Katherine Mansfield
(Nueva Zelandia, 1888 - Francia, 1923)


El cansancio de Rosabel (1908)
(“The Tiredness of Rosabel”)
Something Childish and Other Stories
(Londres: Constable and Company Limited, 1924, 262 págs.)


      En la esquina de Oxford Circus compraba un ramo de violetas, y ésta era realmente la causa de que comiera tan poco por la tarde; pues un huevo pasado por agua, un scone y una taza de cacao en Lyons, no eran ni con mucho suficiente tras una jornada de trabajo en la sombrerería. Y al poner el pie en el estribo del ómnibus a Atlas, sujetándose la falda con una mano y asiéndose con la otra al pasamanos, Rosabel hubiera dado cualquier cosa por una buena comida: pato asado guarnecido de guisantes y relleno de castañas o un budín de brandy. Algo fuerte, caliente y sustancioso. Se sentó al lado de una chica, precisamente de su edad, que iba leyendo Ana Lombard. Era una edición barata en rústica, y la lluvia había salpicado las páginas con lagrimones. Miró por las ventanillas. Las calles a través de ellas parecían esfumarse neblinosas; pero las luces, al chocar con el cristal, convertían en ópalo y en plata su mate opacidad, de modo que las joyerías vistas a través de él semejaban palacios de cuentos de hadas. Tenía los pies atrozmente mojados, y sabía que en los bajos de la falda y de la enagua habría costras de lodo negro y craso. Se notaba un olor a humanidad viviente que parecía rezumar de todos los pasajeros, quienes sentados inmóviles y mirando fijamente ante sí, tenían una expresión idéntica. ¿Cuántas veces no habría leído ella aquel anuncio de “Sapolio Ahorra Trabajo, Ahorra Tiempo”, y el de la salsa de tomate Hein, y el diálogo tedioso y anodino entre el médico y el paciente conocedor de las virtudes de las sales efervescentes Lamplough? Echó un vistazo al libro que leía la muchacha con tanta atención, moviendo los labios —cosa que ella detestaba— y humedeciéndose el índice y el pulgar cada vez que pasaba una página. No pudo verlo bien; pero era algo acerca de una noche cálida y voluptuosa, de una orquesta que tocaba, y de una joven de hombros ebúrneos y encantadores. ¡Dios mío! Rosabel se agitó de pronto en su asiento y se desabrochó los dos botones superiores del abrigo; estaba medio asfixiada. Y a través de sus ojos semicerrados, le parecía que todas aquellas gentes sentadas en fila ante ella tenían idéntica mirada y el mismo rostro alelado.
       Aquélla era su parada. Vaciló un poco al salir y se fue contra la muchacha que estaba a su lado. “Usted dispense”, dijo Rosabel. Pero la chica ni siquiera la miró. Pudo ver que sonreía con lo que estaba leyendo.
       Westbourne Grove tenía el mismo aspecto que ella imaginó siempre había de presentar Venecia por la noche. Misterioso y obscuro, hasta los coches de alquiler eran como góndolas que se deslizaran arriba y abajo, y sus luces, rielando fantasmagóricas —lenguas de fuego que lamían la calle mojada—, mágicos peces que nadaran en el Gran Canal. Se sintió más que satisfecha de llegar a Richemond Road. Pero desde la parada al número veintiséis no hizo más que pensar en los cuatro tramos de escalera que le aguardaban. ¡Qué escalera! Era un verdadero crimen el pretender sólo que alguien pudiera vivir en esas alturas. Todas las casas debieran tener ascensor, cosa sencilla y barata, o una escalera eléctrica como la de Earl's Court. ¡Pero cuatro pisos! Al entrar en el portal y ver ante sí el primer tramo con la cabeza disecada del albatros en el rellano reluciendo mortecinamente a la luz del mechero de gas, estuvo a punto de echarse a llorar. Nada, había que afrontar aquello; era algo así como remontar una loma en bicicleta, aunque sin la satisfacción de bajar a toda velocidad por el otro lado.
       ¡Al fin en su cuarto! Cerró la puerta, encendió la luz de gas, se quitó el sombrero y el abrigo, la falda y la blusa, descolgó una vieja baja de franela de detrás de la puerta, se la puso y, por último, se desabrochó las botas; pues las medias le pareció que no estaban suficientemente mojadas para mudárselas. Cuando se dirigió al lavamanos, vio que la jarra no había sido llenada aquel día y que sólo tenía agua suficiente para humedecer la esponja. Además el esmalte de la palangana de porcelana hierro estaba saltado, y por segunda vez se arañó la barbilla.
