Katherine
Mansfield
(Nueva Zelandia, 1888 -
Francia, 1923)
El hombre sin carácter (1920)
(“The Man Without a Temperament”)
Originalmente publicado en Art & Letters, 3.2 (primavera 1920);
Bliss and Other Stories
(Londres: Constable & Company, 1920, 280 págs.)
Permaneció en la puerta del vestíbulo haciendo girar su pesado anillo de sello sobre el
dedo meñique mientras su mirada corría fría y deliberadamente las mesas
redondas y las sillas de caña esparcidas en la veranda vidriada. Frunció los
labios como si estuviera a punto de silbar, pero no silbó: sólo siguió haciendo
girar el anillo, haciéndolo girar y girar en su mano rosada y recién lavada.
En un rincón estaban las dos Topknots,
bebiendo una mezcla que siempre tomaban a esta hora algo blancuzco,
grisáceo, servido en vasos y en cuya superficie flotaban unas hojitas y
escarbando en una lata de la que extraían unos pedacitos de bizcochos que
partían, dejaban caer en los vasos y pescaban luego con ayuda de las
cucharitas. Junto a la bandeja, como dos serpientes adormecidas, yacían sus
ovillos de tejer.
La Mujer Americana estaba sentada en su lugar de siempre, junto a la pared de
vidrio, a la sombra de esa gran planta trepadora de enormes ojos purpúreos que
se apretaban —que se aplastaban— contra el vidrio y la miraban ávidamente. Y
ella sabía que esa cosa estaba allí... sabía que la observaba de aquel modo.
Por eso seguía el juego, se daba aires. A veces hasta llegaba a señalarla,
gritando: “¡Dígame si no es la cosa más terrible que han visto en sus vidas!
¡Tiene aspecto vampiresco!”. Estaba del otro lado de la veranda, después de
todo... y además no podía tocarla, ¿no es cierto, Klaymongso? Ella era una
Mujer Americana, ¿no es cierto, Klaymongso?... Y en cualquier caso iría
directamente a ver a su cónsul. Klaymongso, acurrucado en su falda junto con
un viejo bolso de brocato, un pañuelo manoseado y cubierto por una pila de cartas,
estornudó por toda respuesta.
Las otras mesas estaban vacías. Las Topknots
y la Americana cruzaron una mirada. La Americana se encogió de
hombros y las otras agitaron un bizcocho cómplice. Pero él no vio nada. Estaba
quieto ahora, por la expresión de sus ojos se podía ver que escuchaba
atentamente. “Zuuum... pam!” hizo el ascensor. La puerta de la jaula enrejada
se abrió fragorosamente. Unos pasos leves cruzaron el vestíbulo en dirección
al hombre. Una mano como una hoja se posó sobre su hombro y una suave voz dijo:
—Sentémonos allí, donde podamos ver el paseo. Los árboles son tan hermosos.
Y él se adelantó con la mano de ella aún sobre su hombro y acompasándose a los
pasos leves que marchaban a su lado. Movió una silla y ella se dejó caer en
ella lentamente, apoyando la cabeza en el respaldo y con los brazos caídos a
los lados del cuerpo.
—¿Por qué no acercas tu silla? Está a millas de distancia.
Pero él no se movió.
—¿Dónde está tu chal? —preguntó él.
—¡Oh! —exclamó la mujer, consternada—. ¡Qué tonta soy, lo dejé arriba, sobre la cama!
No importa. Por favor, no vayas a buscarlo. No lo necesitaré, sé que no lo necesitaré.
—Será mejor que te lo traiga.
Y se volvió y cruzó
velozmente la veranda y el vestíbulo con sus muebles dorados y tapizados en
felpa escarlata, su anuncio de los servicios de la Iglesia de Inglaterra, su
tablero en el que se amontonaban, detrás de un enrejado negro, las cartas que
no habían sido reclamadas, su enorme reloj de pared que daba la hora y la
media, sus racimos de bastones y paraguas y sombrillas en las garras de un oso
de madera, sus dos palmeras raquíticas, sus dos imágenes de mendigos al pie de
la escalera, y subió los peldaños de a tres, pasó delante del grupo de
tamaño natural de dos robustos niños campesinos con sus delantales de mármol colmados
de uvas de mármol, y siguió por el corredor, sembrado de desechos de latas,
baúles, bolsos de lona, hasta su cuarto.
