Katherine Mansfield
(Nueva Zelandia, 1888 - Francia, 1923)


El día del señor Reginald Peacock (1917)
(“Mr Reginald Peacock’s Day”)
Originalmente publicado en la revista New Age, 21.7 (14 de junio de 1917);
Bliss and Other Stories
(Londres: Constable & Company, 1920, 280 págs.)


      No había nada que odiara más que el modo en que ella lo despertaba de mañana. Lo hacía a propósito, por supuesto. Era su modo de arruinarle el día, y él no iba a permitirle que adivinara hasta qué punto tenía éxito. Pero verdaderamente, verdaderamente, despertar así a una persona sensible era absolutamente peligroso. Tardaba horas, horas, en recuperarse. Ella entraba al cuarto embutida en una bata y con un pañuelo atado en la cabeza –para demostrarle que desde el amanecer trabajaba como una esclava– y lo llamaba con voz fuerte y admonitoria:
       —¡Reginald!
       —¡Eh! ¿Qué? ¿Qué pasa?
       —Es hora de levantarse, las ocho y media.
       Y salía cerrando la puerta con suavidad, para irse a saborear el triunfo, suponía él.
       Entonces él se daba vuelta en la enorme cama, con el corazón aún agitado y, con cada latido, sentía que su energía huía de él, que su... su inspiración para ese día se ahogaba en cada uno de esos palpitantes latidos. Parecía como si ella se regocijara malvadamente en hacerle la vida más difícil de lo que ya era –y Dios bien sabe que era–, en negarle sus derechos de artista, tratando de hacerlo descender a su nivel. ¿Qué le pasaba? ¿Qué demonios quería? ¿Acaso no tenía él tres veces más alumnos ahora que cuando se casaron, acaso no ganaba tres veces más y no había pagado hasta la última cosa que poseían, no se desangraba ahora para enviar a Adrián al jardín de infantes?... ¿Y acaso le había reprochado alguna vez que cuando se casaron ella no aportó ni un penique? Jamás le dije una palabra. ¡Jamás! La verdad era que cuando una mujer se casaba se volvía insaciable, y la verdad era que no había nada más fatal que el matrimonio para un artista, al menos mientras tuviera menos de cuarenta años... ¿Por qué se había casado con ella? Se hacía esta pregunta un promedio de tres veces al día, pero jamás había podido responderla satisfactoriamente. Lo había pescado en un momento de debilidad, cuando su primer contacto con la realidad lo había dejado perplejo y atontado por un tiempo. Mirando hacia atrás, él se veía como una criatura joven y patética, casi un niño, como un pájaro domesticado a medias, totalmente incompetente para hacer frente a deudas y acreedores y a lodos los sórdidos detalles de la existencia. Bien... ella había hecho todo lo posible para cortarle las alas, si es que eso le causaba alguna satisfacción, y bien que podía felicitarse por el éxito de su ardid matutino.
       Uno, pensaba él, debería despertarse exquisitamente, resistiéndose, deslizándose de la cama tibia. Empezó a imaginar una serie de encantadoras escenas que culminaron cuando su alumna más atractiva le rodeaba el cuello con sus brazos desnudos y perfumados y le decía, cubriéndolo con su pelo largo: “¡Despierta, mi amor!”.
       Como era habitual en él, Reginald Peacock probó su voz mientras se calentaba el agua del baño:

Cuando la madre la pone frente al risueño espejo,
Atándole lazos, recogiéndole el cabello.

      Empezó cantando bajito, escuchando la calidad de su voz hasta que llegó a la tercera línea:

A menudo se pregunta si se casará este esperpento.

