Katherine Mansfield
(Nueva Zelandia, 1888 - Francia, 1923)


Matrimonio a la moda (1921)
(“Marriage à La Mode”)
Originalmente publicado en la revista Sphere (31 de diciembre de 1921);
The Garden Party and Other Stories
(Londres: Constable & Company Limited, 1922, 276 págs.)


      Camino de la estación, William se dio cuenta de que había olvidado comprar algo para los críos. El olvido le causó gran malestar. ¡Pobres niños! ¡Qué pena! Las primeras palabras que decían siempre cuando corrían a saludarle eran: “¿Qué nos traes, papá?”, y él no llevaba nada. Tendría que comprarles unos dulces en la estación. Pero eso era lo que había hecho los cuatro sábados anteriores, y la última vez sus caras habían sido lo suficientemente expresivas al ver aparecer las mismas cajas de costumbre.
       Paddy había dicho:
       —A mí ya me diste una con cinta roja.
       Y el comentario de Johnny fue:
       —Y a mí siempre me toca rosa. Odio el color rosa.
       Pero, ¿qué podía hacer William? El asunto no era fácil. Antes hubiera cogido un taxi hasta una buena juguetería y en cinco minutos habría encontrado algo adecuado para ellos. Pero ahora tenían juguetes rusos, franceses, serbios… juguetes de Dios sabe qué parte del mundo. Hacía más de un año que Isabel había desechado los burritos, las locomotoras y un montón de cosas más porque eran “demasiado sentimentales” y “muy perjudiciales para la formación de los pequeños”.
       —Es importantísimo —había explicado la nueva Isabel— que tengan gustos adecuados desde el principio. Ahorra mucho tiempo más adelante. La verdad, si las pobres criaturas se pasan la infancia contemplando semejantes monstruosidades, es muy normal que al crecer insistan en que los lleven a la Real Academia de Pintura.
       Y continuaba hablando como si una visita a la Real Academia de Pintura fuese algo semejante a una condena a muerte…
       —Bueno, no estoy muy seguro —dijo William lentamente—. Cuando yo tenía su edad me iba a la cama abrazado a una toalla con un nudo en la punta.
       La nueva Isabel le miró con los ojos entornados y los labios entreabiertos.
       —¡Querido William! Estoy completamente segura de que lo hacías —y rió con su nuevo estilo.
       Sin embargo, tendría que volver a llevarles dulces, pensó melancólicamente William mientras buscaba dinero suelto para pagar el taxi. Y se imaginó a los niños ofreciendo dulces —su generosidad no conocía límites—, y a los remilgados amigos de Isabel no dudando un momento en cogerlos…
       ¿Por qué no llevarles fruta? William se detuvo ante uno de los puestos, dentro ya de la estación. ¿Qué tal un melón para cada uno? ¿Tendrían que repartirlos también? O una piña para Pad y un melón para Johnny. No era probable que los amigos de Isabel se colaran furtivamente en la habitación de los niños a la hora de comer. Aun así, mientras compraba la fruta William tuvo una visión horrible: imaginó a uno de los amigos de Isabel, un joven poeta, sorbiendo una raja de melón detrás de la puerta del cuarto de los pequeños.
       Con los incómodos paquetes se dirigió hacia su tren. El andén estaba repleto y el tren ya había llegado. Las puertas no dejaban de golpear violentamente en su constante abrir y cerrar. La locomotora lanzó un silbido tan potente que todo el mundo pareció aturdido en su ir y venir. William se dirigió sin dudar a un vagón de primera clase para fumadores, dejó su maleta y los paquetes y, tras sacar un manojo de papeles del bolsillo interior de la chaqueta, se sentó en un rincón y se puso a leer.
       “Nuestro cliente, además, está convencido… Juzgamos oportuno volver a considerar… en el caso de que…” Sí, así estaba mejor. William se alisó el pelo y estiró las piernas. La sensación de angustia que le oprimía el pecho se mitigó. “Respecto a nuestra decisión…” Sacó un lápiz azul y señaló cuidadosamente un párrafo.
       Entraron en el compartimiento dos hombres, pasaron por delante de él y se acomodaron en el rincón opuesto. Un joven colocó en el portaequipajes sus palos de golf y se sentó enfrente. El tren dio un suave tirón y se puso en marcha. William levantó la vista y vio deslizarse ante sus ojos la calurosa estación. Una muchacha, sofocada por el esfuerzo, corría por el andén con grandes aspavientos y voces. “Histérica”, pensó William tristemente. Al final del andén apareció un obrero con la cara grasienta y ennegrecida que sonrió al paso del tren. “¡Qué asco de vida!”, se dijo, y volvió a enfrascarse en sus papeles.