La criada estaba en el cuarto, cantando muy fuerte mientras echaba agua jabonosa
en un balde. Las ventanas estaban abiertas de par en par, los postigos
abiertos: el cuarto estaba inundado de luz. La chica había puesto las alfombras
y las enormes almohadas blancas sobre la baranda del balcón y los mosquiteros
habían sido recogidos. Sobre el escritorio había un cenicero lleno de fósforos
usados. Cuando la chica lo vio se le encendieron los ojos y su canto se
convirtió en tarareo. Pero él la ignoró. Sus ojos exploraban el cuarto lleno de
luz. ¡Dónde demonios estaría ese chal!
—¿Vous désirez, monsieur? —se burló la chica.
Ninguna respuesta, ya lo había localizado. Cruzó el cuarto a zancadas, tomó el chal
gris que parecía una tela de araña y salió dando un portazo. La voz de la
chica, que cantaba tan fuerte y tan chillonamente como podía, lo siguió por el
corredor.
—Oh, por fin regresas. ¿Qué sucedió? ¿Por qué te demorabas? Ya han traído el té,
como ves. Acabo de pedirle a Antonio un poco de agua caliente. ¿No te parece
extraordinario? Se lo debo haber dicho por lo menos sesenta veces y jamás la
trae. Gracias, eres muy amable. Se siente un poco de fresco.
—Gracias —dijo él y tomó su taza y se sentó en otra silla—. No, no quiero comer nada.
—¡Oh, come algo! Sólo un bizcocho, comiste muy poco en el
almuerzo y faltan horas para la cena....
El chal se deslizó de sus hombros cuando se inclinó para alcanzarte los bizcochos. El
tomó uno y lo puso en su platito.
—¡Oh, esos árboles del paseo! —gritó ella—. Podría pasarme la vida mirándolos. Son
como exquisitos helechos gigantescos. Y ves aquel del tronco gris plateado y
los racimos de flores de color crema... ayer arranqué una para olerla y su
perfume... —cerró los ojos al recordar y a su voz se hizo más lejana, más leve,
etérea—...era como el dé la nuez moscada recién molida.
Hizo una corta pausa. Se volvió hacia él y le sonrió:
—Conoces el olor de la nuez moscada, ¿no es cierto, Robert?
Y él le devolvió la sonrisa.
—¿Cómo puedo demostrarte que sí lo conozco?
Antonio regresó no sólo con el agua caliente, sino también con cartas en una bandeja y
tras periódicos enrollados.
—¡Oh, el correo! ¡Qué suerte! ¡Oh, Robert,
no todas serán para tí! ¿Acaban de llegar, Antonio?
Sus manos volaron hacia arriba y revolotearon sobre las cartas que Antonio
inclinándose, le ofrecía.
—Justo en este momento, Signora —sonrió Antonio—. Yo mismo las recibí del cartero. Se
las pedí cuando lo vi.
—¡Noble Antonio! —se rió ella—. Veamos... estas son mías, Robert,
las demás son para tí.
Antonio se alejó rígidamente, la sonrisa se había esfumado de su rostro. Su chaqueta
rayada y su flequillo chato y reluciente le daban el aspecto de un muñeco de
madera.
El señor Salesby se puso las cartas en el bolsillo, los diarios quedaron sobre la
mesa. Hizo girar su anillo, hizo girar su anillo, hizo girar su anillo de sello
en el dedo meñique y se quedó mirando fijamente, parpadeando, con expresión
vacía.
Pero ella… con la taza en una mano y las delgadas hojas de papel en la otra, con la
cabeza echada hacia atrás, los labios entreabiertos, una brillante pincelada de
color en las mejillas, sorbía, sorbía, bebía... bebía...