       Y en la palabra “casará” rompió en un grito triunfal tan intenso que el vaso del botiquín tembló y hasta la bañera pareció prorrumpir en un borboteante aplauso...
       Bien, su voz no tenía nada de malo, pensó, saltando al interior de la bañera y enjabonándose el cuerpo suave y rosado con una esponja con forma de pescado. ¡Con esa voz podría lanar el Convent Garden! “¡Casará!”, volvió a gritar, asiendo la toalla con un magnífico gesto operístico y siguió cantando mientras se restregaba como si fuera Lohengrin sacado del agua por un Incauto Cisne y se estuviera secando apuradísimo antes de que apareciera aquella cansadora Elsa...
       De vuelta en la habitación, levantó la persiana de un tirón y, de pie en el pálido cuadrado de sol que cubría la alfombra como un pedazo de cremoso papel secante, empezó a hacer sus ejercicios... profundas inspiraciones, flexiones hacia adelante y hacia atrás, saltos de rana seguidos de un brusco estiramiento de las piernas... porque si algo lo horrorizaba era la posibilidad de engordar, y los hombres de su profesión tenían una espantosa tendencia a la obesidad. Sin embargo, hasta ahora no, había en su cuerpo ningún indicio de gordura. Estaba, decidió, en el justo punto, bien proporcionado. En verdad no pudo reprimir un involuntario estremecimiento de satisfacción al verse reflejado en el espejo vestido con su chaqueta, pantalones de color gris obscuro, medias negras y corbata negra con una raya plateada.
       No porque fuera vanidoso —no toleraba a los hombres vanidosos— no, en absoluto, sino que su imagen le producía un estremecimiento causado por la pura satisfacción artística.
       —¡Voila tout! —dijo, pasándose la mano por el pelo alisado.
       La sencilla frasecita francesa salió con tanta ligereza de sus labios, como si fuera una bocanada de humo, que le recordó que alguien había vuelto a preguntarte la noche anterior si era inglés. A la gente le parecía imposible que por sus venas no corriera sangre del continente. Si bien era cierto que su canto poseía una cualidad emocional que no tenía nada que ver con los descendientes de John Bull... El picaporte repiqueteó y empezó a moverse. Apareció la cabecita de Adrián.
       —Por favor, papá, mamá dice que el desayuno ya está listo.
       —Muy bien —dijo Reginald. Y después, cuando Adrián ya desaparecía—: ¡Adrián!
       —¿Sí, papá?
       —No me has dicho “Buenos días”. Pocos meses antes Reginald había pasado un fin de semana en la casa de una familia muy aristocrática, donde el padre recibía a sus hijitos todas las mañanas y les estrechaba la mano. El hábito le había parecido encantador y lo introdujo inmediatamente, pero Adrián se sentía tremendamente tonto por tener que estrecharle la mano a su propio padre todas las mañas. ¿Y por qué su padre no le hablaba como todo el mundo? Siempre parecía como si cantara...
       De excelente humor, Reginald se dirigió al comedor y se sentó ante una pila de cartas, un ejemplar de The Times y un plato tapado. Echó primero una ojeada a las cartas y luego a su desayuno. Allí había dos delgadas tajadas de tocino y un huevo.
       —¿Tú no comes tocino? —preguntó.
       —No, prefiero una manzana al horno, fría. No siento la necesidad de comer tocino todas las mañanas —respondió ella.
       Veamos, ¿quería decir que en realidad él tampoco tenía necesidad de comer tocino todas las mañanas, y que le molestaba tener que cocinarlo para él?
       —Si no quieres cocinar para el desayuno —dijo él—, ¿por qué no tomas una criada? Sabes que podemos hacerlo y sabes también que aborrezco ver a mi esposa haciendo ese trabajo. Sólo porque todas las criadas que hemos tenido en el pasado han demostrado ser un fracaso, trastornando completamente mi régimen y haciendo casi imposible que diera aquí mis lecciones, has renunciado a buscar una criada adecuada. No es imposible entrenar a una criada, ¿verdad? Quiero decir, no hay que ser un genio para ello, ¿verdad?
       —Pero yo prefiero hacer todo el trabajo sola, la vida es mucha más tranquila así... Apúrate, Adrián, prepárate para la escuela.
       —¡Oh, no es eso! —dijo Reginald, fingiendo una sonrisa—. Tú haces sola todo el trabajo parque por alguna extrañísima razón, te encanta humillarme. Objetivamente tal vez no te des cuenta, pero subjetivamente así es la cuestión.
       Este último comentario lo complació tanto que abrió una de sus cartas con tanta gracia como si estuviera en escena...