       Cuando levantó la vista de nuevo estaba en pleno campo. Los animales se cobijaban a la sombra de los frondosos árboles. Un ancho río en cuya orilla chapoteaban unos niños desnudos apareció fugazmente ante sus ojos. El cielo tenía un resplandor pálido, y un pájaro se cernía en lo alto como una mota oscura en una piedra preciosa.
       “Hemos examinado los archivos de correspondencia de nuestro cliente…” Repitió mentalmente estas palabras, como un eco. “Hemos examinado…” William se aferró a la frase, pero era inútil; se le quebraba por la mitad, y los campos, el cielo, el pájaro, el agua, todo le decía: “Isabel”. Lo mismo le sucedía todos los sábados por la tarde. En su camino de regreso junto a Isabel imaginaba innumerables encuentros con ella. Estaba en el andén, algo apartada del resto de la gente; sentada en el taxi a la puerta de la estación; junto a la verja del jardín; en la puerta, o en el vestíbulo.
       Y con su voz nítida y cristalina decía: “William”, “Hola, William” o “Así que has llegado, William”. Y él tocaba su fría mano, su fría mejilla.
       ¡El dulce frescor de Isabel! De pequeño, le encantaba salir al jardín después de un chaparrón, colocarse debajo del rosal y sacudirlo. Isabel era aquel rosal, con sus delicados pétalos, su rocío y su frescura. Y él seguía siendo el niño de entonces. Pero ahora ya no salía corriendo al jardín, ya no reía ni sacudía el rosal. La sensación de angustia que le oprimía el pecho se reanudó. Recogió las piernas, dejó a un lado los papeles y cerró los ojos.
       “¿Qué pasa, Isabel? ¿Qué pasa?”, le preguntó con dulzura. Estaban en el dormitorio de la nueva casa. Isabel estaba sentada en un taburete frente al tocador cubierto de cajitas verdes y negras.
       “¿A qué te refieres?” Se inclinó hacia adelante, y su sedoso cabello rubio le cayó sobre las mejillas.
       “¡Ah, tú bien lo sabes!”, contestó él. Estaba de pie en el centro de aquella extraña habitación en la que se sentía como un extraño.
       Entonces Isabel se volvió bruscamente en su taburete y se le quedó mirando.
       “¡Oh, William!”, gritó con tono suplicante, blandiendo el cepillo del pelo. “Por favor, no seas tan anticuado y… tan trágico. No paras de decir, hacerme ver o insinuar que he cambiado. Tan sólo porque he conocido a algunas personas con las que congenio, porque salgo un poco más y porque me tomo verdadero interés por las cosas, te comportas como si…” Isabel se echó el pelo hacia atrás y rió, “como si hubiese dado una puñalada a nuestro amor o algo parecido. ¡Resulta todo tan absurdo”, se mordió el labio, “y tan exasperante, William! Hasta te fastidia que tenga esta casa nueva y servidumbre”.
       “¡Isabel!”
       “Sí, sí, en cierto modo es verdad”, replicó inmediatamente Isabel. “Piensas que son otro signo negativo. Sé que lo piensas. Me lo dice el corazón cada vez que subes por esas escaleras”, añadió bajando el tono de voz. “Pero no podíamos seguir viviendo en aquel miserable agujero. Sé práctico al menos, William. Acuérdate, ni siquiera había sitio para los niños.”
       Era cierto. Todos los días, al volver de su bufete, se encontraba a los niños con Isabel en la salita de atrás. Galopaban sobre la piel de leopardo extendida en el respaldo del sofá o jugaban a las tiendas utilizando el escritorio de Isabel como mostrador. A veces Pad se sentaba en la estera que había delante de la chimenea y se ponía a remar como loco con la badila, mientras Johnny disparaba contra los piratas con las tenazas. Y al anochecer había que subirles a cuestas por aquellas escaleras tan estrechas hasta los brazos de su vieja y gorda niñera.
       Sí, debía admitir que era una casa miserable. Una casita blanca con cortinas azules y una jardinera con petunias en la ventana. William recibía a sus amigos en la puerta con un: “¿Habéis visto nuestras petunias? Son espléndidas para Londres, ¿no os parece?