       Eran las siete. Apagando el gas y subiendo la persiana, aquello resultaba más apacible. Rosabel no tenía ganas de leer, y arrodillándose en el suelo apoyó los brazos en la ventana. Sólo una laminilla de cristal entre ella y el mundo exterior, tan grande y acuoso.
       Se puso a pensar en todo lo que aquel día le había ocurrido. ¿Cómo no recordar aquella horrible mujer con impermeable gris que quería un sombrero para viajar en automóvil con adornos de pasamanería —“algo morado con rosa a los lados”—, o la chica que se probó todos los sombreros de la tienda y después dijo que “volvería al día siguiente para decidir”? Rosabel no pudo menos de sonreírse; era una excusa tan gastada...
       Pero había estado también otra joven. Una bella pelirroja de cutis blanco y ojos del color de aquella cinta verde moteada de oro que habían traído de París la pasada semana. Vio en la puerta su berlina eléctrica. Y con la pelirroja entró un hombre, muy joven y muy bien vestido.
       —¿Qué es exactamente lo que necesito, Harry? —preguntó, mientras Rosabel quitaba los alfileres del sombrero, le desataba el velo y ponía en sus manos un espejo.
       —Tienes que comprarte un sombrero negro —había replicado él—. Un sombrero negro con una pluma todo alrededor, que luego te rodee el cuello y se combe bajo el mentón, yendo a perderse en tu cintura. Una pluma de longitud respetable.
       La joven miró a Rosabel sonriendo.
       —¿Tiene alguna cosa así?
       Había sido muy difícil complacerles. Harry pedía lo imposible, y Rosabel estaba casi desesperanzada. Entonces se acordó de una gran caja, aun sin abrir, que estaba arriba.
       —Un momento, señora —le había dicho—, creo que podré enseñarle algo que le agradará más.
       Y había corrido jadeante escaleras arriba, y cuando hubo cortado las cuerdas y apartado el papel de seda, efectivamente, ahí estaba el mismísimo sombrero que buscaba. Un sombrero más bien grande, dúctil, con una gran pluma combada y una rosa de terciopelo negro; nada más. Se quedaron encantados. La joven se lo puso y después se lo pasó a Rosabel.
       —Permítame ver cómo le sienta a usted —dijo muy seria y con el entrecejo levemente fruncido.
       Rosabel se volvió hacia el espejo, y se lo puso sobre los obscuros cabellos.
       Luego tornóse a mirarles.
       —¡Ay Harry! ¿Verdad que es precioso? —exclamó la joven—. Quiero quedarme con él —y sonriendo nuevamente a Rosabel—: le sienta a usted maravillosamente.
       Había notado que una cólera repentina y absurda se apoderaba de ella; sintió ganas de arrojar a la cara de la joven aquella prenda frágil y encantadora. Sonrojada, se inclinó sobre el sombrero.
       —Está cuidadosamente acabado por dentro, señora.
       La joven se marchó presurosa a la berlina, dejando a Harry el cuidado de pagar y cargar con la sombrerera.
       —Iré directamente a casa —le oyó decir— para ponérmelo antes de ir a comer contigo.
       Él se había acercado a ella cuando estaba extendiendo la factura, y al contar el dinero le preguntó:
       —¿No ha posado nunca para un pintor?
       —No —replicó secamente, dándose cuenta del repentino cambio de tono de su voz. Ahora levemente matizada de insolencia y familiaridad.
       —Ah, pues debiera hacerlo —dijo Harry—. Tiene usted una figura tan terriblemente bonita.
       Rosabel no le hizo caso. ¡Qué fino había estado con ella! No había pensado en otra cosa durante todo el día. Su rostro le encantaba. Podía ver con toda claridad aquellas cejas rectas y delgadas, y el pelo echado hacia atrás, con sólo una levísima insinuación de ondas, y la risa de su boca desdeñosa. También sus manos afiladas cuando contaban el dinero para ponerlo en las suyas. Rosabel, de pronto, se echó hacia atrás los cabellos que le caían en el rostro. Tenía la frente calenturienta. Si aquellas manos afiladas pudiesen posarse un momento... ¡Qué suerte la de aquella joven!
       ¿Y si ella estuviera en su lugar? Entonces habría vuelto en el coche con él. Por supuesto, estarían enamorados, pero no comprometidos. Irían muy juntos, y ella hubiese dicho: “No tardaré ni un segundo.” Y él hubiera esperado en la berlina mientras la doncella subía tras de Rosabel la sombrerera. Aquella alcoba blanca y rosada tan grande, con rosas en jarrones de plata oxidada por todas partes. Se sentaría ante el espejo y la doncellita francesa le sujetaría el sombrero. Luego hubiera traído un velo tenue, precioso, y un nuevo par de guantes de piel de Suecia. (Se les había caído un botón a los que llevaba aquella mañana.) Después de perfumar la piel, los guantes y el pañuelo, y de coger un enorme manguito, bajaría presurosa. El mayordomo le hubiera abierto la puerta. Harry estaría esperando y partirían juntos en el coche. Eso era vivir, se dijo Rosabel. Camino del Carlton se detendrían en casa de Gerard, y Harry le compraría tal cantidad de violetas de Parma, que tendría las manos llenas de ellas.