     Estimado señor Peacock:
     No puedo dormirme sin agradecerle otra vez el maravilloso deleite que su canto me proporcionó esta noche. Me pareció inolvidable. Hizo que me preguntara, como no lo hacia desde que era una niña, si esto será todo. Quiero decir, si este mundo corriente será todo. Si no habrá, tal vez, para aquellos de nosotros que comprendemos, divinas bellezas y riquezas esperándonos si es que tenemos el valor de verlas. Y de hacerlas nuestras... La casa está muy silenciosa. Querría que usted estuviera aquí ahora para poder agradecerle personalmente. Su trabajo es grandioso. ¡Le está enseñando al mundo a escapar de la vida!
     Suya, afectísima,

Ænone Fell.

P.D. Esta semana estaré todas las noches en casa...

       La carta estaba escrita con tinta violeta sobre papel de hilo. La vanidad, ese pájaro esplendoroso, volvió a abrir las alas y las levantó hasta que sintió que su pecho se rompía.
       —Oh, no discutamos —dijo él y le alargó una mano a su mujer.
       Pero ella no era lo suficientemente noble para responder a su gesto.
       —Debo apurarme para llevar a Adrián a la escuela —dijo—. Ya te he dejado el estudio en condiciones.
       Muy bien... muy bien... ¡Aceptaba la guerra abierta! ¡Pero que lo ahorcaran si era él el primero en hacer las paces!
       Caminó de arriba a abajo por su estudio pero no logró calmarse hasta no oír que se cerraba la puerta del frente. Por supuesto que si esto seguía así tendría que tomar otras medidas. Eso era obvio. Así atado y esclavizado, ¿cómo podría ayudar al mundo a escaparse de la vida? Abrió el piano y revisó su lista de alumnos para esa mañana. La señorita Betty Brittle, la condesa Wilkowska y la señorita Marian Morrow. Las tres eran encantadoras.
       A las diez y medía en punto sonó el timbre. Fue a abrir. Ahí estaba la señorita Betty Brittle, vestida de blanco, con las partituras en una bolsa de seda azul.
       —Me temo que he llegado temprano —dijo, sonrojándose con timidez y abriendo muy grandes sus ojos azules—. ¿Es temprano?
       —En absoluto, mí querida dama. Me alegra muchísima —dijo Reginald—. ¿Quiere pasar?
       —Es una mañana paradisíaca —dijo la señorita Brittle—. He venido caminando por el parque. Las flores eran maravillosas.
       —Bien, piense en ellas mientras canta sus ejercicios —dijo Reginald, sentándose al piano—. Eso dará color y calidez a su voz.
       ¡Oh, qué idea tan encantadora! ¡Qué genial era el señor Peacock! Separó sus hermosos labios y empezó a cantar como una violeta.
       —¡Muy bien, muy bien! —dijo Reginald, tocando unos acordes que elevarían a los cielos al más empedernido criminal—. Redondee las notas. No tema. Deténgase en cada una, aspírelas como un perfume.
       ¡Qué bonita estaba con su vestido blanco, la cabeza rubia echada hacia atrás y mostrando su garganta blanca como la leche!
       —¿Practica alguna vez delante del espejo? —preguntó Reginald—. Sabe, debería hacerlo, flexibiliza mucho los labios. Venga conmigo. Ambos se pusieron ante el espejo. —Ahora cante: ¡mu-e-ku-e-u-ee-aa!
       Pero ella no pudo hacerlo y se sonrojó más que nunca.
       —¡Oh! —exclamó—. No puedo. Me hace sentir tan tonta. Me da ganas de reír. ¡Tengo un aspecto tan absurdo!
       —No, por supuesto que no. No tenga miedo —dijo Reginald, pero no pudo reprimir una risa amable—. ¡Veamos, inténtalo otra vez!
       La lección se pasó volando y finalmente Betty Brittle logró superar su timidez.
