Katherine
Mansfield
(Nueva Zelandia, 1888 -
Francia, 1923)
La lección de canto (1921)
(“The Singing Lesson: A Story”)
Originalmente publicado en la revista Sphere (23 de abril de 1921);
The Garden Party and Other Stories
(Londres: Constable & Company Limited, 1922, 276 págs.)
Desesperada, con una
desesperación gélida e hiriente que se clavaba en el corazón como una
navaja traidora, la señorita Meadows, con toga y birrete y portando una
pequeña batuta, avanzó rápidamente por los fríos pasillos que
conducían a la sala de música. Niñas de todas las edades, sonrosadas
a causa del aire fresco, y alborotadas con la alegre excitación que
produce llegar corriendo a la escuela una espléndida mañana de otoño,
pasaban corriendo, precipitadas, empujándose; desde el fondo de las
aulas llegaba el ávido resonar de las voces; sonó una campana, una voz
que parecía la de un pajarillo llamó: “Muriel”. Y luego se oyó un
tremendo golpe en la escalera, seguido de un clong, clong, clong.
Alguien había dejado caer las pesas de gimnasia.
La profesora
de ciencias interceptó a la señorita Meadows.
—Buenos
días —exclamó con su pronunciación afectada y dulzona—. ¡Qué
frío!, ¿verdad? Parece que estamos en invierno.
Pero la
señorita Meadows, herida como estaba por aquel puñal traicionero,
contempló con odio a la profesora de ciencias. Todo en aquella mujer
era almibarado, pálido, meloso. No le hubiera sorprendido lo más
mínimo ver a una abeja prendida en la maraña de su pelo rubio.
—Hace un
frío que pela —respondió la señorita Meadows, taciturna.
La otra le
dirigió una de sus sonrisas dulzonas.
—Pues tú
parece que estás he-lada —dijo. Sus ojos azules se abrieron
enormemente, y en ellos apareció un destello burlón. (¿Se habría
dado cuenta de algo?)
—No, no
tanto —respondió la señorita Meadows, dirigiendo a la profesora de
ciencias, en réplica a su sonrisa, una rápida mueca, y prosiguiendo su
camino...
Las clases
de cuarto, quinto y sexto estaban reunidas en la sala de música. La
algarabía que armaban era ensordecedora. En la tarima, junto al piano,
estaba Mary Beazley, la preferida de la señorita Meadows, que tocaba
los acompañamientos. Estaba girando el atril cuando descubrió a la
señorita Meadows y gritó un fuerte “;Sssshhhh! ¡chicas!”, mientras
la señorita Meadows, con las manos metidas en las mangas de la toga, y
la batuta bajo el brazo, bajaba por el pasillo central, subía los
peldaños de la tarima, se giraba bruscamente, tomaba el atril de
latón, lo plantificaba frente a ella, y daba dos golpes secos con la
batuta pidiendo silencio.
—¡Silencio,
por favor! ¡Cállense ahora mismo! —Y, sin mirar a nadie en
particular, paseó su mirada por aquel mar de variopintas blusas de
franela, de relucientes y sonrosadas manos y caras, de lacitos en el
pelo que se estremecían cual mariposas, y libros de música abiertos.
Sabía perfectamente lo que estaban pensando. “La Meady está de malas
pulgas.” ¡Muy bien, que pensasen lo que les viniese en gana! Sus
pestañas parpadearon; echó la cabeza atrás, desafiándolas. ¿Qué
podían importar los pensamientos de aquellas criaturas a alguien que
estaba mortalmente herida, con una navaja clavada en el corazón, en el
corazón, a causa de aquella carta...?
“Cada vez
presiento con mayor nitidez que nuestro matrimonio sería un error. Y no
es que no te quiera. Te quiero con todas las fuerzas con las que soy
capaz de amar a una mujer, pero, a decir verdad, he llegado a la
conclusión de que no tengo vocación de hombre casado, y la idea de
formar un hogar no hace mas que...” y la palabra “repugnarme” estaba
tachada y en su lugar había escrito “apesadumbrarme”.