—Esta es de Lottie —dijo con un
suave murmullo—. Pobrecita, qué problema... en el pie izquierdo. Creyó...
neuritis... el doctor Blyth... pie plano... masajes. Tantos petirrojos este
año... una mucama muy buena... un coronel de la India... cada grano de arroz
separado... Una tremenda nevada. —Y levantó de la carta sus ojos encendidos y
muy abiertos—. ¡Nieve, Robert! ¡Imagínate!
Y rozó las pequeñas violetas obscuras prendidas en su delgado pecho y volvió a su
carta.
...Nieve. Nieve en Londres. Millie con
la primera taza de té del día. “Ha caído una tremenda nevada durante la noche,
señor”. “¿Sí, Millie?” Se descorren las cortinas,
abriendo paso a la luz pálida y reticente. Se incorpora en la cama, echa un
vistazo a las sólidas casas de la vereda de enfrente, enmarcadas de blanco...
en los alféizares hay graneles manchas de coral blanco... En el baño, que da al
jardín trasero... se ve la nieve, una pesada nieve que todo lo cubre. El césped
está repleto de ondulantes huellas de patas de gato, la mesa del jardín tiene
una espesa capa de hielo, las ramas secas del
laburnum son como borlas blancas, sólo de tonto en tanto se ve alguna
obscura hoja de hiedra... Se calienta la espalda ante el fuego del comedor, el
periódico se seca sobra una silla. Millie entra con el tocino. “¡Oh, señor!...
dos niños han venido y se ofrecen, a limpiar la entrada y la escalera por un
chelín... ¿Acepto?”... Y después, bajando leve, levemente las escaleras...
Junnie. “Oh, Robert, qué hermoso! ¡Oh, qué pena que se funda! ¿Dónde está el gatito?”. “Se lo pediré
a Millie... Millie, déme por favor el gatito si lo tiene allí abajo”. “Muy bien, señor”. Siente el corazoncito del animal latiendo bajo su mano. “Vamos, viejo, tu dueña quiere verte”. “¡Oh, Robert,
muéstrale la nieve!... su primera nevada. ¿No será mejor que abra la ventana y le ponga un poco en la patita?...”.
—Bien, en general, noticias satisfactorias. ¡Pobre Lottie!
¡Querida Anne! ¡Cómo me gustaría poder enviarles un poco de esto!
—gritó agitando las cartas en dirección al jardín resplandeciente—. ¿Más té,
Robert? Robert, querido, ¿más te?
—No, muchas gracias. Estaba muy bueno —dijo penosamente.
—Pues el mío no. Parecía heno seco. Oh, aquí viene la Pareja en Luna de Miel.
Casi a la carrera, llevando una canasta entre los dos y cargados de cañas y aparejos
de pesca, subían por los chatos peldaños del paseo.
—¡Dios!, ¿han estado pescando? —gritó la Mujer Americana.
Ellos estaban sin aliento, jadeantes.
—Sí, hemos salido todo el día en un botecito. Hemos pescado siete. Cuatro sirven
para comer. Pero tendremos que dar los otros tires a los niños.
La señora Salesby se volvió para mirar, las Topknots
dejaron a un lado sus serpientes. Era una pareja joven, muy
morena... pelo negro, piel olivácea, ojos y dientes muy brillantes. El se
vestía “a la inglesa” con chaqueta de franela, pantalones y zapatos blancos.
Llevaba una bufanda de seda al cuello y su cabeza, con el pelo tirado hacia
atrás, estaba descubierta. Y no dejaba de secarse la frente y de restregarse
las manos con un pañuelo impecable. La pollera blanca de ella estaba húmeda y tenía
enrojecido el cuello. Cuando levantaba los brazos aparecían dos grandes
semicírculos de transpiración, el pelo le caía sobre las mejillas en húmedos
rizos. Parecía como si su esposo hubiera estado sumergiéndola en el mar para
pescarla luego y ponerla a secar al sol y después... vuelta a sumergirla...
—¿A Klaymongso no le gustaría un pescado? —gritaron. Sus voces risueñas y excitadas
golpeaban como pájaros contra el vidrio de la varanda, y de la canasta llegaba
un extraño olor salino.
