secos.
De repente
me encontré sola en la amplia habitación. La mujer se había ido al
almacén a buscar el linimento. Oía sus pasos recios y sus murmullos
groseros. Hablaba sola, se preguntaba y se respondía: “Tengo
linimento”, decía. “¿Dónde habré puesto la botella? Estará
detrás del frasco de los pepinillos... No está”. Desocupé un
rincón sobre la mesa para sentarme allí, balanceando las piernas. Oía
la lejana voz de Jo, cantando en el prado y los golpes del martillo de
Jim clavando las estacas para afirmar la tienda de campaña. Era el
momento del crepúsculo. En Nueva Zelanda los días no gozan de la
penumbra del poniente: tienen una media hora de luz extraña y
siniestra, donde todo es grotesco, deforme y espantoso, como si el alma
salvaje del país emergiera de repente sobre antiguos poderes y renegara
de lo que contemplaba. Al verme sola en la gran habitación, iluminada
por la escabrosa luz del poniente neocelandés, sentí miedo. Aquella
mujer tardaba demasiado en encontrar el linimento. ¿Qué estaría
haciendo allí dentro? Me pareció que la había oído golpear con las
manos alguna mesa y la escuché quejarse otra vez, luego toser y
limpiarse la garganta. Tuve deseos de gritar que regresara, pero me
contuve y esperé en silencio. “¡Qué vida atroz, Dios mío!”,
pensaba yo. “¿Cómo será eso de compartir un día tras otro, con esa
niña roñosa y el perro sucio siempre cerca? ¿Qué será eso de
planchar aquí y de...? ¡Loca! ¡Claro que está loca! Quisiera saber
hace cuánto tiempo que vive aquí. Quisiera que me hablara...”
En ese
preciso momento, la mujer asomó su largo perfil por la puerta.
—¿Qué
era lo que querían? —me preguntó.
—Linimento.
—¡Ah, me
había olvidado! Ya lo encontré. Estaba junto al frasco de pepinillos
—al decir esto, me alargó la botella—. Se la ve nerviosa —agregó—.
Le voy a preparar unos panecillos dulces para la cena. Hay un poco de
lengua en el almacén y si les gusta, cocinaré un repollo.
—Muy bien,
gracias —repuse sonriendo—. Luego venga a nuestra tienda, en el
prado, y lleve a la niña para que nos acompañe a tomar la merienda.
Sacudió la
cabeza, mostrando los labios.
—Oh, no.
Creo que no iremos. Les mandaré a la niña con las cosas, cuando
termine de cocinar los panecillos. ¿Quiere que le amase algunos más
para llevarlos mañana?
—Gracias.
Se quedó de
pie en la puerta, apoyada contra el marco.
—¿Qué
edad tiene la niña?
—En
Navidad cumplirá seis años. Tuve muchos dolores de cabeza con ella,
por varias cuestiones. No pude darle leche hasta que la chica tuvo un
mes, estaba desnutrida y flaca como una varilla.
—No se
parece a usted. ¿Salió a su padre?
Así como se
había exaltado antes, cuando nos indujo a que nos fuéramos, ahora se
enfadó contra mí.
—¡No!
¡No es verdad! —gritó hecha una furia—. Se parece a mí. Es mi
vivo retrato. Hasta un ciego puede verlo. —Luego, se dirigió a la
niña, que seguía removiendo su terreno.
—Ven acá,
rápido, Else, y deja de remover esa tierra.
Me encontré
con Jo pasando sobre el cerco del prado.
—¿Qué
tiene la vieja bruja en el almacén? —me preguntó.
—No sé.
No entré.
—¡Vaya!
¡Qué tontería! Jim te anda buscando. ¿Qué estuviste haciendo
durante todo este tiempo?
—Buscando
el linimento. Oye, Jo: qué elegante y bien peinado estás.
Jo se había
aseado, traía el pelo reluciente, peinado con raya al medio. Había
elegido un saco limpio por encima de la camisa. Me hizo un guiño.
Jim me
quitó de las manos la botella de linimento. Me fui sola, a través del
prado, donde los sauces se juntan, para bañarme en el arroyo. El agua
clara me cubría el cuerpo, suave como el aceite. Entre las hierbas y
las raíces de las orillas, el agua formaba orlas de espuma que se
agitaban. Me quedé en el agua mirando cómo los sauces movían sus
hojas por un momento y luego las dejaba quietas. El aire traía olor a
lluvia. Me olvidé de la mujer y de su hija, hasta que regresé a la
tienda. Jim estaba tendido sobre el césped, mirando el fuego de la
hoguera que acababa de encender. Le pregunté si la chica había traído
algo de comer y dónde estaba yo.