       Pero lo más estúpido, lo más inconcebible era que no se hubiese dado cuenta ni por asomo de que Isabel no era tan feliz como él. ¡Qué ceguera, Dios mío! En aquella época ignoraba por completo que ella odiaba la incómoda casita, que creía que la niñera gorda estaba echando a perder a los niños, que se sentía muy sola, anhelando conocer gente nueva, oír música nueva, ver películas… todo. Si no hubieran ido a la fiesta que dio Moira Morrison en su estudio… Si Moira Morrison no hubiera dicho cuando ya se marchaban: “Voy a liberar a tu esposa, egoísta. Es como una delicada Titania.” …Si Isabel no hubiera ido con Moira a París… Si…
       El tren paró en otra estación. Bettingford. ¡Cielos! Llegaría en diez minutos. Se guardó los papeles. El joven sentado frente a él se había apeado hacía tiempo. Ahora se bajaron los otros dos pasajeros. El último sol de la tarde caía sobre los vestidos de las mujeres y sobre los niños que andaban descalzos, y arrancaba destellos a la delicada flor amarilla de una planta cuyas ásperas hojas se extendían por una roca. El aire que se colaba por la ventanilla olía a mar. “¿Tendrá Isabel también este fin de semana la misma gente a su alrededor?”, se preguntó William.
       Y evocó las vacaciones que solían pasar antes, los cuatro juntos, con Rose, una joven campesina que cuidaba de los pequeños. Isabel llevaba jersey y el pelo recogido en una trenza; parecía una niña de catorce años. ¡Dios mío! ¡Cómo se le pelaba la nariz a William! Y cuánto comían, y cuánto dormían, entrelazados sus pies en la inmensa cama de colchón de plumas… William no pudo reprimir una amarga sonrisa al pensar en la consternación de Isabel si supiera hasta dónde llegaba su sentimentalismo.
       —Hola, William.
       Después de todo estaba en la estación, algo distanciada de los demás, tal como se la había imaginado, y —el corazón le dio un vuelco de alivio— sola.
       —Hola, Isabel —respondió William mientras la miraba embelesado. Tan bella le parecía que consideró necesario añadir algo—: Te veo tan fresca a pesar del calor.
       —¿Sí? Pues no me siento nada fresca. Date prisa, tu horrible tren ha llegado con retraso. El taxi nos espera fuera. —Colocó la mano con gran suavidad sobre el brazo de William cuando pasaron ante el encargado de recoger los billetes—. Hemos venido todos a recibirte, pero hemos dejado a Bobby Kane en la bombonería y tenemos que recogerle.
       —¡Oh! —fue todo cuanto pudo responder William por el momento.
       El taxi esperaba a pleno sol. Bill Hunt y Dennis Green, arrellanados en uno de los lados del asiento, tenían el rostro medio cubierto por el sombrero. Al otro lado. Moira Morrison saltaba sin parar. Llevaba un sombrero que parecía una fresa descomunal.
       —¡No hay hielo! ¡No hay hielo! ¡No hay hielo! —gritó alegremente.
       —Sólo lo conseguiremos en la pescadería —intervino Dennis bajo el ala de su sombrero.
       A lo que Bill Hunt, saliendo de su sopor, contestó:
       —Con peces dentro.
       —¡Qué fastidio! —se lamentó Isabel, y explicó a William cómo habían estado buscando hielo por toda la ciudad mientras ella le esperaba—. Todo se está derritiendo como una vela, empezando por la mantequilla.
       —Tendremos que usarla para ungirnos con ella —comentó Dennis—. Que a tu cabeza, oh William, no le falten bálsamos.
       —Oye, ¿cómo nos vamos a sentar? —dijo William—. Será mejor que yo vaya delante con el conductor.
       —No —replicó Isabel—, con el conductor irá Bobby Kane. Tú siéntate entre Moira y yo. —El taxi se puso en marcha—. ¿Qué llevas en esos misteriosos paquetes?
       —Cabezas decapitadas —intervino Bill Hunt, temblando con todo el cuerpo.
       —¡Es fruta! —Isabel parecía loca de contento—. ¡Qué buena idea, William! Un melón y una piña. ¡Es maravilloso!
       —No, espera un poco —dijo William con una sonrisa, aunque en realidad estaba muy inquieto—. Eso es para los pequeños.