       —¿Cuándo puedo volver? —preguntó mientras volvía a guardar las partituras en la bolsa de seda azul—. Quiero tomar tantas lecciones como sea posible ahora. Oh, señor Peacock, las disfruto muchísimo. ¿Puedo volver pasado mañana?
       —Mi querida dama, me sentiré encantado —dijo Reginald, saludándola con una inclinación de cabeza.
       ¡Deliciosa muchacha! Y cuando estaban frente al espejo, la blanca manga de su vestido había rozado la obscura de su chaqueta. Y aún podía sentir un pedacito cálido y reluciente, sí verdaderamente lo sentía, y lo acarició con una mano. Betty Brittle adoraba sus lecciones. Entró su esposa.
       —Reginald, ¿puedes darme algo de dinero? Tengo que pagarle al lechero. ¿Cenarás en casa esta noche?
       —Sí, ya sabes que tengo que cantar en casa de Lord Timbuck a las nueve y media. ¿Puedes prepararme una sopa liviana con un huevo?
       —Sí. Ah, el dinero, Reginald. Ocho chelines y seis peniques.
       —¿No es eso demasiado?
       —No, es justo lo que debe ser. Y Adrián debe tomar leche.
       Ya empezamos de nuevo. Y ahora tomaba a Adrián como pretexto para ponerse agresiva.
       —No tengo ni la más mínima intención de negarle a mi hijo la cantidad de leche que necesita —dijo—. Aquí tienes diez chelines.
       Sonó el timbre. Fue a abrir.
       —Oh —dijo la condesa Wilkowska— esas escaleras... Estoy sin aliento. —Y se llevó la mano al corazón mientras lo seguía hasta el estudio. Estaba vestida de negro, con un sómbrenlo negro con velo... tenía un ramillete de violetas en el escote.
       —Hoy no me haga cantar los ejercicios —exclamó, extendiendo las manos de un modo deliciosamente extranjero—. No hoy, por favor... hoy sólo deseo cantar canciones... ¿Puedo quitarme mis violetas? Se marchitan tan rápido...
       —Se marchitan tan rápido... se marchitan tan rápido —cantó Reginald acompañándose con el piano.
       —¿Puedo ponerlas aquí? —preguntó la condesa, dejando caer las violetas en un florerito que estaba delante de un retrato de Reginald.
       —¡Mi estimada señora, me encantaría!
       Y empezó a cantar. Todo anduvo bien hasta que llegó a la frase: “Me amas. ¡Sí, sé que me amas!”. El levantó las manos del teclado, y se dio vuelta para mirarla de frente.
       —No, no, eso no está correcto. Usted puede hacerlo mejor —exclamó ardorosamente—. Debe cantar como si estuviera enamorada. Escuche, yo le mostraré.
       Y cantó.
       —Oh, sí, sí, ya me doy cuenta —tartamudeó la condesita—. ¿Puedo intentarlo nuevamente?
       —Por supuesto. No tenga miedo. Déjese ir. Confiésese. ¡Ríndase orgullosamente! —exclamó él por encima de la música. Y ella cantó.
       —Sí, así está mejor. Pero aún me parece que usted puede dar más. Pruebe conmigo. Debe haber algo así como un exultante desafío..., ¿no lo siente así?
       Y cantaron juntos. ¡Ah, ahora sí que ella estaba segura de comprender!
       —¿Puedo intentarlo una vez más? “Me amas. ¡Sí, sé que me amas!”.
       La lección terminó antes de que la frase le saliera perfecta. Las pequeñas manos extranjeras de la condesa temblaban mientras acomodaban sus partituras.
       —Y se olvida usted las violetas —dijo Reginald con suavidad.
       —Sí, creo que me las olvidaré —dijo la condesa, mordiéndose el labio.
       ¡Qué modales fascinantes las de estas mujeres extranjeras!
       —¿Y vendrá usted a mi casa el domingo para hacer música? —preguntó ella.
       —¡Estimada señora, me encantaría! —dijo Reginald.

No lloréis más, tristes fuentes,
¿Por qué tan rápidas fluís?