—¡Bah!
—repuso Jim con disgusto, girando su cuerpo para acostarse de espaldas
y observar de cara al cielo—. ¿No te has dado cuenta de que Jo está
como embrujado? Se fue al almacén demasiado prolijo y me dijo: “¡Que
me cuelguen si esa mujer no es más bonita de noche que de día! De
todas maneras, muchacho, es carne de mujer”. Esas palabras me dijo.
—Recuerda
que tú tienes la culpa por haber hecho creer a Jo, y a mí también,
que había una mujer bella en este almacén.
—No. No se
trata de eso. Escucha: no puedo entenderlo. Hace cuatro años pasé por
este lugar y permanecí dos días aquí. El marido de esa mujer fue
compañero mío cuando ambos deambulábamos por las costas occidentales.
Es lo que yo llamo un buen tipo, del tamaño de un toro y con una voz
similar a un trombón. La mujer había sido camarera en una cabaña de
la costa, hermosa como una muñeca. Cuando estuve en este almacén, cada
quince días, la diligencia pasaba. Todo esto era antes de que
inauguraran el ferrocarril de Napier. Y puedo asegurar que aquella mujer
no perdía el tiempo. Recuerdo que me dijo, en un momento de confesión,
que ella besaba de ciento veinticinco maneras diferentes y todas
sensuales e irresistibles.
—¡Vamos,
Jim! Por supuesto que no se trata de la misma mujer.
—Tiene que
serlo..., de otra manera no me lo explico. Lo que yo creo es que su
marido se fue y la abandonó. Que engañe a otro con la historia de la
esquila. ¡Qué terrible soledad! Los únicos que aparecerán por aquí,
de vez en cuando, serán los maoríes.
A pesar de
la oscuridad, divisamos el blanco delantal de la niña. Caminaba
arrastrándose hacia nosotros, con una enorme canasta al brazo y una
olla de leche en la mano. Revisé dentro de la canasta mientras la chica
me miraba hacer.
—Ven aquí
—le dijo Jim haciéndole gestos con el dedo.
Se acercó.
La lámpara que colgaba del techo de la tienda la alumbró de cuerpo
entero. Era una pobre criatura escuálida y débil, con el cabello
blancuzco y los ojillos tristes. Se había parado con las piernas
abiertas y el vientre al aire.
—¿Qué
haces durante el día? —le preguntó Jim.
La chica
escarbó con el dedo meñique su oreja, miró lo que había sacado y
respondió:
—Dibujo.
—¿Eh?
¿Qué dibujas? ¡Deja de escarbarte las orejas!
—Dibujos.
—¿Dónde
los haces?
—En
papeles llenos de grasa, con el lápiz de mamá.
—¡Vaya!
¡Cuántas palabras de golpe! —Jim la miraba sonriendo, con algo de
afecto—. ¿Ovejitas que hacen beee y vaquitas que hacen mu?
—No. Todas
las cosas. Los dibujaré a todos antes de que se vayan, a sus caballos y
a la tienda y a ésa con ningún vestido en el arroyo —dijo,
señalándome a mí—. Yo la veía desde un lugar donde ella no me
veía.
—Te
felicito —le respondió Jim—. Así llegarás lejos en la pintura.
Entonces, le
preguntó algo atrevido:
—¿Dónde
está papá?
La chica
pareció asustarse y comenzó a balbucear.
—No se lo
voy a decir porque no me gusta su rostro. Y volvió a escarbarse la otra
oreja.
—Bueno —le
dije—. Vete a casa, llévate la canasta y avísale al otro hombre que
venga a comer.
—No
quiero.
—¡Te voy
a dar una cachetada si no obedeces! —la amenazó Jim, con suma
violencia.
—¡Ay, ay!
Se lo diré a mamá, se lo diré a mamá —dijo la chica y salió
corriendo.
Comimos
hasta hartarnos. Había llegado la hora del café y los cigarrillos,
cuando Jo regresó, muy colorado y contento, con una botella de whisky
en la mano.