       —¡Oh, cariño! —Isabel rió y le pasó la mano bajo el brazo—. Tendrán retortijones si se comen esa fruta. ¡No! —le dio unas palmaditas en la mano—. La próxima vez les traes algo a ellos. Esa piña es para mí.
       —¡Qué cruel eres, Isabel! Déjame olería, anda —dijo Moira, y extendió los brazos por delante de William en actitud de súplica—. ¡Oh! —El sombrero se le venció hacia adelante. Parecía a punto de desmayarse.
       —“Dama enamorada de una piña” —comentó Dennis en el momento en que el taxi se detenía frente a una pequeña tienda con un toldo a rayas.
       En la puerta apareció Bobby Kane con un montón de paquetitos.
       —Espero que sean buenos. Los he elegido por el color. Son unas cosas redondas que tienen una pinta divina. Y fíjense en este guirlache —gritó al borde del éxtasis—. ¡Fíjense bien! Es como un ballet en miniatura—. En aquel momento hizo su aparición el tendero—. Ah, se me olvidó decirles que no he pagado nada de esto —añadió con expresión de temor. Isabel dio un billete al tendero y Bobby recobró la alegría—. ¿Qué tal, William? Yo me siento delante. —Iba sin sombrero, vestido completamente de blanco, con las mangas de la camisa remangadas. Saltó al lado del conductor y gritó—: ¡Avanti!
       Después del té los demás fueron a darse un baño. William se quedó en casa para hacer las paces con los críos. Pero Paddy y Johnny estaban durmiendo, el rojo resplandor del atardecer había palidecido y los murciélagos ya habían empezado a revolotear, y los bañistas aún no habían vuelto. William bajó a la planta inferior y se cruzó con una doncella que llevaba una lámpara. La siguió hasta el salón, muy amplio y pintado de amarillo. En la pared que quedaba frente a William alguien había pintado un joven de tamaño mayor que el real, con piernas de pelele, ofreciendo una inmensa margarita a una muchacha con un brazo muy corto y el otro muy largo y delgado. Sobre las sillas y el sofá colgaban tiras de tela negra salpicadas de grandes manchas similares a huevos rotos, y por todas partes había ceniceros repletos de colillas. William se sentó en una de las butacas. Hoy en día, cuando metía uno la mano por los costados del asiento, no encontraba una oveja de tres patas, o una vaca a la que faltaba un cuerno, o una paloma del zoo en miniatura, sino otro manoseado librito de poemas forrado con papel… Se acordó entonces de los papeles que llevaba en el bolsillo, pero se sentía demasiado hambriento y cansado para leer. La puerta estaba abierta, y hasta él llegaron sonidos procedentes de la cocina. La servidumbre estaba parloteando como si no hubiera nadie en la casa. De pronto oyó una sonora carcajada y un “¡Chist!” no menos sonoro. Se habían acordado de su existencia. William se levantó, atravesó el gran ventanal y salió al jardín. Permaneció inmóvil en la oscuridad, y al rato oyó a los bañistas que subían por el camino de arena. Sus voces rompieron la tranquilidad del momento:
       —Creo que le toca a Moira emplear sus artimañas.
       Un trágico gemido de Moira.
       —Deberíamos tener un tocadiscos para los fines de semana; así podríamos escuchar La doncella de las montañas.
       —No, por favor, no —exclamó Isabel—. No debemos hacerle eso a William. Sean amables con él, mes amis. Sólo va a estar aquí hasta mañana por la tarde.
       —Déjenlo en mis manos —dijo Bobby Kane—. A mí se me da muy bien eso de entretener a la gente.
       Se oyó el abrir y cerrar de la cancela. William hizo un movimiento y ellos le vieron. “¿Qué tal, William?” Y Bobby Kane, agitando la toalla en el aire, se puso a danzar y a hacer piruetas por el agostado césped.
       —¡Qué lástima que no hayas venido, William! El agua estaba divina. Y después fuimos a un bar y nos tomamos unas ginebras.
       El grupo ya había entrado en la casa. Bobby Kane se dirigió a Isabel:
       —Oye, ¿te gustaría que esta noche me pusiera mi traje estilo Nijinsky?
       —No —repuso ella—. Esta noche no se viste nadie. Todos estamos hambrientos. También William está muerto de hambre. Vamos, mes amis, empecemos con unas sardinas.