—Dormirán bien esta noche —dijo una de las Topknots,
escarbándose una oreja con la aguja de tejer en tanto la otra
asentía sonriente.
La Pareja en Luna de Miel se miró. Una gran ola pareció cubrirlos. Tosieron,
vacilaron, se tambalearon un poco y después rompieron a reír... a reír...
—No podemos subir, estamos demasiado cansados. Tendremos que tomar el té aquí, tal
como estamos.
—No, café.
—No, té.
—No, café.
—¡Té y café, Antonio!
La señora Salesby se volvió.
—¡Robert! ¡Robert!
¿Dónde estaba? No estaba allí. Oh, allí estaba, en el otro extremo de la veranda,
vuelto de espaldas, fumando un cigarrillo.
—Robert, ¿saldremos a dar nuestro paseíto?
—Bueno.
Aplastó la colilla en un cenicero y se acercó a ella mirando el piso.
—¿Estás bien abrigada?
—Oh, sí.
—¿Estás segura?
—Bien —dijo ella, apoyándole una mano en el brazo—, tal vez —y le dio un levísimo apretón en el
brazo— no está arriba, está aquí en el vestíbulo... tal vez podrías
traerme mi capa. Está allí colgada.
Él regresó con la capa y ella agachó su pequeña cabeza mientras él se la ponía
sobre los hombros. Después muy rígido, él le ofreció el brazo. Ella saludó con
una dulce inclinación de cabeza a todas las personas que estaban en la veranda
y él ahogó un bostezo, y juntos descendieron los peldaños.
—¡Vous avez voo ca! —dijo la Mujer Americana.
—No es un hombre —dijeron los dos Topknots
—, sino un buey. Se lo digo a mi hermana todas las mañanas y todas
las noches cuando nos acostamos... ¡No es un hombre sino un buey!
Rodando, girando, a los tumbos, las carcajadas de la Pareja en Luna de Miel golpearon
los cristales de la veranda.
El sol aún estaba alto. Cada hoja, cada flor del jardín estaba abierta, inmóvil,
como exhausta, y un aroma dulce, rancio, rico, colmaba el aire tembloroso. De
las carnosas y gruesas hojas de un cactus se elevaba un tallo de áloe cargado
de flores tan pálidas como si las hubieran tallado en manteca; la luz refulgía
sobre das erguidas lanzas de las palmeras; sobre un cantero de flores
escarlata, como de cera, zumbaban unos grandes insectos negros, y una enredadera
alta y vistosa, de color naranja salpicado de negro, cubría un muro.
—Después de todo, no necesitaré mi capa —dijo ella—. Verdaderamente, hace mucho calor.
De modo que él le quitó la capa y la cargó sobre un brazo.
—Vamos por este sendero —dijo ella—. Me siento tan bien hoy... muchísimo mejor. ¡Por
Dios!... Mira a esos niños. Y pensar que estamos en noviembre...
En un rincón del jardín había dos grandes cubas llenas de agua. Tres niñas
pequeñas, tras haberse quitado cuidadosamente las bombachas —que habían
colgado de unas matas— chapaleaban alegremente en el agua con las faldas
levantadas hasta la cintura. Gritaban, con el pelo sobre la cara, se
salpicaban, pero de pronto la más pequeña, que tenía toda una cuba para ella,
levantó la mirada y vio que las observaban. Por un momento pareció quedar
paralizada de terror, después salió torpemente de la cuba, con las faldas aún enrolladas
en la cintura.
—¡El inglés! ¡El inglés! —chilló, y huyó a esconderse. Las otras dos la siguieron
chillando y gritando.
Un momento más tarde todas habían desaparecido: sólo quedaron las dos cubas y sus
bombachitas colgando de las maltas.
—¡Qué extraordinario! —dijo ella—. ¿Qué las habrá asustado tanto? Son demasiado
pequeñas como para.... —Lo miró, pensando que estaba pálido poro
maravillosamente apuesto con el fondo de ese enorme árbol tropical de largas y
punzantes espinas.