—Bébanse
los dos un trago —nos dijo alzando muy fuerte la voz y sacudiendo la
botella en nuestras narices—. ¡Vamos! ¡Levanten las copas!
—Ciento
veinticinco maneras distintas... —le murmuré a Jim en el oído.
—¿Eh?
¿Cómo dicen? ¡Basta de eso! —dijo Jo, serio—. ¿Por qué se la
agarran siempre conmigo? Parecen niños de escuela dominical en una
excursión. Si quieren saberlo, nos ha invitado a los tres para que
visitemos su casa esta noche y charlemos. Yo —levantó la mano, como
si quisiera detener nuestras felicitaciones antes de tiempo— he sabido
tratarla y sé cómo tranquilizarla.
—Te creo
—comentó Jim riendo—. Pero ¿te dijo dónde está su marido?
Jo lo miró
entre sorprendido e irritado.
—En la
esquila. Ella misma te lo dijo, idiota.
La mujer
había limpiado y arreglado la habitación, incluso la adornó con un
ramo de arvejillas en el centro de la mesa. Fui a sentarme al lado de
ella, frente a Jo y Jim. Además de las flores de adorno, sobre la mesa
había una lámpara de petróleo, la botella de whisky, vasos y una
jarra de agua. La chica, arrodillada en el suelo, dibujaba en un papel
de envoltura. Me pregunté, sobresaltada, si acaso no estaría
reproduciendo la escena del arroyo.
No había
duda de que Jo tenía razón cuando dijo que la mujer se vería mejor de
noche. En verdad, esa noche presentaba mejor aspecto. Las hebras de su
cabello rubio estaban prolijas, recogidas y alisadas, tenía cierto
color en las mejillas y brillaban sus ojos. Y advertimos que sus pies se
hallaban apretados, bajo la mesa, por las botas de Jo. Su delantal
grasoso había sido reemplazado por una falda de lana negra y una blusa
blanca. La chica llevaba una cinta azul en el pelo. Así, en la
atmósfera asfixiante de aquella habitación, entre el zumbido de las
moscas que giraban en espirales ascendentes hacia el techo y descendían
sobrevolando la mesa, nos emborrachamos lentamente.
—Ahora
escúchenme —interrumpió la mujer dando puñetazos sobre la mesa—.
Hace seis años que me casé y he tenido cuatro abortos. Le dije a mi
marido: ¿Quién crees que soy yo para que me tengas aquí? Si
estuviéramos en la Costa, te haría colgar por infanticidio. Y le
repetía: has doblegado y sometido mi espíritu, me has arruinado el
cuerpo, la apariencia. ¿Para qué? ¡Eso es lo que quiero saber! ¿Para
qué? —Se agarró la cabeza con las manos, apoyó los codos sobre la
mesa, mirándonos fijamente. Y comenzó a hablar de nuevo, con rapidez—.
Durante días enteros, que sumados formaban meses, me torturaban la
cabeza aquellas dos benditas palabras. ¿Para qué? A veces estaba
aquí, frente a la estufa, cocinando papas, y al levantar la tapa de la
cacerola para moverlas, oía las mismas palabras de siempre y no sólo
aquel “¿Para qué?”, con las papas y con la chica y con... Quiero
decir que... quiero decir... —un ataque de hipo la interrumpió—.
¡Usted sabe lo que quiero decir, señor Jo!
—Lo sé
—dijo Jo rascándose la cabeza.
—Lo peor
era —continuó la mujer, inclinándose sobre la mesa— que me dejaba
sola mucho tiempo. Cuando las diligencias dejaron de venir, se iba por
muchos días, semanas y hasta meses, dejándome encargada del almacén.
Y después regresaba, contento como en Pascuas. “¡Hola!”, me
decía. “¿Cómo has estado? Ven aquí y dame un beso”. Y yo iba. Y
cuando me negaba a ser afectuosa, él volvía a irse, a desaparecer sin
decir nada. Aunque si yo me mostraba complaciente, también se iba.
Cuando lo recibía, esperaba hasta hacerme bailar sobre un dedo y
después se despedía: “Bueno; hasta siempre. Ya me voy”. ¿Y creen
que yo podía retenerlo? ¡No! Yo, no.
—Mamá —gritó
la chica—. Hice un dibujo de todos ellos, bajando por la colina, y de
ti y de mí y el perro, abajo.