       —¡Encontré las sardinas! —gritó Moira, y salió corriendo de la cocina con una lata en lo alto.
       Dennis sentenció con gravedad.
       —“La dama de la lata de sardinas”.
       —Bien, bien. ¿Y qué tal por Londres? —preguntó Bill Hunt mientras descorchaba una botella de whisky.
       —No ha cambiado mucho —respondió William.
       —El viejo Londres… —comentó cordialmente Bobby, al tiempo que pinchaba una sardina.
       Pero un momento después William había caído en el olvido. Moira Morrison se preguntaba de qué color eran realmente las piernas bajo el agua.
       —Las mías son de un color champiñón palidísimo.
       Bill y Dennis comieron vorazmente. Isabel rellenó los vasos, cambió los platos, fue a buscar cerillas, todo ello sin dejar de sonreír. De pronto dijo:
       —Me gustaría que lo pintases, Bill.
       —¿Pintar qué? —preguntó Bill, con la boca llena de pan.
       —A nosotros alrededor de la mesa —contestó ella—. Resultaría fascinante dentro de veinte años.
       Bill alzó la vista y masculló groseramente:
       —La luz no es buena. Demasiados amarillos —y siguió comiendo. Incluso esto pareció agradar a Isabel.
       Después de cenar todos estaban tan cansados que no hicieron sino bostezar hasta que llegó la hora de acostarse.
       Sólo a la tarde siguiente, cuando estaba esperando el taxi, se encontró William a solas con Isabel. Al verle bajar con la maleta hasta la entrada, Isabel dejó al resto del grupo y se acercó a él. Se agachó y levantó la maleta.
       —¡Cuánto pesa! —exclamó, y soltó una risita forzada—. Déjame que te la lleve hasta la verja.
       —No. ¿Por qué ibas a hacerlo? —dijo William—. No, déjamela a mí.
       —Por favor, déjame. De verdad que quiero llevarla.
       Echaron a andar en silencio. A William no se le ocurría nada que decir.
       —¡Ya estamos! —exclamó triunfalmente Isabel, dejando la maleta en el suelo y mirando con impaciencia en dirección del camino de arena—. Apenas te he podido ver esta vez —añadió casi sin aliento—. Resulta tan corto, ¿verdad? Es como si acabaras de llegar. La próxima vez… —A lo lejos apareció el taxi—. Espero que te cuiden bien en Londres. Siento muchísimo que los niños hayan estado fuera todo el día, pero la señorita Neil ya lo tenía todo organizado. Te echarán de menos. ¡Mi pobre William, tener que volver a Londres! —El taxi se detuvo ante la cancela—. Adiós. —Le dio un fugaz beso y se metió en la casa.
       A un lado y a otro, campo, árboles y setos. Atravesaron la diminuta ciudad, que parecía desierta, y subieron pesadamente por la empinada cuesta de la estación.
       El tren ya estaba en el andén. William se dirigió a un vagón de primera clase para fumadores y se dejó caer en un rincón del compartimiento. Esta vez no sacó los papeles. Cruzó los brazos sobre el pecho, oprimido de nuevo por aquella sensación de angustia, y mentalmente empezó a escribir una carta a Isabel.


      Estaban sentados en el jardín de la casa. Se cobijaban del sol bajo toldos multicolores, y el único que no ocupaba una de las tumbonas era Bobby Kane, que estaba echado en la hierba a los pies de Isabel. Era un día sofocante, tedioso y pesado. El correo se retrasaba, como de costumbre.
       —¿Creen ustedes que habrá lunes en el cielo? —preguntó infantilmente Bobby.
       —El cielo será un largo lunes —susurró Dennis.
       Pero Isabel permanecía abstraída, preguntándose dónde habría ido a parar lo que sobró del salmón que tomaron para cenar el día anterior. Había pensado preparar pescado con mayonesa para la comida y ahora resultaba…
       Moira estaba durmiendo. El sueño era su descubrimiento más reciente: “¡Resulta tan maravilloso! Cierra uno los ojos y ya está. ¡Es tan delicioso!”
       Cuando el viejo y rubicundo cartero apareció empujando su triciclo por el camino de arena, tuvieron la sensación de que el manillar era como un par de remos.
       Bill Hunt dejó el libro que estaba leyendo y exclamó con satisfacción: “Cartas”. Todos esperaron la llegada del cartero. Pero —¡oh, cruel mensajero!, ¡oh, perverso mundo!— tan sólo había una carta, muy abultada, para Isabel. Ni un mal periódico.