       Así cantaba la señorita Marian Morrow, pero tenía los ojos llenos de lágrimas y le temblaba el mentón.
       —No cante ahora —dijo Reginald—. Escuche, yo tocaré para usted. —Y tocó muy suavemente.
       —¿Pasa algo? —preguntó Reginald—. No parece muy feliz esta mañana.
       No, no lo era, se sentía tremendamente desdichada.
       —¿No quiere decirme qué le pasa?
       En realidad, nada en particular. A veces, cuando la vida le parecía intolerable, caía en esos estados de ánimo.
       —Ah, lo sé —dijo él—. ¡Si al menos pudiera ayudarla!
       —¡Pero si lo hace, lo hace! ¡Oh, si no fuera por mis lecciones creo que no podría seguir adelante!
       —Siéntese en ese sillón y aspire el perfume de las violetas y deje que cante para usted. Eso le hará tanto bien come una lección.
       ¿Por qué no serían todos los hombres como el señor Peacock?
       —Escribí un poema después del concierto de la otra noche... acerca de lo que sentía. Por supuesto que no era nada personal. ¿Puedo enviárselo?
       —¡Mi estimada señora, me encantaría!
       Al atardecer estaba rendido y se tendió en un sofá para descansar un poco la voz antes de cambiarse. La puerta del estudio estaba abierta. Pudo oír a su esposa que hablaba con Adrián en el comedor.
       —¿Sabes a qué me hace acordar la tetera, mamá? Me hace acordar a un gatito sentado.
       —¿De veras, señor Absurdo?
       Reginald dormitaba. Lo despertó la campanilla del teléfono.
       —Habla Ænone Fell, señor Peacock. Acabo de enterarme que cantará esta noche en casa de Lord Timbuck. ¿Querría usted cenar conmigo y que fuéramos luego los dos juntos a casa de Lord Timbuck?
       Y la respuesta de él fluyó en forma de flores por el teléfono.
       ¡Qué noche triunfal! La cena tete á tete, el paseo hasta lo de Lord Timbuck en su auto blanco, cuando ella le agradeció una vez más por aquel momento inolvidable. ¡Triunfo sobre triunfo! Y el champagne de Lord Timbuck... que fluía como un río!
       —Tome un poco más de champagne, Peacock —dijo Lord Timbuck—. Peacock, escuchen bien, nada de señor Peacock sino Peacock a secas, como si fuera uno de ellos. ¿Y acaso no lo era? Era un artista. Era superior a todos ellos. ¿Y acaso no estaba enseñándoles a todos a escapar de la vida? ¡Cómo cantó! Y mientras cantaba veía, como en un sueño, que las plumas y las flores y los abanicos se le ofrecían, a sus pies, como un enorme ramillete.
       —Tome un vaso de vino, Peacock.
       “Podría tener a cualquiera de ellas con sólo levantar un dedo”, pensó mientras se tambaleaba de regreso a su casa.
       Pero tan pronto como entró en su departamento a oscuras, aquella maravillosa sensación de júbilo empezó a desvanecerse. Encendió la luz del dormitorio. Su esposa estaba dormida, acurrucada en su lado de la cama. De repente recordó lo que le había dicho cuando él le avisó que no cenaría en casa: “¡Podrías habérmelo dicho antes!”. Y él había respondido: “¿Ni siquiera puedes dirigirte a mí sin faltar a las normas de educación?”. Era increíble, pensó, que ella se interesara tan poco por él..., era increíble que no le interesaran en lo más mínimo los triunfos de su carrera artística. Cuando tantas otras mujeres hubieran dado los ojos por estar en su lugar! Sí, él lo sabía... ¿Para qué negarlo?... Y allí estaba ella, su enemiga, aún en sueños... “¿Ha de ser siempre así?”, pensó, aún dominado por los efluvios del champagne. “¡Ah, cuántas cosas podría contarle ahora si fuéramos buenos amigos! Acerca de lo que sucedió esta noche, el modo en que Timbuck me trató y todas las cosas que me dijeron y todo lo demás. ¡Si tan sólo sintiera que ella me espera aquí.... que puedo confiar en ella...”.
       En su emoción, se quitó una bota y la arrojó a un rincón. El ruido despertó a su esposa con un sobresalto. Se incorporo, quitándose el cabello de la cara. Y de pronto él decidió que haría un último intento de tratarla como a una amiga, de contarle todo, de conquistarla. Se sentó en el borde de la cama y le tomó una mano. Pero no pudo pronunciar ni una de las cosas maravillosas que pensaba decir. Por alguna diabólica razón, las únicas palabras que pudo pronunciar:
       —¡Mi estimada dama, me encantaría... me encantaría!



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