—¡Cállate!
—gritó la mujer.
La luz de un
relámpago iluminó en forma eléctrica la habitación y a los pocos
segundos se oyó el sacudón del trueno.
—Menos mal
que se larga —comentó Jo—. El clima nos ha estado sofocando desde
hace tres días.
—¿Dónde
está ahora su marido? —insistió Jim, acentuando cada palabra.
Metió la
cabeza entre sus brazos, apoyados sobre la mesa, y empezó a lloriquear.
—Se ha ido
a la esquila y otra vez me dejó —gritó entre gemidos.
—¡Eh!
¡Cuidado con esos vasos! —exclamó Jo—. Levante la cabeza y tome
otro trago. No tiene sentido alguno llorar por maridos ausentes. La has
hecho buena, Jim.
—Señor Jo
—suspiró la mujer, levantando la cabeza y secándose las lágrimas
con la solapa de su chaqueta blanca—, usted es un tipo decente. Si yo
fuera mujer de secretos, le confiaría todo a usted. Y no crea que me
opongo a beberme otro vaso de whisky.
La luz de
los relámpagos era cada vez más fuerte, lo mismo que la potencia de
los truenos. Jim y yo estábamos en silencio. La chica seguía de
rodillas, apoyada en el banco y sin moverse. Tenía la punta de la
lengua fuera de la boca y, de vez en cuando, soplaba sobre el papel en
que dibujaba.
—Es la
soledad —exclamó la mujer, dirigiéndose hacia Jo, que la escuchaba
con afecto—. Es la tristeza de estar aquí, como una gallina ponedora
en su nido.
Jo extendió
su brazo sobre la mesa y tomó la mano de la mujer. A pesar de que la
posición de los dos parecía muy incómoda, sobre todo al servirse
whisky y al beberlo, mantuvieron unidas sus manos, como si estuvieran
adheridas.
Me levanté
para acercarme a la niña. Ella, por su parte, se incorporó con
decisión y se sentó sobre el banco y los papeles de sus dibujos,
mirándome con desconfianza.
—No puede
verlos —dijo, desafiante.
—Vamos, no
seas tonta.
Jim se
acercó a nosotros. Los dos habíamos bebido bastante, tomamos a la
niña por los brazos y la arrancamos del banco para ver sus dibujos. Los
analizamos y, para mi asombro, estaban bien hechos, algo repulsivos y
groseros. Eran las composiciones de un lunático, hechas con la
habilidad de un lunático. No había duda de que la niña tenía la
mente perturbada. Y ahora se mostraba alegre de que viéramos sus
dibujos. A medida que los mostraba, sus nervios eran crecientes, reía,
temblaba y tiritaba en nuestros brazos con una fuerza muy particular.
—¡Mamá!
—gritó en un momento dado, en un punto extremo de la excitación—.
Voy a hacerles el dibujo que tú me dijiste que no hiciera nunca. Lo
haré ahora.
Con una
velocidad inusitada, la mujer se levantó de la mesa, se lanzó hacia su
hija y la golpeó con brusquedad en la cabeza, con las dos manos
abiertas.
—¡Te
daré azotes desnuda si te atreves a decir eso otra vez! —le gritaba,
convertida en una fiera.
Jo estaba
muy embriagado como para darse cuenta de lo que sucedía. Jim tomó los
brazos de la mujer para que no siguiera pegando a la niña. La niña no
lloró ni lanzó un solo grito. Al terminar el forcejeo, se acercó
pausadamente a la ventana y se quedó allí despegando las moscas del
papel.
Todos
volvimos a la mesa. Esta vez me senté junto a Jim para que la mujer se
ubicara al lado de Jo y se reclinara sobre su pecho. Nos quedamos los
cuatro diciendo estupideces. “Este cayó cerca. Otro más, y
otro”, y Jo, justo en medio del estruendo de un trueno: “Ahora
viene. Ya está. Agárrense. Ya llega”, hasta que empezaron a caer
gotas gruesas sobre el techo de chapas acanaladas, que perturbaban.
—Será
mejor que esta noche se queden a dormir aquí —dijo la mujer.
—Así es
—afirmó Jo que, por otra parte, estaba más que interesado por el
ofrecimiento.
—Saquen lo
que necesiten de la tienda. Ustedes dos pueden dormir en el almacén
junto con la niña, que ya está acostumbrada a dormir allí y no le
importará.