¡Basil! La
señorita Meadows se acercó al piano. Y Mary Beazley, que había estado
esperando aquel instante, hizo una inclinación; sus rizos le cayeron
sobre las mejillas mientras susurraba:
—Buenos
días, señorita Meadows. —Y, más que darle, le ofrendaba un
maravilloso crisantemo amarillo. Aquel pequeño rito de la flor se
repetía desde hacía mucho tiempo, al menos un trimestre y medio. Y ya
formaba parte de la lección con la misma entidad, por ejemplo, que
abrir el piano. Pero aquella mañana, en lugar de tomarlo, en lugar de
ponérselo en el cinto mientras se inclinaba junto a Mary y decía:
“Gracias, Mary. ¡Qué maravilla! Busca la página treinta y dos”, el
horror de Mary no tuvo límites cuando la señorita Meadows ignoró
totalmente el crisantemo, no respondió a su saludo, y dijo con voz
gélida:
—Página
catorce, por favor, y marca bien los acentos.
¡Qué
momento de confusión! Mary se ruborizó hasta que lágrimas le asomaron
a los ojos, pero la señorita Meadows había vuelto junto al atril, y su
voz resonó por toda la sala:
—Página
catorce. Vamos a empezar por la página catorce. Un lamento. A
ver, niñas, ya deberían saberlo de memoria. Vamos a cantarlo todas
juntas, no por partes, sino todo seguido. Y sin expresión. Quiero que
lo canten sencillamente, marcando el compás con la mano izquierda.
Levantó la
batuta y dio dos golpecitos en el atril. Y Mary atacó los acordes
iniciales; y todas las manos izquierdas se pusieron a oscilar en el
aire, y aquellas vocecillas chillonas, juveniles, empezaron a cantar
lóbregamente: ¡Presto! Oh cuán presto marchitan las ro-o-sas del
placer; qué pronto cede el otoño ante el lóbrego in-in-vierno.
¡Fugaz! Qué fugaz la mu-mu-sical alegría se quiere volver alejándose
del oído que la sigue con arrebato tierno.
¡Dios mío,
no había nada más trágico que aquel lamento! Cada nota era un
suspiro, un sollozo, un gemido de incomparable dolor. La señorita
Meadows levantó los brazos dentro de la amplia toga y empezó a dirigir
con ambas manos. “...Cada vez presiento con mayor nitidez que nuestro
matrimonio sería un error...”, marcó. Y las voces cantaron
lastimeramente: ¡Fugaz! Qué fugaz... ¡Cómo se le podía haber
ocurrido escribir aquella carta! ¿Qué lo podía haber inducido a ello?
No tenía ninguna razón de ser. Su última carta había estado
exclusivamente dedicada a la compra de unos anaqueles en roble curado al
humo para “nuestros” libros, y una “preciosa mesita de recibidor”
que había visto, “un mueblecito precioso con un búho tallado, que
estaba sobre una rama y sostenía en las garras tres cepillos para los
sombreros”. ¡Cómo la había hecho sonreír aquella descripción!
¡Era tan típico de un hombre pensar que se necesitaban tres cepillos
para los sombreros! La sigue con arrebato tierno..., cantaban las
voces.
—Otra vez
—dijo la señorita Meadows—. Pero ahora vamos a cantarla por partes.
Todavía sin expresión.
—¡Presto!
Oh cuán presto... —con la añadidura de la voz triste de las
contraltos, era imposible evitar un estremecimiento— marchitan las
rosas del placer. —La última vez que Basil había ido a verla
llevaba una rosa en el ojal. ¡Qué apuesto estaba con aquel traje azul
y la rosa roja! Y el muy pícaro lo sabía. No podía no saberlo.
Primero se había alisado el pelo, luego se atusó el bigote; y cuando
sonreía sus dientes eran perlas.
