Katherine
Mansfield
(Nueva Zelandia, 1888 -
Francia, 1923)
Susannah (1920)
(“Susannah”, sin terminar; hay dos versiones)
The Dove's Nest and Other Stories
(Londres: Constable & Company, 1923, 243 págs.)
Por supuesto nunca se hubiera hablado de ir a la feria si a papá no le hubiesen regalado las entradas.
Una niñita no puede esperar paseos y regalos que cuestan más dinero, cuando sólo el alimentarlas, comprarles ropa, pagar su escuela y la casa
en la que vive obliga al papá bueno y generoso a trabajar duro todos los días el día entero de la mañana a la noche... “excepto los
sábados a la tarde y los domingos”, dijo Susannah.
—¡Susannah! —Mamá estaba espantada—.
¿No sabes lo que le pasaría a tu pobre papá si no tuviese un descanso los sábados a la tarde y los domingos?
—No —dijo Susannah. Parecía interesada—. ¿Qué le pasaría?
—Moriría —dijo mamá para impresionar.
—¿De verdad? —dijo Susannah abriendo los ojos. Parecía sorprendida,
y Sylvia y Phyllis, que tenían cuatro y cinco años más que ella, dijeron a coro “Claro que sí”, con un tono muy superior.
¡Qué bebita era que no sabía eso! Sonaban tan convencidas y alegres que mamá se estremeció levemente y se apuró a cambiar de tema
—Así que por eso —dijo algo vagamente—, deberían agradecer cada una por su cuenta a papá antes de salir.
—¿Y nos dará entonces el dinero? –preguntó Phyllis.
—Y entonces le pediré lo que sea necesario —dijo su mamá firmemente.
De pronto suspiró y se puso de pie—. Vayan, chicos, y díganle a Miss Wade que las vista, que ella se prepare y que baje después al comedor.
Y ya sabes, Susannah, no vas a soltarte de la mano de Miss Wade desde el momento en que crucen la entrada hasta que vuelvan a salir.
—Bueno... ¿y si ando a caballo? —preguntó Susannah.
—Andar a caballo... ¡tonterías, niña! ¡Eres demasiado chica para andar a caballo!
Sólo niñas y niños mayores pueden montar.
—Hay caballitos de madera para los más chicos —dijo Susannah, imperturbable—. Lo sé, por que Irene Heywood anduvo sobre uno y al bajarse se cayó.
—Mayor razón aún para que no te subas —dijo mamá.
Pero Susannah la miró como si caerse no le causara el menor espanto. Al contrario.
Acerca de la feria, sin embargo, Sylvia y Phillis sabían tan poco como Susannah.
Era la primera que llegaba a esa ciudad. Una mañana, mientras Miss Wade, la criada, las llevaba apurada a lo de los Heywood,
cuya institutriz compartían, habían visto carromatos cargados de grandes y largas planchas de madera, bolsas, algo que parecían
puertas con marco y todo, y astas blancas, pasando por el ancho portón del Campo de Juegos. Y a la hora en que eran llevadas a
los apurones a casa a comer, los comienzos de una cerca alta y fina se levantaba bordeando por dentro el alambrado, punteado por astas de bandera.
Desde adentro llegaba un tremendo ruido de martillazos, gritos, golpes metálicos; una pequeña locomotora, bien escondida, hacía chuf—chuf—chuf ¡Chuf!
Y redondas y lanudas esferas de humo, eran arrojadas por sobre la cerca.
Primero fue el día después de pasado mañana, después simplemente pasado mañana,
después mañana, y por fin, el día en sí. Cuando Susannah despertó por la mañana, un pequeño punto dorado de luz la miraba
desde la pared; parecía como si hubiese estado en aquel lugar desde hacía mucho tiempo, esperando para recordarle: “Es hoy... irás hoy... esta tarde. ¡Aquí está!”
Segunda versión
Esa tarde se les dio permiso para recortar jarras y palanganas del catálogo de la tienda; y a la hora del té,
tomaron té de verdad en las tacitas de muñeca puestas en la mesa. Era muy divertido, sólo que la tetera de juguete no servía el té, aún después de
hurgarla con un alfiler y de soplar por el pico.
Pero a la tarde siguiente, que era sábado,
papá volvió a casa con muy buen ánimo. La puerta de entrada se cerró con tanta fuerza que toda la casa tembló mientras llamaba a los gritos
a mamá desde la salita.
—Oh, ¡qué bueno eres, querido! —exclamó mamá—, pero también, qué innecesario.
Claro que les encantará. ¡Pero haber gastado tanto dinero! ¡No tendrían que haberlo hecho, papito! Ya lo habían olvidado por completo.
¡Y qué es esto! ¿Además media corona? —dijo mamá— ¡No! Dos chelines —se corrigió rápidamente—, para gastarlos? ¡Niñas! ¡Niñas! ¡Bajen, en seguida!
Bajaron, Phyllis y Sylvia primero, Susannah algo más atrás.
—¿Saben lo que ha hecho papá? —Y mamá levantó la mano.
¿Qué tenía allí? Tres entradas de color cereza y una verde. Les compró entradas. Van a ir al circo, esta misma tarde, las tres, con Miss Wade. ¿Qué dicen a eso?
—¡Lindísimo, mamá! ¡Lindísimo! —gritaron Phyllis y Sylvia.
—¿No es cierto? —dijo mamá—. Corran arriba y díganle a Miss Wade que las prepare. No se entretengan. ¡Arriba, vamos! Las tres.
Phyllis y Sylvia salieron volando, pero Susannah permaneció al pie de la escalera, con la cabeza gacha.
—Vamos —dijo mamá. Y papá dijo severo:
—¿Qué diablos le pasa a esta chica?
La cara de Susannah tembló: —No quiero ir—, dijo en un murmullo.
—¡Qué! ¡No quiere ir al circo! Después que papá...
¡Niña maleducada y desagradecida! O vas al circo, Susannah, o te vas a la cama enseguida.
La cabeza de Susannah se inclinó, más aún.
Todo su cuerpito se inclinó hacia adelante. Parecía como si fuera a hacer una reverencia, una reverencia hasta el piso, ante su padre bueno y generoso y pedirle que la perdonara...
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