Por un momento él no respondió. Después la miró sonriendo lentamente.
—¡Tres raro! —dijo.
¡Tres raro! Oh, se sintió desfallecer. Oh, por qué lo amaría tanto sólo porque decía
cosas así. ¡Tres raro! Eso lo pintaba de cuerpo entero. Nadie más que él podía
decir una cosa así. Nadie podía ser tan maravilloso, tan brillante, tan culto,
y decir con esa voz rara, infantil... Le daban ganas de llorar.
—Algunas veces eres muy absurdo, sabes —dijo ella.
—Lo soy —respondió él. Y siguieron caminando.
Pero ella estaba fatigada. Ya era suficiente. No deseaba seguir caminando.
—Déjame aquí y ve a dar tu caminata, ¿quieres? Me quedaré en una de esas raposeras.
¡Qué suerte que trajiste mi capa, así no tendrás que subir a buscar una manta!
Gracias, Robert, contemplaré ese hermosísimo heliotropo.
¿Tardarás mucho?
—No, no. ¿No te importa quedarte sola?
—¡Tonto! Quiero que vayas. No puedo pretender que cargues todo el tiempo con tu esposa
inválida... ¿Cuánto tardarás?
Él extrajo su reloj.
—Ahora son las cuatro y media. Volveré a las cinco y cuarto.
—Volverás a las cinco y cuarto —repitió ella, y se quedó quieta en la reposera, con los
brazos cruzados.
Él se alejó. De repente regresó.
—Mira, ¿te gustaría que te deje mi reloj? —Y lo balancee delante de ella.
—¡Oh! —dijo ella conteniendo el aliento—. Sí que me gustaría. —Y tomó entre sus dedos
el reloj, el cálido reloj, el querido reloj.
—Ahora vete rápido —dijo.
La verja de la Villa Excelsior estaba
abierta de par en par y aplastaba unas plantas de geranio de color vivo. Agachándose
un poco y mirando al frente, a paso vivo la traspuso y comenzó a subir la
colina que serpenteaba detrás de la ciudad como si fuera una gran soga que
anudara las villas. El camino estaba cubierto de polvo. Un coche se acercaba en
dirección al hotel. En él venían el General y la Condesa: volvían de su paseo
diario. El señor Salesby es hizo a un lado pero el polvo se levantó espeso y
blanco, asfixiante como lana. La Condesa apenas si tuvo tiempo de codear al
General.
—Allí va —dijo despectivamente.
Pero el General emitió un gruñido y se negó a mirar.
—Es el inglés —dijo el cochero, volviéndose sonriente, La Condesa alzó las manos y
asintió tan amablemente que el cochero escupió y azotó al cansado caballo.
Siguió y siguió, pasando frente a las mejores villas de la ciudad, frente a magníficos palacios
—palacios que valía la pena venir a ver desde cualquier distancia— frente a
jardines públicos con grutas y estatuas y animales de piedra que bebían de las
fuentes, hasta que liego a un barrio más pobre. Allí el camino se hacía
estrecho y sucio— entre las casas altas y miserables, que tenían
carpinterías o establos en la planta baja. Dos viejas restregaban ropa blanca
en una fuente. Cuando pasó junto a ellas se acuclillaron un momento y después
su “¡Ha, ha, ha!”, sonó detrás de él junto con el “Clop, clop” de la ropa
restregada contra la piedra.
Llegó a la cima de la colina: dobló un recodo y la ciudad quedó oculta. Abajo había
un profundo valle cruzado por el lecho de un río seco. En ambas márgenes se
levantaban ruinosas casitas que tenían verandas de vidrio rotas en las que la
fruta se secaba, jardines con canteros de tomates y espesas parras que cubrían
el sendero desde la verja. El sol del atardecer, profundo, dorado, yacía en el
fondo del valle, en el aire flotaba un olor de carbón vegetal. En los jardines
los hombres recogían racimos de uvas. Observó a uno que, de pie bajo la verde
sombra, sostenía un racimo con una mano, se llevaba la mano al cinturón, extraía
el cuchillo, cortaba y arrojaba a un canasto con forma de barca. El man
trabajaba lentamente, en silencio, tomándose todo el tiempo del mundo. En los
setos, al otro lado del camino, había unas pequeñas como zarzamoras que crecían
silvestres entre las piedras. Se apoyó en una tapia, llenó la pipa y la
encendió.