       —Y para colmo es de William —comentó Isabel con tristeza.
       —¿De William? ¿Tan pronto?
       —Te devuelve el certificado de matrimonio como un dulce recordatorio.
       —Pero ¿tiene todo el mundo certificado de matrimonio? Yo creía que eso era sólo para los criados.
       —¡Páginas y más páginas! ¡Mírenla! “Dama leyendo una carta” —dijo Dennis.
       Mi querida y bien amada Isabel… Y así páginas y páginas. A medida que iba leyendo, su sorpresa se fue transformando en una sensación de sofoco. ¿Qué demonios habría inducido a William a…? Era realmente extraordinario… ¿Qué le habría pasado para…? Se sintió confundida, cada vez más agitada, incluso asustada. Era típico de William. ¿O quizá no? De todos modos aquello resultaba absurdo, ridículo. “Ja, ja, ja! ¡Dios mío!” ¿Qué haría? Se recostó en la tumbona y se echó a reír hasta que ya no pudo parar.
       —¡Dinos qué pasa! —suplicaron los demás—. Tienes que decírnoslo.
       —Estoy deseando hacerlo —contestó Isabel medio ahogada. Se incorporó, recogió todas las hojas de la carta y las blandió ante sus rostros.
       —¡Escuchen! Es genial. ¡Una carta de amor!
       —¡Una carta de amor! ¡Es divino!
       Mi querida y bien amada Isabel… Pero apenas había comenzado a leer cuando sus risas la interrumpieron.
       —Adelante, Isabel. Es maravilloso.
       —¡Qué interesante! Es fabuloso.
       —Por favor, Isabel, continúa.
       No permita Dios, mi amor, que yo sea un impedimento para tu felicidad.
       “¡Oh! ¡Oh! ¡Oh!”
       “¡Chist! ¡Chist! ¡Chist!”
       E Isabel prosiguió. Cuando llegó al final todos estaban medio histéricos. Bobby, a punto de romper en sollozos, se revolcaba por la hierba.
       —Tienes que dejármela tal como está, completa, para mi nuevo libro —dijo Dennis con firmeza—. Le dedicaré un capítulo entero.
       —¡Oh, Isabel! —gimió Moira—. ¡Qué bonita es esa parte en la que habla de tenerte en sus brazos!
       —Siempre creí que esas cartas que se presentan en los casos de divorcios eran falsificadas. Pero esta las eclipsa a todas…
       —Déjame tenerla en mis manos. Déjame leerla, mi bien —dijo Bobby Kane.
       Pero ante la sorpresa de todos, Isabel estrujó la carta. Ya no reía. Los miró uno por uno; parecía agotada.
       —No. Ahora no, ahora no.
       Y antes de que se hubieran repuesto de la sorpresa, ya estaba dentro de la casa. Corrió escaleras arriba hasta su dormitorio y se sentó en el borde de la cama. “¡Qué cosa tan vil, odiosa, vulgar y repulsiva!”, musitó. Se tapó los ojos con los nudillos, pero los seguía viendo. No eran cuatro, sino cuarenta, riendo, gesticulando y burlándose mientras ella les leía la carta de William. ¡Qué cosa tan repugnante había hecho! ¿Cómo había sido capaz de semejante acción? No permita Dios, mi amor, que yo sea un impedimento para tu felicidad. ¡William! Isabel hundió la cara en la almohada. Pero tenía la sensación de que incluso aquel severo dormitorio conocía su carácter: superficial, frívolo, vano…
       Desde el jardín le llegaron unas voces:
       —Isabel, vamos a bañarnos. ¡Vente!
       —¡Ven, oh consorte de William!
       —Llámenla otra vez antes de irnos. Vuelvan a llamarla.
       Isabel se incorporó. Había llegado el momento, tenía que decidirse ahora. ¿Iría con ellos o se quedaría para escribir a William? ¿Qué elegir? “Debo decidirme.” Pero ¿cómo podía dudarlo? Se quedaría y escribiría a William, por supuesto.
       —Titania —gritó Moira.
       —I-sa-bel.
       No, era demasiado difícil. “Iré; iré con ellos y escribiré a William después. En otro momento. Ahora no. Le escribiré sin falta”, pensó Isabel apresuradamente.
       Y, con esa nueva risa suya, bajó corriendo las escaleras.



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