—Nunca he
dormido ahí, mamá —interrumpió la niña.
—¡Cállate
y no digas mentiras! El señor Jo puede dormir aquí.
La
distribución de lugares resultó absurda, pero era inútil cambiar su
propuesta. Sin duda, Jo y la mujer ya se habían puesto de acuerdo.
Mientras
ella organizaba este plan, Jo permaneció inmóvil en su silla, con una
seriedad pocas veces vista en él, con los carrillos enrojecidos y
jugando con el bigote.
—Préstanos
una linterna —dijo Jim—. Iré a buscar las cosas a la tienda.
Salimos
juntos. La lluvia nos golpeaba la cara y al caminar sentíamos debajo de
nosotros la tierra blanda, como si fueran cenizas. Como niños frente a
una aventura, y corriendo por el prado, saltando, gritando, riendo entre
el pavoroso estruendo de los truenos.
Al volver al
almacén, la niña ya estaba acostada sobre el mostrador. La mujer nos
entregó una lámpara y Jo tomó, de manos de Jim, el bolso con su ropa
y salió con la cabeza baja, cerrando la puerta.
—¡Buenas
noches! —gritó desde el otro lado.
Jim y yo nos
dejamos caer sobre dos bolsas de papas, sin poder aguantar la risa. De
las vigas del techo colgaban bolsones repletos de cebollas y piernas de
jamón. Por doquiera que miráramos se hallaban los anuncios del “Café
Camp” y estantes con latas de carne. Nos los mostrábamos uno al otro,
tratando de leer los títulos de letras más pequeñas, entre risas e
hipos. La niña nos miraba desde el mostrador, sin otra expresión que
su mirada triste. De pronto, arrojó a un costado la frazada y saltó al
suelo. Se quedó donde había caído, muy seria, con su camisón de
franela gris, rascándose el empeine de un pie con la uña del dedo
gordo del otro pie. No le prestamos casi nada de atención.
—¿De qué
se ríen? —nos preguntó molesta.
—¡De ti!
—repuso Jim, rápido—. De ti y de tu tribu, niña mía.
La niña se
ofuscó de pronto y se daba golpes con los puños, gritando:
—¡No
quiero..., no quiero que se rían de mí! ¡Malos! ¡Malditos!
Jim se
acercó a la chica, la alzó con poca firmeza y la arrojó con violencia
sobre el mostrador.
—¡Duérmete
y calla! O dibuja, si quieres. Aquí tienes lápiz, y usa si quieres el
libro de cuentas de tu mamá.
Nos quedamos
sentados en silencio, y entre el murmullo de la lluvia oímos claramente
los pesados pasos de Jo en el piso de madera de la habitación vecina,
luego una puerta que se abría, y un rato después, cerrarse la misma
puerta.
—Es la
soledad —murmuró Jim.
—¡Pobre
de él! ¡Ciento veinticinco distintas maneras de besar, señor mío!
La chica
arrancó violentamente una hoja del libro de cuentas de su madre y,
desde el mostrador, la arrojó hacia donde estábamos nosotros.
—¡Allí
está! —nos dijo con su voz chillona de niña caprichosa—. Aunque no
lo quiere mamá, lo hice. Lo hice porque me encerró aquí, con ustedes.
El dibujo que ella no quiere que haga. Dijo que me mataría si lo
hacía, pero lo hice igual. ¡No me importa! ¡No me importa!
La chica
había dibujado a una mujer disparando un rifle contra un hombre y a la
misma mujer haciendo un foso en la tierra para enterrar al muerto.
Saltó del mostrador y se puso a caminar por el interior del almacén,
mordiéndose las uñas. Jim y yo nos quedamos sentados sobre las bolsas,
sin decir palabra, al lado del dibujo, hasta que comenzó a aclarar. La
lluvia había cesado y la niña dormía respirando con dificultad.
Salimos rápidamente del almacén y corrimos hacia el prado, a nuestra
tienda. En el cielo color rosa transitaban pequeñas nubes blancas y
soplaba un viento frío con olor a hierba mojada. Cuando montamos para
partir, Jo salió de la casa y nos hizo señas de que nos fuéramos.
—Los
alcanzaré después —gritó.
En el primer
recodo del camino, perdimos de vista aquel lugar.
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