Se apoyó contra una cerca, se, levantó el cuello del impermeable. Estaba por
llover. No tenía importancia, estaba preparado. No se esperaba otra cosa en el
mes de noviembre. Miró el prado desnudo. De un rincón venía el olor de una pila
de nabos, húmedos, rancios y coloridos. Dos hombres pasaron caminando en
dirección al pueblo.
—¡Buen día!
—¡Buen día!
¡Por Dios! Si quería tomar el tren a casa tendría que apurarse. Saltó la cerca,
cruzó el prado, saltó el portillo y Mego al sendero, zigzagueando bajo la
llovizna del crepúsculo... Llegaría a casa justo para darse un baño y cambiarse
antes de la cena... En la sala, Junnie está sentada muy cerca de la chimenea.
—Oh, Robert, no te oí entrar. ¿Lo
pasaste bien? ¡Qué bien hueles! ¿Es un regalo?
—Unos racimos de zarzamora que recogí para tí. Lindo color.
—¡Oh, es hermoso, Robert! Invité a
cenar a Dennis y Beaty.
La cena: carne fría, papas con cáscara, clarete, pan casero. Están alegres, todo
el mundo ríe.
—Oh, todos conocemos a Robert —dice Dennis,
echando aliento sobre sus anteojos y refregándolos.
—A propósito, Dennis, conseguí
una edición muy linda de...
Sonaron unas campanas. El se volvió repentinamente. Qué hora sería. ¿Las cinco? ¿Las
cinco y cuarto? Regresó corriendo por el camino. Cuando traspuso la verja del
hotel la vio esperando. Se levantó, lo saludó agitando la mano y se acercó
lentamente a recibirlo, arrastrando la pesada capa. En la mano llevaba una
ramita de heliotropo.
—Llegas tarde —gritó alegremente—. Tres minutos tarde. Aquí está tu reloj, se ha
portado muy bien mientras tú no estabas. ¿Lo pasaste bien? ¿Fue hermoso?
Dime, ¿dónde fuiste?
—Pero... ponte esta capa —dijo él, quitándole la capa de las manos.
—Sí, lo haré. Sí, está haciendo frío. ¿Subimos a la habitación?
Cuando llegaron al ascensor, ella tosía. El frunció el ceño.
—No es nada. No me he quedado afuera hasta muy tarde. No te enojes.
Se sentó en uno de los sillones de felpa roja mientras él llamaba y llamaba y
después, al no obtener respuesta, tocó el timbre.
—Oh, Robert, ¿no crees que ya es
suficiente?
—¿Qué es suficiente?
Se abrió la puerta del salón.
—¿Qué es eso? ¿Quién hace tanto ruido? —dijo una voz.
Klaymongso empezó a ladrar.
—¡Cof, cof, cof! —tosía el General.
Una de las Topknot salió tapándose las orejas y abrió la puerta del director.
—¡Señor Quest! ¡Señor Quest! —gritó.
El gerente apareció corriendo.
—¿Es usted el que toca el timbre, señor Salesby? ¿Necesita el ascensor? Muy bien,
señor, yo mismo lo llevaré arriba. Antonio hubiera venido en seguida, se está
quitando el delantal...
Y después de hacerlos entrar en el ascensor, el untuoso gerente fue hasta la puerta del salón.
—Lamento mucho si se los ha molestado, damas y caballeros.
Salesby estaba en el ascensor, con las mejillas sumidas, diato al tocador, sacudió una
botella, sirvió una dosis de sello, sobre su dedo meñique...
En cuanto llegaron a la habitación el se dirigió de inmediato al tocador, sacudió
una botella, sirvió una dosis de medicamento y se lo alcanzó a ella.
—Siéntete. Bebe esto. Y no hables.