—La esposa
del director del colegio siempre me está invitando a cenar. Es de lo
más engorroso. Nunca consigo tener una tarde para mí en esa escuela.
—¿Y no
puedes rechazar la invitación?
—Verás,
una persona en mi posición debe procurar ser popular.
—...la
musical alegría se quiere volver —atronaban las voces. Tras los
altos y estrechos ventanales los sauces eran mecidos por el viento. Ya
habían perdido la mitad de las hojas. Las que quedaban se agarraban,
retorcidas como peces atrapados en el anzuelo. “...No tengo vocación
de hombre casado... ” Las voces habían cesado; el piano esperaba.
—No está
mal —dijo la señorita Meadows, pero todavía en un tono tan extraño
y lapidario que las niñas más jóvenes empezaron a sentirse asustadas—.
Pero ahora que lo saben, tenemos que cantarlo con expresión. Con toda
la expresividad de la que sean capaces. Piensen en la letra, niñas.
Empleen la imaginación. ¡Presto! Oh cuán presto... —entonó
la señorita Meadows—. Esto es lo que debe ser un lamento, algo
fuerte, recio, un forte. Y luego, en la segunda línea, cuando
dice el lóbrego invierno, que ese lóbrego sea como si un
viento helado soplase por él. ¡Ló—bre—go! —cantó en un tono
tan lastimero que Mary Beazley, frente al piano, sintió un escalofrío—.
Y la tercera línea debe ser un crescendo. ¡Fugaz! Qué fugaz
la musical alegría se quiere volver. Que se rompe con la primera
palabra de la última línea, alejándose. Y al llegar a del
oído ya tienen que empezar a apagarse, a morir.., hasta que arrebato
tierno no sea más que un débil susurro... En la última línea
pueden demorarse cuanto quieran. Vamos a ver.
Y de nuevo
los dos golpecitos; y los brazos levantados.
—¡Presto!
Oh cuán presto... —“... y la idea de formar un hogar no hace
más que repugnarme”. Repugnarme, eso era lo que había escrito.
Aquello equivalía a decir que su compromiso quedaba roto para siempre.
¡Roto! ¡Su compromiso! La gente ya se había mostrado bastante
sorprendida de que estuviese prometida. La profesora de ciencias al
principio no le creyó. Pero quizá la más sorprendida había sido ella
misma. Tenía treinta años. Basil veinticinco. Había sido un milagro,
un puro milagro, oírle decir, mientras paseaban hacia su casa volviendo
de la iglesia aquella noche oscura: “¿Sabes?, no sé exactamente
cómo, pero te he tomado cariño”. Y le había cogido un extremo de la
boa de plumas de avestruz— que la sigue con arrebato tierno.
—¡A
repetirlo, a repetirlo! —exclamó la señorita Meadows—. ¡Un poco
más de expresión, muchachas! ¡Una vez más!
—¡Presto!
Oh cuán presto... —Las chicas mayores ya tenían el rostro
congestionado; algunas de las pequeñas empezaron a sollozar. Grandes
salpicaduras de lluvia cayeron contra los cristales, y se oía el
murmullo de los sauces, “y no es que no te quiera...”.
“Pero,
querido, si me amas —pensó la señorita Meadows— no me importa que
sea mucho o poco, con tal de que sea algo.” Pero sabía que en realidad
él no la quería. ¡Que no se hubiera preocupado por borrar bien aquel
“repugnarme” para que ella no lo pudiese leer!
—Qué
pronto cede el otoño ante el lóbrego invierno.
Y también
tendría que abandonar la escuela. Nunca más podría soportar la cara
de la profesora de ciencias o de las alumnas una vez se supiese.
Tendría que desaparecer, irse a otro lugar.
—Alejándose
del oído... —Las voces empezaron a agonizar, a morir, a
desvanecerse... en un susurro...
De pronto se
abrió la puerta. Una niña pequeña, vestida de azul, avanzó con aire
remilgado por el pasillo, moviendo la cabeza, mordiéndose los labios, y
dando vueltas a la pulserita de plata que llevaba en la muñeca. Subió
los peldaños y se detuvo ante la señorita Meadows.