       —Ay, qué fragancia —hubiera exclamado acercándoselas al rostro.
       —Así es como debieras estar siempre —diría Harry—, con las manos llenas de violetas.
       (Rosabel notó que se le agarrotaban las rodillas y se sentó en el suelo apoyando la cabeza contra la pared.)
       ¡Qué lunch!. La mesa cubierta de flores; una orquesta, oculta tras un macizo de palmeras, tocando una melodía que le encendería la sangre como el vino. Sopa, ostras, pichón, puré y, naturalmente, champaña. Después, café y cigarrillos. Se reclinaría en la mesa sosteniendo la copa en una mano, y conversaría con aquella alegría encantadora que Harry sabía apreciar tanto. Después a una matinée en el teatro, algo que les atrajera a los dos, y el té en “Cottage”.
       —¿Azúcar? ¿Leche? ¿Nata? —breves interrogantes hogareñas que parecían sugerir una gozosa intimidad.
       Y al obscurecer, a casa, mientras el aroma de las violetas de Parma inundaba el aire con su fragancia.
       —Vendré a buscarte a las nueve —le habría dicho él.
       En el boudoir el fuego estaría ya encendido y las cortinas echadas. Un montón de cartas; invitaciones para la Ópera, comidas, bailes, fines de semana al borde del Támesis, una jira en auto... Ella, al subir para vestirse, les lanzaría una mirada indiferente. En la alcoba habría fuego también, y su bello y deslumbrante vestido estaría extendido sobre la cama. Tul blanco sobre plata y zapatos argentados. La echarpe y el abanico plateados también. Aquella noche Rosabel sería la mujer más admirada: los hombres le rendirían pleitesía, y un príncipe extranjero manifestaría su deseo de ser presentado a esa maravilla de Inglaterra. Sí, una noche voluptuosa. La orquesta tocando y sus hombros, candidos y adorables...
       Pero se sentiría cansada. Harry la llevaría a casa y entraría; sólo un momento. En el salón el fuego se habría extinguido ya, pero la doncella adormilada esperaría en el boudoir. Se quitaría el manto, despediría a la sirvienta, y se volvería hacia la lumbre. En pie, quitándose los guantes, el resplandor del hogar haría brillar sus cabellos cuando Harry, cruzando la habitación, viniera a cogerla entre sus brazos. “¡Rosabel, Rosabel, Rosabel!” ¡Ay la dulzura de aquellos brazos sintiéndose tan fatigada!
       (La auténtica Rosabel, la muchacha sentada en el suelo, rió ruidosamente en la obscuridad, y luego se llevó la mano a la boca.)
       Por supuesto, irían a la mañana siguiente a pasear a caballo al parque. Los esponsales habían sido anunciados en Court Circular, y todos lo sabían, y todos la felicitaban.
       Se casarían poco después en la iglesia de San Jorge, de Hannover Square, partiendo en auto para la casa solariega de Harry, donde iban a pasar la luna de miel. En la aldea, los campesinos se inclinarían a su paso, mientras ellos se estrecharían la mano apasionadamente bajo los pliegues de la manta de viaje. Aquella noche se pondría otra vez el traje blanco y plata, y sintiéndose muy cansada después del viaje subiría a acostarse temprano...
       Y Rosabel en carne y hueso se levantó del suelo, se desnudó perezosa, dejando sus ropas plegadas en el respaldo de una silla, pasó la cabeza por el burdo camisón de algodón, y, al quitarse las horquillas, la dúctil y sombría cascada de sus cabellos cayó en torno de ella cálidamente. Luego apagó la vela y se metió en el lecho a tientas. Atrayendo hacia sí las mantas y aquella horrible colcha con dibujos de panal, y ciñéndoselas bien en torno del cuello, quedó arrebujada en la obscuridad.
       Así se durmió, sonriendo en sueños, y se dio el caso de que, sin despertar, sacara un brazo fuera como para buscar algo que no estaba allí.
       Y la noche transcurrió. Y los helados dedos de la aurora se cerraron sobre su mano destapada. Una claridad grisácea inundó la sórdida habitación, y Rosabel, estremeciéndose, dio un pequeño bostezo y se incorporó. Y como había heredado aquel trágico optimismo que con demasiada frecuencia suele ser la única herencia de la juventud, aún medio dormida, sonrió con leve temblor nervioso en torno de los labios.



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