Y se quedó allí mientras ella le obedecía. Después tomó el vaso, lo enjuagó y lo
guardó.
—¿No quieres un almohadón? —preguntó.
—No, estoy muy bien. Ven aquí. Siéntate junto a mí un minuto, ¿quieres,
Robert? Ah, así me gusta. —Ella se volvió
y le puso en la solapa la ramita de heliotropo—. Así, te queda muy bien.
Y después apoyó la cabeza en el hombro de él y él te rodeó con su brazo. —
Robert —su voz era un suspiro... un jadeo.
—Sí...
Se quedaron allí largo rato. El cielo se encendió, palideció, las dos camas
blancas eran como dos barcos... Finalmente él oyó a la criada que corría por el
pasillo con las cubas de agua caliente, y suavemente la soltó y encendió la
luz.
—Oh, ¿qué hora es? —dijo ella—. Qué noche paradisíaca, Oh,
Robert, esta tarde, cuando te habías ido,
estuve pensando...
Fueron los últimos en llegar al comedor. La Condesa ye estaba allí con sus impertinentes y su
abanico, el General estaba allí con su silla especial y el almohadón inflado y
la manta sobre las rodillas. La Mujer Americana estaba allí enseñándole a
Klaymongso un ejemplar del Saturday Evening Post... “Nos damos un festín de intelecto y “un fluir del alma.”
Las dos Topknots estaban allí
palpando todas las peras y los duraznos de la fuente de la fruta, separando las
frutas verdes o demasiado maduras para mostrárselas al gerente, y la Pareja en
Luna de Miel intercambiaba susurros, tratando de no estallar en carcajadas.
El señor Queet, con ropas de entrecasa y zapatillas, servía la sopa, y Antonio,
con traje de gala, la repartía.
—No —dijo la Mujer Americana—, no quiero sopa, Antonio. No podemos tomar sopa. No podemos comer
nada pulposo, ¿no es cierto, Klaymongso?
—¡Llévate los platos y traélos llenos hasta el borde! —dijeron las
Topknots y se volvieron para observar a Antonio
que transmitía el mensaje.
—¿Qué es esto? ¿Arroz? ¿Está cocido? —La Condesa atisbo a través de sus impertinentes—.
Señor Queet, el General tomará un poco de esta sopa si está cocida.
—Muy bien, Condesa.
La pareja en Luna de Miel se comió su pescado en vez de la sopa.
—Dame ese. Ese es el que pesqué yo.
—No, no lo es.
—Sí, sí es.
—No. no es.
—Bien, me está mirando a los ojos, así que sí debe ser. ¡Ja, ja, ja! sus piernas se
juntaban bajo la mesa.
—Robert, otra vez no quieres comer. ¿Pasa algo?
—No, es que no tengo apetito, eso es todo.
—¡Qué mala suerte! El plato siguiente es espinacas con huevo, y a ti no te gustan las
espinacas. Debo recordar decírselo...
Un huevo y puré de papas para el General. —¡Señor Queet! ¡Señor Queet! —Si,
Condesa.
—El huevo del General está otra vez demasiado cocida —¡Cof, cof, cof!
—Lo lamento mucho, Condesa. ¿Le hago cocinar otro, General?
...Son los primeros en salir del comedor. Ella se levanta recogiendo su chal y él se
hace a un lado para dejarla pasar, haciendo girar su anillo, el anillo de sello
sobre el dedo meñique. En el vestíbulo revolotea el señor Queet.
—Pensé que tal vez no querrían esperar el ascensor. Antonio está pasando los lavamanos
y el timbre no funciona. No sé qué ha pasado.
—Oh —dice ella—, espero que...
—Llévenos —dice él. El señor Queet entra detrás de ellos y cierra la puerta...
—...Robert, ¿te importaría si me voy en
seguida a la cama? ¿No te gustaría bajar al salón o al jardín? O tal vez
quieras fumar un cigarro en el balcón. Está muy hermoso afuera. Y me gusta el
humo de cigarro. Siempre me ha gustado. Pero si prefieres...
—No, me sentaré aquí.