—¿Qué
sucede, Mónica?
—Señorita
Meadows —dijo la niña tartamudeando—, la señorita Wyatt dice que
desea verla en la sala de profesoras.
—De
acuerdo —respondió la profesora. Y llamó la atención de las
muchachas—: Confío por el propio bien de ustedes que sabrán
comportarse y no hablar fuerte mientras salgo un momento. —Pero
estaban demasiado espantadas para alborotar. La gran mayoría se estaba
sonando.
Los pasillos
estaban silenciosos y fríos; y resonaban con los pasos de la señorita
Meadows. La directora estaba sentada a su mesa. Tardó unos segundos en
mirarla. Como de costumbre, estaba desenredándose las gafas que se le
habían enganchado en la corbata de puntillas.
—Siéntese,
señorita Meadows —dijo muy amablemente. Y tomó un sobre rosado que
se hallaba sobre el secante del escritorio—. Le he hecho avisar en
mitad de la clase porque acaba de llegar este telegrama para
usted.
—¿Un
telegrama para mí, señorita Wyatt?
¡Basil!
¡Basil se había suicidado!, decidió la señorita Meadows. Alargó la
mano pero la señorita Wyatt retuvo el telegrama un instante.
—Espero
que no sean malas noticias —dijo, con forzada amabilidad. Y la
señorita Meadows lo abrió precipitadamente.
“No hagas
caso carta, debí estar loco, hoy compré mesita sombrerero. Basil”,
leyó. No podía apartar los ojos del telegrama.
—Espero
que no sea nada grave —dijo la señorita Wyatt inclinándose hacia
adelante.
—Oh, no,
no. Muchas gracias, señorita Wyatt —replicó la señorita Meadows
ruborizándose. No es nada grave. Es... —dijo con una risita de
disculpa—, es de mi prometido anunciándome que... que... —se
produjo un silencio.
—Ya
entiendo —dijo la señorita Wyatt. Hubo otro silencio. Y añadió—:
Todavía le quedan quince minutos de clase, señorita Meadows, si no me
equivoco.
—Sí,
señorita Wyatt —dijo, levantándose. Y casi salió corriendo hacia la
puerta.
—Ah, un
instante, señorita Meadows —dijo la directora—. Debo recordarle que
no me gusta que las profesoras reciban telegramas en horas de clase, a
menos que sea por motivos muy graves, la muerte de un familiar —explicó
la señorita Wyatt—, un accidente muy grave, o algo así. Las buenas
noticias, señorita Meadows, siempre pueden esperar.
En alas de
la esperanza, el amor, la alegría, la señorita Meadows se apresuró a
regresar a la sala de música, bajando por el pasillo, subiendo a la
tarima y acercándose al piano.
—Página
treinta y dos, Mary —dijo—, página treinta y dos. —Y tomando
aquel amarillísimo crisantemo se lo llevó a los labios para ocultar su
sonrisa. Luego se volvió a las chicas y dio unos golpecitos con la
batuta—: Página treinta y dos, niñas, página treinta y dos.
—Venimos
aquí ho-hoy de flores coronadas, con canastillas de frutas y de cintas
adornadas, pa-para así felicitar...
—¡Basta,
basta! —exclamó la señorita Meadows—. Esto es terrible, horroroso.
—Y sonrió a las muchachas—. ¿Qué demonios les pasa hoy? Piensen,
piensen un poco en lo que cantan. Empleen la imaginación. De flores
coronadas, Canastillas de frutas y de cintas adornadas. Y para felicitar
—exhaló la señorita Meadows—. No pongan esa cara tan triste,
niñas. Tiene que ser una canción cálida, alegre, placentera. Para
felicitar. Una vez más. Venga, aprisa. Todas juntas ¡Ahora!
Y esta vez
la voz de la señorita Meadows se levantó por encima de todas las
demás, matizada, brillante, llena de expresividad.
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