Saca una silla al balcón. Sintió a su esposa moviéndose por el cuarto, ligera,
ligera, con un crujir de sedas. Después se acería a él.
—Buenas noches, Robert.
—Buenas noches. —El le toma una mano y la besa en la palma—. No tomes frío.
El cielo está de color de jade. Hay muchas estrellas, una enorme luna blanca pende
sobre el jardín. A lo lejos se agitan los relámpagos —se agitan como alas— se
agitan como un pájaro herido tratando de volar sin conseguirlo una y otra vez.
Las luces del salón iluminan el sendero del jardín, y se oyen los acordes de un piano. Y la
Mujer Americana, que ha abierto la puerta vidriera para dejar salir a
Klaymongso, grita:
—¿Han visto la luna?
Pero nadie le responde.
Robert siente frío, ha estado sentado mucho tiempo mirando con
fijeza la barandilla del balcón. Finalmente entra en el cuarto. La
luna... el cuarto está teñido de blanco por sus rayos. La luz tiembla en los
espejos, las dos camas parecen flotar. Ella está dormida. El la ve a través del
mosquitero, semisentada, reclinada en las almohadas, con las blancas manos
cruzadas sobre la sábana. Sus mejillas blancas, el rubio pelo desparramado
sobre las almohadas, está toda plateada por la luna. El se desviste rápida y
sigilosamente y se acuesta. Se queda tendido, con las manos cruzadas detrás de
la cabeza.
...Está en su estudio. Es al final del verano. La enredadera de Virginia empieza a cambiar
de color...
—Bien, mi amigo, así son las cosas. Así es la situación. Si ella no se marcha de aquí
durante los dos próximos años y vive en un clima más decente, no tiene ninguna
oportunidad de mejorar. Es mejor ser franco con estas cosas...
—¡Oh, seguro!
—Y por Dios, hombre, ¿qué es lo que te impide irte con ella? Tú no tienes un
trabajo regular como nosotros, los asalariados. Tú puedes hacer lo tuyo en
cualquier parte.
—Dos años.
—Sí, yo diría dos años. No tendrás inconvenientes para alquilar tu casa. En
realidad...
...Ella junto a él:
—Robert, lo más terrible es que... debe ser mi enfermedad... siento que no podría irme sola. Ya ves... tú lo eres todo para mí. Eres mi pan y mi vino, Robert, mi pan y mi vino. Oh, querido, ¿qué estoy diciendo? Por supuesto que podría, por supuesto que no quiero que te marches de aquí...
Oye que ella se mueve en la cama. ¿Necesitas algo?
—¿Boogies?
¡Buen Dios! Está hablando en sueños. Hace años que no lo llama así.
—Boogies, ¿estás despierto?
—Sí, ¿necesitas algo?
—Oh, voy a molestarte. Lo lamento mucho. ¿No te importa? Hay un condenado mosquito
en mi mosquitero... lo escucho zumbar. ¿No lo matarías? No quiero moverme a
causa del corazón.
—No, no te muevas. Quédate quieta.
Enciende la luz, levanta el mosquitero.
—¿Dónde está ese maldito? ¿Lo has visto?
—Sí, está allí, en el rincón. ¡Me siento tan mal por haberte levantado! ¿No te
molesta?
—No, por supuesto que no.
Durante un momento se mueve cautelosamente, enfundado en su pijama azul y blanco.
—Lo atrapé —dice después.
—Oh, bien. ¿Tenía mucha sangre?
—Muchísima.
Va al lavabo y se enjuaga las manos.
—¿Estás bien ahora? ¿Puedo apagar la luz?
—Sí, por favor. ¡No, Boogies! Ven aquí un momento. Siéntate junto a mí. Dame la mano. —Ella hace girar su anillo de sello—. ¿Por qué no dormías? Escucha, Boogies.
Acércate más. A veces me pregunto… ¿no es demasiado sacrificado para
tí estar todo el tiempo conmigo, aquí, lejos de todo?
Él se agacha y la besa. La arropa le acomoda la almohada.
—¡Sandeces! —murmura.
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